Don Melchor y los Reyes Magos
Las breves líneas que vamos a escribir, no son, porque todavía no están escritas, pero tampoco serán cuando las escribamos, ni un drama, ni un cuento, ni una leyenda, ni una historia.
En rigor, no hay en toda la nomenclatura literaria un nombre que les cuadre: verdad es que tampoco lo han de merecer.
El lugar de la acción es un conjunto de casas, que no puede decirse que forman ni una aldea, ni una villa, ni una ciudad.
Son unas cuantas viviendas resguardadas en la quebrada de un monte y apoyadas en una de las laderas.
Las cerca un río, aunque este nombre sea sobradamente ambicioso. A río no llega, pero es más que arroyo.
El sitio por lo demás es agreste y pintoresco.
Las casas son más que chozas, pero no tienen más que un piso; están pintadas de blanco, cubiertas de tejas y en cada techumbre hay su correspondiente chimenea.
En el rigor del invierno, cuando la quebrada del monte está cubierta de nieve y cuando están cubiertos de nieve los tejados, desde la ladera opuesta un observador confundiría la blancura de las casas con la blancura de la nevada superficie, y no divisaría el poblado a no ser por el humo de las chimeneas y por una torrecilla, que es la de una pequeña iglesia, la cual más que iglesia parece ermita, por lo diminuta.
Los personajes principales son: D. Melchor y dos niños, Perico y Luisito.
El coro por allí alrededor andará, o trabajando en el campo o atizando el fuego en la cocina, o cruzando de una a otra calleja; porque el poblado, callejas tiene, aunque no tenga calles.
El momento de la acción —si es que hay acción, que momento y aun momentos debe haberlos— es desde fines de diciembre hasta el día de Reyes.
D. Melchor debió ser en su tiempo caballero: hoy es casi campesino. Nació en el poblado, se fue por el mundo, y ya casi viejo volvió a la modesta casa de su nacimiento, acompañado de un niño, que sería su hijo o sería su nieto, para el cual trajo un Nacimiento precioso con magníficos montes de corcho, fuentes y ríos de cristal, pastores y pastoras de gran tamaño; y por de contado el Niño Dios, San José y la Virgen, la mula y el buey y los tres Reyes Magos con sus respectivos acompañamientos.
A los dos años de llegar se le murió el niño y se quedó solo. La cara muy pálida, el pelo muy blanco y cayéndole a mechones, como nieve que se derrite, el traje de luto perpetuo y la tristeza perpetua: así era. Únicamente cuando veía algún niño, entre sus labios pálidos se dibujaba algo así como una sonrisa.
Cuando llegaban las Navidades armaba su Nacimiento en una gran sala; abría las puertas para que entrasen todos los chicos del poblado; y él, sentado en un ancho sillón de vaqueta, les veía pasar, les oía reír, y de cuando en cuando, con un gran pañuelo de hierbas, se secaba los ojos: con la edad y las tristezas, los ojos se enternecen.
Como se llamaba Melchor, le llamaban en el pueblo el Rey Mago: el mejor de los Reyes Magos, porque tenían averiguado aquellas gentes que Gaspar era áspero y Baltasar colérico, pero que Melchor era de blanda condición.
El segundo personaje, es decir, Luisito, era hijo de una familia relativamente rica. No era malo, pero caprichoso, porque todos le mimaban mucho.
El tercer personaje, el más humilde, el más diminuto, era Perico.
¿Y quién era Perico? No es fácil averiguarlo.
Pregunte usted en primavera a un pajarillo que revolotea por entre las ramas de un cerezo quién es, cómo se llama, de dónde viene, quiénes fueron sus padres y a qué vino al mundo.
Pues tan difícilmente contestaría Perico a estas preguntas, como pudiera contestar el pajarillo.
Realmente, a una de ellas contestaría Perico, diciendo que Perico era su nombre; pero alguna diferencia ha de haber entre un ser humano y un pájaro.
Por lo demás, como el pájaro, revoloteaba Perico por entre las ramas de los árboles frutales.
Se alimentaba de frutas cuando las había, y cuando no, de los desperdicios y sobras de todas partes.
Bebía del agua de las fuentes y dormía en verano al aire libre: todo terruño era colchón, verde sábana de seda toda hierba y almohada cualquier pedrusco.
En invierno, en tiempo de lluvias, nevadas y ventiscas, el socavón de una roca le prestaba abrigo.
Con todo esto se criaba robusto, porque la naturaleza le había planteado este dilema: «o te mueres o te haces fuerte»; y él quiso vivir, y se fortaleció a maravilla.
Por lo demás, siempre estaba alegre. Cuando sudaba en verano, reía recogiendo el sudor con las dos manitas y sacudiéndolo en el aire.
Cuando hacía mucho frío, allá en diciembre y enero, el tiritar le ayudaba para reír; y sacándose de entre el pelo copos de nieve, los deshacía entre los dedos como si jugase con polvo de diamante.
¡Qué alegría le daba el calor! ¡Qué alegría le daba el frío!
Es que la Naturaleza y él siempre eran jóvenes, y los niños se entienden fácilmente unos con otros. Algunas veces riñen, pero casi siempre juegan.
También jugaba todos los días con Luisito; porque la Naturaleza y la niñez nivelan todas las condiciones sociales.
Conque Perico y Luisito, cuando llegó la Navidad y D. Melchor abrió al público su Nacimiento, fueron juntos y cogidos de la mano a gozar de aquel espectáculo sorprendente.
Los dos chiquillos en pie, reconcentrando toda su atención sobre los tres Reyes Magos, y D. Melchor sentado en su sillón de vaqueta y fijando sus ojos tristes y húmedos en los dos chiquillos: así los encontramos ahora.
Luisito decía:
—Mira, esos tres son los Reyes Magos; hay que encargarles que no falten; la noche de Reyes pondré mis zapatos a la ventana y a ver de qué me los llenan. ¿Y tú vas a poner tus zapatos también?
—Es que yo no tengo ventana, dijo Perico; pero los pondré en la entrada del socavón, por la parte de fuera. Aunque sé que no han de ponerme nada; porque como soy pobre, ¡qué han de ponerme a mí!
Y una nota de tristeza apuntó, por primera vez en su vida, en la voz de Perico.
—Es verdad —dijo Luisito—; ¡pero quién sabe! Encárgaselo a Melchor, que ese dicen que es bueno.
—Por encargarlo no ha de quedar —replicó Perico.
Y acercando el dedo a la figura de barro de Melchor, le dijo con tono humilde:
—Oye, si quieres, ponme algo la noche de Reyes.
Luisito le apretó el brazo y en voz muy baja le avisó que D. Melchor estaba mirando y que no le gustaba que tocasen a las figuras del Nacimiento.
Perico retiró el dedo, se agarró a Luisito y con él salió corriendo y diciendo entre risas y miedos:
—Me ha visto sí, sí; me ha visto D. Melchor tocar al Melchor de barro.
D. Melchor entretanto se secaba los ojos con el pañuelo de hierbas.
Pasaron días, todos los de Navidad, alegres para los chicos del pueblo y alegres también para Perico, que siempre tenía la risa en los labios aunque tiritase de frío y se muriese de hambre. Cuando oía reír, reía, y cuando estaba solo reía también. Dijérase que le retozaban en el cuerpo un manojo de primaveras y todos los pájaros del aire.
Pero iba a llegar la noche de Reyes y era grande la emoción de Luisito y de Perico.
¿Se acordarían de ellos los Reyes Magos?
De Luisito se habían acordado siempre; de Perico nunca; ¿quién sabe?, acaso este año se acordarían. El muchacho con todo ahínco se lo había encargado a Melchor, y casi le había tirado de la capa de barro.
Llegó la noche deseada. Luisito se fue a acostar entre sábanas limpias y sahumadas después de haber puesto sus dos zapatos en la ventana. ¡Cuántas cosas soñó aquella noche! ¡Cuántas veces vio pasar a los Reyes Magos por la calleja con sus dromedarios y sus negrazos!
Perico, al anochecer, se fue a su socavón con una manta vieja que le habían dado los padres de Luisito como regalo de Navidad.
Al llegar a su cueva se quitó los zapatos, viejos, pero fuertes, regalo de otro amiguito; pero le asaltó una duda.
¿Pondría los dos fuera de la cueva? ¡Era mucha ambición! Los Reyes Magos podrían incomodarse. Que Luisito pusiera sus dos zapatos estaba bien, porque era un señorito; pero que el pobre Perico hiciera que le llenasen de dulces sus dos zapatones, tan viejos, tan toscos, tan feos, tan manchados por dentro de sudor y por fuera de barro, era un verdadero desacato hecho a la faz del cielo a aquellos grandes señores de la corona y del dromedario.
Con un zapato bastaba, y gracias si le echaban un puñado de caramelos.
Conque puso un zapato por la parte de fuera del socavón, y en el rincón más obscuro se acurrucó envuelto en su manta, que le supo a gloria. Jamás había tenido tan buen abrigo. Y se rió de gusto acariciándose los dedos de los desnudos pies.
Pronto se durmió, pero no con sueño muy profundo, que también soñaba con los Reyes Magos como soñaba Luisito.
Allá a la media noche creyó oír las pisadas de un caballo; y aunque la obscuridad era bastante profunda, le pareció que un jinete llegaba a la boca del socavón, que en ella se detenía y que echaba pie a tierra.
Debía ser uno de los Reyes Magos.
Pero venía sin pompa; sin dromedarios ni negros. Ni traía corona ni capa de colores; todo él era una sombra.
La verdad es que Perico no merecía más. Sin duda para él se habían puesto los Reyes la ropa más vieja.
Aquella visión o aquella realidad pasó bien pronto y Perico durmió profundamente el resto de la noche.
Ya muy entrado el día, una gran claridad le despertó: había nevado, y los reflejos de la luz sobre la nieve iluminaban el socavón.
Salió Perico y encontró su zapato lleno de nieve que, como había helado después de la nevada, era como una horma de cristal.
Vamos, aquella nieve era, por lo visto, el regalo de Melchor, pensó el chiquillo.
Con cierta tristeza, pero con cierto respeto, cogió Perico su zapato sin atreverse a sacudirlo; y con él bajo del brazo, con un pie calzado y el otro desnudo, se fue cojeando a ver a Luisito.
Aquel desequilibrio entre sus dos pies que le hacía cojear, le hacía reír; y al mirar el zapato que llevaba bajo del brazo con el mazacote de hielo convertido en cristal, aún se reía más.
¡Bien se había portado Melchor! ¡Buena broma le había dado el viejo monarca!
Cuando llegó a casa de Luisito, encontró a don Melchor junto al hogar y enfrente a Luisito, atracándose de dulces, porque de dulces aparecieron llenos sus dos zapatos.
—¿Qué te han puesto los Reyes Magos? —le preguntó su amigo con la boca llena de yemas.
—Esto —dijo Perico enseñando el zapato con la nieve cuajada dentro.
Luisito se echó a reír; por poco se ahoga. Perico le acompañó en la risa, según costumbre.
—Pon el zapato junto al fuego —le dijo D. Melchor—, para que la nieve se derrita y puedas calzarte.
Y el muchacho obedeció. Acercó el zapato a las llamas, se sentó en el suelo y se quedó mirando fijamente aquel cristal, que poco a poco se convertía en agua, mientras revolvía en la boca la última yema acaramelada que, por ser la última, se la cedió Luisito.
Y el fuego chisporrotea, y el calor se extiende, y la nieve se derrite, y el zapato se rezuma, y D. Melchor, Perico y Luisito tienen la vista fija en aquel zapato convertido en puchero.
Y los padres de Luisito, que han entrado, miran también por encima de los chicos el curioso experimento. Perico con misteriosa atracción; fija la vista en el fondo del zapato, que ya comienza a dibujarse bajo la última capa de agua. D. Melchor, con maliciosa sonrisa. Luisito, con agitación dolorosa, porque las yemas se le han indigestado.
Al fin se ve el fondo del zapato.
¿Pero qué es aquello que está pegado al fondo?
Es una cosa redonda, brillante, dorada.
Si no fuera el zapato de Perico, se diría que era una moneda de oro.
Y al fin el muchacho lo dice, y la saca triunfante, y se pone en pie, y salta de gozo, y la presenta al reflejo de las llamas para ver cómo brilla.
—¡Bien se ha portado Melchor! ¡Bien se ha portado Melchor! —grita Perico.
Luisito quisiera también reír y saltar; pero siente horribles retortijones.
Y al fin D. Melchor le dice a Perico:
—Ya que Melchor, el Rey Mago, se ha portado tan bien contigo, yo, por llamarme Melchor, quiero hacer algo también por ti. Desde hoy mismo vendrás a vivir conmigo; no dormirás a la intemperie; no dormirás en el socavón; te enseñaré a leer y a escribir, y te enseñaré —entre otras cosas— que los dulces de la riqueza a veces suelen indigestarse; y que bajo las apariencias de la miseria y bajo la nieve derretida se encuentran moneditas de oro verdadero. En fin, Perico, que el año que viene pondrás tus zapatos en mi ventana, y para llenarlos de cosas ricas, no tendrá que ir Melchor, sufriendo lluvia y frío, a la boca de tu cueva.