Capítulo 3.

 

 

1

 

Silverston fue levantado con el empuje y vigor de los primeros colonos británicos que fueron enviados a Georgia el 17 de noviembre de 1732, partiendo del Reino Unido, a bordo del HMS Anne.

Un grupo minoritario de dichos colonos se disgregó del grupo central en 1733, aventurándose más al oeste del Estado, dirigido por el general Kent Gordon Silverston. En el interior de esas tierras inexploradas, se asentaron una de las extensiones llanas al sur del Estado. Sin embargo, a medida que las primeras casas se erguían con el esfuerzo de los hombres, fueron sorprendidos por una tribu Creek ─principales moradores de dichas tierras junto con la tribu Cheroqui─, que veía decrecer sus bosques durante la tala que exigía la corona Británica como pago de impuestos. Tras varios acuerdos e intercambios de bienes, los colonos tuvieron la colaboración de Tomochichi, jefe indígena de una tribu Creek, que les ayudó a construir cobijos adecuados y a cultivar maíz y arroz, incluso persuadió a otras tribus a no atacar a los nuevos colonos. De ese modo, los cultivos empezaron a abarcar grandes extensiones alrededor del conjunto de las primeras casas de la colonia.

No obstante, pronto comenzaron los primeros problemas, con los que el viejo general Silverston debió mostrar su templanza a la vez que su firmeza de carácter. La noche del 8 febrero de 1748 un indígena de la tribu de los Cheroqui se adentró con temeridad en los cultivos de arroz de la familia Elliott, quemando su fuente de ingresos. El fuego alertó a los vecinos e hicieron sonar la campana que habían dispuesto en la única plaza. En pocos días se celebró el primer juicio importante entre los colonos y alegaron que debían expulsar de sus tierras a los indígenas. Las voces se alzaron en aprobación de la propuesta. Pero el general Silverston intervino con una idea que salvó a los colonos de una muerte segura. Ofreció el perdón del culpable a cambio de más tierras para la expansión de la colonia. En honor a aquel momento irguieron la estatua de hierro en el centro de la plaza y se estipularon los acuerdos necesarios para añadir el nombre de Silverston a la colonia.

A partir de ese día, cada año durante el 11 de febrero, se celebraba el día del nacimiento de Silverston, donde un portavoz nombrado por el pueblo recitaba un apasionado discurso. 

El general fue enterrado la mañana de 16 de noviembre de 1769 en el cementerio de Dreary Hill, donde a día de hoy aún se puede ver el emblema decorativo tallado sobre la lápida, como si aquel hombre poseyera un halo capaz de vencer el tiempo. 

Durante la década de 1790, el cultivo de algodón se convirtió en la principal fuente de ingresos de Silverston, añadiendo algo más de dinero a los bolsillos de los prósperos habitantes. 

En 1829, durante la fiebre del oro en Georgia, presionaron al gobierno a expulsar a los Cheroqui, que poseían los derechos de propiedad de las tierras de grandes áreas de Georgia. En 1830, con el Acto de Remoción Indígena, los Cheroqui y todas las tribus de nativos americanos que vivían en la región, fueron forzados a retirarse al Territorio de Oklahoma y así, la última tribu Cheroqui en migrar para Oklahoma, lo hizo en 1838. 

Con el paso del tiempo y la llegada del nuevo siglo, Silverston creció en la medida que podía hacerlo un próspero pueblo que basaba su economía en la agricultura. Las viejas casas que rodeaban la plaza, donde aún sobrevivía la estatua del general Kent Gordon Silverston, dieron paso a los pintorescos edificios de varias plantas; los bares sustituyeron a las malolientes tabernas, y decenas de comercios sembraron la avenida con sus coloridos y atrayentes carteles. 

El Morris's Dry se erguía en Mother Road como el primer bar que abrió sus puertas después de que finalizase la ley seca de los años veinte. Cada viernes, las nuevas generaciones de los habitantes de la localidad, se adentraban en el licor de John Morris, único gerente del bar, que con brazos de oso se bastaba para echar a cualquier cretino que se propasara más de la cuenta. Las palabras del mismo señor Morris, revelaban cómo deseaba llevar su negocio: «Esto es un bar, no un ring de boxeo». 

El Morris´s Dry se encontraba al final del viejo camino que había sobrevivido desde los inicios de la colonia. Una madre fue allí atropellada por un conductor borracho que al parecer tenía demasiada prisa por abandonar el irregular camino, perdiendo con ello el control del automóvil en una noche nevada. El conductor no había colocado las cadenas a las ruedas de su vehículo, contribuyendo con el terrible resultado. Aquel accidente se sumó a los trágicos sucesos que raramente acaecían a la tranquila localidad. 

El linaje de los Benson, del que procedía Teddy, se remontaba a principios del siglo XIX. Una de las colonas más jóvenes, llamada Emma Smith, se casó con un severo cazador que irrumpió en Silverston una noche lluviosa, buscando alojamiento. Los padres de la muchacha decidieron ofrecerle, durante varias noches, el granero como hospedaje. A cambio, el cazador, Addams Benson, les ofreció sus manos para el trabajo del campo. En dos generaciones, los Benson cambiaron las armas por las manos encallecidas. No obstante, el espíritu autoritario y severo del cazador pasó de padres a hijos hasta el presente. 

Silverston resaltaba desde el cielo como una mancha de aceite, que se extendía hacia los lados en tramos irregulares, pero alargándose más al este, donde se encontraban los barrios más nuevos. Allí comenzaba Boulder Street, similar a un brazo central que trataba de destacarse del resto de barrios, con su bulliciosa actividad. 

Bárbara Jones, dos calles atrás de donde vivían los Benson, en el número treinta y tres de Poison Street, abrió las ventanas de la cocina para que el humo que desprendían las tostadas quemadas saliera. Aireó con un trapo para acelerar el proceso mientras tosía repetidas veces. 

El señor Pitt, uno de los vecinos que no sabía que Teddy Benson cortaba los césped por un módico precio, detuvo la cortadora para atisbar con mayor detenimiento la oscilación de los pechos de su deliciosa vecina, que no terminaba de despachar el humo. De pronto, con un gesto de falsa indiferencia, Pitt puso de nuevo en marcha la cortadora de césped ante la presencia de su esposa; ojos saltones y una figura reblandecida por su abuso de emparedados, enfundada en una blusa que dejaba entrever su poco apetitoso vientre. Nada que ver con la vecina, pensó Pitt, desganado. 

Ninguno de los dos observó la ancha sonrisa que lucía el hijo gordo de los Burton, al tiempo que regaba los rosales de su madre. Vestía únicamente unos pantalones cortos color blanco. Sus pesados pechos se desprendían sobre su abultado vientre como los pliegues de un globo deshinchado. Sabía que el señor Pitt miraba más de la cuenta a la vecina de los bustos enormes. Mientras esperaba que la señora abriera la boca para acusar a su marido de pensamientos impropios, alzó la mirada y miró al cielo, que comenzaba a nublarse por el este. Trabajo perdido, pensó, mirando el gorgoteo que manaba del extremo de la manguera. 

 

 

2

 

Las nubes grises se acumulaban a lo lejos como jirones negros entrechocando entre sí; del interior del tumulto, brotaban centelleantes relámpagos impacientes por azotar a la localidad con una furia contenida. 

Otro de los que alzó la vista al cielo, sin poder ocultar un leve temor a volver a su casa, fue Henry Hughes. Se encontraba junto a la valla de estacas de la casa que había adquirido días antes. Se cerró la americana que acostumbraba a llevar, empujado por una brisa fría que se deslizó por la calle. Lanzó una ráfaga de miradas a la casa, con absoluta paciencia, como si no tuviera prisa alguna por entrar. Ya sabía lo que le esperaba en el interior. 

No obstante, los acontecimientos se precipitaron en su contra. La señora Hughes, con un cigarrillo alojado en sus labios, lo penetró con su mirada desde una de las ventanas del piso superior. 

Henry sintió que su cuerpo pesara de pronto varios kilos más. Elevó sus hombros para proteger el cuello del viento que se aproximaba por el este.

«Una lluvia más, como cuando llegamos», pensó.

Aspiró el mortecino aire y se dirigió hacia el porche. Era el momento de hablar. Lo sabía por la expresión que asomaba en la ventana. A medida que se acercaba al porche, vio consumirse el cigarrillo de su mujer. Cuando estaba nerviosa aspiraba con mayor ansiedad. Ahora comprendía cómo soportaba la tensión; a base de cigarrillos. Pensó que tal vez era el momento de hallar su propio calmante. 

Abrió la puerta y entró.

El gran vestíbulo se extendía ante él como un túnel sumido en tinieblas. Su mujer descendió las escaleras que conducían a la planta de arriba. El sonido quejumbroso de los escalones de madera despertó en Henry su viejo malestar en el estómago. 

─Creo que acaba de volver mi úlcera ─graznó. 

La mujer descendía lentamente, como si ni siquiera hubiese reparado en la presencia de su marido. 

El hombre advirtió que no llevaba nada entre las manos; el cigarrillo había sucumbido ante sus inhalaciones. 

─¿Quieres calmarte? ─le dijo ella. 

─No soy como tú, no tengo con qué aliviar mi conciencia. 

Elena Hughes casi pareció empujarle con su mirada de ojos abiertos. Henry no pudo evitar que un escalofrío trepase por su espina dorsal, hundiéndose a continuación en su cabeza, con la semejanza de un interruptor que avisaba de que algo iba mal..., muy mal.

La mujer de rasgos finos y notablemente consumidos, dijo: 

─Todo está en orden. 

Henry sacó las manos de los bolsillos 

─¿Dónde está ella? 

─Arriba, en su habitación. 

─¿A eso lo llamas habitación? ─inquirió. 

─Es... sólo por una temporada ─repuso, midiendo bien sus palabras. 

Henry se dirigió a la cocina. Al menos de ese modo no se veía obligado a mirar a su mujer. 

─La úlcera despierta por momentos. Mi estómago parece que quiera reventar. 

─¡Ah, maldita sea! ─rugió Elena─. Ya empiezas con tus quejas. Mantente firme. 

Los intestinos de Henry se estremecieron al abrir la nevera. 

─Está vacía ─murmuró. 

─He comprado algo improvisado para cenar ─vociferó Elena desde el pasillo─. Está sobre la mesa. 

Dirigió una mirada taciturna a la mesa que había a un lado de la cocina, junto a la pared. Unas bolsas blancas destacaban al lado de un cenicero repleto de colillas. Entonces percibió el olor a nicotina en el ambiente, parecía ocultarse entre el viejo hedor que emergía de la casa. 

─¿Cómo fue la otra noche? ─preguntó ella con voz grave. 

Henry no oyó la voz que llegó hasta su espalda. Se hallaba sumergido en sus cavilaciones. Dos décadas antes, cuando la tempestad aún estaba por llegar, un Henry de alma más joven se deslizaba inquieto hasta su casa en su ciclomotor, después de una dura jornada de trabajo, que por esa época soportaba como una carga menos pesada. Contaba con veintisiete años y su melena ondeaba al viento, símbolo de una generación libre. Sus pantalones raídos y salpicados de serrín delataban su oficio. Había cerrado el local que usaba como carpintería hacía escasos minutos, poco antes de que el arco mortecino del sol se ocultara tras el horizonte de cordilleras. Cuando aquello ocurría, el joven Henry disfrutaba contemplando cómo se alargaban las sombras que arrojaban los olmos frente a la casa donde vivía. Una casita pequeña de soltero; por entonces aún no conocía a su actual esposa. Ella llegaría tiempo después, cuando el sendero de su vida se encontrara más cerca de las tinieblas.

Henry rememoraba aquella noche estrellada y su silencio, con la única preocupación de velar por sí mismo. En aquella noche se recostaría en su mecedora en el porche con una cerveza Bull Goods como compañía. Aún recordaba el sabor introduciéndose por la garganta. En el presente, una lengua seca emergió de la boca, ansiosa, por volver a degustarlo. 

Sin embargo se resignó por mandato del doctor Timothy Jarrel. Le había señalado, enfatizando cada palabra con el dedo índice rígido como un palo, que olvidara sus Bull Goods para siempre. Fue un duro golpe que todavía sentía en sus entrañas a modo de úlcera incipiente. 

Se llevó su mano a la posición donde palpitaba el diminuto engendro, en las paredes de su estómago. 

Tras varios meses de terrible abstinencia, por fin llegó su nueva compañía, una mujer que andaba siempre con un maldito cigarrillo en los labios. De facciones recortadas y piel tan fina que parecía amoldarse notablemente sobre el contorno de los huesos faciales. En la primera cita lucía un austero vestido color vino. Henry advirtió su carácter frío, donde los momentos en que revelaba los sentimientos, eran siempre valorados a causa de su escasez. Con todo, se vio fuertemente vinculado a ella como el polo opuesto en un imán. Sabía mantenerse firme en las situaciones que lo requerían y adaptarse a los problemas casi como un marine entrenado. 

Pero el escabroso sendero de su vida se vio asaltado por hechos inesperados, que a día de hoy todavía se preguntaba por qué tomó aquella decisión. Un secreto que comenzaba a pesar más de lo debido en su espíritu. Sin embargo, era demasiado tarde para volverse atrás. 

─¿Te he preguntado que cómo fue la otra noche? ─insistió. 

─¿Eh? ─Henry se volvió sobresaltado─. Como siempre. Doloroso. 

─Todos tenemos que soportar nuestra cruz. 

Los ojos de Henry se encendieron como dos linternas. 

─Me pregunto cuál será la tuya, Elena. 

La mujer se volvió de pronto y desapareció por el pasillo rodeado de oscuridad. 

Henry salió pero la silueta de Elena había desaparecido. Avanzó por el pasillo, palpando con una mano extendida entre las sombras mientras pensaba acerca de que tenía que reparar los fusibles. Al llegar al pie de las escaleras, miró arriba. 

Un leve gemido de sufrimiento emergió del cuarto de la muchacha y recorrió el pasillo de la planta superior. Sonó como si su garganta fuera estrangulada. 

El rostro de Henry se contrajo en una mueca de compasión. Y una lágrima vaciló en el borde del ojo derecho por el deseo de un amor de padre no correspondido.

 

 

3

 

19/05/1996.

Post Journal de Silverston.

 

Hallan el cuerpo de un hombre muerto.

 

 

Una llamada anónima durante la madrugada del sábado, ha informado sobre la aparición de un cadáver. La policía ha encontrado el cuerpo de David Carson en los escalones del porche de su casa, pero ni rastro de quien había realizado la llamada. No hemos podido lograr más información al respecto. Desde aquí queremos censurar que no se nos haya permitido acceder al lugar de los hechos. Y nos preguntamos si se debe al hecho de que el cuerpo de la víctima estuviera salpicado de manchas rosas. 
La comunidad se encuentra conmocionada ante un suceso de gran magnitud. Después de años sin percances, todos se preguntan qué ha podido pasar. ¿Quién es el culpable? Quedamos a la espera de que el forense arroje más luz a este insólito suceso. Silverston tiene derecho a conocer los detalles de lo acaecido. 


Teddy Benson depositó el periódico en la mesa de la cocina mientras engullía zumo de piña. Luego dejó el envase en la nevera y evocó la conversación que tuvo lugar en el local del señor Wilson. Sobre todo, la frase que dijo el hombre alterado: prepararos para algo grande. Teddy se estremeció de pronto. 

Esa mañana había sido despertado, como cada mañana, por su madre asaltando el cuarto con la fuerza de una estampida de búfalos. Ahora estaba solo. Ella había vuelto a desaparecer y no volvería hasta la tarde; había quedado con sus clientas para almorzar como cada domingo. Según Teddy, su madre era una mujer de costumbres bien arraigadas, inmutables. Aunque eso le dejaba libre muchas horas para visitar a su tío Rusty. El no tener que darle explicaciones de adónde iba facilitaba mucha la situación. 

Antes de abandonar la cocina echó una última ojeada al titular. 

Prepararos para algo grande. 

Dejó pasar un nuevo escalofrío que le alcanzó la coronilla de la cabeza. Luego salió de casa más animado que el día anterior; aún tenía recientes las novedosas sensaciones de haber hablado con la vecina. Se palpó los bolsillos para cerciorarse de que los tres dólares seguían allí. Gastaría algunos centavos en el autobús interurbano para ir hasta Funston. 

No pudo evitar lanzar una mirada de curiosidad a la casa de al lado. 

Silenciosa.

Caminó hacia la acera sin apartar la mirada. Lo único que anunciaba que alguien vivía ahora en ella, era el notable cambio en el jardín; mucho más abundante y cuidado. La casa quedaba en medio de su propio paraíso. No obstante, el siniestro silencio que la rodeaba atenuaba la fingida armonía. Escudriñó con atención en busca de cualquier detalle que sugiriese que la chica estaba mejor de salud y rondaba por el jardín. De ser así podrían entablar conversaciones más largas, porque hasta ahora se mostraba poco habladora. Pensó que probablemente era una chica solitaria y no quería ser molestada. Sobre todo molestada por alguien como él. El pensamiento deslizó por su mente como el agua se filtra por las paredes porosas. 

Aquello le hizo agachar la cabeza con desánimo y cruzar la calle sin percatarse de si había vehículos. Aunque la costumbre de tomar siempre la misma ruta, le había enseñado que los coches no circulaban tan temprano en domingo; la gente normal prefería alargar las horas de sueño. Era su madre la que se empeñaba en que madrugara tanto, y una vez en pie, Teddy no quería volver a acostarse. 

Caminó por la calle como un zombie de las películas que tanto le gustaban; con los ojos somnolientos y los pies dando un paso tras otro de aquel modo tan característico de los muertos vivientes, siempre con la sensación de caer al siguiente paso, como si las piernas no les pertenecieran.

En pocos minutos llegó a una de las pocas paradas que efectuaba el autobús que pasaba por Funston. Como había presagiado, ésta permanecía vacía. Sólo esperaba que el autobús no se demorase. Se sentó en el banco. 

Las nubes que horas antes habían dejado el chaparrón sobre Silverston, daban paso ahora a un sol intenso. 

Su mente deambuló de un lado a otro como en cualquier persona creativa e inquieta. Vio posarse varios gorriones sobre el tendido telefónico al tiempo que su cabeza evocaba a su tío Rusty sentado en la silla de madera del porche. Aunque había dejado atrás su vida delictiva, su vestuario no había sufrido cambios notables. Continuaba siendo un tipo de costumbres bien arraigadas. Teddy pensó que a los adultos les sería difícil desapegarse de sus viejos hábitos, principalmente cuando éstos parecían haberse adherido a ellos como un insecto en la tela de araña.

El claxon sonó dos veces antes de que el chico despertara de su ensimismamiento. El autobús se había detenido, y la mirada del conductor mostraba su clara ansiedad por seguir su curso. Burton no era un hombre que recibiese como una buena noticia el tener que realizar el turno de domingo. 

Teddy entregó un dólar. Burton, luciendo su acostumbrada barba incipiente, le devolvió los centavos que le correspondían. Antes de pisar el acelerador le dirigió una mirada. 

─Parece que eres la única persona que usa este servicio en domingo ─replicó─. ¿Otra vez a ver a tu tío? 

Teddy asintió con la vista puesta en el tendido telefónico. Los pájaros habían levantado el vuelo. 

─Bien. Siéntate donde quieras. El autobús es todo tuyo.

Efectivamente los asientos estaban todos libres. Optó por sentarse en el que quedaba junto a la puerta de salida.

El autobús abandonó la parada. Viró en la siguiente esquina, dejando atrás la zona más tranquila de Silverston. Teddy miró por el cristal cómo los escasos peatones de la mañana de domingo iban sin rumbo aparente. Como zombies, pensó. En pocos minutos pasaron por el parque en cuyo centro descansaba la inmortal estatua del general Kent Gordon Silverston. Parejas de ancianos caminaban tan cerca de ella que el chico tuvo la impresión de que necesitaran percibir las viejas emanaciones de una época olvidada. 

Al cabo de unos minutos aparecieron campos de cultivos a ambos lados de la carretera. Un viejo sureño alzó el brazo en cortesía de saludo mientras que con el otro sostenía una azada. A su lado agitaba la cola un viejo perro sabueso. Teddy brindó una sonrisa al hombre. 

Se divisaron las primeras casas de Funston, tan escasas y diminutas que parecían todas ellas sólo una absurda aldea que había quedado encallada en el pasado. 

El trayecto del autobús finalizaba antes adentrarse por las calles y continuaba en línea recta hacia el sur. 

─No me gusta inmiscuirme en la vida de los demás, chico, ya lo sabes ─dijo el conductor con una agria sonrisa, sin apartar la mirada de su reloj de pulsera─. Pero me pregunto qué hace tu tío viviendo en un lugar como éste. 

Teddy se encogió de hombros, con una expresión de desconocimiento en su rostro. 

Las puertas se cerraron y el autobús se empequeñeció en la distancia. Teddy rodeó las escasas calles que formaban Funston. La brisa del campo acariciaba su cara. Caminó por entre la alta hierba que bordeaba el lado sur de la aldea. El silencio hizo que sus oídos se colmaran con el rumor del roce de los altos pastos. La casa envejecida de Rusty apareció detrás de un grupo de árboles que bañaban con su sombra el tejado. Oyó el murmullo ininteligible de una música que brotaba de la vieja radio que su tío solía usar como compañía. 

Un hombre con la piel tostada por el sol y con un sombrero de vaquero que ocultaba su acelerada pérdida de cabello, se afanaba en reparar un viejo Buick amarillo. Una camioneta blanca asomaba al otro lado de la casa. La cabeza del tipo se encontraba dentro del capó y sus manos parecían moverse con la destreza de quien conoce bien lo que tiene entre manos. A continuación sacó la cabeza y se secó el sudor de la frente con un paño que pendía de su cinturón. 

Su sonrisa se abrió dejando ver varias piezas dentales postizas. Teddy nunca le había preguntado por ellas, pero sabía de su existencia porque eran notablemente más amarillas que el resto.

─¡Hola! ─saludó con acento sureño─. ¿Te has aburrido ya de tus monstruos, Teddy? ─Se alejó del vehículo en dirección a la botella de agua que dormitaba sobre el primer escalón del porche. La cogió y la roció por su cuerpo─. Maldito clima. Hace una hora he visto unas nubes de mil demonios y ahora brilla el sol como el ojo de un buitre. ¿Cómo estás?

─Bien, supongo.

─¿Supones? Será mejor que tengas claras las respuestas en esta vida de mierda. Y sobre todo será mejor que no uses mi vocabulario delante de tu madre. ─Subió los viejos escalones que siempre se quejaban al pisar en ellos. Y dejó la botella de agua en la repisa de la ventana─. ¿Qué te trae por aquí después de tantas semanas?

─Despejarme, imagino.

Rusty se acercó a su camisa y del bolsillo sacó un paquete de tabaco en mal estado. Forzó el último cigarrillo humedecido por la lluvia a que prendiera con un fósforo. 

─Maldita sea. Me he quedado sin pitillos. Aquí es difícil matar el tiempo sin tener ocupados los labios. ¿Sabes lo que quiero decir? No, claro que no. Imagino que no es tu hora.

Rusty desapareció por un lado de la casa al tiempo que expulsaba bocanadas de humo y, en un abrir y cerrar de ojos, vino cargado con una silla para Teddy.

─Me tomaré un descanso. Agradezco la visita ─manifestó, sentándose en su raída silla de madera.

─Ya sabes que me gusta venir de vez en cuando, tío.

─Bien. Eso está realmente bien. ─Miró el cigarrillo con una mueca de ansiedad, advirtiendo lo rápido que se esfumaban las buenas cosas─. Bueno, ¿cómo marchan las cosas por casa?

Teddy vio que su tío apoyaba el respaldo de la silla contra el muro de la casa, sosteniéndose sólo sobre las patas traseras. 

─Como siempre ─contestó─. Mamá anda..., pues eso. Ella anda en sus asuntos.

─Bueno, tu madre es una mujer ocupada, ya lo sabes, ¿verdad?

─Supongo que sí ─concedió, descendiendo el tono de voz.

─Incluso yo he estado liado con este trasto de mala madre ─dijo Rusty, y señaló el Buick.

─Parece que quedará genial.

─No lo dudes. Cuando termine con esta preciosidad, las mujeres volverán a querer acercarse a mí.

Teddy sonrió por fin.

─Oye, esto es bueno. Desde que has venido, andas con esa cara de haber cometido algún atraco. ¿Estás seguro que todo marcha bien?

─Sí. Hay algunos cambios en el vecindario, pero nada que en realidad sea importante.

─¿Qué clase de cambios? ─preguntó, arrojando la colilla al viento con visible resignación─. Chico, cuando tengas un buen momento, debes saborearlo bien. Es importante esto que te digo, ¿sabes?

Teddy pasó por alto lo dicho por su tío y se limitó a contestar.

─Tenemos nuevos vecinos. Han vendido la casa de al lado.

─¿Ah, sí? ─dijo Rusty mientras convertía el paquete de cigarrillos en una apretada bola de papel plastificado. Luego la arrojó también al suelo y rodó hasta chocar con la rueda del coche─. Vecinos nuevos, ¿eh? Pareces interesado de alguna manera en ello. ¿Me equivoco?

─No sé. Supongo que son sólo un matrimonio.

─¿Sólo?

─Hay una chica que...

─Aaahh, viejo lobo, te he visto venir enseguida ─graznó─. Y cuéntame, ¿cómo es ella?

Teddy apartó la mirada. Sus ojos buscaron un punto donde poder reflexionar sobre cómo era ella. ¿Cómo podía saberlo? Únicamente la había visto a lo lejos y envuelta en una manta. Advirtió que los árboles que arrojaban su sombra sobre ellos, se mecían con cierta violencia. 

─En realidad no la he visto.

─¿Qué no la has visto? ─inquirió perplejo Rusty.

─No, no ─contestó a la vez que comenzaba a frotarse sus muslos, inquieto.

─¿Pero es que no te gusta?

─No sé, tío Rusty. Es algo rara. Sólo he intercambiado con ella varias palabras y han sido que no quiere que me acerque a ella.

Su tío lo miraba cada vez con mayor interés; esa nueva historia añadiría cierta diversión al asunto. 

─¿En serio que te ha dicho eso? ─quiso saber.

─Sí.

─Y supongo que has venido por eso.

─Sí.

Rusty rio abiertamente, pero se detuvo en cuanto notó que Teddy lo miraba molesto. 

─No te preocupes. Si algo sé, es de mujeres. Sobre ellas te puedo enseñar un rato largo, ¿sabes? ─Volvió a soltar una carcajada que parecía haberse atascado en su garganta─. Pero esto será una conversación larga, chico. Será mejor que saque unas cervezas. Sí, ya sé que no bebes, pero creo que empiezas a convertirte en un hombre y los hombres beben cerveza cuando hablan de cosas serias. Y las mujeres son un tema serio, créeme.

La voz de su tío quedó agradablemente enmudecida en el interior de la casa. Teddy empezaba a sentirse incómodo. Sus manos comenzaron a sudar. 

Rusty apareció por la puerta con dos latas que expulsaban su frío interior en forma de vapor. 

─¡Atrápala, chico!

Teddy vio agrandarse la lata en el aire con la rapidez de una piedra lanzada a traición. Con todo, alzó ambas manos y la detuvo entre ellas. Pero lo repentino del gesto hizo que se le cayera al suelo. 

─No te preocupes. Ya veo que es tu primera vez ─dijo Rusty, tirando de la anilla y bebiendo un largo trago.

El muchacho se apresuró a recoger la lata, sintiéndose extrañamente estúpido frente a su tío.

─Creo que no debería...

─Ah, bobadas. Una cerveza no te sentará mal. Y te ayudará a ver las cosas desde otra perspectiva. ─Dejó su lata encima de la repisa de la ventana que había junto a la puerta─. Muchacho, lo primero que debes averiguar es si esa mujer te conviene. Porque si no te conviene no vale la pena que pierdas ni un solo segundo de tu valiosa vida. Los hombres que cometen el error de acercarse a una mala mujer, lo pagan con creces ─dijo, dando un nuevo trago de cerveza─. ¿Recuerdas lo que te dije sobre los monstruos? Pues sí. Existen como bien te expliqué.

─No hace falta llevar las cosas tan lejos, tío. Ella ya me ha dicho que no me acerque. Me ha quedado claro.

─Bobadas.

Teddy pensó que pese a la extrovertida personalidad de su tío, siempre podía contar con él para cualquier conversación, incluso cuando lo que decía quedaba lejos de su propia forma de ver las cosas. Teddy no poseía el carácter rudo de su tío. Y no lo conseguiría forzándolo a ello. 

─Es mejor no molestar. Además, está enferma. Quizá sea contagioso. Qué sé yo.

Rusty reflexionó un momento y frunció el entrecejo. 

─Quizá hayas interpretado mal el asunto. Quizá no quiere que te acerques temporalmente porque, como tú dices, está enferma y es muy posible que sea contagioso. No veo nada de malo en ello. Es más, creo que, de alguna forma, incluso ha sentido respeto por ti. ─Miró al frente, a la amplia extensión de terrenos de cultivos, aunque sus ojos parecían mirar más allá, a algún lugar de sus recuerdos─. Sí. Conocí a una mujer así. Hace años ya de esto, y se interesó de veras por mí. Pero por aquellos años sólo tenía vista para los asuntos sucios. ─Se detuvo un instante, como si las imágenes que estaba viendo en su mente le produjeran ciertos remordimientos─. Fueron años locos. Ya lo creo que sí. Pero me detuve a tiempo. Aquella mujer se interesó por mí. Era camarera en un bar de carretera donde nos deteníamos los muchachos y yo para aliviar las tensiones de la semana. Fue como si ella hubiese visto algo que nadie más había sabido ver. Aquello que nos hace en verdad buenos o malos; lo que nos avisa a tiempo del camino en que andamos y nos dice que no es el camino, y que gires a la izquierda. Ella lo vio. Supongo que nadie más lo supo ver. ─Bajó la mirada al suelo─. No es nada que ya importe. Y quizá tú seas demasiado joven para ver esa clase de cosas en una mujer. Te aconsejo que le prestes atención, que mires quién es en realidad.

Teddy asintió.

─Tampoco quiero aburrirte con mis viejas historias ─dijo.

─No lo haces, tío Rusty.

─Era buena mujer ─añadió sin prestar atención a Teddy─. Incluso recuerdo que solía avisarme cuando llevaba más copas con las que podía aguantar en pie. Una noche, después de un exitoso golpe a una joyería y guardar todo en un sitio seguro, fuimos a beber al bar. Y allí estaba ella con su cabello oscuro. Tenía una bonita figura. Aquella noche fue la conversación más larga que habíamos tenido hasta entonces. Divorciada. Su hombre le pegaba por las noches. Un bastardo. Pero de ella recuerdo sus ojos. Me miraba como si lo supiera, maldita sea. Cada día me pregunto si en verdad sabía la clase de persona en que me estaba convirtiendo. ─Guardó silencio durante varios segundos─. Nunca desprecies el refranero popular, Teddy. Sobre todo aquel que dice, el que anda con un cojo, si al año no cojea, renquea. Por aquellos tiempos yo tenía una cojera de cojones. ─Rio con ganas en la última frase─. Ya lo creo que sí.

Teddy esbozó una sonrisa. Siempre dejaba a su tío que hablara de cuanto gustase. Sabía que no solía recibir muchas visitas, ni siquiera la de sus muchachos, como él los llamaba. 

─Si tienes intención de acercarte a esa chica, será mejor que lo hagas como un caballero. No quiero verte tratando mal a las mujeres, ¿me oyes? El mundo ya está lleno de tipos así y no necesita más.

─Yo no trato mal a las chicas, tío ─dijo de inmediato. Luego añadió─: En realidad no las trato de ninguna manera.

Rusty lo miró lleno de sorpresa. 

─Pues tienes edad para hacerlo. Yo puedo darte cientos de consejos, y ése es el primero. Olvídate de los tipos que se acercan a las mujeres con aires de pistolero. Esa clase de tipos acaban todos igual, con una botella como compañía. ─Rusty dio un último trago a la cerveza. Luego dejó la lata vacía de nuevo en el alféizar de la ventana─. Deja que pasen unos días. Que se recupere de su enfermedad. Oye, ¿va a tu clase por casualidad?

─No ─contestó el chico─. Aún no la he visto en la escuela. La familia lleva poco tiempo en Silverston. Pero está en edad escolar. Debería de empezar las clases de un momento a otro.

─No sé cómo está el asunto ahora por esos terrenos. Pero recuerdo que nosotros aprovechábamos ese terreno abonado. Sí, era la época del rock and roll y los automóviles veloces. Engatusábamos a las mujeres con nuestras ruedas. Aunque veo que los tiempos han cambiado mucho.

Teddy, sin pretenderlo, evocó a Jason Cross. Se deslizó por su pensamiento con un golpe, como los que acostumbraba a propinar él a los más débiles de la escuela. ¿Acudiría Jason a la escuela en el coche de su padre una vez más? 

─¿Estás bien?

─Sí, claro ─repuso, volviendo en sí.

─Me ha parecido verte perdido por un momento.

─No, estoy perfectamente.

Rusty ladeó la cabeza y entrecerró los ojos.

─De acuerdo. Imagino que todos tenemos secretos. Pienso respetar eso.

Teddy se limitó a mirar a otro lado en silencio.

─En cuanto a lo de tu nueva vecina ─dijo, sonriendo─, no la atosigues. ─Luego reparó en el vestuario que traía el chico─. Mmmm... Recuerda que eso que llevas puestos no es el mejor modo de sorprender a una joven. Al menos no lo era en mis tiempos, maldita sea. Había que vestir duro, joder. Los muchachos y yo nunca nos separábamos de nuestras chupas negras. Había días que olían a zoológico. Ah, qué estúpida es la juventud, pero qué agradable es no saber nada y seguir siendo inocentes durante esa etapa. Aunque algunos crecimos más deprisa que otros.

Teddy agachó la mirada a su camiseta. El hombre lobo le devolvió la mirada alzando sus garras con ferocidad. 

─Me gusta esta ropa. No le veo nada de malo.

Rusty le dedicó una sonrisa comprensiva. 

─Las mujeres tienen el poder de cambiar algunas cosas de nosotros... Y otras de arrojar nuestra vida a la basura. ─Rusty vio que el chico abría los ojos─. Exacto. Acertaste. Las mujeres malas, algunos de los monstruos que caminan por la tierra para nutrirse de nuestros sentimientos. Pero hay muchas clases de monstruos. Aunque esa lección ya la aprenderás. Quizá antes de los que crees.

 

 

4

 

Teddy había disfrutado de un buen día con su tío Rusty. Comieron en el restaurante de carretera situado a unas millas antes de llegar a Silverston. Como siempre, había regresado a casa con la mente colmada de historias del bullicioso pasado de su tío. Las ocultaría junto con el resto de relatos y mundos imaginarios. Si su madre averiguaba alguna vez que Rusty le contaba las vivencias de su nebuloso pasado, no lo aprobaría y ambos pasarían a sentarse en el comedor, donde tenían lugar las largas charlas de madre e hijo que tanto irritaban a Teddy. La conversación sin duda sería acerca de las malas compañías y sus dañinas influencias. 

Poco después, vio a su madre entrar en casa y cerrar la puerta con cuidado. Teddy permanecía plantado en el pasillo, escrutando el rostro de Frida, pues traía una sonrisa de gratitud poco habitual en ella. 

─Parece que hoy el viejo Genderson no ha estado haciendo ruido ─dijo─. Por fin un poco de tranquilidad. Ya temía que mis dolores de cabeza volviesen antes de acostarme. ─Luego dirigió una mirada meticulosa a Teddy─. Veo que ya te has puesto el pijama. Excelente. 

Ahora, frente a su ventana, meditaba sobre el comentario de su madre. El silencio se extendía por el jardín de un modo turbador. Lo habitual era escuchar el ensordecedor taladro. Los dígitos del reloj de mesita indicaban las 08:00 p.m.