12

Cornaud conocía perfectamente su oficio. No fue a mí a quien hizo acercarse a la fosa donde se podían ver huellas de manos que habían arañado la tierra empapada; no, ahí se llevó a las dos mujeres.
En menos de lo que canta un gallo consiguió la crisis de llanto y las confesiones que esperaba... Al ver el cariz que tomaban los acontecimientos, Marthe se había vuelto en contra mía, tildándome de monstruo abyecto... Para defenderme, yo había sacado a relucir lo de la agresión a Lucien, el testimonio de Yvonne...
El que se lo pasaba en grande ahora era Bromier, que parecía estar contabilizando a su vez los puntos.
Entretanto, había llegado Fumet; había situado a sus gendarmes en el jardín para vigilar la puerta de entrada. Cornaud adoptaba el continente del triunfador hastiado, impaciente por establecer contacto con Lucien, Yvonne y la viuda de Hubert... Por un momento, había pensado empapelar a todo el mundo y llevarnos a la tasca de Meunier; luego, se limitó a llamar por teléfono a casa de Yvonne.
Así pues, nos hallábamos a la espera de que llegaran Lucien, Yvonne y quizá la viuda de Hubert, cuando uno de los gendarmes de Fumet hizo su aparición, acompañando a un teniente del cuerpo de ingeniería militar.
Este último parecía un militar de opereta, de cara bonita y aires de superioridad. Debió de alistarse en el ejército por el prestigio del uniforme. De hecho, de él se desprendía un olor a cera y a tabaco americano.
Pareció un tanto deslumbrado por las luces, y luego saludó cordialmente a Bromier.
—¡Querido amigo! ¡Hemos sabido por Derinque que se hallaba usted secuestrado! ¿Qué ocurre? He hecho que mi sección tomara posiciones alrededor de la casa... Espero que no tengamos que intervenir...
Bromier adoptaba un aire supuestamente escandalizado. En el fondo, estaba encantado. Se hallaba de pronto en la situación del general que recibe refuerzos y que invierte el curso de los acontecimientos. Hizo una presentación superficial:
—El teniente Frémizot, un viejo amigo... Señora Duchemin... Señora Lenoir...
Se dirigió a Cornaud:
—Conozco a Derinque. Es capaz de hacer tonterías. ¿Me permite que intervenga...?
Ya se estaba marchando como quien no quiere la cosa, consciente de su superioridad. Cornaud le alcanzó cerca de la puerta y le agarró de un brazo con firmeza.
—¡No se mueva de aquí!
No parecía estar dispuesto a dejarse embaucar, el mastodonte. Se me antojó que se había puesto ligeramente pálido y que estaba decidido a no achantarse... Bromier hizo una mueca de dolor y palideció a su vez.
—¡Usted no conoce a Derinque! —avisó él.
—¡Cierre el pico! —le cortó Cornaud.
El teniente había retrocedido un par de pasos y estaba desenfundando su revólver. Fumet se aflojaba el cuello del uniforme con dos dedos y no parecía estar de talante muy combativo...
—...¿No creen ustedes que podríamos discutir todo esto con calma? No hablo por mi, claro está... Pero mis hombres son buena gente, padres de familia...
El señor Lanneau de Bromier, con el rostro demudado, intentaba mostrarse conciliador y chasqueaba la lengua:
—¡Tatata...! Un pequeño malentendido, mi querido Frémizot... No se preocupe usted... Voy a aclarar la situación con ese inspector. Un simple malentendido.
—¡De acuerdo! —asintió el teniente—. Me quedaré fuera con mis hombres alrededor de la casa. ¡Si dentro de una hora no ha salido usted, entraré a buscarle!
—¡Eso ya lo veremos! —se sulfuró Cornaud—. ¡Trabas a la labor policial...!
Bromier hacía amplios ademanes apaciguadores:
—¡Vamos, vamos...! No desorbitemos las cosas, es mucho más sencillo que todo eso... Déjenos, mi querido Frémizot... No pasa nada... Limítese a decir a Derinque que no cometa ninguna .tontería, eso es todo. ¡Nada de tonterías! ¡Tal como se lo digo! ¡Es una orden!
Creí comprender que la situación había perdido algo de su tirantez. El teniente saludó, dio media vuelta y oí alejarse el sonido apagado de sus botas sobre las losas aún relucientes de agua; luego se hizo nuevamente el silencio.
El dolor de mi costado me atenazaba de nuevo. Mi tez debía tener un tono céreo y me imaginaba que pronto mi sudor adquiriría la misma consistencia que la baba viscosa que goteaba del pelo de Grégoire. Tal vez me tuviera que preparar a librar alguna batalla, pero me sentía con menos fuerzas que una hoja muerta arrancada del árbol por el frío viento de noviembre.
No llegué a desmayarme del todo, puesto que permanecí en pie, pero durante un momento creí estar en el país de las campanas y de los gongs, en el reino de los sonados. Me había apoyado de espaldas a la pared y no debía ofrecer un aspecto muy flamenco que digamos.
Jacqueline se me acercó y articuló unas palabras que me dieron la sensación de quedar como petrificadas en el aire. Luego, Pigeon se aproximó a su vez, me sacudió un poco y dictaminó que haría mucho mejor en irme a la cama.
Me pareció de lo más sensato, y todo el lío ese del Hematite se me antojó tan lejano como si hubiera tenido lugar en un campo de remolacha en el planeta Neptuno.
Sin que supiera a ciencia cierta cómo habían llegado, vi de pronto a Lucien que me estrechaba la mano y a Yvonne que me sonreía.
Toda la escena cobraba tintes de pesadilla. Les veía a todos ellos con rostros de viejo marfil. Sus voces sonaban en mis oídos como un lejano rumor de oleaje, y de repente determinadas frases empezaron a destacarse con toda nitidez.
Así es cómo capté perfectamente que Derinque se había apoderado de la viuda de Hubert y que había lanzado un ultimátum por mediación de Lucien: o su jefe salía inmediatamente, o la viuda iba a pasar un mal rato.
—¡Tengo que ir allí! —argüía Bromier—. Mi Derinque es muy bestia, no entiende de medias tintas.
Cornaud se negaba a dejar que fuese. Quería que Fumet y sus hombres saliesen con él para dar la cara... ¿Granadas? ¿Mosquetones? Le importaban un bledo. ¡Tenía la ley de su parte!
Y además, estaba hasta el gorro de esos gendarmes que no dejaban de hablar de sus críos. Creo que uno de ellos acababa de referirse a su benjamín y Cornaud le replicaba:
—¡También yo tengo hijos! ¡Pero ésta no es una razón para que me raje!
Puntitos amarillos revoloteaban ante mis ojos y me sentía con ganas de vomitar. Debía presentar el aspecto totalmente inofensivo del gachó que está a punto de echar hasta la primera papilla.
Ahora, Cornaud la tomaba con Lucien:
—Un día de estos, examinaré tu caso más detenidamente... El asunto del asesinato de Hubert no está nada claro... Tu padre encubre a alguien, ¿no es así? —soltó el guindilla, observando a Yvonne.
Preguntó a Lucien si era costumbre de la región apiolar a los borrachos que quieren violar a las muchachas...
Yo seguía atontolinado, pero en medio de mi atontolinamiento algo refulgía como un diamante: un resto de lucidez que había cobrado la densidad de una piedra preciosa. Encontraba que la vida de un individuo es ya de por sí una cosa enorme y compleja; que la vida de una pareja rebasa los límites de la comprensión; en cuanto a la vida de un grupo, ésta desafía toda ley y toda lógica. Desde luego, sólo los cretinos pretenden encontrarle una explicación a todo.
Hay muchas cosas que no llegaría a descubrir nunca, estaba visto... Jamás llegaría a saber lo que había ocurrido exactamente en la esclusa; probablemente fuese un asunto de familia que atañía a Yvonne, a Meunier y a los Coutre... Nunca llegaría a enterarme del busilis del asunto del compresor del Hematite; aquello se desenvolvía a nivel político en las altas esferas... Tampoco llegaría jamás nadie a saber lo que había sucedido en el seno de la familia Lenoir-Duchemin...
¡Así estaban las cosas! Ahí estábamos todos nosotros, como los ciegos de la fábula. Si uno de ellos caía a la cuneta, arrastraría en su caída a todos los demás.
De hecho, ¿era realmente yo quien pensaba todo esto? Parecía como si mi subconsciente lúcido tuviese una voz que se parecía sorprendentemente a la de Marthe...
...Marthe, que se hallaba exponiendo con toda caima a Cornaud su pequeño programa personal en cuanto a varios extremos. El dolor había podido trastornarla durante un momento, pero había vuelto a ser la mujer dura y calculadora, dispuesta a cualquier tejemaneje con tal de salvaguardar el honor y los intereses de los Duchemin.
¿Quién podía pues, atestiguar en contra de Grégoire...? ¿Yo? Pero a mí me tenían cogido con lo de la fosa... ¿Lucien? ¿Yvonne? Si se estaban quietecitos y no se iban de la lengua, quizá Fumet podría extraviar la confesión de Coutre padre... ¿Quién podía testimoniar en contra mía? Jacqueline, desde luego no. Ni tampoco el armador al que tenían maniatado con aquel feo asunto del Hematite...
Y Marthe seguía desarrollando su pequeño programa. ¿Quién podía atestiguar en contra del señor Lanneau de Bromier...? Yo, desde luego no, siempre y cuando el armador, por su parte, se aviniera a mantener la boca cerrada... Ni Yvonne, ni Lucien, por idénticas razones... ¿Se daba debidamente cuenta el inspector Cornaud de la dificultad que entrañaba su tarea?
¿Pensaba acaso abrir una investigación que el señor Lanneau de Bromier llevaría de inmediato al plano político y en la cual Cornaud carecería de testigos?
Bromier asentía vigorosamente con la cabeza y parecía encontrar a Marthe sencillamente genial. Formaban un pequeño grupo junto al sofá. Lucien había adoptado una expresión terca y taimada que yo no le conocía. Y toda la escena parecía dar vueltas en medio de una neblina rojiza tan lejana como un tiovivo de mi infancia.
—Nada de escándalo, nada de huelga, el mantenimiento del orden asegurado... —musitaba alguien.
—¿Y de la viuda, qué? —inquiría Cornaud.
—¡Alguien se está ocupando de ella! —apuntaba Bromier.
—¡Oh! ¡Esto es vergonzoso!
Era la voz de Jacqueline, justo detrás de mí; Jacqueline, cuyas frescas manos sentía sobre mis sienes y que se había convertido en una suerte de inesperado ángel de la guarda.
—No me refería a eso —puntualizaba Bromier—. No olvidemos que la viuda de Hubert está en peligro; ¡conozco muy bien a Derinque!
Notaba en mis oídos ese zumbido que a veces sigue uno oyendo durante varias noches tras un larguísimo viaje en avión. Y cada latido producía como el ruido apagado de un objeto cayendo sobre un colchón de goma. Me sentía verdaderamente enfermo. Notaba que pronto iba a ser presa del delirio, lo notaba acercarse con la lentitud implacable de un aguacero tormentoso en la selva.
—Yo no tengo nada que ver con el asesinato del muchacho —proseguía el Estirado—, Pero no tengo más remedio que cubrir a mi subordinado...
Todo bailaba ante mí como un avión sorprendido por la tempestad. Me subía la fiebre y podía ver moverse los objetos como si abandonase el mundo animal para integrarme al mundo mineral. Los sillones, las paredes, el papel pintado, la chimenea, todo adquiría una importancia de personaje real. Intentaba contener la respiración que tenía cierta tendencia a acelerarse. Alguien me estaba enjugando el rostro con un pañuelo.
—¡Se me pasará en seguida!
Era yo quien hablaba.
Sin percatarme bien de ello, seguía intentando aguantar el tipo para que nadie se diese cuenta de mi estado, para que nadie advirtiera hasta qué punto me hallaba inmerso en el mundo de la fiebre. Ya no experimentaba ni odio ni amor; me sentía simplemente contento de que Jacqueline estuviera a mi lado.
Veía ahora el techo e, inclinado sobre mí, el rostro bonachón de Pigeon. Me hallaba tumbado en el sofá y el runrún de las conversaciones se hacía nuevamente confuso, tan indistinto como el «ruido del mar» que se suele oír al aplicarse uno al oído una concha.
Me dieron de beber un líquido frío, y luego algo cambió en la iluminación de la estancia. Al cabo de un buen rato, oí el curioso ululato de una lechuza. Conseguí incorporarme y me senté... Estaba solo en el salón. La lámpara de pie y los apliques estaban apagados; sólo brillaba la suave luz de una pequeña lámpara de sobremesa, tan íntima y familiar como el tictac del reloj de pared.
Afuera, todo seguía oscuro. Me resultaba imposible saber si me había quedado dormido durante horas o tan sólo unos pocos minutos. Vi que el reloj marcaba las cinco.
Excepción hecha del tictac, reinaba el profundo silencio de las horas más tenebrosas de la noche. Parecía enteramente que no quedase ya absolutamente nadie en la casa, que me hubieran dejado abandonado como a un enfermo inútil.
Hubiera querido levantarme, pero me sentía falto de fuerzas. Permanecí así, inmóvil, durante varios minutos y el silencio se hacía tan angustioso como los segundos que preceden a la explosión de una bomba.
Luego oí como un roce procedente de afuera. La puerta de entrada se abrió y volvió a cerrarse con precaución. En el recibidor embaldosado, hubo el ruido apagado de unos pasos... Al cabo, Jacqueline entró en el salón. Llevaba puestos su capa impermeable y sus botines de lluvia, manchadas ahora con el barro del jardín.
Me sonrió al entrar y me preguntó si me encontraba mejor. Toda ella despedía el fresco aroma de la noche, pero en su rostro el terrible cansancio había hecho estragos.
—¿Hace mucho tiempo que estoy así? —quise saber.
—¿Mucho tiempo?
La pregunta parecía carecer de sentido para ella. Vino a sentarse junto a mí, cogió mis manos entre las suyas y recostó la cabeza en mi hombro.
A lo lejos, se oía el agudo aullido de una sirena: era la ambulancia de Villeneuve que anunciaba su llegada desde la otra orilla del canal.
En las proximidades del rio se notaba un imperceptible cambio, una suerte de claridad lívida que se iba adueñando del paisaje nocturno... Estaba amaneciendo.
Un nuevo amanecer en un mundo siempre igual a si mismo, en el que se seguirían contando hermosos relatos de héroes condecorados... Estreché con fuerza a Jacqueline contra mi pecho. Rompió a llorar, me rodeó con sus brazos y pude apreciar en mis labios el sabor salado de sus lágrimas.
—¿Dónde están todos? —pregunté.
—En el pabellón —repuso ella—. Todo está solucionado. No tenemos nada que temer.
Me levanté, fui hasta la ventana de la escalera y vi en el jardín algunos soldados.
—¿Se van a quedar aquí mucho tiempo?
—Están a punto de marcharse.
—Y de la huelga, ¿qué?
—Un pelotón de CRS va a venir, procedente de Villeneuve, para mantener el orden. Desde donde estaba, podía ver un fusil ametrallador apoyado contra un árbol, polainas, cascos redondos, rostros cenicientos de sorches que habían pasado una noche en blanco sin saber a qué atenerse acerca de todo ese jaleo.
—¿Y la viuda de Hubert?
Se iba acercando el ruido ensordecedor de la primera escuadrilla que despegaba del campo de aviación y que, como cada amanecer, despertaba a toda la isla.
—Marthe le está explicando...
El formidable rugido de los motores de los aviones que pasaban a menos de cincuenta metros de altura apagó las palabras de Jacqueline. Nos inclinamos ambos hacia adelante para ver pasar a los monstruos del aire. En el jardín, los soldados habían encogido instintivamente la cabeza entre los hombros.
—...¿explicando el qué?
—Explicándole que, a fin de cuentas, ¡todavía se ha librado de una buena...!