Cleopatra VII, paseaba por su inmenso palacio de mármol blanco en Alejandría, buscando algo de paz tras haberse encargado personalmente de la administración del gobierno. La reina vivía prácticamente recluida en aquel palacio. Pasear por la ciudad no era seguro para una reina infértil que había provocado tres crecidas del Nilo insuficientes seguidas. Una gobernante que se negaba a casarse y de la que se rumoreaba que esperaba a que su hijo, de cinco años, tuviese edad y capacidad de procrear para yacer con él. Las peticiones para el regreso de Arsinoe eran ya un clamor popular y cada salida de Cleopatra de aquel palacio se convertía en un suplicio para ella, en el que le arrojaban ceniza y animales muertos a su paso.
Ahora se alegraba de haber matado al hechizado y sus sentimientos hacia Masamaharta habían mejorado. Si Ptolomeo XIV estuviese vivo, la situación actual sería totalmente insostenible. Masamaharta, una vez más, tenía razón.
La reina miraba al Mediterráneo desde el pasillo porticado que comunicaba todas las habitaciones de aquel palacio que daban al norte, a modo de terraza.
Se sentía encerrada e inútil, se marchitaba y se aburría. Estaba sola, sin su amado César, sin Apolodoro, Ahsted o Masamaharta, había perdido el favor del Nilo y de Amón-Ra. La nobleza que aún la apoyaba siempre buscaba algo a cambio y los dignatarios extranjeros que visitaban aquella corte y podían traer algo de frescura, se habían reducido a la mínima expresión. Ahora todos los extranjeros eran Roma y Roma también la había abandonado. Tan solo Iras y Charmión permanecían a su lado.
La reina decidió hacerlas llamar y salir a pasear por la orilla del mar. Las tres mujeres iban descalzas mojando sus pies por las suaves olas que llegaban a la arena, fina y oscura. Iban acompañadas de doce guardias reales con sus armaduras de oro, tensos y vigilantes, pues se estimaba que el peligro de atentado era muy real.
—Debes buscar un marido digno —decía Charmión.
—Tu padre era hijo de una concubina y eso no le impidió acceder al trono. —Apostillaba Iras.
—Pero eso le persiguió siempre. Le llamaban “el bastardo” incluso estando coronado. —Cleopatra miraba sus tobillos bañados por el mar.
—Cesarión es hijo de dioses, su semilla será suficiente.
—Debo esperar a un Julio, me lo ha dicho Amón-Ra.
—Faraón, los Julios podrían estar ya todos muertos. —Iras intentaba ser realista sin herir a su amiga y reina.
Cleopatra quiso rebatir a Iras y decirle que había soñado que un Julio llegaría a tiempo de salvar el reino pero se vio sobresaltada por un grito agónico y se dio la vuelta, junto con las otras dos mujeres, justo para ver como varios de los miembros de la guardia personal estaban atacando al resto. Las tres mujeres retrocedieron instintivamente, metiéndose en el agua hasta casi la cintura, mientras eran capaces de hacer un recuento de fuerzas y darse cuenta de que ocho de aquellos guardias, habían matado ya a uno de los cuatro que parecían permanecer fieles a la faraón, herido gravemente a otro y que tan solo los dos restantes luchaban por sus propias vidas y por la de su reina, espalda con espalda contra aquellos ocho adversarios.
—Primero esto dos —dijo el que parecía llevar la voz cantante entre los traidores—. Estas tres chiquillas no irán a ninguna parte.
Fueron sus últimas palabras porque uno de los dos guardias que aún permanecía fieles a la reina, le lanzó un puñal con tanta fuerza que se clavó en su frente e hizo que se desplomase al instante.
—¿Estás bien? —preguntó a su único compañero vivo sin mirarle.
—Sigo vivo, que no es poco —le contestó este.
—Solo quedan siete.
Y los siete les tenían rodeados mientras vigilaban que la reina y sus dos acompañantes no huyeran para pedir ayuda. Lo cierto es que las tres mujeres estaban petrificadas. Cleopatra y Charmión lloraban de terror mientras Iras lanzaba maldiciones a los traidores.
Los dos hombres rodeados sabían que en una situación así no debían perder la iniciativa y dándose mutuo impulso con sus espaldas, se lanzaron sobre los dos atacantes que tenían más cerca. Uno murió con el cuello cercenado y el otro fue atravesado por una espada a la altura del esternón.
—Quedan cinco.
—Majestad ¿estáis bien?
La reina lloraba y no supo contestar. Fue Iras la que se dirigió a él con valentía y arrojo:
—Estamos bien, arrasad a estos traidores.
Los dos hombres se lanzaron de nuevo al ataque aprovechando que los traidores empezaban a dudar de sus posibilidades de éxito.
La cabeza de uno de ellos salió volando por los aires y vino a caer a la altura de Cleopatra, Iras y Charmión, salpicando agua y sangre a las mujeres.
Otro de los traidores lanzó un puñal contra sus atacantes hiriendo en un brazo a uno de ellos, pero al lanzar perdió su posición de defensa y fue ensartado por el mismo hombre al que había herido. Tres contra dos, ese no era el plan. Tenía que haber sido un trabajo fácil y extremadamente bien pagado cuando Arsinoe volviese a Alejandría. Era morir en aquella playa o hacerlo entre torturas o devorado por los caimanes, por lo que los tres traidores que quedaban, se lanzaron con todo sobre los dos hombres que permanecían fieles a Cleopatra VII.
Las espadas chocaron. El primer hombre que había lanzado su puñal lo recuperó de la frente del cabecilla de los atacantes y con un arma cortante en cada mano, consiguió desarmar primero y abatir después a otro de los traidores. Se dio la vuelta para ver como su único compañero moría matando a otro de los atacantes. Ambos se ensartaban al mismo tiempo en un torpe y lento movimiento de sus espadas.
Uno contra uno. Pero el traidor restante decidió salir corriendo por la arena de aquella playa con dirección al puerto de Alejandría. El otro superviviente lanzó una vez más su puñal clavándolo en la nuca del desertor.
Cleopatra, Iras y Charmión miraban con la respiración entrecortada y lágrimas en los ojos, a aquel hombre que permanecía de pie rodeado por nueve cadáveres y dos cuerpos agonizantes. Tenía sangre desde la frente a los tobillos pero, aparentemente, no era suya.
—¿Cómo te llamas, soldado? —preguntó la reina saliendo del agua.
—Me llamo Praxítenes, mi reina, pero todos me llaman “el Turaco”.
“El Turaco” era un militar hijo, nieto y biznieto de militares. Su familia había luchado a favor de Benerice III, Ptolomeo XII y ahora para Cleopatra VII. Siempre el bando adecuado, pensaba Cleopatra.
No era muy alto pero tenía una musculatura muy bien desarrollada, mandíbula ancha, fortísimos brazos, piernas torneadas y compensadas, pelo corto y moreno peinado al estilo griego y ojos oscuros y profundos.
Se notaba a simple vista cuando un militar estaba bien musculado, pues las corazas de oro, que simulaban esos músculos, debían ser ensanchadas para aquellos hombres que no necesitaban simular nada. “El Turaco” era un portento físico y acababa de salvar la vida de la reina y sus acompañantes matando él solo a cinco hombres armados.
El otro guardia que había permanecido fiel a la reina, sería honrado con funerales de estado y a su familia jamás le faltaría oro o los mejores alimentos, pero “el Turaco” sería honrado con todos los honores militares existentes. Era un héroe y el Nilo estaba necesitado de hombres así.
Cleopatra le nombró jefe de su guardia personal y fue introducido en el pequeño círculo de confianza de la reina desde aquel día. Ya no era un guardaespaldas, ahora ejercería de consejero en el gobierno del reino. Un consejero fuertemente armado, eso sí.
Pero la valentía de “el Turaco” además de poder, fama y fortuna le traería un regalo inesperado: el amor de Iras, con quien se casaría pocas semanas después de aquel atentado.
Quinto Delio era un funcionario romano de una familia ilustre pero pobre que había ido ascendiendo posiciones a base de susurrar buenos consejos al oído de los hombres más poderosos de Roma. En el transcurso de las diversas contiendas acaecidas tras la muerte de Julio César, Delio decidió colocarse en el bando de Marco Antonio pensando que sería el heredero del dictator. La lectura del testamento de este, le sacó de su error pero ya era tarde para cambiar de bando, pues se había señalado en el senado en contra de Octavio. En cualquier caso, pensaba que Marco Antonio, aunque corrupto y mujeriego, estaba mucho mejor dotado para el gobierno que su sobrino segundo, por lo que Delio lo apostó todo al bando de Marco Antonio y se embarcó con él como secretario personal. Y fue Quinto Delio el encargado de viajar desde Tarso a Alejandría para llevar a Cleopatra la noticia de su procesamiento por traición.
Desde hacía doscientos años. La llegada de una delegación romana a Alejandría era recibida con igual proporción de temor y esperanza por los habitantes de la ciudad. Los romanos habían colocado y depuesto reyes a su antojo en todo oriente, por lo que partidarios tanto de Cleopatra como de Arsinoe, vieron en aquella visita una oportunidad para llevar a cabo sus planes.
Quinto Delio, venía con solo dos lictores de escolta, pero podría no haber llevado ninguno, pues nadie se atrevería a tocarle un pelo a un cuestor romano. La noticia de la victoria en Filipos y de que Marco Antonio era ahora el dueño de todas las provincias Orientales de Roma, había llegado a Alejandría hacía semanas, y Egipto era el último reino independiente de la zona. Si querían seguir así, había que agasajar, adular, acomodar y, posiblemente sobornar, a todo romano que cruzase la frontera del Nilo.
Pero Delio sabía bien quien era su dueño y no iba a dejarse manipular fácilmente. El romano era recibido por lo más granado de la corte en el salón del trono del palacio de Alejandría.
—Noble Quinto Delio, cuestor de Roma y enviado del triunviro Marco Antonio, es un placer recibiros en Alejandría —decía la propia Cleopatra VII, que no estaba por perder el tiempo con los ritos protocolarios y los eternos intermediarios que repetían lo que ya se había oído.
La reina, bien aconsejada, lucía una simple tiara de oro y vestido de seda azul muy recatado. Sin collares, brazaletes o anillos. No había que mostrar excesiva ostentación a los siempre hambrientos de riqueza romanos.
—Es un honor ser recibido por la reina del Nilo en persona, Cleopatra. No tuve el placer de conoceros en Roma.
Para la reina aquello significaba que ese hombre no tenía entidad suficiente para ser invitado a sus fiestas en Roma. Sin embargo en tres años ya era cuestor del triunviro más poderoso.
Sin duda alguien despierto e inteligente —pensó Cleopatra— habrá que tener cuidado con él.
—¿A qué debemos el honor de vuestra visita, Quito Delio? —preguntó la faraón.
Delio aún estaba dejándose deslumbrar por el oro de las paredes y del trono de aquel salón. Miraba al niño sentado junto a la reina, ¡cómo se parecía a César!, miraba a los escribas, a los guardias con corazas de oro y las obras de arte que lo decoraban. ¿Querrán deslumbrarme con sus riquezas o disimular lo que tienen? En esta estancia es difícil de decir. —Pensaba Delio.
—Faraón —comenzó Quinto Delio sin mirarla directamente a la cara—. El triunviro Marco Antonio reclama vuestra presencia en Tarso para ser juzgada por traición al senado del pueblo de Roma.
Un murmullo indignado inundó la sala.
—¿Traición? —intervino “el Turaco” que mantenía su mano derecha sobre la empuñadura de la espada—. ¿Estáis locos?, ¿cómo podría la reina haber traicionado a Roma?
—Ayudando a Casio con dinero y tropas en la guerra contra los legítimos gobernantes de Roma. Estoy aquí para informaros de los cargos y llevaros conmigo a Tarso, majestad. Si rechazáis acompañarme, seréis declarada enemicus y la sanción será peor.
—¿Pensáis que vais a detener a la reina? —dijo “el Turaco” avanzando hacía Delio de forma amenazante.
—¿Sanción, habéis dicho? —intervino Cleopatra antes de que Delio y “el Turaco” estuviesen frente a frente.
—Sí, una sanción económica es el castigo a todos los traidores que han ayudado a Casio y Bruto, majestad. —Delio tuvo que esquivar la mirada y la cabeza de “el Turaco” para dirigirse a la reina.
—Bien, Quinto Delio, permitidme acomodaros en el palacio real mientras preparamos mi partida a Tarso.
—¿Puedo ir a Tarso? —dijo Cesarión, siempre ávido de viajes y nuevas experiencias.
—Pero majestad… —“El Turaco” no quiso acabar la frase ante la mirada cómplice de Cleopatra.
Delio fue llevado junto con su pequeña comitiva al palacio de invitados dentro del recinto real y se dedicó a visitar la ciudad mientras la reina preparaba aquel viaje.
—Es una acusación absurda —decía Iras en presencia de su esposo, la reina y Charmión.
—Lo es, pero también es una oportunidad —dijo Cleopatra.
—¿Qué queréis decir, majestad? —preguntó “el Turaco”.
—Solo quieren oro y eso nos sobra en el Nilo. Si la sanción es económica no me preocupa. Además podré estar al fin en presencia de un Julio y uno al que sé que puedo manejar.
—Es la oportunidad que esperabais —dijo Charmión.
—Sí, pero debo deslumbrarlo y ese proceso empieza aquí. Hay que intervenir el correo de Delio y averiguar si Fulvia acompaña a Marco Antonio en Tarso. Si Fulvia está en Roma, su marido será vulnerable si puedo atraerlo a mi terreno.
—Será un juicio, faraón. No será fácil quedaros a solas —observó Iras.
—Para eso está aquí Quinto Delio. Negociaremos las condiciones de mi enjuiciamiento para que sea seguro y podamos sacar provecho de todo esto. Si Marco Antonio quisiera solo dinero, me habría mandado el importe de la multa con su perro. Imagino que quiere verme y si es así impondremos nuestras condiciones.
Esa misma noche, Quinto Delio era invitado a una de las fastuosas fiestas de la reina Cleopatra VII del Nilo de las que tanto se hablaba en Roma. El romano ocupaba una camilla junto al podio presidencial, tan solo un peldaño por debajo de la propia reina y su hijo, y era agasajado con nécoras, ostras, muchas de ellas con inmensas perlas dentro que se quedaban los apenas cuarenta asistentes, langostas, percas del Nilo, cordero lechal asado y un excelente garum. Delio asistía a pocas fiestas pero sabía reconocer el derroche. El gasto de aquella fiesta improvisada superaba su salario de un año.
—Cuéntame, Quinto Delio, ¿cómo esta Marco Antonio? —decía la reina fingiendo un interés que no tenía.
—El gran Marco Antonio se esfuerza por recomponer Roma tras la guerra civil, faraón.
—¿Pero no es Octavio quien gobierna Roma?
—Así es, pero su tío Marco Antonio le vigila de cerca.
—Marco Antonio es el hombre que Roma necesita. Roma y cualquier mujer, Fulvia Flaco es muy afortunada de tenerle.
Delio asentía distraído ante el comentario excesivamente halagador.
—¿Esta Fulvia Flaco con él en Tarso?
Al fin el verdadero motivo de esta farsa — pensó Delio.
—No, ella está en Roma. Fulvia no es amiga de viajar —contestó el romano.
Cleopatra calló una vez obtenida la información que buscaba sin importarle lo que pensase su invitado, que miraba aquí y allá sin detenerse excesivamente en ningún lugar. Este hecho dificultaba la misión de Charmión, que debía tentar al romano con aquello que le fuese irresistible para conseguir comprar su voluntad no solo con oro. Averiguar algún secreto del romano sería valiosísimo para los intereses del Nilo y más en aquella delicada situación.
Con la llegada de los postres, se retiraron los niños, los casados y los eunucos, Iras y “el Turaco” ya no participaban de aquella parte de las fiestas, pero el guardaespaldas prefirió quedarse para hacer su trabajo.
Tampoco Cleopatra era ya amiga de los escándalos sexuales del pasado, pero quiso permanecer discretamente en su camilla hasta conseguir pervertir al romano.
Charmión le envió primero a dos sirvientes griegas de veintidós años. Iban totalmente desnudas y se lanzaron sobre el romano, que las rechazó cortésmente. Charmión, ordenó a un efebo de apenas diecinueve años y aún imberbe que se acercase a Delio insinuante. El romano fue igualmente cortés pero se mostró asqueado ante los ofrecimientos del adolescente.
Niñas, debían ser niñas y el siguiente entremés preparado para el romano fueron dos crías de doce y catorce años que primero se sentaron alrededor de Delio e inmediatamente se besaron entre sí. Quinto Delio se levantó de la camilla indignado y sintiéndose insultado. Ordenó a las dos niñas desaparecer de su vista inmediatamente mientras lanzaba una mirada furibunda a Cleopatra.
—Veo tus intenciones, faraón —le dijo entre dientes.
—Mi intención es tu diversión, noble Delio. ¿Cómo podría agradarte?
—Permaneciendo alejada de mí y organizando rápido la partida hacia Tarso, faraón —dijo Quinto Delio abandonando la fiesta.
Charmión aún haría un intento más, enviando a las habitaciones de Delio a una anciana a preguntar si necesitaba algo de forma insinuante. La mujer, experta prostituta, también fue rechazada.
A la mañana siguiente, Delio no estaba para fiestas ni para bromas. Quería pactar las condiciones en las que Cleopatra se entregaría para ser juzgada y largarse de aquel antro de perversiones que le había parecido el palacio real de Alejandría.
Cleopatra necesitaba más tiempo para sus planes y envió a negociar aquellas condiciones al nuevo gran chambelán, Sosígenes.
Sosígenes de Alejandría era un astrónomo y filósofo al que se atribuía el cálculo más exacto del tiempo que dura un año solar[96], sus tratados sobre las estrellas y la rotación de los planetas eran famosos incluso durante su vida y podía presumir de tener una veintena de textos en la biblioteca de Alejandría antes de su destrucción. Pero si por algo envió Cleopatra a Sosígenes a negociar aquellas condiciones, era por su proverbial capacidad para perder el tiempo.
—Quinto Delio —comenzaba el filósofo—. Debemos diferenciar entre una entrega voluntaria y una detención. Pues no es esta una cuestión menor que no se deba tratar. La reina se declara inocente y acudirá voluntariamente a Tarso ante la llamada, espero que amistosa, de un triunviro de Roma y como voluntaria y amistosa, debe ser tratada como una visita de cortesía. Y como la cortesía romana es conocida en todo el Mediterráneo, la faraón y reina acudiría gustosa. Si fuese una invitación.
Delio se había perdido en mitad de aquel discurso.
—No he llegado a captar petición alguna en vuestro discurso, chambelán. —decía Delio, que sabía que había sido este astrónomo el instigador del cambio de calendario que César había impuesto en Roma.
—Quiero decir que, si Marco Antonio invita a la reina y faraón del Nilo a Tarso, ella acudirá gustosa. Pero si no la invita, si no que la obliga o la detiene, entonces no acudirá gustosa.
—Pero acudirá —decía Quinto Delio con cara de asombro ante la capacidad del filósofo.
—Acudiría. —Sosígenes hizo una pausa—. A Tarso, o a Roma. Porque los tribunales están en Roma, donde ella debería ser juzgada, pero ella no puede entrar en Roma o mejor dicho, cruzar el Pomerium. Entonces, ¿es más válido un tribunal de Tarso que uno romano?
—No entiendo la pregunta.
—Pues pensadla. Tenemos tiempo.
—No, no tenemos tiempo. La reina debe presentarse en Tarso inmediatamente.
—Lo que me lleva al principio de la cuestión. ¿Invitada?
Quinto Delio se estaba desesperando.
—Invitada a acudir bajo amenaza de ser detenida.
—¡Oh! Amenazas. —Sosígenes soltó un gritito—. No me gustan las amenazas y me niego a negociar bajo la coacción de Roma.
—Roma no te amenaza a ti, filósofo.
—Yo no soy el centro de atención de esta conversación, no desviéis el tema, Quinto Delio.
El romano no salía de su asombro ante la capacidad de Sosígenes de rodear una cuestión sin atacarla realmente.
—¡La reina acudirá a Tarso o Marco Antonio enviará quince legiones a detenerla! —tronó Delio cansado de los juegos demagógicos del alejandrino.
—Nunca nos hemos negado a ello. Pero, ¿en qué condición?
—En condición de acusada. Ya lo sabéis.
—Debo consultar con la faraón esta cuestión. Continuaremos mañana con las negociaciones, noble Quinto Delio —dijo Sosígenes para acabar la conversación.
El filósofo fue capaz de alargar aquella farsa tres semanas entre tira y afloja dialecticos, enfermedades fingidas, días festivos y ausencias para observar los astros. Tiempo que había aprovechado Cleopatra para hacer venir a la Tamalego desde Menphis, hacer pruebas de navegación en mar abierto, pues la nave fue diseñada para la navegación fluvial, ornamentar aún más si cabía aquel catamarán y reclutar todo un ejército de sirvientes de ambos sexos, escogidos principalmente por su belleza, más que por sus capacidades.
—¿No es demasiado? —preguntaba Iras.
—Tengo que hacerle ver que el oro no es el problema. Si le convenzo de que soy la solución a sus problemas económicos tendremos mucho ganado —decía Cleopatra mirando el espectacular exterior de la embarcación.
Sosígenes abandonó la retórica en cuanto se lo indicó la faraón y en un mañana fue capaz de cerrar el acuerdo con Delio, que estaba ya a punto de arrojarse sobre su espada ante la posibilidad de que la negociación pudiera alargarse aún más.
Cleopatra VII acudiría a Tarso invitada por Marco Antonio para debatir sobre los cargos presentados y se consideraría su barco como suelo egipcio allí donde estuviese anclado, por lo tanto mientras la faraón permaneciese a bordo no podría ser detenida.
A mediados del mes tercero de Shemu, llamado Julio por los romanos del año 41 a. n. e. —aunque algunos romanos se empeñaban en seguir llamándolo quintilis— llegaba la Talamego a Tarso, acompañada de quince embarcaciones más pequeñas de apoyo. La navegación había sido retrasada conscientemente para entrar en puerto al atardecer con el sol en la popa del impresionante catamarán. El capitán del puerto había tenido que desalojar nueve embarcaciones menores para dar cabida a la Talamego, cuyas dimensiones eran superiores a cualquier barco que hubiesen visto jamás en aquella ciudad. Y las dimensiones eran los de menos. Unos cincuenta músicos tocaban sus instrumentos en la cubierta de la embarcación. Mientras cientos de sirvientes de ambos sexos, desnudos de cintura para arriba, bailaban, se contoneaba, se besaban y masajeaban en aparente improvisación. Dos grandes velas teñidas con púrpura de Tiro y con el ojo de Horus dibujado en negro, ayudaban en la navegación a los doscientos remeros que, con remos de plata, surcaban el puerto a contracorriente. El sol del atardecer hacía que el ojo de Horus de las velas se proyectase sobre los edificios de la ciudad. La embarcación presentaba las barandillas de las cubiertas de oro, frisos de mármol, multitud de obras de arte y un sinfín de lujos.
Marco Antonio, desde el palacio del gobernador de Tarso, con vistas al puerto, puedo ver la entrada de la reina del Nilo en la ciudad, y se quedó extasiado con aquel despliegue de riquezas. Ya estaba avisado de las condiciones de la reina, por lo que imaginó que recibiría una invitación para subir a bordo de aquel barco con dos cascos que, desde el punto de vista legal, era el mismísimo Egipto.
Los agentes de Cleopatra se habían adelantado a la llegada de esta a Tarso y para aquella noche se había organizado un inmenso banquete en las calles de la ciudad para todos los habitantes de Tarso. Se distribuyeron dos mil mesas por toda la ciudad con pollos asados, codornices fritas, varios tipos de panes, ternera salada, percas del Nilo y una de las señas de identidad de la reina: ostras con perlas dentro, para esta ocasión las más pequeñas que pudieron encontrar en los mercados. La reina ordenó que una de cada diez de aquellas ostras llevase un perla dentro.
Con esta celebración en las calles, Cleopatra se aseguró de que Marco Antonio no tendría otra recepción a la que acudir y que nadie le estaría molestando con asunto privados, pudiendo estar comiendo gratis y buscando perlas. Así, cuando la Talamego aún no había atracado el puerto de Tarso, Marco Antonio salía de su ensimismamiento al ser advertido por un sirviente de que había recibido un mensaje de Cleopatra, que le invitaba a cenar aquella noche en su barco.
Marco Antonio confirmó que asistiría mientras oía con toda claridad a los percusionistas que hacían tronar sus instrumentos desde la cubierta de la embarcación. La música de oía ya en toda la ciudad y el barco aún no había sido anclado.
Era noche cerrada cuando Marco Antonio se dirigía al puerto de Tarso evitando al gentío que permanecía en las calles maldiciendo su suerte por no haber conseguido una de aquellas perlas. Muchos estaban borrachos y otros tantos comenzaban a llevarse a sus casas las sobras de aquel banquete.
El triunviro, acompañado por seis lictores y Quinto Delio, accedía a la embarcación sin saber donde posar sus ojos ante lo que estaba viendo.
Varias sirvientas con los pechos descubiertos arrojaban pétalos de flores a sus pies, los percusionistas habían bajado la intensidad pero no el ritmo. Pudo ver estatuas de Plinio o Praxítenes adornando aquella primera estancia abierta y cubierta de oro y mármol.
En el salón habilitado para aquella recepción, la fiesta parecía haber empezado. En torno a cien personas bebían, comían y charlaban animadamente. Muchos de pie y otros sentados. Marco Antonio pudo ver lubinas, loros, flamencos y ocas, a los que se había repuesto parte del plumaje tras ser cocinados. Entremeses de atún, melón, ortigas de mar y ostras. Había escanciadores de vinos y cervezas de varios tipos.
Marco Antonio no llegó a identificar a uno solo de los invitados a aquella fiesta, pero puedo constatar algo: no había una sola persona cuya belleza no hubiese resaltado entre cien más. ¡Todos son guapos! —pensó el triunviro.
Pero entre la belleza general, alguien resaltaba. Cleopatra estaba de pie junto al podio central, que contenía dos camillas vacías, hablando entre risas con varios de los invitados.
Cleopatra VII llevaba un vestido de seda blanco inmaculado, con ceñidor dorado, un ramillete de flores de mirto y una manzana. Los atributos de Afrodita, diosa de la belleza, el sexo, la lujuria y la reproducción. Toda una declaración de intenciones[97].
El vestido, muy ceñido, dejaba poco a la imaginación a pesar de no tener transparencias. Se marcaban las formas de la reina claramente, sus pechos firmes, sus caderas y su vientre liso. Había elegido maquillaje al estilo griego con colorete rosado, labios rojos y un suave efecto celeste alrededor de los ojos que hacía que pareciesen aún más grandes. Bella entre las más bellas, cualquiera hubiese querido rodearse de invitados corrientes para destacar aún más, pero ella se hace rodear de belleza para demostrar que aun así, destaca, —pensó Marco Antonio mientras se acercaba a la reina.
—La reina del Nilo —dijo Marco Antonio como si anunciase a su pequeña comitiva quien era ella.
—¡Antonio! —exageró la reina, abrazando al romano.
El triunviro pudo entonces captar la esencia de la reina, un olor floral, dulzón y sugerente.
—¿Qué tal ha sido vuestra travesía hasta Tarso?
—Fantástica, casi no me enterado de que viajaba —le contestó la reina mientras le daba la espalda y se ponía a hablar con otro invitado y dejaba a Marco Antonio con la palabra en la boca.
El romano se quedó allí plantado mirando la espalda descubierta de la reina y pensando que la ausencia de marcas en aquella suave seda indicaba que no debía llevar ropa interior.
Cleopatra se volvió de nuevo hacia él, lo miró divertida y le dijo:
—Ponte cómodo, ahora voy. —La reina le señalaba las camillas vacías del podio presidencial.
Marco Antonio se mostró extrañamente obediente y se dirigió al lugar señalado por aquella encarnación de Afrodita mientras tomaba algún bocado de atún y pedía que le sirviesen vino.
Quinto Delio puedo ver la escena y quiso prevenir a su general de las intenciones de la reina, pero la visión de que Sosígenes se dirigía sonriente hacia él, le hizo huir despavorido. Más dialéctica soporífera no.
Marco Antonio quedó en compañía de sus seis lictores acomodado en aquella camilla donde intentaba colocar de forma elegante su toga praetexta, mientras miraba los pechos desnudos de muchas de las invitadas y se llevaba algún que otro alimento a la boca.
Al fin, tras exhibirse entre invitados, músicos y bailarinas aunque sin alejarse nunca demasiado del romano, Cleopatra se tumbó junto a Marco Antonio en la zona presidencial de aquella recepción.
—Me alegra verte, Marco Antonio —inició la conversación.
—Y a mí comprobar que vuestra belleza va en aumento con los años, majestad.
—Los años… cuanto hace que no nos vemos ¿tres años?
—Así es —contestó el romano.
—Podías haber venido a visitarme a Alejandría —dijo la reina distraídamente.
—He estado algo ocupado, majestad. Además no recuerdo haber recibido una invitación.
—Te la hago ahora. Alejandría estará encantada de recibirte —dijo Cleopatra mirando de repente fijamente a los ojos del romano, que se vio obligado a apartar la mirada.
Un sirviente les ofreció una bandeja de unos pequeños frutos rojos, unidos en su mayoría de dos en dos por un delgado tallo verdoso. Cleopatra tomó algunas con su mano y se llevó una a la boca.
—¿Qué son? —preguntó Marco Antonio, mirando aquellos frutos.
—Se llaman cerezas, se dan en el mar Caspio y lo ideal es que te las den de comer, no tomarlas tú. —La reina decía esto mientras introducía uno de aquellos frutos en la boca del triunviro.
Marco Antonio masticó despacio hasta encontrar un hueso dentro del fruto, pero el sabor le resultó agradable y le recordó al perfume de Cleopatra.
—¿Por qué deben dártelas en vez de comerlas tú mismo?
—Pruébalo. —La reina se puso boca arriba en su camilla, extendió los brazos a lo largo de su cuerpo, borrando alguna arruga de la seda que cubría su vientre y entreabrió su boca sugerente.
Marco Antonio aceptó la invitación y aceró dos de aquellos frutos a los labios de la reina asiéndolos por la unión de sus tallos.
La reina abrió la boca lo justo para la entrada de uno de aquellos frutos, lo arrancó con los dientes y mastico despacio. Apartó el hueso con su mano izquierda y volvió a entre abrir sus labios esperando otro fruto mientras miraba con lascivia a Marco Antonio. Este acercó otro de aquellos frutos a la los labios de la reina y hubiese estado así toda la noche de no ser por los avisos que le enviaba su entrepierna.
—Están buenas. Deberíamos enviarlas a Roma —dijo mientras comía el mismo un par de ellas y daba por acabado el juego mirando hacia otro lado.
La reina, se dio la vuelta en su camilla y bebió cerveza fermentada con dátiles sin dejar de mirar ni un solo momento al romano.
— ¿Sé estaba resistiendo? —Pensaba Marco Antonio.
—Deberíamos hablar de los motivos que te han traído aquí, majestad —dijo el romano, rompiendo lo que para él era un incómodo silencio.
—Estoy aquí porque tú me has hecho llamar pero ya tendremos tiempo para eso, Marco Antonio, ahora disfruta de esta fiesta. Es en tu honor.
—En mi honor o no, son temas de estado que debemos tratar. Si no quieres hacerlo ahora, te agradecería que vinieses mañana al palacio del gobernador.
—¿Mañana? Queda un mundo para mañana. —Cleopatra ordenó con un gesto que le llenasen la copa al romano y prosiguió. —Me gustaría no tener que abandonar este barco y por lo tanto suelo egipcio, pero si crees que el palacio del gobernador sea un lugar más adecuado…
La reina acariciaba suavemente la espalda del romano por encima de su toga.
—Cleopatra, yo no soy el viejo —dijo Marco Antonio en clara referencia a César mientras aprisionaba la mano de la reina suavemente entre su hombro y su barbilla.
—Lo sé —dijo ella con cierto tono lacónico.
Y desde luego no lo era. César nunca hubiese nublado sus sentidos con el alcohol en una fiesta como aquella, donde tenía mucho que ganar. Marco Antonio estaba borracho en menos de dos horas. Correteaba entre las invitadas, derramaba su copa y olvidaba colocar los pliegues de su toga, además de pedir a sus lictores que dejasen de seguirle a todas partes.
Había besado, sobado, toqueteado y olido a varias decenas de aquellas invitadas en un intento por encontrar algo sugerente que le alejase de la reina, pero aquel arpón estaba ya bien clavado. Marco Antonio y Cleopatra cruzaban sus miradas desde diferentes zonas de aquel salón a cada instante. Se buscaban, jugueteaban en la distancia y se deseaban. Mutuamente, para sorpresa de la reina.
Finalmente, el triunviro volvió junto a Cleopatra VII y al tumbarse junto a ella dijo:
—¿Tiene este barco algún lugar más discreto donde apurar una copa juntos?
—Tiene decenas de lugares, pero ninguno más discreto que mis habitaciones.
Ambos dejaron la estancia donde se desarrollaba la fiesta que, aunque cumplido el objetivo, continuó hasta el amanecer con el fin de entretener al resto de romanos. Incluso los lictores que se vieron momentáneamente libres de su ocupación, llegaron a beber algo de vino aguado y a retirarse discretamente con alguna invitada.
En las habitaciones de Cleopatra, la reina dejaba caer al fin su vestido al suelo haciendo que la seda formase como un charco de leche a sus pies y dejaba ver sus encantos. En cambio, lo que Marco Antonio dejaba caer era su copa, tomaba a la reina en volandas y la empujaba sobre la cama donde comenzaba a lamer su sexo de forma salvaje. Cleopatra se retorcía de placer mientras intentaba quitar la toga al romano y después su taparrabos.
La lengua del romano, ahora ya desnudo, era incansable y saboreaba los jugos de la reina mientras manoseaba sus pechos y una tremenda erección hacia su aparición en la entrepierna.
Cleopatra gemía y se contorsionaba dirigiendo la cabeza de Marco Antonio por su bajo vientre con sus manos. La reina estalló de placer y el romano de dispuso a penetrarla mientras secaba los fluidos que había en su boca y cara con su antebrazo.
La reina, más que penetrada se sintió empalada por el romano, que empezó a moverse dentro de ella lentamente. Cleopatra aullaba con cada envestida, dándose cuenta de que aquel encuentro estaba siendo muchísimo más placentero de lo que había imaginado. No sentía ya la más mínima obligación de hacer aquello, por el contrario quería disfrutar al máximo del primer hombre que la hacía disfrutar después de su amado César.
Hasta tres envites fue capaz de proporcionar el romano antes de caer rendidos en la cama de la reina del Nilo.
A la mañana siguiente, Marco Antonio despertó pletórico de fuerzas y en un sorprendente buen estado teniendo en cuenta la cantidad de alcohol que había ingerido.
En la Talamego bien podría decirse que no había sucedido nada la noche anterior. Todo estaba limpio, recogido y no quedaba el más mínimo rastro de la fiesta que había tenido lugar horas antes.
Los sirvientes indicaron al romano que la reina estaba en la terraza superior del catamarán y hacia allí fue conducido arrastrando su toga sin plegar. Encontró a Cleopatra vestida con una túnica de lino ribeteada en oro, con un gran escote, tomando uvas con queso de cabra al sol de Tarso. Ella se levantó y le besó en los labios con una sonrisa. Antonio correspondió al gesto con ganas. Estaba sediento, pero más que agua le apetecían los labios de la reina. Fue un beso largo, apasionado y meloso. Ambos habían temido a lo largo de aquella mañana la reacción del otro al verse, pero aquel beso constataba que las sensaciones y sentimientos que albergaban eran mutuos.
Cleopatra, al igual que ocurrió cuando conoció a César, tan solo necesitó una noche para yacer con Marco Antonio. El romano, que la ansiaba desde que la conoció en Roma, había descubierto a una compañera de juegos bella, lujuriosa e incansable, al estilo de Fulvia Flaco pero veinte años más joven.
Dos amantes dispuestos a dejarse llevar y a devorarse.
—Pequeño sol —comenzó a decir Marco Antonio—, debemos hablar de lo que nos ha traído aquí.
—Ha sido tu invitación lo que me ha traído a Tarso, Antonio. Toma, come algo —le contestó Cleopatra tendiéndole unas uvas verdes.
El romano aceptó el ofrecimiento y tomó asiento frente a su nueva amante mientras degustaba las uvas, frescas y jugosas.
—Esta noche daré una fiesta para la nobleza local y el gobierno de la ciudad, ¿querrás asistir con tu Estado Mayor? Quiero ver caras nuevas. Anoche solo había alejandrinos en este barco —dijo Cleopatra buscando un cambio de tema.
—Claro, asistiré. Pero debemos resolver…
La reina se levantó y volvió a besar a Marco Antonio en los labios, cortándole la frase. El romano de nuevo respondió al gesto, sentó a la reina sobre sus rodillas y continuaron besándose abrazados deteniéndose solo para compartir algunas uvas.
Cuando la entrepierna del triunviro respondió a los estímulos, cogió en brazos a la reina y se llevó al interior de sus habitaciones privadas donde volvieron a tener sexo, disfrutando de los sentimientos que comenzaban a aflorar.
Para cuando Marco Antonio consiguió abandonar la Talamego, atardecía en el puerto de Tarso. Apenas tuvo tiempo de llegar a su residencia, bañarse, cambiarse de toga e iniciar el camino de regreso al puerto para sumarse a una nueva recepción de su amante.
Al acceder de nuevo a la embarcación pudo comprobar que la presencia romana se había incrementado considerablemente. Al menos cincuenta romanos y otros tantos nobles de la ciudad de Tarso, mezclados entre una pequeña multitud de los alejandrinos de la noche anterior, degustaban ranas, patos asados y Thyron, una mezcla de manteca, sesos, huevos y queso fresco amasados que se enrollaba en hojas de higuera, se cocía en un caldo de ave y después se servía frito en miel hirviendo. Un manjar.
Marco Antonio se encontró allí con su legado Polio, que le informó de varias cartas llegadas desde Roma, y con Quinto Delio, que quiso recordarle para lo que estaban allí. Pero Antonio no tenía ojos ni oídos para nadie más que para Cleopatra, a quien no encontraba en su propia fiesta. Pudo ver a Charmión, que le pidió paciencia y se entretuvo largo rato con Sosígenes que, tras explicarle la relación entre las mareas y el movimiento de traslación de la luna, por qué los días se acortan en esa época del año y la relación entre el calor y la caída del pelaje de los gatos, le dijo que no sabía donde estaba la reina.
Cleopatra estaba junto a “el Turaco” atendiendo a una delegación del templo de Artemisa de Mileto que se había desplazado hasta Tarso para solicitar la expulsión de Arsinoe.
Bastis, el sacerdote que la encabezaba decía:
—La princesa no tiene ningún respeto por nosotros y nuestro templo no es una prisión. Sale con frecuencia, es irreverente, maleducada y mal hablada. No respeta los cultos ni los horarios de sueño. Por todo ello, solicitamos humildemente a la reina del Nilo que sea confinada en otro lugar más acorde con las necesidades de la princesa.
—Arsinoe no es princesa, sacerdote y no debéis tratarla como tal. Si su comportamiento no es ejemplar tenéis mi permiso para castigarla como consideréis y hasta para encerrarla si es necesario —decía Cleopatra.
—No podemos encerrarla. No está en una cárcel. Quien llega a nuestro templo, lo hace voluntariamente y la ruptura de nuestras reglas conlleva la expulsión y eso es precisamente lo que no podemos hacer con Arsinoe.
—Lo lamento Bastis, pero es vuestro problema. No soy yo quien la mandó allí.
—Ese es el problema, faraón. Ni vos ni quien la mandó allí se hace cargo de ella y nadie le da asilo —dijo Bastis con tono desesperado.
—Buscaremos una pronta solución —intervino “el Turaco” con una idea en la cabeza.
Cleopatra le miró extrañada, pero confiaba en él, de modo que no le corrigió, por el contrario, dio por acabada la reunión con los representantes del templo de Artemisa para poder quedarse a solas con su hombre de confianza y guardaespaldas.
—¿En qué piensas? —le inquirió.
—Marco Antonio quiero algo de ti y vais a dárselo sin pedirle nada a cambio. No es descabellado pedir la cabeza de Arsinoe a cambio del oro del Nilo, faraón.
Cleopatra sonrió y asintió complacida. Podían solucionarse dos problemas de un plumazo y ya sabía que Marco Antonio accedería por el mero de hecho de complacerla. La reina se dirigió a sus habitaciones para que sus sirvientas terminasen de maquillarla mientras pensaba que aquel retraso le posibilitaría hacer una de sus apoteósicas entradas en la fiesta de la cubierta inferior de la Talamego.
La reina accedió a la fiesta con un ceñido vestido de seda azul marino sobre el que se cruzaban desordenadamente cintas de oro de un dedo de anchura. Con escote palabra de honor y una cola que arrastraba por la cubierta. Iba maquillada al estilo egipcio con el ojo de Horus pintado con kohl sobre su ojo izquierdo y el entrecejo en blanco. Llevaba la doble corona blanca y roja del alto y bajo Egipto y un cetro de oro macizo con pequeños pomos de marfil, tallados en los extremos. La entrada de la reina con los atributos reales causó sensación y admiración entre los invitados. Marco Antonio directamente estaba extasiado. El romano, poco dado a las formalidades, se acercó a ella y no supo si besarla o arrodillarse. Fue la reina la que cruzó un recatado beso en la mejilla casi sin mirarle, mientras atendía a los demás invitados.
Para la ocasión no se habían dispuesto camillas por lo que los dos amantes no tenían esta vez un lugar certero donde encontrarse. Marco Antonio seguía a la reina con la mirada allí donde iba y tan solo la perdía de vista para pedir que llenasen su copa o tomar algún alimento. Iras estaba atenta a la reacción del romano y cuando estuvo segura de la conquista, se acercó solemnemente a Cleopatra y le susurro un discreto:
—Le tenemos.
La reina, hizo un leve movimiento de cabeza, sonrió y siguió conversando con un potentado griego residente en Tarso que le contaba como se había enriquecido fabricando ánforas para el vino, sin llegar a recolectar una sola uva jamás.
Marco Antonio no encontró sosiego, diversión, ni acomodo durante las horas que duró aquella recepción. Vio pasar, entremeses, platos principales y postres, mojó su aburrimiento en alcohol y esperó impaciente a que los invitados se fuesen marchando para que la reina decidiese retirarse también y poder disfrutar de ella a solas. Los amantes volvieron a pasar la noche juntos entre algún reproche primero e intensos actos sexuales después.
Al amanecer, el romano abandonaba la Talamego mientras la reina aún dormía profundamente y se dirigía a su residencia molesto consigo mismo por su actitud de la noche anterior. Pasado el efecto del alcohol y colmado de placer, se sentía ridículo por haber tenido que esperar a la soberana del Nilo durante toda la noche.
Marco Antonio dedicó el día a organizar su propia recepción en su residencia, en honor de su visitante y dispuesto a devolverle el golpe. Pero tras dos noches festivas en Tarso, pocos invitados acudieron a lo que consideraron una fiesta menor y entre las ausencias, las reina Cleopatra VII de Egipto, que declinó la invitación aduciendo su negativa inicial a abandonar el suelo egipcio que representaba su embarcación.
Al romano le pudo el orgullo y tampoco se dignó a dirigirse en todo el día siguiente al puerto para ver a la reina. Dedicó el día a las tareas de gobierno atrasadas y a leer la correspondencia de Roma hasta que al atardecer, un sirviente de Cleopatra se presentó en su residencia para anunciarle que la reina abandonaría Tarso para regresar a Alejandría a la mañana siguiente, el cuarto día desde su llegada, y que invitaba al triunviro a una cena privada en su barco a modo de despedida.
Marco Antonio casi salió corriendo al recibir aquella invitación pero logró serenarse para tomar antes un baño, colocarse una toga limpia y acudir a aquella última cita con toda la dignidad posible.
A su llegada al puerto, Marco Antonio pudo ver que se había creado un sendero de pequeñas velas que discurría por el recinto hasta la entrada de la Talamego, que permanecía custodiada por varios miembros de la guardia real con sus armaduras de oro. Dentro de la embarcación, el sendero de velas continuaba por el salón en el que se habían celebrado las recepciones las noches anteriores, ahora desierto, subía las escaleras hasta la planta donde estaban las dependencias privadas de la reina, discurría por el pasillo a cuyos lados se encontraban las habitaciones de los sirvientes más cercanos a la faraón y se internaba en su dormitorio, que desde fuera parecía en penumbra.
Marco Antonio necesitó que sus pupilas se acostumbrasen a la deficiente iluminación, para descubrir a una Cleopatra de pie, junto su cama, totalmente desnuda. La reina no tenía un solo vello en el cuerpo y sus pechos turgentes y redondeados resaltaban sobre la figura delgada y morena de la reina.
Ni siquiera se hablaron. El romano, la rodeó primero y la abrazó desde detrás besando su cuello y su nuca mientras asía uno de sus pechos con una mano e introducía la otra entre sus piernas. El triunviro notó de inmediato la erección y la egipcia la humedad. Ella se volvió hacía él y le empujó a la cama sin decir palabra. Le arrancó la toga praetexta sin el más mínimo respeto por el cargo que representaba y cabalgó sobre su amante hasta conseguir su orgasmo.
Tras este primer envite, consiguieron dirigirse la palabra.
—Te he echado de menos —dijo Cleopatra ardiente.
—¿Por qué no viniste anoche?
—Ya sabes que no quiero abandonar suelo egipcio.
—Tonterías. En mi residencia estarías más segura que aquí.
—No temo por mi seguridad. Es solo que me gusta tenerte en mi terreno, Antonio —dijo la reina, en un susurro.
—Pequeño sol, allí donde pises es tu terreno —respondió el triunviro complaciente.
—Lo sé —dijo ella mientras se levantaba, buscaba una bata de seda que ponerse y se dirigía a la terraza de la habitación donde se había dispuesto una cena fría a base de mariscos y frutas.
Marco Antonio se levantó también y poniéndose alrededor de la cintura de cualquier forma su taparrabos, tomó asiento junto a su amante besándola en el hombro.
—Mañana partiré a Egipto, Marco Antonio. Debemos hablar de lo que me ha traído aquí —dijo la faraón que ya sabía que su amante estaba maduro para poder tratar este tema desde la perspectiva que ella le interesaba.
—Los cargos por ayudar a Casio… —dejó caer el romano distraídamente.
—Los dos sabemos que no ayude a Casio.
—Lo cierto es que no te imagino ayudando a uno de los asesinos del viejo. —Observó el triunviro mientras degustaba una langosta.
Cleopatra apartó la mirada al recordar a César.
—¿Necesitas mi oro?
—Roma siempre necesita oro, pequeño sol —dijo Marco Antonio con un deje de ironía en la voz.
—No le pregunto a Roma, le pregunto al triunviro Marco Antonio —Le contestó la reina, insinuando un soborno.
—En ese caso… cuatro mil talentos serían suficientes.
—¿Y qué estaría comprando con tal cantidad? —preguntó Cleopatra sin demostrar su alivio por la cantidad solicitada. Había llevado diez mil talentos consigo tan solo para ofrecer un adelanto.
—¿Qué desearíais comprar, pequeño sol?
—Dos cosas. La cabeza de mi hermana Arsinoe y que vengas tú en persona a traérmela a Alejandría.
El romano sonrió mientras se afanaba en los recovecos de aquella langosta, miró a la reina, se limpió los labios con su antebrazo y dijo:
—Arsinoe. Tú propia hermana a la que el viejo perdonó la vida tras aquel triunfo en Roma. ¿Tanto te incomoda que viva?—reflexionó Marco Antonio en voz alta.
—Su vida es una amenaza para mi reinado y ya puestos, para tu oro. Pero lo más importante de mi compra, es que vengas a traérmela tu. —La reina apartó el taparrabos del romano y comenzó a masajear su pene hasta conseguir una erección. Luego introdujo el pene en su boca mientras Marco Antonio se recostaba en su silla y decía:
—Iré, iré… Iré a Alejandría con la cabeza de Arsinoe y con la de Medusa[98] cargada de serpientes si así me lo pides.
Cleopatra sonrió satisfecha mirando a los ojos de su amante desde su entrepierna y continuó con lo que estaba haciendo.
A la mañana siguiente la Talamego abandonaba el puerto de Tarso entre complicadas maniobras de desatraque con rumbo a Alejandría. Marco Antonio desde su residencia, observaba como la embarcación se alejaba del puerto mientras dictaba una carta a uno de sus secretarios informando a todo su Estado Mayor de que pasaría el invierno del año 41 a. n. e. en Alejandría.
Cleopatra partía de nuevo hacia el Nilo con su oro intacto, pues había conseguido distraer a Marco Antonio para marcharse sin dejar en Tarso los cuatro mil talentos pactados.