XII
Mientras se acercaba al barracón norteamericano, viose acometido de dudas. Lamentaba haber aceptado tan prontamente hacer de intérprete para Rey, y, al mismo tiempo, le disgustaba sentirse infeliz. «Buen amigo eres —se dijo— después de cuanto él ha hecho por ti».
La sensación de vacío en su estómago aumentó. «Como antes de iniciar una misión de vuelo —pensó—. No, no es como aquello. Más bien se parece a lo que uno experimenta cuando le llama un general. Lo otro es igualmente molesto, pero uno siente a la vez cierto placer; como la excursión al poblado, que dilata el corazón pensando en la excitante oportunidad de encontrar comida o una chica».
Se preguntó por milésima vez porqué Rey iba allí y para qué. Pero preguntárselo resultaría descortés, y sólo precisaba de algo de paciencia para saberlo. Otra razón por la cual le gustaba Rey era su espontaneidad y cómo se guardaba la mayor parte de sus pensamientos para sí, tan acorde con la idiosincrasia inglesa. En cambio él sólo manifestaba parte de sus ideas cuando su humor era propicio. Lo concerniente a su vida íntima era asunto privado…, hasta que sentía la necesidad de desahogarse con un amigo. Y un amigo nunca pregunta. En ese caso la confidencia debe ser libre o no hacerse.
Marlowe recordó la oferta que Rey le había hecho de llevarle al poblado y lo consideró una muestra de confianza. Le había dicho, así, por las buenas: «¿Quiere venir, la próxima vez que yo vaya?».
Semejante aventura no dejaba de ser una locura, si bien las nuevas circunstancias justificaban el riesgo, pues se hacía necesario conseguir un aparato completo. Sí, aquello justificaba el riesgo.
No obstante, hubiera ido igualmente como respuesta a la invitación, y porque quizás encontraría comida y mujeres.
Vio a Rey sumergido en la sombra que proyectaba la parte trasera de un barracón, hablando con otra sombra. Sus cabezas se veían juntas y sus voces eran inaudibles. Tan embebidois estaban que decidió pasar de largo y empezó a subir los peldaños del barracón norteamericano.
—¡Eh, Peter! —llamó Rey.
Marlowe se detuvo.
—En seguida estoy con usted, Peter.
Rey se volvió a su acompañante.
—Es mejor que espere aquí, comandante. Tan pronto llegue le avisaré.
—Gracias —contestó el hombrecillo con voz entrecortada.
—Fume mientras —ofreció Rey y el otro aceptó ávidamente.
El comandante Prouty se hundió más en las sombras, pero mantuvo sus ojos sobre Rey durante el tiempo que tardó en recorrer el espacio que le separaba de su barracón.
—Le encontraba a faltar, compañero —exclamó Rey mientras golpeaba amistoso a Marlowe—. ¿Cómo se encuentra Mac?
—Está mejor, gracias.
El joven deseó abandonar aquel sitio iluminado. «¡Maldita sea! —pensó—. Me fastidia ser visto con mi amigo. Y eso está mal. Muy mal».
Tampoco pudo evitar los ojos del comandante sobre ellos…, o no parpadear cuando Rey le dijo:
—Vamos. No estaré mucho. Luego nos pondremos a trabajar.
Grey acudió al lugar oculto por si acaso había un mensaje para él en la lata. Y lo había: «El reloj del comandante Prouty. Esta noche actúan Marlowe y él».
El teniente preboste arrojó la lata al foso con la misma naturalidad con que la había cogido. Luego, desperezándose, se encaminó al barracón dieciséis. Su mente trabajaba a toda velocidad.
«Marlowe y Rey están en la "tienda" detrás del barracón norteamericano… y Prouty». ¿Cuál? ¿El comandante? ¿El artillero? ¿El australiano? Vamos, Grey —se dijo irritado—. ¿Dónde está la buena memoria de que tanto te enorgulleces?
«¿Estará implicado Larkin? No. No que yo sepa. Entonces, ¿por qué no se hace el trato a través del australiano Tiny Timsen? ¿Por qué interviene Rey? Quizá sea demasiado gordo para que lo manipule Timsen. O tal vez sea algo robado…, seguramente. De lo contrario Prouty usaría los canales del australiano».
Grey se miró la muñeca. Lo hizo instintivamente, aun cuando hacía tres años que no tenía reloj. En realidad no precisaba de él para saber la hora durante la noche. Como todos ellos, sabía calcularla en cualquier momento.
«Es demasiado pronto —pensó—. La guardia no ha hecho todavía el relevo. Cuando lo haga, los veré desde el barracón al retirarse carretera arriba hacia el cuartel. ¿Cuál de ellos interviene? Pronto lo sabré. Seguiré alerta hasta el momento propicio, y, entonces, apareceré cautelosamente. Los interrumpiré con buenos modales y conduciré al guardián con Rey y Marlowe. Mejor cuando el dinero pase de unas manos a otras o cuando Rey lo entregue a Prouty. Luego haré un informe para el coronel Smedly-Taylor: "La pasada noche fui testigo de un trasiego de dinero", o quizá mejor: "Sorprendí al cabo norteamericano y al teniente aviador Marlowe, del barracón dieciséis, con un guardián coreano. Tengo motivos para suponer que el comandante Prouty ha facilitado el reloj que se vendía."
»Eso sería suficiente. "El reglamento —pensó sintiéndose feliz— es claro y preciso. 'Se prohibe comerciar con los guardianes.' Y cogido in fraganti, habría consejo de guerra."
»Un consejo de guerra para empezar y luego mi cárcel, mi pequeña cárcel. Sin extras ni katchang idjubully. Nada. Sólo enjaulados, enjaulados como ratas que sois. Para matar el tiempo podréis enfadaros y odiarme. Mejor, pues los hombres enfadados cometen errores. La próxima vez quizás intervenga Yoshima. Si bien los japoneses deben realizar su propio trabajo, ayudarles no me satisface. Claro que en este caso estaría muy bien. Pero no. Si acaso, un codazo ligero.
»¡Te devolveré lo que te debo, maldito Peter Marlowe! Puede ser que antes de lo que esperas. ¡Y mi venganza contra ti y aquel bribón será implacable!».
Rey miró su reloj. Nueve y cuarto. Tardaría poco en llegar. Uno podía saber lo que los japoneses harían tan pronto conociera las horas en que se producían sus actos, pues eran puntuales.
Oyó las pisadas. Torusimi daba la vuelta a la esquina del barracón y no tardó en encontrarse con Rey.
Éste se levantó para saludarle. Marlowe, que también estaba allí, lo hizo a disgusto, despreciándose.
Torusimi era popular entre los guardianes. Peligroso y enigmático, se distinguía por su rostro expresivo donde los demás carecían de él. Llevaba cerca de un año en el campo, y le gustaba hacer trabajar con dureza a los prisioneros. También le agradaba tenerlos al sol, gritarles y darles patadas cuando se hallaba en vena.
—Tabe —dijo Rey sonriendo—. ¿Quiere fumar?
Le ofreció tabaco de Java.
Torusimi, que mostraba orgulloso su dentadura de oro, tendió su fusil a Marlowe, y después de sacar un paquete de «Kooas», ofreció un cigarro a Rey. Luego miró al teniente.
—Ichi-bon —dijo Rey.
Torusimi gruñó algo entre dientes, y ofreció un cigarrillo.
Marlowe vaciló.
—Tómelo, Peter —indicó Rey.
Obedeció y el guardián se sentó a una pequeña mesa.
—Dígale que es bien venido.
—Mi amigo dice que tú eres bien venido y que está contento de verte aquí.
—Gracias. ¿Tiene mi distinguido amigo algo para mí?
—Pregunta que si tiene algo para él.
—Tradúzcale exactamente lo que yo diga, Peter. Sea exacto.
—Tengo que decirlo según ellos. No puede traducirse con exactitud.
—Conforme… Pero asegúrese de que sea lo mismo… Y tómese tiempo.
Rey entregó al coreano el reloj y Peter Marlowe vio con sorpresa que aparecía nuevo, recién pulimentado, con esfera de plástico nueva y una diminuta caja de piel igualmente nueva.
—Dígale que un tipo que conozco quiere venderlo. Pero es caro, y quizá no es lo que él desea.
Marlowe advirtió el destello de avaricia en los ojos del guardián cuando sacó el reloj de su cajita y se lo acercó al oído. Entonces gruñó, como solía, y lo volvió a colocar sobre la mesa.
Peter Marlowe tradujo la respuesta.
—¿No hay otra cosa? Siente que los «Omega» no se coticen en Singapur en la actualidad.
—Tu malayo es excepcionalmente bueno, señor —dijo Torusimi, mientras sorbía aire por entre sus dientes.
—Te lo agradezco —le respondió disgustado.
—¿Qué dijo, Peter?
—Que hablo bien el malayo.
—¡Ah! Bien, dígale que lo siento, que eso es todo cuanto tengo.
Rey esperó a que tradujera su respuesta, y luego de sonreír y encogerse de hombros, tomó el reloj y lo devolvió a su bolsillo. Se puso de pie.
—¡Salamat!
Torusimi mostró sus dientes y pidió que Rey se sentara.
—No es que yo quiera el reloj —dijo a Rey—. Pero tú eres mi amigo y te has tomado mucho trabajo; dime cuánto pide su dueño.
—Tres mil dólares —replicó Rey—. Siento que su precio sea abusivo.
—Desde luego es abusivo. El propietario tiene la cabeza enferma. Soy un pobre hombre, sólo un guardián, no obstante, como nosotros hemos hecho negocios en el pasado y para hacerte un favor, ofreceré trescientos dólares.
—Lo siento. No me atrevo. Tengo entendido que hay compradores que pagarían un precio más razonable a través de otros intermediarios. Estoy de acuerdo en que tú eres un hombre pobre y no puedes ofrecer más dinero por un reloj tan insignificante. Naturalmente, los «Omega» no se cotizan mucho. Claro que tú tampoco comprenderías que es un insulto ofrecer al propietario menos de lo que vale un reloj de segunda clase.
—Eso es cierto. Aumentaré el precio, puesto que un hombre pobre tiene honor, y sería honorable aliviar el sufrimiento de cualquier hombre en estos tiempos de prueba. Cuatrocientos.
—Te agradezco el interés por mi amigo. Pero siendo un «Omega», cuyo precio ha bajado mucho, es obvio que hay una razón más definida para que tú no quieras hacer negocios conmigo. Un hombre de honor es siempre honorable…
—Yo también soy un hombre de honor. No tengo ningún deseo de restringir tu ganancia y la de tu amigo, el dueño del reloj. Quizá sea mejor que intente persuadir a los míseros comerciantes chinos con quienes he de tratar para que den, aunque sólo sea por una vez en sus vidas, un precio aceptable. Estoy seguro de que tú estarás de acuerdo en que quinientos sería lo máximo que un hombre honorable pagaría por un «Omega», incluso antes de bajar el precio.
—Cierto, amigo mío. Yo tengo confianza en ti. Pero quizás el precio de los «Omega» no ha bajado de su antigua posición ichibon. Pudiera ser que los miserables chinos se estén aprovechando de un hombre de honor. Pues la semana pasada uno de tus compatriotas vino a mí, quiso comprarme este reloj y me ofreció tres mil dólares por él. Yo preferí guardarlo para ti, en honor a nuestra larga amistad y confianza mutua, después de comerciar juntos tanto tiempo.
—¿Tú dices verdad? —Torusimi escupió vehementemente en el suelo, y Marlowe se dispuso a presenciar el golpe que debía de seguir a semejante insulto.
Pero Rey continuó imperturbable.
«Señor —pensó Marlowe—. Tiene nervios de acero».
Rey sacó algunas hebras de tabaco y empezó a liarse un cigarrillo. Cuando Torusimi vio esto, dejó de bravuconear, ofreció su paquete de «Kooas» y se calmó.
—Me sorprende saber que los miserables comerciantes chinos, por quienes yo arriesgo mi vida, estén corrompidos. Me horroriza oír lo que tú, mi amigo, me has dicho. Peor, estoy aterrado. ¡Pensar que han abusado de mi confianza! Durante un año he tratado con el mismo hombre. ¡Y pensar que me ha engañado tanto tiempo! Creo que le mataré.
—Será mejor que lo escarmientes —dijo Rey.
—¿Cómo puedo hacerlo? Me gustaría mucho que mi amigo me lo dijera.
—Maldícele con tu lengua. Dile que has tenido información que prueba que es un embustero. Dile que si no te da un precio razonable en lo futuro, más un veinte por ciento para compensarte de todos sus errores pasados, tú podrías susurrar algo a las autoridades, que le prenderán así como, a su mujer y a sus hijos, y los castigarán hasta colmar tu deseo.
—Es un consejo soberbio. Me siento feliz por el pensamiento de mi amigo. Por este pensamiento y por la amistad que nos une, ofreceré mil quinientos dólares. Es cuanto poseo, junto con el dinero que me ha confiado un amigo, que tiene la enfermedad de las mujeres y está en la pestilente casa llamada hospital y no puede trabajar.
Rey se inclinó hacia delante y ahuyentó la nube de mosquitos que cercaba sus tobillos. «Ya te vas poniendo en razón, amigo —pensó—. Veamos. Dos mil sería alto. Mil ochocientos conforme. Mil quinientos, no está mal».
—Rey te ruega que esperes —tradujo Marlowe—. Tiene que consultar con el miserable que quiere venderte un artículo a precio abusivo.
Rey saltó por la ventana y recorrió el barracón, inspeccionándolo. Max estaba en su lugar, Dino a un lado del sendero y Byron Jones III en el otro.
Encontró al comandante Prouty, sudando de angustia en la sombra del barracón próximo al que utilizaban los norteamericanos.
—Bueno, lo siento, señor —dijo Rey—. No le interesa en absoluto.
La angustia de Prouty se intensificó. Tenía que vender. «Señor —pensó—. Que suerte la mía. He de conseguir dinero como sea».
—¿No ofrece nada?
—Lo más que pude conseguir fueron cuatrocientos.
—¡Cuatrocientos! Todo el mundo sabe que un «Omega» vale por lo menos dos mil.
—Temo que eso sea un cuento, señor. Parece receloso. Y no es un «Omega».
—¿Está fuera de quicio? ¡Claro que es un «Omega»!
—Lo siento, señor —dijo Rey, irguiéndose—. Yo sólo informo.
—Es un error mío, cabo. No quise ofenderle. Esos bastardos amarillos son todos iguales.
«Bueno, ¿qué hago? —se dijo Prouty—. Si no lo vendo a través de Rey, no lo venderé de ningún modo, y el grupo necesita dinero y todo nuestro trabajo habrá sido inútil. ¿Qué hago?».
Prouty pensó durante un minuto:
—Vea qué puede hacer cabo. No puedo aceptar menos de mil doscientos. No puedo.
—Bueno, señor. No creo que pueda hacer mucho, pero lo intentaré.
—Bien, muchacho. Confío en usted. No lo soltaría a un precio tan bajo, pero la comida escasea tanto. Ya lo sabe usted.
—Sí señor —dijo Rey, cortés—. Lo intentaré, si bien temo que no podré hacerlo subir mucho. Dice que los chinos no compran tanto como antes.
Grey vio a Torusimi a través del campo y pensó que el momento propicio tardaría poco. Después de una espera prudencial consideró que era llegada la hora. Se levantó y salió del barracón ajustándose la banda de su brazo y el gorro. No necesitaba testigos, su palabra era suficiente. Se fue solo.
Su corazón saltaba de gozo. Siempre sucedía así cuando preparaba un arresto. Cruzó la línea de barracones y bajó los peldaños en dirección a la carretera principal. Lo hizo deliberadamente, pues Rey debía de tener vigilancia como siempre que realizaba negocios. Pero él conocía sus posiciones, como también un camino a través de la zona minada.
—Grey.
Miró a su alrededor. El coronel Samson se acercaba a él.
—Diga, señor.
—Hola Grey, celebro encontrarle. ¿Cómo van las cosas?
—Bien, gracias —replicó sorprendido de ser saludado de modo tan amistoso. Pese a su ansiedad por marcharse, se hallaba muy complacido.
El coronel Samson tenía un lugar muy especial en el futuro de Grey. Samson era muy influyente en el Ministerio de la Guerra y estaba muy bien relacionado. Un hombre como aquél, sería más útil… después.
Samson había estado en el Cuartel General del lejano este, donde ejerció un vago pero importante empleo. Conocía a todos los generales y hablaba de sus invitaciones sociales en su «finca campestre» en Dorset, de las partidas de caza, de las reuniones en su jardín y de los bailes que organizaba. Un hombre como Samson podría equilibrar la balanza entre él, Grey, y su clase.
—Quería hablar con usted, Grey —dijo Samson—. Imagino que le interesará trabajar en ello. Como sabe, estoy recopilando la historia oficial de la campaña. Naturalmente —añadió de buen humor—, no es «todavía» la oficial, pero, quién sabe, quizá lo sea. El general Sohny Wilkinson es historiador en el Ministerio de la Guerra, y estoy seguro que él se interesará por una versión directa. Quisiera saber si le gustaría comprobar unos cuantos hechos, en mi lugar. Son datos relacionados con su regimiento.
«¡Qué si le gustaría! —pensó Grey—. ¡Claro que me gustaría!». Hubiera dado cualquier cosa por ello. Pero no en aquel momento.
—Desde luego. Me enorgullece que usted valore mis puntos de vista. ¿Le parece bien mañana después del desayuno?
—Perdone —dijo Samson—. Creí que podríamos charlar un poco ahora. Bueno, lo dejaremos para otro día. Ya le avisaré…
Grey supo instintivamente que si no era entonces, no sería nunca. Samson apenas se dignó hablarle antes. «Quizá —pensó desesperadamente— pueda decirle lo bastante para su información y sorprender luego a los otros. Los tratos, a veces, requieren horas. Vale la pena el riesgo».
—Con mucho gusto si usted lo desea ahora. Si bien seremos breves, pues tengo algo de dolor de cabeza. Unos minutos, ¿le parece bien?
—Conforme.
El coronel Samson parecía muy feliz. Cogió a Grey por el brazo y le condujo al barracón.
—Como usted sabe, Grey, su regimiento era uno de mis favoritos. Realizó un trabajo excelente. ¿Consiguió usted una mención en la orden, verdad? ¿En Kota Bharu?
—No, señor.
—¡Qué extraño! Usted hizo méritos para ello.
—No hubo tiempo para pedir condecoraciones. Ni yo la merecía más que otros.
Era verdad. Miles de hombres se hicieron acreedores a ella y no consiguieron ni una mención. No entonces.
—Quien sabe, Grey; quizá después de la guerra podamos sacar a luz muchísimas cosas.
Hizo que Grey se sentara.
—Ahora dígame, ¿cuál era la situación en el frente cuando ustedes llegaron a Singapur?
—Lamento decir a mi amigo —tradujo Marlowe— que el miserable propietario de este reloj se rió de mí. Me dijo que lo menos que él podía aceptar eran dos mil seiscientos dólares. Incluso me avergüenza tener que decírtelo, pero tú eres mi amigo y debo informarte.
Torusimi se mostró obviamente disgustado. A través de Marlowe hablaron del tiempo y falta de comida. Torusimi les mostró una arrugada fotografía de su esposa y de sus tres hijos, les contó algo de su vida y de su pueblo junto a Seúl, donde se ganaba la vida como agricultor, aunque tenía un título universitario, y cómo odiaba la guerra. Les dijo que aborrecía a los japoneses, como todos sus compatriotas. Los coreanos ni siquiera eran admitidos en el ejército japonés. Son ciudadanos de segunda clase y no tienen voz en nada y pueden ser tratados a puntapies, según el antojo del japonés más bajo.
Conversaron hasta que Torusimi se levantó, cogió de manos de Marlowe su fusil, que lo había sostenido hasta entonces, obsesionado con la idea de que estuviera cargado y que era fácil matar a su dueño. Pero, ¿por qué razón? ¿Y luego?
—Le diré a mi amigo una última cosa, porque me desagrada verle con las manos vacías de beneficios esta noche pestilente, y me gustaría que consultaras con el codicioso propietario de este miserable reloj. ¡Dos mil cien!
—Con todo respeto, debo recordar a mi amigo que el miserable propietario, que es coronel y como tal carece de humor, dijo que sólo aceptaría dos mil seiscientos. Supongo que no quieres que escupa sobre mí.
—Cierto. Pero, por deferencia, te sugiero que le ofrezcas la oportunidad de no rehusar mi última oferta, hecha en honor a nuestra amistad, sin que yo obtenga beneficio. Quizás así se le ocurra decidirse.
—Lo intentaré porque tú eres mi amigo.
Rey les dejó otra vez solos. Mientras transcurría el tiempo, Marlowe escuchó la historia de cómo Torusimi fue obligado a servir en el ejército japonés y cómo no tenía estómago para la guerra.
Rey regresó a través de la ventana.
—El hombre es un cerdo, un cerdo sin honor. Después de escupirme, me amenazó con divulgar que yo soy un mal comerciante, y que me pondría en la cárcel antes de aceptar menos de dos mil cuatrocientos.
Torusimi dijo algunos disparates y amenazas. Rey volvió a sentarse, y, silencioso, pensó: «¡Diantre, he perdido el pulso, le empujo demasiado lejos esta vez», y Marlowe: «¡Por Dios! ¿Por qué demonios he tenido que verme envuelto en esto?».
—Dos mil doscientos —escupió Torusimi.
Rey se encogió de hombros, impotente, batido.
—Dígale que conforme —gruñó a Marlowe—. Es demasiado duro para mí. Dígale que tendré que ceder mi maldita comisión para compensar la diferencia. El hijo de perra no aceptará un penique menos. Pero diablo, ¿qué beneficio saco yo de todo esto?
—Tú eres un hombre de hierro —tradujo Marlowe—. Diré al miserable propietario de este reloj que conseguirá su precio, aunque yo tendré que renunciar a mi comisión para compensar la diferencia entre el precio que tú has ofrecido y el precio que él, miserable, aceptará. Y, ¿dónde está mi beneficio? El negocio es honorable, incluso entre amigos debe de haber beneficios para todos.
—Porque tú eres mi amigo añadiré cien. Así te salvas y la próxima vez no hagas negocios para un hombre tan avaricioso y mísero.
—Te doy las gracias. Tú eres más listo que yo.
Rey entregó el reloj en su pequeña caja de piel y contó el gran rollo de billetes nuevos. Dos mil doscientos hacían un abultado fajo. Torusimi, sonriendo, entregó el centenar de más. Había engañado a Rey, cuya reputación de comerciante fino era pública entre los guardianes. Él vendería fácilmente el «Omega» por cinco mil dólares. Bueno, por lo menos tres mil quinientos. Un buen negocio para un guardián.
Torusimi dejó el paquete abierto de «Kooas» y otro sin empezar, en compensación al poco beneficio que Rey obtenía «Después de todo —pensó—, hay una larga guerra por delante, y es bueno hacer negocios. Y si la guerra es corta… bien, es igual, Rey siempre será un aliado útil».
—Lo hizo muy bien, Peter.
—Creí que iba a reventar.
—Yo también. Váyase al barracón. Vuelvo en seguida.
Rey encontró a Prouty en las sombras. Le dio novecientos dólares, el importe que el amargamente desgraciado comandante había aceptado y cobró su comisión, noventa dólares.
—Las cosas se ponen cada vez peores —dijo Rey.
«Sí, lo son, bastardo —se dijo Prouty—. Sin embargo, ochocientos diez no es mal precio para un "Omega" de imitación». Se rió para sus adentros contento de haber engatusado a Rey.
—Terriblemente disgustado, cabo. Lo último que poseía.
«Veamos —pensó feliz—. Necesitaremos un par de semanas para conseguir otro en forma. Timsen, el australiano, puede encargarse de la próxima venta».
De repente Prouty vio a Grey que se acercaba. Se escabulló entre los barracones, perdiéndose en las sombras. Rey saltó por la ventana del barracón norteamericano, se unió a la partida de póquer y susurró a Marlowe:
—¡Coja las cartas, diantre!
Los dos hombres, cuyos lugares habían tomado calmosamente, se convirtieron en mirones mientras Rey ponía un montón de billetes delante de cada uno de ellos dos. Grey apareció en el umbral.
Ninguno le hizo caso hasta que Rey levantó la cabeza, jovial.
—Buenas noches, señor.
—Buenas noches —el sudor corría por la frente de Grey—. Eso es mucho dinero.
«Virgen Santa, jamás he visto tanto dinero junto en mi vida. Y lo que podría hacer con sólo una parte de él», pensó.
—Nos gusta jugar, señor.
Grey volvió a hundirse en la noche. ¡Condenado Samson!
Jugaron unas cuantas partidas hasta que tocaron retreta. Entonces Rey recogió el dinero y dio a cada hombre un billete de diez dólares y todos corearon sus gracias. A Dino le entregó diez para cada uno de los que estaban fuera, hizo un gesto con la cabeza a Peter, y, juntos se encaminaron a su sitio en el barracón.
—Merecemos un café, Peter.
Rey estaba algo cansado. El esfuerzo que suponía permanecer alerta fatigaba. Se tendió en la cama y Marlowe hizo el café.
—Creo que no le he traído mucha suerte —dijo suavemente.
—¿Cómo?
—La venta. No lo hice demasiado bien, ¿verdad?
Rey contestó:
—Según lo previsto. Aquí tiene. —Contó ciento diez dólares y se los dio—. Me debe dos dólares.
—¿Dos dólares? —miró el dinero—. ¿Para qué es eso?
—Es su comisión.
—¿Por qué?
—¡Vaya, hombre! No va a suponer que le puse a trabajar para nada. ¿Por quién me toma?
—Dije que lo hacía con mucho gusto. No me da derecho a nada haber servido de intérprete.
—¡Está usted loco! Ciento ocho dólares…, el diez por ciento. No es una limosna. Es suyo. Lo ganó usted.
—Usted es el que está loco. ¿Cómo diablos puedo yo ganar ciento ocho dólares de una venta de dos mil doscientos dólares, cuando es el precio total y no hay beneficios? No pensará que voy a aceptar el dinero que le ha dado el coreano.
—¿No lo precisan, usted, Mac y Larkin?
—Claro que sí. Pero no sería justo. Además, no comprendo por qué son ciento ocho dólares.
—Peter, ignoro cómo ha conseguido subsistir en este mundo hasta ahora. Le daré una explicación. Yo gané mil ochenta dólares en el trato. El diez por ciento es ciento ocho. Ciento diez menos dos hacen ciento ocho. Yo le di ciento diez, luego me debe dos dólares.
—¿Cómo demonios ha ganado usted todo eso cuando…?
—Se lo diré. La lección número uno de todo negocio consiste en comprar barato y vender caro. Esta noche, por ejemplo —Rey explicó cómo había forzado a Prouty. Marlowe guardó silencio un rato. Luego dijo:
—Eso parece deshonesto.
—No es deshonesto, Peter. Todo negocio se centra en vender más caro de lo que se compra.
—Sí. Pero, ¿acaso su margen de beneficio no es excesivo?
—¡Infiernos! No. Todos sabíamos que el reloj era una imitación, excepto Torusimi. Pero no le preocupe haberle engañado, él puede venderlo fácilmente a un chino, y con beneficio.
—No lo creo.
—Conforme. Piense en Prouty. Él vendía una imitación. Quizá lo robó, o, demonios, ¡qué sé yo cómo se hizo con él! Y si consiguió un precio pobre se debe a que es un mal comerciante. Si hubiera tenido tripas para llevarse el reloj y descender de nuevo la carretera, yo le hubiera detenido para ofrecerle un precio mayor. Además, él no dará un solo paso para ayudarme, si se descubre que el reloj es un engaño. El trato incluye también la protección de mi cliente, y Prouty sabe que está a salvo, mientras que yo me expongo a lo que venga.
—¿Qué hará usted cuando Torusimi lo descubra?
—Volverá —Rey se puso de repente a reír—, pero no a reclamar. ¡Canastos! Si lo hace se desprestigia. Nunca admitirá que yo le engañé en un negocio. Además, sus compinches lo descuartizarían si yo divulgara la noticia. Él volverá, seguro, si bien para intentar superarme la próxima vez.
Encendió un cigarrillo y dio otro a Marlowe.
—Así —continuó—. Prouty ganó novecientos menos el diez por ciento de mi comisión. Es un precio bajo, pero no injusto, y, no olvide, que usted y yo corrimos «todo» el riesgo. Ahora bien, de la ganancia hay que deducir nuestros gastos. Tuve que pagar cien dólares para que lo pulimentaran y lo limpiaran y conseguir un cristal nuevo. Max ha percibido veinte, pues fue él quien se enteró de la venta en perspectiva, diez a cada uno de los cuatro guardianes y otros sesenta para los muchachos que vigilaban, todo eso suma ciento veinte. Si quitamos ciento veinte de mil doscientos quedan mil ochenta dólares exactos. El diez por ciento de eso es ciento ocho. Sencillo, ¿verdad?
Marlowe sacudió la cabeza mareado con tantas cifras, tanto dinero y tanta excitación. Primero hablaron con un coreano, y ahora era dueño de ciento ocho dólares, ganados con facilidad. ¡Canastos! Eso equivalía a veinte cocos o un montón de huevos. ¡Mac! Ahora le podremos dar comida. ¡Huevos, huevos, es lo que necesita!
De repente le pareció oír a su padre, tan claramente como si estuviera a su lado. Incluso le veía, erguido y fuerte en su uniforme de la Armada Real.
«Escucha, hijo mío. Hay una cosa que se llama honor. Si tú comercias con un hombre, dile la verdad, y, entonces, él te dirá la verdad o no tiene honor. Protege a otro hombre del mismo modo que tú esperas que él te proteja a ti. Y si un hombre no tiene honor, no te asocies con él porque te emponzoñará. Recuerda, hay gente honorable y gente sucia. Hay dinero honorable y dinero sucio.
»Pero eso no es dinero sucio —se oyó a sí mismo responder—. Al menos según lo ha explicado Rey. De hecho, le tomaban por un incauto, y resultó ser más listo que ellos.
—Cierto. Pero es deshonroso vender la propiedad de un hombre y decirle que el precio ha sido más bajo del real.
—Sí, pero…
—No hay peros, hijo mío. Es verdad que el honor se mide por grados, y un hombre debe de regirse por un solo código. Haz lo que quieras. Te corresponde decidir. Hay cosas que un hombre ha de decidirlas solo. A veces uno ha de adaptarse a las circunstancias. Pero, por amor de Dios, guárdate tú y tu conciencia, nadie más lo hará, y entérate de que una decisión equivocada puede destrozarte con mucha mayor seguridad que una bala».
Marlowe sopesó el dinero y lo que podrían conseguir Mac, Larkin y él. La balanza se inclinó a favor de ellos. En realidad, el dinero pertenecía a Prouty y su grupo. Quizás era la última cosa que les quedaba en el mundo y, posiblemente, su falta podía ocasionarles la muerte. Esto le inquietaba, si bien aquellos hombres le eran desconocidos. Contra semejante razonamiento se alzaba el recuerdo de Mac, y la necesidad que ahogaba a Larkin. También era una locura olvidarse de sí mismo. Recordó las palabras de Rey: «No es limosna», y era cierto que antes había aceptado limosnas.
«¿Qué debo hacer Señor? ¿Qué debo hacer?». Pero Dios no aclaró sus dudas.
—Gracias por el dinero —repuso Marlowe.
Todo su ser fue consciente de la quemazón que sintió al guardárselo.
—¿Gracias de qué? Se lo ganó. Es suyo. Trabajó usted para obtenerlo. Yo no le doy nada.
Rey se mostró jubiloso y su alegría suavizó el desagrado de Marlowe.
—Vamos —dijo—. Debemos celebrar nuestro primer negocio juntos. Con mis sesos y su malayo, aún viviremos una vida a lo Riley.
Luego preparó varios huevos fritos.
Una vez sentados a la mesa, explicó a su invitado que había mandado a los muchachos a comprar víveres tan pronto Yoshima descubrió la radio.
—Hay que saber bailar en esta vida, Peter. Imaginé que el japonés nos haría la vida difícil una temporada. Si bien eso afecta siempre a los incapaces. Mire a Tex, ¡pobre hijo de perra! No tenía ni para comprarse un piojoso huevo. Piense en usted y Larkin. Y si no fuera por mí, Mac aún estaría sufriendo, ¡pobre bastardo! Naturalmente, me gusta y me hace feliz ayudar a los amigos. Un hombre debe ayudar a sus amigos o todo carece de finalidad.
—Eso supongo —replicó Marlowe.
Las palabras de Rey le parecieron una monstruosidad. Sintióse enojado con él, pues ignoraba que la mente norteamericana es simple en algunas cosas, tan simple como la inglesa. Un norteamericano se enorgullece de su capacidad para ganar dinero y un inglés, como él mismo, experimenta esa satisfacción al morir por su bandera.
Vio a Rey que miraba a través de la ventana y observó el brillo de sus ojos. Hizo lo mismo y descubrió a un hombre que se acercaba por el sendero. Una vez dentro de la zona iluminada, supo quién era: el coronel Samson.
Samson vio a Rey, y le saludó amistosamente.
—Buenas noches, cabo —dijo, mientras continuaba su camino.
Rey contó noventa dólares y se los entregó a Marlowe.
—Hágame un favor, Peter. Agregue uno de diez y déselos a ese tipo.
—¿Samson? ¿Al coronel Samson?
—Desde luego. Le encontrará cerca de la esquina de la cárcel.
—¿Darle dinero? Pero, ¿qué debo decirle?
—Que es de parte mía.
«¡Dios mío! —pensó aturdido Peter Marlowe—. Samson entra en la rueda de pagos. ¡No puede ser! ¡No puedo hacerlo! Tú eres mi amigo, pero yo no puedo acercarme a un coronel y decirle: "Aquí tiene usted cien dólares de parte de Rey." ¡No puedo!».
Rey intuyó su pensamiento. «¡Oh, Peter! —se dijo—. ¡Eres un chiquillo! —Luego añadió—: ¡Al infierno contigo!». Pero rechazó la última frase. Peter era el único hombre del campo que había deseado como amigo, y el único que necesitaba. Así, decidió enseñarle las verdades de la vida. «Será difícil, Peter muchacho, y puede dolerte mucho, pero voy a enseñarte aunque deba romperte. Tienes que subsistir y vas a ser mi socio».
—Peter, habrá momentos en que deberá confiar en mí. Nunca le pondré en la boca del lobo. Mientras sea mi amigo, téngame confianza. Si no quiere ser mi amigo, allá usted. Pero yo quisiera que lo fuese.
Marlowe captó la sinceridad de Rey. Pensó: «Coge el dinero confiado o…, déjalo y vete».
La vida de un hombre se halla siempre en una encrucijada. Y no sólo importa su vida, si es un «hombre». En realidad hay otros factores en la balanza.
En un platillo estaban las vidas de Mac y Larkin, junto con la suya propia, pues sin Rey carecían de defensas como cualquiera otro en el campo; sin él no habría poblado, él nunca se arriesgaría a ir solo…, ni por la radio. El otro platillo contenía la herencia de todo un pasado que saltaría hecha añicos. Samson era una potencia en el ejército regular, un hombre de casta, posición y riqueza, y él, Marlowe, había nacido para oficial, como su padre antes que él, y su hijo después de él, y semejante paso nunca sería olvidado. Pero si Samson era un asalariado, entonces, cuanto le enseñaron carecía de valor.
Como un autómata, cogió el dinero y se perdió en la noche.
Encontró al coronel Samson y oyó que le decía:
—¡Ah! ¿Es usted Marlowe? ¿Es usted?
Le entregó el dinero.
—Rey me dijo que le entregase a usted eso.
Vio cómo se iluminaban los ojos viscosos de Samson al contar avariciosamente los billetes y guardarlos en sus pantalones raídos.
—Déle las gracias —oyó que murmuraba Samson—. Dígale que entretuve a Grey una hora; no pude retenerlo más tiempo. ¿Fue suficiente?
—Fue suficiente. —Luego añadió—: La próxima vez entreténgalo más rato, o avise, ¡estúpido sodomita!
—Le entretuve tanto como pude. Dígale a Rey que lo siento. Lo siento y no sucederá otra vez. Lo prometo. Escuche, Marlowe. Usted sabe cómo es Grey, a veces resulta difícil.
—Le diré que lo siente.
—Sí, sí. Gracias, gracias Marlowe. Le envidio su posición tan cerca de Rey. Tiene usted suerte.
Peter Marlowe volvió al barracón norteamericano. Rey le dio las gracias y él hizo lo mismo antes de marcharse.
Encontró un pequeño promontorio desde el cual veía la alambrada y deseó encontrarse en su Spitfire surcando el cielo solo, y ascender cada vez más en aquel firmamento, donde todo es limpio y puro, donde no hay gente piojosa…, donde la vida es sencilla y se puede hablar con Dios, y estar con Dios, sin sentir vergüenza.