La novia verdadera

ERASE una vez una muchacha joven y hermosa. Era muy pequeñita cuando quedó huérfana de madre, y su madrastra la trataba con suma dureza. La niña ponía toda su buena voluntad y todas sus fuerzas en cualquier trabajo que le mandase la mujer, por duro que fuese; pero ni aun así lograba satisfacer a la malvada; siempre se mostraba ésta descontenta, nunca tenía bastante, y cuanto mayor era la diligencia de la pequeña, más carga le imponía. Sólo pensaba en cómo podría amargar la vida de la infeliz muchacha.

Un día le dijo:

—Ahí tienes doce libras de plumas; desbárbalas antes del anochecer; de lo contrario, recibirás una tanda de azotes. ¿Piensas que has de pasarte el día holgazaneando?

La pobre niña se puso a trabajar; pero las lágrimas le corrían por las mejillas, pues se daba cuenta de que no podía terminar la tarea en un día.

Colocaba ante sí un mantoncito de plumas y, al menor movimiento que hacía o al más leve suspiro que daba, todas echaban a volar y tenía que comenzar de nuevo.

Desesperada, apoyó los codos sobre la mesa y, ocultando la cara en las manos, exclamó:

—¡Dios mío! ¿No habrá nadie en el mundo que se apiade de mí?

Y he aquí que oyó una dulce voz que le decía:

—Consuélate, hijita, que yo vengo a ayudarte.

La niña alzó los ojos y vio a una anciana, que estaba de pie a su lado. La mujer le cogió cariñosamente la mano y le dijo:

—Confíame tu pena.

Como le hablaba tan cordialmente, la muchachita le contó su triste vida; cómo debía soportar carga tras carga, y no podía con los trabajos que le mandaban.

—Si esta noche no he terminado estas plumas, mi madrastra me pegará; me lo ha dicho y sé que cumplirá la promesa.

Y sus lágrimas volvieron a manar a raudales; pero la vieja le dijo:

—Tranquilízate, hija mía; échate a descansar y yo me encargaré del trabajo.

La niña se tendió en la cama, y al poco rato se quedó dormida.

La mujer se sentó a la mesa y se puso a desbarbar las plumas. ¡Era de ver cómo saltaban las barbas de los cañones, no bien las tocaban sus resecas manos!

Pronto estuvieron listas las doce libras; y cuando la niña se despertó, encontróse con grandes montones blancos como la nieve. Toda la habitación estaba limpia y despejada, pero la vieja había desaparecido.

La chiquilla dio gracias a Dios y aguardó sentada y en silencio la llegada de la noche.

Al entrar, la madrastra asombróse al ver la tarea terminada.

—¿Ves, lo que puede hacerse cuando se trabaja con aplicación? —le dijo—. Podías haber hecho más aún, en lugar de permanecer aquí mano sobre mano —al salir, dijo—. Esta moza sirve para algo más que para comer pan. Tendré que ponerle tareas más duras.

A la mañana siguiente llamó a la niña y le dijo:

—Ahí tienes una cuchara; con ella me vaciarás el estanque grande del lado del jardín, y si al anochecer no has terminado, ya sabes lo que te espera

La muchachita tomó la cuchara y vio que estaba agujereada; pero aunque no lo hubiese estado, jamás habría podido vaciar el estanque con ella.

Púsose inmediatamente a la faena, arrodillada al borde del agua, a la cual caían sus lágrimas, y vacía que vacía.

Volvió a presentarse la buena vieja y, al conocer el motivo de su pesar, le dijo:

—Cálmate, hijita mía, échate a dormir entre las matas, que yo haré el trabajo.

Cuando la mujer se quedó sola, tocó el agua con el dedo, y el líquido se elevó como vapor confundiéndose con las nubes, y poco a poco fue secándose el estanque.

Cuando, por la tarde, se despertó la niña y se acercó a la orilla, sólo vio los peces que coleteaban en el légamo. Fuese a la madrastra, y le anunció que la tarea estaba lista.

—Rato ha que debiste terminar —respondióle ésta, pálida de rabia; y se puso a cavilar nuevos medios para fastidiarla.

A la tercera mañana dijo a la muchacha:

—Vas a construirme en la llanura un hermoso palacio, y habrá de estar terminado al anochecer.

Asustada, exclamó la niña:

—¿Cómo queréis que haga tal cosa?

—¡No me repliques! —gritó la madrastra—. Si con una cuchara agujereada eres capaz de vaciar un estanque, también lo serás de edificar un palacio. Esta misma noche quiero alojarme en él, y si falta el menor detalle en la cocina o la bodega, ya sabes lo que te aguarda.

Y despachó a la chiquilla.

Al llegar ésta al valle, encontróse con un caos de rocas amontonadas; por más que se esforzó no logró mover ni la más pequeña, por lo que se sentó a llorar, aunque le quedaba la esperanza de que acudiera en su auxilio la anciana.

En efecto, la buena mujer no se hizo aguardar mucho rato; la tranquilizó de nuevo y le dijo:

—Tiéndete en la sombra, y duerme; lo haré yo. Y si te gusta, podrás vivir en él.

Cuando la niña se hubo marchado, la mujer tocó las grises rocas, las cuales pusiéronse en movimiento alineándose y se acoplaron como si unos gigantes hubiesen construido una muralla. Encima surgió el edificio, y habríase dicho que innúmeras manos invisibles trabajaban colocando piedra sobre piedra. Retumbaba el suelo, y grandes columnas se levantaban por sí mismas y se colocaban en el debido orden. En el tejado, las tejas se disponían también de la manera debida y, al mediodía, en el punto más alto de la torre giraba una gran veleta, en forma de una doncella de oro, cuyas ropas ondeaban al viento.

El interior del palacio quedó listo al anochecer. Cómo se las compuso la vieja, yo no sabría decirlo; lo cierto es que las paredes de las salas estaban tapizadas de seda y terciopelo; sillas multicolores se alineaban en torno a las habitaciones; primorosos sillones rodeaban mesas de mármol, y arañas de límpido cristal colgaban de los techos, reflejándose en los bruñidos pavimentos; verdes papagayos ocupaban jaulas doradas, y otras aves exóticas cantaban deliciosamente; por doquier desplegábase una magnificencia digna de un rey.

Ocultábase el sol cuando se despertó la muchacha y vio relucir el brillo de mil lámparas. Corrió al palacio y entró por la puerta abierta; la escalera estaba alfombrada en rojo, y en la dorada balaustrada aparecían floridos árboles. Al contemplar la belleza de los salones, quedó extasiada. ¡Quién sabe el tiempo que habría permanecido allí, de no haberse acordado de la madrastra! «Ay —se dijo—, si al menos se diese por satisfecha y no me atormentara más!». Y fue a anunciarle que el palacio estaba terminado.

—En seguida voy —respondió la mujer levantándose.

Y cuando llegó al edificio tuvo que ponerse la mano ante los ojos, pues tanto resplandor la deslumbraba.

—¿Ves —dijo a la muchacha— qué fácil ha sido? Debía mandarte una cosa más difícil.

Y recorrió todos los aposentos, escudriñando todos los rincones por si faltaba algo o encontraba algún defecto; pero todo era perfecto.

—Ahora iremos al piso bajo —dijo a la muchacha echándole una mirada maligna—. Quedan por revisar la cocina y la bodega; y como te hayas olvidado de un solo detalle, no escaparás al castigo.

Pero el fuego ardía en el hogar; en los pucheros se cocían las viandas; las tenazas y la pala se hallaban en su sitio, y de las paredes colgaba la reluciente batería de latón. Nada faltaba, ni la carbonera, ni el cubo del agua.

—¿Dónde está la bodega? —preguntó—. ¡Cómo no esté bien provista de barriles de vino, vas a pasarla negra!

Levantó el escotillón y empezó a bajar la escalera; pero al segundo peldaño cayósele encima la pesada trampa, que sólo estaba entornada.

La niña oyó un grito y apresuróse a levantar la madera para correr en su auxilio; pero la mujer se había caído al fondo y estaba muerta.

Así, la muchacha se encontró única dueña del magnífico palacio.

Al principio, no podía creer en tanta dicha, pues los armarios estaban llenos de hermosos vestidos, y las arcas de oro y plata, piedras preciosas y perlas, y no había deseo que no pudiera satisfacer.

Pronto se extendió por el mundo la fama de su hermosura y riqueza, y empezaron a presentarse pretendientes. Ninguno era de su agrado, hasta que llegó un príncipe que supo conmover su corazón, y se prometió a él.

En el jardín del palacio había un verde tilo, a cuya sombra solían sentarse los dos enamorados, y un día le dijo él:

—Me marcho a casa a pedir el consentimiento de mi padre. Aguárdame bajo este tilo. Volveré dentro de pocas horas.

La muchacha, dándole un beso en la mejilla izquierda, le recomendó:

—Seme fiel y no dejes que nadie más te bese en esta mejilla. Te aguardaré bajo este tilo hasta que regreses.

Y la muchacha siguió sentada al pie del árbol hasta la puesta del sol; mas el príncipe no regresó.

Tres días estuvo aguardándolo en vano, de la mañana a la noche. Y el cuarto día, al ver que no regresaba, dijo:

—Seguramente le ha ocurrido alguna desgracia. Iré en su busca y no volveré hasta encontrarlo.

Envolvió tres de sus más bellos vestidos: uno, bordado con brillantes estrellas; el segundo, con argénteas lunas, y el tercero, con áureos soles; y, atando un puñado de piedras preciosas en un pañuelo, se puso en camino.

Preguntaba en todos los lugares por su prometido, pero nadie lo había visto ni sabía de él. Recorrió gran parte del mundo, sin hallarlo. Al fin, colocóse como pastora en casa de un labrador, y enterró sus ropas y piedras preciosas bajo una piedra. Y se puso a hacer vida de pastora, guardando los rebaños, siempre triste y pensando en su amado.

Una ternerita mansa acudía a comer en su mano, y cuando ella decía:

«Ternerilla, dobla la rodilla

y no olvides a tu pastorcilla,

como el príncipe olvidó

a la doncella que bajo el tilo lo esperó.»

El animal se echaba a sus pies y se dejaba acariciar.

Llevaba ya dos años en esta existencia solitaria y melancólica, cuando corrió por el país el rumor de que la hija del Rey se disponía a celebrar su boda.

El camino de la ciudad pasaba por el pueblo donde residía nuestra muchacha, y sucedió que un día en que estaba apacentando su manada, acertó a pasar por allí su prometido.

Iba montado a caballo, con porte arrogante, y no la vio; pero ella reconoció al momento a su amado. Parecióle que un agudo cuchillo le partía el corazón.

—¡Ay! —exclamó—. Creía que me era fiel, pero me ha olvidado.

Al día siguiente, el príncipe recorrió el mismo camino. Cuando lo tuvo cerca, dijo la moza a la ternera:

«Ternerilla, dobla la rodilla

y no olvides a tu pastorcilla,

como el príncipe olvidó

a la doncella que bajo el tilo lo esperó.»

Al oír él su voz, bajó la mirada y detuvo el caballo. Miró el rostro de la pastora y luego se llevó la mano a la frente, como esforzándose por recordar algo; pero en seguida reemprendió la marcha y desapareció.

—¡Ay! —suspiró ella—. Ni siquiera me conoce ya.

Y sintióse más triste que nunca.

Anuncióse para muy pronto una gran fiesta en palacio; debía durar tres días, y a ella fueron invitados todos los súbditos del Rey.

«Haré el último intento», pensó la muchacha; y, cuando llegó la primera noche, levantó la piedra bajo la cual guardaba sus tesoros, sacó el vestido de los soles de oro, se lo puso y se atavió con las piedras preciosas. Soltándose la cabellera que ocultaba bajo un pañuelo, desprendiéronse largos y magníficos bucles.

Entonces se encaminó a la ciudad y, como era noche cerrada, nadie la observó. Al penetrar en la sala, espléndidamente iluminada, todos los presentes le dejaron paso asombrados, sin que nadie la reconociera. El hijo del Rey salió a recibirla, bailó con ella y quedó tan prendado de su hermosura, que ni por un momento se acordó de su novia.

Al terminar la fiesta, desapareció la muchacha entre la multitud y regresó al pueblo, donde se vistió nuevamente de pastora.

A la noche siguiente púsose el vestido de las lunas de plata, y se adornó el cabello con una diadema de brillantes. Al presentarse en palacio, todas las miradas se concentraron en ella. El príncipe, embargado de amor, corrió a saludarla, bailó toda la noche con ella y no hizo caso de ninguna otra. Antes de marcharse, la obligó a prometerle que la tercera noche no faltaría a la fiesta.

Cuando se presentó por tercera vez llevaba el vestido de estrellas, que centelleaban a cada paso, y la diadema y el ceñidor eran estrellas de piedras preciosas. El príncipe llevaba largo rato aguardándola y se apresuró a salir a su encuentro.

—Dime quién eres —le preguntó—. Tengo la impresión de que te conozco desde hace mucho tiempo.

—¿No sabes qué hice cuando te despediste de mí? —respondióle ella.

Y, acercándosele, lo besó en la mejilla izquierda. Y en el mismo momento parecióle al príncipe que se le caía una venda de los ojos, y reconoció a su verdadera prometida.

—Ven —le dijo—, no tengo por qué seguir aquí.

Y tendiéndole la mano, la condujo al coche.

Como impelidos por el viento corrieron los caballos hasta llegar al palacio encantado, cuyas ventanas brillaban ya desde muy lejos. Al pasar por delante del tilo, lo vieron invadido de innúmeras luciérnagas que, sacudiendo las ramas, esparcían sus aromas. En la escalera aparecían abiertas las flores, y de las habitaciones llegaba el griterío de las aves exóticas; pero en la sala principal se hallaba reunida toda la Corte, y el sacerdote aguardaba para bendecir la unión de los dos enamorados.

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