Miscelánea de personajes que no aparecerán
1. La atractiva muchacha del partido de rugby entre Princeton y Dartmouth. Subía y bajaba detrás de la multitud apostada a lo largo de la línea de banda. No parecía tener una cita ni una compañía determinada, pero todo el mundo la conocía. Todos la llamaban por su nombre (Florrie), todos se alegraban de verla y, en un momento en que se paró a hablar con unos amigos, un hombre le puso la mano extendida en la parte baja de la espalda y, al percibir aquel tacto (a pesar del buen tiempo y el verde del terreno de juego), una oscura y meditabunda mirada asomó a los ojos del intruso, como si sintiera inmortales añoranzas. El pelo de Florrie era de un bonito color oro oscuro; dejaba que un rizo le tapase los ojos y miraba a través de él. Tenía una nariz un tanto puntiaguda, pero causaba un efecto sensual y aristocrático; sus brazos y sus piernas eran redondos y hermosos, aunque no del todo femeninos, y sus ojos violetas bizqueaban. Se jugaba la primera mitad, el marcador no se había movido, y el equipo de Dartmouth mandó el balón fuera. Fue un puntapié errado que fue a parar directamente a los brazos de la chica. Atrapó el balón con gracia; se diría que la habían escogido para recibir el pase, y vaciló un momento, sonriendo, haciendo reverencias, observada por todos, hasta que devolvió al campo la pelota con gesto torpe y encantador.
Hubo algunos aplausos. Después el público desvió su atención de Florrie y la centró en el desarrollo del juego, y un segundo después ella se dejó caer de rodillas, tapándose la cara con las manos y rechazando violentamente la emoción que la embargaba. Parecía muy tímida.
Alguien abrió una lata de cerveza y se la pasó, y Florrie se puso en pie y reanudó sus paseos por la línea de falta y fuera de las páginas de mi novela, porque jamás volví a verla.
2. Todos los papeles protagonistas escritos para Marlon Brando.
3. Ninguna de las descripciones desdeñosas de paisajes norteamericanos con casas en ruinas, cementerios de automóviles, ríos contaminados, ranchos construidos con materiales de desecho, campos de minigolf abandonados, desiertos de cenizas volcánicas, vallas publicitarias espantosas, antiestéticas torres de petróleo, olmos enfermos, tierras de labranza erosionadas, gasolineras extravagantes y chillonas, moteles sucios, salones de té alumbrados con velas y riachuelos sembrados de latas de cerveza, porque no son, como podría parecer, las ruinas de nuestra civilización, sino avanzadillas y campamentos temporales de la civilización que nosotros —usted y yo— edificaremos.
4. Escenas como la siguiente: «Clarissa entró en la habitación y entonces ___________. Fuera con todo esto y demás descripciones explícitas propias del comercio sexual, pues ¿cómo es posible describir la más elevada experiencia de nuestra vida física como si —gato, tapacubos, llave inglesa y tuercas— estuviéramos hablando de cambiar una rueda pinchada?
5. Los borrachos. Por ejemplo: el telón se levanta sobre la sala de redacción de una agencia de publicidad de Madison Avenue, donde X, nuestro personaje principal, está trabajando en la campaña de promoción de una nueva marca de whisky de centeno. Sobre una mesa de bocetos, a la derecha de un escritorio de madera de árbol frutal, hay un montón de sugerencias del departamento artístico. Para la etiqueta han propuesto timbres y escudos de armas como de monarcas y barones. Para la publicidad sugieren una escena de la vida de las plantaciones en que la aristocracia del algodón, desaparecida hace mucho tiempo, bebe whisky en un suntuoso porche. A X no le satisface la idea y examina a continuación una acuarela de un pionero norteamericano. Qué fresco, frío y musical es el arroyo que discurre por el bosque. Las lenguas del arroyuelo hablan en el melancólico silencio de una inmensidad perdida, ¿y qué es eso que se ve en un extremo del cielo azul sino el vuelo de una paloma mensajera? En primer plano, sobre una roca, un joven fuerte y enjuto, con tosca ropa de cuero y un gorro de piel de mapache, está bebiendo whisky de un porrón de barro vidriado. La imagen parece entristecer a X, y pasa a estudiar el siguiente anuncio, que propone la idea de ofrecer whisky de centeno en las reuniones sociales; que reciba uno en casa a una repudiada celebridad literaria, una actriz en paro, la sobrina nieta de un presidente de Estados Unidos, un pelmazo con la moral por las nubes y un taciturno y malévolo crítico literario. El grupo forma un corro en torno a una gigantesca botella de whisky de centeno. El anuncio asquea a X, que se pone a examinar la última sugerencia: al atardecer, en una almena medieval (¿las luces y las torres que se ven al fondo no son las de Siena?), una joven y hermosa pareja, elegantemente vestida, está brindando en honor de la indescriptible proeza y tiempo que supone la elaboración del centeno, asequible a todos los bolsillos.
X no está satisfecho. Se aparta de la mesa de bocetos y se encamina hacia el escritorio. Es un hombre esbelto de edad indiscernible, aunque el tiempo parece haber dejado huellas en las cuencas de sus ojos y en la nuca. Esta última tiene tantas rayas y grietas como un inconexo estudio geodésico. Un corte tan profundo como una cicatriz de sable le cruza el cuello en diagonal, de izquierda a derecha, con tan numerosas y hundidas ramificaciones y afluentes que causa un efecto desalentador. Pero en los ojos es todavía más notable la labor de los años. Así como en una punta arenosa que penetra en el mar puede verse la acción simultánea de dos mareas, así también vemos cómo el poder de la exaltación y la desdicha, los anhelos y las aspiraciones humanas han depositado su yerma impronta de arrugas en la piel oscura que ha formado bolsas. Tal vez se ha cansado la vista mirando a Vega por el telescopio o leyendo a Keats bajo una débil luz, pero su mirada parece avergonzada e impura. Estos rasgos podrían hacer pensar que se trata de un hombre de cierta edad, pero de pronto deja caer con garbo el hombro izquierdo y se estira la manga de la camisa de seda como si tuviera dieciocho años, diecinueve a lo sumo. Echa una ojeada a su reloj italiano con calendario. Son las diez de la mañana. La oficina está insonorizada y sobrenaturalmente silenciosa. El rumor de la ciudad llega débilmente a la alta ventana. Mira con fijeza su cartera, oscurecida por las lluvias de Inglaterra, Francia, Italia y España. Presa de una angustiosa melancolía, le parece que las paredes pintadas de la oficina (de color azul y amarillo pálidos) son falsificaciones de papel ideadas para ocultar los volcanes y las riadas que son hitos de su desventura. Se diría que se va aproximando al momento de la muerte, al instante de su concepción, a un punto crítico en el tiempo. Empiezan a temblarle las manos, los hombros, la cabeza. Abre su cartera, saca una botella de whisky de centeno, se arrodilla y apura, sediento, todo el contenido.
Va cuesta abajo, por supuesto, y únicamente nos ocuparemos de él una sola escena más. Despedido de la oficina donde lo vimos la última vez, le ofrecen un trabajo en Cleveland, adonde no parecen haber llegado los rumores de su flaqueza. Se ha marchado a Cleveland a arreglar las cosas y alquilar una casa para su familia. Ahora ésta, en pleno, lo espera en la estación del tren, confiada en que traerá buenas noticias. Su bella mujer, sus tres hijos y los dos perros han ido a darle la bienvenida. Ha anochecido en la zona residencial donde viven. Hasta el momento presente, la familia ya ha padecido numerosos sinsabores, pero últimamente, al haber visto incumplidas las promesas comunes y denegadas las recomendaciones propias de su modo de vida —un nuevo coche, una nueva bicicleta—, han descubierto un afecto melancólico aunque estable que no tiene nada que ver con la adquisición de objetos. En su preocupado amor por papá, la familia ha entrevisto el escalofrío de un destino. El tren se aproxima traqueteando. Un suave haz de chispas doradas brota de la caja de frenos cuando el convoy reduce la marcha y se detiene. La intensidad de sus esperanzas hace que todos se sientan casi incorpóreos. Bajan del tren siete hombres y dos mujeres, pero ¿y papá? Hace falta la ayuda de dos revisores para bajarlo por la escalera. Ha perdido el sombrero, la corbata y el abrigo, y alguien le ha puesto el ojo derecho a la funerala. Todavía conserva la cartera bajo un brazo. Nadie habla, nadie llora mientras lo meten en el coche y lo llevan lejos de nuestra vista, fuera de nuestra jurisdicción y de nuestra incumbencia. Que se aparten de nosotros los borrachos y las borrachas: arrojan muy poca luz auténtica sobre el modo de vida norteamericano.
6. Y ya que hablamos de esto, fuera también todos esos homosexuales que han ocupado un lugar dominante en la narrativa más reciente. ¿No es hora de que abordemos la indiscreción y la inconstancia de la carne y sigamos adelante? El escenario esta vez es la playa de Hewitt, la tarde del 4 de julio. La señora Ditmar, esposa del gobernador, y su hijo Randall han cruzado una cala desierta, si bien puede verse más allá de las dunas la bandera de las barras y las estrellas, que ondea sobre los techos del club. El muchacho tiene dieciséis años, está bien formado, su piel posee el oro atrayente de la juventud, y a los ojos de su madre solitaria es tan hermoso que lo admira, subyugada. Hace diez años que su marido, el gobernador, la ha abandonado por su inteligente y seductora secretaria ejecutiva. Con la extraordinaria capacidad de adaptación de la naturaleza humana, la señora Ditmar ha sufrido afrentas casi cotidianas. Ama a su hijo, desde luego. No encuentra en él nada de su marido. Estima que el chico ha heredado las mejores cualidades de la familia de ella, y es lo suficientemente vieja para creer que un pie esbelto o unos magníficos cabellos son sellos de buena crianza, como, de hecho, pueden serlo. El chico tiene los hombros cuadrados, el cuerpo compacto. Cuando lanza una piedra al mar, no es la potencia del tiro lo que maravilla a su madre, sino la delicada gracia con que su brazo completa el movimiento circular una vez que el guijarro ha abandonado su mano: como si todos sus gestos fueran eslabones de una cadena. La señora Ditmar es desmedida, como todos los amantes, y no quiere que concluya una tarde pasada en compañía del hijo. No se atreve a desear la eternidad, pero anhela que el día tenga todas las horas posibles. Palpa las perlas que tiene en sus manos gastadas, admira su brillo marino y se pregunta cómo quedarían en la piel dorada de su hijo Randall.
Él está un poco aburrido. Preferiría tratar con chicos y chicas de su misma edad, pero su madre lo ha apoyado y defendido de tal forma que a su lado experimenta cierta seguridad. Ha sido una protectora inconmovible y formidable. Puesto que puede hacerlo, ha intimidado al director y a la mayoría de los profesores de su instituto. Randall ve mar adentro las velas de una flota deportiva, y por un instante desea estar a bordo de alguno de los veleros, pero ha rechazado una invitación para formar parte de las tripulaciones y no se siente capaz de navegar como patrón, así que en cierto sentido ha elegido quedarse en la playa a solas con su madre. Los deportes de competición le inspiran timidez, y retrocede ante la complejidad de una sociedad organizada, como si en ella se ocultara una fuerza capaz de hacerlo pedazos; pero ¿a qué obedece su miedo? ¿Es cobarde, si tal cosa existe? ¿Nace uno cobarde, del mismo modo que se nace rubio o moreno? ¿Ejerce su madre una excesiva vigilancia sobre él, ha llevado tan lejos su intención de protegerlo que lo ha convertido en vulnerable y enfermizo? Pero teniendo en cuenta que él conoce la profunda infelicidad de su madre, ¿cómo abandonarla antes de que haya encontrado ella otras amistades?
Piensa en su padre con dolor. Ha intentado conocerlo y amarlo, pero su propósito ha resultado vano. La excursión de pesca fue cancelada por la imprevista llegada del gobernador de Massachusetts. En el campo de juego, un mensajero le entregó una nota diciendo que su padre no podría ir. Cuando se cayó en un peral y se rompió un brazo, sin duda su padre lo hubiera visitado en el hospital de no haber estado en aquel momento en Washington. Aprendió a lanzar una caña de mosca, confiando en que, poco a poco, iría haciendo progresos en el avance hacia la estima y el afecto de su padre, pero éste nunca tuvo tiempo de admirarlo. Randall es capaz de comprender la magnitud de su propia decepción. Este sentimiento lo rodea como si fuera una masa de energía, una energía que carece de timón para ser encauzada y de peso para poder desplazarse. Su actitud misma trasluce estos tristes pensamientos. Tiene los hombros caídos. Su aspecto es pueril y desolado, y su madre lo llama para que acuda junto a ella.
Él se sienta en la arena, a sus pies, y ella le pasa los dedos por sus cabellos rubios. Luego hace algo repugnante. El espectador quiere apartar la mirada, pero no lo hace sin haber visto que la mujer desabrocha sus joyas y rodea con ellas el cuello dorado de su hijo. «Mira cómo brillan», le dice, encadenándolo tan irrevocablemente como los grilletes que unen las piernas de un preso.
Fuera con ellos, fuera; lo mismo que Clarissa y el borracho, proyectan una luz demasiado pobre.
7. Para concluir, es decir, para concluir esta tarde (tengo que ir al dentista y luego a cortarme el pelo), me gustaría reflexionar sobre la carrera de mi viejo y lacónico amigo Royden Blake. Para mayor comodidad, podemos dividir su obra en cuatro períodos. En primer lugar figuran las amargas anécdotas morales —debió de escribir un centenar—, que demostraron que la mayor parte de nuestros actos son pecaminosos. A esta época siguió, como recordará el lector, casi una década de esnobismo en la que nunca escribió sobre personajes con ingresos inferiores a sesenta y cinco mil dólares al año. Aprendió de memoria los nombres del profesorado de Groton y de los camareros del Club 21. Todos sus personajes eran atendidos a cuerpo de rey por puntillosos criados, pero si uno iba a cenar a casa de aquéllos, encontraba las sillas atadas con cuerdas, comía huevos fritos en un plato rajado, se quedaba con los pomos de las puertas en la mano y, si quería tirar de la cadena, tenía que levantar la tapa de la cisterna, remangarse un brazo y hundirlo en el agua fría y herrumbrosa para accionar las válvulas. Al concluir su período esnob, cometió el error que he mencionado en el apartado 4 e inició su época romántica escribiendo El collar de Malvio d'Alfi (con aquella memorable escena de infancia en un paso de montaña), El naufragio del Lorelei, El rey de los troyanos y El cinturón perdido de Venus, por citar sólo unos pocos títulos. A la sazón se hallaba bastante enfermo, y su incompetencia parecía ir en aumento. Su obra se caracterizaba por todo lo que ya he dicho. En sus páginas había alcohólicos, vitriólicas descripciones de la vida norteamericana y papeles gordos para Marlon Brando. Podría afirmarse que había perdido el don de evocar las dulzuras de la vida: el agua de mar, la humareda de la cicuta ardiendo y los pechos de las mujeres. Por decirlo así, había dañado la cámara más profunda del aparato auditivo, allí donde percibimos el ruido pesado de la cola del dragón moviéndose entre las hojas muertas. Nunca me cayó bien, pero era un colega y un compañero de copas, y cuando me enteré en mi casa de Kitzbühel de que se estaba muriendo, viajé en coche hasta Innsbruck y cogí el expreso a Venecia, donde él vivía entonces. Era a finales de un otoño frío y brillante. Los palacios vallados del Gran Canal —lúgubres, engalanados, coronados— se parecían a las caras melancólicas de ese estamento de la nobleza que aparece en las bodas reales de Hesse. Vivía en una pensión de un canal trasero. La marea estaba alta y la sala de recepción inundada, y tuve que llegar hasta la escalera caminando sobre unos tablones de madera. Le llevé una botella de ginebra turinesa y un paquete de cigarrillos austríacos, pero al sentarme en una silla pintada (y rota) que había junto a la cama, comprobé que no se hallaba en condiciones de hacer honor al obsequio.
—¡Estoy trabajando! —exclamó—. Trabajando. Puedo verlo todo. ¡Escúchame!
—Sí —asentí.
—Empieza así —dijo, y cambió el tono de voz para adaptarse, me figuro, a la solemnidad de su relato—. El transalpino se detiene en Kirchbach a medianoche —declamó, mirando hacia mí para cerciorarse de que había recibido de lleno el impacto de su aliento poético.
—Sí —dije.
—Desde allí prosiguen viaje los que van a Viena —dijo sonoramente—, y los viajeros con destino a Padua tienen que esperar una hora. En atención a ellos, la estación permanece abierta y con la calefacción encendida, y hay un bar donde sirven café y vino. Una noche de nieve del mes de marzo, tres extranjeros entablaron una conversación en aquel bar. El primero era un hombre alto, calvo y con un abrigo forrado de marta cibelina que le llegaba a los tobillos. El segundo era una hermosa mujer que se dirigía a Isvia para asistir a los funerales de su hijo único, muerto en un accidente de alpinismo. La tercera era una gruesa mujer italiana de pelo blanco y chal negro a la que el camarero trataba con gran deferencia. Se inclinó hasta la cintura al servirle un vaso de vino barato, y se dirigió a ella llamándola «majestad». Ese día, muy temprano, habían pegado carteles advirtiendo del peligro de aludes...
En ese momento echó hacia atrás la cabeza en la almohada y expiró. En efecto, tales fueron sus últimas palabras, las palabras finales, pensé, de generaciones de novelistas, porque ¿cómo cabría esperar que este paso nevado y ficticio, con su trío de viajeros, pueda cantar un mundo que se extiende a nuestro alrededor como un sueño desconcertante y prodigioso?