0100 – ZELATOR

- ¿Sabes? Nunca llegué a emborracharme en una fiesta.

- ¿Tantas ganas tenías de acabar por los suelos? – Pregunta ella.

- En realidad no pero, si lo piensas detenidamente, viene a ser como una prueba de aceptación social – responde él -. ¿O no ves que, normalmente, una cogorza te hace quedar bien en determinadas ocasiones?

- Tú siempre fuiste aceptado socialmente, o por lo menos eso me pareció notar desde que te conocí.

Él intenta negar con la cabeza. El dolor en las articulaciones, le hace desistir.

- No como vosotros.

- ¿Qué quieres decir?

Él se deja caer sobre la almohada. Tose con dificultad. Ella le alcanza el vaso de agua. Bebe un sorbo. Luego, respira hondo.

- Verás. Aún recuerdo cómo os veía la gente. Para ellos erais héroes, los que desafiaban al sistema. Y, lo más gracioso es que también el sistema os respetaba. Incluso en el caso de que os hubieseis pintado de verde y os cubrieseis de plumas, os hubieran seguido mirando con admiración.

- No creo que sea para tanto. El falso respeto se acaba más pronto o más tarde. En nuestro caso, fue más tarde.

- Da igual el momento. Entrabais en el comedor universitario con un aura alrededor de vuestras cabezas. Como un grupo de santos que se dignaran abandonar sus tronos celestiales y bajaran a visitar el Vaticano.

- ¿Tengo apariencia de santa? – Pregunta ella con ironía.

- Una vez me dijo un profesor que había muchos tipos de santos. Yo siempre te he visto como una santa militante.

- ¿Una Juana de Arco?

- Más o menos.

Ella lo piensa unos instantes y luego asiente.

- Espero que no acabe en una hoguera, porque a veces noto mucha presión a mi alrededor.

- ¿Y eso te preocupa? Siempre fuiste una mujer fuerte.

- Dejé de hacerlo – susurra ella, pues las palabras se resisten a salir de su boca -. Un día vuelves de la selva de Vietnam y alguien en el aeropuerto te escupe en la cara… En nuestro caso es el día que descubres que el mundo se ha movido a tu alrededor, y que aquellos por quienes peleabas solamente deseaban tener un televisor de plasma nuevo. El escupitajo que recibes es más amargo, más cruel – mira por la ventana cómo las ramas de un árbol se mecen suavemente, cediendo a la brisa de la tarde -. Te despiertas y descubres que no eras una heroína, sino un payaso, una diversión para la gente. Que esas causas no merecían la pena, pues nadie deseaba que triunfaras.

Él la observa unos instantes. Ve una ligera señal de dolor en su frente.

- ¿Tan duro fue?

- Despertar siempre es duro. Aceptar la realidad es más duro aún. En mi caso decidí no volver a preocuparme por los pajaritos desvalidos. Tenía razón mi mentor… solo es válido aquello que es el centro de tu vida. Lo demás… debe quedar en el silencio y el olvido.

- ¿Y no has vuelto a…?

- ¡No importa! – Ella le interrumpe con un ademán seco -. Son años perdidos.

Él intenta esbozar una risa al recordar algo, pero el sonido se convierte en un tosido doloroso.

- Aún recuerdo aquel día…

- ¿Cuál de todos los días del mundo? Dicen que solo importan las mañanas.

- Fue una mañana, precisamente. Era primavera y se iba a celebrar un maratón nudista, ¿lo recuerdas? – Ella deja escapar una ligera sonrisa, lo que indica que sí que lo ha recordado. Él se incorpora un poco y prosigue -. Tú fuiste una de las cuatro únicas chicas que se apuntaron. Cuatro chicas rodeadas por más de treinta alumnos desesperados por quitarse los calzoncillos, pero luego empezaron los problemas…

- Demasiado borrego hormonado rodeando la facultad, afuera, en el campus – recuerda ella.

- Sí… Los treinta pasaron a ser diez, y luego solamente cuatro, y de las chicas, solamente quedaste tú, y al final, después de todo, te echaste atrás.

Ella se encoge de hombros.

- ¿Por qué te retiraste? – Pregunta él tras unos segundos de silencio -. Era tu selva de Vietnam, aún no habías tirado la toalla y era por una buena causa, para recaudar dinero.

- Por el tatuaje.

- Pensaba que odiabas los tatuajes.

Ella asiente distraídamente.

- Y los odio, pero ya ves, soy una mujer llena de contradicciones. Tengo uno. No deseaba que me lo vieran y comenzara a ser conocida por esa tontería.

Vuelve a guardar silencio. Él la contempla. Al ver que ella no parece tener ganas de seguir explicando el tema, insiste.

- Bueno… ¿Y dónde lo tienes?

- En un lugar donde solo algunos afortunados podrán verlo. Tú perdiste la oportunidad, así que ya es irrelevante que lo sepas.

Ella le arregla las ropas de la cama. Intenta recordar que debe hablar con las enfermeras sobre los restos de vómito en la almohada.

- Lo que me preocupa – alega ella cambiando de tema - es que la santidad me pille borracha, aunque hace tiempo que ya no abuso de ciertas juergas.

- Haces bien. El alcohol no ayuda a la santidad.

- Cierto. Tal vez por eso no iré jamás al Cielo. Los años de juventud me dejaron un hígado que no tiene nada de beato, precisamente.

Ella mira a lo alto. Levanta la ceja y sonríe con ironía. ¡Qué menos para una beata fracasada!

*********** * ***********

Teresa aspiró profundamente el aire y murmuró para sí: « He vuelto ».

Luego, se volvió hacia Antonio y Pyotr, que la seguían a cierta distancia, y les hizo ademán de avanzar. Pyotr se registraba los numerosos bolsillos de su viejo chaquetón, no recordando dónde había dejado el tabaco.

La tarde estaba muy avanzada, y en aquella época del año, la niebla cubría el suelo, como jirones de una sábana fantasmal. Los viejos bancos en el aparcamiento contribuían a dar un ambiente transilvano a la escena. Dos viejos y altos olmos sobresalían por encima de la niebla. Vistos desde aquel ángulo, parecían prestar una desvaída escolta a la entrada del aparcamiento. Teresa se puso de pie sobre un banco y aspiró de nuevo el aire. Con cada bocanada le llegaban cientos de recuerdos de un pasado dormido. Ideas que se habían quedado adheridas a aquella hierba y a aquellos matorrales. Intentó contar mentalmente las veces que una jovencita inconformista se había subido a aquella metálica atalaya, años atrás. Decidió que parecía haber pasado una eternidad, aunque la niebla olía igual que entonces. El pavimento había sido modernizado, pero los húmedos goterones de agua seguían tiznando con un aire de contenida tristeza a los edificios.

- Todavía veo en mi memoria una tarde soleada, en este mismo lugar – recordó con melancolía -. Era la fiesta de una de las facultades – señaló una pequeña cuesta a la derecha -. Allí estaba tocando el grupo.

- ¿Kto… quién… cantar? – Preguntó Pyotr con satisfacción, por haber encontrado al fin una cajetilla. Acto seguido comprobó que el mechero no estaba en el mismo bolsillo, por lo que volvió a enfrascarse en una furiosa búsqueda.

- No recuerdo el nombre y, en realidad, importa poco. Ni siquiera tenían un disco en el mercado. Habían venido a tocar por amistad con los miembros de la comisión organizadora – tendió la mano hacia una imaginaria escena -. Imagínate el ambiente. Esto estaba lleno de jóvenes de todos los sexos. “De todos” – recalcó con sorna -, porque sexo había, y mucho. ¡La de juergas que se montaban en la piscina y en los subterráneos!

- Ya – confirmó Antonio. En realidad él no sentía ninguna emoción particular por estar allí. Su paso por ese lugar había sido una simple etapa en la larga escalera de subida al éxito, tal y como él concebía la vida.

- ¿Tú también lo recuerdas, no? ¡Menudas movidas! Aún recuerdo, como si fuera hoy, a un chico con estética medio punk metiéndole mano a una niña pija. En aquellas fiestas siempre se veía el mundo al revés, y no solo por el exceso de alcohol. ¡Lástima que acabara! – Suspiró -. Ya no es lo mismo. Como a todas las cosas buenas, le alcanzó la prohibición.

- ¿Qué pasó? – Preguntó Pyotr intrigado -. ¿Llegar Politsiya7 y cerrar bragueta a jovencito de ti?

- Se les fue de las manos a los organizadores. Venía mucho cretino de otras universidades, mucho liante con ganas de guerra. Lo que se había iniciado como un día de convivencia cultural y diversión, acabó siendo una pesadilla que nadie era capaz de controlar. Por si fuera poco, los porros y la cerveza fueron sustituidos por nubes de polvo blanco y jeringuillas. Todo lo bueno termina acabando más pronto o más tarde, supongo que en eso está la gracia. Aunque también sospecho que hubo manejos políticos de por medio.

- ¿Jaime? – Aventuró Antonio.

Teresa se encogió despectivamente de hombros.

- Mejor no entrar en aguas enfangadas.

Pyotr silbó admirativamente. Teresa aún creía ver los muñones de los árboles destrozados, y la cara de desolación de los miembros del Grupo de Paisaje de la universidad. Dos años de ecológico trabajo destruido por un grupo de salvajes. Pero luego apareció en su mente la figura de un representante de alumnos pronunciando un discurso lleno de demagogia, con lo que hizo un esfuerzo por borrar aquellas imágenes de sus pensamientos.

- Era un territorio comanche… más o menos… pero la gota que colmó el vaso, sucedió en esa facultad de la derecha – señaló con el brazo mientras dejaba escapar una risotada -. El rector estaba enseñando la facultad a un grupo de periodistas. Cuando accedieron al tejado para ver el paisaje, se encontraron con un concurso de mamadas en pleno desarrollo.

Pyotr soltó una carcajada. Antonio le contempló con sorna. Por lo visto, el ruso no dominaba aún el español, pero cumplía la vieja norma de que, lo primero que se aprende de un idioma, es lo grosero y lo escatológico.

- ¡No jodas tú...! – Exclamó con su pésimo acento -. ¡Espectacular gratis...! ¿Y un rector no se anima para probar si es algo finalista?

- Algunos periodistas eran conservadores. Me temo que, en ese momento, deseó que le tragara la tierra. Era un buen hombre, yo le traté varias veces. Reconozco que no es algo habitual hablar bien de un rector o de una universidad, pero, ya ves... ¡Yo siempre contra corriente!

- ¡Joroshó!

- Durante su mandato se hicieron muchas cosas en este lugar, pero su mayor mérito consistió en que dejó de hacer tanto caso a los grupúsculos políticos, como sus antecesores, y prestó más atención a las iniciativas culturales. Durante aquellos años salieron menos futuros líderes políticos de estas paredes, pero creo que eso fue una bendición, o por lo menos así lo pienso cuando leo el periódico. El mundo pudo haber sido un lugar mejor con unos cuantos políticos menos en nómina.

- De eso tú sabes mucho, ¿no? – Interrumpió Antonio ante el desagrado de Teresa.

- ¿Pochemu? – Preguntó Pyotr.

- ¿Preguntas por qué Pyotr? ¡Bah, qué más da! ¡Nada que importe en estos instantes! – Respondió Teresa con brusquedad. La magia había sido rota, y cuando eso sucede, ya es imposible volver a reavivar la llama, salvo que seas el miembro más joven de los 4 Fantásticos. Antonio era un metepatas.

Se bajó del banco. La niebla había espesado tanto, que calaba la ropa. Si hubiese hecho algo de aire, hubieran pasado frío, pero de momento no resultaba excesivamente molesto. Las copas de los olmos estaban cubiertas por la blancura, con lo que el ambiente transilvano había dado paso a una atmósfera cargada de tristeza.

Teresa fue hacia la izquierda, seguida por sus dos acompañantes, y rodeó uno de los edificios universitarios. Llegó ante una barandilla. Debajo de ella se veía cómo una estrecha carretera de doble dirección, se internaba bajo tierra.

- ¿Es aquí? Veo infierno y veo Dante – comentó el ruso con ironía.

- Es la entrada a los aparcamientos subterráneos.

Antonio y Pyotr se miraron el uno al otro con estupor.

- ¿Y tenemos que buscar un ordenador en el aparcamiento? ¿No es eso un poco extraño? – Se quejó el primero.

- No exactamente. En realidad, tenemos que localizarlo en un sótano. La universidad está construida sobre unos sótanos alargados que van a dar al aparcamiento. Este ocupa gran parte del subsuelo de la universidad original. Da una sensación, como de que los constructores, al ver que el terreno era blando, no tuvieron inconveniente en dedicarse a cavar a destajo.

- Siempre imaginé que era un sitio perfecto para traer a los alborotadores – comentó Antonio -. Un lugar donde tenerlos controlados ante posibles revueltas.

- Ya ver esto antes – añadió Pyotr con una sonrisa -. Antes de Gorbachov lo ruso es gris. Gris es color de no libertad en entero mundo.

- Como la vida misma – murmuró Antonio, que se sentía impaciente por encontrar lo que habían venido a buscar, y le molestaban aquellas pérdidas de tiempo hablando de viejas historias. Para él todo aquello ya estaba superado, pasado y muerto, y no sentía ninguna nostalgia.

- ¿Celdas de interrogatorios en aparcamiento? ¿Lubyanka8? – Bromeó el ruso -. ¿Dónde enterrar ellos, disidentes muertos?

- No. Los hicieron así para aprovechar el espacio. Eso sí, aún recuerdo cierta reunión que tuvimos los representantes de alumnos con el rector.

- ¿Para discutir fosas comunes llenas? – Insistió Pyotr con la broma.

- No exactamente. Acababan de terminar el almacén de materiales radiactivos y, según el protocolo de seguridad de la universidad, si se producía un escape, lo que sería un suceso muy peligroso por estar el almacén bajo las aulas, los alumnos debíamos ser reunidos en los aparcamientos... y esperar a que llegara el ejército con las duchas o una brigada de enterradores. Jaime ayudó mucho al rector ese día.

- ¡Nunca me enteré de ello! – Exclamó Antonio con estupor. A pesar de los años transcurridos, notó un escalofrío en la espalda.

Teresa se encogió de hombros y sonrió al darse cuenta de la reacción de Antonio.

- ¡Ya ves, cosas que pasan en este pícaro mundo! Por si te sirve de consuelo, al final se llegó a un acuerdo satisfactorio. Si no hubiese sido así, habríamos montado la mayor huelga de la historia de la universidad.

Descendieron por un talud y entraron en los aparcamientos caminando por una de las estrechas aceras. Luego torcieron hacia la izquierda y marcharon durante un rato, hasta que casi llegaron al extremo del subterráneo. Teresa se detuvo ante una puerta metálica de color gris claro, con el tamaño suficiente para dar paso a una furgoneta de tamaño medio. Controló los alrededores con disimulo, por si había algún observador inoportuno.

- Esta es – les informó. Luego añadió dirigiéndose a Antonio -. Tú vigila a un lado y yo al otro, mientras Pyotr usa las ganzúas. La cerradura es sencilla, no creo que nos lleve mucho rato.

- ¿No habrá peligro de que se encuentre alguien dentro de los almacenes o en los sótanos? Sería gracioso que, al final, acabara en la cárcel por allanamiento. Y ahora que lo pienso, don Horacio podría alcanzarme perfectamente dentro de una cárcel. Podría sobornar a la mitad de los presos.

Antonio nunca lo hubiera reconocido, pero estaba muerto de miedo. Le parecía una broma de mal gusto huir de su jefe, para caer en las garras de un vigilante jurado con malas pulgas.

- A estas horas los trabajadores se han ido a casa – le tranquilizó Teresa -. Las probabilidades de que haya alguno, son muy remotas. En todo caso, recuerda que no debes dejar que se te caiga el jabón en las duchas.

Pyotr no necesitó mucho tiempo para abrir la cerradura, tal como Teresa había supuesto. Pasaron dentro y se encontraron ante un larguísimo pasillo con suelo de cemento y un profundo canal de desagüe en el centro. A lo lejos, una rata escapó de la luz de la linterna que el ruso había encendido. Por los leves ruidos que se escuchaban, el lugar debía estar plagado de roedores.

Ella les hizo una seña invitándolos a avanzar. Recorrieron unos cincuenta metros esquivando decenas de restos de embalajes de cartón y madera. Gran cantidad de basuras, de diversa naturaleza, se amontonaban por toda la superficie del túnel. A ambos lados se abrían grandes habitaciones, a modo de sótanos sin puerta. Teresa entró en una de la izquierda. Cientos de cajas de todos los tamaños se apilaban sin orden ni concierto por toda la superficie de cemento.

- ¿Es aquí donde tenemos que buscar? – Preguntó Antonio con fastidio -. ¡Tardaremos horas!

- Es posible que sí, no lo niego. Si tenemos suerte, habrán apuntado en la caja del equipo el departamento al que pertenecía. En caso contrario, tendremos que abrir la caja. Dentro de cada una de ellas, habrá una hoja con esos datos.

- ¡Aquí hay cientos de cajas! – Exclamó asustado Antonio mientras hacía un ademán en dirección a los embalajes.

- Llevan años acumulando los ordenadores antiguos en este lugar. Los equipos retirados de las salas de informática o del Centro de Cálculo, suelen reutilizarse como terminales de la red universitaria, en locales de servicios y bibliotecas – le informó Teresa con paciencia -. Pero los equipos de los departamentos, en cambio, se guardan durante años, por si llegaran a necesitarse en un momento de penuria presupuestaria, o por si se precisara la información grabada en ellos, cosa menos probable.

Pyotr examinaba atentamente las paredes. Esto irritó a Antonio.

- ¿Qué hace ese ruso loco?

- Busca una toma eléctrica. Se supone que tendremos que conectar los equipos del departamento, uno por uno. En estos sótanos hay enchufes para que puedan ser utilizados por los técnicos de mantenimiento.

- ¡Eso puede suponer veinte equipos o más! – volvió a exclamar Antonio con desesperación.

- Ahora ya sabes por qué no vas a dormir esta noche – puntualizó ella con paciencia -. Agradece que cambiaran los equipos hace un año. Asaltar un departamento lleno de alarmas y con vigilantes jurados, no es tan divertido como intercambiar saludos con las ratas de un sótano. Además, un fallo de seguridad en un departamento, les produciría a sus miembros toda una serie de molestias que yo no deseo provocar, solo por hacerte a ti un favor. Le tengo demasiado respeto a cualquiera que dedique su vida a la investigación, como para eso.

Pyotr encontró una toma en una de las paredes y les hizo una seña a sus compañeros. Teresa golpeó una caja con el pie.

- Muy bien, este es el plan: podemos usar una pantalla cualquiera, eso no nos va a dar problemas; no os molestéis en mirar las cajas más grandes y antiguas, esos equipos son los más viejos. Buscad entre las más modernas, y ya sabéis, si no está apuntado en la caja, romped el precinto y leed la hoja de dentro.

Necesitaron más de una hora hasta que dieron con uno de los ordenadores. Una vez localizada la zona donde habían sido acumulados los equipos tras ser retirados, no tardaron en tener dieciocho cajas junto a la toma eléctrica.

* * *

A esa misma hora, Javier Valls se encontraba solo en su domicilio. Su mujer había salido para recoger, a la hija de ambos, en la piscina cubierta donde entrenaba dos veces por semana, en un club deportivo de los más exclusivos de Madrid. Javier observaba la pantalla del ordenador con satisfacción. Tenía poco tiempo para intercambiar siete mensajes en un foro al que estaba conectado en esos instantes.

Echó un vistazo al reloj y descubrió que casi se había pasado la hora, lo que no le hizo mucha gracia. Se levantó apresuradamente y recogió de un estante de la pared de la habitación una cámara de vídeo digital. Con su sueldo podía permitirse poseer uno de los últimos modelos, con capacidad de intercambio de objetivos. Quitó el que estaba colocado en esos instantes y lo sustituyó por un largo teleobjetivo.

Pensó que la mayor ventaja de esas cámaras, era la posibilidad de pasar las imágenes al ordenador casi instantáneamente, y por supuesto, el poder editar dichas imágenes con programas de retoque fotográfico.

Se acercó a la ventana y echó un vistazo a través del visor de la cámara. Luego miró la pantalla del aparato y accedió mediante el menú a los ficheros grabados. Sonrió con satisfacción y luego conectó el aparato al ordenador mediante un cable. Mientras los ficheros se trasladaban al disco duro del equipo, dirigía miradas nerviosas al reloj del Windows. Tardó menos de lo que creía, con lo que desconectó la vídeocámara y borró los ficheros de la memoria de la misma. Aún le quedaba media hora. Suspiró aliviado. El material de esa noche prometía ser de primera calidad, y no dudaba de que pudiera obtener grandes cosas a cambio.

* * *

El primer equipo informático estaba ya montado, con su teclado, la pantalla y el ratón. Habían utilizado cajas de embalaje a modo de mesas y sillas improvisadas. Teresa respiró hondo y presionó la tecla de encendido.

El ordenador arrancó con el típico pitido de control. Tras varias notificaciones del arranque, la pantalla se puso negra y un nuevo mensaje solicitó la clave de acceso. Antonio, resopló con fastidio.

- ¡Se terminó todo! – Rezongó –. ¡Tienen clave de acceso! ¡Han sido más prudentes de lo que esperábamos!

- Para eso estamos nosotros, Toño – advirtió Teresa con paciencia -. Es una clave de BIOS / CMOS. ¡Si a estas alturas crees que nos vamos a intimidar por una protección como esta...!

- ¿Una clave de qué…?

- Una clave de BIOS / CMOS. La BIOS es un chip que llevan todos los ordenadores en su interior. Para no complicarnos con explicaciones técnicas, te diré que viene a ser como el cerebelo del equipo. En ese chip van grabados desde fábrica una serie de instrucciones que permiten que, cuando tú enciendes el ordenador, este tome conciencia de sí mismo, por así decirlo. Y no me refiero a Skynet –, especificó mientras Pyotr soltaba un gracioso bufido y tarareaba unos compases de la banda sonora de Terminator -, no nos va a invadir ningún ejército de ordenadores, por el momento.

- ¿Es eso lo que llaman inteligencia artificial?

Teresa regaló una mueca sarcástica a Pyotr y puso los ojos en blanco.

- No, era una forma de hablar. La inteligencia artificial es aún poco inteligente. Me refiero – explicó con paciencia - a que si conectas un teclado, el ordenador debe saber qué es el teclado y para qué sirve. Si quitaras ese chip, el ordenador no se distinguiría de un vegetal. Aunque enchufaras todos los dispositivos del mundo a tu equipo, no los reconocería. En realidad – añadió con sorna – no realizaría nada que muchos tíos no repitan en la cama los viernes por la noche.

- ¿Y qué tiene que ver eso con la clave?

- Como la BIOS es lo primero que se carga al arrancar el ordenador – prosiguió Teresa -, los fabricantes incluyen a veces opciones interesantes. Sin ir más lejos, una de ellas es la clave de la BIOS. Así, en caso de que no conozcas la clave, el ordenador no continuará con el proceso de arranque y no podrás utilizarlo. Como la clave se ejecuta, antes incluso de que la BIOS reconozca muchos de los dispositivos, no hay posibilidad de anularla, como puede verse en muchas películas.

Pyotr rió divertido.

- ¡Cine ridículo! – Comentó -. ¡Dicen tontería...! Siempre reír si veo en pantalla a un lammer9 reventar una clave de acceso a dos minutos. ¡Milagro!

- O ver un hacker de 14 años – añadió Teresa mientras observaba cuidadosamente la parte trasera de la caja del ordenador, y se fijaba en el tipo de tornillos con que estaba asegurada.

- ¿No hay hackers de esa edad? Yo pensaba...

- Alguno hay, pero poquísimos. En este mundo, la antigüedad es un grado. No se aprende de la nada y, para saber, se necesitan tiempo y dedicación. Lo que sucede es que vende más la imagen de un niño con granos, pero pocos casos se han dado. En su mayoría, la inexperiencia o las excesivas ganas de protagonismo, les hacen tener un disgusto legal que no esperaban. Bueno, en realidad, el disgusto legal se lo llevan los padres.

« Muchos internautas ven en un chat a un niño clonando usuarios o bloqueando la conversación, e inmediatamente se piensan que en el canal ha entrado un hacker terrible y amenazador –. Prosiguió tras hacer un guiño de complicidad a Pyotr, que lo devolvió con aire divertido –. La realidad consiste en que ese niño está utilizando técnicas antiguas y sencillas, o bien programas que cualquiera puede bajar de internet y aprender a usarlos, solamente leyendo el manual. En suma, nada del otro barrio ».

« Además – añadió tiñendo la voz de una entonación más seria – un hacker nunca haría eso. Los hackers se preocupan por asuntos más importantes, que intentar que te admiren por tu forma de molestar al prójimo. El anonimato es la principal característica de todo hacker que se sienta orgulloso de sí mismo. Un hacker público es un hacker muerto ».

- ¿Y qué hacemos con la clave?

- Quitar la pila – afirmó Teresa con sencillez, como si semejante procedimiento fuese lo más elemental del mundo.

Luego, ante la perplejidad de Antonio, le hizo una seña al ruso mientras apagaba el ordenador. El ruso sacó del bolsillo una navaja suiza. Escogió con calma una de las herramientas, un pequeño destornillador de estrella, y comenzó a abrir el equipo. Una vez retirada cuidadosamente la carcasa, buscó atentamente en el interior. Tras unos segundos, dejó escapar un gruñido de satisfacción y extrajo una pila de botón que estaba insertada en la placa del equipo.

- ¿Es eso una pila de reloj? – Preguntó Antonio con cierta perplejidad, al ver el objeto en la palma de la mano de Pyotr. Ella asintió -. ¿Igual que la de cualquier reloj? – Teresa volvió a asentir.

- De eso se trata - añadió.

De nuevo volvieron a encender el equipo. Esta vez la pantalla no se quedó en negro y el proceso de arranque se completó. Teresa se volvió a Antonio y le regaló un saludo, como el de un mago tras hacer desaparecer el conejo.

- ¿Dónde está la magia? – Preguntó Antonio perplejo.

- No hay tal magia – negó Teresa con indiferencia -. Los ordenadores incorporan una pequeña pila de reloj, que proporciona electricidad a la CMOS mientras el equipo está apagado. LA CMOS es una memoria donde se guardan las opciones que complementan a las de la BIOS, por ejemplo la hora, la fecha, el tipo de disco duro que usas en el equipo, e incluso la clave de BIOS / CMOS.

- ¿Y eso por qué?

- Porque la información contenida en las memorias de silicio se borra al apagarse el equipo, y la CMOS es una memoria de ese tipo. Si no fuera por esa electricidad, el ordenador se olvidaría de todas las opciones que elegiste, cada vez que el usuario lo desconectara. No recordaría ni la hora.

- Pero ahora está funcionando – le indicó Antonio.

- Porque la BIOS es una memoria tipo ROM. ¿Qué significa eso? Pues que no puede escribirse nada en ella, ni borrarse el contenido. Solamente puedes leer lo que viene implementado desde fábrica. Para que lo entiendas mejor con un símil: un CD-ROM de música comprado en una tienda, como ya implica su propio nombre, es una memoria ROM, porque no puedes ni grabar en él ni borrarlo, salvo que lo destruyas. Cuando tú introduces una clave de BIOS / CMOS, los datos se escriben en ese chip de memoria de la CMOS que está abierto, por así decirlo. Solo esa zona se puede borrar. ¿Qué es entonces lo que Pyotr ha hecho? – Explicó mientras el ruso saludaba a su vez, repitiendo el anterior gesto de Teresa -. Pues sencillo: al extraer la pila de reloj hemos dejado sin electricidad, y por tanto borrado, esa zona abierta, por lo que la clave ha desaparecido. El equipo arranca con los datos por defecto, los que vienen de fábrica, y grabados en la zona que no puede borrarse. Para que lo entiendas incluso mejor. Imagina que tienes un cuadro de un artista famoso, y alguien ha pintado encima una señorita de manga desnuda. Al quitar la pila es como si hubiéramos utilizado un disolvente especial, haciendo que volviera a aparecer la pintura original. La chica manga es la clave de CMOS, la hemos disuelto.

Antonio se revolvió un poco molesto al escuchar lo de la señorita de comic japonés desnuda. No sabía si ella había hecho esa referencia de forma casual, o porque al espiar su ficha de la Biblioteca Pública, descubrió sus aficiones secretas y deseaba picarle un poco.

- ¿Cómo se llamaba el proyecto de investigación? – Preguntó Teresa -. O mejor, dime si recuerdas el nombre que iban a darle al sistema de guía por láser.

- Se llamaba “Gavilán”.

- Será fácil – afirmó –. Basta con ejecutar una orden de búsqueda desde el sistema operativo. Lo normal es que esa palabra forme parte del título del fichero de turno.

Se puso inmediatamente a la labor. Mientras, Antonio seguía sin tenerlas todas consigo y temblaba ligeramente de miedo, de frío y, sobre todo, de apuro porque supiesen qué mangas había estado leyendo. Nunca pudo entender que, incluso los ninjas-vampiro-espaciales-nudistas tienen su propio club de fans. Se habría quedado bastante asombrado si hubiese sabido que Teresa, no solamente conocía esas aficiones, sino que un par de aquellos mangas le habían parecido de lo más sugestivos.

* * *

Santiago se bebió el vaso de ginebra de un trago. Su interlocutor no se atrevió a tanto, y se conformó con dar un par de pequeños sorbos, casi como si tuviera miedo de incomodar al guardaespaldas.

- ¿Y bien? - Preguntó Santiago, intentado imprimir a su voz la inflexión más seria y dura posible. En el fondo aquello le divertía mucho, y no tenía intención de hacer daño a ese individuo, pues sabía perfectamente que no haría falta, ya que se trataba de un simple intercambio de información por dinero.

- Primero y antes de nada... Lo acordado, por favor –. Respondió su interlocutor con un ademán impaciente, mientras escrutaba con una mirada nerviosa el local. Era un acto inútil, pues a esas horas, ya en plena madrugada, ellos eran los únicos clientes.

Se trataba de un hombre de mediana edad, bastante calvo y con unas gafas de alta graduación. Llevaba puesta una chaqueta con un cuello ajado y grasiento por el uso. Se le veía muy asustado, lo que molestaba bastante a Santiago, pues sabía que las personas nerviosas son más difíciles de manejar y, en ocasiones de peligro, resultan impredecibles.

- Lo acordado – repitió Santiago, mientras sacaba un sobre del bolsillo y se lo alargaba -. No hace falta que lo cuentes, yo soy un hombre legal. Está todo, puedes estar seguro.

A pesar de ello, su acompañante contó los billetes del interior del sobre dos veces. Al comprobar que, efectivamente, estaba todo lo prometido, cambió su nerviosa actitud por otra más satisfecha.

- Está todo – confirmó.

- Entonces, ahora lo tuyo – invitó Santiago.

- Las llamadas se hicieron desde Lavapiés – dijo el hombre -. Eso es lo que he podido averiguar.

- Eso ya me lo habías dicho y es un lugar muy grande.

- No tanto, algo se puede acotar. La zona aproximada se encuentra entre la plaza de Lavapiés y Antón Martín, por los alrededores de la calle Ave María. Nunca ha llamado desde el mismo lugar. Como ya te adelanté, parece que utiliza teléfonos prestados: tiendas, bares…

Santiago entornó los ojos.

- ¿Qué casa exactamente?

- No lo sé.

El guardaespaldas adoptó la apariencia más amenazadora y dura que pudo encontrar en su repertorio personal.

- ¿Estás intentando sacar más dinero? Te advierto que se me da muy bien obtener la información, previa extracción de varios dientes. Ya deberías suponer que tengo práctica.

El acompañante se puso blanco de miedo y se secó el sudor de la frente y del cuello con un pañuelo, intentando dominar los temblores que, repentinamente, se habían apoderado de sus manos.

- ¡No, no…! ¡Te lo juro! Estoy dispuesto a seguir vigilando a esa chica, y avisarte si empiezan a llamarla desde el mismo sitio – se disculpó.

- El último día me dijiste que había dos llamadas desde un mismo lugar. ¿No habría que tirar de ese hilo? ¿No me estarás engañando?

El hombre repartió ansiosamente la vista por el local, en un intento vano de esquivar los ojos fríos y duros de Santiago, que le observaban fijamente, como una serpiente a su presa.

- ¡No! ¡Créeme, nunca te he fallado!

- De momento voy a creerte – concedió Santiago con un tono de voz amenazador –. Ya sabes lo que te puede pasar en caso contrario, así que dudo que me engañes. Y si lo haces, será una pequeña contrariedad para mí, pero para ti será la última molestia.

El hombre volvió a secarse el sudor.

- Nunca te he fallado, Yago, te lo repito. Sabes perfectamente que no te engañaría, pues valoro mucho nuestra amistad. Además – añadió mostrando cierto alivio mientras acariciaba el sobre – lo que me has entregado me salva la vida.

- Cierto – Santiago pensó unos instantes –. ¿Se puede localizar, de alguna forma, el punto justo en caso de que repita el lugar de llamada? Me refiero a algún sistema que exista, al margen de una orden judicial, dentro de mis posibilidades.

- Sí, pero con los equipos adecuados. La policía suele hacerlo en casos especiales, pero lo vas a tener difícil. No es ningún secreto que en Lavapiés hay varios locutorios ilegales. Antes de llegar a tu individuo, tendrás que pasar por encima de varias mafias locales.

Santiago asintió más calmado. Consideraba que ya no era asunto suyo. Don Horacio tendría que tomar una decisión sobre el tema, pero él no creía que se llegara a investigar más en esa dirección. No es bueno hacer demasiado ruido en un campo de perdices y, en todo caso, saber que su perseguido estaba en un barrio concreto de Madrid, era mucho mejor que no saber nada. Además de ello, no dudaba de que un idiota como Antonio, no tardaría en pillarse los dedos de alguna manera, o por lo menos, en dejar algún tipo de rastro. Si esto sucedía, ya sabía el punto de la ciudad donde soltar los sabuesos.

* * *

En el sótano la temperatura había descendido de forma apreciable. Los tres exhalaban nubes de vapor, mientras Antonio se frotaba las manos y no podía evitar temblar de frío. No dejaba de pensar, de forma bastante obsesiva, que aquel era el día que solía aprovechar para tener una sesión de sexo con la secretaria a la que había logrado camelar. Y lo peor de todo era la continua impresión de estar a punto de ser descubiertos.

- ¡Solo faltaría que nos pillaran con las manos en la masa! – Gruñó -. ¡Vaya asco de día!

- Es una posibilidad remota – reconoció Teresa sin quitar la vista de la pantalla del ordenador, que ya era el quinto en ser revisado -. Los guardas jurados tienen cosas más importantes para vigilar que las ratas del subsuelo.

- Y hay muchas – puntualizó Antonio con asco. Por regla general, aquellos roedores no le molestaban, pero en aquellas circunstancias…

- En todo caso, si a alguno de ellos le diera por pasarse por aquí, lo tenemos más fácil de lo que crees – comentó ella sin levantar la vista de la pantalla -. Desconectamos el equipo, apagamos las linternas, y nos escondemos tras las cajas. ¿Tú crees que a estas horas se van a dedicar a revisar este inmundo montón de deshechos? ¡Debes de pensar que a los vigilantes de seguridad les encanta llenarse de porquería!

- No, claro...

- ¡Pues tranquilízate entonces! Este tampoco vale – certificó Teresa con bastante fastidio.

Apagó el equipo y se puso a la tarea de desconectar todos los dispositivos. Guardó el ordenador en su caja y escogió uno nuevo.

Mientras ella montaba el sexto candidato, Pyotr fumaba tranquilamente sentado en una caja. De vez en cuando, se divertía arrojando piedrecitas a las ratas que se ponían a tiro. Antonio se le acercó con aire aburrido. Deseaba matar el tiempo para olvidarse del frío que le helaba hasta los huesos. Permaneció sentado junto al ruso unos instantes en silencio. Finalmente se decidió a hablar.

- ¿Es cierto que fuiste de la KGB? – Preguntó con cierta admiración.

- Niet… no – negó Pyotr con aire divertido –. Andrei sí en inteligencia militar, pero no en KGB. Yo solo colaboro antes con chekistas.

- ¿Y él lo reconoce tan tranquilo?

El ruso se encogió de hombros con indiferencia.

- Fue soldado y es orgulloso creo de ello. En otro año antiguamente, si decir en público, recibes perdigón de ricina. Hoy tiempos distintos, ¿sabes tú? Además muchos agentes sin trabajo cuando Muro de Berlín cae. No es nuevo ver antiguos agentes trabajando mafia rusa.

- ¿Mataste a alguien?

Pyotr rió entre dientes. Tiró el cigarro y luego encendió uno nuevo.

- ¡Mucho cine ves…! – Volvió a reír.

- ¿No acabas de decir que fuiste espía?

Él le dirigió una mirada condescendiente. En el fondo le divertía aquella conversación.

- Colaborador, no chekista. ¿Tú crees que espías matan gente y seducen rubias Playboy? Yo no James Bond, solo profesor. ¿Tú crees guiones del cine?

- Supongo que no – reconoció Antonio algo avergonzado.

- Espías odian publicidad. Muertes hacen ruido y periodistas con preguntas muchas. No es desear. En Guerra Fría hay muertes como en otras guerras, pero si quieres muerte, viaja a África.

- Entiendo...

- Espías como hackers. Mucho silencio.

- ¿Por eso decíais antes lo de los niños?

- Da – asintió.

- Los niños hacen mucho ruido, ¿no?

- Jóvenes no callan. Jóvenes hablan de lo que hacen y hacen como gallos con chicas. Mejor cierra boca y no regalas información.

Antonio resopló, mientras sufría un nuevo escalofrío por culpa de la baja temperatura. Lanzó una patada contra una rata que se acercaba a uno de sus pies.

- ¡Que frío, hay que joderse...! – Rezongó.

- Más frío estar si tu jefe ve a tú – le recordó Pyotr con una seriedad casi ofensiva.

Antonio dio un respingo, hizo una mueca de miedo, y se acercó de nuevo a Teresa.

- ¿Y bien? – Le preguntó.

- Nada – respondió esta con fastidio -. El octavo equipo no tiene nada. En fin, ¡tampoco vamos a desesperarnos por eso...!

- ¿Qué hacemos entonces?

- Tú pasear, para no convertirte en un carámbano de hielo. Y yo, conectar el noveno equipo.

* * *

Andrei se encontraba revisando varias de las decenas de ficheros de texto que habían llegado procedentes de los sniffers. Si a ellos se sumaban los cientos de ficheros copiados del disco duro del ordenador personal de Horacio Serrano, el resultado era una labor un poco excesiva y tediosa para ser realizada por una sola persona, pero no era algo que le preocupara en exceso.

Karim entró en el sótano llevando una jarra de café. La depositó junto al equipo de Andrei y echó un rápido vistazo a la pantalla, sin entender nada de lo que podía verse en ella. Para él, todo aquello era poco menos que chino, o peor, pues en realidad nunca había tenido problemas para aprender idiomas.

- ¿Qué tal lo llevas? – Preguntó con curiosidad.

- Esto es realmente interesante – respondió el ruso.

- ¿Algo nuevo? – Karim daba por supuesto que, lo que para el ruso era interesante, para él posiblemente sería algo totalmente ininteligible.

Andrei afirmó con la cabeza sin apartar la vista de la luminosa pantalla.

- En cierto modo. No es algo que tenga que ver estrictamente con nuestro asunto, pero...

- ¿Qué importancia puede tener entonces?

- Tal vez nada, pero cuando vuelva Teresa, quiero que le eche un vistazo. Quedará satisfecha…

Tomó un lápiz de memoria de una caja, lo conectó al puerto correspondiente, y comenzó a hacer una copia de seguridad de los ficheros que había seleccionado. Bebió un trago de café e hizo una mueca de desagrado. Echaba de menos algo más fuerte.

* * *

- ¡Bingo! ¡Este es el equipo! - Exclamó Teresa de repente -. Once intentos, no está nada mal.

Antonio y el eslavo se aproximaron a Teresa con caras de satisfacción y alivio, sobre todo, por parte del aterido fugitivo.

- Entonces graba los ficheros y vámonos – le apremió.

- No lo veo tan sencillo – comentó Teresa con una voz que denotaba un cierto fastidio.

- ¿Y eso? ¿Más protecciones? – Preguntó Antonio con nerviosismo.

- No. Es que, aparentemente, hay cientos de ficheros relacionados con ese tema. El espacio que ocuparían no me preocupa demasiado, pero necesitaremos tiempo para revisarlos, pues muchos de ellos serán basura, pero otros no.

- ¿Qué hacemos entonces? ¿Mudarnos a este sótano?

- No. Algo mucho menos complicado: desconectar el disco duro y llevárnoslo a casa.

- ¿Y si lo descubren?

Pyotr soltó otra de sus risitas al escuchar aquella objeción, y dirigió una mirada de inteligencia a Teresa.

- Solo lo descubrirían – aclaró ella - si intentaran conectar el equipo o si lo desarmaran, y para ello, pueden pasar años. Podemos llevárnoslo en un bolsillo. Por suerte, ahora los hacen muy pequeños.

Teresa apagó el equipo. El ruso extrajo un objeto rectangular y plateado del interior. Lo envolvió cuidadosamente con plásticos de embalar y lo guardó en un bolsillo de su abrigo. Teresa se incorporó trabajosamente y comenzó a hacer estiramientos con las piernas.

- ¿Hemos acabado ya? ¡Vámonos entonces! – Invitó Antonio, que reventaba de impaciencia por abandonar el sótano.

- Todavía no – replicó Teresa con bastante seriedad.

- ¿Qué sucede ahora?

- Hay dos detalles sueltos en este asunto, que pareces no haber tenido en cuenta por culpa de tus nervios.

- ¿Cuáles?

- Primero – enunció calmadamente Teresa levantando un dedo -. No conviene que salgamos en plena noche, porque los de seguridad pueden descubrirnos. Es mejor esperar a que la universidad se llene de gente.

- ¡Vaya mierda! ¡Cuatro horas más de tortura! – Gimoteó Antonio con desesperación.

- Lo segundo – añadió Teresa sin hacerle caso - es que ya que estamos aquí, deberíamos cubrirte las espaldas del todo.

- ¿Qué quieres decir? – Aquello de “cubrir las espaldas” interesó al fugitivo de repente.

- Que sería interesante consultar la contabilidad de la universidad o del departamento.

- ¿Por qué?

- Sencillo. Imagina que se lo cuentas a un periodista. ¿Qué supones que va a hacer este? No puede basarlo todo en la información contenida en un disco robado en una universidad – el ruso asintió mansamente -. En cambio, si sabe que hay información adicional en la contabilidad universitaria, que respalde su artículo, siempre puede ir a por todas sin temor a pillarse los dedos.

- ¿Y cómo vamos a hacerlo? ¿Robando los ordenadores de la Secretaría Universitaria?

- No, no es necesario. La información debe estar en la red. Más concretamente en la computadora central, en el Centro de Cálculo.

- ¿Y vamos a entrar en el Centro de Cálculo por las buenas? – Antonio se veía rodeado por guardias armados hasta los dientes.

- En mis tiempos se podía – recordó ella -. Ahora tal vez sea más difícil, pero siempre se puede intentar algo por la puerta trasera. Si no te abren la puerta principal, entra por una ventana. Si no te abren la ventana, entra por la chimenea. Si no te gusta hacer de Papá Noel… llama a la puerta con una pizza.

- ¿Qué quieres decir?

Teresa se encogió de hombros.

- Que ya veremos qué hacer. Sacaré alguno de esos ases que me guardo en la manga. Yo no sé vosotros – dijo bostezando -, pero me dedicaré a dormir unas horitas, bien arropada en cartones.

- Como los vagabundos – gruñó Antonio.

Teresa empezó a desarmar cajas y a poner los plásticos y los cartones sobre el húmedo suelo.

- Vete acostumbrando, muchachote. Aunque te libres de tu jefe, no conozco muchas empresas que estén dispuestas a contratarte, después de lo que has hecho.

* * *

Santiago podía estar satisfecho de sí mismo. Acababa de apuntarse un tanto a su favor, y eso no le agradaba a Carlos. Aunque ambos eran compañeros de trabajo, y compartían algún que otro oscuro secreto al que habían llegado en cumplimiento de las órdenes de su jefe, no se llevaban bien. Ambos representaban mundos distintos. Santiago se sentía quemado por la vida, lo que le proporcionaba un carácter más calmado, mientras que Carlos era un potro desbocado que pugnaba por trepar a toda velocidad.

Se daba por supuesto que Santiago era el superior, pero en la realidad, esto solo se sustentaba en la simpatía personal que Horacio Serrano le tenía al que, durante años e impecablemente, había sido guardaespaldas personal y limpiador de trapos sucios de su padre.

Horacio Serrano se recostó en la silla de su despacho con evidente satisfacción. Por una vez, algo parecía estar yendo bien en ese asunto maldito. Nunca son mal acogidas las esperanzas.

- Muy bien hecho, Santiago – le felicitó -. Tú siempre haces las cosas bien. Te ganas hasta el último euro que te pago.

- A su servicio, don Horacio.

- Pero no sabemos el edificio desde donde se hicieron las llamadas – alegó Carlos.

- No importa, Carlitos – replicó el empresario -. Todo se reduce a una labor de vigilancia.

- ¿Debemos, entonces, establecer un operativo en la zona?

- Por supuesto. Iréis los dos en persona – les ordenó el empresario con una voz que no admitía réplica.

- ¿Durante cuánto tiempo? – Preguntó Carlos con fastidio, pues aquello le recordaba sus largas noches de guarda jurado en fríos polígonos industriales.

- Durante el tiempo que haga falta. Dormiréis allí, comeréis allí, y follaréis allí. Estaréis hasta que salga a la luz alguna pista – ordenó Horacio dando un puñetazo en la mesa -. El dinero no es problema, yo cubro vuestros gastos, así que os podéis permitir unas vacaciones en ese barrio.

Carlos se apresuró a asentir prudentemente.

- Preguntaremos a la gente – dijo -. Con un poco de dinero de por medio...

- ¿Tú eres tonto, Carlitos? – Gritó Horacio Serrano.

- Señor, yo...

- ¿Quieres que todo el barrio sepa en 48 horas que estáis buscando a esa serpiente? ¡Nada de sobornos, hombre!

Santiago meneó la cabeza con resignación, ante la falta de experiencia de su compañero.

- Tranquilo, don Horacio, no haga caso – intervino con paciencia -. Yo sé hacer esas cosas, usted ya me conoce.

- ¡Manda huevos! – Rezongó don Horacio – El último sitio donde imaginaba a ese perro es en aquel lugar, rodeado de chinos, moros y sudacas. Más bajo no puede caer ya.

- No es un barrio fácil, don Horacio.

- Lo imagino. Si tiene algún contacto allí, nadie os va a soltar prenda. ¿Quién podrá ser...?

- ¿La mujer con la que parecía huir, por ejemplo? – Sugirió tímidamente Santiago -. Puede que le esté dando refugio.

- O tal vez está tirándose a una mora – opinó Carlos.

- En todo caso – concluyó el empresario con rotundidad - le quedan dos polvos a ese cerdo. Encargaos de ello.