Capítulo 4

—Señor Straley, creo que deberíamos hablar —dijo el secretario de Pellton—. ¿Quieren subir a mi coche y que les lleve a alguna parte?

—Tenemos un trabajo urgente —replicó Susana, interpretando acertadamente la seña que le hizo Duke—. No podemos entretenernos.

—Mañana podemos vernos —sugirió Duke—. Hoy, realmente, es un poco tarde.

Boyle hizo un visible gesto de disgusto.

—Creí que podría ayudarle… —empezó.

—Antes de emprender ninguna nueva pesquisa debemos terminar las que tenemos iniciadas —dijo Duke—. Hasta mañana por la mañana no estaremos preparados para ampliar nuestras gestiones. Precisamente una de las primeras es hablar con usted para informarnos de quiénes fueron las personas con quienes, por motivos de negocios, chocó Terrence Pellton.

—Una de ellas fue Martin…

—Por favor —interrumpió Duke—. De momento prefiero no saber nada. El tener demasiadas pistas es la forma más práctica de no dar con el fin de ninguna. Si termino mi trabajo, antes de lo previsto, entonces quizá pudiera hablar con usted esta noche. ¿Puede darme su dirección?

Boyle tendió una tarjeta a Duke.

Éste la guardó en el bolsillo superior de su chaqueta y con un ademán se despidió del secretario de Pellton, arrastrando tras él a Susana.

—¿Por qué no ha querido hablar con él? —preguntó la joven.

—Por el motivo que le he expuesto —replicó Duke—. El tener pocas pistas es malo; pero el tener demasiadas es peor. Muchísimo peor. Aclaremos los puntos que están confusos y luego, si no encontramos camino de la solución, buscaremos por otra parte, pues hasta el final no puede saberse si un camino es bueno o no.

Caminaron un rato en silencio y, de pronto, Susana murmuró:

—Debe de tener usted una opinión muy pobre de mí, ¿no es cierto, señor Straley?

—¿Por qué? —preguntó Duke.

—Por como me he portado desde el principio. La entrevista con el señor Pellton me ha hecho ver que esto es mucho más serio de lo que yo imaginaba.

—¿Qué imaginaba usted? —preguntó, suavemente, Duke.

—Ni yo misma lo sé. Pertenezco a una generación que no quiere ver las cosas en serio; que en todo encuentra motivo de broma y diversión; que, tal vez por no entenderlos, se burla de cuantos problemas se enfrentan con ella. Quizá haya influido en nosotros el cine. Ha sido nuestro manjar desde que nacimos. Hemos aprendido a burlarnos de todo y a no considerar nada imposible. Se nos ha hecho ver que una muchacha sólo necesita ser bonita para conseguir lo que desea. La muchacha audaz es producto de Hollywood. Por eso cuando pensé que podía ayudarme encontré muy natural el presentarme a usted y pedirle su colaboración. Ni siquiera pensaba en la mujer cuya vida depende de mí y a quien mi fracaso puede enviar a la cámara del gas de la cárcel de San Quintín. Tampoco pensé en el hombre que murió asesinado quizá por la mujer a quien yo debía defender. Ahora, al ver su padre, al oír las palabras de usted, al comprender la tragedia en la que participo, he empezado a darme cuenta de la importancia de esa tragedia. Por eso quería pedirle que me perdonase y… me aconsejara lo que debo hacer.

Duke miró de una manera muy extraña a Susana. La miró como no había mirado hasta entonces a ninguna otra mujer. Claro que esto Susana lo ignoraba.

—Se parece usted a mi hermana —replicó Dulce—. Son ustedes cabecitas locas por fuera y muy cuerdas por dentro. Quieren vivir de una manera, y eso ya es algo. Antes la mujer vivía de tal o cual forma, sin saber exactamente lo que deseaba. Vivía como la dejaban vivir. Hoy las muchachas modernas son superiores a aquellas otras, sobre todo cuando, después de pretender ser de una forma, se dan cuenta de su error y rectifican, convirtiéndose en lo que deben ser; pero no forzadamente, sino con toda naturalidad.

—Entonces, ¿no me considera una loca?

—La considero… —no terminó porque, por primera vez en su vida, sentía una turbación inexplicable.

Siguieron su camino. Unos minutos más tarde llegaron al barrio adonde los pequeños vaqueros tenían su cuartel general. Un muchacho apostado de guardia bajo una escalera acudió a su encuentro como si le espiaran mil enemigos. Empuñaba con fuerza un revólver de hierro colado y de cuando en cuando oteaba la «pradera».

—¡A sus órdenes, mi general! —saludó al llegar frente a Duke.

—¿Qué noticias hay, sargento? —sonrió Duke.

—Sólo soy cabo, mi general.

—Desde hoy eres sargento por méritos de guerra. ¿Qué noticias traes?

—El tanque enemigo ha sido localizado —afirmó el muchacho.

—Quieres decir la carreta —rectificó Duke—. El tanque no se inventará hasta dentro de cuarenta años.

—¡Oh! —El muchacho quedó algo turbado. Pero, en seguida, rectificó—: Es una carreta con un tanque de agua.

—¡Bien! Perdona mi confusión. ¿Dices que habéis localizado el vehículo que buscábamos?

—Sí, mi general.

—¿Dónde? ¿Contra algún farol?

—No, en un garaje.

—¿Puedes acompañarnos?

El muchacho lanzó un silbido y de sus escondites salieron una veintena de «vaqueros». Duke y Susana partieron tras ellos con rápido paso. Después de doblar varias esquinas llegaron, al fin, ante una casita bastante deteriorada en cuya verja se veía un viejo rótulo de «Se alquila».

La casita tenía a un lado una construcción rectangular que debía de ser el garaje, al que se llegaba por un camino de cemento. Duke siguió a su guía, quien, tendiéndose sin miramientos en el suelo, asomó la vista por debajo de la puerta del garaje, que quedaba a unos diez centímetros del umbral.

—Vea señor —dijo.

Duke y Susana le imitaron y, tendidos en el suelo, pudieron ver, por debajo de la puerta, el interior del garaje. Éste era bastante reducido. Un auto lo ocupaba casi por entero. Era negro, con ruedas de gruesos radios y la delantera derecha se veía casi caída. La placa de la matrícula quedaba al alcance de la mano y era perfectamente visible. El número grabado en ella era 5M-3563.

—Ya tenemos al auto que mató a Rin Tin Tin —dijo Duke.

—Pero nada más —murmuró Susana.

—Estoy casi seguro de que tenemos mucho más de lo que suponemos. Vayamos en seguida a casa del agente de esta casa —volvióse a los muchachos e indicó—: Quedaos de vigilancia donde nadie pueda veros. Si viene alguien a retirar el coche procurad seguirle como os sea posible.

En seguida anotó la dirección que figuraba debajo del «Se alquila» y cinco minutos después estaba sentado frente al agente de fincas.

—He visto la casa de la calle Burt, número sesenta y siete, y quisiera alquilar el garaje —dijo Duke.

El agente movió dubitativamente la cabeza.

—Yo necesito alquilar la casa entera, no sólo el garaje.

—Lo necesitaría sólo por una semana —explicó Duke—. Me dedico al comercio de frutas y quisiera guardar en él un camión que durante una semana enviaré cargado a la ciudad. Si por algún motivo, mi presencia obstaculizara el alquiler de la casa, abandonaría el garaje en el momento en que usted lo deseara.

* * *

Media hora más tarde Duke y Susan, abandonaban el domicilio del agente con la llave del garaje y un contrato por una semana, prorrogable si ambas partes lo juzgaban conveniente.

—Ahora veremos el auto —dijo Duke.

Mas cuando quiso abrir el fuerte candado que aseguraba la puerta del garaje, comprobó que la llave entregada por el agente no correspondía al candado. Éste era completamente nuevo y aun tenía gran parte de la grasa con que había salido de la fábrica.

—No se puede abrir —sonrió Duke.

—¿No podremos examinar el auto? —preguntó Susana.

—¿Por qué no?

—Si no podemos entrar…

—Siempre nos queda el recurso de romper este candado.

—Pero eso sería entrar violentamente.

—La Ley concede al propietario o arrendatario de una casa el derecho de entrar en ella como le parezca. Desde el momento en que la llave no corresponde al candado que cierra este garaje, tenemos derecho a abrir la puerta como podamos, ya que hemos pagado el alquiler que se nos ha exigido y no es culpa nuestra el que la llave que se nos ha dado no sirva para el fin previsto.

Mientras hablaba, Duke buscaba a su alrededor. Siguiendo un estrecho pasadizo, entre la pared del garaje y el muro de la casa contigua, llegó a la parte trasera, donde, tras breve busca a la ya escasísima luz del día, halló una barra de hierro escondida entre unas matas de hierbas parasitarias.

—Esto nos servirá de llave —anunció regresando junto a la joven abogado.

Introdujo la barra por el cerrojo y con fuerte presión logró hacer saltar el curvado brazo de acero. Un momento después las dos puertas se abrían con fuerte chirrido ante el asombro y la curiosidad de los chiquillos.

Duke y Susana entraron en el garaje, cuya luz encendió el muchacho que había servido de guía.

El auto era un Lincoln de gran potencia, aunque no de modelo reciente. Era un auto que debía de desarrollar gran velocidad. Duke miró en seguida la parte delantera. El parachoques estaba violentamente torcido, y la rueda derecha evidenciaba los efectos de un fuerte golpe. También dichos efectos se acusaban en el guardabarros correspondiente, que aparecía muy magullado.

Duke examinó, con ayuda de una pequeña pero potente linterna eléctrica, el parachoques, en el cual descubrió huellas de sangre y rastros de pelo entre gris y castaño. Debía de tratarse de la sangre y pelos del atropellado Rin Tin Tin.

Straley dejó de examinar el exterior del auto. Abriendo una de las portezuelas sentóse en el interior y comenzó a registrarlo. Del departamento de los guantes sacó varios papeles. Al leer uno de ellos lanzó un silbido que atrajo junto a él a Susana, que preguntó, llena de curiosidad:

—¿Qué ha descubierto?

—¿Sabe leer? —preguntó Duke.

—No mucho —replicó Susana.

—¿Conoce este nombre?

Mostraba el membrete de una carta, en el cual se leía:

Samuel Pellton. Particular.

A continuación podía leerse:

«Amigo Pike: El jefe desea que te entrevistes con J. K. y le convenzas de que vale más plata que plomo. Tú ya sabes lo que puedes prometer y con lo que puedes amenazar. Dile que conocemos todos sus manejos y que si insiste en ofrecer por debajo de nosotros puede exponerse a no terminar su trabajo y perder algo muy difícil de recuperar. Incluyo los mil pavos que te prometí. Un saludo de Gart».

—¡Vaya carta! —comentó Susana—. No está firmada.

—Las cartas así no refirman ni se fechan, ni suelen escribirse en papel con membrete. Puede ser legítima y puede tratarse de una falsificación. Sin embargo hay otros papeles relacionados con Samuel Pellton.

Duke guardó los documentos, algunos de los cuales sólo tenían relación con el auto, y descendió de éste, cerrando la portezuela procurando no tocar nada. En un rincón vio un teléfono y descolgando el auricular comprobó que la línea no había sido cortada. Sacando del bolsillo la tarjeta que le entregara Samuel Pellton marcó el número allí anotado. Era de un teléfono que no figuraba en la lista oficial y que sólo conocían los íntimos del millonario.

Este mismo respondió a la llamada. Duke reconoció en seguida su voz.

—Buena tardes, señor Pellton. ¿Me conoce? —preguntó Duke.

—Creo que sí; pero dígame que he hecho esta tarde cuando usted estaba delante de mí.

—Ha destrozado un pisapapeles de mármol.

—Perfectamente. Dígame qué quiere.

—¿Está dispuesto a ayudarme?

—Sí.

—Entonces, escuche.

Duke leyó atentamente la carta y, cuando hubo terminado, preguntó:

—¿La conoce?

—No la he escrito yo; pero sé de qué trata; ¿necesita saberlo?

—No. Sólo quiero saber quien es Pike: propietario del Lincoln matrícula cinco, eme, tres mil quinientos sesenta y tres.

—Es Pike Brandon, el hombre de confianza de quien firma la carta.

—¿De Gart Boyle?

—Sí.

—¿Puede darme su dirección?

—La encontrará en el listín de Teléfonos. ¿Qué ocurre con ese auto? ¿Ha aparecido ya?

—Sí. ¿Lo perdió el señor Brandon?

—Sí. Se lo robaron anteanoche. Dio parte a la Policía. ¿Tiene que ver algo con lo que usted busca?

—¿Qué tal se llevaban Brandon y su hijo?

—Bien.

—Entonces seguiré investigando.

—¿De quién sospecha?

—De nadie.

—¿Por qué ha preguntado por Brandon?

—Porque su nombre ha surgido en mi camino. Reserve su opinión. No diga nada a nadie. Buenas noches.

Duke colgó el aparato y cogiendo del abrazo a Susana la hizo salir del garaje, después de apagar la luz y entornar la puerta, de la cual retiró el destrozado candado, yendo luego a esconder la barra de hierro en el mismo sitio en que la había encontrado.

Viendo a los muchachos que se disponían a seguirle, Duke anunció:

—Necesito vuestra ayuda para otro trabajo importante —sacó un fajo de billetes de un dólar y distribuyó uno a cada uno de los muchachos, siendo ayudado por Susana. Cuando cada chiquillo tuvo un dólar, Duke siguió—: Corred todos a telefonear y llamad a dos o tres ferreterías preguntando en cual de ellas venden los candados «Robber-Proof».

Se desbandó la cuadrilla y cada uno de sus miembros se metió en el lugar más próximo para telefonear. Al cabo de cinco minutos regresaban casi todos, moviendo negativamente la cabeza. Tres de los chicos anunciaron casi al unísono:

—En la ferretería Strong tienen la exclusiva.

Un breve interrogatorio hizo comprender a Duke que el candado sólo podía haber sido adquirido en aquella ferretería, pues era una marca nueva que aún no se había popularizado.

En un taxi, y después de despedir a sus ayudantes, Duke y Susana dirigiéronse allí. Llegaron a la ferretería Strong en pocos minutos, y unas breves palabras con el dueño les bastaron para ponerse en contacto con el dependiente encargado de la venta de aquellos candados.

—Si, lo recuerdo —declaró en seguida el hombre—. Lo vendí ayer por la mañana. Por la numeración veo que pertenece a la caja que empezamos ayer y de la cual sólo se ha vendido uno.

—¿Podría describirme a la persona que lo compró?

—Puedo decirle su nombre —replicó el empleado—. Fue vendido a Rosalind Cromwell, la secretaria del señor Boyle.

Una fuerte presión de la mano de Duke hizo callar a Susana, que iba a manifestar su asombro.

—¿Recuerda si dijo la señorita Cromwell para qué necesitaba el candado?

—Pues… —el empleado no parecía muy dispuesto a hablar.

Duke le mostró la tarjeta de Pellton y esto convenció al hombre.

—Nos dijo que lo necesitaba para cerrar una puerta.

—¿No dijo, por casualidad, quién le había encargado que lo comprase?

—No, señor. Supusimos que la orden procedía de su jefe.

—Pero ella no lo especificó, ¿verdad?

—No, señor.

—¿Recuerda si parecía nerviosa?

—En absoluto. Entonces aun no se había anunciado la tragedia de la muerte del señor Terrence.

—¿No recuerda nada que le extrañase?

—Todo me pareció natural —afirmó el empleado—. La señorita se comportó muy normalmente.

—Gracias. Deme otro candado; pero que no se pueda abrir con la llave de éste.

—Cada candado tiene su llave correspondiente, señor. Ninguna sirve para otro.

Duke guardó los dos candados, y en el mismo taxi que les había llevado allí volvió al garaje. Cerró la puerta con el nuevo candado y en seguida dirigióse a la jefatura de Policía, buscando la Sección de Tráfico.

El mismo sargento que horas antes hablara con él por teléfono le acogió cortésmente. Duke le expuso el motivo de su visita.

—En efecto —asintió el policía—. El señor Brandon presentó una denuncia por el robo de su auto, en la noche del diez.

—¿Podría darme algunos datos relativos al suceso?

El sargento buscó una carpeta y después de leer varios documentos explicó:

—El señor Pike Brandon acudió a las nueve menos diez de la noche del diez del corriente al despacho particular del señor Gart Boyle. Dice que necesitaba hablar con él respecto a unos asuntos comerciales; pero el señor Boyle estaba dictando unas cartas y rogó al señor Brandon, con quien tiene gran confianza, que aguardase en la antesala mientras él terminaba el dictado. El señor Brandon estuvo esperando algo más de una hora. Por fin el señor Boyle salió a recibirle y los dos arreglaron el asunto pendiente. A eso de las nueve y media bajaron juntos a la calle y el señor Brandon encontróse con que su auto había desaparecido. Denunció en seguida el robo, viniendo aquí acompañado del señor Boyle, que admitió la verdad de la afirmación de su compañero. El auto había desaparecido y nuestros agentes empezaron en seguida a buscarlo.

—¿Lo han encontrado? —preguntó Duke.

—No. Y, realmente, ya no confiamos en dar con él. Los autos robados suelen recuperarse en seguida. De lo contrario el ladrón o el comprador del auto robado cambian la pintura, la matrícula y cuantos detalles característicos tiene el coche. Cuando la Policía llega ya no puede descubrirlo, como no sea mediante un penoso y lento examen, y como no se tiene la seguridad de que se esté delante del auto robado, su recuperación es casi imposible, excepto cuando ha sido vendido o revendido. Por entonces es ya tarde para encontrar a los culpables.

—¿Han investigado en las agencias de compra y venta de coches usados?

—Es lo primero que hicimos.

—¿Podría contestar a una pregunta un poco difícil? —inquirió Duke.

—Hágala y veremos —sonrió el sargento.

Duke le tendió la tarjeta de Pellton. El sargento la leyó y miró más respetuosamente a Duke, preguntando:

—¿Trabaja usted para el señor Pellton?

—La señorita ha sido encargada de unas investigaciones. Como usted ya sabe, sin duda, el señor Boyle y el señor Brandon están al servicio del señor Pellton.

—Desde luego.

—¿Podría decirme si el señor Brandon parecía, realmente, haber perdido un auto?

El sargento sonrió burlonamente.

—Parecía que hubiese perdido una fábrica de autos. Estaba furioso y, o se trata del mejor comediante que he visto en mi vida, o, de verdad, le tenía fuera de sí que le hubiesen robado. Además, la compañía aseguradora le ha jugado una mala pasada.

—¿Cuál?

—El señor Brandon exigió que le abonaran en seguida el seguro, a fin de poder comprar otro automóvil; pero le replicaron que no le podían pagar antes de treinta días, o sea cuando se hubieran perdido las esperanzas de recuperar el coche. En el contrato faltaba cierta cláusula que cubriese ese detalle. Cuando se hace un seguro hay que estar muy enterado de los detalles técnicos.

—¿Observó si Brandon insistió en que él no había tocado el auto?

—Sí. Dijo que no se había movido de la antesala de su jefe. Éste se encontraba en su despacho dictando.

—¿No había nadie más en la antesala?

—Creo que no.

—O sea que Brandon pudo salir mientras Boyle dictaba y atropellar un perro.

—¿Por qué atropellar un perro? —preguntó el sargento.

—Porque el auto de Brandon atropelló aquella noche a un perro lobo. ¿Qué castigo sufre el motorista que mata a un perro?

—Debe abonar a su dueño el importe del animal. Un perito fija el precio del animal muerto y el dueño del auto debe pagarlo. Además, los propietarios del perro pueden exigir una indemnización mucho mayor, ya que se reconoce que pueden sentir por el perro un cariño tan grande que su muerte pueda representar para ellos, incluso, una enfermedad. Ha habido casos en que se han pagado hasta cinco mil dólares. Y un caso concreto: allá por el año veinte un automovilista atropelló, voluntariamente, al perro de un soldado recién licenciado. El soldado había sido salvado en Francia por su perro, que lo arrastró desde la tierra de nadie hasta la trinchera. Los alemanes hubieran podido impedirlo; pero ninguno disparó sobre el perro ni sobre su dueño. Por lo tanto, éste debía la vida a su fiel amigo. La muerte del perro fue un duro golpe para el veterano, que exigió cincuenta mil dólares de indemnización. El tribunal se los concedió.

—Pero eso no es corriente —comentó Duke.

—No. Las cifras normales de las bonificaciones son entre los cincuenta y trescientos dólares. Y alguna que otra vez, mil. Los casos de más de esa suma son raros.

Duke dio las gracias al sargento y, utilizando el mismo taxi, dirigióse a casa de Pike Brandon.

Éste se disponía a salir y parecía tener mucha prisa.

—Es sólo un momento —aseguró Duke—. La señorita y yo pertenecemos a una agencia de abogados. Nos han presentado una denuncia contra usted, acusándole de haber atropellado a un perro…

Pike Brandon era más bien bajo, de cara achinada y movimientos muy nerviosos. Al oír la acusación enrojeció, frunciendo luego las cejas.

—¡Yo no he atropellado a ningún perro! —rugió.

—Fue en la noche del diez del corriente, a las llueve menos minutos.

—¿Cómo? No; a esa hora yo no estaba en mi auto. Mejor dicho, seguramente me lo habían robado ya.

—Eso nos han asegurado en jefatura de Policía. Dicen allí que en la noche del diez le robaron a usted su auto.

—Sí.

—En tal caso usted no será responsable del atropello del perro, siempre y cuando pueda demostrarnos que, realmente, no conducía usted el coche.

—¿Qué significa tanto preguntar?

—¿Quiénes son ustedes?

Susana Cortiz abrió el monedero y tendió una de sus tarjetas a Brandon. Éste la examinó un momento y luego replicó:

—Estuve desde poco antes de las ocho hasta las nueve y media en la antesala del despacho de Gart Boyle, mi jefe.

—¿Hablando con él?

—No. Leyendo una novela detectivesca.

—¿A quién se la leía?

—La leía para mí.

—¿Estaba usted solo en la antesala? —preguntó, severamente, Duke.

—¡Claro que estaba solo!

—Entonces tendremos que seguir el proceso. Si estaba usted solo nadie puede demostrar que no salió de la antesala, su coartada pierde todo valor.

—¿Mi coartada? ¿Para qué diablos necesito yo una coartada?

—Para demostrar que no ha asesinado a un perro —dijo Susana.

—¿Asesinar a un perro? ¿Desdén cuándo el matar a un perro se considera un asesinato?

Brandon estaba sumamente furioso.

—Si el Municipio exige a los contribuyentes impuesto para permitirles tener perro, es lógico que los apoye si sus perros sufren algún daño —explicó Duke—. Nuestro cliente le citará judicialmente, a menos que usted se conforme con pagar quinientos dólares. En tal caso olvidaremos el incidente…

—¡Quinientos dólares por un perro! ¡Bah! ¿Están locos? Por ese precio tengo un auto nuevo. Yo no conducía mi coche cuando atropellaron a su maldito perro. Sigan adelante si quieren y vean si descubren quién me robó el coche.

—El denunciante afirma que usted conducía el auto. Le conoce.

—¡Mentira! —rugió Brandon—. Yo no he matado nunca un perro. Además, a la hora en que dicen que ocurrió el atropello yo estaba en casa de mi jefe.

—Puede usted dar la excusa que quiera; pero nuestro cliente se considera muy herido y llevará el caso ante los tribunales. Buenas noches, señor Brandon.

—¡Al diablo! —rugió Brandon, saliendo precipitadamente a la calle.

Duke y Susana descendieron lentamente y volvieron a subir a su taxi.

—¡Vaya genio el de ese hombre! —comentó la muchacha.

—El mal genio es galardón de los hombres menudos.

—¿Cree que atropelló a Rin Tin Tin?

—Creo que no. De lo contrario estaría de acuerdo con el sargento en que ese Brandon es el cómico mayor que ha existido.

—¿Adónde vamos? —preguntó Susana cuando Duke hubo dado la dirección al chofer.

—A visitar a una dama.

—¿A quién?

—A Rosalind Cromwell. Creo que es conveniente oír lo que tiene que decirnos.

—¿Sospecha de ella?

Duke se encogió de hombros.

—No sospecho de nadie. Pero me alegro de no haber seguido demasiadas pistas. La del perro atropellado nos ha conducido, por fin, al sitio que necesitábamos. Hemos llegado a Pellton y sus servidores y debemos alegrarnos de que yo marcara el ojo de aquel cazador de perros. Fue un golpe de suerte.

—¿Cree que la muerte del perro tiene algo que ver con el asesinato de Terrence Pellton?

—Ahora ya casi salta a la vista que existe alguna relación entre ambos sucesos. Supongamos, por ejemplo, que Pike Brandon tiene un motivo de odio contra Terrence Pellton. Se entera de que el hijo de su jefe superior ha citado en San Bruno a una mujer. Busca la manera de matarle sin comprometerse y, de pronto, al llegar al despacho de Boyle se encuentra con la coartada ideal. Boyle sale a decirle que tendrá que aguardar una hora en tanto que él termina de dictar unas cartas. Como Brandon conoce las costumbres de su jefe inmediato, sabe que Boyle empleará una hora o más en dictar las cartas. Durante ese tiempo no saldrá ni un segundo. En cuanto se cierra la puerta del despacho particular de Boyle, Brandon se pone en pie y sale apresuradamente a la calle, sube a un auto y se dirige a todo gas hacia San Bruno. Sabe que el viaje puede hacerlo en veinticinco minutos. Lleva un revólver y guantes para no dejar huellas. Pone en marcha su coche y se dirige hacia San Bruno. Llega a poca distancia del campo de turismo y dejando el coche con el motor en marcha para poder regresar en seguida, invierte unos minutos en localizar a Terrence. Al fin, le halla y puede entrar en la caseta con cualquier excusa, ya que Terrence le conoce y tiene plena confianza en él. Brandon aprovecha un momento en que Terrence no le ve y, sin darle tiempo a defenderse, dispara sobre él. El disparo no se oye fuera y Brandon deja el arma junto al cadáver y huye en su auto, regresando con la misma velocidad a San Francisco; pero, al pasar por las mal alumbradas calles del barrio pobre, no puede evitar el atropelló de Rin Tin Tin. Es indudable que quiso evitarlo y, en el intento, fue a estrellarse contra un farol. Eso le coloca ante un dilema terrible. Si abandona el auto se expone a que la Policía le interrogue y averigüe su delito. Si sigue en el coche, se expone, también, a que la Policía le detenga por conducir un auto en aquellas condiciones. Si lo deposita en un garaje, tiene que dar una explicación y, en todo momento, tiene que demostrar que estaba fuera del despacho de Boyle y que, por lo tanto, es un posible sospechoso. ¿Qué hace? Muy sencillo y, a la vez, muy ingenioso. Ve una casa por alquilar. Aquella casa tiene un garaje. ¿Quién buscará el auto en aquel garaje? Nadie. Por lo tanto, dirige el coche hacia allí, rompe el candado de la puerta, encierra el auto en el garaje y, dejando la puerta entornada o mal sujeta por el candado, toma un taxi y vuelve al despacho de Boyle a tiempo de poder demostrar que no se ha movido de allí.

Susana miraba llena de admiración a Duke.

—¡Es fantástico! —exclamó—. Tenemos probada ya la culpabilidad de Brandon.

—Aun no —sonrió Duke—. La prueba final nos la debe dar Rosalind Cromwell.

—¿Cree que ella puede decirnos si Brandon salió o no de la oficina de Boyle?

—No, pero en cambio puede decirnos quién le ordenó comprar el candado.

—¿El candado?

—Sí. Brandon dejó su auto en el garaje que, lógicamente, todos creen vacío. Una vez fingido que su coche ha sido robado, tiene que tomar las debidas precauciones para que no encuentren demasiado pronto el auto. Por lo tanto, dando una excusa cualquiera, puede hacer que se adquiera un candado. Debe procurar que ese candado sea adquirido por otra persona. Rosalind Cromwell es la más indicada. Ella compra el candado lo entrega a Brandon y éste cierra la puerta del garaje, dejando en él su auto en espera de que llegue el momento de deshacerse debidamente de él.

—Pero haciendo eso se pone en manos de Rosalind Cromwell. Es un testigo terrible contra él.

Duke no respondió. Permaneció inmóvil unos instantes, como pensativo y, por fin, inclinándose hacia el chófer, le mostró un billete de a veinte dólares, a la vez que indicaba:

—No me importa que falte a todas las ordenanzas del tráfico; pero necesito llegar cuanto antes al sitio que le he dicho.

El chófer guardó el billete y pisó el acelerador. Se trataba de un coche nuevo y respondió valientemente al espolazo.

—¿Por qué tanta prisa? —preguntó Susana.

—Porque usted me ha hecho comprender una cosa y… temo que haya ocurrido… ¡Debimos haber ido antes a casa de Rosalind!

En aquel instante, y después de una magnífica demostración del arte de conducir y evitar a la Policía, el taxi se detuvo ante una casa cuyo número correspondía al que diera Duke.

Se trataba de uno de esos edificios que, a finales del siglo, se consideraban residencias aristocráticas y que, milagrosamente, resistieron al terremoto de 1906. A pesar de la prueba de solidez que había dado en aquella ocasión, la aristocracia había huido de allí, y ahora, un cartel de «Se alquilan habitaciones» veíase junto a la puerta principal.

En respuesta a la llamada de Duke, una mujer gorda y pesada abrió la puerta, quedando frente a los visitantes mientras se limpiaba las manos en el delantal.

—¿La señorita Cromwell? —preguntó Duke—. ¿Sabe si está en casa?

—No sé —replicó la mujer—. He estado casi toda la tarde fuera y hace un momento que volví. Estaba preparando la cena. Entren al salón y llamaré al timbre…

—No es necesario —interrumpió Duke—. Nos espera. La señorita es su prima. Nos dijo que subiéramos.

La patrona miró a Duke y a Susana como tratando de determinar su respetabilidad. Por fin anunció con un bufido:

—Está bien. Pueden subir. Tercer piso, al fondo a mano izquierda. La última habitación. La número treinta y nueve.

La mujer regresó a su cocina mientras Duke y Susana subían apresuradamente por la escalera.

Localizaron la habitación treinta y nueve y Duke llamó suavemente con los nudillos. Nadie respondió, aunque por debajo de la puerta se filtraba una línea de luz.

Volvieron a llamar.

Duke frunció el entrecejo y miró un momento a Susana. Por fin hizo girar el tirador de la puerta y ésta se abrió sin dificultad.

Duke y Susana entraron en la habitación. Sentada de espaldas a ellos, frente a un coquetón tocador, vieron a una mujer. Estaba en una butaquita y parecía descansar. Su traje era una simple combinación blanca que dejaba al descubierto sus hermosos y blancos hombros. El dorado cabello le desbordaba hacia atrás.

—Me parece que no está como para que la vea ningún caballero —susurró Susana, queriendo cerrar el paso a Duke.

Éste la apartó a un lado y dirigióse hacia la joven.

—¿Qué va a hacer? —preguntó Susana viendo que Duke apoyaba una mano en el hombro izquierdo de la mujer.

—¿Es que aun no ha comprendido? —preguntó duramente el joven, a la vez que señalaba el espejo que reproducía la imagen de la mujer, cuyo rostro era el que Susana había visto ya en la fotografía entregada por Pellton.

—¡Oh! —gimió la abogado, viendo, por primera vez el puñal que Rosalind Cromwell tenía hundido en el pecho—. ¡Dios Santo! —Y como temiendo la respuesta a su pregunta, inquirió—: ¿Está muerta?

—Sí. La han asesinado hace un momento. Menos de diez minutos.

—¿Por qué?

Duke rió duramente.

—Porque era la única que podía decirnos quién le encargó que comprara el candado que hallamos en la puerta del garaje. Con ella se hunde todo el edificio que hemos levantado.

—¿No podremos descubrir al asesino?

—De momento, no; pero podremos probar que Julie Givens no debió de ser la culpable. Esto es cosa de un hombre.

—¡Pobre muchacha! ¡Tan joven…!

—Sabía demasiado. El saber demasiado ha costado la vida a muchos. Pero, no perdamos el tiempo. Tenga la bondad de bajar a avisar a la patrona y, además, telefonee a la Policía.