XXXVII
—No sé, no tiene nada de fiebre, pero hay algo que no me gusta —dijo Claudia, mirando a Jorge que corría en persecución de Persio—. Cuando mi hijo no afirma su voluntad de repetir el postre, es señal de que tiene la lengua sucia.
Medrano escuchaba como si las palabras fuesen un reproche. Se encogió de hombros, rabioso.
—Lo mejor sería que lo viera el médico, pero si seguimos así… No, realmente es una barbaridad. López tiene toda la razón del mundo y habrá que acabar de alguna manera con este absurdo.
«Me pregunto para qué demonios tenemos esas armas en la cabina», pensó, explicándose de sobra por qué Claudia callaba con un aire entre desconcertado y escéptico.
—Probablemente no conseguirán nada —dijo Claudia después de un rato—. Una puerta de hierro no se abre a empujones. Pero no se preocupe por Jorge, quizá sea un resto del malestar de ayer. Vaya a traerme una reposera, y busquemos un poco de sombra.
Se ubicaron a suficiente distancia de la señora de Trejo como para satisfacer su susceptibilidad social y poder hablar sin que los oyera. La sombra era fresca a las cuatro de la tarde, soplaba una brisa que a veces resonaba en los cabos y alborotaba el pelo de Jorge, entregado a un violento fideo fino con el paciente Persio. Por debajo del diálogo Claudia sentía que Medrano rumiaba su idea fija, y que mientras comentaba los ejercicios de Presutti y Felipe seguía pensando en el oficial y en el médico. Sonrió, divertida de tanta masculina obcecación.
—Lo curioso es que hasta ahora no hemos hablado del viaje por el Pacífico —le dijo—. Me he fijado que nadie menciona el Japón. Ni siquiera el modesto estrecho de Magallanes o las posibles escalas.
—Futuro remoto —dijo Medrano, volviendo con una sonrisa de su malhumor de un minuto—. Demasiado remoto para la imaginación de algunos, y demasiado improbable para usted y para mí.
—Nada hace suponer que no llegaremos.
—Nada. Pero es un poco como la muerte. Nada hace suponer que no moriremos, y sin embargo…
—Detesto las alegorías —dijo Claudia—, salvo las que se escribieron en su tiempo, y no todas.
Felipe y el Pelusa ensayaban en la cubierta la serie de ejercicios con que se lucirían en la velada. No se veía a nadie en el puente de mando. La señora de Trejo enterró cruelmente las amarillas agujas en el ovillo de lana, envolvió el tejido, y luego de un cortés saludo se sumó amablemente a los ausentes. Medrano dejó que su mirada se balanceara un rato en el espacio, sujeta en el pico de un pájaro carnero.
—Japón o no Japón, nunca lamentaré haberme embarcado en este condenado Malcolm. Le debo haberla conocido, le debo ese pájaro, esas olas enjabonadas, y creo que algunos malos ratos más necesarios de lo que habría admitido en Buenos Aires.
—Y don Galo, y la señora de Trejo, amén de otros pasajeros igualmente notables.
—Hablo en serio, Claudia. No soy feliz a bordo, cosa que podría sorprenderme porque no entraba para nada en mis planes. Todo estaba preparado para hacer de este viaje algo como el intervalo entre la terminación de un libro y el momento en que cortamos las páginas de uno nuevo. Una tierra de nadie en que nos curamos las heridas, si es posible, y juntamos hidratos de carbono, grasas y reservas morales para la nueva zambullida en el calendario. Pero me ha salido al revés, la tierra de nadie era el Buenos Aires de los últimos tiempos.
—Cualquier sitio es bueno para poner las cosas en claro —dijo Claudia—. Ojalá yo sintiera lo mismo, todo lo que me dijo anoche, lo que todavía puede ocurrirle… A mí no me inquieta mucho la vida que llevo, allá o acá. Sé que es como una hibernación, una vida en puntas de pie, y que vivo para ser nada más que la sombra de Jorge, la mano que está ahí cuando de noche él alarga la suya en la oscuridad y tiene miedo.
—Sí, pero eso es mucho.
—Visto desde fuera, o estimado en términos de abnegación maternal. El problema es que yo soy otra cosa además de la madre de Jorge. Ya se lo dije, mi matrimonio fue un error, pero también es un error quedarse demasiado tiempo tirada al sol en la playa. Equivocarse por exceso de belleza o de felicidad… lo que cuenta son los resultados. De todos modos mi pasado estaba lleno de cosas bellas, y haberlas sacrificado a otras cosas igualmente bellas o necesarias no me consolará nunca. Deme a elegir entre un Braque y un Picasso, me quedaré con el Braque, lo sé (si es un cuadro en que estoy pensando ahora), pero qué tristeza no tener ese precioso Picasso colgado en mi salón…
Se echó a reír sin alegría, y Medrano alargó una mano y la apoyó en su brazo.
—Nada le impide ser mucho más que la madre de Jorge —dijo—. ¿Por qué casi siempre las mujeres que se quedan solas pierden el impulso, se dejan estar? ¿Corrían tomadas de nuestra mano, mientras nosotros creíamos correr porque ellas nos mostraban un camino? Usted no parece aceptar que la maternidad sea su sola obligación, como tantas otras mujeres. Estoy seguro de que podría hacer todo lo que se propusiera, satisfacer todos los deseos.
—Oh, mis deseos —dijo Claudia—. Más bien quisiera no tenerlos, acabar con muchos de ellos. Quizás así…
—Entonces, ¿seguir queriendo a su marido basta para malograrla?
—No sé si lo quiero —dijo Claudia—. A veces pienso que nunca lo quise. Me resultó demasiado fácil liberarme. Como usted de Bettina, por ejemplo, y creo saber que no estaba enamorado de ella.
—¿Y él? ¿No trató nunca de reconciliarse, la dejó irse así?
—Oh, él iba a tres congresos de neurología por año —dijo Claudia, sin resentimiento—. Antes de que el divorcio quedara terminado ya tenía una amiga en Montevideo. Me lo dijo para quitarme toda preocupación, porque debía sospechar este… llamémosle sentimiento de culpa.
Vieron cómo Felipe subía por la escalerilla de estribor, se reunía con Raúl y los dos se alejaban por el pasillo. La Beba bajó y vino a sentarse en la reposera de su madre. Le sonrieron. La Beba les sonrió. Pobre chica, siempre tan sola.
—Se está bien, aquí —dijo Medrano.
—Oh, sí —dijo la Beba—. Ya no aguantaba más el sol. Pero también me gusta quemarme.
Medrano iba a preguntarle por qué no se bañaba, pero se contuvo prudentemente. «A lo mejor meto la pata», pensó fastidiado al mismo tiempo por la interrupción del diálogo. Claudia preguntaba alguna cosa sobre una hebilla que había encontrado Jorge en el comedor. Encendiendo un cigarro, Medrano se hundió un poco más en la reposera. Sentimiento de culpa, palabras y más palabras. Sentimiento de culpa. Como si una mujer como Claudia pudiera… La miró de lleno, la vio sonreír. La Beba se animaba, acercó un poco su reposera, más confiada. Por fin empezaba a hablar en serio con las personas mayores. «No —pensó Medrano—, eso no puede ser un sentimiento de culpa. Un hombre que pierde a alguien como ella es el verdadero culpable. Cierto que podía no estar enamorado, por qué tengo que juzgarlo desde mi punto de vista. Creo que realmente la admiro, que cuanto más se confía y me habla de su debilidad, más fuerte y más espléndida la encuentro. Y no creo que sea el aire yodado…» Le bastaba evocar por un segundo (pero no era siquiera una evocación, estaba mucho antes de toda imagen y toda palabra, formando parte de su modo de ser, del bloque total y definitivo de su vida), las mujeres que había conocido íntimamente, las fuertes y las débiles, las que van adelante y las que siguen las huellas. Tenía garantías de sobra para admirar a Claudia, para tenderle la mano sabiendo que era ella quien la tomaba para guiarlo. Pero el rumbo de la marcha era incierto, las cosas latían por fuera y por dentro como el mar y el sol y la brisa en los cables. Un deslumbramiento secreto, un grito de encuentro, una turbia seguridad. Como si después viniera algo terrible y hermoso a la vez, algo definitivo, un enorme salto o una decisión irrevocable. Entre ese caos que era sin embargo como una música, y el gusto cotidiano de su cigarro, había ya una ruptura incalculable. Medrano midió esa ruptura como si fuera la distancia pavorosa que le quedaba todavía por franquear.
—Sujetame fuerte la muñeca —mandó el Pelusa—. No ves que si te refalás ahora los rompemo el alma.
Sentado en la escalerilla, Raúl seguía minuciosamente las distintas fases del entrenamiento. «Se han hecho buenos amigos», pensó, admirando la forma en que el Pelusa levantaba a Felipe haciéndolo describir un semicírculo. Admiró la fuerza y la agilidad de Atilio, un tanto menoscabadas en su plástica por el absurdo traje de baño. Deliberadamente estacionó la mirada en su cintura, sus antebrazos cubiertos de pecas y vello rojizo, negándose a mirar de lleno a Felipe que, contraídos los labios (debía tener un poco de miedo) se mantenía cabeza abajo mientras el Pelusa lo aguantaba sólidamente plantado y con las piernas abiertas para contrarrestar el balanceo del barco. «¡Hop!», gritó el Pelusa, como había oído a los equilibristas del circo Boedo, y Felipe se encontró de pie, respirando agitadamente y admirado de la fuerza de su compañero.
—Lo que sí nunca te pongás duro —aconsejó el Pelusa, respirando a fondo—. Cuanto más blando el cuerpo mejor te sale la prueba. Ahora hacemos la pirámide, atenti a cuando yo digo hop. ¡Hop! Pero no, pibe, no ves que así te podés sacar la muñeca. Qué cosa, ya te lo dije como sofocientas veces. Si estaría aquí el Rusito, verías lo que son las pruebas, verías.
—Que querés, uno no puede aprender todo de golpe —dijo Felipe, resentido.
—Está bien, está bien, no digo nada, pero vos te emperrás en ponerte duro. Soy yo que hago la fuerza, vos tenés que dar el salto. Ojo cuando me pisás el cogote, mirá que tengo la piel paspada.
Hicieron la pirámide, fracasaron en la doble tijera australiana, se desquitaron con una serie de saltos de carpa combinados que Raúl, bastante aburrido, aplaudió con énfasis. El Pelusa sonrió modestamente, y Felipe estimó que ya estaban bastante entrenados para la noche.
—Tenés razón, pibe —dijo el Pelusa—. Si te estrenás demasiado después te duele todo el cuerpo. ¿Querés que los tomemo una cerveza?
—No, en todo caso más tarde. Ahora me voy a pegar una ducha, estoy todo transpirado.
—Eso es bueno —dijo el Pelusa—. La transpiración mata el microbio. Yo me voy a tomar una Quilmes Cristal.
«Curioso, para ellos una cerveza es casi siempre una Quilmes Cristal», se dijo Raúl, pero lo pensaba para desechar la esperanza de que quizá Felipe había rechazado deliberadamente la invitación. «Quién sabe, a lo mejor todavía sigue enojado.» El Pelusa pasó a su lado con un sonoro «Disculpe, joven», y un halo casi visible de olor a cebolla. Raúl se quedó sentado hasta que Felipe subió a su vez, echada sobre los hombros la toalla a franjas rojas y verdes.
—Todo un atleta —dijo Raúl—. Se van a lucir esta noche.
—Bah, no es nada. Yo todavía no me siento muy bien, de a ratos me da vuelta la cabeza, pero las cosas más difíciles las va a hacer Atilio. ¡Qué calor!
—Con una ducha quedarás como nuevo.
—Seguro, es lo mejor. ¿Y usted qué va a hacer esta noche?
—Mirá, todavía no sé. Tengo que hablar con Paula y combinar alguna cosa más o menos divertida. Tenemos la costumbre de improvisar algo a último momento. Sale siempre mal, pero la gente no se da demasiado cuenta. Estás empapado.
—También, con todo el ejercicio… ¿De veras que no saben lo que van a hacer?
Raúl se había levantado, y anduvieron juntos por el pasillo de estribor. Felipe hubiera debido subir por la otra escalerilla para ir directamente a su cabina. Claro que era lo mismo, bastaba atravesar el pasadizo intermedio; pero lo más lógico hubiera sido que subiera por la escalerilla de babor. Es decir que si había subido por la de estribor, podía suponerse que había buscado hablar con Raúl. No era seguro pero sí probable. Y no estaba enojado, aunque evitaba mirarlo en los ojos. Siguiéndolo por el pasillo sombrío, veía las vivas franjas de la toalla cubriéndole parte de la espalda; pensó en un gran viento que la hiciera flotar como la capa de un auriga. Los pies desnudos iban dejando una ligera marca húmeda en el linóleo. Al llegar al pasadizo Felipe se volvió, apoyando una mano en el tabique. Ya otra vez había tomado la misma actitud, igualmente inseguro sobre lo que iba a decir y cómo tenía que decirlo.
—Bueno, me voy a pegar una ducha. ¿Usted qué hace?
—Oh, me iré a tirar un rato a la cama, siempre que Paula no ronque mucho.
—No me va a decir que ronca, una chica tan joven.
Enrojeció de golpe, dándose cuenta que el recuerdo de Paula lo turbaba frente a Raúl, que Raúl le estaba tomando el pelo, que al fin y al cabo las mujeres debían roncar como tanta gente, y que sorprenderse delante de Raúl era admitir que no tenía la menor idea de una mujer dormida, de una mujer en una cama. Pero Raúl lo miraba sin asomo de burla.
—Claro que ronca —dijo—. No siempre, pero a veces cuando hace la siesta. No se puede leer con alguien que ronca cerca.
—Seguro —dijo Felipe—. Bueno, si quiere venir un rato a charlar al camarote, total yo me pego una ducha en un momento. No hay nadie, el viejo se la pasa leyendo en el bar.
—Ya está —dijo Raúl, que había aprendido la expresión en Chile y le recordaba algunos días de montaña y de felicidad—. Me vas a dejar cargar la pipa con tu tabaco, me dejé la lata en mi cabina.
La puerta de su cabina estaba a cuatro metros del pasadizo, pero Felipe pareció aceptar el pedido como algo casi necesario, el gesto que redondea una situación, algo tras de lo cual se puede seguir adelante con toda tranquilidad.
—El camarero es un as —dijo Felipe—. ¿Usted lo vio entrar o salir de su camarote? Yo nunca, pero apenas uno vuelve encuentra todo acomodado, la cama hecha… Espere que le doy el tabaco.
Tiró la toalla a un rincón y puso en marcha el ventilador. Mientras buscaba el tabaco explicó que le encantaban los aparatos eléctricos que había en la cabina, que el cuarto de baño era una maravilla y lo mismo las luces, todo estaba tan bien pensado. De espaldas a Raúl, se inclinaba sobre el cajón inferior de la cómoda, buscando el tabaco. Lo encontró y se lo alcanzó, pero Raúl no hacía caso de su gesto.
—¿Qué pasa? —dijo Felipe, con el brazo tendido.
—Nada —dijo Raúl sin tomar el tabaco—. Te estaba mirando.
—¿A mí? Vamos…
—Con un cuerpo así ya habrás conquistado muchas chicas.
—Oh, vamos —repitió Felipe, sin saber qué hacer con la lata en la mano. Raúl la tomó y al mismo tiempo le sujetó la mano, atrayéndolo. Felipe se soltó bruscamente pero sin retroceder. Parecía más desconcertado que temeroso, y cuando Raúl dio un paso adelante se quedó inmóvil, con los ojos bajos. Raúl le apoyó la mano en el hombro y la dejó correr lentamente por el brazo.
—Estás empapado —dijo—. Vení, bañate de una vez.
—Sí, mejor —dijo Felipe—. En seguida salgo.
—Dejá la puerta abierta, entre tanto podemos charlar.
—Pero… Por mí me da igual, pero si entra el viejo…
—¿Qué creés que va a pensar?
—Y, no sé.
—Si no sabés, entonces te da lo mismo.
—No es eso, pero…
—¿Tenés vergüenza?
—¿Yo? ¿De qué voy a tener vergüenza?
—Ya me parecía. Si tenés miedo de lo que piense tu papá, podemos cerrar la puerta de entrada.
Felipe no encontraba qué decir. Vacilante, fue hasta la puerta de la cabina y la cerró con llave. Raúl esperaba, cargando lentamente la pipa. Lo vio mirar el armario, la cama, como si buscara alguna cosa, un pretexto para ganar tiempo a decidirse. Sacó de la cómoda un par de medias blancas, unos calzoncillos, y los puso sobre la cama, pero después los tomó otra vez y los llevó al cuarto de baño para dejarlos al lado de la ducha, sobre un taburete niquelado. Raúl había encendido la pipa y lo miraba. Felipe abrió la ducha, probó la temperatura del agua. Después, con un movimiento rápido, de frente a Raúl, se bajó el slip y en un instante estuvo bajo la ducha, como si buscara la protección del agua. Empezó a jabonarse enérgicamente, sin mirar hacia la puerta, y silbó. Un silbido entrecortado por el agua que se le metía en la boca y su respiración agitada.
—De verdad, tenés un cuerpo estupendo —dijo Raúl, ubicándose contra el espejo—. A tu edad hay muchos chicos que todavía no se sabe bien lo que son, pero vos… Si habré visto muchachos como vos en Buenos Aires.
—¿En el club? —dijo Felipe, incapaz de pensar otra cosa. Seguía de frente a él, negándose por pudor a darle la espalda. Algo zumbaba ensordecedoramente en su cabeza; era el agua que le golpeaba los oídos y le entraba en los ojos, o algo más adentro, una tromba que lo privaba de voluntad y de todo dominio sobre su voz. Seguía jabonándose automáticamente pero bajo el agua, que se llevaba la espuma. Si la Beba llegaba a enterarse… Detrás de eso, como a una distancia infinita estaba pensando en Alfieri, en que Alfieri podría haber sido ese que estaba ahí fumando, mirándolo como miran los sargentos a los conscriptos desnudos, o los médicos como aquél de la calle Charcas que lo hacía caminar con los ojos cerrados y estirando los brazos. Alcanzó a decirse que Alfieri (pero no, si no era Alfieri), se estaría burlando de su torpeza, de golpe le dio rabia ser tan idiota, cortó de golpe la ducha y empezó a jabonarse de verdad, con movimientos furiosos que iban dejando montones de espuma blanca en el vientre, las axilas, el cuello. Ya casi no le importaba que Raúl lo estuviera mirando, al fin y al cabo entre hombres… Pero se mentía, y al jabonarse evitaba ciertos movimientos, se mantenía lo más derecho posible, siempre de frente, poniendo especial cuidado en lavarse los brazos y el pecho, el cuello y las orejas. Apoyó un pie en el borde de la cubeta de mosaicos verdes, se agachó un poco y empezó a jabonarse el tobillo y la pantorrilla. Tenía la impresión de que hacía horas que se estaba bañando. La ducha no le daba ningún placer pero le costaba cortar el agua y salir de la cubeta, empezar a secarse. Cuando por fin se enderezó, con el pelo chorreándole en los ojos, Raúl había descolgado la toalla de una percha y se la alcanzaba desde lejos, evitando pisar el suelo salpicado de jabón.
—¿Te sentís mejor, ahora?
—Seguro. La ducha hace bien después del ejercicio.
—Sí, y sobre todo después de ciertos ejercicios. Hoy no me entendiste cuando te dije que tenías un lindo cuerpo. Lo que te quería preguntar era si te gusta que las mujeres te lo digan.
—Bueno, claro que a uno le gusta —dijo Felipe, empleando el «uno» después de vacilar imperceptiblemente.
—¿Ya te tiraste a muchas, o solamente a una?
—¿Y usted? —dijo Felipe, poniéndose los calzoncillos.
—Contestame, no tengas vergüenza.
—Yo soy joven, todavía —dijo Felipe—. Para qué me voy a dar corte.
—Así me gusta. Así que todavía no te tiraste ninguna.
—Tanto como ninguna no. En los clandestinos… Claro que no es lo mismo.
—Ah, fuiste a los clandestinos. Yo creía que ya no quedaba ninguno en las afueras.
—Quedan dos o tres —dijo Felipe, peinándose frente al espejo—. Tengo un amigo de quinto año que me pasó el dato. Un tal Ordóñez.
—¿Y te dejaron entrar?
—Seguro que me dejaron entrar. No ve que iba con Ordóñez que ya tiene libreta. Fuimos dos veces.
—¿Te gustó?
—Y claro.
Apagó la luz del cuarto de baño y pasó junto a Raúl que no se había movido. Lo oyó que abría un cajón, buscando una camisa o unas zapatillas. Se quedó un momento más en la sombra húmeda, preguntándose por qué… Pero ya ni siquiera valía la pena hacerse la pregunta. Entró en la cabina y se sentó en un sillón. Felipe se había puesto unos pantalones blancos; todavía tenía el torso desnudo.
—Si no te gusta que hablemos de mujeres, me lo decís y basta —dijo Raúl—. Yo pensé que ya estabas en edad de interesarte por esas cosas.
—¿Quién dijo que no me interesa? Qué tipo raro es usted, a ratos me hace recordar a uno que conozco…
—¿También te habla de mujeres?
—A veces. Pero es raro… Hay tipos raros, ¿no? No quise decir que usted…
—Por mí no te preocupes, me imagino que a veces te debo parecer raro. Así que ése que conocés… Hablame de él, total podemos fumarnos una pipa juntos. Si querés.
—Claro —dijo Felipe, mucho más seguro dentro de su ropa. Se puso una camisa azul, dejándola por fuera de los pantalones, y sacó su pipa. Se sentó en el otro sillón y esperó a que Raúl le alcanzara el tabaco. Tenía una sensación de haber escapado a algo, como si todo lo que acababa de ocurrir hubiera podido ser muy distinto. Ahora se daba cuenta de que todo el tiempo había estado crispado, agazapado casi, esperando que Raúl hiciera alguna cosa que no había hecho, o dijera alguna cosa que no había dicho. Tenía casi ganas de reírse, cargó torpemente la pipa y la encendió usando dos fósforos. Empezó a contar cosas de Alfieri, lo púa que era Alfieri y cómo se había tirado a la mujer del abogado. Elegía los recuerdos, después de todo Raúl había hablado de mujeres, no tenía por qué contarle las historias de Viana y de Freilich. Con Alfieri y Ordóñez tenía para un buen rato de cuentos.
—Para eso se precisa mucho vento, claro. Las mujeres quieren que uno las lleve a la milonga, meta taxi, y arriba hay que pagar la amueblada…
—Si estuviéramos en Buenos Aires yo te podría arreglar todo eso, sabés. Cuando volvamos ya verás. Te lo prometo.
—Usted debe tener un cotorro bacán, seguro.
—Sí. Te lo pasaré cuando te haga falta.
—¿De verdad? —dijo Felipe, casi asustado—. Sería fenomenal, así uno puede llevarse a una mujer aunque no tenga mucha plata… —se puso colorado, tosió—. Bueno, algún día me parece que podríamos compartir los gustos. Tampoco es cosa de que usted…
Raúl se levantó y se le acercó. Empezó a acariciarle el pelo, que estaba empapado y casi pegajoso. Felipe hizo un movimiento para apartar la cabeza.
—Vamos —dijo—. Me va a despeinar. Si entra el viejo…
—Cerraste la puerta, creo.
—Sí, pero lo mismo. Déjeme.
Le ardían las mejillas. Trató de levantarse del sillón, pero Raúl le apoyó una mano en el hombro y lo mantuvo quieto. Volvió a acariciarle levemente el pelo.
—¿Qué pensás de mí? Decime la verdad, no me importa.
Felipe se zafó y se puso de pie. Raúl dejó caer los brazos, como ofreciéndose a que lo golpeara. «Si me golpea es mío», alcanzó a pensar. Pero Felipe retrocedió uno o dos pasos, moviendo la cabeza como decepcionado.
—Déjeme —dijo con un hilo de voz—. Ustedes… ustedes son todos iguales.
—¿Ustedes? —dijo Raúl, sonriendo levemente.
—Sí, ustedes. Alfieri es igual, todos son iguales.
Raúl seguía sonriendo. Se encogió de hombros, hizo un movimiento hacia la puerta.
—Estás demasiado nervioso, hijo. ¿Qué tiene de malo que un amigo le haga una caricia a otro? Entre dar la mano o pasarla por el pelo, ¿qué diferencia hay?
—Diferencia… Usted sabe que hay diferencia.
—No, Felipe, sos vos que desconfías de mí porque te parece raro que yo quiera ser tu amigo. Desconfías, me mentís. Te portás como una mujer, si querés que te diga lo que pienso.
—Sí, ahora agárreselas conmigo —dijo Felipe, acercándose un poco—. ¿Yo le miento a usted?
—Sí. Me diste un poco de lástima, mentís muy mal, eso se aprende poco a poco y vos todavía no sabés, yo también volví allá abajo, y me enteré por uno de los lípidos. ¿Por qué me dijiste que habías estado con el más chico de los dos?
Felipe hizo un gesto como para negarle importancia a la cuestión.
—Puedo aceptar muchas veces cosas tristes de vos —dijo Raúl, hablándole en voz baja—. Puedo comprender que no me quieras, o que te parezca inadmisible la idea de ser mi amigo, o que tengas miedo de que los otros interpreten mal… Pero no me mientas, Felipe, ni siquiera por una tontería como ésa.
—Pero si no había nada de malo —dijo Felipe. Contra su voluntad lo atraía la voz de Raúl, sus ojos que lo miraban como esperando otra cosa de él—. De veras, lo que pasó es que me daba rabia que ustedes no me llevaron ayer, y quise… Bueno, fui por mi cuenta, y lo que hice allá abajo es cosa mía. Por eso no le contesté la verdad.
Le dio bruscamente la espalda y se acercó al ojo de buey. La mano con la pipa le colgaba, blanda. Se pasó la otra por el pelo, arqueó un poco los hombros. Por un momento había temido que Raúl le reprochase alguna otra cosa que no alcanzaba a precisar, cualquier cosa, que hubiera querido flirtear con Paula, o algo por el estilo. No quería mirarlo porque los ojos de Raúl le hacían daño, le daban ganas de llorar, de tirarse en la cama boca abajo y llorar, sintiéndose tan chiquilín y desarmado frente a ese hombre que le mostraba unos ojos tan desnudos. De espaldas a él, sintiéndolo acercarse lentamente, sabiendo que de un momento a otro los brazos de Raúl iban a ceñirlo con toda su fuerza, sintió que la pena se hacía miedo y que detrás del miedo había como una especie de tentación de seguir esperando y saber cómo sería ese abrazo en el que Raúl renunciaría a toda su superioridad para no ser más que una voz suplicante y unos ojos mansos como de perro, vencido por él, vencido a pesar de su abrazo. Bruscamente comprendía que los papeles se cambiaban, que era él quien podía dictar la ley. Se volvió de golpe, vio a Raúl en el preciso instante en que sus manos lo buscaban, y se le rió en la cara, histéricamente, mezclando risa y llanto, riéndose a sollozos agudos y quebrados, con la cara llena de muecas y de lágrimas y de burla.
Raúl le rozó la cara con los dedos, y esperó una vez más que Felipe le pegara. Vio el puño que se alzaba, lo esperó sin moverse. Felipe se tapó la cara con las dos manos, se agachó y saltó fuera de distancia. Era casi fatal que fuese hasta la puerta, la abriera y se quedara esperando. Raúl le pasó al lado sin mirarlo. La puerta sonó como un tiro a su espalda.