CAPÍTULO VIII

LA MÁSCARA

1990-1993

Mandela estaba de nuevo en la cárcel al mes de haber salido. Esta vez, por propia voluntad, visitó el lugar al que en 1964 había temido ir a parar, el Corredor de la Muerte en Pretoria. Fue a ver a los 14 de Upington y a otros presos que estaban encarcelados, en su opinión, por motivos políticos. Justice Bekebeke se lo perdió. Por una serie de circunstancias desafortunadas, relacionadas con una inoportuna visita familiar, no pudo ver a Mandela. «No quería morir en el Corredor de la Muerte, pero quería suicidarme», decía después Justice medio en broma. Mandela aseguró a los de Upington que, con su salida de la cárcel, las cosas habían cambiado definitivamente en Sudáfrica. No sólo iba a convencer al gobierno para que aceptase una moratoria sobre las ejecuciones, sino que iba a hacer todo lo posible para conseguir su libertad. Ellos le creyeron. Para los fieles negros, Mandela podía hacer milagros. «Aunque no estuve con él, compartí el entusiasmo de los demás —me dijo Justice—. Supimos ahora con certeza que íbamos a salir».

Sudáfrica había emprendido un rumbo nuevo y, aunque De Klerk era formalmente quien gobernaba, era Mandela quien controlaba la situación. Comenzaron las negociaciones entre el CNA y el gobierno. El proceso que había iniciado en secreto Mandela en la cárcel siguió adelante, ahora de manera abierta. La derecha gruñó, pero el CNA y el gobierno empezaron a conocerse bien, cada uno descubrió, para su sorpresa, que el otro —como dijo un dirigente del CNA— no tenía cuernos, y entre los dos empezaron a crear la confianza mutua de la que depende siempre el avance en unas negociaciones. «El proceso», como lo llamaron los entendidos, comenzó formalmente en mayo de 1990 y progresó todo lo razonablemente bien que podía esperar Mandela. Una de las principales concesiones que Mandela obtuvo enseguida fue la que había prometido a los 14 de Upington, el cese de todas las ejecuciones legales. Los presos políticos empezaron a salir poco a poco como parte del toma y daca de las conversaciones. Pero el grupo de Upington, ninguno de cuyos miembros pertenecía oficialmente al CNA, no entraba en esos cálculos. La ley seguiría su curso y tendrían que esperar a las apelaciones para quedar libres.

Las delegaciones del gobierno, el CNA y otros grupos más pequeños se reunían de lunes a viernes en habitaciones llenas de humo, como abogados en litigio, en un edificio de congresos cercano al aeropuerto de Johanesburgo y denominado, con una grandiosidad exagerada, World Trade Centre. Al cabo de un tiempo, algunos de los delegados se llevaban tan bien que empezaron a preguntarse si no estaban adelantándose demasiado a sus bases; si podían surgir problemas, sobre todo para el gobierno, cuando llegara la hora de pedir a la gente que aprobaran los acuerdos a los que habían llegado. El negociador jefe del CNA, un antiguo líder sindicalista llamado Cyril Ramaphosa, y el negociador jefe del gobierno, el ministro de Defensa Roelf Meyer, se hicieron tan amigos que, muchas veces, discutían los temas los fines de semana, mientras se iban de pesca. Mandela y De Klerk nunca llegaron a llevarse tan bien pero, aunque tenían momentos de tensión, mantenían un contacto permanente y a veces se reunían hasta altas horas de la noche. Ya no había ninguna necesidad de pedir una cita: el antiguo preso podía conseguir que el presidente se pusiera al teléfono en cualquier momento.

En este clima de rápida transformación, en mayo de 1991, el tribunal superior de apelaciones de Sudáfrica revocó 21 de las 25 condenas por asesinato originales en el caso de Upington y desestimó las 14 sentencias de muerte. Bekebeke fue uno de los cuatro cuyas condenas fueron confirmadas. Iba a salir del Corredor de la Muerte, pero el tribunal había dictado que tenía que cumplir una condena de diez años. Aceptó la noticia de buen talante y abrazó al anciano Gideon Madlongolwana, que, con su mujer Evelina, había quedado en libertad. Al cabo de ocho meses, después de haber pasado un total de seis años, un mes y quince días en prisión, también Bekebeke salió a la calle. El 6 de enero de 1992 se reunió con su familia y sus amigos y con su novia, Selina, en Upington. Fue un momento feliz, pero Bekebeke se sentía impaciente. Tenía mucho tiempo que recuperar y una promesa que cumplir. Se la había hecho a sí mismo y a sus compañeros de cárcel el día del asesinato de Anton Lubowski.

Hasta entonces, había tenido muy clara la ambición de su vida. Quería ser médico. «Pero ese día cambiaron mis planes. A partir de ese día, sólo quise ser una cosa: abogado. Iba a empuñar su lanza. Iba a seguir sus pasos. Iba a llenar el vacío que él había dejado. Iba a convertirme en otro Anton».

Era una cosa sorprendente en la boca de un joven militante negro como Bekebeke, pero la cárcel le había suavizado como había suavizado a Mandela. Dos semanas después de salir, había llevado a la práctica su retórica grandilocuente. Se disponía a empezar, a los treinta y un años, sus estudios universitarios en Ciudad del Cabo, el lugar en el que había tenido su ilusa inspiración infantil de visitar a Mandela y los demás «líderes» en su cárcel de la isla. Bekebeke fue un alumno brillante en la Universidad de Western Cape. Consiguió las mejores notas en sus exámenes y obtuvo una beca. Era, en sus propias palabras, un estudiante poseso. «Siempre me guió el espíritu de Anton; sabía que, por muy duro que fuese, nunca iba a amilanarme, nunca iba a fallarle. Había dicho a mis camaradas del Corredor de la Muerte que iba a hacer aquello. Había hecho una promesa, y la cumplí».

Mandela iba camino de cumplir su propia promesa de llevar la libertad a Sudáfrica, pero aún le aguardaban tormentas, fenómenos de carácter político que no había previsto y que, al principio, escaparon a su control. Mientras las negociaciones en el World Trade Centre avanzaban a paso tranquilo, la derecha había emprendido ya su batalla para echarlas por tierra. Era una batalla que adoptó diversas formas, y una de ellas, la más sangrienta, tenía rostro negro. Porque en Sudáfrica no había sólo una derecha blanca, sino también —mucho más difícil de entender desde fuera— una derecha negra. Y sus intereses coincidían.

El movimiento zulú de derechas Inkatha y sobre todo su líder, Mangosuthu Buthelezi (del que un embajador extranjero dijo que estaba «loco como un zorro»), tenían tanto miedo como la derecha blanca de que, si el CNA llegaba al poder, quisiera ejercer una venganza temible contra ellos. Buthelezi había aceptado el apartheid, y sólo había fingido que no en alguna ocasión, cuando le había parecido necesario. Su retórica, muchas veces, imitaba la del CNA, llena de ataques contra el racismo del gobierno y esas cosas, pero la verdad era que se había apuntado al sistema. El plan del «gran apartheid» de Hendrick Verwoerd había sido dividir Sudáfrica en una serie de patrias tribales que deberían ser reconocidas internacionalmente como Estados soberanos. Verwoerd, el doctor Strangelove del apartheid («nunca me asalta la duda de que quizá esté equivocado», declaró en una ocasión), preveía que cada uno de los nueve grupos tribales de Sudáfrica tuviera su propio mini-estado, mientras la tribu blanca se quedaba con la parte del león, la zona rica en minerales y agricultura, incluidas las grandes ciudades. Buthelezi secundó el plan y aceptó un pequeño feudo financiado totalmente por Pretoria y llamado KwaZulu. En él llevaba una gran vida como «ministro principal», con un gabinete de ministros y una fuerza de policía encabezada por un general de brigada afrikaner (en ese terreno mandaba Pretoria) que había sido jefe en la Policía de Seguridad de la Sudáfrica blanca.

El mini-Estado de Buthelezi habría podido resultar cómico si no hubiera sido un instrumento de la contrainsurgencia de Botha. Guiado por el general residente enviado por Pretoria, Buthelezi envió a sus fuerzas impi («batallón», en zulú) contra la mitad de la población zulú y partidaria del CNA, en unos combates entre los dos bandos que produjeron miles de muertes. El CNA y sus seguidores llegaron a odiar a Buthelezi tanto como a Botha, si no más. Buthelezi temía que, si Mandela llegaba alguna vez al poder, él perdería los privilegios políticos y económicos derivados de su complicidad con el Estado del apartheid. Asimismo temía una venganza sangrienta, igual que la derecha blanca, por lo que ninguno de los dos veían ninguna ventaja en un proceso de negociación cuyo fin era el gobierno de la mayoría.

A los seis meses de la liberación de Mandela, los guerreros de Inkatha habían extendido su guerra más allá del territorio zulú, a los distritos segregados de los alrededores de Johanesburgo, con ataques contra la comunidad en general, porque sabían que, en su gran mayoría, apoyaba al CNA. Cada mes morían centenares de personas, a tiros, atravesadas por lanzas y cuchillos o quemadas. En sus ataques, que se prolongaron durante los tres primeros años posteriores a la salida de Mandela, los matones de Buthelezi contaban con la ayuda descarada de la policía uniformada, cuyos coches blindados escoltaban a los impis de Inkatha en sus pogromos. Otros elementos de la Policía de Seguridad y los servicios de inteligencia militares proporcionaban armas a los terroristas de Inkatha de forma clandestina. El objetivo estaba muy claro: provocar al CNA para que entrase en una serie de miniguerras en los distritos y, de esa forma, hacer que el nuevo orden previsto fuera ingobernable.

A pesar de toda su serenidad y todo su encanto, Mandela tuvo momentos de enorme indignación, en la mayoría de los casos causada por las matanzas y por De Klerk, a quien lamentaba haber llamado «un hombre de integridad» y al que acusaba de complicidad pasiva con la violencia. Tokyo Sexwale, el antiguo preso de Robben Island y ahora miembro del máximo organismo del CNA, el Comité Ejecutivo Nacional (CEN), decía que hubo un momento el que Mandela quiso romper las relaciones con el gobierno. «Así que nos quejamos. “Si hacemos eso, ¿entonces qué? ¿Volvemos a la lucha armada?” Mandela estaba muy enfadado, pero teníamos que vencerle, y lo conseguimos. Pero le afectó mucho por la cantidad de sangre que estaba derramándose en todo el país». Mandela se desahogó criticando a De Klerk. «Si fueran blancos los que mueren —proclamó—, sé que él estaría tomándose mucho más interés en la cuestión».

Buthelezi, que era consciente de que la impunidad que le garantizaba el Estado del apartheid no incluía el derecho a matar gente blanca, se vio cada vez más próximo al derechista Partido Conservador y sus variopintas tropas de asalto, que jaleaban a los impis de Inkatha, celebraban sus matanzas y aguardaban con ansiedad el día en el que pudieran forjar una alianza zulú-bóer contra el CNA. Mientras tanto, Mandela recibía cada vez más informaciones de sus servicios de inteligencia y de gobiernos extranjeros amigos que hablaban de movilización de la derecha.

A principios de 1992 no había señales de que disminuyeran las matanzas en los distritos segregados y todo indicaba que la extrema derecha iba a jugar sus bazas más violentas. El peligro acechaba, y Mandela tenía que disiparlo. Necesitaba calmar los temores de los blancos, darles algún incentivo para aceptar el nuevo orden que se avecinaba. En una reunión del comité ejecutivo de su partido surgió la idea de convertir el palo político que había constituido el deporte en una zanahoria: ofrecerse a relajar o incluso a abandonar por completo el boicot al rugby. Arnold Stofile, el hombre encarcelado en 1985 por su papel en la interrupción de la gira de los All Blacks, participó activamente en el debate. «No es una zanahoria corriente la que estaríamos ofreciendo a la Sudáfrica blanca —dijo el efervescente Stofile a sus colegas, muchos de los cuales no comprendían la importancia del rugby para el afrikaner—. Esto no es política. Esto no es ideología. Es algo mucho más poderoso y primitivo, mucho más personal. Ofrecernos a reinstaurar los partidos internacionales de rugby es decir a los blancos: “Si cooperáis con nosotros, podréis ir a Europa, Estados Unidos y Australia a visitar a vuestros amigos y que, cuando os comprueben los pasaportes en el aeropuerto, no os miren como parias.” Y verán que además es bueno para los negocios y, sobre todo, que supondría volver a caer bien a la gente. Eso es lo importante. Eso significará muchísimo para ellos. Podrán exclamar: “¡Nos quieren! ¡Nos quieren!” En resumen, camaradas, los blancos sudafricanos podrán volver a sentirse seres humanos, ciudadanos del mundo».

Un miembro del comité ejecutivo que entendía a la perfección lo que quería decir Stofile era Steve Tshwete, un antiguo preso de Robben Island que había sido jugador de rugby. Tshwete había defendido la opción de utilizar el deporte como instrumento de cambio positivo desde la puesta en libertad de Mandela. Arrie Rossouw, el periodista político del diario en afrikaans Beeld, contaba que, a principios de 1990, voló a Zambia, la base del CNA en el exilio, y tuvo largas charlas hasta altas horas de la noche con Tshwete, que ya por entonces era el más deportista de la organización. «Tshwete entendió desde el principio que el restablecimiento de los partidos internacionales de rugby haría que los afrikaners revisaran sus prejuicios sobre el CNA —explicaba Rossouw—. Era apasionado partidario de utilizar el rugby como instrumento de reconciliación».

Stofile y él defendieron su argumento ante el comité. Las opiniones estaban divididas entre los pragmáticos, que creían que había llegado la hora de tender una inmerecida mano amistosa, y los que consideraban que la idea de recompensar la perfidia de los bóers era indignante. Fueron los pragmáticos los que lograron convencer a Mandela. La idea de utilizar el rugby como incentivo para que los afrikaners se subieran al tren de la democracia coincidía plenamente con la estrategia que había ensayado en la cárcel, especialmente con el comandante Van Sittert en el encuentro del «calientaplatos», y que había desplegado desde entonces con tan valiosos efectos políticos. Los blancos tenían mucho pan, pero se les había negado el circo. El CNA iba a devolvérselo; iba a permitir que los Springboks volvieran a actuar en el escenario mundial.

En agosto de 1992, Sudáfrica jugó su primer partido internacional serio en once años contra Nueva Zelanda, en el estadio Ellis Park de Johanesburgo. Las autoridades de rugby y el CNA llegaron a un acuerdo previo. Les permitimos el partido, dijo el CNA, mientras ustedes impidan que se utilice el encuentro «para promover los símbolos del apartheid». Sin embargo, había un problema intrínseco: la camiseta verde de los Springboks, que seguía siendo un poderoso símbolo del apartheid para los negros y, en la mente de los blancos, estaba inevitablemente asociada a los otros dos símbolos a los que se refería el CNA al fijar sus condiciones: la vieja bandera sudafricana, que seguía siendo la bandera oficial, y el viejo himno nacional, Die Stem, que seguía siendo el himno nacional. Pedir a los aficionados al rugby que separasen un símbolo de los otros, dado el inevitable estado de ebriedad en el que se encontraban muchos ya al entrar en el estadio y dada su falta de sensibilidad política, parecía pedir demasiado y demasiado pronto.

Efectivamente. Las banderas del apartheid ondeaban en todo el estadio y Louis Luyt, el grandullón y descarado presidente de la Unión Sudafricana de Rugby, desobedeció las normas de manera escandalosa cuando ordenó que se interpretase el himno blanco. La muchedumbre entonó el canto como un grito de guerra y convirtió lo que el CNA había esperado que fuese un ritual de reconciliación en una ceremonia de desafío. Rapport, el periódico en afrikaans más anclado en el pasado, hacía un derroche de sentimentalismo al describir «las suaves lágrimas de orgullo» que habían derramado los volk en Ellis Park, y luego pasaba al relato heroico, en el que aplaudía su espíritu inflexible. «Éste es mi canto, ésta es mi bandera —se extasiaba Rapport—. Aquí estoy y aquí entonaré hoy mi canto».

Los afrikaners progresistas como Arrie Rossouw, el negociador principal del gobierno, Roelf Meyer, y Braam Viljoen, el hermano del general, agacharon la cabeza desesperados. Los dirigentes del CNA se apresuraron a expresar su indignación. Arnold Stofile se sintió traicionado. «Nunca fuimos dogmáticos en la cuestión del aislamiento —explicaba—. Convertimos el palo en una zanahoria dulce y jugosa. Pero no todo el mundo se la comió. Así que, cuando los aficionados nos decepcionaron de aquella forma, cantando el himno del apartheid y todo lo demás, nuestra gente se enfadó verdaderamente».

Sin embargo, después de que pasara la tormenta de Ellis Park, Mandela defendió enérgicamente en las reuniones del CEN las ventajas de seguir utilizando el rugby como instrumento de persuasión política. Era una postura difícil de defender ante un grupo de gente decidida y harta de sufrir indignidades a manos de los blancos. Pero lo hizo. «Hasta ahora, el rugby ha sido la aplicación del apartheid en el deporte —dijo a sus colegas del CNA—. Pero ahora las cosas están cambiando. Debemos utilizar el deporte para ayudar a la construcción nacional y promover todas las ideas que creemos que contribuirán a la paz y la estabilidad en el país».

La respuesta inicial fue «muy negativa», recordaba Mandela. «Yo entendía la ira y la hostilidad de los negros, porque habían crecido en una atmósfera en la que el deporte era un brazo del apartheid, en la que apoyábamos a los equipos extranjeros cuando jugaban contra Sudáfrica. Ahora, de pronto, yo había salido de la cárcel para decirles que debíamos apoyar a esa gente. Comprendía muy bien su reacción y sabía que me iba a costar mucho». La dirección del CNA discutió el asunto en varias reuniones. El argumento más poderoso de Mandela era que el rugby equivalía, en palabras suyas, a varios batallones. «Mi idea era asegurarnos el apoyo de los afrikaners, porque —como no dejaba de recordarle a todo el mundo— el rugby, para los afrikaners, es una religión».

En enero de 1993, sólo cinco meses después del desastre en el partido contra Nueva Zelanda, Mandela dio a la Sudáfrica blanca el mayor, mejor y más inmerecido regalo que podía imaginar: la Copa del Mundo de rugby de 1995. No sólo se iba a permitir a los sudafricanos competir por primera vez, sino que Sudáfrica iba a ser el país anfitrión. Walter Sisulu encabezó una pequeña delegación que se reunió en la sede del CNA en Johanesburgo con los máximos dirigentes del Consejo Internacional de Rugby. Todos salieron del encuentro proclamando su «júbilo» por la decisión del CNA de apoyar incondicionalmente una propuesta impensable sólo tres años antes, cuando Mandela aún estaba en la cárcel.

Pero, en vez de responder con la gratitud que esperaba Mandela, la derecha blanca intensificó su retórica de resistencia y sus planes de guerra. Vieron que las negociaciones entre el CNA y el gobierno estaban preparando el camino hacia la democracia. De Klerk había anunciado unas semanas antes que tenía ya una fecha para celebrar elecciones con la participación de todas las razas, abril de 1994. Los temores que despertaba esa perspectiva pesaban más que los incentivos deportivos de Mandela.

A los pocos días del anuncio sobre el rugby, en los círculos políticos sólo se hablaba de guerra civil. Incluso el presidente De Klerk, un abogado que, en general, intentaba apaciguar los ánimos, se sintió obligado, por las informaciones de los servicios de inteligencia, a declarar que la alternativa a las negociaciones era «una guerra devastadora». Un miembro de su gabinete dijo: «Estamos preocupados por los acontecimientos en Yugoslavia, mucho más de lo que la mayoría de la gente piensa». También lo estaba el CNA. Mandela y sus lugartenientes se mostraban claramente inquietos por la posibilidad de que sus sueños de democracia «se ahogaran», como dijo el propio Mandela, «en sangre».

Estuvieron a punto el 10 de abril de 1993. Del variado grupo de gente que constituía la extrema derecha surgió una extraña pareja que cometió lo más parecido a un regicidio que había visto Sudáfrica desde el asesinato de Verwoerd en 1966, pero con consecuencias incalculablemente más peligrosas. Verwoerd había muerto apuñalado por un mensajero parlamentario medio loco. Fue un espanto para su familia y sus seguidores, pero no para el sistema político, que siguió adelante como si no hubiera pasado nada. El asesinato de Chris Hani fue una cosa completamente distinta.

Hani era, junto a Mandela, el mayor héroe de la Sudáfrica negra. Si Mandela no hubiera existido, o si hubiera muerto en prisión, Hani habría sido el líder de la Sudáfrica negra por aclamación. Como en el caso de Mandela, su mito le precedía. Después de vivir en el exilio durante casi treinta años, su rostro era desconocido para el gran público hasta que se levantó la prohibición sobre el CNA y él volvió a su país, poco después de que Mandela saliera en libertad. El mito se basaba en dos argumentos fundamentales: había dirigido las dos organizaciones a las que más temía el régimen blanco, Umkhonto we Sizwe y el Partido Comunista de Sudáfrica. La regla general, entre los militantes negros, era que, cuanto más odiado por el gobierno era un dirigente del CNA, más se le admiraba. Hani, heredero de Mandela como «terrorista jefe» para los blancos, había sido una leyenda cuyas dimensiones se veían agrandadas por las historias que llegaban a los distritos segregados sobre proezas e intentos de asesinato a los que había sobrevivido; por el rumor —totalmente cierto— de que había nacido en medio de una extrema pobreza, en la zona negra y rural del Cabo Oriental.

Las fotografías e imágenes televisivas del 10 de abril de 1993 presagiaban grandes problemas: el ídolo caído, tumbado boca abajo en un charco de sangre, las manifestaciones espontáneas en todo el país y los bosques de puños negros alzados con ira, las barricadas ardiendo, los coches quemados, los policías blancos de las fuerzas antidisturbios que apretaban los fusiles contra el pecho, en un gesto protector. La dimensión del peligro quedó patente en las palabras que el arzobispo Tutu empleó para contener a los negros e impedir que hicieran lo que exigía la justicia natural. «No dejemos que los asesinos de Chris triunfen en su siniestro propósito de hacer que nuestro país arda en llamas —rogó Tutu—, porque ahora podría arder en llamas con gran facilidad».

El asesino de Hani, el hombre que le mató a tiros delante de su casa en el barrio de Dawn Park, una zona de clase obrera, antes sólo blanca, a las afueras de Johanesburgo, era un inmigrante polaco, un soldado de a pie del movimiento blanco de resistencia, un miembro del AWB llamado Janusz Walus cuyo celo anticomunista sólo se equiparaba a su deseo de ser aceptado por la derecha bóer. El compañero de armas de Walus, lo más parecido al cerebro que ideó el plan, compartía la necesidad del polaco de que los volk le aceptasen. Se llamaba Clive Derby-Lewis y tenía exactamente el aspecto y la forma de hablar que uno podría esperar de alguien con un nombre como ése. Miembro del parlamento por el Partido Conservador del doctor Treurnicht, vestía chaquetas azules y corbatas, lucía un bigote exuberante y hablaba inglés con acento aristocrático e incluso pijo: parecía un actor interpretando al típico golfo británico.

Estos dos aspirantes a bóers empujaron a Sudáfrica más cerca que nunca de una guerra entre razas. Beeld lo entendió a la perfección. El periódico del aparato afrikaans advirtió: «Un estallido apresurado en este momento, una bala perdida, un acto de venganza puede derribar la delicada estructura de las negociaciones y desatar fuerzas satánicas».

Mandela recibió la noticia por teléfono en Qunu, la aldea del Transkei en la que nació, junto al Cabo Oriental. Richard Stengel, que colaboró con Mandela en su autobiografía, estaba con él en aquel momento, mirando cómo se tomaba su típico desayuno de gachas, fruta y tostadas. El rostro de Mandela se volvió de piedra o, como decía Stengel, congelado «en la mueca de la tragedia». Se quedó destrozado. Sentía un cariño paternal por Hani como hombre y un enorme respeto por él como heredero político. Sin embargo, sopesó de inmediato la gravedad del momento y vio que no podía permitirse el lujo de dejarse llevar por sus sentimientos. Se apresuró a cambiar de padre apenado a político calculador.

«Colgó el teléfono —recordaba Stengel—, y su mente ya estaba maquinando y trabajando, pensando qué iba a ocurrir. ¿Qué iba a suponer aquello para la nación? ¿Qué iba a suponer para la paz? ¿Qué iba a suponer para las negociaciones? Empezó a hacer una serie de llamadas a sus colaboradores e inmediatamente vio que aquello podía ser la chispa que iniciara el incendio, la revolución, Dios sabía qué. Mantuvo por completo el control del momento político. Y yo casi tenía la sensación de que podía ver el interior de su cerebro, ver todo el engranaje. Se comportó como un consumado animal político, pensando en todas las consecuencias de aquello y lo que significaba».

Lo que significó fue que en aquel momento tuvo más poder que nunca para definir el rumbo que iba a emprender su país. La opción más fácil habría sido la guerra. La difícil era llamar a la contención, pedir a las masas airadas que dejaran de lado las emociones en favor del objetivo fundamental.

Jessie Duarte, su secretaria personal, era la que le había dado la noticia por teléfono, y fue quien le recibió esa tarde, después de que fuera al pueblo de Hani a ofrecer sus respetos a la familia, cuando llegó al cuartel general del CNA en Johanesburgo. «Estaba muy triste —recordaba Duarte—. Quería verdaderamente a Chris. Pero también sabía que no podíamos perder tiempo, que no era el momento de dejarse llevar por sus sentimientos personales. La conclusión a la que llegó fue que las posibilidades de que estallara la violencia en respuesta a la muerte de Chris eran inmensas y, a pesar de que era un momento muy difícil para todo el mundo, su responsabilidad era calmar a la gente».

Duarte trabajó con Mandela cuatro años. Compartían un despacho y casi nunca viajaba a ningún sitio sin ella. Era una mujer de corta estatura, intensa, llena de energía, cuyo feroz activismo político le había ganado la fama de joven airada en los círculos del CNA. Pero Mandela le despertaba su lado alegre y ella se convirtió, entre muchas otras cosas, en una especie de hija adoptiva. Como tal, era una de las pocas personas a las que él dejaba ver su tristeza, ante las que, de vez en cuando, se quitaba la máscara impertérrita del político. Jessie Duarte era una de las personas que mejor sabía que su vida era más feliz, más rica y, en general, más satisfactoria en la política que en el plano personal, que había estado lleno de fracasos, decepciones y tragedias.

Duarte estaba a su lado el día de abril de 1992 en el que anunció su separación de su segunda esposa, Winnie. Le impresionó el aura negra que cubrió a Mandela cuando se dio cuenta de la enorme desilusión que había supuesto Winnie. Ella tenía un amante mucho más joven al que había seguido viendo incluso después de que Mandela saliera de la cárcel, nunca compartía el lecho con él cuando él estaba despierto, utilizaba un lenguaje vulgar que a Mandela le repugnaba y bebía de forma grosera y excesiva. Como declaró él en el juicio del divorcio tres años más tarde, al describir cómo habían sido los dos años de matrimonio que vivió tras salir de prisión, «era el hombre más solitario», más aún por la ilusión del amor que le había sostenido en la cárcel y que ella había ayudado a alimentar con sus visitas. Una carta que él le escribió a ella a poco de entrar en prisión revelaba el anhelo y su percepción de que era necesario no dejar que los que le rodeaban descubrieran esa vulnerabilidad. «Mi querida Winnie —escribió Mandela—, he sido bastante capaz de ponerme una máscara tras la que añoro a mi familia a solas, sin apresurarme a mirar el correo hasta que alguien dice mi nombre. Me esfuerzo por reprimir mis emociones mientras escribo esta carta».

Anunció el fin de su matrimonio en la sede del CNA en Johanesburgo. En una sala demasiado pequeña para la ocasión y atiborrada con más de 100 periodistas de todo el mundo, Mandela se sentó ante una mesa, con Walter Sisulu al lado, se colocó las gafas de cerca y leyó una breve declaración. Luego alzó la vista, más canoso y más serio de lo que nunca se le había visto, y dijo: «Señoras y señores, estoy seguro de que comprenderán lo doloroso que es esto para mí. La conferencia se ha terminado». Normalmente, un anuncio de tal magnitud empuja a los periodistas a hacer una avalancha de preguntas con la esperanza de provocar una respuesta espontánea que pueda proporcionar una buena cita. Sin embargo, mientras él se levantaba despacio y con rigidez y se volvía hacia la puerta con el rostro dolido, los periodistas permanecieron callados, sin excepción.

Nunca habían tenido ni volverían a tener un atisbo tan desgarrador de la pena que sentía por su fracaso como hombre de familia. Fue la única vez que dejó deslizarse la máscara, que permitió que el mundo viera la tristeza escrita en su rostro; la tristeza acumulada durante decenios, porque se sentía responsable de las penalidades que había sufrido Winnie durante su estancia en la cárcel y por los ebrios actos de delincuencia a los que había acabado viéndose reducida, incapaz de hacer frente por sí sola a la combinación de fama y persecución policial implacable a la que estaba sometida. Mandela se sentía asimismo responsable de la rebeldía y, en algunos casos, el rencor hacia él, que mostraban varios de sus hijos (dos con Winnie y cuatro —dos de ellos habían muerto— con Eveline). «Nunca pudo quitarse la idea de que, si no hubiera ido a la cárcel, toda su familia habría sido gente muy distinta», decía Jessie.

Pero ése era el riesgo que asumió conscientemente el día de 1961 en el que fundó Umkhonto we Sizwe. Había tomado entonces la decisión de ser padre de la nación primero y paterfamilias después. En parte para ocultar el dolor de la decisión que había tomado, en parte como medida de lo completa que había sido su dedicación a la causa, la máscara política se convirtió en su verdadero rostro; Mandela el hombre y Mandela el político se convirtieron en uno mismo.

La muerte de Hani le causó a Mandela un dolor equiparable al del divorcio. Entonces había perdido a una esposa; ahora había perdido a un hijo. Pero esta vez no podía permitirse el lujo de quitarse la careta. La audiencia, en directo y en prime time, era todo el país, a través de los canales estatales de la South African Broadcasting Corporation. De Klerk podría haberse opuesto, pero no lo hizo porque comprendió que, ante la catástrofe que se avecinaba, él era impotente, irrelevante. Tenía tantas posibilidades de influir en las masas negras indignadas como Mandela de influir en el AWB, o quizá incluso menos. El guardián de la paz era ya Mandela, no De Klerk. Cuando se dirigió a la nación aquella noche a través de la radio y la televisión, lo hizo como un jefe de Estado de facto.

«Fue un padre hablando de un hijo al que acababan de asesinar y pidiendo a la gente que guardara la calma», explicaba Jessie Duarte sobre la aparición de Mandela. Presentado de esa forma, ¿cómo iba a desobedecer nadie? Si el propio padre no clamaba venganza, ¿qué derecho tenía nadie más a buscarla? Por una vez, el estilo oratorio monótono de Mandela encajó a la perfección con el mensaje que pretendía transmitir. En esa ocasión, el reto no era ganarse a los blancos; era convencer a su propia gente. Para ello tenía que redirigir el río de su ira, que se encaminaba directamente hacia el enfrentamiento hostil con la Sudáfrica blanca. Para conseguirlo, tenía que apelar no a su resentimiento, sino a lo que quedase de su generosidad. Por eso, en su discurso televisado, llamó la atención de los espectadores sobre el hecho de que, en medio de la tragedia, la heroína había sido una afrikaner. Janusz Walus fue detenido casi inmediatamente gracias a una mujer afrikaner, una vecina de Hani, que había tenido la presencia de ánimo de anotar el número de matrícula del coche en el que había huido.

«Un hombre blanco, lleno de prejuicios y odio, vino a nuestro país y cometió un acto tan repugnante que toda nuestra nación se encuentra al borde del desastre —dijo Mandela—. Una mujer blanca, de origen afrikaner, arriesgó su vida para que pudiéramos conocer y llevar ante la justicia al asesino».

Si Mandela exageró el heroísmo de la mujer, lo hizo con un propósito político claro. «Éste es un momento trascendental para nosotros —dijo—. Nuestras decisiones y nuestras acciones determinarán si utilizamos nuestro dolor, nuestra pena y nuestra indignación para avanzar hacia lo que es la única solución duradera para nuestro país, un gobierno elegido por el pueblo… Hago un llamamiento, con toda la autoridad de la que dispongo, a toda nuestra gente para que permanezca en calma y honre la memoria de Chris Hani comportándose como una fuerza de paz disciplinada».

Salió bien. En todo el país hubo manifestaciones masivas, pero la gente no dejó que su pena se transformara en furia violenta. «Aquellos días de 1993 fueron verdaderamente críticos —reflexionó mucho después Tutu—. Lo que sé con seguridad es que, si [Mandela] no hubiera estado presente, el país se habría desgarrado. Porque lo más fácil habría sido dar rienda suelta a los perros de la guerra. Eso era quizá lo que muchos jóvenes turcos querían. Fue uno de los momentos más desoladores, y la ira se podía palpar. Si Nelson no hubiera hablado en televisión y radio como lo hizo… nuestro país habría estallado en llamas».