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La infancia muestra al hombre como la mañana al día
John Milton
Pili hizo acto de presencia a las nueve y veinticinco; dio los buenos días y se dirigió hacia una puerta de apagado color claro, pintada con muy mal gusto en un acabado rugoso, y rotulada con las iniciales en mayúsculas: T.S.
El pasillo que conducía al despacho de la trabajadora social, que era todo interior y carecía de ventanas, estaba tan oscuro que alguien no acostumbrado a moverse en ese territorio pensaría con toda naturalidad que Pili se habría de valer de una linterna pequeña o cualquier otro dispositivo con luz, acoplado a su llavero, para poder llegar hasta la cerradura y abrir la puerta. La fuerza de la costumbre le había permitido, sin embargo, poder franquear prácticamente a tientas y al primer intento aquel obstáculo, cada mañana.
Marta, cuya visión menguaba drásticamente de noche, se admiraba de esa habilidad, aunque no entendía cómo un espacio de atención al público se hallaba tan horrorosamente iluminado que ni pasando apenas a dos metros de donde ella estaba había podido reconocerla. Pensó en ello al verla deslizarse hasta dentro, desde la antesala que hacía las veces de recibidor. En esos momentos su ánimo rezumaba inquietud a causa de la sórdida lobreguez del recinto (los lugares oscuros le oprimían el pecho) y al experimentar ese pensamiento, absolutamente lógico en tales circunstancias, se dio perfecta cuenta de que había estado postergando inconscientemente aquella entrevista con tal de evitarse el «encuentro» con un antro que le deprimía. Se había conformado con lamentarse a solas de la situación y con presentar sus quejas a personas indirectamente relacionadas con un asunto que les concernía tanto o tan poco (según se viera) como a ella.
La esperaba desde las nueve menos cinco, aunque se le había adelantado una mujer que no conocía ni de vista, de movimientos asombrosamente ágiles y sincopados, a tenor del soberbio volumen que a duras penas contenía en su interior un vestido de basta sarga marrón.
Sin dejarla pasar, Pili aseguró a su voluminosa visitante que volvería a preguntar por sus papeles a partir de las doce y media, que era la hora en la que atendían al teléfono en la delegación provincial. Entonces la desconocida reculó ligeramente y, al cabo de unos segundos, se marchó refunfuñando algo acerca de la incompetencia de Pili, en un lenguaje arrabalero que recordó a Marta a su tía Dolores cuando se enfadaba con los vecinos por las barrabasadas que le hacían los perros en el jardincillo exterior.
Unos cuantos pósteres con motivos medioambientales y consejos sanitarios coloreaban las paredes del despacho. La temperatura era muy agradable: el termostato del radiador había sido regulado a veintiún grados centígrados. Marta se despojó de la cazadora de ante. Llevaba un bonito jersey de cuello vuelto de color anaranjado, elegantemente ceñido, que atrajo la atención de la trabajadora social.
Marta fue directamente al grano, después de obsequiar a Pili con una de esas miradas funámbulas que reúnen sentimientos contrarios de reproche (hacia la desconocida) y comprensión (hacia ella).
—Tienes razón. —Pili intentó apelar a la simpatía que le tenía a Marta para sacudirse todo rastro de irritación de su rostro, pero le había disgustado que le hablase de aquel modo—. Hay que darle una solución cuanto antes.
—¿Y entonces?
—Que pronto se harán cargo —respondió en tono tranquilizador—.
Hace tiempo que estamos detrás de ello.
—¿Es que nadie además de mí te ha dado quejas?—dijo Marta, rumiando todavía la indignante situación de aquellos niños, y como si no hubiese escuchado a Pili—. Vamos, vamos, Pili. —Se irritó mucho de pronto—. Aquí cada uno va a lo suyo, ¿no?
Pili sonrió entre triste y resignada. Estaba pasando por una mala racha últimamente. Hacía poco que su madre se había postrado en un sillón, y precisaba cuidados y vigilancia a tiempo completo.
Por otro lado, la incertidumbre de su interinidad, que a no mucho tardar se resolvería, pero que podía suponerle un gravísimo quebranto en todos los órdenes (la perspectiva de irse forzosamente a otra plaza alejada de Portas, con su madre en ese estado, la tenía soliviantada e insomne), pesaba sobre su ánimo como si llevase encima una capa emplomada. Sin poderlo remediar, había vuelto a morderse las uñas de pura ansiedad, y la propia naturaleza de su ocupación no la ayudaba precisamente. Tenía que convivir a diario con la degradación, la soledad, las múltiples penurias de la gente (y no sólo las económicas), el abandono, el abuso, el engaño, y toda clase de conductas delictivas. Le acudía en sus momentos más bajos la sensación de haberse equivocado, de no estar hecha de la pasta adecuada para soportar la inmundicia que flotaba a su alrededor. Entonces se había consolado a sí misma (en tiempos mejores que aquellos, tenía que admitirlo), pensando que el trabajo social proporcionaba un treinta por ciento de posibilidades de asomarse al paisaje idílico de la bondad por un setenta por ciento de contemplar únicamente impudicia, pero que a pesar de una relación tan desfavorable entre esas dos caras opuestas del ser humano, ese treinta por ciento de obras buenas por hacer, de cariño y gratitud, de esperanza, compensaba con creces el espanto y la tristeza de ver la dignidad constantemente atropellada y mancillada. Ahora, no obstante, se sentía incapaz de aplicar tal enfoque; las cosas negativas allanaban su conciencia e, inmediatamente después, se hinchaban dentro de ella, haciendo de empalizada frente al resto de visiones que podían reconfortarla y animarla a continuar la lucha diaria. Un asunto por ejemplo como el de aquellos niños, abocados a un futuro desalentador en cualquiera de los casos. Tanto si la tutela pasaba a manos del Estado, como si continuaban ejerciéndola sus padres, nada especialmente bueno les aguardaba. Ser dados en adopción, tras pasar en un orfelinato una larga temporada, sólo podría paliar tímidamente la infelicidad y el desarraigo emocional que iba implícito en su concepción misma. El doble —y con alta probabilidad, sombrío— destino posible de estos cinco niños, no hacía sino ahondar en su reciente pesimismo vital, cuando se paraba a considerarlo.
Pero Pili se resistía a darse por vencida. Seguía aferrándose al débil estímulo de las cosas amables y placenteras, como el de ese jersey tan bonito.
—Es una pena —admitió.
—Una vergüenza, querrás decir.
—Gracias a que las leyes los protegen...—reflexionó en voz alta la trabajadora social— ¡Pero no te pongas así, mujer!—sonrió, tratando de alegrar el semblante de Marta—. ¡Que vaya mañana que me vas a dar! Este jersey es precioso —dijo, alargando la mano derecha para cogerle el tacto—. ¿Te lo compraste hace mucho?
Marta no tenía ganas de hablar de su ropa.
—No; fue el mes pasado.
Pili insistió. Tenía una curiosa destreza natural para desdramatizar las cosas, de la que no era totalmente consciente.
—Te queda estupendamente. Tienes muy buen gusto —la alabó.
—Me lo compré en Granada —dijo Marta, con voz deliberadamente atonal.
—¡Vaya! Tengo que ir el sábado precisamente. ¿En qué tienda ha sido?
—En Recogidas, pero no recuerdo el nombre —mintió Marta, sorprendiéndose, en sus circunstancias, de conservar cierto instinto para proteger el afán de exclusividad en el vestir que sobrevive en la condición femenina.
Pili murmuró algo admirativo sobre la prenda y dijo a continuación:
—Busca a ver si te quedaste con la bolsa. Y me dices cómo se llama la tienda, ¿quieres?
Marta meneó la cabeza de modo afirmativo pero sin ninguna intención de cumplir con su promesa.
—Sí que es verdad, hija —dijo Pili para cambiar de asunto, desmenuzando lentamente las palabras. Mientras lo hacía dejó escapar su imaginación hacia el «hogar» de las criaturas, trasladándose en el tiempo al día en que inspeccionó la casa para redactar su informe, tal como le requería el fiscal. La casa carecía de muebles, excepto el del televisor, los colchones donde se hacinaban hasta tres de ellos estaban tirados por el suelo, igual que los cartones de vino, las cajetillas de tabaco rubio y la comida. Imaginó a los niños siendo testigos forzosos de los actos sexuales de sus padres y recordó con rabia que poseían un reproductor de vídeo, flamante, comprado con el salario social, pero les faltaba un frigorífico donde conservar los alimentos perecederos—. ¡Es vergonzoso! —declaró—. Yo por mi parte voy a hacer todo lo que esté en mi mano.
Marta se retocó el cabello, mientras esbozaba por primera vez una diminuta y efímera sonrisa.
—Te compensaré con un café —dijo.
—Me gustaría, pero ahora no puedo —se disculpó Pili—. ¡No ves que acabo de llegar!
En ese instante aporracearon la puerta, sin entrar. Marta hizo ademán de marcharse.
—Espera. —Pili la contuvo con un gesto, y a continuación gritó mirando a la puerta—: ¡Está ocupado! ¡Un momento! Que se esperen —le susurró a Marta—, que no les pasa nada.
—Lo de esos niños no puede esperar —dijo con dulzura Marta—.
Cualquier día van a atropellar a alguno de ellos. ¡O Dios sabe!
—Bien, pero no puedes tomártelo de esa manera.
—¿Y cómo hay que tomárselo?
—Escúchame —suplicó Pili con una sonrisa que quería ser comprensiva pero también delimitar claramente la línea que Marta no debía atravesar—. Los niños están escolarizados, no faltan a clase más que otros niños y llevan el calendario vacunal como es debido...
—Ya. ¡Como si eso fuera todo!
Pili comenzó a ponerse de mal humor, aunque se dijo a sí misma que haría todo lo posible por no dejarlo traslucir. Marta no podía, por mucho que quisiese, convertirse en madre de esas criaturas. Efectivamente, ésa era la causa de su conducta, consideró, tras recibir un repentino fogonazo en su mente: el instinto maternal no satisfecho. Ya se había enfrentado a una experiencia parecida con anterioridad.
Mujeres jóvenes como Marta, que arrastraban la frustración de no poder tener hijos, volcaban con especial ahínco su afán protector sobre niños ajenos a ellas, desconocidos, a los que un impulso profundamente visceral les obligaba a auxiliar a toda costa. Si concebir hijos le estaba vedado a ella por alguna causa natural, ¿qué motivos tendrían Antonio y Marta para no haber adoptado ya? Marta estaba hecha para ser madre, de eso no le cabía la más mínima duda.
—Déjame terminar. Te decía que por ese lado los padres cumplen.
Eso dificulta intervenir, ¿entiendes?, porque estrictamente... estrictamente en situación de abandono no están. Luego viene la otra parte...
Que cuando salen del colegio los dejan de la mano de Dios, que se les ve mal alimentados...
—Es una forma de maltrato —razonó Marta, volviendo a ponerse la cazadora sin levantarse de la silla.
—Sí, se puede enfocar de esa manera. Lo que ocurre es que retirar la custodia a los padres no es tan sencillo, Marta. Hasta cierto punto eso es bueno.
—¿El qué?
—¡Qué va a ser, hija! Pues que pongan un montón de condiciones, que haya muchas trabas. ¿Tú sabes la cantidad de informes que hay que pedir y la gente que tiene que intervenir? Si lo supieras, te quedarías de piedra. Quitarles a unos padres sus hijos es algo muy serio; las garantías tienen que ser máximas... Pero bueno, Antonio es abogado: pregúntale a él y verás lo que te dice. Además, así te quedarás más tranquila.
Marta enrolló distraída un viejo ticket de compra que llevaba en el bolsillo de la cazadora hasta convertirlo en una minúscula bola. Era una buena idea. Aunque Antonio llevaba varios años dedicado en exclusiva al Derecho laboral y fiscal, sabría decirle cuáles eran las expectativas para un caso así. Lo hablaría con él a poco que tuviese una oportunidad, pero no era tan sencillo como podía parecer. Conversar, lo que se decía conversar, no era algo que hiciesen demasiado a menudo. Él parloteaba incansablemente como siempre, pero, en lo esencial, se había vuelto bastante hermético. El domingo anterior habían almorzado fuera y, si se paraba a pensarlo, apenas habían comentado las incidencias domésticas y un par de chismorreos que circulaban por el pueblo. Un par de años atrás compartían muchísimas más cosas.
Charlaban muy a menudo. Podían tirarse horas hablando sincera y tranquilamente, explorando mutuamente sus opiniones que, en cierta medida, era como indagar en lo más profundo de los sentimientos.
Antonio era un gran estímulo: su conocimiento enciclopédico de un amplio abanico de temas tenía el influjo de sacar lo mejor de los demás.
Echaba de menos esas fructíferas charlas porque con el tiempo aprendió que, gracias a ellas, habían alcanzado a conocerse con tanto detalle que no creía que hubiese un rincón de la personalidad de su marido donde ella no hubiese husmeado. Y a él debió de ocurrirle otro tanto.
¿Preguntarle a Antonio? Sí, lo haría, meditó fugazmente Marta, aunque últimamente su marido desbarraba a las primeras de cambio.
Ahora, cuando hablaban, por breve y banal que fuese la charla, siempre encontraba la oportunidad de mencionar esos absurdos que le bullían en la cabeza. Parecía un crío emperrado en un capricho estúpido ¿Pero qué le ocurría? Era como si detrás de toda esa fachada de hombre responsable no hubiese otra cosa que un niño desvalido que no pudo superar el trauma de darse de bruces con un muerto; como si una parte de él hubiese conservado intacto ese niño, al abrigo de las experiencias que nos hacen madurar, y ahora la muerte de aquellas personas lo hubiese sacado a flote. Tendría que armarse de paciencia, darle un poco más de tiempo para que asimilara que estaba equivocado con respecto a esa teoría suya tan estrafalaria. Quizá pronto cambiase su actitud.
En cuanto viese desbaratada su hipótesis, se lo diría, le diría que dejase de una vez por todas de ser ese niño absorto en fantasmas imaginarios, porque ya era hora de desviar la vista de las sombras huecas e inofensivas y centrarse en la realidad. Le preocupaba que la obsesión de su marido se convirtiese en el núcleo de sus vidas, desplazando a la periferia todo lo demás, que erosionase lo que habían edificado con tanta dedicación en los últimos catorce años. Sí, decidió que eso le preocupaba y mucho: era lo que la mantenía de constante mal humor en las seis últimas semanas. ¿Se habría tomado tan a pecho lo de esos niños si sus circunstancias personales hubiesen sido otras? Ahora, al pensarlo, veía cómo estaba influyéndole lo que había estallado en medio de los dos. Y eso la hería más. No iba con su forma de ser dejarse zarandear por esa clase de vaivenes, permitir que le dictasen el tono de sus palabras, que planeasen sus impulsos por ella. Pese a todo, tenía confianza en que las aguas volviesen rápidamente a su cauce. Pero con él nunca se sabía. A ratos parecía burlarse de ella, decir cosas sólo para irritarla. Con Antonio, nada era fácil. A estas alturas dudaba de si le prestaría atención en algo tan simple como ese sinsentido cruel del que amablemente quería alejarla Pili...
—Gracias, Pili —dijo Marta sin poder apartar de su mente la imagen del más pequeño revolviendo entre los casquijos del descampado.
—¿Gracias por qué?
Marta hurgó a tientas en su cartera de mano. Y, entretanto, se levantó, mientras volvían a golpear la puerta, esta vez más tímidamente.
Por fin dio con lo que buscaba. Echó una ojeada a la tarjeta y se la ofreció a Pili. Pili lo valoraría: le encantaban esos actos culturales.
Había uno en Úbeda, el sábado siguiente; una exposición y un ciclo de conferencias sobre «La pintura en el Barroco». A la conclusión, servirían un aperitivo. Les habían invitado, pero Antonio nunca asistía a actos culturales y a ella, francamente, no le apetecía esta vez acudir sola.
—Por todo —dijo Marta al despedirse.