V      

Había dicho a la patrona que me despertase de alborada con el sano propósito de ver despuntar el sol sobre la sierra, pero las sábanas se me pegaron más de lo debido. Los felices trabajadores en domicilio hemos abandonado la costumbre de madrugar para ganar el pan y el autor de estas líneas se levanta a la hora en que el guadapero lleva el serillo del almuerzo a los segadores.

—Ha perdió usté el autocá —dice la mujer, algo escandalizada—. Salió hace ya mucho rato y hasta mañana no hay ninguno.

El perezoso paga cena y cama bajo su mirada desaprobadora y, una vez en la calle, se mete en la primera barbería. Si tuviera que caracterizar el Sur en tres palabras citaría seguramente a las barberías, junto a los niños y a las moscas. Todos los pueblos de Murcia y Andalucía rivalizan en número y, a juzgar por mi experiencia, su horario es muy elástico. Una noche, en Guadix, conté dieciséis y entré en la decimoséptima cuando eran casi las once. La de Níjar es más mísera aún que las guadijeñas y, mientras el barbero me enjabona la cara, me entretengo mirando el mosquero, los frascos vacíos y un ventilador que luce en la rinconera, de adorno.

—¿A cuántos kilómetros queda Lucainena?

—A diez, debe está…

—¿Y Carboneras?

—Lo menos a veintisiete. Como no tenga usté auto…

Yo digo que voy a pie y el barbero explica que Lucainena, Carboneras y Turrillas son pueblos sin interés y no merecen la visita.

—Además no encontrará un alma por allí. Mejó que dé usté media vuelta y tire hacia el Cabo de Gata.

—Queda lejos también.

—Lejos, sí está. Pero es más curioso que Carboneras y le será fácil pará algún auto.

El barbero se expresa con el acento cantarín que tienen a menudo los hombres de la provincia y, al acabar su trabajo, me pone un poco de talco en la barba.

—¿Cuánto es?

—El señó me debe seis reales.

El sol castiga duro a aquella hora y, como el domingo no hay camiones, ni carros, sigo los consejos del barbero y echo a andar en dirección a Gata.

El camino es el mismo que tomé al venir, pero, en lugar de seguir la calle hasta el surtidor de gasolina y continuar por la carretera comarcal, tuerzo a la izquierda por la antigua entrada del pueblo y serpenteo entre los muros de piedra seca hasta la puerta del camposanto.

A la derecha, las montañas se entrelazan hasta perderse de vista en el horizonte. A la izquierda, son las tierras alberas del llano, cultivadas a trechos y esfumadas por la calina. Por poniente bogan nubecitas vedijosas. Las cigarras zumban en los olivares. Encampanado en el cielo, el sol brilla sobre el campo de Níjar.

La carretera se ciñe a la forma caprichosa de los balates y, al llegar al cruce, repecha la cuesta, deja atrás el poste de gasolina, aterriza en el llano. La pareja de civiles que está de facción en el teso me contempla mientras me alejo del oasis de verdor que varios siglos de trabajo silencioso y anónimo han logrado crear junto al pueblo y me interno en el desierto que lo rodea, por un paisaje rudo, sin hombres, árboles, ni agua.

El camino es recto, parece que no tenga fin. El arbolado ralea poco a poco. Los últimos acebuches son achaparrados y canijos y, al desaparecer también, me encuentro solo en medio de un mar de arcilla, sin más brújula que el encegador reverbero del sol sobre la carretera.

Al cabo de media hora de marcha el calor se hace insoportable. La llanura se cuece entre espirales de calina. Las cigarras zumban amodorradas. El propio caminante —que, desde que vive en el norte, se ahíla y desmedra como las plantas privadas de luz y es un apasionado del sol— siente el agobio del trayecto y empieza a buscar un trocito de sombra donde tumbarse.

No hay ninguno y continúa todavía un buen rato. A lo lejos se divisa la carrocería brillante de un automóvil, parado al borde de la cuneta. Debe estar a poco menos de un kilómetro y el chófer camina por el alquitranado.

En la tierra parda, los henequenes suceden a los chumbares. Un culebrón asoma su astuta cabeza entre las zarzas y luego se desvanece. A la izquierda hay un cortijo en alberca con la consigna del Instituto, «más árboles, más agua», escrita con alquitrán sobre el muro.

El automóvil está ahora a trescientos metros y el hombre parece esperarme, apoyado en el guardabarros. Al poco, descubro que no va solo y veo otro, sentado al pie del talud. En el campo de henequenes, un mozo desmocha terrones con la azada. Un tordo alirrojo se posa en las chumberas del camino. Las nubecillas condensadas en la sierra se aborregan. La calina ondea sobre el llano.

El coche es un Peugeot 403 y lleva matrícula de París. Su conductor —hombre rubio, de una cuarentena de años— va vestido como explorador de película, con pantalones cortos de color caqui y camisa blanca. Sólo le falta el casco.

Pardon, señor. Est-ce que vous savez dónde agua —dice cuando llego junto a él.

Je ne sais pas, c’est la première fois que je prends cette route.

El hombre amusga la vista con cierta sorpresa. El sudor le chorrea por la cara.

J’ai oublié de mettre de l’eau dans le réservoir et je suis en panne —añade al cabo de unos instantes—. Il n’y a aucune fontaine aux environs?

Je ne sais pas mais ça me paraît un peu difficile. De l’eau, ici

C’est embêtant. Voilà plus d’une heure qu’on attend et encore on n’a pas vu de bagnole.

Por la ventanilla del coche asoma una cabeza de mujer, colérica, con la nariz despellejada.

Je te l’avais dit quarante fois. Toute cette région-là c’est le désert. Maintenant essaie de trouver de l’eau. Cela t’apprendra à m’emmener dans des pays pauvres.

Veux-tu la fermer? —dice exasperado el hombre.

Junto al talud hay un viejo con una chaqueta raída y, al oírle, el corazón me da un brinco en el pecho. Aunque tiene la cara medio oculta bajo el ala del sombrero, barrunto que es el mismo que, la víspera, me ofreció las tunas en el mercado.

—Explíquele que hay un pozo a dos kilómetros de aquí —dice sin reconocerme.

II dit qu’il y a un puits à deux kilomètres d’ici.

De quel côté?

—¿Hacia qué dirección?

El viejo se incorpora y veo sus ojos azules, cansados. Son los mismos de ayer, pero, ahora, ya no imploran nada.

—¿Ve usté aquel cerro detrás de las chumberas?

—Sí.

—Al otro lado hay un cortijo donde encontrará agua.

Traduzco las indicaciones del viejo y el turista abre la puerta del coche.

Il parait qu’il y a un puits là-bas.

La mujer hace como si no lo oyera y se abanica furiosamente con el periódico.

Au revoir —nos dice el hombre—. Muchas gracias.

El viejo y yo continuamos por la carretera. El sol aprieta fuerte y mi compañero lleva un cenacho enorme en el brazo.

—Habla usté muy bien el español —dice al cabo de cierto tiempo.

—Soy español.

—¿Usté?

—Sí, señor.

El viejo me mira como si desbarrara.

—No. Usté no es español.

—¿No?

—Usté es francés.

—Hablo francés, pero soy español.

El viejo me observa con incredulidad. Para la gente del Sur la cultura es patrimonio exclusivo de los extranjeros.

Un francés hablando perfectamente diez idiomas sorprende menos que un español chapurreando mal gabacho.

—Mire —digo echando mano al bolsillo—. Aquí está el pasaporte. Lea. Nacionalidad: española.

El viejo da una ojeada y me lo devuelve.

—¿Dónde dice que vive usté?

—En París.

—Ah, ¿lo ve? —exclama triunfalmente—. Entonces es usté francés.

—Español.

—Bueno. Español de París.

Su conclusión es irrebatible y renuncio a la idea de discutir. Durante unos minutos caminamos los dos en silencio. La carretera parece alargarse indefinidamente delante de nosotros. El viejo lleva el cenacho cubierto con un trozo de saco y le pregunto si aún le quedan tunas.

—¿Tunas? ¿Por qué?

—Ayer por la tarde, ¿no estaba usted en Níjar?

—Sí, señor.

—Es que me pareció verle allí en el mercado.

—¿Y dice usté si todavía me quedan tunas?

El viejo se detiene y me mira casi con rabia.

—Las que usté quiera. Tenga. Se las regalo.

—No le había dicho eso…

—Pues se lo digo yo. Cójalas. Y, si no le gustan, escúpalas. No me ofenderé.

Ha quitado el saco de encima y me enseña el cesto, lleno de chumbos hasta los bordes.

—Quince docenas. Se las doy gratis.

—Se lo agradezco mucho pero…

—No debe agradecerme nada. Nadie las quiere. Tengo mi mujer en la cama, con fiebre. Necesito ganar dinero y ¿qué hago? Coger varias docenas de tunas e irme al pueblo. ¡Imbécil que soy! La gente prefiere que le pidan limosna en la cara.

El viejo deja caerlas palabras lentamente, con voz ronca, y se vuelve hacia mí.

—¿Las sabe usté cortar?

—Sí.

—Entonces, venga. Le daré tenedor y cuchillo.

—¿Ahora?

—Sí, ahora. Estarán un poco calientes, pero es igual. Frías, tampoco tientan a nadie.

En la linde de la carretera hay una higuera amarilla y raquítica, pero da alguna sombra. Nos sentamos en el suelo y el viejo me tiende el cuchillo y el tenedor.

—Coma usté las que quiera. Al cabo igual tendría que echarlas.

Yo digo que saben distinto que en Cataluña y el viejo calla y se mira las manos.

—Prefiero éstas. Son mucho más sabrosas.

—Lo dice usté para ser amable y se lo agradezco.

—No. Es la pura verdad.

Con el cuchillo cortó los extremos de la tuna y rajó la corteza por en medio. Al levantarme sólo había bebido un mal café y descubro que tengo hambre.

—Cuando era niño, en casa, las tomábamos por docenas.

El viejo me observa mientras como y no dice palabra.

—Mi padre nos prohibía mezclarlas con la uva porque decía que las pepitas malcasaban en el estómago y provocaban un corte de digestión.

El viejo, ahora, se mira atentamente las manos.

—Tengo dos hijos que viven en Cataluña —dice.

La música monocorde de las cigarras pone sordina a sus palabras. En la llanura el sol brilla como un tumor de fuego.

—Cuando era joven, mi mujer quería que tuviésemos muchos. La pobre pensaba que estaríamos más acompañados al llegar a viejos. Pero ya lo ve usté. Como si no hubiéramos tenido ninguno.

—¿Dónde están?

—Fuera. En Barcelona, en América, en Francia… Ninguno volvió del servicio. Al principio nos escribían, mandaban fotografías, algún dinero. Luego, al casarse, se olvidaron de nosotros.

El viejo sonríe con gesto de fatiga. Sus ojos azules parecen desteñidos.

—El mayor no era como ellos.

—¿No?

—Desde pequeño pensaba en los demás. No en su madre, su padre o sus hermanos, sino en todos los pobres como nosotros. Aquí la gente nace, vive y muere sin reflexionar. Él, no. Él tenía una idea de la vida. Su madre y yo lo sabíamos y lo queríamos más que a los otros, ¿comprende?

—Sí.

—Cuando hubo la guerra se alistó en seguida a causa de esta idea. No fue a rastras como muchos, sino por su propia voluntad. Por eso no lo lloramos.

—¿Murió?

—Lo mató un obús en Gandesa.

Hay un momento de silencio durante el que el viejo me observa sin expresión. El viento levanta remolinos de polvo en el llano.

—En su país debe llover. Siempre he querido ir a un país donde haya lluvia pero nunca lo he hecho, y ahora… Está ya duro el alcacer para zampoñas…

Las palabras salen difícilmente de sus labios y mira absorto a su alrededor.

—Aquí han pasado años y años sin caer una gota, y mi mujer y yo sembrando cebada como estúpidos, esperando algún milagro… Un verano se secó todo y tuvimos que sacrificar las bestias. Un borrico que compré al acabar la guerra se murió también. No se puede usté imaginar lo que fue aquello…

La llanura humea en torno a nosotros. Una bandada de cuervos vuela graznando hacia Níjar. El cielo sigue imperturbablemente azul. El canto de las cigarras brota como una sorda protesta del suelo.

—Nosotros sólo vivimos de las tunas. La tierra no da para otra cosa. Cuando pasamos hambre nos llenamos el estómago hasta atracarnos. ¿Cuántas dijo que se comía usté?

—No sé, docenas.

—En casa hemos llegado a tomar centenares. El año pasado, antes de que mi mujer cayera enferma, le dije: «Come, haz igual que yo, a ver si reventamos de una vez», pero los pobres tenemos el pellejo muy duro.

El viejo parece verdaderamente desesperado y, como hace ademán de levantarse y escampar, me incorporo también.

—¿A cuánto las vende usted? —digo.

El viejo vuelca las tunas por el suelo y se mira las alpargatas.

—No se las he vendido. Se las he regalado.

Torpemente saco un billete de la cartera.

—Es una caridad —dice el viejo enrojeciendo—. Me da usté una limosna.

—Es por las tunas.

—Las tunas no valen nada. Déjeme pedirle como los otros.

Por la carretera pasa una motocicleta armando gran ruido. El viejo alarga la mano y dice:

—Una caridad por amor de Dios.

Cuando reacciono ha cogido el billete y se aleja muy tieso con el cenacho, sin mirarme.