Capítulo 4

MENSAJE DE MUERTE

Un hombre alto, joven, de negra cabellera y oscuros ojos, vestido con discreta elegancia, entró en el despacho en cuanto Butler abrió la puerta. Detúvose un momento al ver a los acompañantes de Straley y vaciló.

—Entre usted —invitó Duke—. Y si puede decirme su nombre hablaremos con más intimidad.

El recién llegado miró significativamente a Betty y a Dennison.

—Mi hermana y un amigo —explicó Duke—. Pueden oír cuanto tenga usted que decirme.

—¿Presenciaron ellos el asesinato? —preguntó el hombre.

—¿A qué asesinato se refiere? —preguntó Duke—. Llevamos dos, uno de ellos doble.

—¿A quién más han matado? —preguntó el desconocido.

—Compre usted mañana el periódico y lo sabrá —replicó Duke—. No creo que sea ese el motivo de su visita, señor…

—Douras —contestó el visitante—. Alfred Douras.

—¿Pariente de Manoli Douras?

—Su hijo.

—Ignoraba que tuviese un hijo —comentó Duke.

—Puedo enseñarle documentos…

—No hace falta, señor Douras. Es usted el vivo retrato de su padre. ¿En qué puedo servirle?

—Señor Straley; he venido a verle porque durante mucho tiempo he seguido sus extraordinarias aventuras. Le he admirado sin conocerle personalmente. Sin embargo, nunca creí tener que venir a suplicar su ayuda.

—¿Corre usted algún peligro?

—¿Por qué lo pregunta?

Duke se encogió de hombros.

—No es propio de una persona que no tiene miedo ir de visita con dos pistolas encima.

Alfred Douras reflexionó antes de contestar.

—Sí —dijo, al fin—. Creo estar en un grave peligro.

—¿Teme que los asesinos de su padre quieran completar su obra?

—Estoy seguro de que lo intentarán. Por eso he recurrido a usted.

—¿Por qué?

—Se que es usted riquísimo; posee en sus manos el control mundial del caucho y, por lo tanto, aunque yo le ofreciese un millón de dólares, no lograría con ello despertar su interés. ¿No es cierto?

Duke encogióse de hombros.

—¿Puede, usted ofrecer un millón? —preguntó.

—Sí.

—Entonces… veremos. Este caso es parecido al del niño que, teniendo los bolsillos llenos de caramelos, ve que le ofrecen un nuevo bombón. Lo lógico sería que lo despreciase; pero es mucho más lógico que el niño tome la golosina, la desenvuelva y compruebe si tiene mejor aspecto que las suyas. Un millón, incluso para quien tiene más de cien, es siempre interesante. Supongo que su intención no será regalármelo, sino ofrecérmelo a cambio de algo. Desenvuelva ese algo. Si me interesa, tal vez acepte. Al fin y al cabo estoy ya más complicado en este asunto de lo que ya hubiera querido.

Los ojos de Douras se iluminaron.

—Bien —dijo—. Creo que podremos entendernos. En estos momentos, mi mayor deseo es conseguir su ayuda, para vengar a mi padre. Ya sé que la sociedad ha despreciado y perseguido al hombre cuyo apellido llevo. No trataré de justificarle, ni de condenarle. Era mi padre y hasta los lobos aman a sus padres. El mío no era, precisamente, un lobo. Sólo aprovechó unas circunstancias para hacerse rico. Él no creó la Ley Seca, ni inventó el contrabando de licores. Poseía un bar, y de público tuvo que convertirlo en clandestino. Una banda le ofrecía alcohol, y otra le amenazaba con la muerte si aceptaba aquel alcohol en vez del suyo. Durante varios meses, fue víctima de los desmanes de una y otra banda. El resultado fue que un día los jefes de las dos bandas murieron, y mi padre se convirtió en jefe único. Luego, poco a poco, el negocio pasó todo a sus manos…

—Conozco la historia de su padre, señor Douras —interrumpió Duke—. No simpatizo con la vida que vivió; pero tampoco puedo ver con buenas ojos la clase de muerte que le dieron.

—Yo tampoco acepté nunca con agrado su vida, señor Straley. Me eduqué en una Universidad, lejos de Nueva York, y bajo un nombre supuesto. Hasta que la Policía Federal intervino en los asuntos de mi padre, no me enteré de la verdad. Entonces su retrato fue publicado por todos los periódicos. Me dolió mucho saber que era un gangster. No es un descubrimiento agradable para quien ha creído a su padre el hombre más maravilloso del mundo.

Alfred Douras se interrumpió un momento. Encendió con mano temblorosa un cigarrillo y fumó unos segundos en meditativo silencio. Al fin prosiguió:

—Tal vez todo esto no les interese a ustedes, pero creo necesario explicarlo para que comprendan mi deseo de que usted, señor Straley, intervenga en la solución del misterio que rodea la muerte de mi padre. Desde que ingresé en la Universidad, tuve mi cuenta corriente. Yo suponía que se trataba de una simple cuenta de diez mil dólares, pero al ocurrir el escándalo de la detención de mi padre, averigüé que dicha cuenta corriente ascendía a un millón y pico de dólares. Entonces hubiera podido renegar de mi progenitor, pues no le necesitaba materialmente. Una muchacha con quien yo estaba comprometido me lo aconsejó: No quise hacerle caso y puse mi dinero a la disposición de quien me lo había dado. Fue un gesto que agradó mucho a mi padre; pero no tuvo necesidad de recurrir a mí. Era lo bastante rico para salir del apuro, pagar sus impuestos atrasados y conservar aún varios millones. Desde entonces vivimos unidos, ya que mi padre comenzó a dedicarse a operaciones legales. Al poco tiempo, no se cómo, conoció al profesor Hanzer.

—¿El famoso químico alemán? —preguntó Bob.

—Sí. El profesar estaba en camino de descubrir algo maravilloso. Un invento que revolucionaría el mundo. Necesitaba mucho dinero. Mi padre se lo proporcionó. Durante cinco años, el profesor estuvo trabajando sin descanso en su laboratorio. Mi padre buscó a dos miembros de su antigua banda y los puso de vigilancia, para que protegieran al profesor de toda mirada indiscreta. Al fin, hace algún tiempo, mi padre me dijo que los experimentos habían dado resultado, que en breve seríamos los hombres más ricos del mundo. Le pregunté de qué se trataba, y él se negó a decírmelo, alegando que el secreto no era sólo de él. Mi padre sólo dijo que la fórmula del invento estaba guardada donde ningún idiota la buscaría.

—¿Dijo esas mismas palabras? —preguntó Duke.

—Sí, lo recuerdo perfectamente. Me dijo: «Tengo ya la fórmula completa en mi poder y la he guardado en un sitio donde ningún idiota la buscará».

—Entonces, ¿ignora usted qué clase de fórmula es?

—Por completo —replicó Alfred Douras—. Lo único que sé es que se trata de algo que revolucionará alguna industria y que representará un ingreso anual de muchos millones. Mi padre no quiso decir más, y al profesor Hanzer, aunque venía a menudo a casa y hablaba conmigo de música y de pintura, era inútil preguntarle, pues nunca he visto a un hombre más reservado.

—El profesor Hanzer se especializó en investigaciones sobre la hulla y los carbones minerales —dijo Dennison.

—Sí, indudablemente era algo que tenía relación con la hulla, pues recibía muchos cargamentos de carbón mineral —replicó Alfred Douras—. Fuera lo que fuese, es un misterio. Y sin usted, temo que continúe siéndolo.

—¿Por qué?

—Porque al profesor Hanzer lo asesinaron al mismo tiempo que a mi padre.

—¿Era el hombre que iba con él?

—Sí. Por eso estoy seguro de qué alguien tenía interés en apoderarse de las muestras que llevaba Hanzer en su maletín.

—¿Qué maletín? —preguntó Bob.

—El que llevaba cuando le mataron —contestó Betty—. Recuerdo perfectamente que el acompañante del señor Douras llevaba un maletín negro en la mano.

—Sí, así era —asintió Alfred.

—¿Y dónde está ese maletín? —preguntó Duke.

—Ha desaparecido. Nadie ha podido dar noticia de él. Creo que lo robaron.

—¿Sospecha usted que el motivo del crimen no fue precisamente el deseo de saldar viejas rivalidades, sino el afán de apoderarse del contenido de aquel maletín?

—Creo que sí. La mayoría de los antiguos enemigos de mi padre no están ya en este mundo. Han ido cayendo al intentar seguir en su lucha contra la Ley. Mi padre ayudó a aquellos que desearon regenerarse y estoy casi seguro de que no tenía enemigos particulares. Si alguien deseó su muerte, no fue por odio, sino por beneficiarse de ella.

—¿Con el invento? —preguntó Duke.

—Sin duda alguna. Es la única explicación lógica.

—¿Quién hereda sus bienes?

—Yo. En la actualidad, su fortuna se reducía a algo más de medio millón. En los experimentos de Hanzer enterró algo así como siete millones.

—Eso quiere decir que opinaba que los beneficios que podía reportarle merecían exponer tal fortuna.

—Sí, señor Straley. Estoy convencido de que el invento es algo prodigioso.

—Y usted desea que yo encuentre esa misteriosa fórmula, ¿verdad?

—Sí. Deseo que la encuentre y, sobre todo, que vengue a mi padre. Sé que a usted no le ciega el dinero. Posee demasiado para dejarse ganar por una oferta material, por grande que sea. Sin embargo, se la haré. Aquí tiene este documento —Alfred Douras tendió una hoja de papel escrita a mano—. Es una cesión de un interés del cincuenta por ciento en los beneficios que reporte la fórmula si llega a ser descubierta. Y, como anticipo, la cantidad de medio millón. Aquí lo tiene.

Y Alfred depositó sobre la mesa cinco fajos de billetes de a mil dólares, con los precintos de la Casa de la Moneda.

—¿Cree que los asesinos han hallado la fórmula? —preguntó Elizabeth.

Alfred movió negativamente la cabeza.

—No, no lo creo. Tiene que estar muy bien escondida. Sólo pueden haber encontrado les resultados de los experimentos finales.

—¿Y el laboratorio de Hanzer? —preguntó Duke—. Tal vez allí quede algún documento…

—Ha sido incendiado —interrumpió Alfred—. Se ha querido borrar todo rastro.

—¿Quién lo incendió? —dijo Bob.

—Los mismos que asesinaron a mi padre.

—Por lo tanto no existe ninguna pista —dijo Duke.

—Ninguna. Nosotros tendremos que trabajar a ciegas. Ellos, en cambio, saben lo que deben buscar.

—Nos llevan ventaja.

—Y son hombres que no vacilan ante ningún obstáculo —recordó Alfred.

—Eso lo hace más interesante —sonrió Betty.

—Y más peligroso —se lamentó Bob.

—Por ello ofrezco lo que ofrezco —dijo Alfred—. Medio millón de anticipo es mucho; pero el cincuenta por ciento sobre los beneficios que produzca la fórmula es, sin duda alguna, muchísimo más. En el papel que le he entregado especifico que, en caso de que yo muera, heredará usted todos los derechos sobre la fórmula, señor Straley. Quería, además, extender un testamento hológrafo a su favor por la totalidad de mis bienes. No he podido hacerlo. Si me da papel, lo extenderé ahora.

—Un momento —interrumpió Duke—. Usted desea que yo intervenga en este asunto para vengar a su padre, recuperar la fórmula y ayudarle a crear la fortuna que sospecha se esconde detrás del invento. Me ha elegido porque tengo fama de resolver los problemas imposibles y, además, de que sólo me gustan las cosas difíciles y peligrosas.

—Exacto. Me mueven esos intereses que usted ha expuesto. Vengar a mi padre, encontrar la fórmula y explotarla en sociedad con usted.

—Bien, así nos entenderemos mejor. Antes de empezar las operaciones me gustaría registrar su casa. Tal vez la fórmula esté en algún sitio tan fácil de encontrar, que yo cometería un robo si aceptase ni un centavo suyo.

—Tenemos dos viviendas —interrumpió Alfred Douras—. Una en la ciudad y otra en Long Island.

—Entonces, puede estar en cualquiera de las dos…

—O en algún banco, a pesar de que mi padre no era aficionado a guardar documentos importantes en esos establecimientos. Lo mejor será que, por lo que pudiera sucederme, le nombre heredero de todos mis bienes. Sobre todo, de las dos casas.

—No lo creo necesario —comentó Duke.

—No importa. Así estaré más tranquilo. Deme papel y extenderé el testamento. Su amigo puede firmar como testigo.

—Como quiera —replicó Duke—. En esa mesita, junto a la ventana, encontrará papel y plumas.

Alfred se puso en pie y, acercándose a la mesita indicada pez Duke, sentóse frente a ella. Destapó su estilográfica y apoyando la cabeza en la mano izquierda descansó la pluma sobre el papel. Sin duda pensaba en cómo iniciar el testamento.

El silencio, en el despacho, era absoluto. Duke jugueteaba con uno de los fajos de billetes. Betty, fingiendo elegir un cigarrillo, observaba atentamente a Alfred Douras. Bob arrancaba hebras de lana a la tapicería del sillón en que se sentaba, al mismo tiempo que, de reojo, miraba a Betty.

De pronto el silencio fue quebrado por un chasquido metálico que parecía proceder de la amplia ventana, en cuyo cristal apareció un menudo y limpio orificio.

Duke y sus compañeros tardaron unas décimas de segundo en darse cuenta de lo ocurrido. Sólo cuando Alfred Douras, sin lanzar ni un grito, cayó de bruces sobre la mesa a que estaba sentado, comprendieron todos que por el menudo orificio de la ventana había entrado un mensaje de muerte.