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Cornaud conocía perfectamente su oficio. No
fue a mí a quien hizo acercarse a la fosa donde se podían ver
huellas de manos que habían arañado la tierra empapada; no, ahí se
llevó a las dos mujeres.
En menos de lo que canta un gallo consiguió
la crisis de llanto y las confesiones que esperaba... Al ver el
cariz que tomaban los acontecimientos, Marthe se había vuelto en
contra mía, tildándome de monstruo abyecto... Para defenderme, yo
había sacado a relucir lo de la agresión a Lucien, el testimonio de
Yvonne...
El que se lo pasaba en grande ahora era
Bromier, que parecía estar contabilizando a su vez los
puntos.
Entretanto, había llegado Fumet; había
situado a sus gendarmes en el jardín para vigilar la puerta de
entrada. Cornaud adoptaba el continente del triunfador hastiado,
impaciente por establecer contacto con Lucien, Yvonne y la viuda de
Hubert... Por un momento, había pensado empapelar a todo el mundo y
llevarnos a la tasca de Meunier; luego, se limitó a llamar por
teléfono a casa de Yvonne.
Así pues, nos hallábamos a la espera de que
llegaran Lucien, Yvonne y quizá la viuda de Hubert, cuando uno de
los gendarmes de Fumet hizo su aparición, acompañando a un teniente
del cuerpo de ingeniería militar.
Este último parecía un militar de opereta,
de cara bonita y aires de superioridad. Debió de alistarse en el
ejército por el prestigio del uniforme. De hecho, de él se
desprendía un olor a cera y a tabaco americano.
Pareció un tanto deslumbrado por las luces,
y luego saludó cordialmente a Bromier.
—¡Querido amigo! ¡Hemos sabido por Derinque
que se hallaba usted secuestrado! ¿Qué ocurre? He hecho que mi
sección tomara posiciones alrededor de la casa... Espero que no
tengamos que intervenir...
Bromier adoptaba un aire supuestamente
escandalizado. En el fondo, estaba encantado. Se hallaba de pronto
en la situación del general que recibe refuerzos y que invierte el
curso de los acontecimientos. Hizo una presentación
superficial:
—El teniente Frémizot, un viejo amigo...
Señora Duchemin... Señora Lenoir...
Se dirigió a Cornaud:
—Conozco a Derinque. Es capaz de hacer
tonterías. ¿Me permite que intervenga...?
Ya se estaba marchando como quien no quiere
la cosa, consciente de su superioridad. Cornaud le alcanzó cerca de
la puerta y le agarró de un brazo con firmeza.
—¡No se mueva de aquí!
No parecía estar dispuesto a dejarse
embaucar, el mastodonte. Se me antojó que se había puesto
ligeramente pálido y que estaba decidido a no achantarse... Bromier
hizo una mueca de dolor y palideció a su vez.
—¡Usted no conoce a Derinque! —avisó
él.
—¡Cierre el pico! —le cortó Cornaud.
El teniente había retrocedido un par de
pasos y estaba desenfundando su revólver. Fumet se aflojaba el
cuello del uniforme con dos dedos y no parecía estar de talante muy
combativo...
—...¿No creen ustedes que podríamos discutir
todo esto con calma? No hablo por mi, claro está... Pero mis
hombres son buena gente, padres de familia...
El señor Lanneau de Bromier, con el rostro
demudado, intentaba mostrarse conciliador y chasqueaba la
lengua:
—¡Tatata...! Un pequeño malentendido, mi
querido Frémizot... No se preocupe usted... Voy a aclarar la
situación con ese inspector. Un simple malentendido.
—¡De acuerdo! —asintió el teniente—. Me
quedaré fuera con mis hombres alrededor de la casa. ¡Si dentro de
una hora no ha salido usted, entraré a buscarle!
—¡Eso ya lo veremos! —se sulfuró Cornaud—.
¡Trabas a la labor policial...!
Bromier hacía amplios ademanes
apaciguadores:
—¡Vamos, vamos...! No desorbitemos las
cosas, es mucho más sencillo que todo eso... Déjenos, mi querido
Frémizot... No pasa nada... Limítese a decir a Derinque que no
cometa ninguna .tontería, eso es todo. ¡Nada de tonterías! ¡Tal
como se lo digo! ¡Es una orden!
Creí comprender que la situación había
perdido algo de su tirantez. El teniente saludó, dio media vuelta y
oí alejarse el sonido apagado de sus botas sobre las losas aún
relucientes de agua; luego se hizo nuevamente el silencio.
El dolor de mi costado me atenazaba de
nuevo. Mi tez debía tener un tono céreo y me imaginaba que pronto
mi sudor adquiriría la misma consistencia que la baba viscosa que
goteaba del pelo de Grégoire. Tal vez me tuviera que preparar a
librar alguna batalla, pero me sentía con menos fuerzas que una
hoja muerta arrancada del árbol por el frío viento de
noviembre.
No llegué a desmayarme del todo, puesto que
permanecí en pie, pero durante un momento creí estar en el país de
las campanas y de los gongs, en el reino de los sonados. Me había
apoyado de espaldas a la pared y no debía ofrecer un aspecto muy
flamenco que digamos.
Jacqueline se me acercó y articuló unas
palabras que me dieron la sensación de quedar como petrificadas en
el aire. Luego, Pigeon se aproximó a su vez, me sacudió un poco y
dictaminó que haría mucho mejor en irme a la cama.
Me pareció de lo más sensato, y todo el lío
ese del Hematite se me antojó tan lejano
como si hubiera tenido lugar en un campo de remolacha en el planeta
Neptuno.
Sin que supiera a ciencia cierta cómo habían
llegado, vi de pronto a Lucien que me estrechaba la mano y a Yvonne
que me sonreía.
Toda la escena cobraba tintes de pesadilla.
Les veía a todos ellos con rostros de viejo marfil. Sus voces
sonaban en mis oídos como un lejano rumor de oleaje, y de repente
determinadas frases empezaron a destacarse con toda nitidez.
Así es cómo capté perfectamente que Derinque
se había apoderado de la viuda de Hubert y que había lanzado un
ultimátum por mediación de Lucien: o su jefe salía inmediatamente,
o la viuda iba a pasar un mal rato.
—¡Tengo que ir allí! —argüía Bromier—. Mi
Derinque es muy bestia, no entiende de medias tintas.
Cornaud se negaba a dejar que fuese. Quería
que Fumet y sus hombres saliesen con él para dar la cara...
¿Granadas? ¿Mosquetones? Le importaban un bledo. ¡Tenía la ley de
su parte!
Y además, estaba hasta el gorro de esos
gendarmes que no dejaban de hablar de sus críos. Creo que uno de
ellos acababa de referirse a su benjamín y Cornaud le
replicaba:
—¡También yo tengo hijos! ¡Pero ésta no es
una razón para que me raje!
Puntitos amarillos revoloteaban ante mis
ojos y me sentía con ganas de vomitar. Debía presentar el aspecto
totalmente inofensivo del gachó que está a punto de echar hasta la
primera papilla.
Ahora, Cornaud la tomaba con Lucien:
—Un día de estos, examinaré tu caso más
detenidamente... El asunto del asesinato de Hubert no está nada
claro... Tu padre encubre a alguien, ¿no es así? —soltó el
guindilla, observando a Yvonne.
Preguntó a Lucien si era costumbre de la
región apiolar a los borrachos que quieren violar a las
muchachas...
Yo seguía atontolinado, pero en medio de mi
atontolinamiento algo refulgía como un diamante: un resto de
lucidez que había cobrado la densidad de una piedra preciosa.
Encontraba que la vida de un individuo es ya de por sí una cosa
enorme y compleja; que la vida de una pareja rebasa los límites de
la comprensión; en cuanto a la vida de un grupo, ésta desafía toda
ley y toda lógica. Desde luego, sólo los cretinos pretenden
encontrarle una explicación a todo.
Hay muchas cosas que no llegaría a descubrir
nunca, estaba visto... Jamás llegaría a saber lo que había ocurrido
exactamente en la esclusa; probablemente fuese un asunto de familia
que atañía a Yvonne, a Meunier y a los Coutre... Nunca llegaría a
enterarme del busilis del asunto del compresor del Hematite; aquello se desenvolvía a nivel político
en las altas esferas... Tampoco llegaría jamás nadie a saber lo que
había sucedido en el seno de la familia Lenoir-Duchemin...
¡Así estaban las cosas! Ahí estábamos todos
nosotros, como los ciegos de la fábula. Si uno de ellos caía a la
cuneta, arrastraría en su caída a todos los demás.
De hecho, ¿era realmente yo quien pensaba
todo esto? Parecía como si mi subconsciente lúcido tuviese una voz
que se parecía sorprendentemente a la de Marthe...
...Marthe, que se hallaba exponiendo con
toda caima a Cornaud su pequeño programa personal en cuanto a
varios extremos. El dolor había podido trastornarla durante un
momento, pero había vuelto a ser la mujer dura y calculadora,
dispuesta a cualquier tejemaneje con tal de salvaguardar el honor y
los intereses de los Duchemin.
¿Quién podía pues, atestiguar en contra de
Grégoire...? ¿Yo? Pero a mí me tenían cogido con lo de la fosa...
¿Lucien? ¿Yvonne? Si se estaban quietecitos y no se iban de la
lengua, quizá Fumet podría extraviar la confesión de Coutre
padre... ¿Quién podía testimoniar en contra mía? Jacqueline, desde
luego no. Ni tampoco el armador al que tenían maniatado con aquel
feo asunto del Hematite...
Y Marthe seguía desarrollando su pequeño
programa. ¿Quién podía atestiguar en contra del señor Lanneau de
Bromier...? Yo, desde luego no, siempre y cuando el armador, por su
parte, se aviniera a mantener la boca cerrada... Ni Yvonne, ni
Lucien, por idénticas razones... ¿Se daba debidamente cuenta el
inspector Cornaud de la dificultad que entrañaba su tarea?
¿Pensaba acaso abrir una investigación que
el señor Lanneau de Bromier llevaría de inmediato al plano político
y en la cual Cornaud carecería de testigos?
Bromier asentía vigorosamente con la cabeza
y parecía encontrar a Marthe sencillamente genial. Formaban un
pequeño grupo junto al sofá. Lucien había adoptado una expresión
terca y taimada que yo no le conocía. Y toda la escena parecía dar
vueltas en medio de una neblina rojiza tan lejana como un tiovivo
de mi infancia.
—Nada de escándalo, nada de huelga, el
mantenimiento del orden asegurado... —musitaba alguien.
—¿Y de la viuda, qué? —inquiría
Cornaud.
—¡Alguien se está ocupando de ella!
—apuntaba Bromier.
—¡Oh! ¡Esto es vergonzoso!
Era la voz de Jacqueline, justo detrás de
mí; Jacqueline, cuyas frescas manos sentía sobre mis sienes y que
se había convertido en una suerte de inesperado ángel de la
guarda.
—No me refería a eso —puntualizaba Bromier—.
No olvidemos que la viuda de Hubert está en peligro; ¡conozco muy
bien a Derinque!
Notaba en mis oídos ese zumbido que a veces
sigue uno oyendo durante varias noches tras un larguísimo viaje en
avión. Y cada latido producía como el ruido apagado de un objeto
cayendo sobre un colchón de goma. Me sentía verdaderamente enfermo.
Notaba que pronto iba a ser presa del delirio, lo notaba acercarse
con la lentitud implacable de un aguacero tormentoso en la
selva.
—Yo no tengo nada que ver con el asesinato
del muchacho —proseguía el Estirado—, Pero no tengo más remedio que
cubrir a mi subordinado...
Todo bailaba ante mí como un avión
sorprendido por la tempestad. Me subía la fiebre y podía ver
moverse los objetos como si abandonase el mundo animal para
integrarme al mundo mineral. Los sillones, las paredes, el papel
pintado, la chimenea, todo adquiría una importancia de personaje
real. Intentaba contener la respiración que tenía cierta tendencia
a acelerarse. Alguien me estaba enjugando el rostro con un
pañuelo.
—¡Se me pasará en seguida!
Era yo quien hablaba.
Sin percatarme bien de ello, seguía
intentando aguantar el tipo para que nadie se diese cuenta de mi
estado, para que nadie advirtiera hasta qué punto me hallaba
inmerso en el mundo de la fiebre. Ya no experimentaba ni odio ni
amor; me sentía simplemente contento de que Jacqueline estuviera a
mi lado.
Veía ahora el techo e, inclinado sobre mí,
el rostro bonachón de Pigeon. Me hallaba tumbado en el sofá y el
runrún de las conversaciones se hacía nuevamente confuso, tan
indistinto como el «ruido del mar» que se suele oír al aplicarse
uno al oído una concha.
Me dieron de beber un líquido frío, y luego
algo cambió en la iluminación de la estancia. Al cabo de un buen
rato, oí el curioso ululato de una lechuza. Conseguí incorporarme y
me senté... Estaba solo en el salón. La lámpara de pie y los
apliques estaban apagados; sólo brillaba la suave luz de una
pequeña lámpara de sobremesa, tan íntima y familiar como el tictac
del reloj de pared.
Afuera, todo seguía oscuro. Me resultaba
imposible saber si me había quedado dormido durante horas o tan
sólo unos pocos minutos. Vi que el reloj marcaba las cinco.
Excepción hecha del tictac, reinaba el
profundo silencio de las horas más tenebrosas de la noche. Parecía
enteramente que no quedase ya absolutamente nadie en la casa, que
me hubieran dejado abandonado como a un enfermo inútil.
Hubiera querido levantarme, pero me sentía
falto de fuerzas. Permanecí así, inmóvil, durante varios minutos y
el silencio se hacía tan angustioso como los segundos que preceden
a la explosión de una bomba.
Luego oí como un roce procedente de afuera.
La puerta de entrada se abrió y volvió a cerrarse con precaución.
En el recibidor embaldosado, hubo el ruido apagado de unos pasos...
Al cabo, Jacqueline entró en el salón. Llevaba puestos su capa
impermeable y sus botines de lluvia, manchadas ahora con el barro
del jardín.
Me sonrió al entrar y me preguntó si me
encontraba mejor. Toda ella despedía el fresco aroma de la noche,
pero en su rostro el terrible cansancio había hecho estragos.
—¿Hace mucho tiempo que estoy así? —quise
saber.
—¿Mucho tiempo?
La pregunta parecía carecer de sentido para
ella. Vino a sentarse junto a mí, cogió mis manos entre las suyas y
recostó la cabeza en mi hombro.
A lo lejos, se oía el agudo aullido de una
sirena: era la ambulancia de Villeneuve que anunciaba su llegada
desde la otra orilla del canal.
En las proximidades del rio se notaba un
imperceptible cambio, una suerte de claridad lívida que se iba
adueñando del paisaje nocturno... Estaba amaneciendo.
Un nuevo amanecer en un mundo siempre igual
a si mismo, en el que se seguirían contando hermosos relatos de
héroes condecorados... Estreché con fuerza a Jacqueline contra mi
pecho. Rompió a llorar, me rodeó con sus brazos y pude apreciar en
mis labios el sabor salado de sus lágrimas.
—¿Dónde están todos? —pregunté.
—En el pabellón —repuso ella—. Todo está
solucionado. No tenemos nada que temer.
Me levanté, fui hasta la ventana de la
escalera y vi en el jardín algunos soldados.
—¿Se van a quedar aquí mucho tiempo?
—Están a punto de marcharse.
—Y de la huelga, ¿qué?
—Un pelotón de CRS va a venir, procedente de
Villeneuve, para mantener el orden. Desde donde estaba, podía ver
un fusil ametrallador apoyado contra un árbol, polainas, cascos
redondos, rostros cenicientos de sorches que habían pasado una
noche en blanco sin saber a qué atenerse acerca de todo ese
jaleo.
—¿Y la viuda de Hubert?
Se iba acercando el ruido ensordecedor de la
primera escuadrilla que despegaba del campo de aviación y que, como
cada amanecer, despertaba a toda la isla.
—Marthe le está explicando...
El formidable rugido de los motores de los
aviones que pasaban a menos de cincuenta metros de altura apagó las
palabras de Jacqueline. Nos inclinamos ambos hacia adelante para
ver pasar a los monstruos del aire. En el jardín, los soldados
habían encogido instintivamente la cabeza entre los hombros.
—...¿explicando el qué?
—Explicándole que, a fin de cuentas,
¡todavía se ha librado de una buena...!