HOJAS DE RUTA

Seguramente hay un rumbo posiblemente y de muchas maneras personal y único.

Posiblemente haya un rumbo seguramente y de muchas maneras el mismo para todos.

Hay un rumbo seguro y de alguna manera posible.

De manera que habrá que encontrar ese rumbo y empezar a recorrerlo. Y posiblemente habrá que arrancar solo y sorprenderse al encontrar, más adelante en el camino, a todos los que seguramente van en la misma dirección.

Este rumbo último, solitario, personal y definitivo, sería bueno no olvidarlo, es nuestro puente hacia los demás, el único punto de conexión que nos une irremediablemente al mundo de lo que es.

Llamemos al destino final como cada uno quiera: felicidad, autorrealización, elevación, iluminación, darse cuenta, paz, éxito, cima o simplemente final... lo mismo da. Todos sabemos que arribar con bien allí es nuestro desafío.

Habrá quienes se pierdan en el trayecto y se condenen a llegar un poco tarde, y habrá también quienes encuentren un atajo y se transformen en expertos guías para los demás.

Algunos de estos guías me han enseñado que hay muchas formas de llegar, infinitos accesos, miles de maneras, decenas de rutas que nos llevan por el rumbo correcto. Caminos que transitaremos uno por uno. Sin embargo, hay algunos caminos que forman parte de todas las rutas trazadas.

Caminos que no se pueden esquivar.

Caminos que habrá que recorrer si uno pretende seguir.

Caminos donde aprenderemos Jo que es imprescindible saber para acceder al último tramo.

Para mí, estos caminos inevitables son cuatro:

El primero, el camino de la aceptación definitiva de la responsabilidad sobre la propia vida, que llamo

El camino de la Autodependencia

El segundo, el camino del descubrimiento del otro, del amor y del sexo, que llamo

El camino del Encuentro

El tercero, el camino de las pérdidas y de los duelos, que llamo

EJ camino de las Lágrimas

El cuarto y último, el camino de la completud y de la búsqueda del sentido, que llamo

El camino de la Felicidad.

A lo largo de mi propio viaje he vivido consultando los apuntes que otros dejaron de sus viajes y he usado parte de mi tiempo en trazar mis propios mapas del recorrido.

Mis mapas de estos cuatro caminos se constituyeron en estos años en hojas de ruta que me ayudaron a retomar el rumbo cada vez que me perdía.

Quizás estas Hojas de Ruta puedan servir a algunos de los que, como yo, suelen perder el rumbo, y quizás, también, a aquellos que sean capaces de encontrar atajos. De todas maneras, el mapa nunca es el territorio y habrá que ir corrigiendo el recorrido cada vez que nuestra propia experiencia encuentre un error del cartógrafo. Sólo así llegaremos a la cima.

Ojalá nos encontremos allí.

Querrá decir que ustedes han llegado.

Querrá decir que lo conseguí también yo...

Jorge Bucay

LA ALEGORÍA DEL CARRUAJE IV

Adelante el sendero se abre en abanico.

Por lo menos cinco rumbos diferentes se me ofrecen.

Ninguno pretende ser el elegido, sólo están allí.

Un anciano está sentado sobre una piedra, en la encrucijada.

Me animo a preguntar:

—¿En qué dirección, anciano?

—Depende lo que busques —me contesta sin moverse.

—Quiero ser feliz —le digo.

—Cualquiera de estos caminos te puede llevar en esa dirección.

Me sorprendo:

—Entonces... ¿da lo mismo?

—No.

—Tú dijiste...

—No. Yo no dije que cualquiera te llevaría; dije que cualquiera puede ser el que te lleve.

—No entiendo.

—Te llevará el que elijas, si eliges correctamente.

—¿Y cuál es el camino correcto?

El anciano se queda en silencio.

Comprendo que no hay respuesta a mi pregunta.

Decido cambiarla por otras:

—¿Cómo podré elegir con sabiduría? ¿Qué debo hacer para no equivocarme?

Esta vez el anciano contesta:

—No preguntes... No preguntes.

Allí están los caminos.

Sé que es una decisión importante. No puedo equivocarme...

El cochero me habla al oído, propone el sendero de la derecha. Los caballos parecen querer tomar el escarpado camino de la izquierda.

El carruaje tiende a deslizarse en pendiente, recto, hacia el frente.

Y yo, el pasajero, creo que sería mejor tomar el pequeño caminito elevado del costado.

Todos somos uno y, sin embargo, estamos en problemas.

Un instante después veo cómo, muy despacio, por primera vez con tanta claridad, el cochero, el carruaje y los caballos se funden en mí.

También el anciano deja de ser y se suma, se agregan los caminos recorridos hasta aquí y cada una de las personas que conocí.

No soy nada de eso, pero lo incluyo todo.

Soy yo el que ahora, completo, debe decidir el camino.

Me siento en el lugar que ocupaba el anciano y me tomo un tiempo, simplemente el tiempo que necesito para tomar esa decisión. Sin urgencias. No quiero adivinar, quiero elegir.

Llueve.

Me doy cuenta de que no me gusta cuando llueve.

Tampoco me gustaría que no lloviera nunca.

Parece que quiero que llueva solamente cuando tengo ganas.

Y, sin embargo, no estoy muy seguro de querer verdaderamente eso.

Creo que sólo asisto a mi fastidio, como si no fuera mío, como si yo no tuviera nada que ver.

De hecho no tengo nada que ver con la lluvia.

Pero es mío el fastidio, es mía la no aceptación, soy yo el que está molesto.

¿Es por mojarme?

No.

Estoy molesto porque me molesta la lluvia.

Llueve...

¿Debería apurarme?

No.

Más adelante también llueve.

Qué importa si las gotas me mojan un poco, importa el camino. No importa llegar, importa el camino.

En realidad nada importa, sólo el camino.

PALABRAS INICIALES

Me gustaría ser[1]

Una tarde, hace muchísimo tiempo, Dios convocó a una reunión.

Estaba invitado un ejemplar de cada especie.

Una vez reunidos, y después de escuchar muchas quejas, Dios soltó una sencilla pregunta: «¿Entonces, qué te gustaría ser?»; a la que cada uno respondió sin tapujos y a corazón abierto: La jirafa dijo que le gustaría ser un oso panda.

El elefante pidió ser mosquito.

El águila, serpiente.

La liebre quiso ser tortuga, y la tortuga, golondrina.

El león rogó ser gato.

La nutria, carpincho.

El caballo, orquídea.

Y la ballena solicitó permiso para ser zorzal...

Le llegó el tumo al hombre, quien casualmente venía de recorrer el camino de la verdad, hizo una pausa, y esclarecido exclamó:

«Señor, yo quisiera ser... feliz».

Viví García

Nunca pensé que escribiría un libro con este título. De hecho, me parece imposible que vos mismo lo estés leyendo. «El camino de la felicidad» suena tan cursi... parece sugerir que yo creo que hay un camino hacia la felicidad.

Tengo muchas disculpas que esgrimir, pero la principal es que en la serie Hojas de ruta, cada uno de los libros anteriores fue definido, desde el título, con el nombre de uno de los caminos a recorrer el de la autodependencia, el del encuentro, el de las lágrimas...¿Cuál podría haber sido el nombre de este camino final sino el de la autorrealización, el de la felicidad?

Sin embargo, quiero decirte desde el primer párrafo que de ninguna manera pienso que haya un único camino hacia la felicidad.

Y si lo hubiera, yo no lo conozco.

Y si lo conociera, no creo que pudiera describirse en un libro.

Me pasé la mayor parte del último decenio dictando conferencias sobre salud y psicología de la vida cotidiana; pero nunca noté hasta d último año, lo poco que había hablado sobre el ser feliz. No había escrito nada sobre d tema. Al igual que muchas personas había dedicado bastante tiempo a reflexionar acerca de la felicidad, y sin embargo en mis conferencias, escritos y programas de TV me ocupaba de otros asuntos que seguramente consideraba en ese momento más serios y que parecían por ello merecer más atención de mi parte.

¿Por qué descuidé la felicidad? Posiblemente lo consideré un tema ligero, más propio de las revistas «livianas» que lo enmarcan con fotos de gente linda posando entre paisajes soñados.

Claro que en lo personal siempre quise ser feliz, pero recuerdo haberme reprochado un reportaje en el cual admitía este deseo.

Para mí, como para casi todo el mundo, sostener «quiero ser feliz» era sinónimo de solicitar la patente de bobo, hueco o pobre de espíritu.

Desde mi formación científica y moral, hablar de felicidad suponía forzosamente grandilocuentes frases obvias, excesivamente románticas y llenas de lugares comunes.

Seguramente por todo eso el tema me pareció durante años un asunto del que debían ocuparse los señaladores de libros, no los terapeutas de profesión y menos los escritores, ni siquiera los aficionados, como yo.

Sin embargo, la felicidad es un tema tan profundo y tan necesitado de estudio como lo son la dificultad de comunicación, la postura frente al amor o la muerte y la identidad religiosa (en efecto, temáticas para nada divorciadas del objeto de esta serie Hojas de ruta).

El comienzo

En su libro El hombre en busca del sentido, el doctor Víctor Frankl (!) —quien sobrevivió a los campos de concentración nazis— nos dice que si bien sus captores controlaban todos los aspectos de la vida de los reclusos, incluyendo si habrían de vivir, morir de inanición, ser torturados o enviados a los hornos crematorios, había algo que los nazis no podían controlar: cómo reaccionaba el recluso a todo esto.

Frankl dice que de esta reacción dependía en gran medida la misma supervivencia.

Las personas son idénticamente diferentes; es decir, todas tienen dificultades y facilidades, pero la correspondencia es dispar: lo que para algunos es sencillísimo para otros es sumamente difícil y viceversa. Habrá quienes toquen el piano mejor y aprendan más rápido y otros que lo hagan peor aun que yo, pero todos seguramente, con algunas instrucciones y disciplina, podemos llegar a tocar el piano mejor de lo que lo hacemos ahora. Exactamente lo mismo sucede en el caso de la felicidad:

Todos, seguramente, podemos entrenamos para ser más felices.

No encuentro una relación forzosa entre las circunstancias de la vida de la gente y su nivel de felicidad. Si las circunstancias externas determinaran per se la felicidad, se trataría de un tema sencillo y no de un tema complejo; es decir, bastaría conocer las circunstancias externas de una persona para saber si es feliz.

Podríamos jugar a predecir la felicidad de acuerdo con dos sencillas evaluaciones:

Si a la persona le pasan Buenas Cosas —> Es Feliz.

Si a la persona le pasan Cosas Malas —> Es Infeliz.

De donde se podría llegar a la conclusión de que ser feliz es un tema de distribución azarosa. Una deducción falsa e infantil, o peor todavía, diseñada para esquivar responsabilidades.

La búsqueda de la felicidad no sólo es un objetivo exclusivamente humano, sino que además es uno de nuestros rasgos distintivos.

Todos los hombres y mujeres del planeta deseamos ser felices, trabajamos para ello y tenemos derecho a conseguirlo.

Quizás más aun, estamos obligados a ir en pos de esa búsqueda.

El Factor F

Un sacerdote decía siempre a sus feligreses que ser desdichado es más fácil, mucho más fácil que ser feliz.

Cuando me siento desdichado —aclaraba— me digo que estoy tomando la salida más sencilla, que estoy dejando que algunos hechos me alejen de Dios.

La felicidad —explicaba— es algo por lo que debemos trabajar y no un mero sentimiento resultado de que nos ocurra algo bueno.

No puedo opinar sobre su planteo teologal, pero coincido en su propuesta de que ser o no felices parece depender mucho más de nosotros mismos que de los hechos externos.

Intentaré mostrar que cada uno es portador del principal —aunque no único— determinante de su nivel de felicidad. Un factor variable de individuo en individuo, y cambiante en diferentes etapas de una misma persona, al que voy a llamar, caprichosamente, Factor F.

Aun a riesgo de simplificarlo demasiado, lo defino básicamente como la suma de tres elementos principales:

I. Cierto grado de control y conciencia del intercambio entre nosotros y el entorno.

No puedo ser feliz si no me doy por enterado de mi activa participación en todo lo que me pasa.

II. El desarrollo de una actitud mental que nos permita evitar el desaliento.

No puedo ser feliz si siempre renuncio al camino ante la primera dificultad.

III. El trabajo para alcanzar sabiduría.

No puedo ser feliz si me refugio en la ignorancia de los que ni siquiera quieren saber que no saben.

Es obvio, pues, que este libro se centra más en la idea de la felicidad como actitud vital que en el análisis de la emoción subyacente.

Y me parece importante aclarar esto de entrada, cuando escucho que la mayoría de las personas hablan de la felicidad como si fuera un sinónimo de estar alegre, y yo estoy seguro de que no es así.

Esta última Hoja de ruta tiene como única motivación revisar juntos la numerosa combinación de aspectos que configuran los tres elementos de nuestro «Factor F» y aprender qué podemos hacer para desarrollarlo.

LOS TRES CAMINOS PREVIOS: AUTODEPENDENCIA, AMOR Y DUELO

El arte de morir bien y el arte del bien vivir son uno.

Emouro

El budismo —explica el Dalai Lama (2)— presta mucha atención a las actitudes que adoptamos ante nuestros enemigos porque el odio puede ser el mayor obstáculo para el desarrollo de la felicidad.

Ciertamente, para alguien que practica la espiritualidad, los enemigos juegan un papel crucial en su postura de vida.

Si seguimos su línea de pensamiento, resulta evidente que para alcanzar una práctica cabal de amor y aceptación es indispensable el desarrollo de la paciencia y la tolerancia.

Si todos fuéramos capaces de aprender a ser pacientes y tolerantes con nuestros enemigos, el resto de las cosas resultaría mucho más fácil y tanto la compasión como el amor fluirían a partir de allí con toda naturalidad.

No hay fortaleza mayor que la paciencia.

No hay peor aflicción que el odio.

Había una vez un discípulo de un filósofo griego al que su maestro ordenó que durante tres años entregara dinero a todo aquel que le insultara, una tarea relacionada con su actitud peleadora y prepotente.

Una vez superado ese período y cumplida la prueba, el maestro le dijo:

—Ahora puedes ir a Atenas y aprender sabiduría.

Al llegar allí, el discípulo vio a un sabio sentado a las puertas de la ciudad que se dedicaba a insultar a todo el que entraba o salía

También insultó al discípulo...

Éste se echó a reír, mientras agradecía bajando la cabeza ante cada improperio.

—¿Por qué te ríes cuando te insulto? —le preguntó el sabio.

—Porque durante tres años he estado pagando por esto mismo que ahora tú me ofreces gratuitamente —contestó el discípulo.

—Entra en la ciudad —dijo el sabio— es toda tuya...

Más que el valor del sufrimiento y la resistencia, Jo que permitió al discípulo afrontar de un modo tan efectivo una situación difícil fue su capacidad para cambiar el punto de vista.

La capacidad para cambiar la perspectiva es, sin duda, una de las herramientas más efectivas a nuestra disposición.

Los caminos recorridos antes sirven justamente, y quizás únicamente, para poder cambiar la perspectiva que nuestra educación puede haber distorsionado.

Haber transitado estos caminos nos ha enseñado, de una vez y para siempre...

que dependemos en exclusividad de nosotros mismos, que necesitamos de los demás pero de ningún otro específico para seguir el camino,

que podemos soportar y superar el dolor de la pérdida y el abandono, en resumen que nuestra vida es nuestra excluyente responsabilidad.

Por ejemplo, cuando me doy cuenta del placer del encuentro, aprendo también que el estado de enamoramiento pasional pasa y que el tiempo forzosamente modifica la realidad y quienes somos frente a ella.

Desmond Morris (3), en su libro El contrato animal, describe los cambios normales que se producen en la necesidad de intimidad del ser humano. Sugiere que pasamos cíclicamente por cuatro fases:

Fase I: Acércate un poco más

Fase II: Abrázame fuerte, te lo ruego

Fase III: Afloja un poco, por favor

Fase IV: ¡Déjame solo de una vez!

Y más allá dél humor del planteo, en términos de mi propia posición respecto del amor, me gusta pensar que los afectos carcelarios no son buenos amores. Pero eso sólo se aprende después de encontrarse sin depender y admitiendo la posibilidad de las lágrimas.

Cuando consideré todo esto por primera vez, me pareció encontrar algo peor aun que el odio al que se refería el Dalai Lama: el apego a ciertas estructuras, la rigidez de conceptos y la intolerancia con los otros.

Después de leer más, me di cuenta de que toda mi lista no era otra cosa que una enumeración de maneras de disfrazar el odio.

Sabiendo por mi profesión que el amor y el odio no necesariamente se excluyen, sino que conviven muchas veces en vínculos ambivalentes, trabajo como terapeuta y docente defendiendo el valor del encuentro, del compromiso y del desapego, considerándolos tres pilares de nuestra salud mental.

Por eso, a veces digo que el gran desafío de ser persona es aprender dos cosas: aprender a entrar y aprender a salir.

Un tema interesante

La muerte es el único fenómeno que no ha sido corrompido por la sociedad El hombre lo ha contaminado todo y sólo la muerte aún permanece virgen, sin corromper, sin ser tocada por las manos de la gente. El hombre no puede poseerla ni comprenderla, no puede hacer una ciencia de ella; se encuentra tan perdido, que no sabe qué hacer con la muerte. Es por eso que la muerte es la única cosa que queda ahora en el mundo esencialmente pura.

Osho

La muerte, al igual que el amor, representa para todos un tema sin duda interesante. Digo interés en su sentido primigenio y olvidado: cuando la palabra nombra aquello que multiplica, aumenta, produce, es decir, aquello que es creador (aún decimos que el dinero genera interés).

No es que la muerte simplemente nos importe, sino que nos interesa en tanto se nos revela como productora, creadora y amplificadora de la vida.

La muerte nos coloca en un estado interesante de cara a la vida.

Y desde allí la resignifica, la recrea.

Al experimentar una pérdida, nuestra vida se potencia, se vuelve más intensa.

Las pérdidas y el amor, en tanto interesantes, marcan profundamente nuestra vida y nos sitúan frente al otro.

Tanto el amor en cuanto vida, como la pérdida en cuanto muerte, necesitan uno del otro para poder ser.

Cuando abandonamos la dependencia, cuando nos rodea el amor o nos enfrentamos a la idea de la muerte, hay una transformación, una inmensa mutación, un nuevo nacimiento, el parto de un nuevo ser. No se es nunca el mismo otra vez; la conciencia de la au— todependencia, la idea de la finitud de las cosas y la inmensidad del amor nos ponen en situaciones límite, ya que son experiencias extremas en las que solemos darnos cuenta de la ausencia total de control externo e interno.

Pero tendemos a depender en vez de amar.

Y al no amar, no podemos experimentar el dolor de la muerte en forma genuina; sólo lamentamos la indefensión de la ausencia.

Dice Gurdieff:

Para vivir verdaderamente es necesario renacer.

Para renacer es imprescindible morir.

Y para morir es imprescindible despertar.

Alcanzar la vida plena es la sucesión de varios despertares a los que se llega por vía de lo que hemos llamado, en esta serie, caminos.

Es necesaria la libertad de la autodependencia para experimentar el amor.

Es necesario el amor para experimentar el duelo de una pérdida.

Es necesario el dolor de la muerte para superarla.

Es necesario haber pasado por muchas muertes antes de encontrar el camino de la felicidad.

Este esquema busca revelar, una vez más, el poder con que actúa el duelo sobre nuestras vidas.

Respecto del desarrollo cognitivo del individuo, la muerte tiene más trascendencia que el amor; es decir, la muerte aporta más que el amor al conocimiento de la vida. Y si bien es cierto que las pérdidas no necesitan ser deseadas, no es menos cierto que ellas estarán en nuestra ruta.

Pero no parece sensato desear la muerte para adquirir dicho conocimiento, alcanza con despertar.

Cito pues, completando a Gurdieff, a un periodista americano llamado Ambrose Bierce.

Si quieres que tus sueños se vuelvan realidad, es necesario despertar.

Para Hegel, toda la historia de la humanidad tiene una dinámica dialéctica. La realidad es esencialmente contradictoria y la conciencia humana sólo puede captarla por partes y en fases sucesivas, despertares, diría yo. La realidad no existe toda a un tiempo ni es conocida por entero en un solo momento, sino que va siendo a lo largo del tiempo. Fundamentalmente, el conocimiento y la realidad son una misma cosa, un movimiento hacia un punto final, el absoluto, que no es meramente el término, sino el todo, el ser que se completa mediante su evolución.

El movimiento dialéctico es descripto por Hegel como un proceso de fases —o momentos de la dialéctica— que han recibido corrientemente los nombres de tesis, antítesis y síntesis. La tesis es la afirmación de algo; la negación o antítesis supone un contraste a la vez que un conflicto. El empuje dialéctico lleva a una visión de conjunto, a un tercer momento de mediación o intento de solución de la contradicción. Todo acaba en una nueva posición, que asume y a la vez supera el punto de partida inicial, con lo que de nuevo puede iniciarse el proceso dialéctico.

El proceso ha de acabar en la comprensión total de la realidad y del sí mismo como un saber completo, absoluto, sin conflicto. En el punto culminante, de síntesis (¿felicidad?), las contradicciones se han superado y los momentos que nos han permitido llegar hasta esta nueva instancia se nos revelan recién ahora como necesarios.

Miramos hacia atrás y nos damos cuenta de que los momentos que hubiésemos deseado que nunca sucedieran nos han hecho llegar hasta la satisfacción absoluta en que nos encontramos.

Tesis: Encuentro con uno y con otros. Amor.

Antítesis: Muerte, separación, pérdida.

Síntesis: Felicidad, etapa absoluta, completud del individuo.

Las dificultades se nos revelan, pues, como etapas positivas de la vida, ya que son ellas las que nos permiten llegar a la felicidad.

A menudo creemos que el conflicto y la frustración significan la pérdida de la felicidad. Pero esto sólo es cierto si se identifica la felicidad con la postura infantil de la vida manejada por el deseo de satisfacción infinita del principio del placer.

Las pérdidas traen siempre aparejada una crisis en el individuo, pero no necesariamente una pérdida de la felicidad.

La palabra crisis —siempre lo digo— es un término asociado injustamente con la negatividad. Tal vez esto se deba a que crisis significa básicamente cambio, y nuestra sociedad teme al cambio, prefiere mantenerse en el confort de la estabilidad.

Lo diferente es temido y rechazado.

Sin embargo, avanzar es siempre dejar atrás lo que ya no es y enfrentarse con otra cosa.

El único temor que me gustaría que sintieras frente a un cambio es el de ser incapaz de cambiar con él; creerte atado a lo muerto, seguir con lo anterior, permanecer igual.

Occidente cree que la vida es corta. Se dice que desde el nacimiento, a cada momento nos acercamos un poco más a la muerte y esto crea tensión, angustia, ansiedad.

Todas las comodidades, todos los lujos, todas las riquezas pierden el sentido, porque no podemos llevarlas al más allá junto con nosotros. En Occidente se va solo hacia la muerte.

Oriente, en cambio, está más relajado. Primero, porque no le da tamaña importancia a la muerte; es solamente un cambio de forma. Segundo, porque al no haber final (sino cambio) puede estar distendido y consciente de sus riquezas interiores que se irán con uno a don — de vaya, incluso más allá de la vida. La muerte no puede llevárselas.

Dice un proverbio sufí:

Lo único que de verdad tienes es aquello que no podrías perder en un naufragio.

Mors janua vitae

Esta frase latina —La muerte es la puerta de la vida— merece una reflexión.

En la antigüedad, nacimiento y muerte se fundían en el concepto de iniciación, un encuentro importantísimo, un momento crucial, de cara a lo social.

El nacimiento y la muerte no eran términos separados y se resignificaban el uno en el otro para hacer del iniciado un verdadero ser socialmente aceptable.

El no iniciado había nacido sólo biológicamente, tenía únicamente un padre y una madre físicos. Para convertirse en un ser vivo para la sociedad debía pasar por el acontecimiento simbólico de la muerte iniciática y el re-nacimiento a su nueva vida.

Yo mismo hago una aclaración similar cuando separo los conceptos individuo y persona.

En Oriente, la muerte no significaba el final sino tan sólo la culminación de una vida, un clímax: el ser no se acaba, es transportado a otro cuerpo, a otra vida, a su nuevo lugar.

En la tradición budista e hindú, esta noción ocupa un lugar fundamental: El término samsára, que significa «dar vueltas», representa la transmigración de las almas en el seno del ciclo infinito de encarnaciones sucesivas. Según esta creencia, todos los seres vivos renacen continuamente cambiando su destino y sus diversas formas de existencia en función de los actos de las vidas anteriores. Tal concepción es utilizada por la mayoría de las creencias de Oriente para sostener la idea de la liberación del alma mediante esta cadena de reencarnaciones y alcanzar así la salvación.

Dichas culturas tienen una disposición a resolver el problema del dolor de sus miembros por medio de rituales y ceremonias, a través de espacios para elaborar la pérdida y la frustración con un gran soporte social, pero nunca escapando del sufrir como si fuera algo nefasto.

Platón, que también de alguna manera sostenía esta creencia, decía que la muerte debía entenderse como la liberación del alma de la cárcel corporal: las sucesivas reencarnaciones permiten la purificación de las almas antes de poder reintegrarse plenamente al mundo de las ideas, lugar donde se da finalmente la posesión de la sabiduría.

Estas ideas, como es lógico que suceda, aparecen solidariamente ligadas a una concepción cíclica del tiempo, en la cual no se propone definición de principio ni de fin.

En la Edad Media, la teología se impuso a la filosofía; la nueva función de ésta quedó transitoriamente relegada a explicar desde la razón a la primera. La lectura e interpretación de la Biblia jugaban un papel fundamental en este período marcando una única concepción del tiempo. No había ciclos sino linealidad.

Los místicos medievales hablaban mucho de muerte, es verdad, pero lo hacían mientras pensaban en la vida eterna. Estos hombres buscaban la unión con Dios, la cual suponía un morir para vivir eternamente en lo buscado. Se perseguía la eternidad por amor, suponiendo que lo amado sólo sería alcanzado después de la muerte.

El punto máximo del amor era coincidente con la muerte.

El cuerpo del místico moría y su alma pasaba a la inmortalidad formando parte de Dios.

Las doctrinas dualistas y religiosas, más que asumir la muerte como negación de la vida, lo que hicieron fue menospreciar esta última convirtiéndola en meramente corporal y declarándola sólo un «tránsito» hacia otra forma de vida. Es decir, en lugar de pensar la muerte trataron de teorizar la resurrección. Resurrección que mucho después, en la modernidad, se vería afectada por el surgimiento y la hegemonía de las disciplinas científicas.

La psicología nos ha explicado que el nacimiento, en cuanto suceso individual irreversible y traumático, se parece bastante a la muerte. Analizado desde este ángulo, se puede comprender que el cristianismo y muchas religiones hayan intentado desde su origen circunscribir de alguna manera ese suceso mortal que es el nacimiento, mediante un sacramento iniciático colectivo: el bautismo.

Para los Dioses, la muerte no es más que un prejuicio.

Nietzsche

Últimamente se han producido hechos contradictorios alrededor del tema de la muerte. Por el lado del negocio, todo parece florecer; se han multiplicado la cantidad de velatorios, de servicios y de cementerios que compiten entre sí por los espacios de publicidad. Por el lado social, el diálogo sobre el morir prácticamente se ha suprimido.

Lo malo es que todo esto implica un gran error, porque así como en la vida encontramos el significado de la existencia, en la muerte podemos y debemos encontrar un significado adicional a la vida.

Si el amor nos ayuda a discriminar el odio, la muerte nos muestra el valor de la vida.

Sin conciencia de nuestra finitud, postergaríamos todo para otro momento.

El convencimiento de nuestra muerte nos impulsa a trabajar, a hacer, a producir, sin posponer inútilmente nuestro destino.

Y no sólo hay una muerte individual; superada la fiebre darwiniana empezamos a aceptar ahora que también mueren las especies, las razas o los pueblos. Y debemos admitir con coraje que la muerte de una especie no proviene sólo de una exclusión exterior consecuencia de un cambio en las condiciones de vida, sino también de un agotamiento interior de los agentes vitales que dirigen la especie.

La presencia de la muerte nos pone frente a nuestra responsabilidad, que es la de hacer de la vida el sentido mismo de la existencia.

La vida cobra sentido en cuanto se revela como un tránsito, y ese tránsito en lo humano es un camino necesariamente amoroso.

El amor marca al individuo, aunque la muerte parece hacerlo aun más, dado que se puede vivir sin amar pero no sin muerte.

Si se sacara de la vida el placer, se podría aunque más no fuera sobrevivir. En cambio, si se pretendiera esquivar todo dolor, toda muerte, en ese escape evitaríamos también la vida.

El amor y el duelo me ponen frente a lo más propio de mí, la capacidad de aprendizaje.

Amor y dolor son en sí mismos la más acabada expresión de la educación que ofrece vivir, son la acción y el efecto, la motivación y el resultado del desarrollo del individuo.

Estamos hechos para buscar la felicidad

Es evidente que los sentimientos de amor, afecto, intimidad y solidaridad coexisten casi siempre con mayores niveles de felicidad. No sólo poseemos el potencial necesario para amar, sino que, como dije en El camino del encuentro,[2] la naturaleza básica o fundamental de los seres humanos es el amor mismo.

La ira, la agresividad y la violencia pueden surgir, pero se producen cuando no soportamos ser frustrados en nuestro intento de conseguir ser amados, apreciados, reconocidos o valorados. Aquellas emociones no son, pues, parte de nuestra naturaleza saludable, sino más bien subproductos tóxicos de la degradación de la tendencia amorosa innata.

La humanidad tardará mucho o poco tiempo en saberlo, pero tarde o temprano comprenderá que así como el hombre aprende a renunciar a ciertos alimentos que lo dañan, debe también aprender a renunciar a ciertas emociones que lo perjudican.

Revisar nuestros presupuestos sobre la naturaleza fundamental de los seres humanos, pasando de lo competitivo a lo cooperativo, abre nuevas posibilidades para todos.

El niño recién nacido sirve como ejemplo perfecto y prueba de esta teoría.

En el momento de nacer —supone la psicología clásica— tiene una sola cosa en su mente: la satisfacción de sus propias necesidades y su bienestar individual.

Sin embargo, si dejamos de lado este supuesto y nos dedicamos a observar a un niño recién nacido y a los que lo rodean, en los primeros momentos veremos que el bebé está aportando por lo menos tanto placer como el que recibe.

Muchos biólogos vienen sosteniendo que los cachorros de todas las especies están biológicamente programados para reconocer y responder siguiendo una pauta biológica profundamente enraizada que provoca comportamientos bondadosos, tiernos y atentos en el cuidador, comportamientos que a su vez también son instintivos. Son muy pocas las personas que no experimentan un verdadero placer cuando un bebé las mira y les sonríe. Bien podría sostenerse que éste es un recurso de la naturaleza para que aumente la chance de un recién nacido de ser cuidado y atendido tanto como necesita para su supervivencia»

Este ser que muchas veces solemos describir como un tirano egoísta y exigente, más bien parece una criatura dotada de un mecanismo diseñado para seducir y complacer a los demás.

Por supuesto que en este camino vamos abandonando la noción hegeliana del amo y el esclavo para concluir que la humanidad está diseñada desde el amor y no desde la agresión. Parece fácil desde aquí demostrar la naturaleza bondadosa y generosa de los seres humanos con el sencillo argumento de que el niño nace ya con una capacidad innata para aportar placer a otro, a la persona que lo cuida.

Si pudiéramos centramos en este análisis de los hechos, nuestra relación con el mundo que nos rodea cambiaría inmediatamente.

Ver a los demás con ternura nos permite relajarnos, confiar, sentimos a gusto y ser más felices.

Me pregunto entonces: ¿Cómo no sentir ternura si, aunque sea por un instante, consigo imaginarme al bebé que cada uno de mis más detestados adversarios fue en algún momento?

Todos somos semejantes

Siempre he creído que todos somos iguales, seres humanos en proceso de volvemos personas, al decir de Cari Rogers (4). Pero es cierto que cuando ponemos el acento en nuestras diferencias, aparecen algunos obstáculos y la comunicación corre riesgo de terminar «o desencuentros.

Claro que hay grandes diferencias entre nosotros: el bagaje cultural, el estilo de vida, las discrepancias en nuestra fe y hasta el color de nuestra piel.

Y sin embargo... tenemos básicamente la misma estructura física, la misma naturaleza emocional y, en gran medida —si despreciamos algunos matices—, más o menos la misma historia biográfica.

En suma, nos pasan, nos han pasado y nos seguirán pasando a todos las mismas cosas, que por otra parte —sostengo— son las mismas que les han pasado a nuestros abuelos y a los abuelos de nuestros abuelos por los tiempos de los tiempos.

Posiblemente por eso, cada vez que conozco a alguien tengo la sensación de que me encuentro con alguien como yo, y este pensamiento ha operado como un gran asistente en mi profesión, porque siempre es más fácil empezar a comunicarse cuando el otro es un semejante.

Por supuesto, repito, somos diferentes, pero estas diferencias NO nos separan.

Y no sólo no lo hacen, sino que validan el sentido del encuentro y alientan nuestro crecimiento por vía del aprendizaje, dado que sólo se aprende de lo diferente.

Con alguien que sólo sepa lo que yo sé y con quien acuerde en cada detalle, podré comunicarme fácilmente, compartir ideas y experiencias, pero poco y nada podré aprender en esa relación.

Felicidad y razón

Es innegable que las personas deben usar su mente si desean ser felices; pero el hecho de que el pensamiento y la inteligencia sean esenciales para comprender la felicidad no implica, de ninguna manera, que gozar de la capacidad intelectual de los genios ofrezca mejores posibilidades de ser feliz.

No obstante, necesitamos la conciencia de que vivir plenamente exige un grado mínimo de reflexión, la disciplina para superar nuestra natural inclinación a la urgencia hedonista y la sabiduría de interrogarnos y responder sinceramente a la pregunta:

¿Soy feliz haciendo esto que hago?

Obviamente, este interrogante conlleva la necesidad de una definición previa:

¿Existe la felicidad?

¿Es una realidad o una ficción?

¿Es un mito, como dijo alguna vez la gran Tita Merello?

¿Es sentir amor, como cantaba Palito Ortega?

Una vez escuché a un cínico (en el sentido filosófico) sostener que la felicidad era una palabra inventada por algunos poetas para que rime con amistad y eternidad.

La cita, más allá del contenido, plantea una propuesta bastante complicada, significativa y no poco trascendente. Porque sobre el significado de la felicidad —al igual que sobre algunos otros conceptos— es necesario tener una posición tomada.

No creo que haga falta tener una definición clara sobre todas las cosas, pero hay por lo menos cinco cosas sobre las cuales un individuo en proceso de crecimiento debería definir su posición; una postura mínima de resolución, un enfoque claro, una decisión tomada; no importa si es ésta, aquélla, la de enfrente o la otra, importa que sea la propia, la conozca y la defienda coherentemente en sus acciones.

Cuando estoy en una charla con colegas, siempre digo que un buen terapeuta no es alguien que deba tener todo resuelto, pero sí es alguien que debería haber resuelto esas cuatro o cinco cosas importantes, aquellas en las que seguramente sus pacientes o sus consultantes van a tener problemas, muchas veces serios.

En cuanto al resto de las cosas, quizás su postura no sea fundamental. Pero para trabajar en salud mental, repito, estas pocas cosas puntuales deben estar resueltas o, por lo menos, claramente acomodadas.

Déjame desarrollar la idea tomando una de ellas como ejemplo: la relación con los padres.

Si cualquier persona no tiene resuelto este tema, está en problemas; pero si pretende dedicarse a ser terapeuta, su problema garantiza una complicación para alguien más.

¿Qué quiere decir tenerlo resuelto? En este caso quiere decir fuera del punto de conflicto.

La resolución, que puede ser tan detestable como: «no los quiero ver nunca más», no me parece trascendental, pero debe estar tomada sincera y comprometidamente.

Para graficar lo contrario {no tener resuelta la relación con los padres) incluiría los siguientes planteos: ¿Los mato o los salvo? ¿Los voy a ver o no los veo nunca más? ¿Los quiero o los odio? ¿Las dos cosas o ninguna?

Y esto es lo que no sirve.

Es en este sentido que vale la pena preguntarse:

¿Qué significa para mí la felicidad?

Fíjate que lo importante no es definir la felicidad de todos, ni qué debe significar para los demás. Lo importante, lo imprescindible —me siento tentado de decir lo urgente—, es decidir qué significa la felicidad para cada uno.[3]

En este libro no intento describir LA posición que hay que tener, sino UNA posición, que incidentalmente es la mía.

En especial, porque sobre el significado de la felicidad no se puede legislar. Cuando uno intenta llegar a algún lugar, transitar un espacio, muchas veces se ocupa de buscar las propias maneras.> En mi caso, cuando advertí que no podía definirme respecto de la felicidad, empecé a ocuparme del asunto con más inquietud, y dediqué más tiempo a pensar este punto hasta encontrar, por fin, una posición que fuera coherente y armónica con el resto de mis ideas.

Vos tendrás que buscar la propia, seguramente. Y es casi predecible que no coincidamos.

De todos modos, compartir las reflexiones de mi itinerario tal vez pueda servir para aclarar puntos oscuros en las rutas que te hayas trazado (mi necesidad de ser útil se conforma con algún punto de contacto).

No es otra la idea que motiva este libro.

Porque lo que importa es ir en pos de una respuesta.

¿Y no sería mejor esperar que la vida me la acerque?

Lo que importa a la hora de encontrar respuestas es —me parece a mí— relacionarse con la duda en lugar de intentar escapar de ella; ir hacia el conflicto; buscar una salida aun sabiendo que ésta será la puerta de entrada a nuevas dudas, y así hasta el infinito.

«Ir hacia» nos lleva, como definición, a una palabra que tiene cientos de significados siniestros y uno solo amoroso y generador. Me refiero al concepto de agresividad.

Agresivo etimológicamente quiere decir «lanzarse hacia algo» y es lo contrario de regresivo (de retroceder, de ir para atrás; en términos «psi», escapar hacia el pasado).

No hay ninguna felicidad, y de eso estoy seguro, que se pueda obtener del escapar, y mucho menos de huir hacia el pasado.

Agresivo, tal como yo lo entiendo, no quiere decir «que es hostil», quiere decir que enfrenta las cosas, que no huye, que no mira para otro lado, que no delega la responsabilidad, que se compromete.

El primer paso del desarrollo de nuestro Factor F es la necesidad de definir nuestra posición acerca del significado de la felicidad, relacionándonos agresivamente con nuestras dudas, con nuestros condicionamientos y con nuestras contradicciones; comprometiéndonos en esta búsqueda hasta el final, es decir, para siempre.

La felicidad, cualquiera sea nuestra definición, tiene que ver con una postura de compromiso incondicional con la propia vida.

Un compromiso con la búsqueda única, personal e intransferible del propio camino. Tan personal y tan intransferible como la felicidad misma.

Puedo compartir lo que tengo...

Puedo contarte lo que siento...

Puedo dedicarte lo que hago...

Puedo elegirte y estar contigo en mis momentos más felices. Pero no puedo compartir mi felicidad.

No puedo... aunque me duela... no puedo hacerte feliz.