Ocho
¿Qué otra opción tenía? Desde el momento en que desembarcaron, la mano de Rorik era la única ancla en aquel mar de ruido y confusión que la rodeaba.
Los gritos de alegría retumbaban en sus oídos a medida que maridos y esposos eran recibidos por sus familias. Los hombres daban palmadas cariñosas en la espalda a amigos y hermanos; los niños correteaban de un lado para otro riendo. Ella también recibió algún que otro saludo. Debería haber respondido, pero no podía traducir tan rápidamente. Su mente seguía anclada en el momento en que Rorik le había pedido que dejara su honor en sus manos.
A medida que la tripulación se mezclaba con la multitud, las expresiones cambiaron y se convirtieron en una fría valoración. La especulación zumbaba en el aire como un enjambre. Cuando Rorik logró liberarse de la avalancha de saludos y la condujo a través de una estrecha dehesa hacia un grupo de edificios de madera con el tejado de paja situados al pie de una colina cubierta de pinos, la multitud los siguió, empujándolos hacia la entrada del edificio más grande de todos como una marea de curiosidad y expectación.
La súbita falta de luz la cegó. Tenía la vaga sensación de caminar por un pequeño corredor, y entrar a un salón donde la luz se hizo de nuevo.
Su primera impresión fue el tamaño. Aquella estancia era enorme, más que el salón de nueve metros del rey en Winchester y mucho más lujosa. Dos hileras de postes de madera en los que había tallados intrincados dibujos de plantas y animales sostenían el techo. Entre ellos había una larga chimenea abierta excavada más abajo del nivel del suelo, la cual formaba una amplia plataforma alrededor del perímetro de la estancia. Había bancos lo suficientemente anchos para dormir en ellos y cubiertos de pieles para hacerlos más cómodos pegados a las dos largas paredes, a ambos lados de un par de sillas de respaldo alto finamente talladas en las que podrían sentarse uno o dos gigantes.
A través de un arco practicado en la pared más alejada se accedía a una cámara interior, probablemente la alcoba privada del señor de la casa. Otro banco estaba colocado a un lado de ésta, y en el otro, se veía un telar enorme con lo que parecía el principio de un colorido tapiz.
El humo se elevaba en perezosas espirales desde el fondo de la chimenea, pero el aire era sorprendentemente fresco gracias a varias aberturas cuadradas practicadas en las paredes. Aunque tenían las contraventanas abiertas eran demasiado pequeños para permitir la entrada de mucha luz. La iluminación provenía de unas lámparas con la forma de unos tazones colocadas en largos pinchos clavados en el suelo. Mechas fabricadas con musgo flotaban en las bases llenas de aceite de pescado, a juzgar por el olor.
Las parpadeantes luces se reflejaban en un enorme escudo de madera que colgaba sobre una de las dos sillas centrales, bordeado de placas de oro y piedras preciosas, en cuyo centro estaban representados hombres y animales en diferentes batallas.
Bajo el escudo, recostado en la silla y envuelto en pieles, un aciano observaba la invasión del salón con los ojos medio cerrados.
Yvaine lo reconoció al instante. Supo que, aunque debilitado por la enfermedad, una vez había sido tan alto y poderoso como su hijo; que, a pesar de su rostro demacrado y ojeroso, una vez había poseído los mismos rasgos severamente cincelados y el mismo brillo en los ojos.
Cuando Rorik atravesó el salón y fue a tomar la mano extendida de su padre, Yvaine se quedó sorprendida ante la oleada de fiera emoción que emanaba del anciano. Entonces una mujer habló a sus espaldas, y un escalofrío le recorrió las venas.
—De modo, Rorik, que ésta es la razón por la que has regresado temprano.
Al darse la vuelta. Yvaine se encontró con unos pálidos ojos azules. Los ojos de Othar.
—Gunhild —dijo Rorik con frialdad.
La madre de Othar la miró de arriba abajo, sus acusados rasgos fruncidos en una expresión de disgusto.
—¿Quién es esta extraña que has traído entre nosotros, Rorik? Cualquiera diría que una mujer noruega se compra sus propios vestidos, pero mi hijo me dice otra cosa.
—En este caso, tienes razón —ignorando la línea apretada de los labios de la mujer, Rorik se volvió hacía su padre y elevó la voz para que todos en el salón pudieran oírle—. Egil Eiriksson, padre mío, te presento a Yvaine de Selsey. Mi prometida.
Un silencio denso cayó sobre la estancia. Seguido de una explosión de alboroto, mezcla de asombro y excitación en forma de gritos que se elevaban hacia lo alto de las vigas. La indignación de Gunhild los anuló a todos.
—¿¡Qué!? —chilló.
Yvaine no podía decir nada. Sólo podía quedarse allí, con los ojos como platos, preguntándose qué se proponía Rorik.
—¡Por todos los dioses! —gritó otra voz llena de furia, y tan pronto como se había puesto a gritar de alegría, la multitud guardó silencio—. ¡Nosotros no nos casamos con cautivas inglesas! —exclamó Othar, abriéndose paso entre los presentes hasta colocarse frente a sus padres.
—Sí —añadió Gunhild—. Si quieres a esta chica, tómala como concubina. No tienes necesidad de casarte con ella. Una cautiva no posee dote, ¿y cómo sabemos que su virtud está intacta? —lanzó una mirada de desprecio a Yvaine y a continuación se dirigió a su esposo—. Una cualidad esencial en una esposa, Egil.
El hombre había estado tan silencioso y quieto que Yvaine se preguntó si podría hablar. En respuesta, el anciano soltó una risotada y miró a Rorik.
—Gunhild tiene razón, Rorik. Has tenido a esta muchacha en tu barco casi dos semanas y hasta mis débiles ojos pueden apreciar que es una belleza.
—Es virgen —dijo Rorik lacónicamente.
Egil enarcó las cejas. Antes de que pudiera decir nada, Gunhild agarró a Yvaine del brazo y la atrajo hacia la lámpara más cercana.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó con tono estridente—. Los ingleses siempre mienten. Mírala bien, esposo. Mira estos ojos de gata y dime si esta criatura no ha hechizado a tu hijo.
—No seas ridicula, Gunhild —Rorik se acercó y apartó las manos de la mujer de Yvaine—. Puedes gobernar aquí cuando yo estoy fuera, pero no te sobrepases.
—No me quedaré callada. Esto incumbe al honor de tu padre. ¿Has olvidado para qué fuiste a Inglaterra? ¿Tan pronto te olvidas de vengar a tu primo?
Yvaine parpadeó sin comprender, pero no había tiempo para intentar comprender la inesperada razón para las incursiones vikingas.
—He puesto fin a ese propósito —dijo lacónicamente—. Ya han muerto bastantes soldados ingleses para vengar la muerte de Sitric y sus hombres.
—Yo no te he visto matar a nadie en este viaje, Rorik —los ojos de Othar brillaban insidiosamente—. Y eso no es todo, padre. Rorik me golpeó delante de los hombres y espera a oír...
—¡Basta! —ordenó Egil, intentando ponerse en pie. Señaló con un dedo tembloroso a Othar—. No escucharé tus historias, chico, hasta que me digas qué has hecho tú para ayudar a tu hermano a vengar a Sitric.
—Bueno, algunas de esas alimañas inglesas tuvieron que ver cómo pagaban sus esposas e hijas por sus pecados —dijo Othar, sonriendo con suficiencia.
—¡Bah! ¿Llamas vengar la manera en que murió Sitric a violar mujeres? Muchacho jactancioso. Harías bien en recordar por qué tuviste que abandonar Noruega.
—He matado —proclamó Othar, con gesto hosco—. A un hombre que se negó a quitarse de mi camino. El idiota baboso no dejaba de mirar boquiabierto el barco como si nunca hubiera visto uno antes y ni siquiera trató de defenderse —se encogió de hombros—. Creo que no tenía mucho cerebro.
—¿Tú mataste a Jankin? —el estupor sacó a Yvaine de la conmoción creada por el anuncio de Rorik. Avanzó un paso hacia Othar, segura de cuál sería la respuesta como si lo hubiera presenciado.
—¿Cómo voy a saberlo? —dijo él, mirándola con desprecio—. No me paré a preguntarle el nombre, estúpida mujer.
—Era mi amigo —dijo Yvaine con voz queda—. Mi único amigo —y sin previo aviso levantó la mano y abofeteó a Othar con tanta fuerza que el chico volvió la cabeza de un lado a otro.
Todas las siervas presentes en el salón gritaron y se apartaron de Othar. Con un grito de cólera, Gunhild se abalanzó sobre la cara de Yvaine, los dedos engarfiados como garras.
Anna, quien hasta el momento Yvaine creía perdida entre el gentío, trató de lanzarse delante de su señora, pero fue apartada con brusquedad por Othar, que se lanzó sobre ella una vez recuperado del estupor de haber sido golpeado por una mujer. Pero golpeó el hombro de Rorik, se tambaleó y finalmente cayó sobre sus posaderas al suelo.
Rorik se colocó delante de Yvaine, justo cuando Gunhild atacaba de nuevo y le agarró la muñeca.
—Hace un momento clamabas venganza, Gunhild —ronroneó con un sedoso tono de amenaza—. ¿Le vas a negar el derecho a mi dama?
A Gunhild se le salían los ojos de las órbitas de cólera, pero al mirar a su esposo, Yvaine vio destellar una súbita cautela entre la ira.
—Como tú digas, Rorik —y liberándose de un tirón, se dio la vuelta y se retiró al banco más pequeño, el que estaba apoyado contra la pared más alejada.
—«Como tu digas» —imitó Egíl con una áspera sonrisa—. Una inusual muestra de docilidad, esposa. Ya puedes sentarte en el banco de las mujeres a contemplar el destino que te espera si insultas a una mujer de Rorik —apoyándose en el brazo de la silla, se dirigió a Othar con ojos brillantes—. ¡Y tú, chico! ¿Aún no has aprendido nada? Ponte de pie cuando un hombre te derriba, aunque esté justificado. Por todos los dioses, si no puedes comportarte como el hijo de un noble...
Sus palabras murieron en sus labios al tiempo que se ponía mortalmente blanco y el sudor perlaba su frente. Jadeando, se dobló por la mitad y se llevó la mano al pecho.
Para horror de Yvaine, nadie acudió en su ayuda. Ni siquiera Gunhild, sentada en el banco de las mujeres con las manos en el regazo en actitud dócil. Pero antes de bajar la vista. Yvaine vio la mirada de odio que aquélla le dirigió.
Todos los demás parecían debatirse entre mirar a Egil y darse codazos mientras intercambiaban comentarios en voz baja. Vio que Thorolf estaba de pie junto a Anna, rodeándole los hombros con un brazo, probablemente se le hubiera acercado para que la chica no se cayera cuando Othar la había empujado.
De pronto notó el escozor en la palma. Miró de reojo a Rorik. Su rostro se mostraba impasible, pero como si hubiera percibido que lo miraba, bajó la vista e Yvaine pudo ver la preocupación en sus ojos. Verdaderamente quería al anciano, pensó, y en un impulso, le tomó la mano.
La boca de Rorik se curvó brevemente. Levantó la mano de Yvaine y depositó un beso en la palma con la que había pegado a Othar.
—Bien, Rorik —dijo Egil, derrumbándose en su silla, tras el ataque sufrido—. ¿Es éste un ejemplo de lo que podemos esperar si te casas con tu pequeña gatita salvaje?
Rorik sonrió. Sin soltar la mano de Yvaine, dio una patada a un banco para colocarlo en ángulo con la silla de su padre y se sentó, atrayéndola a ella para se sentara a su lado.
—Es muy probable.
Egil resopló, pero una expresión medio divertida asomó a su rostro cuando observó a Yvaine.
—Te va a costar lo tuyo domarla —murmuró a su hijo—. No te culpo por desear asumir la tarea, pero no tienes que casarte con ella para ello —una mirada perentoria asomó a sus ojos—. Si quieres una esposa, tienes a la hija mayor de Harald Snorrisson, una robusta mujer que te dará hijos sanos, y su padre probablemente le regalará el trozo de tierra colindante con los nuestros como dote.
—Sé lo que hago —dijo Rorik, encogiéndose de hombros.
Egil lo miró un momento y suspiró. A continuación y con aspecto que parecía agotado, cayó en un largo silencio.
La multitud seguía esperando. Yvaine se preguntó qué dirían si le dijera a Egil que no tenía de qué preocuparse sobre el hecho de que su hijo se casara con una cautiva inglesa, que...
—La sangre de tu madre tira de ti —murmuró el anciano, atrayendo su atención de nuevo.
Desde el banco, Gunhild rezongó burlona. El sonido pareció sacar a Egil de sus ensoñaciones, que se incorporó un poco en la silla y asintió en dirección a Rorik.
—Que así sea. Un hombre no puede escapar al destino que las Norns han tejido para él, y dado que pronto cortarán los hilos del mío, será mejor que te cases hoy —se detuvo y asintió como si estuviera oyendo una pregunta interior—. Sí, que sea ahora, en mi presencia, con Thorolf como testigo.
—Una idea excelente —convino Rorik—. Yo mismo iba a sugerirlo.
—¡Qué! —Yvaine pareció volver a la vida tan súbitamente como Egil—. Yo pensé que... —cuando Rorik se volvió hacia ella, se dio cuenta de que no sabía qué pensaba. No había tenido tiempo de hacerlo, pero en ese momento...
Se daba cuenta, pensó furiosamente mientras alzaba una ceja inquisitiva. Rorik pensaba defender su honor de una forma que le permitía tomar lo que deseaba. Pues no dejaría que ocurriera.
—No dejaré que me casen a la fuerza —siseó en un tono furioso—. No me importa lo que piensen los demás. Podemos seguir fingiendo el compromiso mientras envías...
—Vuelve a mencionar a Eduardo y no respondo de las consecuencias —la interrumpió él con suavidad.
—Pero...
—El deseo de mi padre está claro.
—¡El deseo de tu padre! —la frustración amenazaba con impulsarla del banco hacia arriba—. ¿Te crees que estoy ciega y sorda? Tu padre tiene tan pocos deseos de que te cases conmigo como el resto de tu familia.
—Se acostumbrarán. Igual que tú, gatita.
La forma descuidada en que la llamó por aquel término cariñoso fue demasiado. Yvaine olvidó al público curioso cuando le susurró entre dientes:
—¿Sí? Pues hay algo a lo que tú tendrás que acostumbrarte, macho arrogante y testarudo. Puedes obligarme a casarme, pero sigo siendo inglesa. Sigo considerándome libre. Haré que desees no haberme...
El resto de su diatriba quedó congelada en su garganta cuando Rorik le pasó su enorme mano por la nuca y la alzó contra él. La feroz determinación que había en sus ojos la hizo parpadear en un ataque de alarma femenina.
—Puede que te consideres inglesa, señora —comenzó con un susurro, aunque pareció llegar a todos los rincones del salón—. Es decisión tuya. Pero déjame decirte que, por la mañana, este macho arrogante y testarudo habrá hecho que te sientas casada y bien casada.
Y sin darle tiempo a rechistar, aplastó sus labios contra los de ella. Fue un beso de enfado masculino. Y no le quedó más remedio que aguantar, aunque echara chispas.
Cuando por fin levantó la cabeza, todos excepto Egil y Gunhild estallaron en vítores y carcajadas de júbilo.
El ambiente alegre aún duraba horas más tarde. Al menos entre los esclavos y los sirvientes, pensó Yvaine, mientras observaban cómo retiraban los restos del banquete de bodas. Egil se había retirado nada más terminar la ceremonia, Thorolf había ido a ver a su madre y Gunhild tenía un gesto más agrio que nunca.
Desde su asiento junto a Rorik dirigió una mirada a la mujer que ocupaba la posición central en uno de los bancos laterales. Gunhild había disfrutado mucho al señalar que, a partir de ese día, ella también se sentaría allí, porque las mujeres en Noruega comían separadas de los hombres.
La idea de compartir señorío con aquella rencorosa mujer le causaba lágrimas de ira y frustración. Se obligó a pasar el nudo de la garganta con un trago de cerveza y dejó con un golpe el cuerno en la mesa, que se balanceó precariamente.
—No hay necesidad de estar nerviosa, cariño — murmuró Rorik, cubriéndole la mano con la suya al instante—. No tengo intención de hacerte daño.
Desde que los declararon esposos, Rorik la había tratado con amable paciencia. Probablemente porque pensaría que había conseguido su objetivo, pensó ella con desaliento.
—Tampoco me importaría que así fuera —replicó ella—. No tengo intención de dejar que me hagas nada.
—¿No olvidas algo? —gruñó—. Estamos casados.
—Unas cuantas palabras paganas sobre una copa de cerveza no me convierten en tu esposa.
—Mmm —le soltó la mano y se levantó—. Creo que será mejor continuar con esta conversación en otra parte.
Yvaine se puso en pie de inmediato y se alegró de no haber comido mucho, porque el estómago le daba vueltas.
—No sé cuáles son vuestras costumbres —dijo, tratando de esconder cualquier atisbo de súplica de su voz—. Pero me gustaría estar un rato a solas.
Él se inclinó con extraña formalidad la cabeza.
—Ésa es tu costumbre, señora. Varias mujeres te escoltaran a la cama de matrimonio y te prepararán —hizo un gesto a las mujeres, que parecieron vacilar antes de tocarle la mano ligeramente—. Lamento que una de ellas tenga que ser Gunhild, pequeña, pero excluir a la esposa de mi padre sería un insulto grave.
—Lo entiendo —dijo ella, igualmente formal. Y se negó a mirarlo.
Sintió un escalofrío cuando el gran salón desapareció de la vista y la instaron a entrar en una pequeña cámara que estaba antes del corredor de entrada. Lo primero que notó fue que no había más salida que a través del arco de entrada. La única ventana, similar a las del salón, era demasiado pequeña.
Miró la enorme cama, iluminada por una lámpara de aceite que reposaba sobre un arcón de madera en un rincón. Recordó la visión que la había hecho huir despavorida de Rorik en el barco, y notó como si le clavaran diminutas garras por toda la espina dorsal.
—Sin duda esperabas mi cámara y las llaves del señorío —dijo Gunhild con rencor cuando la puerta se cerró tras ellas. Hizo un gesto a la anciana y arrugada bruja que las había acompañado para que empezara a desnudar a Yvaine. La otra mujer parecía haberse quedado esperando fuera—. Pero Rorik y tú tendréis que esperar.
—No tengo ninguna intención de quitarte nada —dijo Yvaine con toda sinceridad, apartándose cuando unos dedos torcidos como garras echaron mano a sus broches—. Y preferiría desnudarme sola, o que lo haga Anna, si es necesaria toda esta ceremonia.
—Cuánta ignorancia —rezongó Gunhild—. No sería apropiado que una inglesa escoltara a la novia de Rorik a la cama nupcial. Los testigos tienen que ser de confianza, ¿no es así, Ingerd? Se debe demostrar que eres virgen, que ningún hombre que no sea Rorik entre aquí esta noche. Y esperemos que no lo lamente por la mañana.
—Vigiladme sin debéis hacerlo, entonces, pero me desnudaré sola.
—Como quieras —Gunhild se encogió de hombros—. No tengo intención de hacer de sirvienta con su señoría —emitió un despectivo sonido cuando Yvaine empezó a despojarse de sus ropas—. Vaya, mira lo que tenemos aquí, Ingerd. Es lo que siempre he dicho. Las mujeres inglesas son delgaduchas y demasiado delicadas. Esta no parece capaz de engendrar hijos, aunque Rorik se quede el tiempo suficiente para preñarla.
—¿Esperas que se marche? —preguntó Yvaine. Incómoda ante lo indigno de estar desnuda delante de ojos hostiles, pero decidida a no mostrarlo, subió con la cabeza alta a la cama, debajo de la piel de oso que Ingerd le sostenía.
—Por supuesto —dijo Gunhild, dirigiéndole una mirada de mofa antes de abrir la puerta—. ¿Crees que le llevaría ocho años vengar veinte, incluso treinta, hombres? Yo creo que hace tiempo que cumplió aquella tarea. Es que ha desarrollado el gusto por las incursiones, y necesitará más incentivos que tus escasos encantos para mantenerlo en Einervik. Entonces ya veremos quién gobierna aquí.
La puerta se cerró suavemente tras las dos mujeres.
Nada más oír la llave en la cerradura, Yvaine bajó de un salto y tomó su camisa interior de la pila de ropa que Ingerd había dejado sobre el arcón. Se olvidó de Gunhild rápidamente. Tenía muchas otras cosas de las que preocuparse, como la posibilidad de enfurecer a Rorik si se volvía a poner toda la ropa, desafiando las costumbres.
Se miró y vaciló. Tal vez la camisa fuera un compromiso razonable. La prenda le llegaba sólo hasta las rodillas y no estaba hecha de un tejido muy grueso, pero al menos se sentía menos vulnerable. Por lo menos lo tranquilizaría un segundo.
Su estómago era un amasijo de nervios. ¿Qué hacer? ¿Tratar de resistirse? ¿Permanecer pasiva? ¿Ceder a la perentoria necesidad que aumentaba dentro de ella cada vez que la tocaba? Seguir negando que estaba casada era inútil. Rorik se consideraba su esposo. ¿Pero qué había pasado con el tiempo que había prometido darle?
¿Por qué seguía luchando? Sabía que a las mujeres no se les dejaban demasiadas opciones en esas circunstancias. Con Ceawilin incluso había estado dispuesta a llevar a cabo su deber, a pesar de lo asustada que estaba. ¿Qué eran, sin embargo, los estremecimientos que la asaltaban cuando imaginaba a Rorik reclamando sus derechos como esposo?
—¡No seas ridícula! —se dijo a sí misma, levantándose de golpe. ¿No había estado tentada de rendirse, de ceder a su curiosidad y su deseo?
¿Pero qué más iba a ceder?
—Esa no es la cuestión —murmuró—. Lo que importa es cómo me ve. Soy más que una cautiva que debería estar agradecida de que se haya casado conmigo. Soy más que una posesión que puede dirigir el señorío de un hombre y darle hijos. Soy una persona. ¡Soy yo!
Se giró y se puso a andar de un lado para otro con furia.
—Me ha atrapado en otro hogar en el que me desprecian y me odian. No puede dejar mi vida hecha un desastre y esperar que no diga nada. No dejaré que tome mi cuerpo y deje mi corazón hecho trizas. No...
Se detuvo en seco, mirando al vacío. Se quedó inmóvil, casi sin respirar, mientras la realidad golpeaba dentro de su cabeza.
¿Cómo no se había dado cuenta? ¡Por el amor de la Santa Madre! ¿Cómo no se había dado cuenta de que su corazón estaba implicado?
Subió a la cama lentamente, como si cualquier súbito movimiento pudiera desgarrarla por dentro. Lo había sabido desde la noche de la tormenta, durante aquel nítido momento de aceptación en el que se acuclilló bajo el mástil con la imagen de Rorik desafiando al viento, a la lluvia y a los rayos. Lo había sabido todo el tiempo, pero ella se había dicho que era gratitud, dependencia, cualquier cosa. Hasta que le arrancó el escudo de su honor casándose con ella, obligándola a enfrentarse a su verdadero miedo: que amarlo y rendirse sólo al deseo terminaría destruyéndola.
Se dio cuenta en ese momento de que el matrimonio no bastaría, porque sin amor, el deseo terminaría consumiéndose; sin amor, la obligación y el honor se convertirían en unos grilletes que Rorik podría lamentar algún día. A menos que...
¿Lograría ganarse también su corazón?
Estaba resuelto a tenerla, pero cuando la había tocado y estrechado entre sus brazos, ¿acaso no había sentido algo más? No sólo amabilidad, sino ternura, enterrada en lo más hondo, aguardando. Ella ya lo amaba. Así que no tenía otra opción. Si había de capitular con su libertad, su corazón, tenía que luchar por conseguir su amor. Aunque significara luchar también en contra del instinto que la instaba a entregarse.
Y justo cuando la toma de conciencia la golpeó, oyó cómo rascaba la llave en la cerradura. Oyó a Rorik hablar con alguien en el corredor, después entró en la diminuta habitación y cerró la puerta. Sin pensarlo. Yvaine se subió a la cama de un salto, cayó de rodillas y se movió hasta ocupar el centro de la piel de oso que cubría la cama.
Rorik alzó las cejas. Cerró la puerta con llave y la miró de forma considerativa.
—¿No crees que estás llevando demasiado lejos esta demostración de nervios de doncella?
—Supongo que esperabas encontrarme aguardando dócilmente en la cama, pero no tengo intención de quedarme ahí tumbada como un sacrificio en algún altar pagano.
—Nunca me han interesado especialmente los sacrificios —dijo él, mientras empezaba a desabrocharse el cinto.
La mirada de Yvaine voló hacia aquellas manos. Por alguna razón sintió que se le debilitaban las piernas. Se recostó entonces sobre los talones, observando con una especie de alarmada fascinación cómo tiraba el cinto y la daga sobre la cama. A continuación se sacó por la cabeza la túnica y la camisa interior y las lanzó a un rincón.
—Sin embargo —continuó—, estarás más abrigada debajo de la piel.
—No, gracias —chilló ella, los ojos fijos en el torso de Rorik.
¡Por todos los santos! Qué grande era. A pesar de los nervios, sus dedos se flexionaron como si desearan cerrarse sobre aquellos amplios hombros y tocar aquellos músculos que se tensaban bajo la piel suavemente bronceada. Tenía el torso cubierto de una mata de vello dorado que descendía hacia abajo. Siguió la dirección, y se sonrojó violentamente. Aún llevaba puestos los pantalones, una prenda tan ceñida que dejaba poco a la imaginación. Era decididamente grande y estaba muy excitado.
Tragando con dificultad el nudo que se le había hecho en la garganta, subió la vista y trató de recordar su plan. Sólo que no tenía ninguno.
—Si estás tan nerviosa conmigo —dijo él, con una apenada sonrisa en los labios—, ¿cómo estabas con Selsey antes de saber la verdad sobre él?
—¿Quién?
Rorik soltó una carcajada. Avanzó un paso, y se apoyó contra uno de los postes tallados de la cama.
—Me sorprendes, gatita. ¿Es ésta la mujer que trató de escapar cuando apenas podía sostenerse en pie? ¿que prefería arriesgarse a ser capturada y violada por los daneses en vez de permanecer bajo mi protección?
—Buena protección —consiguió decir ella—. Para empezar, tú me raptaste.
—Cierto —guardó silencio un momento, los ojos entornados como si estuviera recordando—. Pero ya ha terminado. ¿Podemos dejar eso atrás, Yvaine, y empezar a partir de aquí? Tampoco puede decirse que te arrancara de un feliz hogar y un esposo cariñoso.
—No es excusa.
—No, no lo es. Pero dime, si no hubiera matado a Selsey, y te hubiera dejado allí, ¿qué habrías hecho? Dijiste que nunca antes te había maltratado. ¿Por qué querías abandonarlo?
Ella lo miró con recelo, preguntándose por qué le hacía aquella pregunta. Le resultaba difícil concentrarse. Su mera presencia, abrumadoramente masculina, hacía que se estremecieran todas sus terminaciones nerviosas. Por primera vez, tendría que obligarse a mostrarse desafiante. La extraña nota de seriedad en su voz la confundía, ¿pero no era eso lo que quería? ¿Hablar para ganar más tiempo?
—Ceawilin no me pegaba —contestó finalmente— . Pero fue un milagro que pudiera soportar los inviernos. No me daba más que una delgada tela para mis vestidos. No permitía que se encendiera fuego en la alcoba privada, pero allí era el único sitio en que tenía intimidad porque él no quería tenerme cerca. La comida que me daban no era mejor que la que daban a los cerdos. De hecho, caí enferma varias veces el año pasado hasta que dejé de comer cualquier cosa que no hubiera sido cocinada en la perola común. ¿Te parecen razones suficientes?
—Fuiste desgraciada en tu matrimonio, lo admito, pero no todos los hombres somos iguales.
—¿No? —replicó ella—. ¿Cuando los hombres no ven a las mujeres más que como objetos, moviéndolas de aquí para allá según sus deseos y ambiciones? Mis primas, yo... —se le hizo difícil hablar al recordar su penosa infancia— ... mi madre.
—¿Tu madre? —Rorik entornó los ojos.
—La mató un vecino sin más motivo que el hecho de que tenía una disputa con mi padre y aprovechó la oportunidad de golpearla cuando se encontró un día con mi madre en el bosque. Para él no era más que una... cosa que podía robarle a su enemigo. Tampoco puede decirse que mi padre llorara mucho la pena —añadió con amargura—. Ni siquiera se molestó en vengarla. En su ambición por tener un hijo, estaba demasiado ocupado buscando una nueva esposa.
—Pero tú sí lloraste —su mirada se aguzó—. ¿Tienes padre? Cuando mencionaste lo del rescate, sólo hablaste de Eduardo.
—Mi padre murió de fiebres antes de poder volver a casarse. Y a mí me llevaron al castillo del rey.
—Para casarte, a su vez, por cuestiones de intereses políticos. ¿Y te habrías quedado en Inglaterra como una viuda? De haber escapado y conseguido la anulación, que es lo que supongo que pretendías, ¿qué habría hecho tu primo contigo?
—Probablemente me habría vuelto a ca...
Yvaine se detuvo, al darse cuenta de las intenciones de Rorik.
—Puede que me hubiera dado la oportunidad de elegir mi futuro —corrigió. Y si creía algo así, creía que todos los monjes de la tierra abandonarían los votos para abandonarse al libertinaje. Claro que habría vuelto a casarla. Y por la mirada de Rorik, sabía exactamente lo que estaba pensando—. Lo que habría hecho Eduardo ya no importa —continuó—. Lo que estamos discutiendo ahora son tus actos. Viste algo que te gustó, deseaste tenerlo y te lo llevaste. Y ahora...
—Y ahora te he protegido y te he dado una posición digna en Einervik. ¿No era a eso a lo que te referías en el barco?
—¡No! Creía que me llevarías a vivir a otra parte. No creí que fueras a casarte conmigo.
Rorik enarcó las cejas.
—¿Habrías preferido ser mi amante?
—Sí... ¡no! —Yvaine no sabía cómo explicarlo sin mostrarse vulnerable—. ¿Es que no lo ves? Lo que me enerva es el hecho de que no me hayas dado opción. ¿Cómo te sentirías si no tuvieras el control de tu propia vida?
—Supongo que tan furioso y frustrado como tú —dijo él, frunciendo el ceño—. Pero, cariño, estamos donde empezamos. Ya está hecho. Entiendo lo que debes de estar sintiendo, pero...
—Entonces dame tiempo —lo interrumpió, apoyándose en las rodillas de nuevo cuando sintió que la esperanza revivía dentro de ella—. Tiempo para conocerte mejor. Tiempo para adaptarme.
«Tiempo para que te enamores de mí», pensó.
—Yvaine...
—Me lo prometiste.
—No te hice un juramento —murmuró—. Y menos mal, porque cualquier tiempo que tuviera intención de darte expiró en el momento en que nos casamos.
—¡Expiró! —Yvaine lo fulminó con la mirada—. ¿Que expiró?
Montó en cólera, una ira como no había conocido jamás. Así que sabía cómo se sentía. Era muy observador. ¿Furiosa, había dicho? No había visto ni la mitad.
—En lo que a mí respecta, ese período no ha comenzado —gritó—. Es más...
Sin dejar que le diera más explicaciones, Rorik se incorporó, plantó las manos en los tableros cruzados a los pies de la cama y se inclinó hacia delante. Su expresión era severa, y profundamente decidida.
—Yvaine, estamos casados. Acéptalo. Y mientras, piensa en esto. Si mañana por la mañana no se encuentra la prueba de tu virginidad en esta cama, tu posición en este señorío se hará insoportable en cuanto me dé la vuelta. No puedo estar aquí, cada minuto del día...
—¿Rencor femenino? ¿Por qué habría de preocuparme? Tengo cinco años de experiencia en ignorarlo.
—Sé que estás molesta, enfadada. Pero si nos guiamos por tu reacción a mi último beso, sabes condenadamente bien que compartir esta cama conmigo no es el peor destino del mundo —hizo una pausa durante la cual la implacable expresión de sus ojos fue reemplazada por un brillo travieso—. De hecho, será un placer hacer que disfrutes de nuestra noche de bodas tanto como tengo intención de hacer yo.
No lo pensó. No lo tenía planeado. La ira la empujó a tomar la daga que tenía a unos centímetros y se puso de pie, tambaleándose un poco cuando el mullido colchón cedió bajo su peso.
—Puede que quieras cambiar de idea —dijo ella, sacando la daga de su funda y dibujando un imprudente arco con ella en el aire.
Cualquier traza de travesura desapareció de los ojos de Rorik, que se incorporó, los ojos entornados fijos en todo momento en los de ella.
—¿Qué demonios crees que vas a hacer con esa daga? —preguntó con un suave tono de amenaza.
Yvaine no contestó. Estaba demasiado concentrada en no perder el equilibrio.
—Deja ese cuchillo. Yvaine —Rorik mantuvo el suave tono de voz, pero un paso a un lado lo acercó a una esquina de la cama.
Yvaine retrocedió un paso también, consciente que si Rorik se moviera de nuevo, el poste de la cama ya no le estorbaría.
—Cuando me prometas un poco de tiempo —contestó ella.
—¿Y si no lo hago? —avanzó un paso hacia el lateral de la cama—. ¿Me rebanarás con esa daga?
—No —Yvaine vaciló un momento ante la nueva idea que había cobrado vida en su cabeza—. Voy a... ¡Atrás!—agitó el cuchillo frenéticamente y casi perdió el equilibrio cuando vio cómo se flexionaban los músculos de sus hombros.
—¡Jesús! —explotó—. Deja ya esa maldita cosa antes de que te hagas daño.
—¿Qué? —Yvaine parpadeó sin poder creerlo—. ¿Qué acabas de decir?
Y en ese momento Rorik se movió.
Demasiado tarde, Yvaine se echó hacia atrás para evitar que le agarrara la mano, veloz como un rayo. Se le engancharon los talones con la piel de oso. Se tambaleó y la daga cayó de punta en el mismo momento en que sacaba los pies de debajo de su cuerpo. Notó la fría hoja clavarse en su rodilla. Y dando un chillido, se hundió de espaldas en el colchón de plumas.