8
La infancia muestra al
hombre como la mañana al día
John Milton
Pili hizo acto de presencia a las nueve y
veinticinco; dio los buenos días y se dirigió hacia una puerta de
apagado color claro, pintada con muy mal gusto en un acabado
rugoso, y rotulada con las iniciales en mayúsculas: T.S.
El pasillo que conducía al despacho de la
trabajadora social, que era todo interior y carecía de ventanas,
estaba tan oscuro que alguien no acostumbrado a moverse en ese
territorio pensaría con toda naturalidad que Pili se habría de
valer de una linterna pequeña o cualquier otro dispositivo con luz,
acoplado a su llavero, para poder llegar hasta la cerradura y abrir
la puerta. La fuerza de la costumbre le había permitido, sin
embargo, poder franquear prácticamente a tientas y al primer
intento aquel obstáculo, cada mañana.
Marta, cuya visión menguaba drásticamente de
noche, se admiraba de esa habilidad, aunque no entendía cómo un
espacio de atención al público se hallaba tan horrorosamente
iluminado que ni pasando apenas a dos metros de donde ella estaba
había podido reconocerla. Pensó en ello al verla deslizarse hasta
dentro, desde la antesala que hacía las veces de recibidor. En esos
momentos su ánimo rezumaba inquietud a causa de la sórdida
lobreguez del recinto (los lugares oscuros le oprimían el pecho) y
al experimentar ese pensamiento, absolutamente lógico en tales
circunstancias, se dio perfecta cuenta de que había estado
postergando inconscientemente aquella entrevista con tal de
evitarse el «encuentro» con un antro que le deprimía. Se había
conformado con lamentarse a solas de la situación y con presentar
sus quejas a personas indirectamente relacionadas con un asunto que
les concernía tanto o tan poco (según se viera) como a ella.
La esperaba desde las nueve menos cinco,
aunque se le había adelantado una mujer que no conocía ni de vista,
de movimientos asombrosamente ágiles y sincopados, a tenor del
soberbio volumen que a duras penas contenía en su interior un
vestido de basta sarga marrón.
Sin dejarla pasar, Pili aseguró a su
voluminosa visitante que volvería a preguntar por sus papeles a
partir de las doce y media, que era la hora en la que atendían al
teléfono en la delegación provincial. Entonces la desconocida
reculó ligeramente y, al cabo de unos segundos, se marchó
refunfuñando algo acerca de la incompetencia de Pili, en un
lenguaje arrabalero que recordó a Marta a su tía Dolores cuando se
enfadaba con los vecinos por las barrabasadas que le hacían los
perros en el jardincillo exterior.
Unos cuantos pósteres con motivos
medioambientales y consejos sanitarios coloreaban las paredes del
despacho. La temperatura era muy agradable: el termostato del
radiador había sido regulado a veintiún grados centígrados. Marta
se despojó de la cazadora de ante. Llevaba un bonito jersey de
cuello vuelto de color anaranjado, elegantemente ceñido, que atrajo
la atención de la trabajadora social.
Marta fue directamente al grano, después de
obsequiar a Pili con una de esas miradas funámbulas que reúnen
sentimientos contrarios de reproche (hacia la desconocida) y
comprensión (hacia ella).
—Tienes razón. —Pili intentó apelar a la
simpatía que le tenía a Marta para sacudirse todo rastro de
irritación de su rostro, pero le había disgustado que le hablase de
aquel modo—. Hay que darle una solución cuanto antes.
—¿Y entonces?
—Que pronto se harán cargo —respondió en
tono tranquilizador—.
Hace tiempo que estamos detrás de
ello.
—¿Es que nadie además de mí te ha dado
quejas?—dijo Marta, rumiando todavía la indignante situación de
aquellos niños, y como si no hubiese escuchado a Pili—. Vamos,
vamos, Pili. —Se irritó mucho de pronto—. Aquí cada uno va a lo
suyo, ¿no?
Pili sonrió entre triste y resignada. Estaba
pasando por una mala racha últimamente. Hacía poco que su madre se
había postrado en un sillón, y precisaba cuidados y vigilancia a
tiempo completo.
Por otro lado, la incertidumbre de su
interinidad, que a no mucho tardar se resolvería, pero que podía
suponerle un gravísimo quebranto en todos los órdenes (la
perspectiva de irse forzosamente a otra plaza alejada de Portas,
con su madre en ese estado, la tenía soliviantada e insomne),
pesaba sobre su ánimo como si llevase encima una capa emplomada.
Sin poderlo remediar, había vuelto a morderse las uñas de pura
ansiedad, y la propia naturaleza de su ocupación no la ayudaba
precisamente. Tenía que convivir a diario con la degradación, la
soledad, las múltiples penurias de la gente (y no sólo las
económicas), el abandono, el abuso, el engaño, y toda clase de
conductas delictivas. Le acudía en sus momentos más bajos la
sensación de haberse equivocado, de no estar hecha de la pasta
adecuada para soportar la inmundicia que flotaba a su alrededor.
Entonces se había consolado a sí misma (en tiempos mejores que
aquellos, tenía que admitirlo), pensando que el trabajo social
proporcionaba un treinta por ciento de posibilidades de asomarse al
paisaje idílico de la bondad por un setenta por ciento de
contemplar únicamente impudicia, pero que a pesar de una relación
tan desfavorable entre esas dos caras opuestas del ser humano, ese
treinta por ciento de obras buenas por hacer, de cariño y gratitud,
de esperanza, compensaba con creces el espanto y la tristeza de ver
la dignidad constantemente atropellada y mancillada. Ahora, no
obstante, se sentía incapaz de aplicar tal enfoque; las cosas
negativas allanaban su conciencia e, inmediatamente después, se
hinchaban dentro de ella, haciendo de empalizada frente al resto de
visiones que podían reconfortarla y animarla a continuar la lucha
diaria. Un asunto por ejemplo como el de aquellos niños, abocados a
un futuro desalentador en cualquiera de los casos. Tanto si la
tutela pasaba a manos del Estado, como si continuaban ejerciéndola
sus padres, nada especialmente bueno les aguardaba. Ser dados en
adopción, tras pasar en un orfelinato una larga temporada, sólo
podría paliar tímidamente la infelicidad y el desarraigo emocional
que iba implícito en su concepción misma. El doble —y con alta
probabilidad, sombrío— destino posible de estos cinco niños, no
hacía sino ahondar en su reciente pesimismo vital, cuando se paraba
a considerarlo.
Pero Pili se resistía a darse por vencida.
Seguía aferrándose al débil estímulo de las cosas amables y
placenteras, como el de ese jersey tan bonito.
—Es una pena —admitió.
—Una vergüenza, querrás decir.
—Gracias a que las leyes los
protegen...—reflexionó en voz alta la trabajadora social— ¡Pero no
te pongas así, mujer!—sonrió, tratando de alegrar el semblante de
Marta—. ¡Que vaya mañana que me vas a dar! Este jersey es precioso
—dijo, alargando la mano derecha para cogerle el tacto—. ¿Te lo
compraste hace mucho?
Marta no tenía ganas de hablar de su
ropa.
—No; fue el mes pasado.
Pili insistió. Tenía una curiosa destreza
natural para desdramatizar las cosas, de la que no era totalmente
consciente.
—Te queda estupendamente. Tienes muy buen
gusto —la alabó.
—Me lo compré en Granada —dijo Marta, con
voz deliberadamente atonal.
—¡Vaya! Tengo que ir el sábado precisamente.
¿En qué tienda ha sido?
—En Recogidas,
pero no recuerdo el nombre —mintió Marta, sorprendiéndose, en sus
circunstancias, de conservar cierto instinto para proteger el afán
de exclusividad en el vestir que sobrevive en la condición
femenina.
Pili murmuró algo admirativo sobre la prenda
y dijo a continuación:
—Busca a ver si te quedaste con la bolsa. Y
me dices cómo se llama la tienda, ¿quieres?
Marta meneó la cabeza de modo afirmativo
pero sin ninguna intención de cumplir con su promesa.
—Sí que es verdad, hija —dijo Pili para
cambiar de asunto, desmenuzando lentamente las palabras. Mientras
lo hacía dejó escapar su imaginación hacia el «hogar» de las
criaturas, trasladándose en el tiempo al día en que inspeccionó la
casa para redactar su informe, tal como le requería el fiscal. La
casa carecía de muebles, excepto el del televisor, los colchones
donde se hacinaban hasta tres de ellos estaban tirados por el
suelo, igual que los cartones de vino, las cajetillas de tabaco
rubio y la comida. Imaginó a los niños siendo testigos forzosos de
los actos sexuales de sus padres y recordó con rabia que poseían un
reproductor de vídeo, flamante, comprado con el salario social,
pero les faltaba un frigorífico donde conservar los alimentos
perecederos—. ¡Es vergonzoso! —declaró—. Yo por mi parte voy a
hacer todo lo que esté en mi mano.
Marta se retocó el cabello, mientras
esbozaba por primera vez una diminuta y efímera sonrisa.
—Te compensaré con un café —dijo.
—Me gustaría, pero ahora no puedo —se
disculpó Pili—. ¡No ves que acabo de llegar!
En ese instante aporracearon la puerta, sin
entrar. Marta hizo ademán de marcharse.
—Espera. —Pili la contuvo con un gesto, y a
continuación gritó mirando a la puerta—: ¡Está ocupado! ¡Un
momento! Que se esperen —le susurró a Marta—, que no les pasa
nada.
—Lo de esos niños no puede esperar —dijo con
dulzura Marta—.
Cualquier día van a atropellar a alguno de
ellos. ¡O Dios sabe!
—Bien, pero no puedes tomártelo de esa
manera.
—¿Y cómo hay que tomárselo?
—Escúchame —suplicó Pili con una sonrisa que
quería ser comprensiva pero también delimitar claramente la línea
que Marta no debía atravesar—. Los niños están escolarizados, no
faltan a clase más que otros niños y llevan el calendario vacunal
como es debido...
—Ya. ¡Como si eso fuera todo!
Pili comenzó a ponerse de mal humor, aunque
se dijo a sí misma que haría todo lo posible por no dejarlo
traslucir. Marta no podía, por mucho que quisiese, convertirse en
madre de esas criaturas. Efectivamente, ésa era la causa de su
conducta, consideró, tras recibir un repentino fogonazo en su
mente: el instinto maternal no satisfecho. Ya se había enfrentado a
una experiencia parecida con anterioridad.
Mujeres jóvenes como Marta, que arrastraban
la frustración de no poder tener hijos, volcaban con especial
ahínco su afán protector sobre niños ajenos a ellas, desconocidos,
a los que un impulso profundamente visceral les obligaba a auxiliar
a toda costa. Si concebir hijos le estaba vedado a ella por alguna
causa natural, ¿qué motivos tendrían Antonio y Marta para no haber
adoptado ya? Marta estaba hecha para ser madre, de eso no le cabía
la más mínima duda.
—Déjame terminar. Te decía que por ese lado
los padres cumplen.
Eso dificulta intervenir, ¿entiendes?,
porque estrictamente... estrictamente en situación de abandono no
están. Luego viene la otra parte...
Que cuando salen del colegio los dejan de la
mano de Dios, que se les ve mal alimentados...
—Es una forma de maltrato —razonó Marta,
volviendo a ponerse la cazadora sin levantarse de la silla.
—Sí, se puede enfocar de esa manera. Lo que
ocurre es que retirar la custodia a los padres no es tan sencillo,
Marta. Hasta cierto punto eso es bueno.
—¿El qué?
—¡Qué va a ser, hija! Pues que pongan un
montón de condiciones, que haya muchas trabas. ¿Tú sabes la
cantidad de informes que hay que pedir y la gente que tiene que
intervenir? Si lo supieras, te quedarías de piedra. Quitarles a
unos padres sus hijos es algo muy serio; las garantías tienen que
ser máximas... Pero bueno, Antonio es abogado: pregúntale a él y
verás lo que te dice. Además, así te quedarás más tranquila.
Marta enrolló distraída un viejo ticket de
compra que llevaba en el bolsillo de la cazadora hasta convertirlo
en una minúscula bola. Era una buena idea. Aunque Antonio llevaba
varios años dedicado en exclusiva al Derecho laboral y fiscal,
sabría decirle cuáles eran las expectativas para un caso así. Lo
hablaría con él a poco que tuviese una oportunidad, pero no era tan
sencillo como podía parecer. Conversar, lo que se decía conversar,
no era algo que hiciesen demasiado a menudo. Él parloteaba
incansablemente como siempre, pero, en lo esencial, se había vuelto
bastante hermético. El domingo anterior habían almorzado fuera y,
si se paraba a pensarlo, apenas habían comentado las incidencias
domésticas y un par de chismorreos que circulaban por el pueblo. Un
par de años atrás compartían muchísimas más cosas.
Charlaban muy a menudo. Podían tirarse horas
hablando sincera y tranquilamente, explorando mutuamente sus
opiniones que, en cierta medida, era como indagar en lo más
profundo de los sentimientos.
Antonio era un gran estímulo: su
conocimiento enciclopédico de un amplio abanico de temas tenía el
influjo de sacar lo mejor de los demás.
Echaba de menos esas fructíferas charlas
porque con el tiempo aprendió que, gracias a ellas, habían
alcanzado a conocerse con tanto detalle que no creía que hubiese un
rincón de la personalidad de su marido donde ella no hubiese
husmeado. Y a él debió de ocurrirle otro tanto.
¿Preguntarle a Antonio? Sí, lo haría, meditó
fugazmente Marta, aunque últimamente su marido desbarraba a las
primeras de cambio.
Ahora, cuando hablaban, por breve y banal
que fuese la charla, siempre encontraba la oportunidad de mencionar
esos absurdos que le bullían en la cabeza. Parecía un crío
emperrado en un capricho estúpido ¿Pero qué le ocurría? Era como si
detrás de toda esa fachada de hombre responsable no hubiese otra
cosa que un niño desvalido que no pudo superar el trauma de darse
de bruces con un muerto; como si una parte de él hubiese conservado
intacto ese niño, al abrigo de las experiencias que nos hacen
madurar, y ahora la muerte de aquellas personas lo hubiese sacado a
flote. Tendría que armarse de paciencia, darle un poco más de
tiempo para que asimilara que estaba equivocado con respecto a esa
teoría suya tan estrafalaria. Quizá pronto cambiase su
actitud.
En cuanto viese desbaratada su hipótesis, se
lo diría, le diría que dejase de una vez por todas de ser ese niño
absorto en fantasmas imaginarios, porque ya era hora de desviar la
vista de las sombras huecas e inofensivas y centrarse en la
realidad. Le preocupaba que la obsesión de su marido se convirtiese
en el núcleo de sus vidas, desplazando a la periferia todo lo
demás, que erosionase lo que habían edificado con tanta dedicación
en los últimos catorce años. Sí, decidió que eso le preocupaba y
mucho: era lo que la mantenía de constante mal humor en las seis
últimas semanas. ¿Se habría tomado tan a pecho lo de esos niños si
sus circunstancias personales hubiesen sido otras? Ahora, al
pensarlo, veía cómo estaba influyéndole lo que había estallado en
medio de los dos. Y eso la hería más. No iba con su forma de ser
dejarse zarandear por esa clase de vaivenes, permitir que le
dictasen el tono de sus palabras, que planeasen sus impulsos por
ella. Pese a todo, tenía confianza en que las aguas volviesen
rápidamente a su cauce. Pero con él nunca se sabía. A ratos parecía
burlarse de ella, decir cosas sólo para irritarla. Con Antonio,
nada era fácil. A estas alturas dudaba de si le prestaría atención
en algo tan simple como ese sinsentido cruel del que amablemente
quería alejarla Pili...
—Gracias, Pili —dijo Marta sin poder apartar
de su mente la imagen del más pequeño revolviendo entre los
casquijos del descampado.
—¿Gracias por qué?
Marta hurgó a tientas en su cartera de mano.
Y, entretanto, se levantó, mientras volvían a golpear la puerta,
esta vez más tímidamente.
Por fin dio con lo que buscaba. Echó una
ojeada a la tarjeta y se la ofreció a Pili. Pili lo valoraría: le
encantaban esos actos culturales.
Había uno en Úbeda, el sábado siguiente; una
exposición y un ciclo de conferencias sobre «La pintura en el
Barroco». A la conclusión, servirían un aperitivo. Les habían
invitado, pero Antonio nunca asistía a actos culturales y a ella,
francamente, no le apetecía esta vez acudir sola.
—Por todo —dijo Marta al despedirse.