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French Kiss, Pinocchio, Soï Cow-Boy… Los nombres de los clubes, escritos con letras luminosas, danzaban en los charcos de lluvia. Cada fachada exhibía una originalidad, un pequeño hallazgo. Una brillaba bajo una herradura. Otra dibujaba un anillo de Saturno. Otra representaba la entrada de un submarino. Pero en la puerta siempre había mujeres.

Jóvenes sobre todo, vestidas con prendas más o menos relacionadas con el tema de la casa madre. Chaquetas con flecos, uniformes con aberturas o, simplemente, cintas y trozos de tela inflamando el cuerpo. Todas bailaban al ritmo de una música techno ensordecedora. A veces se agrupaban para contonearse de espaldas a la calle, con las piernas abiertas y las nalgas hacia fuera, evitando una lluvia de cubitos lanzados desde el bar. Otras veces iban a buscar al cliente y le metían una mano entre los muslos. Algunas caminaban balanceando con las dos manos sus pechos desnudos, en cuyos pezones llevaban un corazón fluorescente.

Marc caminaba con el equipaje en la mano, consciente de que tenía un aspecto horrible. Había conducido toda la tarde. Pese a la lluvia, pese a que a las seis se había hecho de noche, había mantenido su velocidad media. A las diez, mientras circulaba por una carretera mal iluminada, había ido a parar a una verdadera explosión solar: Patang, el barrio más tórrido de Phuket. No había podido resistirse a la tentación. Había estacionado el Suzuki en un aparcamiento vigilado y se había sumergido en el frenesí. En busca de un hotel. Y de nuevas sensaciones.

Oscuramente, intuía que Reverdi había merodeado por esos lugares.

Olores a comida lo asaltaban. Ajo, cebolla, pimiento, cilantro… Los deseos, los apetitos se mezclaban en su organismo. Las propias chicas, doradas y finas, le recordaban pequeñas golosinas caramelizadas. Pese a las bolsas que acarreaba, pese al cansancio, su erección iba en aumento: las jóvenes tailandesas poseían verdadera fuerza magnética. No a causa de sus vestidos sugerentes o sus maneras provocativas, sino, por el contrario, porque hicieran lo que hiciesen siempre conservaban un toque de inocencia, una parcela de pureza susceptible de ser degradada. Gatitas o campesinas hoscas cuyos pómulos salientes sustituían el maquillaje y los atavíos incitantes. Era precisamente ese vestigio de cosechadoras de arroz lo que resultaba excitante.

Observaba también a los occidentales. Los jóvenes, en grupos, con una lata de cerveza en la mano, disimulaban su incomodidad tras unas risas burlonas; los viejos, solitarios, nadaban allí como tiburones en aguas apacibles; los trotamundos, agotados, posaban sobre aquel hervidero una mirada hastiada. Pero en el fondo de todos esos ojos siempre había el mismo deseo desnudo. El mismo apetito, crudo y vil, pillado por sorpresa.

A Marc le interesaba especialmente otra categoría: las mujeres extranjeras. Esposas atónitas, cohibidas, del brazo de su marido; chicas con mochila en busca de un alojamiento barato, que trataban de manifestar su cólera contra ese «mercado de esclavas» mediante una expresión indignada. Todas parecían perdidas. Acorraladas entre el deseo de los machos, que nunca había sido tan claro pero que no les estaba destinado, y el odio de las putas tailandesas, que las detestaban por regodearse contemplando el espectáculo igual que los hombres.

Marc pensó en Linda Kreutz, en Pernille Mosensen. En las dos presuntas víctimas de Reverdi en Tailandia. Su convicción se reafirmó: el predador había cazado aquí. Este barrio era otro bosque, mucho más demencial, más inextricable que el de las Cameron Highlands o Angkor.

Marc imaginaba al asesino tranquilizando a sus jóvenes compañeras, llevándolas lejos de ese infierno, explicándoles en un tono resignado que «Asia funciona así». Y seduciéndolas con su voz grave, apaciguadora, hipnotizándolas… Apretó el paso en busca de un hotel.

En la habitación, evitó tumbarse para no quedarse dormido enseguida y se obligó a escribir a Reverdi. Élisabeth tenía la palabra. Contó el periplo en Koh Surin, describió sus descubrimientos. Todo de un tirón, sin vacilar ni un instante. Marc tuvo fuerzas justo para conectar el módem a la toma telefónica y enviar el mensaje. Todavía no se había acostado y ya dormía.

Cuando su cuchillo chocó de nuevo con un hueso, abrió los ojos. Vio su habitación atravesada por flashes de luz rosa y azul. La música hacía temblar las paredes y el suelo. Bajó los ojos: su mano continuaba crispada sobre un arma imaginaria. Las dos de la madrugada. Solo había dormido tres horas. Y, por supuesto, había soñado con asesinatos. Heridas costrosas y azucaradas. Carnes violentadas por estiletes cromados. El crimen no lo abandonaba. ¿No era eso lo que esperaba?

Fue tambaleándose al cuarto de baño y se metió bajo la ducha. El agua se mantenía templada en las ardientes tuberías. Se observó en el espejo del lavabo. Bronceado, más delgado, de aspecto tosco, como un viajero que hubiera permanecido demasiado tiempo al sol y quemado todas sus señas de identidad. ¿Quién era en la actualidad? Recurrió a su fórmula habitual: cincuenta por ciento Élisabeth, cincuenta por ciento Reverdi, cien por cien impostor.

Su sueño, al igual que la alucinación sufrida en la cabaña, había sido de otro tipo. Poblado de sensaciones físicas reales. Ya no imaginaba los crímenes, los vivía. ¿Qué estaba pasando? No tenía una explicación, pero decidió aprovechar la proximidad del sueño, que aún hormigueaba en su cuerpo, para redactar una parte de la novela. Anotar las sensaciones precisas, patológicas, del asesino.

Escritura automática.

Sus manos revoloteaban sobre el teclado, sin pasar ni por la reflexión ni por la conciencia. Alguien que no era él describía su deseo de matar, su placer al ver la sangre fluir, el goce que le producía hacer sufrir. En un rincón de su cabeza, Marc lo dejaba libre. Mantenía las distancias frente a ese ser imaginario que ahora se expresaba en su lugar. ¿Acaso no estaba desarrollando en ese momento su faceta de novelista? ¿Acaso su papel no era prestar su cerebro a su personaje mientras estuviera escribiendo?

De pronto se dio cuenta de algo que lo dejó helado: estaba teniendo una erección mientras describía la escena de un asesinato. Aterrado, miró hacia la ventana: estaba amaneciendo.

Se vistió, cogió la llave y salió. Se abrochó la camisa mientras bajaba la escalera. Tenía que atajar el mal, aplacar su cuerpo de una u otra forma.

La línea negra
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