Capítulo 5

—Menos mal que te has repuesto enseguida, cariño —comentaba Marjory dos días después, mientras terminaba de enrollar la venda de lino—. Esto ya no lo necesitas.

Lisette se miró el brazo. El flechazo la había asustado más que dolido, y sólo tenía la piel un poco desgarrada donde le había pinchado la flecha. Pero incluso eso le desaparecería con el tiempo.

Lisette se puso el camisón.

—¿Quieres decir eso que tal vez ahora pueda pasar del salón? —preguntó con suave ironía.

—Vamos a ver, cariño, sabes que ha sido por tu propio bien que milord te confinara a permanecer en la casa. Estaba preocupado por ti.

—¡Ja! Estaría preocupado de que yo me enterara de que estaba interrogando a todos los hombres de las fincas. Como si uno de nuestros siervos pudiera poner las manos en un arco. Lo único bueno que ha salido de esto ha sido que una boda indecentemente apresurada se ha retrasado mientras él sigue buscando.

—¿Y eso como lo sabes tú, dime?

—Me lo ha dicho Oswy.

—¡Ese medio lelo! —resopló Marjory, mientras le trenzaba el cabello a Lisette—. ¿Qué sabrá el de bodas?

—Calla, Marjory. Oswy no puede evitar ser un simplón. Fíjate, si incluso Raverre se dio cuenta enseguida de que el pobre chico es inofensivo. Recuerdo que dijo que las personas como Oswy son buenas con los animales, y le puso a trabajar en el establo.

—Raverre ve muchas cosas —le advirtió Marjory—. Así que ten cuidado de contravenir sus órdenes.

—Sigo siendo la señora de la casa —respondió Lisette con mal genio—. Y tengo todo el derecho a estar en el establo hablando con Oswy. Catherine se pasa la mayor parte del día allí, y Raverre no dice nada.

A Catherine no le dispararon con una flecha —Marjory le apretó la lazada de la trenza con un tirón más fuerte de lo necesario.

—¡Ca! Un mero arañazo. Me siento perfectamente bien y voy a ir al pueblo antes de que los siervos empiecen a pensar que soy la debilucha que Raverre cree que soy —terminó en tono desafiante.

—Como quieras, mi amor —fue la serena respuesta de su aya.

Lisette, que esperaba una discusión, se quedó mirando a su aya con suspicacia; pero Marjory la miró con una sonrisa insulsa.

Claro que, como ella iba una vez por semana a hacer una visita a las aldeas, tal vez Marjory había preferido no protestar por el cumplimiento de aquel deber, decidió Lisette. Pero cuando se puso en camino hacia el pueblo, se sintió confusa por la serena aceptación por parte de su aya. Y, pensándolo bien, los guardias a la puerta tampoco se habían preocupado al verla salir del recinto, y sola para colmo. Lisette volvió la cabeza y descubrió el porqué de todo ello: alguien la seguía.

A unos metros de ella, un soldado normando avanzaba con resignación por la carretera detrás de ella. Lisette se echó la capa por encima para abrigarse del frío viento y dejó de andar.

—Milady —le dijo el hombre con educación, al llegar donde estaba ella.

Lisette recordó que lo había visto a la mesa. Era bastante mayor que Raverre; un hombre achaparrado y de cabello y barba canosos que había pasado muchos años en el ejército de Guillermo.

—Me estáis siguiendo —lo acusó ella.

—Acompañándoos, milady —le corrigió impasiblemente—. Órdenes de milord.

—¿Ah, sí? —dijo Lisette en tono seco—. ¿Y os llamáis, señor?

—Richard De Somery, señora.

—Bien, sir Richard, le podéis decir a vuestro señor que rechazo que me acompañéis al pueblo. No me hace falta.

—Hay distintas opiniones, milady —argumentó De Somery con voz áspera—. Milord piensa en vuestra seguridad. No se sabe para quién era la flecha.

—Eso son tonterías —dijo Lisette con desprecio—. ¿Por qué iba a querer matarme nadie?

—Os vais a casar con un barón normando, señora. Alguien podría pensar que eso traerá problemas.

—Pero mi gente aquí está contenta —dijo Lisette indignada—. Sería igual de fácil sospechar de un normando.

De Somery no se inmutó por nada de lo que decía. Su rostro sin expresión estudiaba a Lisette desapasionadamente.

—Vos parece que no estáis de acuerdo —señaló ella.

—No es asunto mío mostrar acuerdo o desacuerdo, milady El matrimonio es necesario. Aprenderá a respetar al barón de Raverre.

El hombre no perdió el tiempo preguntándose si había amor en el casamiento que planeaba su señor. Por supuesto, lady Lisette era muy bella, con aquellas facciones delicadas, el cabello oscuro y esos ojos de aquel azul intenso adornados con largas pestañas. Sin embargo, un hombre se consideraría afortunado si su esposa era físicamente atractiva, y cerraba los ojos a las demás imperfecciones.

Sabía que su señor Raverre se casaría con una de las jóvenes como la continuación lógica de sus planes, independientemente de Su belleza y entendía su postura práctica. Lo que no comprendía era por qué su señor había escogido a aquella joven tan belicosa en lugar de Enide, que era mucho más dócil.

—Tal vez sea así —respondió Lisette—, pero él también aprenderá a respetarme a mí. ¿Dónde está? ¿Sigue buscando el oro perdido?

—Está montando por los campos, milady —explicó De Somery con cortesía—. Quiere que los siervos lo conozcan, y él conocerlos a ellos.

—Bueno, yo también tengo que atender unos asuntos —afirmó Lisette con resolución, empeñada en continuar con sus planes para esa mañana.

De Somery no puso objeción y echó a andar a su lado. E igualmente se quedó con ella mientras la señora saludaba y charlaba con las mujeres de la aldea.

No volvió a hablar con ella, pero mientras estaba ocupada con el colmenero, Lisette notó que charlaba amigablemente con Siward a la puerta de la forja. Parecía que todos daban la bienvenida a los normandos con los brazos abiertos. Incluso las abejas producían más miel, le contó el colmenero con orgullo.

A su regreso al castillo, De Somery la dejó cuando cruzaron las tapias del recinto.

—Malditos soldados —maldijo Lisette entre dientes al llegar al establo vacío, pensando en enfrentarse a Raverre en cuanto lo viera—. Respeto al barón de Raverre, desde luego. Pero ¿cómo se atreve a mandar que me sigan, y por algo tan tonto? Seguramente pensará que voy a huir.

A Lisette le había dolido mucho que Raverre pudiera desconfiar de ella hasta el extremo de enviar a alguien para que la siguiera.

Unos días antes había empezado a gustarle, pero no debía olvidar que en realidad Raverre era arrogante, dictatorial hasta el aburrimiento y que claramente la tenía por una criatura que necesitaba protección constante.

La insidiosa sospecha de que no le disgustaba la actitud protectora de Raverre empujó a Lisette a salir corriendo del establo. A la puerta se topó con el morro de Lanzelet que, afortunadamente se había parado y parecía mirarla con la curiosidad reflejada en sus grandes ojos marrones.

Raverre desmontó y pasó la mano por el cuello fuerte y de sedoso pelaje de su caballo.

Pensando que tal vez Lisette se había asustado al estar a punto de chocarse con el animal, Raverre comentó:

—Que no os asuste su tamaño, milady. Aunque no teme a nada ni a nadie en la batalla, no posee ni un átomo de maldad en su naturaleza. Si lo necesitarais, debéis saber que es seguro y fuerte.

«Como su amo», pensó Lisette tan de inmediato que temió que Raverre pudiera leerle el pensamiento.

Raverre condujo a Lanzelet al interior del establo y le quitó la pesada montura.

—¿Por qué habéis pedido que me siguieran? —le preguntó Lisette sin rodeos.

Inmediatamente le pesó haber hecho aquella pregunta tan impulsiva. Raverre se volvió hacia ella muy serio, y Lisette sintió que se le aceleraba el pulso. Aquellos ojos azul pálido tan brillantes parecían penetrar en su alma.

—No quería encerraros, querida, pero deseo proteger a los míos.

Lisette acarició el lomo de Lanzelet para distraerse; era mejor que mirar esos ojos que la invitaban a olvidarse de quién y qué…

—No represento un peligro para los míos —consiguió decir.

En ese momento se sentía más en peligro. Se dijo que lo mejor era salir del establo. Esperaba que el corazón dejara de latirle tan deprisa para poder pensar, para poder protestar por las órdenes de Raverre.

Raverre observó que Lisette le murmuraba algo a Lanzelet, y el enorme caballo agachaba la cabeza para que ella lo acariciara.

Sintió envidia del caballo, de pronto presa de un deseo intenso que lo empujó a pasearse de un lado al otro del establo. En esas estaba cuando golpeó sin querer un cepillo de mango largo, que cayó al suelo. Asustado por el ruido repentino, Lanzelet levantó la cabeza con fuerza y empujó a Lisette, que se habría caído si Raverre no hubiera reaccionado a tiempo. Agarrado a su cintura, Raverre, incapaz de contenerse, la abrazó con suavidad.

Lisette lo miró extrañada mientras apoyaba las manos sobre su pecho musculoso.

—¿Pero qué…?

—Chist —murmuró él, sin dejar de mirarla a los ojos; se inclinó hacia ella muy despacio—. Quiero que sepas algo de mí antes de casarnos, pequeña.

Lisette se alarmó nada más percatarse de la intención de Raverre; y aunque en parte quería resistirse, en el fondo sus palabras le dieron confianza. Volvió a sentir aquella cálida sensación de seguridad que había sentido unos días antes entre sus brazos; y cuando sus labios rozaron los suyos, Lisette se olvidó de las dudas y se relajó entre sus brazos.

Raverre estaba perdido. Al sentir aquel cuerpo esbelto de pronto tan dócil entre sus brazos, cuando había esperado resistencia, perdió totalmente el control. Estrechó a Lisette contra su cuerpo con una fuerza que a ella la dejó sin respiración, y empezó a besarla con tanto ardor y tanta delicadeza que sintió que desfallecía con las oleadas de emoción que se desataban en su interior.

¿Dónde estaba la seguridad? No había nada de eso en la debilidad que le recorría las piernas y los brazos. Ni siquiera podía enfrentarse a ello; tan sólo abrazarse a él con desesperación, con la esperanza de poner un poco de orden en aquel tumulto de sensaciones.

Finalmente Raverre dejó de besarla. Al ver aquel deseo tan intenso en sus ojos, Lisette se sintió tremendamente consternada. ¿Cómo era posible que su inocente curiosidad hubiera desatado una pasión tan incontrolada? ¿Cómo había podido someterse tan fácilmente? Y para colmo a un normando. Él la tendría como una mujer libertina, como una desvergonzada.

—No me miréis así —le ordenó él bruscamente—. Por todos los santos, vida mía, sólo soy un ser humano.

—Lo siento… —vaciló ella, que sólo deseaba escapar.

Parecía que él ya le echaba la culpa a ella.

Lisette apartó los ojos de Raverre con esfuerzo. Pero cuando se dio cuenta de que seguía agarrada a su manto, soltó la capa, se dio la vuelta y salió corriendo del establo.

Raverre se volvió para ir detrás de ella, pero al pronto abandonó su empresa, sabiendo que no serviría de nada tratar de tranquilizarla. Lo que no sabía él era que Lisette estaba más aterrada de su propio comportamiento que del comportamiento de él. Pero Raverre pensaba que la había asustado con el ardor de su abrazo.

Se dijo que la aprensión normal que pudiera sentir una muchacha de su edad hacia los hombres, en su caso habría quedado intensificada por el ataque sufrido por su madre. Pero cuando ella había cedido entre sus brazos, Raverre había olvidado su propósito de ser suave hasta que ella empezara a confiar en él, y había perdido el control.

Gimió con frustración mientras recordaba la suavidad de su cuerpo, en comparación con la fuerza del suyo, y pegó un puñetazo en una pared del establo, provocando un resoplido de desaprobación de Lanzelet por aquel comportamiento humano tan estúpido.

—¿Qué será lo que tiene ella? —le preguntó Raverre al enorme caballo de guerra—. Es voluntariosa, cabezota y discute conmigo cada vez que puede. Sin embargo no podría dejarla para que se casara con algún frívolo joven normando —miro a Lanzelet con pesaroso humor—. Bueno, todos tenemos debilidades, y juro que esa muchacha medio sajona medio celta es mía —Lanzelet adelantó una oreja, como si mostrara su acuerdo—. Pero hay una cosa que se muy bien —le dijo Raverre al caballo—. Es una mujer de temperamento, y si soy capaz de ganarme su corazón, habré ganado más que una dócil mujer que me lleve la casa, me dé hijos y me tenga aburrido en menos de una semana.

Al día siguiente, el recuerdo de la sumisión entre los brazos de Raverre no le abandonaba el pensamiento; de modo que Lisette trató de evitarlo lo más posible. No fue difícil. Bien si los normandos estaban buscando el oro o al tirador, Lisette sólo coincidió con Raverre en las horas de las comidas, donde la presencia de otros la protegía de cualquier avance que él pudiera haber pretendido.

Cuando pareció más dispuesto a ignorarla, Lisette se sintió aliviada, pero también algo molesta. Sabía que Raverre sólo se iba a casar con ella por conveniencia, ¿pero tenía que ser tan claro?

La molesta idea de que tal vez él se tomara su pasividad como señal de rendición fue suficiente como para que ella se quedara después de la cena con él en las veladas sucesivas, con el fin de demostrarle que no tenía miedo.

Y eso era precisamente lo que pretendía Raverre. La animó a que le preguntara por sus planes tocantes a las fincas, el castillo y cualquier cosa que se le ocurriera. Cada vez que surgía una disputa entre los siervos, aunque ella tenía que reconocer que los juicios de Raverre eran justos y lógicos, se deleitaba con perversión desafiando sus opiniones y discutiéndolas después con él.

Raverre le dejaba discutir e incluso una o dos veces se mostró de acuerdo con ella, mientras se recostaba en su sillón con gracia masculina y contemplaba a Lisette, que se paseaba por la habitación, planteando las teorías más queridas de su padre para la administración de las vastas fincas y el tratamiento de los siervos.

Sin embargo, cuando las disputas eran entre los sajones y los hombres de Raverre, él ordenaba a Lisette que se marchara a los aposentos de la torre, donde tenía que seguir paseándose por la habitación, frustrada por no saber lo que pasaba abajo.

En aquel infructuoso ejercicio se encontraba Lisette tres días más tarde, cuando Enide respondió a unos golpes a la puerta. El que llamaba resultó ser un cocinero de aspecto asustado que pedía entrada.

—Hola, Wat —dijo Lisette—. Parece como si te persiguiera algún diablo.

—Peor, milady —gritó el menudo cocinero de rostro apergaminado—. Debéis bajar al salón. Han sacado a Edgith de la cocina, acusándola de robar comida. Y me dieron un golpe en la cabeza con el cacillo de la sopa cuando protesté —añadió, molesto.

—¿Edgith, robando comida? ¿Por nuestra señora, decidme por qué? Tal vez no hayáis entendido bien, Wat.

—Yo sí, señora. Id a comprobarlo vos misma. Ese tipo, De Somery, está que echa lumbre, pidiendo juicios y…

Lisette no esperó ni un segundo más. Bajo corriendo las escaleras, y al llegar al salón encontró a Richard De Somery de pie delante de un sajón harapiento vestido de pastor. Edgith estaba de rodillas delante de Raverre, sollozando, cubriéndose la cara con las manos.

Lisette se inclinó sobre la chica, la abrazó y la ayudó a levantarse.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó enfadada.

Raverre le echó una mirada ceñuda, pero no dijo nada.

—Vuestra estúpida sierva ha estado pasándole comida y quién sabe qué más a este criminal —afirmó De Somery bruscamente antes de volverse hacia Raverre—. Exijo que se les castigue, milord; que se les penalice, o tendremos a todos los campesinos de los alrededores llevándose de aquí lo que les convenga.

Edgith chilló al oír las palabras del oficial De Somery y reanudó el llanto. Lisette miró a De Somery con rabia.

—¿Cómo os atrevéis a amenazar…?

—¡Esperad! —la interrumpió Raverre en tono seco—. ¿Cómo sabéis esto, Richard?

—La joven se lo confesó a uno de mis hombres, señor.

—Siempre le hemos dado de comer a quienes se han presentado a nuestras puertas —protestó Lisette, empeñada en ser escuchada—. Si eso es un crimen bajo la ley normanda, tendrán que matarnos a todos.

Raverre la ignoró.

—Hablad, muchacha —le dijo a Edgith—. Si dices la verdad no te pasará nada.

Edgith miró a Lisette, que asintió.

—Estaba en el páramo recogiendo palos secos para prender la lumbre —la chica se estremeció—. El pastor salió del bosque. Llevaba días sin comer, me dijo, y me rogó que le buscara algo de comida. Yo no vi qué tenía de malo.

—¿Entonces por qué no vino abiertamente a las puertas del castillo, chica? —le preguntó De Somery con impaciencia.

—No se me ocurrió eso hasta después, y luego me acordé de que tenía un arco en la mano, no un cayado. Es cuando fui a Geoffrey —se volvió hacia Lisette con aire suplicante—. Oh, milady, perdonadme. Pensé que él lo entendería. Él no es como algunos… Yo… nosotros…

—No has cometido ningún crimen, Edgith —le aseguró Lisette, desafiando a Raverre para que contradijera sus palabras.

Pero él estaba atendiendo al pastor, que lo miraba con rabia.

—¿Qué tenéis que decir, hombre?

—¿Qué importa? —espetó el hombre, poniéndose de pie—. Me mataréis de todos modos, aunque esa joven merece morir también por traicionarme —se volvió a mirar con odio a Lisette—. Lo mismo que ésta por ser la pu…

No tuvo oportunidad de terminar. Raverre le propinó un fuerte puñetazo al sajón en la mandíbula. La fuerza del golpe lo levantó del suelo varios centímetros, antes de caer con pesadez sobre los juncos y de escupir un diente. Sin embargo, el hombre no abandonó el gesto desafiante.

—Sí, ahora tenéis la sartén por el mango, cerdo normando, pero no por mucho tiempo. Vuestro rey no podrá pagar a su ejército sin oro, y pronto su riqueza estará en otras manos.

Tres pares de ojos lo miraron con curiosidad, y el pastor se echo a reír con desprecio.

—¡Ja! Habla uno de oro y los normandos os volvéis locos, como un perro tras el rastro de una hembra.

Lisette se volvió impetuosamente hacia Raverre.

—¿Creéis que se refiere a…?

—¡Silencio! —soltó Raverre, mientras fijaba su mirada gélida en el sajón—. ¿Por qué un simple pastor iba a necesitar un arco? —le preguntó en tono bajo—. ¿Y qué sabéis del oro?

El pastor soltó una risita burlona.

—¿Acaso pensáis que os voy a contar algo, perro normando? De todos modos estoy muerto. ¿Por qué ibais a conseguir nada más de mí?

—Hay más de un modo de morir —dijo De Somery, avanzando hacia su cautivo, a quien agarró del cuello y obligó a arrodillarse—. Dejad que se lo saque apretándole el cuello, señor.

—Pido justicia —dijo el pastor con un hilo de voz—. Lo del arco es cosa de esa chica. ¿Acaso veis que lleve algún arco? Exijo la justicia sajona.

Raverre frunció el ceño y miró a Lisette.

—He oído hablar de este tipo de juicios. ¿Qué es exactamente?

Lisette se sentía mal; su padre jamás había permitido métodos tan brutales.

—Están diseñados para demostrar pruebas de inocencia o de culpabilidad —le explicó rápidamente—. Se pone una barra de hierro al fuego hasta que se pone al rojo vivo. El acusado debe agarrarla con la mano y dar diez pasos, después tiene la mano vendada durante tres días. Cuando se le quita la venda, si no tiene ampollas es inocente.

—Salvajes supersticiosos —rugió De Somery, apretándole un poco más el cuello al sajón—. ¿Acaso vivimos en una época oscura? Se os aplicará la justicia normanda, ladrón, con testigos y un juicio. Y también a la chica.

—¿Es eso lo que llamáis justicia? —gritó Lisette—. Después de avisar Edgith…

Tembló un poco al ver que Raverre adoptaba un gesto amenazador, pero no se dejó amilanar.

—Edgith ha sido leal —continuó Lisette.

Una mirada de admiración, aunque reacia, asomó al rostro de De Somery mientras Lisette se volvía hacia Raverre con esas palabras. Lo que ella le había dicho no se lo dirían muchos de sus hombres del humor que estaba.

—Vuestra señora dice la verdad —concedió de mala gana, dejando que su sentido de la justicia quedara como de habitual por encima de su rabia—. La chica puede darse por contenta porque va a salir de ésta con una advertencia, nada más. En cuanto a este canalla, tal vez esa barra de hierro candente no fuera tan mala idea.

Lisette abrió la boca, pero Raverre la agarró del brazo con firmeza antes de darle tiempo a protestar.

—Si tengo que obligaros a que regreséis a vuestros aposentos, os va a pesar —gruñó con los dientes apretados—. Ahora llevaos a esa chica y subid. Esto no es para vuestros ojos.

Santo cielo, iba a hacer lo que sugería De Somery, pensaba ella acongojada. Sin más dilación, Lisette le dio la mano a Edgith y salieron del salón apresuradamente.

—Milady, esperad —jadeó Edgith, al ver a un soldado normando esperando fuera Geoffrey me llevará a la cocina —añadió algo sofocada—. ¿No estáis enfadada conmigo por ir a él? Ese pastor Me asustó y…

—No estoy enfadada, Edgith. Pero decid enseguida si hablaste con él. ¿Te dijo de dónde venía? ¿Estás segura de lo del arco?

Edgith parecía más sofocada que nunca por las preguntas.

—Sólo lo vi a cierta distancia, milady. El hombre lo dejó en el suelo antes de acercarse, pero no era un cayado, os lo juro.

—¿Y no recuerdas nada más? ¡Piensa, Edgith! Debió de haber llegado de algún sitio.

—No creo que… Un momento, también quería lumbre, milady. Tal vez para su cabaña de pastor.

—Tal vez —murmuró Lisette—. Ve ya, Edgith. Estás a salvo, creo.

Unos minutos después de entrar en su habitación de la torre, la puerta se abrió de nuevo y Raverre entró con decisión en la habitación. Fue directamente al grano.

—Fuera —ordenó a las otras en tono tan autoritario que incluso Catherine, a quien siempre había tratado con afecto, obedeció corriendo y salió del cuarto sin perder ni un momento—. Si volvéis a cuestionar mi autoridad delante de uno de mis hombres —empezó a decir en tono bajo, que sin embargo le causó escalofríos—, desearéis haber entrado vos en el convento en lugar de vuestra hermana. No consentiré que ninguna mujer, ni siquiera mi esposa, interfiera en asuntos de los que nada sabe. Vuestro padre tal vez os diera vía libre, pero ahora ya está muerto y haréis bien en recordarlo.

Aquel brutal recordatorio le dolió.

—Yo no he cuestionado…

—¿Me creéis tan incapaz de hacer justicia? —la interrumpió en tono más duro—. Estos días pasados había creído que empezabais a conocerme un poco mejor —se volvió y se acercó a la ventana para mirar por el hueco—. Venid aquí.

Lisette se acercó con recelo; se sentía culpable.

—¿Veis esos soldados de ahí? —le preguntó Raverre—. Están buscando un arco —la miró—. Cuando me veo delante con dos historias que se contradicen me baso en pruebas.

Ella no pudo mirarlo a los ojos.

—¿Y si la encontráis?

—Entonces está claro que ese hombre sabía algo del robo, a no ser que pueda demostrar lo contrario, por ejemplo con un patrón que responda por él. ¿Se te ocurre alguna idea?

Aquella brusca pregunta, añadida al montón de ideas que le daban vueltas a la cabeza, aturulló a Lisette de inmediato.

—Hay otra casa solariega —Lisette miró a Raverre con consternación.

La única persona a la que el pastor podría pertenecer sería a un señor vecino; un hombre muy mayor que había sido amigo de su padre de toda la vida. El señor vecino a menudo había expresado su punto de vista de que la reivindicación de Guillermo era legítima, e incluso se había peleado por esa cuestión con su único hijo, Leofwin, que había muerto en combate con Harold; o al menos eso se había dicho.

—Pero el señor del cual os hablo es un hombre mayor y enfermo. Es imposible que él ordenara ese robo, Jamás ha luchado en contra de Guillermo.

—¿Dónde está ese castillo? —preguntó Raverre en tono seco.

—Oh, por favor, él nunca…

—¿Dónde? —rugió en voz baja, impacientado con las dudas de Lisette.

Lisette se estremeció.

—Está a unos veinte kilómetros hacia el sur —vaciló—. El hombre se llama Godric.

Pero cuando Raverre se dio la vuelta sin decir nada más y abrió la puerta, Lisette sintió que su rabia se encendía de nuevo.

—Y aun no soy vuestra esposa —añadió ella.

 

 

Varias horas después en la casa se respiraba un ambiente agobiante.

Raverre estaba sentado a la mesa, sobre la que había un arco, con el ceño fruncido; como si el objeto encerrara las respuestas que no había recibido de Godric. Todo el mundo era consciente del disgusto de su señor. Incluso Gilbert parecía más serio que de costumbre.

Lisette observó en silencio cómo al pastor se lo llevaban al cuarto de la guardia entre cuatro soldados. El padre Edwin iba detrás. Después de dictar sentencia de muerte, Raverre le había dicho al padre que lo confesara. A pesar de todas las preguntas que le había hecho, el sajón no había revelado información alguna sobre el oro desaparecido, pero cuando le habían llevado el arco, sus propias palabras lo habían traicionado y había confesado que le había disparado una flecha a Raverre. Desde ese momento su muerte había sido cierta.

Lisette se levantó de la mesa, preguntándose por qué Raverre habría querido que estuviera presente.

Al instante él se puso también de pie. Lisette tuvo que hacer un esfuerzo consciente para que su formidable aura de fortaleza no la amilanara; pero él notó su movimiento casi imperceptible y le agarró de la mano. Lisette podría haber evitado el contacto, y se preguntó por que no lo habría intentado.

—Vuestro amigo Godric os envía un mensaje —dijo Raverre mientras cruzaban el gran salón—. Espera que tengáis buena salud, al igual que vuestras hermanas y dice que querría volver a veros si fuera posible.

¿Acaso tenía que fingir que su encontronazo anterior no había ocurrido?

—Qué amabilidad la suya por acordarse de nosotros —susurró.

Raverre la miró con curiosidad mientras subían las escaleras.

—Él no goza de buena salud, pero me pareció lo bastante coherente, y desde luego está claro que no es un conspirador. De hecho, su intención es jurar fidelidad a Guillermo. Le he prometido enviar a alguien a buscarlo cuando Guillermo venga a visitarnos.

—¿Ah, sí?

Raverre se detuvo a la puerta de los aposentos.

—El juicio os ha dejado disgustada —murmuró—. Pero teníais que entender que se haría justicia. El hombre tuvo oportunidad de defenderse y se negó. ¿Os dais cuenta de lo que tendré que hacer ahora?

—Sí —respondió concisamente.

Raverre le agarró la muñeca con fuerza.

—Odiadme si tenéis que hacerlo —dujo en voz muy baja—. Pero prometedme que os quedaréis en casa mañana por la mañana.

Lisette levantó la cara. Por su tono de voz le había parecido casi pesaroso.

—No deberíais tener que ser testigo de más muertes violentas. Ya estáis lo suficientemente afectada.

Lisette lo vio marcharse pasillo adelante.

 

 

A la tarde siguiente, mientras cosía junto a la chimenea del gran salón, Lisette seguía preguntándose como era posible que Raverre hubiera sabido de sus miedos.

En la distancia se oía la voz regañona de Marjory.

—El criminal era tan pastor como yo. Sin duda se ha merecido la horca. No podemos tener a esos canallas vagando por los caminos y los bosques, tirándole flechas a todo bicho viviente.

—No, Marjory.

—Bueno, al menos estás de acuerdo —Marjory miró a Catherine con el ceño fruncido—. ¿Y dónde has estado tú, señorita?

—En el establo. Bertrand ha regresado con las yeguas más preciosas que he… Ah, aquí llega.

Lisette levantó la cabeza y esbozó una cálida sonrisa de bienvenida, pero al ver a Raverre que entraba en el gran salón con Bertrand su sonrisa vaciló un poco. ¿Pensaría que lo odiaba, sabiendo que él no había tenido otro remedio que colgar al sajón? Su padre habría hecho lo mismo, y seguramente mucho antes. Sin saber cómo decirle eso a Raverre, Lisette se sintió de pronto extraña en su presencia.

Raverre dejo un pesado arcón en el suelo y sonrió al percibir la mirada tímida de Lisette.

—Ved, milady, lo que Bertrand ha traído de Winchester —abrió la tapa.

—¡Santa María! —exclamó Marjory—. Creo que este hombre ha comprado de cada puesto de la feria de Saint Giles.

—Ay, ven a mirar, Lisette —gritó Catherine mientras metía las manos en el arcón—. Lino nuevo, lana cálida para vestidos de invierno, y metros y metros de piel de conejo y de marta. Estaremos tan elegantes. Y también hay un fajín de eslabones de plata.

Incapaz de resistirse a tales delicias femeninas, Lisette bajo la vista mientras Raverre sacaba del arcón una tela de seda azul. La sacudió para revelar un delicado vestido confeccionado exquisitamente.

—Tomad, señora mía —le tendió la prenda a Lisette—. Debéis llevar un vestido nuevo para nuestra boda de mañana.

—¿Mañana? —repitió ella consternada, al tiempo que su interés por las telas y los complementos se desvanecía en un segundo.

Raverre no apartó la mirada de los ojos de Lisette, abiertos como platos.

—Bertrand me comenta que en Winchester se habla de rebelión en el norte. Si tengo que marchar, quiero que nuestra posición aquí quede asegurada.

Aún aturdida por el anuncio de Raverre, Lisette tomó despacio el vestido. La seda azul se deslizaba entre sus dedos como si fuera agua.

—Lo trajo de Tierra Santa un caballero para su hija —explico Bertrand, ajeno al trasfondo—. Pero la joven se había metido en un convento antes de que volviera el padre, y el hombre no tenía a nadie a quien regalárselo, de modo que yo se lo compré.

—Tenéis buen gusto para el color, Bertrand —murmuró Raverre—. Es del mismo color que los ojos de mi señora. Lisette lo miro. Raverre esbozó aquella sonrisa pausada y magnética—. Pero hay más.

—Oh, Lisette —exclamó Catherine—. Iba a decírtelo. Tenemos las yeguas más dulces y bonitas, con estrellas blancas en la frente.

Raverre se echó a reír con indulgencia ante la exaltación de Catherine.

—Catherine habría querido montarse inmediatamente —le dijo a Lisette—. Pero la convencí para que esperara hasta que pudierais acompañarnos —le tomó la mano a Lisette y se la llevó a los labios—. ¿Os gustaría eso, dulce señora? —le preguntó sin separar los labios de la suave palma.

Lisette sintió un cosquilleo en el brazo. Azorada, abrió la boca para rechazarlo pero entonces vio la mirada suplicante de su hermana.

—Muy bien —concedió Lisette en tono débil.

Sabía que se estaba sonrojando. Le temblaban las rodillas de la sensación que le provocaban los labios de Raverre al rozarle la palma de la mano.

¿Por qué aquel encanto formidable tenía sobre ella un efecto tan inquietante, si sabía que Raverre sólo estaba provocándola?

Aquella confusa cuestión ocupaba el pensamiento de Lisette mientras conducía su caballo por un camino empinado que llevaba hacia un llano más allá del bosque.

Una ráfaga de fuerte viento sorprendió tanto a los jinetes como a los caballos, a quienes dejó sin respiración. El río no era más que un hilo plateado que avanzaba dando tumbos por la rocosa garganta para emerger, sereno y pausado de nuevo, cruzando el bosque. Al noroeste, más lejos, las montañas de Gales se cernían, oscuras y ominosas.

—Fijaos cómo esta preciosa criatura cabecea con el viento, y cómo se ondulan sus crines —gritó Catherine—. Igual que aquella estrella de larga cola que vimos cruzar el firmamento el año en que llegó el rey Guillermo.

Lisette se estremeció al recordar que también había sido el año que su padre se había marchado a la batalla y a encontrarse con la muerte. Guillermo, por su puesto, había tomado la dirección de la estrella hacia Inglaterra como un buen presagio.

—Tal vez puedas llamarle Flying Star —le dijo ella con distracción.

Catherine se tomó su sugerencia con deleite, pero Raverre, atento a su prometida, se acercó a Lisette a lomos de Lanzelet.

—¿Qué te ocurre, cariño? —le preguntó en voz baja, acercándose lo suficiente para poder cubrir su mano con la suya.

Lisette retiró la mano inmediatamente.

—Creo que a la mía la llamaré Princesa Vikinga —le dijo apresuradamente a su hermana, mientras la yegua levantaba el morro al viento.

—Desde luego se mueve como una —respondió Catherine.

—Muy apropiado —le dijo Raverre al oído con ironía.

Lisette se negó a mirarlo. Ya la había incomodado bastante por un día. Con firmeza, se reprendió para continuar actuando con corrección.

—Desde aquí se divisa la extensión del bosque —dijo innecesariamente—. El rey Edward solía cazar aquí.

Raverre la miró con reflexión.

—Guillermo también lo hará, cuando pueda tomarse un poco de tiempo libre. La caza es su pasa tiempo favorito.

—Vaya, parece que es un hombre normal —comentó Catherine pensativamente.

Raverre sonrió.

—Es un ser humano. ¿Acaso lo imaginabais como una especie de monstruo con cola y cuernos?

Catherine se sonrojó, pues era exactamente lo que había pensado de él.

Raverre miró a Lisette.

—Supongo que vos ya no creéis en tales cuentos.

—Un hombre no necesita ni cola ni cuernos para ser un monstruo —respondió Lisette con frialdad, antes de apartar su caballo de él.

—¿Dejarás de rechazarme algún día? —le preguntó con frustración—. ¿O tendré que esperar hasta que conozcas a Guillermo y puedas juzgar por ti misma?

Lisette se echó a reír de la satisfacción que le daba ver que también ella podía molestarlo. ¡Qué extraño que sólo se sintiera viva cuando discutía con él! Salvo días antes en los establos…

Se bajó la capucha y dejó que el viento despeinara su mata de cabello negro, y se deleitó con la sensación de libertad que evocaba el viento. Quería ser libre; libre de los turbadores pensamientos que la invadían últimamente; libre del miedo constante de poder perder más que su casa y su independencia.

Raverre se quedó sin aliento al ver su belleza salvaje, indómita, y el deseo se apoderó de él al percibir una pasión dormida en ella.

Como si hubiera notado que la miraba, Lisette se volvió hacia él y se sorprendió al ver el fuego que ardía en su mirada. Se puso rápidamente la capucha, ocultó su rostro y se refugió tras un muro de recelo y reserva.

La exclamación de Catherine fue una distracción deseada.

—¡Mirad! —gritó, señalando el bosque dorado que tenían delante.

Alerta a la más ligera señal de peligro por la fuerza de la costumbre, Raverre se dio la vuelta para desenvainar su espada, pero se relajó al ver una manada de faisanes que echaban a volar aterrorizados. El viento les llevó sus ásperos graznidos.

—Debe de haber algo merodeando por ahí —comentó tranquilamente—. Tal vez un zorro. Venid, ser mejor que nos marchemos antes de que el viento sople más frío.

—Tal vez haya una madriguera —respondió Catherine cuando emprendía el camino de regreso—. Hay unas cuevas que no están lejos de donde se están posando las aves. ¿Recuerdas la zorrera que encontramos allí cuando éramos niñas, Lisette?

Lisette le echó a su hermana una mirada de advertencia, pero Catherine siguió charlando sin preocuparse de la presencia de Raverre.

A los pocos segundos las voces de Catherine y Raverre parecían muy lejanas, mientras los pensamientos de Lisette resonaban en su mente: el oro robado, la mención de las cuevas hacía tiempo olvidadas, la repentina aparición de un sajón desconocido, aparentemente de Dios sabía dónde, y el hecho de que Godric nunca hubiera recibido ninguna noticia definitiva de la muerte de su hijo en el sangriento campo de batalla de Hastings. Todos esos pensamientos se aunaron para formar una imagen extremadamente inquietante.

Lisette negó con la cabeza, como si quisiera deshacerse de sus repentinas sospechas. El hijo de Godric, Leofwin, había sido su compañero de juegos de la infancia. Había pasado largas temporadas allí con ellos en repetidas ocasiones bajo el tutelaje de Alaric, y los dos mayores, Leofwin y Enide, habían permitido que las dos pequeñas se unieran a sus juegos de damiselas en apuros y caballeros al rescate. Con el tiempo, Leofwin y Enide se habían prometido en matrimonio y luego él se había marchado a la guerra.

Las cuevas, enclavadas en lo más profundo del bosque y una reliquia de las forjas de los tiempos romanos, habían sido un escondrijo favorito. Hacía años que Lisette no había pensado en esas cuevas, pero era posible que Leofwin hubiera regresado en secreto y estuviera utilizándolas de refugio seguro desde donde dirigir ataques contra los normandos de la zona.

¿Pero por qué? Leofwin no podía esperar hacer mucho el solo, ni tampoco con un grupo pequeño de hombres, si fuera ése el caso, y sin duda las desavenencias con su padre no eran tan importantes como para no poder regresar abiertamente a su hogar.

Sin embargo, aunque lo intentaba, no podía creer que la desbandada de los faisanes la hubiera causado un zorro o un cazador furtivo. Seguía existiendo la caza furtiva, pero no en una época en la que todos los siervos disponibles estaban atareados con las cosechas del otoño, y se les echaría en falta. Además, los depredadores, fueran de dos patas o de cuatro, solían moverse al abrigo de la oscuridad de la noche. Pero un hombre desesperado y hambriento…

Lisette frunció el ceño con preocupación. No podía hacer nada de momento para disipar sus sospechas, y tendría que contentarse con ir sola al bosque en cuanto pudiera librarse de la vigilancia de Raverre. De momento, su largo silencio había suscitado ya el interés de su prometido, que no dejaba de mirarla. Cruzaban ya en los prados que rodeaban el castillo, sosegados y acogedores en la quietud de la tarde gris.

Al pasar al trote delante de la iglesia, Lisette vio al padre Edwin que los saludaba desde el porche e, impulsivamente, paró su caballo delante de una valla de mimbre que rodeaba el camposanto.

—Ahora me gustaría hablar con el padre Edwin dijo Lisette, al ver la mirada interrogante de Raverre—. Sobre mañana —añadió, esperando que él creyera que ésa era la causa de su preocupación.

Él asintió y desmontó con la intención de bajar a Lisette pero ella se le adelantó y se bajó de un brinco.

—Me llevaré tu yegua, y volveré por ti cuando haya dejado a Catherine en casa.

—No hay necesidad —respondió Lisette apresuradamente—. El padre Edwin me acompañará.

Raverre la miró de nuevo con cara seria, pero se subió de nuevo al caballo sin decir ni una palabra más. Lisette observó la marcha de Raverre y su hermana en dirección al castillo. ¿Sería posible que Raverre estuviera dolido? ¿Sería eso lo que había visto por un instante en su mirada? No, era imposible… Sin embargo…

—Que Dios la bendiga, mi señora —le dijo el padre Edwin—. Así que os voy a casar mañana.

Lisette se dio la vuelta asustada, y recordó el propósito de detenerse allí.

—Buenos días, padre —lo saludó Lisette, pensando cómo iba a hacerle la pregunta.

—¿Ocurre algo…? —el padre Edwin hizo una discreta pausa.

—Sí, padre. Tiene que ver con el pastor.

—Ah Tostig. Pobre criatura impenitente —el padre Edwin se santiguó con gesto pesaroso.

—Sé que no puede traicionar el secreto de confesión, padre —insistió Lisette—. ¿Pero no os dijo nada el hombre que pudierais repetirme? ¿Tal vez la mención de algún amo?

—Ni una palabra, milady. Ni tampoco durante su confesión; y creo que no os ayudaría aunque os la repitiera palabra por palabra. Era un alma perdida, sin duda dominada por las fuerzas del mal.

El padre Edwin parecía inclinado a la pesarosa contemplación de su fracaso cuando había intentado que el pastor se arrepintiera, pero el silencio reflexivo de Lisette lo empujó a hablar de nuevo.

—Milord Raverre ya me ha hecho la misma pregunta, milady. Ojalá pudiera haber dado otra respuesta, puesto que es un buen hombre. Creo que a vuestro padre le habría gustado, de no haber estado en facciones opuestas del conflicto, que ruego a Dios para que termine pronto.

Esa idea no se le había ocurrido antes a Lisette, pero el padre Edwin continuó hablando, y ella no pudo concentrarse en el pensamiento concreto, al tiempo que rechazaba su ofrecimiento de acompañarla al castillo.

—Me gustaría sentarme junto a la tumba de mi madre un momento —le explicó.

El padre Edwin la despidió con alegría.

Pero tal vez su alegría no habría sido tal si hubiera escuchado las palabras que susurró Lisette cuando se sentó sobre la blanda hierba, junto al lugar donde descansaba su madre; y empezó rezando una oración por el alma de sus padres.

—Ay, dulce madre —susurró. ¿Estoy haciendo mal? Estoy a punto de casarme con mi enemigo y el vuestro. ¿Cómo sé yo que no fue él quien derribó a mi padre? ¿Y desde entonces, a cuántos de los nuestros habrá matado o apartado de sus hogares? ¿Y sin embargo, Dios de los cielos, qué puedo hacer?

Lisette agachó la cabeza, agotada de tantas dudas y de tanto conflicto emocional, y permaneció así un buen rato. Cuando por fin se levantó le sorprendió ver que la noche caía sobre el silencioso cementerio, oyó un crujido a sus espaldas y rápidamente se dio la vuelta horrorizada, pero enseguida vio a Raverre saliendo de entre las sombras de los árboles que flanqueaban la carretera, en dirección al cementerio.

No sabía cuánto tiempo llevaría observándola, pero la idea de que la vigilaran no le hacía ninguna gracia.

Notó que tenía las mejillas húmedas, pero no era consciente de haber llorado, tal vez por lo desconsolada que se sentía.

—No teníais que venir a buscarme; parece como si temierais que fuera a huir.

Raverre ignoró su comentario lanzado a la defensiva y se acercó a ella.

—Está anocheciendo; hay otros peligros aparte de los humanos, sabéis.

—Los humanos son los que más temo —dijo Lisette significativamente, mientras se apartaba un poco de él—. Veis —señaló un leve montículo a sus pies—, aquí es donde mis padres yacen desde antes de que les llegara su hora. ¿Y para qué? Por culpa de unos seres humanos egoístas que quisieron pelearse por una corona.

—No habría habido necesidad de luchar si Harold hubiera sido fiel a su juramento de apoyar las reivindicaciones de Guillermo. Guillermo sólo ha tomado lo que por derecho era suyo.

—¡Por derecho! —exclamó ella—. ¿Cómo os atrevéis a decir eso? No tenía ningún derecho.

—Tenía el derecho concedido por el Papa, para empezar —contesto Raverre—. Un edicto papal consagrado no es algo que se de a la ligera. También emitió un bulo de excomulgación contra Harold por romper el juramento hecho sobre las reliquias sagradas…

—¡Un juramento hecho por coacción! —lo interrumpió Lisette con ira—. ¡Y conseguido a base de engaños! Guillermo debía saber que su reivindicación no era tan fuerte para recurrir a tales métodos. Por sus venas no corre sangre inglesa, y hay otros más relacionados con la antigua casa real.

—Sí —concedió Raverre, enfadado por su insistencia—. Un niño no mucho mayor que Catherine. Eso habría sido un gran beneficio para el país. ¿Acaso visteis algún rechazo a su estandarte cuando Guillermo entró en Londres? ¡Pues claro que no! Edward juro fidelidad a Guillermo junto con muchos otros; como habría hecho vuestro propio padre, de haber vivido.

—¡Él jamás habría hecho eso! —exclamó iracunda.

—Por amor de Dios, terminemos con esto de una vez —rugió Raverre con impaciencia—. Vuestro padre era medio normando, y no tratéis de decirme lo contrario —le advirtió al ver que abría la boca para protestar—. Dios mío, mujer, sólo tengo que mirar el castillo para ver de donde vienen vuestros ancestros. Sólo había otras tres plazas fuertes más en el país antes de venir Guillermo, guarnecidas por normandos enviados por el rey Edward. Incluso vos conocéis un poco la lengua, así que dejad de actuar como si fuerais sajona al cien por cien, porque yo sé que no es así.

Furiosa porque no podía negar lo que él le decía, Lisette respondió mal:

—Por lo menos mi sangre es legítima, que es más de lo que se puede decir de vuestro querido Guillermo. Él es innoble. ¿Qué más podría esperar uno de un bastardo de baja estofa?

Raverre se enfadó, y la zarandeó un poco más fuerte.

—Si valoráis vuestro suave pellejo —la amenazó en tono colérico— no mencionaréis nada de eso delante de Guillermo. Ha dejado a hombres tullidos, e incluso ha matado, precisamente por eso. Y debéis saber que no os salvará el hecho de que seáis una mujer.

—No —pronunció con desprecio, ignorando la rabia que encendía su expresión—. No esperaría salvarme por eso; ya que sé que golpeó a la reina por tener la valentía de decir la verdad.

—Estoy empezando a pensar que unos golpes no os vendrían nada mal a vos —murmuró Raverre, preguntándose por qué la discusión se había vuelto tan acalorada—. Si lo hubiera hecho antes, no estaríamos manteniendo esta conversación tan ridícula.

—¡Adelante, pues! —fue su desafiante respuesta.

Lisette retrocedió unos pasos, muy enfadada. Sabía que se la estaba jugando, pero no podía dominarse. Y como intuía que la rabia la protegería de otras emociones que torturaban su mente, alimentó esa rabia adrede. Quería despreciar a Raverre por lo que era, pelear con él, odiarlo…

—¿Por qué ibais a comportaros de manera diferente a otro bárbaro normando? —lo picó con amargura.

Pero sus palabras no causaron el efecto deseado, y Raverre se echó a reír.

—Sabéis que no me he comportado como un bárbaro, pequeña fierecilla —se burló—. Pero si eso es lo que preferís, me atrevo a decir que podría daros el gusto.

Aquel provocativo comentario y su risa burlona fue más de lo que podía soportar. Ciega de cólera, Lisette levantó el brazo y le dio una bofetada antes de que él se enterara de lo que estaba pasando.

Lisette se quedó horrorizada de inmediato por lo que había hecho, pero Raverre tiró de ella hacia él con fuerza, impidiéndole decir nada.

—Pequeña bruja —murmuró ciego de rabia, alimentada por el enorme desprecio de Lisette y su deseo frustrado—. Veo que he sido demasiado paciente con vos, milady. Me creéis un bárbaro, ¿no? ¡Por Dios que me mostraré bárbaro con vos!

Y dicho eso Raverre le aprisionó las dos muñecas con una sola mano y con la otra le agarró la cara. Antes de que Lisette pudiera retirarse, Raverre se precipitó sobre ella y la beso con una rabia despiadada que alimentó también la de ella.

Incapaz de quitarse de encima los brazos que la aprisionaban, Lisette empezó a darle patadas en las piernas hasta que le dio una tan fuerte que Raverre acabó por soltarla y retirarse.

Lisette trató de escapar, pero solo consiguió que los dos perdieran el equilibrio. Raverre volteó el cuerpo para no caer encima de ella y se llevó el peor golpe.

Medio aturdida por la fuerza con la que habían caído, y con el labio dolorido, Lisette apenas se dio cuenta de que Raverre no la había soltado y había utilizado su cuerpo para amortiguar el golpe.

—¿Estáis lista ya para calmaros? —preguntó Raverre, visiblemente enfadado.

Lisette empezó a golpearlo con las dos manos, pero sólo consiguió que Raverre le agarrara otra vez de las muñecas. Entonces ella volvió la cabeza y trató de morderle.

—Basta ya, niña ridícula —dijo Raverre en tono amenazante—. Os vais a hacer daño.

—Sois vos quien me hace daño —gritó Lisette mientras se retorcía, para que él la soltara.

—¡Maldita sea, parad ya! ¡Dios, no sabéis lo que estáis haciendo!

Impulsivamente, Raverre cortó toda conversación estrechándola contra su cuerpo y besándola con fuerza. Cuando pasado un momento él levantó la cabeza, Lisette había dejado de pelear.

—¿Sabéis lo que me estáis haciendo? —le preguntó él con voz ronca—. Si provocarais así a un hombre os violarían.

La brutal afirmación de Raverre la asustó.

—Si pensáis que me voy a casar con vos después de esto, estáis muy equivocado —escupió ella, casi sin aliento.

Raverre se quedó inmóvil; y Lisette adivinó la intención en su mirada incluso antes de hablar.

—Entonces tendré que asegurarme de que lo hacéis —le dijo en tono amenazador—. Yo no quería que fuera así, pero no os va a ser tan fácil romper la promesa que hicisteis, milady.

Raverre le separó las piernas con las suyas con facilidad, y deslizó la mano libre hasta el pecho. Ella gimió aterrorizada.

—No os preocupéis —le dijo con amargura, con los labios pegados a los de ella—. No voy a ser brusco con vos, aunque seáis tan falsa como cualquier mujer. Pero después de esta noche sabréis que me pertenecéis solo a mí.

El tono callado fue amenazador, pero Lisette se aferró a la esperanza de que parecía que su rabia empezaba a ceder.

—Si me tomáis aquí —jadeó, tratando de respirar para vencer el miedo—, sobre la tumba de mi madre, no seréis mejor que los brutos que la mataron.

Raverre soltó una risotada despiadada, amarga.

—Entonces vuestra opinión de mí no debería cambiar, ¿verdad? —le dijo mientras le subía el vestido hasta los muslos.

Lisette apenas le oía. Le zumbaban los oídos, y aquellos ruidos ensordecedores parecían oscurecer todo entendimiento. Cuando el peso del cuerpo de Raverre la dejó sin respiración, Lisette perdió el conocimiento y se quedó sin fuerzas.