22

 

 

 

 

 

Cada golpe de la puerta se le clavaba en la piel. Tenía la espalda apoyada en la fría madera de la misma puerta que le retumbaba en los oídos y su corazón se había comenzado a anegar de lágrimas. Claudia deseaba abrir y mirarle por última vez, ver su cara tosca y oscura, su pelo del color de la paja seca, sus ojos claros, su boca llena. Pero jamás volvería a mirarle, se había muerto la esperanza que les unía.

 

Si abría la puerta, Luka sólo vería dos fríos ojos y ella no quería que la recordara así. No era justo enturbiar el recuerdo de aquella mirada intensa de la primera vez. Eso, al menos, se lo debían el uno al otro. Porque ese comienzo mágico les salvó a los dos por igual. No sólo Luka estaba perdido, ella también estaba aterrada y sola cuando le conoció.

 

Ahora quería acabar con todo, de una vez. Al menos le quedaba saber que tenía una familia de verdad por primera vez en su vida. Aún recordaba el tacto de los labios de su madre en su mejilla antes de regresar del pueblo. Era el primer beso que ella le daba y aún le quemaba al recordarlo.

 

Pero su vida familiar de nuevo recompuesta no podía semejarse a la sentimental. Las cosas no iban bien. El encuentro perfecto había muerto, los ojos de Luka que por fin la veían. Eso quedaba ya demasiado lejano y ahora sólo quedaba recordarlo y llorar. Escuchar la vieja canción que su padre cantaba en los discos y comprender que ese era el momento, que entonces debía clavarse las uñas en el corazón para no abrir la puerta, echarse en sus brazos y darle la victoria. El recuerdo del encuentro acudía a su mente una y otra vez…

 

Claudia en los ojos de Luka. Luka en la sonrisa de Claudia. Y toda la magia de aquel encuentro les envolvió. Se sintieron príncipe y princesa encantados, gentes de cuento, protagonistas de película. Ninguno de los dos llegó jamás a comprender muy bien qué les había ocurrido aquel día, pero siempre estuvieron seguros de que estaban unidos y esa certeza era tan intensa que incluso les hacía daño.

 

Él dejó de buscar al verla y sintió que ella también le veía. Se quedaron uno frente al otro, sin articular palabra ni abandonar sus estáticas posiciones. Era el miedo lo que les paraba, el miedo a trascender unos límites demasiado espirituales y destínicos para ser suyos. Miedo a comprobar que ese halo de irrealidad que les rodeaba fuera demasiado frágil y se rompiera, sellando la cámara del tesoro de su intenso encuentro.

 

Tras una mirada eterna y una sonrisa no menos pertinaz, Luka se despojó de sus miedos y se levanto del banco. Claudia tomó el gesto como el pistoletazo de salida y le esperó sentada y con los nervios controlados. Y a cada paso que él daba hacia ella, la seguridad de haber hallado la liberación, de estar próxima al cielo, iba acrecentándose, hasta convertirse en lo más grande que había sentido jamás.

 

—Por fin te he visto. Siento haber tardado tanto. Lo siento. —Él había establecido el contacto… y siguió hablándole con su voz de acento extranjero, directamente al corazón. —Nunca antes sentí la necesidad de mirar a alguien.

 

—Nunca antes sentí la necesidad de sonreír a alguien— dijo ella.

 

Habían roto el hielo. Habían dado el paso, ya habían tomado contacto, ya se conocían. Ahora no eran dos desconocidos que se conocían sólo de unos segundos, ya eran Luka y Claudia, dos seres que estarían unidos para siempre.

 

Desde ese momento ataron un lazo en sus almas que jamás serían capaces de desatar. No miraron a otras personas, no pensaron en nada más. Luka pasaba las noches con Claudia, en sus brazos, y volvía a la mediocridad al amanecer, a su falta de trabajo y a su casa desahuciada. Claudia le pedía que dejara esa vida ingrata, pero él era demasiado orgulloso. Para Luka, el depender de ella era un castigo, y procuraba evitarlo en la medida de lo posible.

 

Pero Claudia no estaba satisfecha con ese amor a medias. Ella quería la totalidad de Luka, quería nombrarlo, poseerlo. Y Luka huía de la posesión porque eso le heriría mortalmente, le haría vulnerable, dependiente y débil.

 

Y llegó el día que Claudia le dio a elegir entre el todo y la nada, entre ella o su orgullo. Luka no contestó y como quien calla, otorga, Claudia le dejó solo en mitad del parque. Era la despedida definitiva. Ya no habría más encuentros ni más amor que dar. Había elegido y no a ella.

 

Luka lo comprendió entonces, pero ya era demasiado tarde. Golpeaba con sus puños cerrados la puerta y Claudia sentía esos golpes en el corazón desde dentro de la casa. Lloraban ambos, pero ninguno tenía esperanzas ya.

 

Entonces Luka sintió la derrota en sus huesos. Sintió que ya no quedaba nada por lo que luchar. Que había fracasado en lo único que verdaderamente le importaba. Dejó de golpear la puerta y salió a la calle, caminando como un sonámbulo, sin ver, sin ser visto. Pretendía perderse de sí mismo, no volver al parque, no volver a su casa, no volver a Stitar Sabac. Sólo había un lugar al que podía ir.

 

Algunos aseguraron que aquel extraño hombre no vio el coche y otros, la mayoría, que voluntariamente se tiró delante de él. Luka murió casi en el acto. Sus ojos gris piedra, ojos que encerraban el sufrimiento de cien vidas y la luminosidad del sol, permanecieron abiertos y de ellos resbaló la última lágrima, justo en el momento en que ella calló.

 

Claudia también murió al tocar el suelo. Había descendido los 11 pisos que le separaban del suelo a una velocidad de vértigo y los testigos, que aún no habían ni tocado el cadáver de Luka, se quedaron dos segundos más paralizados.

 

La unión no se había roto ni en el aparente desamor que ambos creyeron traspasar aquella mañana. La muerte se les había llevado juntos, porque ambos sintieron la necesidad de morir. No querían volver atrás, Claudia no hubiera abierto la puerta y Luka, aún comprendiéndolo, no se hubiera dejado nombrar.

 

Pero allí, en la muerte, todo era diferente. Ahora se habían consagrado el uno al otro, se habían seguido a la eternidad y allí él no poseía orgullo y ella sentiría tenerlo por completo. Allí serían felices. Ya lo eran al morir. Sus rostros mostraban la mayor sonrisa tendidos en el suelo, sin vida.

 

 

 
Clávame las uñas en el corazón
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