XXXVIII

Hasta hacía poco, la Bella Otero se daba con frecuencia, cuando hacía buen tiempo, un paseo por los barrios de la Niza antigua, es decir, la zona de la ciudad situada a la orilla izquierda del río Paillon. Pero ahora apenas sale de casa más que para hacer las compras necesarias. Las piernas empiezan a negarse a caminar. Piden a voces un descanso más continuado.

Niza es casi una ciudad sin historia. Apenas tiene algún que otro monumento histórico. Es una ciudad para gente cosmopolita, despreocupada, que busca una vida amable y alegre, sin complicaciones de ningún género. Sol y clima benignos es lo que buscan los turistas que van a la Costa Azul. Y las dos cosas se las ofrece Niza con prodigalidad.

A veces, en sus paseos, que siempre hacía en solitario, para vivir unas horas hacia adentro, la Bella Otero se había detenido a contemplar el castillo de Calinat, uno de los escasos monumentos de Niza. Le encantaba a Carolina Otero quedarse mirando la solitaria torre del castillo. Le hubiese gustado vivir allí, terminar en aquella torre sus últimos años.

Desde la torre debía de divisarse una bella panorámica. Más de una vez se le había ocurrido subir a la torre. Pero nunca se había decidido.

¡Cuántas cosas se le ocurrían ahora a la Bella Otero! Ahora precisamente que ya no le era posible realizar ningún proyecto.

Era triste. Cuando hubiese podido, todo el tiempo lo dedicó»t juego.

En el fondo, seguía manteniéndose —excepto del juego d»

las mismas ilusiones, pero los fantasmas de estas ilusiones estaban ahora nimbados por la poesía de la nostalgia. La ayudaban a vivir, a pesar de que eran ilusiones con la imagen rota o difuminada. Eran ilusiones de ilusiones. Ninguna proyección tenían en su futuro. El futuro... ¡Ah, no quería pensar en el futuro!

A veces, hacía ya de esto bastantes años, le habían propuesto que reapareciese en los escenarios. Pero jamás había caído en la tentación de volver a someterse al juicio del público. Le temía —como dijo de manera explícita en sus «Memorias», en los contados capítulos en que no se refiere exclusivamente a su historia galante— a las comparaciones con las nuevas vedettes surgidas mientras ella se había retirado.

¿Qué iba a hacer ella en las tablas habiendo perdido la agilidad de la juventud?

—Teatro —le habían contestado más de una vez quienes intentaban que desistiese de mantenerse apartada de los escenarios.

Teatro, sí, pudiera haber hecho teatro. Pero el teatro exigía una gran fuerza de voluntad o una gran vocación —en realidad, ambas cosas van indisolublemente unidas en el artista— y ella no se sentía con fuerzas para luchar.

Era verdad que, cuando hubiese podido dedicarse al teatro, la Bella Otero era ya una mujer madura, que había triunfado clamorosamente como bailarina y, lo que todavía era más grave en una mujer de su carácter, había ganado millones.

Ahora, a dos pasos de la muerte, al hacer el balance de su vida profesional, Carolina Otero se decía que tal vez hubiese podido llegar más lejos artísticamente. Pero ni siquiera en aquellos momentos estaba muy segura de ello.

La Bella Otero se estaba muriendo. Ella lo sabía perfectamente. No se encontraba enferma. Todavía físicamente podía ir tirando. Pero algo sutil y profundo se está rompiendo en su, interior.

Eran los hilos espirituales que atan la carne y el alma al deseo de vivir.

Carolina Otero empezaba a sentirse cansada de tantos años de soportar la vida sobre sus espaldas.