Capítulo II

… «et existe autant de diférence de nous
á nous-mémes que de nous á l’autrui».

MONTAIGNE

A comienzos de 1963, en el curso de tu segunda visita a Cuba, huésped esta vez del Instituto de Industrias y Artes Cinematográficas, recibiste una invitación del poeta Manuel Navarro Luna a asistir con él a un mitin que debía celebrarse en un centro de instrucción de milicianas situado en las afueras de La Habana. El viejo escritor, a quien habías conocido un año antes con ocasión de un viaje a su ciudad natal, Manzanillo, era un comunista convencido, entregado en cuerpo y alma a la causa de la Revolución: vivía muy modestamente en un hotelito a pocas manzanas del tuyo y te fue presentado por amigos comunes, colaboradores, como él, del semanario Verde Olivo. Por consejo suyo, la revista del Ejército había publicado unos extractos de tu reportaje Pueblo en marcha y, cuando éste apareció por extenso en el suplemento ilustrado del diario Revolución, Navarro Luna te había apoyado calurosamente en la polémica que suscitó tu transcripción fonética del habla popular cubana. Su gran nobleza personal e integridad política —en los antípodas del oportunismo revolucionario de tantos otros escritores que habían transigido servilmente con la dictadura de Batista—, unidas a una particular devoción a la España republicana, habían soslayado los obstáculos de su apego incondicional a la URSS y, lo que era más grave para ti, al cultivo y defensa de unas formas literarias anquilosadas. En un momento en que el arribismo de alguno de tus primeros amigos empezaba a mostrar la hilaza, su trayectoria limpia, exenta de toda ambición y afán de poder, aparecía, por contraste, grata y reconfortante. Varios escritores de tu generación, como Heberto Padilla, compartían tu aprecio al viejo poeta, en quien veían, no sin razón, el antimodelo de un Nicolás Guillén, comunista de siempre como él, pero envanecido y satisfecho ya entonces de la gloria oficial y sus privilegios. Generoso, abnegado, ejemplar, Navarro Luna encarnaba una fuerza moral no desdeñable en aquellos tiempos agitados de cambio y confusión.

Te había ido a buscar al hotel Habana Libre en compañía de un exiliado comunista español y os trasladasteis los tres al barrio periférico en donde iba a presidir la clausura, te dijo, de un curso de instrucción política de varios centenares de jóvenes voluntarias. Cuando llegasteis al punto de destino era ya de noche y el auditorio aguardaba. Uno de los profesores del curso os puso al corriente, en pocas palabras, de las actividades del día: dos muchachas lesbianas sorprendidas in fraganti en alguno de los dormitorios o duchas de la escuela, habían sido sometidas a una asamblea pública de censura y expulsadas finalmente de aquélla por decisión unánime. Tus compañeros aprobaron la decisión sin un pestañeo de duda y, presa de un vago malestar, de una sorda impresión de disgusto, les seguiste a la plataforma erigida en el patio central de la escuela, desde la que Navarro Luna debía pronunciar su discurso. Recuerdas la luz violenta de los focos, los saludos rituales, el ritmo disciplinado de los aplausos: tu amigo, el poeta, te había presentado a la asistencia, con cariñosa hipérbole, como «un joven intelectual revolucionario venido de España» y las adolescentes uniformadas se habían puesto de pie y batían interminablemente las palmas en honor de aquel valeroso y bragado representante de un pueblo en lucha, digno descendiente de los héroes de Guadalajara y Brunete, heraldo de los obreros sin voz, puño vengador de los explotados que, cogido de la mano de Navarro Luna y del responsable doctrinal de la escuela, contestaba a sus saludos con un lento balanceo de los brazos alzados, repetía lemas y consignas con leve y desdibujada sonrisa, integrado en una especie de coro de sardanistas o bailarines eslavos, tú, yo, aquel juan goytisolo repentinamente avergonzado de su papel, del abismo insalvable abierto de pronto entre la realidad y las palabras, abrumado con los recios aplausos al impostor que había usurpado su nombre, a ese fantasma superpuesto a su yo real como un doble o, en expresión de Cavafis en uno de sus poemas más bellos, un huésped importuno: lleno de asombro e incredulidad ante el grotesco contraste de su hagiografía con la realidad opaca, ajeno del todo al fantoche o autómata cuya voz había dejado de representarle para representar en cambio a quienes le oprimían: al simulador encaramado al estrado en el que acababa de juzgarse la anómala conducta de las acusadas, rubricador cobarde, mudo, de una sentencia dirigida a la postre contra sí mismo, contra su yo genuino inerme y agazapado: abandonar las catacumbas, emerger, respirar, escupir a la cara del otro, del doble, el fantasma, enemigo alevoso de tu intimidad, triste expoliador de tus señas y coordenadas, asco, sólo asco a su presencia, deseos vehementes de arrojar la careta, ser expuesto a público desdén, afrontar el destino de las acusadas, todo menos seguir los irrisorios y pautados movimientos, rítmica oscilación de brazos alzados, ritual vacío, penosa sensación de desdoblamiento, fraude, esquizofrenia, mordaza.

Pero el otro, el fantasma, había permanecido en la tribuna del centro de instrucción de milicianas con sus ademanes sincopados y sonrisas hueras, adaptado exteriormente a su mezquina impostura, embaucador total sin resquicios ni grietas, saludando y meciéndose como un pelele a derecha e izquierda, objeto de horror y aversión retrospectivos por parte del espectador escindido y súbitamente silencioso en el trayecto de retorno al hotel, impaciente de hallarse a solas consigo, de ajustarle las cuentas al ventrílocuo, rescatar su voz antes de que fuera demasiado tarde y el otro, el intruso, impusiera la norma correcta de la tribu, segara el géyser de tu rebeldía, disfrazase la verdad, te convirtiera en zombi.

Valor seminal de una experiencia que, poniéndote en guardia contra la mentira, atajaría el camino hacia el despeñadero: las cosas no ocurrieron al ritmo acelerado en que las cuentas sino con suavidad; mas lo sentido confusamente entonces se aclararía poco a poco, al cabo de unos meses, hasta imponer su cegadora evidencia: entre tú y tu personaje se había instalado el recelo, un margen creciente de extrañeza y, según verificas ahora, al evocar las consecuencias durables de la fisura, un brusco e imperioso afán de autenticidad.

Encrucijada de caminos: como pocas veces en mi vida, había tenido aquel verano la impresión de internarme en un terreno movedizo a partir del cual mi existencia podría bifurcarse, tomar rumbos distintos. Pese a mi total incompetencia tocante a matemáticas y ciencias, acababa de pasar el temible examen de estado y, a lo largo de las que serían mis penúltimas vacaciones en Torrentbó, consideraba las opciones que se abrían ante mí con una mezcla febril de júbilo y aprensión. Sabía que abandonaba para siempre mi cómodo refugio anterior —el cascarón familiar y su prolongación natural, el colegio— y el miedo instintivo al salto en el vacío de mi futura independencia enturbiaba a menudo mi gozosa expectativa de ésta. La indecisión frente a la senda que debía tomar, la conciencia de la necesidad de ganarme la vida a causa de las estrecheces domésticas me atormentaban hasta privarme del sueño. En mis agitados duermevelas, sentía deseos de echarme atrás, acogerme a la irresponsabilidad alegre de la niñez, ocultar la cabeza bajo el ala, guarecerme en el claustro materno. Eran rachas breves, intermitentes, cuya fuerza se había ido apagando en el transcurso del verano conforme se aproximaba la fecha ansiadotemida de mi ingreso en la universidad. Poco a poco, la grata certeza de aflojar los lazos con la familia, de distanciarme al fin de mi padre y el mundo opresivo de Pablo Alcover arramblaron con esas inquietudes. El impulso que me movía a huir del pasado pesaba más fuerte que la incertidumbre respecto al porvenir. Faltaban pocos días para la apertura de las matrículas y vacilaba aún en la elección de mi carrera. Mis preferencias iban a Filosofía y Letras, especialmente a sus ramas de historia y literatura, pero los métodos de enseñanza de las mismas que había tenido ocasión de catar en el colegio me aconsejaban obrar con cautela. Las presiones discretas de mi padre en favor de unos estudios rentables y el ejemplo de mi hermano mayor me inducían en cambio a escoger Derecho. Tras haber sopesado cuidadosamente los pros y los contras, tomé una decisión salomónica: inscribirme en las dos Facultades. El tiempo y circunstancias, pensaba, zanjarían oportunamente el problema.

En mi resolución un tanto acomodaticia de sacar el título de abogado intervino con todo un elemento crucial: mi obsesión tenaz de viajar, ver mundo, salir fuera de España, me había hecho concebir la idea inepta, disparatada de ser diplomático. En unos tiempos en los que la posesión de un pasaporte y consiguiente posibilidad de abandonar la Península eran un privilegio celosamente reservado a unos cuantos, la diplomacia emergía como una milagrosa panacea, el sésamo ábrete que me permitiría un día vivir en una nación distinta de la mía, conocer otras costumbres y tierras, recorrer en fin aquellos paisajes y lugares evocados en mis charlas con tío Leopoldo o en las páginas ilustradas de mi leal Geografía pintoresca. Cualquier país me parecía mejor que aquél en el que había vivido hasta entonces y, repitiendo sin saberlo la experiencia de Blanco White un siglo y medio antes, presentía oscuramente que un exilio del mismo, lejos de ser para mí un castigo, sería una bendición. Aunque mi carácter y temperamento actuales se sitúan en el extremo opuesto del temple y maleabilidad exigibles al diplomático, el anhelo subyacente que dictaba la elección era bastante claro. Orgullosamente, había anunciado a mi entorno mi irrevocable composición del futuro: convertirme en una especie de Paul Morand elegante y culto, políglota y brillante, capaz de conjugar su afición personal a la escritura con las amables servidumbres impuestas por su carrera. El hecho de que no conociera otros idiomas fuera de mi empobrecido castellano no entraba siquiera en el ámbito de mis preocupaciones: los estudiaría. Armado de juveniles evidencias, me sentía dispuesto a abarcar una vasta serie de disciplinas sin sacrificar no obstante por ello mi inveterada adicción literaria.

Al pisar por primera vez las aulas y patios del viejo edificio de la universidad no contaba con ningún amigo: los escasos compañeros con quienes intimé en el colegio se habían inscrito en otras Facultades y el puñado de los que estudiaban Leyes conmigo me resultaban indiferentes o extraños. En cuanto a los cursos de Filosofía y Letras, no había hallado en ellos ni una cara conocida. Este aislamiento inicial favorecía mis propósitos de concentrarme enteramente en los estudios. Mi doble matriculación, con sus conflictos de horario, me planteó sin embargo una disyuntiva: ante la imposibilidad de frecuentar todas las clases, decidí asistir en prioridad a las de Derecho y limitarme a seguir los demás cursos en calidad de estudiante «libre». A mi temprana elección había contribuido sin duda el enfoque rutinario y obtuso de las clases de literatura: siendo como era mi afición más esencial y profunda, temía, con razón, que una experiencia desdichada en las aulas me hiciera aborrecer aquello para lo que justamente estaba hecho, el campo inestimable de mi vocación e inclinaciones futuras. Mejor concentrarse, pensaba, en unas materias aburridas e inocuas, con la perspectiva de ingresar algún día, gracias a ellas, en la Escuela Diplomática que malgastar un tiempo precioso en un aprendizaje contraproducente y arrojar por la borda mis eventuales dones de escritor. Con excepción de los cursos de Vicens Vives y algún otro profesor de asignaturas alejadas de mis intereses, la Facultad de Filosofía y Letras de la época no podía ofrecerme ningún sustento intelectual ni moral. La guerra civil, con sus devastadoras consecuencias, había rebajado a un nivel ínfimo la enseñanza universitaria: nueve años después del final de aquélla, la mayoría de las cátedras seguían en manos de profesores conformistas y mediocres, escogidos menos por sus conocimientos o competencia que en virtud de su fidelidad a los gloriosos principios del Movimiento o el grado de inclinación servil de su espalda. El mismo panorama asolador, con las salvedades que luego apuntaré, aguardaba a los alumnos inscritos en Derecho, pero en mi caso me daba igual. Lo que oía o podría oír en las aulas resbalaba sobre mi piel, lo vivía como algo distante y ajeno. Habiendo optado por un matrimonio de conveniencia en vez de una pasión quizá desgraciada, disfrutaba de la ventaja de ver las cosas desde la barrera, con un holgado margen de despego e impasibilidad.

Para quienes no han tenido el triste privilegio de conocer la universidad española de fines de los cuarenta —cuando, al disiparse las esperanzas suscitadas por la victoria de los Aliados, la efervescencia estudiantil había alcanzado su cota más baja— resulta casi imposible imaginar el estado de indigencia y sopor en el que vegetaba. Las luchas por reconstituir la F.U.E. eran sólo un vago y remoto recuerdo: las sucesivas caídas de sus miembros en manos de la policía habían diezmado paulatinamente las filas de la organización hasta barrerla del todo. Cuando me asomé a la Facultad de Derecho el año cuarenta y ocho, nadie manifestaba, ni siquiera en privado, el menor interés por la política fuera de algún donjuanista excéntrico como Senillosa y un pequeño núcleo de falangistas vocingleros, que hablaban sin rebozo de José Antonio y su presunta revolución traicionada. El Opus Dei reclutaba activamente simpatizantes y adeptos: algunos viejos conocidos, incluido el hijo mayor de mi tía Rosario, habían cedido a la asiduidad de su cerco y miraban desde entonces con recelo a quienes, como yo, rechazábamos abiertamente su proselitismo. Una simple profesión de agnosticismo religioso bastaba para armar revuelo: según descubriría pronto a mi costa, ninguno de mis compañeros de curso había tenido el valor de hacerla. Un conformismo aparentemente unánime en achaques de religión, moral o política juzgaba toda expresión de disidencia como un desafío o chifladura dignos de sanción o desprecio. Los opositores silenciosos que detectaría más tarde —incluidos casi todos en las filas del catalanismo— compartían a veces, en otros terrenos, los criterios de la mayoría: recuerdo muy bien el día en que, por haberme permitido gastar una broma sobre la almibarada figura del papa Pacelli, evité por los pelos el puntapié histérico de Albert Manent en dirección a mis inocentes testículos. Los universitarios de promociones anteriores a la mía política o intelectualmente inquietos como Castellet, Marsal, Reventós o Manuel Sacristán habían terminado ya sus estudios de Filosofía o Derecho o estaban a punto de hacerlo. Alberto Oliart era un pulcro, modesto y siempre sonriente coleccionista de matrículas de honor. Gil de Biedma hacía sus pinitos literarios y se preparaba a completar sus estudios en Madrid con miras a su ingreso en el servicio diplomático. Carlos Barral, no envuelto aún en una de esas vistosas capas que le convertirían luego en el protagonista ideal de La venganza de don Mendo, se emborrachaba ya y escribía versos. De Gabriel y Juan Ferraté no oiría hablar sino años más tarde. Mi promoción y las que le sucedieron fueron probablemente las más desmochadas y anodinas de nuestra miserable posguerra: los últimos rescoldos de resistencia se habían extinguido en medio del humo y ceniza de una paz mentirosa y los primeros chispazos de rebeldía juvenil no habían brotado aún. Mi experiencia lamentable de los años de colegio se repetía así en la universidad: sin maestros ni orientadores, a menudo sin los libros que desesperadamente necesitaba —inaccesibles a causa de la censura o mi ignorancia cruel de otros idiomas—, mi educación intelectual y moral iba a realizarse de modo aleatorio y a trompicones, a la merced de encuentros, lecturas, conversaciones llevados a cabo fuera de las aulas. Autodidacta por obra de las circunstancias, me forjaría a solas una cultura desordenada y caprichosa cuyos efectos arrastraría hasta la treintena y de la que no lograría zafarme sino el día en que, alejado ya definitivamente del medio barcelonés y español, empecé a revisar por mi cuenta los valores y normas que habían regulado hasta entonces mi vida sin las anteojeras ni prejuicios inherentes a toda ideología y sistema.

Cuando en fecha reciente, con motivo de una lectura pública de Makbara, volví a pisar las aulas, pasillos, galerías interiores del patio de Letras, mi memoria trataba de rescatar penosamente de un magma confuso algunos recuerdos e instantáneas que corroboraran la presencia en los parajes de aquel mozo inquieto, febril, vulnerable, cuya actitud condescendiente e irónica con sus pares, destinada a ocultar en verdad su timidez profunda, le llevaba a usar y abusar, con suficiencia pedante, de las armas de la sabihondez y la paradoja. Curiosamente, no guardo ninguna fotografía de él, como si mi extrañamiento actual del periodo y afán inconsciente de desentenderme de cuanto entonces hice o pensé me hubieran inducido a desprenderme de las pruebas de nuestra identidad embarazosa. Pues el mozo en el que tan difícilmente me reconozco fui no obstante yo, y la imagen proyectada por él esos años, conservada quizá por quienes después dejaría de frecuentar, había seguido una trayectoria independiente de la mía, como los carismas y poderes del taumaturgo se prolongan a veces por inercia mucho después de que el perplejo detentador de los mismos haya perdido la fe en su existencia real.

Zapatos: negros. Color del terno: beige o gris perla. Un abrigo ajustado y guantes del mismo color que el traje, como convenía a un futuro diplomático. El muchacho apostado bajo las arcadas del patio, absorto e indiferente al griterío y ajetreo de sus compañeros, lleva consigo una cartera llena de libros en la que los manuales y apuntes correspondientes al curso se mezclan con novelas y obras de teatro impresas en Buenos Aires. Desde su salida del colegio se ha convertido en un lector frenético. Sus autores favoritos son todavía Unamuno y Wilde. El primero le ha enseñado a plantearse preguntas y alimentar con ellas sus ingenuas zozobras filosóficas. El segundo, el arte de la contradicción humorística e irrespetuosa, de la causticidad puntual del causeur. Catolicismo, moral, jerarquía eclesiástica son la diana predilecta de sus puyas. Su irreverencia escandaliza y le granjea algunos aprecios y numerosas enemistades. Significativamente, favorece su propensión vanidosa a destacarse, a sobresalir por su originalidad e ingenio entre los demás. Estudia con ahínco y se sitúa desde el principio en el grupo de los aventajados. Ha revelado con arrogancia a sus colegas que escribe novelas y, en sus ratos libres, comienza a aprender el francés.

En general, la exposición de las asignaturas del primer curso de Leyes le aburre, pero vencerá el hastío con empeño y tenacidad. El rector de la universidad les obliga a memorizar con sonrisa impertérrita veinte definiciones latinas del jus naturalis y nuestro joven se someterá a la odiosa prueba sin rechistar. El derecho romano le resulta más soportable en la medida en que entronca de algún modo con sus lecturas caseras: de los primeros césares a Justiniano, sus compiladores emergen aureolados de una antigua familiaridad. La economía política le interesa: su estudio le ayudará a comprender las relaciones existentes entre sociedad e ideología, su mutua dependencia e imbricación. Las clases de Luis G. de Valdeavellano le sorprenden en fin por su claridad y rigor: algunas malas lenguas le tildan de republicano y el calificativo, lejos de rebajarle a sus ojos, le confiere el prestigio inherente a lo insólito. En la universidad de entonces es una rara avis.

Los contactos e intercambios de ideas con sus compañeros son más alentadores. Prescindiendo de los meros estudiosos sin personalidad ni talento, descubrirá simpatías y afinidades con tres jóvenes inclinados como él a la lectura: el primero de ellos, Juan Eugenio Morera, es un ex seminarista que se esfuerza en recobrar el tiempo perdido en un noviciado de jesuítas simultaneando con disciplina y encarnizadamente los cursos de Derecho y Filosofía; el segundo, Mariano Castells, un vástago de una conocida familia barcelonesa cuyo carácter brillante y desordenado, unido a una avidez de lector sólo comparable a la suya, le seducen y atraen. Aunque el tercero, Enrique Boada, no manifiesta gran entusiasmo en los estudios, su dandismo y el despego irónico de que hace gala en las aulas despiertan su atención y curiosidad. Gracias a Morera, a quien la diferencia de edad con él y Mariano le concede sobre ellos cierta autoridad moral, estos últimos asistirán durante unos meses al seminario de economía de Lucas Beltrán en donde, en una atmósfera cargada de humo de pipa y cigarrillos americanos, se discute sobre las teorías de Keynes y Schumpeter: como la participación en las charlas es de rigor, nuestro eventual diplomático y dilettante en cierne acariciará la peregrina idea de centrar una de ellas en el atípico ensayo de Wilde, El alma del hombre bajo el socialismo. Lucas Beltrán expone cautelosamente las diferentes opciones económicas de la sociedad moderna y el nombre de Marx aparecerá por vez primera en las conversaciones de nuestro joven sin ninguno de los términos insultantes que de ordinario le afean. Las obras del Fondo de Cultura, introducidas más o menos clandestinamente de México, circulan de mano en mano y el supuesto brillante opositor a embajadas adquiere buen número de ellas a cuenta de sus futuros estudios. Al mismo tiempo, Morera les ha puesto en relación con un ambicioso y mordaz adjunto de cátedra destinado a escalar pocos años después la cúspide de la jerarquía universitaria: Fabián Estapé vive aún con sus padres en un viejo piso del Paseo de San Juan, no oculta su ateísmo y aversión a la Iglesia e incrementa sus escasos ingresos de auxiliar mediante lecciones particulares de economía política. De común acuerdo, el trío de amigos decide tomar aquéllas y se reúne con él semanalmente en el piso de la abuela de Mariano, en el cruce de Balmes y Gran Vía. Por influencia de Estapé, nuestro joven descubre a Anatole France y devora de un tirón sus Obras completas editadas por Aguilar, pero cuya difusión ha sido prohibida por la censura. Las clases de economía ceden paso a menudo a discusiones religiosas o metafísicas que les enfrentan, a él y Estapé, con Juan Eugenio Morera, quien, pese a haber ahorcado el noviciado, mantiene intacta su fidelidad al cristianismo. Mariano vacila, pero acaba inclinándose, con gran contrariedad de Morera, a las tesis agnósticas. A la lectura entreverada de libros de economía, derecho, historia y literatura se agrega poco a poco la de algunas obras filosóficas: Ortega, Croce, Jaspers, Bergson, Kierkegaard. El ansia de saber, de acumular con rapidez el mayor número de conocimientos en la materia fomenta una emulación infantil entre él y Mariano, en la que el progreso intelectual se confundirá a veces con el prurito de adquirir nuevos libros, sobre todo aquéllos que, por su inaccesibilidad o rareza convierten el hallazgo en un codiciado y prestigioso título de nobleza. Su pequeña banda —de la que Enrique Boada no forma parte a causa de su indolencia e individualismo— propende espontáneamente a aglutinarse y acoge con reserva o desconfianza cualquier irrupción de extraños. Éstos serán blanco de sus sátiras y, al comprobarlo, algunos compañeros que al comienzo buscan congraciarse con ellos, optarán prudentemente después por mantenerse a distancia. De vez en cuando, el trío y algunos huéspedes ocasionales celebran una suerte de junta destinada a lucir de puertas afuera su erudición y sabiduría: nuestro joven ha preparado una larga y pomposa disertación sobre la política exterior francesa, no sé si «de Talleyrand a Luis Felipe» o «de la Commune a Fachoda» y, con la misma impavidez con que antes asestaba los partos de su ingenio a sus primas, la encajará ahora a sus indulgentes amigos sin ninguna conmiseración. Menos afortunado que él, un argentino ajeno al clan, autor de una obra monumental sobre el espíritu español en la conquista de América inspirada probablemente en las ideas de Maeztu, Morente y Menéndez Pidal —y al que Mariano se ha apresurado a incluir en la categoría infamante de los pelmas—, ha tenido la desdichada idea de leerles con gran énfasis y entusiasmo el exordio y algunos capítulos de la misma sin advertir, en su arrebato, las miradas cómplices, arqueos de ceja, muecas, risitas del trío original hasta que el denso y amenazador silencio que sucede a una de sus pausas le convence de la oportunidad de interrumpir su exposición y solicitar el criterio a los reunidos: uno tras otro, sus jueces implacables le abrumarán con comentarios sarcásticos sobre el estilo, composición, opiniones y propósito general del libro, dejándole sumido en un estado de total abatimiento y perplejidad. En un esfuerzo desesperado por romper el cerco, viendo un juego de naipes sobre la mesa del despacho en que se hallan, la víctima propondrá una pausa a las críticas: jugar una partida de monte. La cabra siempre tira al monte, comenta irónicamente Mariano. El argentino aguanta el golpe con entereza de ánimo mientras nuestro héroe y sus amigos se regocijan puerilmente de su victoria cruel. La creencia en la propia superioridad legítima a sus ojos su dureza y actitud de perdonavidas. Esta filosofía elitista, embebida de desprecio a quienes juzgan de un nivel inferior, les concede la licencia de adoptar, por razones de interés, una conducta oportunista y lisonjera con los profesores: visitas o consultas privadas a catedráticos so pretexto de ampliar estudios, organización de un almuerzo de homenaje en nombre de un grupo de «alumnos distinguidos». El arribismo de que dan muestra se ennoblece, es verdad, con la referencia a Maquiavelo: Mariano y nuestro joven son por estas fechas devotos admiradores de El príncipe. Dicha estrategia fría y cínica, unida al empeño y seriedad que ponen en sus estudios, obtendrá su recompensa al final del curso: llegado el momento de los exámenes, Morera, Mariano y él conseguirán matrícula de honor en la casi totalidad de las asignaturas.

La breve evocación de los primeros pasos en la universidad de mi homónimo de hace treinta y cinco años me produce una impresión de estupor semejante a la que sentiría, imagino, un docto profesor universitario especialista en Calderón o los presocráticos si, al caminar por los pasillos del metro más cercano a su hogar, tropezara con una hilera de pósters con el retrato juvenil de sí mismo anunciando con sonrisa y bigotito un champú natural proteínico o un níveo, suave y casi acariciante jabón de afeitar. ¿Sonambulismo?

¿Ofuscación? ¿Pesadilla? Digamos mejor incredulidad teñida de tristeza ante la total contradicción del personaje con lo que luego serías. Una duda sorda sobre tu identidad posterior a la infancia y la existencia real de aquel periodo absurdo escoltaría insidiosamente tus pasos al aula magna en donde minutos después debías iniciar tu lectura.

¿Es función de la memoria involuntaria conservar las impresiones soterradas que el mecanismo del recuerdo destruye?: la hipótesis freudiana, atribuyendo al último una acción canibalesca, depredadora respecto a los vestigios de un pasado sepulto, ¿no condena acaso tu ingenuo proyecto de recobro en razón de sus posibles resultados opuestos al fin perseguido?: la lenta sedimentación de los años, estratos de cuanto vegetaba en semiolvido fecundo, sería en tal caso objeto de un pillaje organizado cuyos propósitos estructuradores no compensarían sino al contrario la devastadora manipulación: enfrentado a la crudeza de la teoría no tienes más remedio que admitir su contaminadora sospecha: la tarea que tan confiadamente emprendieras, aquella resolución brusca de no permitir que tu vida, experiencia, emociones, lo que eres y has sido desaparecieran contigo se ha ido transformando poco a poco en un terreno plagado de redes y asechanzas que te obligan a andar con cautela, volver atrás la cabeza, poner en tela de juicio la exactitud de tus versiones, someterlas a la prueba de una confrontación con otros testigos, recurrir a documentos escritos que de algún modo corrigen o alteran su laboriosa reconstrucción: como los sueños contados en el momento de despertarse a fin de que no se borren de la memoria se modifican al punto y pierden su aroma, así la fidelidad de la impresión que evocas exige una dosis prudencial de recelo: tu personalidad aleatoria de aquellos años, con sus rasgos a menudo antitéticos, propicia la tentación de otorgarle una posterior coherencia que, pese a su verdad teleológica, será una forma sutil de traición.

Afortunadamente, no todas las facetas y rasgos del joven que fui me parecen hoy remotos o antipáticos. Mi extremada pasión por la lectura y la firme decisión veinteañera de poner en tela de juicio las normas y valores del medio social en el que me crié, contenían el germen de mi ruptura posterior con aquél y una aspiración todavía confusa a nuevas y más auténticas formas de existencia. Encerrado en mi habitación de Pablo Alcover, permanecía a menudo en vela hasta la madrugada recorriendo escrupulosamente los libros franceses de la biblioteca de mi madre o devorando centenares de páginas de Dostoievski, Poe, Conrad, Pirandello o Bernard Shaw. La elección de estos autores era en mi caso, como en Mariano, producto de la casualidad. Apurando al último céntimo el dinero de que disponíamos, espulgábamos juntos las librerías de lance de la calle de Aribau en busca de la posible ganga o el raro y fabuloso ejemplar. Los libros impresos en la anteguerra, en especial en los años de la República, eran objeto asiduo de nuestras correrías: volúmenes en rústica de la editorial Cénit, apolilladas traducciones de D’Annunzio, Maeterlinck o Andreiev. Cuando el venero de obras singulares o extrañas parecía a punto de agotarse, Mariano, valiéndose de sus conexiones familiares, me facilitó la entrada a la trastienda de publicaciones prohibidas de dos o tres librerías. Allí, temblando de excitación, mi amigo y yo habíamos escudriñado los anaqueles y rimeros en donde se alineaban o amontonaban aquéllas, deslumbrados por la increíble plétora de autores y títulos que conocíamos sólo de oídas y cuya asimilación presentíamos no obstante indispensable a nuestra correcta formación intelectual: Proust, Kafka, Malraux, Gide, Camus, Sartre. Para satisfacer mis crecientes gastos de librería, tuve que recurrir a la piadosa estratagema de convencer a mi padre de que se trataba de obras jurídicas de consulta, indispensables al éxito de mi carrera. En casa, ocultaba mis adquisiciones en diferentes y a menudo ingeniosos escondrijos, temiendo que mi hermana las descubriese y me reprochara la lectura y posesión de volúmenes incluidos en el Indice de libros prohibidos: por entonces, seguía manteniendo la ficción de un catolicismo de fachada y los domingos, acompañado muy pronto de Luis, salía a dar vueltas por el barrio simulando cumplir con el precepto de oír misa. La obligada furtividad de mis calas —la conciencia gozosa de adentrarme en zonas vedadas— infundía a la lectura un cosquilleo de excitación y estímulo que sólo quienes hayan bebido como yo de esas aguas pueden comprender de modo justo. Las consecuencias de este descubrimiento precoz influirían beneficiosamente en mi vida: la noción de placer, asociada en mi fuero interior a las de clandestinidad y transgresión abriría más tarde el camino a la gradual, reticente, laboriosa aceptación de otros impulsos más escondidos e íntimos.

La relativa tolerancia de las autoridades franquistas con los autores juzgados «menos peligrosos» les permitía hacer la vista gorda sobre la difusión bajo mano de sus obras: aunque su representación estaba prohibida, los dramas de Lorca editados por Losada habían comenzado a aparecer discretamente en los estantes de algunas librerías; Ortega y Baroja eran duramente censurados en los medios eclesiásticos, pero se les podía leer. Otros escritores más conflictivos seguían en cambio en las listas negras del Régimen y el acceso directo a sus escritos resultaba poco menos que imposible. Durante el primer curso de universidad, un compañero aficionado a la poesía me había pasado copias mecanografiadas de poemas de Alberti: esa especie de samizdat no reproducía, como un lector de hoy podría sospechar, sus versos comprometidos de Entre el clavel y la espada o algún inflamado poema de guerra, sino inocentes composiciones de Marinero en tierra y Sobre los ángeles. La dificultad de acercarse a la obra de los intelectuales que habían tomado partido contra Franco, transmutaba la operación de leer en prodigiosa aventura. La afirmación paradójica de Italo Calvino de que los regímenes autoritarios y represivos son los únicos que toman en serio a la literatura al atribuirle unos poderes subversivos que desdichadamente no tiene e intentar de modo ingenuo entorpecer su lectura, encierra en mi opinión una gran dosis de verdad. Los mejores lectores de una obra, ayer en España, hoy en la URSS y países del bloque soviético, han sido y serán los subrepticios: quienes por penetrar en ella arriesgan pagar un precio muy alto y aceptan con todo el desafío, exorcizan paulatinamente el temor. Frente a una vivencia de este orden, las facilidades otorgadas al lector en las sociedades abiertas rebajan necesariamente la intensidad de su experiencia: no es lo mismo introducirse a escondidas en un harén religioso o profano con la excitante idea de una intriga plagada de peligros que escoger sin ninguna clase de apremio entre las docenas de pupilas consintientes de una casa de trato. A pique de escandalizar a más de uno, sostengo y he sostenido siempre que mis calas más agitadas y fértiles fueron aquéllas que realicé en la juventud, ya con la vaga impresión de incurrir en un acto delictivo, ya con la certeza de una deleitosa y turbadora profanación. No estoy hablando, claro está, del nivel o calidad de las obras sino de las emociones que, independientemente de aquéllas, enriquecieron mi lectura. Mientras la adquisición de los libros que buscaba me impuso una serie de sacrificios y obstáculos —tanto por el precio prohibitivo a que se vendían como por la dificultad en encontrarlos—, los coleccioné amorosamente hasta formar una modesta, pero meritoria biblioteca. Cuando a raíz de mi instalación definitiva en París pude obtener sin esfuerzo, gracias al puesto que ocupaba Monique Lange en Gallimard, la totalidad de las obras que deseaba, su conocimiento perdió misteriosamente algo de su valor y, renunciando a mis ínfulas de coleccionista, dejé de interesarme en su posesión, no dudando en desprenderme de ellas ni regalarlas con un desasimiento que hubiera juzgado inconcebible sólo unos años antes. Esta mengua de mi instinto de propiedad tocante a los bienes culturales —libros, discos, grabados y otros objetos más o menos artísticos— se convertiría desde entonces en un rasgo perdurable de mi carácter. Sin llegar al ascetismo monacal de un Genet, hoy me es más cómodo y fácil vivir sin el vistoso arropamiento cultural con el que se envuelve la mayoría de escritores que conozco. Los libros me atraen únicamente por su contenido y los tomo por objeto de consumo inmediato: una vez leídos me estorban y no me importa deshacerme de ellos, a reserva de volver a comprarlos el día en que por una razón u otra me sean aún necesarios.

En la España en que me tocó vivir de joven, procurarse las obras de Orwell o Bernanos, Vallejo o Neruda era patrimonio exclusivo de unos cuantos: como con las drogas finas de hoy, el candidato a la lectura de aquéllas requería a la vez dinero, conexiones y paciencia. Cuando alguno de nosotros lograba echar mano a algún ejemplar valioso, éste, una vez leído, circulaba en seguida dentro de nuestro circuito de amigos. Aunque el trío formado por Mariano, Morera y yo no admitía intrusos en sus discusiones más íntimas, nos reuníamos a veces en un café de la Ronda de la Universidad a intercambiar opiniones sobre libros y autores con una docena de estudiantes. Esas tertulias eran informales y cualquier miembro de ellas podía hacer uso de la palabra. Recuerdo muy bien la velada en que uno de los participantes resumió su reciente lectura de Le deuxiéme sexe y los demás, encabezados por Morera, se apresuraron a rebatir con argumentos un tanto pedestres la entonces audaz y novedosa exposición de teorías feministas. Enrique Boada, aunque objeto de una tenaz suspicacia por parte de Mariano, asistía a estos encuentros y defendía conmigo, frente a los otros, una concepción exclusivamente hedonista de la vida: la estética, pretendíamos, se hallaba por encima de la moral y no debía dar cuentas a ésta. La lectura de Thomas de Quincey, descubierto por Mariano, aportaba nuevos, eficaces y a veces insólitos argumentos a mi apasionada defensa del arte por el arte. Si bien nadie sostenía aún en aquel momento la doctrina del valor social de la obra literaria —ninguno de nosotros había oído hablar de Lukács ni del funesto catecismo de Politzer—, el extremismo de nuestras posiciones chocaba de frente con Morera y su justificación de los valores morales. Otras veces la tertulia había sido objeto de lances curiosos, destinados a avivar la monotonía de algunas discusiones con una imprevista nota de color. Una noche, un estudiante matriculado en uno de los cursos superiores, a quien conocía de vista del colegio de los jesuítas, leyó un texto sugestivo y muy bien escrito sobre la presencia del duende en la poesía andaluza. Su intervención fue bien acogida y mereció la felicitación de todos. No obstante, al hojear con Mariano días más tarde el último volumen de Lorca venido de Buenos Aires, descubrimos primero con asombro y luego cierta excitación perversa, que el pasaje que tanto nos gustara figuraba íntegramente en él. Deseosos de vengar nuestras tragaderas y castigar la superchería, convocamos a la siguiente reunión al culpable del plagio y lo expusimos a la vergüenza pública. El incidente, y la violencia que creó entre nosotros, puso fin, al menos durante un lapso, a nuestras tertulias. La cercanía de los exámenes y el consiguiente apuro de tiempo, contribuyó también según creo a dicha suspensión.

Las discusiones literarias más serias tenían lugar con todo en casa de Mariano. Allí, junto a la bella, espaciosa y bien dispuesta biblioteca de su habitación, los libros objeto de nuestras razzias eran leídos, comentados, discutidos con detenimiento y pasión. Mi amigo no se veía obligado como yo a disimular en algún escondrijo las obras juzgadas anticatólicas o inmorales. Sus padres eran sumamente tolerantes y, según descubrí luego, la madre, aunque firme partidaria del orden social instaurado por el Régimen, compartía nuestra postura tocante a la religión. Ésta cumplía a sus ojos una función moderadora y útil: mantener a las clases bajas en su lugar con la promesa de una mirífica recompensa futura. A causa de ello iba a misa con su marido aunque interiormente consideraba la ceremonia hueca e insubstancial. Con habilidad y perspicacia notables, concedía a su único hijo un amplio margen de movimientos, confiando en que sabría utilizarlo con tino para sobresalir en inteligencia y cultura en un ambiente que ella misma conceptuaba de asoladora mediocridad.

Los balcones delanteros de la casa de Mariano daban directamente al mercado del Borne: el barrio había perdido desde hacía décadas su índole residencial, pero el tráfico y ajetreo de la compraventa le infundía de día como de noche intensa vida y actividad. Su apartamento, atestado de muebles y objetos valiosos conservados con esmero, contrastaba de modo abrupto con la imagen de ruina y abandono de la torre de Pablo Alcover. La presencia de una mujer, su madre, acentuaba cruelmente el vacío dejado por la desaparición de la nuestra. Mariano se movía en su territorio con modestia y naturalidad. Aunque su posición social era superior a la mía tenía la elegancia de no hacérmelo notar. En su casa probé por primera vez desde la guerra uno de esos panecillos de Viena que mi madre me servía, de niño, en el desayuno: acostumbrado al producto amazacotado que aún consumíamos en casa, la diferencia me abochornó. Su abuelo era además un célebre coleccionista de obras de arte: vivía en las plantas inferiores del inmueble de mi amigo en una especie de museo que visité en más de una ocasión. En él, las estatuas y tallas románicas alternaban con numerosos cuadros de pintores catalanes de la época de los Quatre Gats: un pequeño salón privado estaba enteramente decorado con murales de Nonell. El medio artístico y cultural en el que se educó mi amigo creaba una atmósfera propicia al desarrollo de sus gustos y había contribuido decisivamente a su temprana, pero firme resolución de ser escritor.

Mariano me había confiado su secreto al comienzo de nuestra amistad y la confidencia recíproca había sellado un pacto solemne entre ambos: los estudios de Derecho que seguíamos no serían sino un medio de ganar tiempo con nuestras familias, una suerte de pantalla destinada a encubrir temporalmente nuestra verdadera vocación. Acabábamos de descubrir La metamorfosis y La náusea y, en plena rebeldía existencial y metafísica, no vislumbrábamos otra salida a nuestras dudas e inquietudes que a través de la creación. Los dos íbamos a ser grandes novelistas, de la talla y alcance de los que rendidamente admirábamos. Para llegar al nivel de nuestros modelos debíamos consagrarnos por entero a la empresa, encauzar la totalidad de las energías a la realización de la obra futura. Embriagados con la lectura de Quincey, Baudelaire y Huysmans aspirábamos a vivir sin otra regla de conducta que la busca de sensaciones y experiencias propicias a la génesis literaria y artística. El alcohol, las drogas, los vicios más refinados y exquisitos serían nuestra escuela. Curar el alma por medio de los sentidos y los sentidos por medio del alma, aconsejaba Wilde. Pero mientras repetíamos la fórmula como un conjuro, nos manteníamos perfectamente sobrios y castos. Nuestra defensa de todos los vicios y perversiones, pregonada a los cuatro vientos, era tan sólo teórica. Las hazañas crueles de Maldoror, diametralmente opuestas a la moral insípida del cristianismo, nos arrebataban de entusiasmo. Queríamos ser despiadados, malignos, extravagantes, exhibir un estilo de vida morboso y original. Sin embargo, fuera de la actitud irónica y despectiva que asumíamos con el común de los estudiantes, nos guardábamos muy bien de poner nuestras ideas en práctica. Ni Mariano ni yo nos habíamos asomado aún a ningún prostíbulo ni tan siquiera nos habíamos emborrachado. Poseídos de la fiebre de la literatura, levitábamos serenamente en los límites de nuestro reino, en un delicioso estado de embaimiento y fervor.

A consecuencia de este enfoque y su correspondiente modificación de prioridades, el celo que había puesto en los estudios decayó. Las asignaturas del segundo curso de Derecho me abrumaban con su densidad insoportable y, poco a poco, empecé a desentenderme de ellas. Sin darles aún carpetazo definitivo por no alarmar a mi padre, dejé con todo de ser el estudiante modelo, oportunista y servil con los profesores que había sido meses atrás. La misma idea de ingresar en el cuerpo diplomático perdió su relumbre anterior: conforme transcurría el tiempo y me afirmaba en la convicción de emular un día a Gide y Baudelaire llegué a la saludable conclusión de que no estaba hecho para aquél. El cambio que señalo no se produjo de modo brusco y gracias a los conocimientos adquiridos y el prestigio ganado el primer año, pude cubrir el expediente y salirme de apuros. Ello tenía la ventaja de procurarme un año de respiro: el tiempo de, so pretexto de proseguir mis estudios de abogado, realizar la gran obra literaria que a posteriori me justificaría.

Mi alejamiento gradual de las aulas me acercó en cambio a dos estudiantes a quienes mi precedente dedicación a los cursos y adulación a los catedráticos me habían impedido tratar con mayor intimidad: Enrique Boada —ya mencionado antes— y Carlos Cortés. El primero había asistido con indulgencia y reserva a mi brillante, pero efímera carrera de coleccionista de matrículas de honor: dotado naturalmente de una indolencia aristocrática, aceptaba de buen grado los reproches de Mariano cuando, celoso tal vez de mi estima por él, le motejaba de veleidoso y frívolo. Las aficiones de Boada en el campo artístico eran mucho más amplias que las mías: abarcaban música, baile, pintura, actos y manifestaciones de vanguardia. Iba a la ópera con sus padres y consiguió arrastrarme alguna vez a las escasas representaciones de teatro de cámara toleradas por la censura. Como Mariano y yo, afrontaba un problema de identidad cuyas crisis y bruscos bandazos no tardarían en llenarme de desconcierto. Por entonces, se contentaba con permanecer las noches en vela, escuchando música y salir al amanecer en automóvil para recorrer velozmente las calles desiertas de la ciudad. Carlos Cortés aparecía sólo ocasionalmente por el patio de Letras y me fue presentado por un amigo común antes de que yo renunciara del todo a mi empeño en los cursos: vestía de un modo inconformista y excéntrico, con una pajarita de color rojo que acentuaba su aspecto bohemio, agradablemente distinto del de los demás. Era un lector empedernido como yo y, a fin de subvencionar su adicción, se dedicaba, como los camellos de hoy, a la compraventa de libros de literatura. Él puso en mis manos, por primera vez, la poesía de Blake en una traducción catalana de antes de la guerra y me incitó a leer Demian y Las cuevas del Vaticano. Su pasión por Gide y Hermán Hesse resultó contagiosa y, a causa de ella, no paré hasta conseguir la totalidad de sus obras. Cortés no era como mis demás amigos, un hijo de papá: las estrecheces domésticas y su negativa a seguir estudios rentables le obligaban a vivir a salto de mata, del difícil y aleatorio negocio de los libros. Frecuentaba los tugurios de la Barceloneta y Barrio Chino, acudía al patio de Letras borracho y profesaba a los futuros picapleitos una aversión visceral. De una manera un tanto provocadora, me había informado de que era judío —su familia paterna pertenecía en realidad a la comunidad chueta mallorquína— y su desprecio a los tabús y convenciones sociales me impresionó fuertemente. Desde un principio había intentado iniciarme en los misterios de una vida que Morera calificaba de disoluta: esas tardes de lepra, como el propio Cortés las bautizaba, consagradas al alcohol y las putas. Yo desconocía del todo la vida barcelonesa extramuros del medio bienpensante y burgués en el que me movía, pero un reflejo pusilánime y precavido, del que tardaría aún en zafarme, me hizo resistir y perder lo que hoy juzgo un tiempo precioso. El miedo entonces informulable a poner a prueba mis sentidos, unido al propósito ingenuo de reservar mis fuerzas a la consecución de la obra maestra con la que un día asombraría al mundo, dieron al traste con aquella primera ocasión de conformar mi conducta a mis palabras y desprenderme del rígido corsé de censuras interiores que, pese a mis maneras y actitudes de joven liberado y experto, me oprimía e inmovilizaba. Sólo dos años más tarde, en Madrid —y a salvo por tanto de las inhibiciones creadas por la cercanía de testigos— tendría el valor de afrontar la experiencia adulta que tan neciamente rechacé entonces: descubrir de golpe alcohol, prostíbulos, barrios bajos, cafetines que abren de madrugada y junto a ello, en la espesura algodonosa de una nueva y tenaz realidad, la aspirina y el café amargo para combatir la resaca.

Mis conversaciones con Mariano se habían ido concentrando con el tiempo en un tema único, casi obsesivo: la realización de nuestra obra, de esa futura obra cuyo alumbramiento nos izaría de golpe a las cumbres de la fama, si no de la inmortalidad. Los dos afirmábamos estar trabajando en ella y en mi caso era cierto: en aquel otoño de 1950 había reanudado mi vieja afición a componer novelas y emborronaba de nuevo docenas de cuartillas fuertemente influido por los dioses del momento, Gide y Hermán Hesse. Escribía por las tardes, en mi habitación, ocultando dolosamente los manuscritos tras una pila de libros de Derecho: mi padre asomaba de vez en cuando por la puerta su perfil de aguilucho a fin de cerciorarse de mi aplicación en los estudios y la concentración y entusiasmo que descubría disipaban sus dudas y reconfortaban su ánimo. El Derecho Civil debe de ser muy interesante, ¿verdad, hijo?, musitaba antes de eclipsarse; y yo, fingiendo salir de un profundo ensimismamiento en los minuciosos requisitos del dominio enfitéutico, afirmaba que sí, que efectivamente lo era. Mi novela avanzaba a buen paso, pero la misma facilidad con que la escribía, producto de un insidioso mimetismo inconsciente, me llenaba a momentos de inquietud. Sabía que mi castellano barcelonés adolecía de imprecisión y pobreza y, obligado de continuo a hacer uso del diccionario, incurría en aquel estilo un tanto libresco, rígido y envarado que, en mayor o menor grado, afectaría la prosa de mis primeras novelas. El tema, por su parte, tampoco acababa de convencerme: la decadencia material, física y moral de una familia, vista a través de un adolescente refinado y perverso, traslucía en exceso el impacto de mis lecturas. Con todo, el temor a someterme al juicio de los demás y afrontar sus opiniones negativas, me aconsejaba proseguir el trabajo hasta concluirlo y evitar la posible tentación de arrumbarlo a la mitad. Mariano era mi único confidente y a menudo discutía con él del contenido del libro. La emulación existente entre nosotros nos había vuelto mutuamente exigentes. Mi obra debía estar a la altura de las que más admirábamos —Les nourritures terrestres, El lobo estepario— o ser arrojada al cesto de los papeles. Convencidos como estábamos de obtener un día la gloria literaria, no podíamos desbaratar nuestro objetivo con prisas nocivas ni permitirnos el fracaso ni la mediocridad. Más radical que yo, Mariano aspiraba a escribir una obra única, tan absolutamente perfecta que, para evitar su profanación por miradas ajenas, se vería precisado a destruir una vez acabada: un acto sublime de aniquilación por amor, añadía, que un Creador más responsable y consciente que el nuestro tendría que haber reservado al universo en vez de legarnos su lamentable chapuza. A medida que pasaban los meses, mi amigo hablaba con exaltación creciente de aquella obra suya que, severa, implacablemente había predestinado a las llamas. La redactaba de noche, después de haber bebido unas copas para entonarse: la escritura se producía entonces de modo automático, sin necesidad de correcciones ni tachaduras. Yo sentía, claro está, una gran curiosidad por conocerla; pero Mariano no mostraba premura alguna en leerme las hojas de caligrafía apretada en las que condensaba sus emociones, sentimientos e ideas. En su reticencia había probablemente una mezcla de coquetería y aprensión: deseos de mantener mi atención en vilo y, a la vez, miedo a defraudarme. Un día en que le confesé mi desánimo tocante a mi propia novela —maleada por descuidos de expresión, escenas inmaduras, personajes mal trazados, influencias no asimiladas del todo— conseguí que me leyera una página de la suya: un texto, escrito en primera persona, que asumía la voz de la Maja Desnuda, pero cuya redacción desmañada e infantilismo me consternaron. Mariano interrumpió en seguida la lectura, como si hubiera adivinado mis pensamientos, y no solicitó mi opinión. Yo tampoco me atreví a dársela y, si bien el episodio pareció caer en el olvido, abrió por primera vez, según pude advertir más tarde, una brecha en nuestra amistad: Mariano no me volvió a mencionar su obra y dejó de interesarse en el esquema y desenvolvimiento de la mía. Seguimos hablando de literatura y los libros que nos impresionaban; no obstante, la anterior certidumbre en nuestro excepcional y luminoso talento se desvaneció.

Mientras la duda sobre el valor de lo que hacíamos ponía fin a nuestro dúo exaltado, comenzamos a sentir necesidad de relacionarnos con otros escritores noveles, intercambiar ideas con ellos, conocer sus trabajos. Ante la imposibilidad de encontrar en nuestro curso a alguien a la altura de nuestras exigencias, decidimos espigar en las promociones anteriores. Sabíamos por Estapé —quien seguimos frecuentando pese a nuestro alejamiento de las aulas— que Alberto Oliart había escrito una novela titulada Ráfagas con la que aspiraba a ganar el premio Nadal: Estapé pretendía haberla hojeado y no ahorraba sus sarcasmos sobre ella. Nos aconsejó, en cambio, la relación con Jaime Gil de Biedma, autor de un poema que merecía los elogios del futuro rector; éste, con indiscreción juguetona, se había apresurado a informarnos de la particularidad amorosa del poema: leedlo despacio y comprenderéis, decía con una sonrisa. Pero Gil de Biedma se disculpó invocando los estudios de fin de carrera y no pudimos asociarlo al proyecto. Por fortuna, Luis Carandell y Mario Lacruz, dos universitarios de la promoción de José Agustín, a los que había conocido a través de él antes de que mi hermano se decidiera a sacar la licenciatura de Derecho en Madrid, compartían nuestras aficiones e intereses y buscaban también una plataforma para darse a conocer. La idea de reunimos periódicamente a leer nuestros trabajos y discutirlos en público fue bien acogida por ellos y otras personas con las que consultamos. Alguien sugirió la conveniencia de invitar igualmente a escritores consagrados o al menos con alguna obra impresa a fin de dar mayor realce a nuestras reuniones. Asesorados, si mal no recuerdo, con Carandell y Estapé, elaboramos la lista de eventuales participantes y nos pusimos en contacto con ellos.

Hasta entonces, los únicos escritores de carne y hueso con quienes había tropezado eran Sebastián Juan Arbó y Ana María Matute. El primero vivía cerca de casa, en el barrio de las Tres Torres y solía trabajar en los cafés: por la mañana, en el difunto Oro del Rhin y las tardes en otro, asimismo desaparecido hoy, que había en el chaflán de Aragón y Paseo de Gracia. Arbó era un hombre de mediana edad, amable, modesto, cuyas maneras un tanto torpes revelaban su origen campesino, una estampa que no cuadraba en absoluto con la que me había formado de un escritor: imaginaba a éste de aspecto señorial y distante, altivo y con un toque perverso, una combinación brillante y moderna de Des Esseintes y Dorian Gray. Arbó, con quien me cruzaba a menudo en la línea del metro de Sarriá, se había mostrado siempre atento y afectuoso conmigo, pero su traza vulgar, acento de pueblo y el infortunado relato de una reciente visita suya al Colegio de México en la Ciudad Universitaria de París, con su fascinación candorosa por la libertad de que hacían gala las estudiantas francesas y la conducta faunesca de su paisano Palau Fabre, me inducían a juzgarlo arrogantemente con desdén y severidad. Estaba convencido de que el genio del verdadero escritor debía deducirse no sólo de su obra sino de su figura y atuendo y me preguntaba con cierta angustia si yo mismo lograría algún día la exquisita aleación de bohemio y dandi que descubriría mi ínsita grandeza a los demás. Inútil precisar que esta creencia narcisista y provinciana en el aura inconfundible y gloriosa del poeta, bastante extendida aún en España, me causa hoy verdadera revulsión. Cuando años más tarde escribía «genio y figura hasta la sepultura: cuanto más genio, más figura: cuanto más figura, más genio» la ironía julianesca no apuntaba solamente a la obstinada confusión de gran número de colegas sino a la del joven aspirante a figurón que fui yo. El continuo afán de representar, robar luz, jugar al personaje importante, convierte en verdad a la tribu literaria hispana en un agregado de farándula y guardarropía: collares, gatos, puños de bastón, chinelas argénteas, gorras capitanas, poses sabihondas, barbas de viejo lobo de mar cultivador de prosas anfibias. Si comparo la mímica, chulería y desplantes de los barítonos y tenores del día con la sencillez, pudor y reserva de un Genet y otros escritores a quienes tuve ocasión de frecuentar o conocer simplemente de vista, el contraste me abochorna y fortalece mi decisión de mantenerme al margen de la escena y el exhibicionismo reinante: ser ese moro de París, retraído y huraño, entregado al ejercicio tenaz de sus inconfesables manías. Añadiré en mi propio cargo que, pese a mis ideas de entonces sobre el porte y modales del artista, transmití la invitación a Arbó: pero él, desconfiando quizá del joven amateur que disfrazaba su condescendencia con obsequiosidad oportunista, rehusó alegando un exceso de trabajo y sus escasas aficiones noctivagas.

Mi relación con Ana María Matute fue, de entrada, distinta. La conocía también del metro de Sarriá y dos de sus hermanos habían estudiado conmigo en los jesuítas: los recuerdo muy bien, vestidos de monaguillo, con una capa de seda roja y brillante, ribeteada de armiño falso. Ana María era por estas fechas una mujer muy joven y bella: había publicado ya una novela y escribía otras que, según se rumoreaba, planteaban graves problemas de censura. Yo la admiraba en silencio, sin atreverme a dirigirle la palabra, hasta que un amigo común nos presentó. Su voz cálida y dulce, la llaneza y modestia de su trato ganaron en seguida mi simpatía y afecto. Cuando le expuse el proyecto de nuestra tertulia, lo apoyó generosamente: conocía y apreciaba a Mario Lacruz y prometió asistir a nuestros encuentros.

El núcleo inicial de los que lanzamos la tertulia del Turia contó pronto con nuevos valedores: el más entusiasta de ellos fue sin duda un autor y director teatral de cierto renombre, lleno de proyectos de animación cultural y con mayor experiencia que nosotros en materias organizativas. Me sería imposible aclarar ahora por quién nos fue introducido y cómo ganó nuestra confianza. El dramaturgo —un hombre nervioso y enjuto, de una cuarentena de años— tenía una presencia agradable y manifestaba por nosotros cordialidad y simpatía. En los medios teatrales se le tildaba de homosexual, pero Carandell y Lacruz estaban convencidos de que se trataba de una mera pose artística: el inocente pigmalionismo de alguien ansioso de formar espiritualmente a los jóvenes y enriquecerse a su vez de su compañía refrescante y lozana. Nuestro nuevo amigo demostraba en cualquier caso un genuino interés por nuestros primeros y vacilantes pasos en el ámbito de la escritura adulta: nos leía, censuraba, corregía, animaba; devolvía las páginas que tímidamente sometíamos a su juicio con comentarios y apostillas manuscritos en los que nos reprochaba a menudo, creo recordar, el intelectualismo y falta de ternura. De común acuerdo, habíamos convenido en arropar nuestra convocatoria de autores en cierne y casi desconocidos con un nombre clásico y prestigioso, Mediterráneo, que a todos satisfacía. Mandamos imprimir tarjetas de invitación al acto inaugural, pero el grabado que debía figurar en las mismas ocasionó problemas: nuestro nuevo amigo proponía un atleta de Fidias mientras Mario Lacruz y Carandell insistían en que fuera una Venus, símbolo de la fecundidad. Tras una serie de discusiones eruditas, los últimos impusieron su criterio y la cartulina con el grabado de Venus fue enviada por correo a un centenar de amigos, escritores y simples aficionados a la literatura.

No me propongo trazar la efímera historia de nuestra tertulia ni de la presencia en ella de personas tan dispares como Barral, Oliart, Díaz Plaja y Salvador Espriu. Allí se rindió un insólito homenaje a André Gide, con motivo de su fallecimiento y se celebró un concurso de cuentos leídos por sus propios autores, al que yo concurrí con dos textos breves y que fue ganado, en votación a mano alzada, por Ana María Matute. La narración de ésta y mi relato El ladrón serían publicados meses más tarde en una revista literaria subvencionada por un asiduo a la tertulia, un marino poeta que escribía quejumbrosos versos sobre la condición humana en el refugio y soledad de su barco, atracado, al parecer, en los muelles del Sena. Este primer texto impreso, en lugar de halagar mi vanidad, me produjo desconsuelo: bruscamente enfrentado a la endeblez y escaso aliento de mi inventiva, descubrí que estaba muy lejos de aquel genio creador al que aspiraba y que, a raíz de mis conversaciones con Mariano, había creído ingenuamente poseer.

En el curso de aquellas semanas —febrero y marzo del cincuenta y uno—, el dramaturgo había estrechado sus vínculos con nosotros: con una curiosidad no exenta de segundas intenciones —el deseo de poner a prueba su limpieza de miras respecto al grupo—, mi hermano José Agustín y yo pasamos un fin de semana con él en una pensión de Llafranc. Pero, ya fuera por cautela, ya por falta de afición a confesarse, nuestro amigo se mantuvo en guardia, sorteando las trampas verbales que, maliciosamente, José Agustín le tendía. Su naturaleza de educador abierto y refinado, de una especie de Tiresias casto, admirador de la noble, juvenil hermosura empezaba a obtener crédito entre todos cuando sobrevino un incidente que no sólo dio al traste con dicha imagen sino que precipitó el final de nuestra flamante tertulia.

Una noche, Mariano se presentó en casa en un estado de gran excitación. Había salido a pasear a solas con el dramaturgo por los jardines de Montjuich, me dijo: una charla amistosa sobre vida y literatura hasta el momento en que su acompañante, en la creencia errónea de haber despejado el terreno con citas de Platón y referencias a Gide, intentó pasar, ante el horror y sorpresa suyos, de las palabras a los hechos. La ligereza de Mariano en el asunto y su afán de hacerse admirar por un hombre ducho en el campo del arte y la literatura, habían desempeñado sin duda un papel no desdeñable en el malhadado desliz: mi amigo necesitaba de alguien que creyera a pies juntillas en el genio de la obra que proyectaba y desengañado de mí a causa de la frialdad de mi reacción, imaginaba haber encontrado un sustituto en la persona de nuestro mentor. La escena podría haber sido cómica de no mediar el despecho de Mariano: estaba absolutamente indignado del lance y exigía una cuarentena del culpable por parte de todo el grupo. Aunque su reacción me parecía exagerada y traté de restar importancia al asunto, el episodio se divulgó. Los demás patrocinadores de la tertulia compartían la reprobación furibunda de Mariano: como había podido comprobar desde lo ocurrido en mi familia, el término infamante de maricón seguía siendo el monstrum horrendum, informe, ingens, un estigma o baldón de tal índole que no admitía excusa ni conmiseración. Luis Carandell fue el encargado de comunicar al réprobo la sentencia de extrañamiento sin que a éste le viniese siquiera a las mientes la idea de rebelarse o protestar. Chivo expiatorio de la sociedad, inclinaba la frente como el abuelo y acataba la ley opresora e inicua: habiendo interiorizado el discurso condenatorio, no tenía otra salida que el silencio, bochorno y humillación.

Aunque por estas fechas mi inclinación sexual no estaba en modo alguno resuelta, las medidas profilácticas de mis amigos me disgustaron. Enrique Boada se sentía tan apenado como yo y, de común acuerdo, a espaldas de los restantes, hicimos una vergonzante visita al apestado, reiterándole nuestra cobarde estima y amistad. Pero la siguiente tertulia se celebró sin él, en una atmósfera enrarecida de rumores acerca de lo ocurrido. Ante la falta de un organizador capaz de coordinar nuestras actividades y el alejamiento esquinado de algunos, Lacruz, Carandell, Mariano y yo decidimos cortar por lo sano y anunciar públicamente, al cabo de la quinta o sexta reunión, la clausura definitiva de la tertulia.

La duplicidad de mi conducta en el mezquino episodio que acabo de referir era sin duda reflejo de una embarazosa incertidumbre respecto a mí mismo. A los veinte años cumplidos, mi identidad, no sólo en lo que tocaba a mi carácter y criterios morales, sino también a los godeos y fantasmas que luego marcarían mi vida, permanecía envuelta en una bruma que no alcanzaba a disipar. Desde la adolescencia, había comprobado con inquietud y sorpresa que, a diferencia de mis amigos y compañeros, la cercanía o intimidad con las mujeres no me procuraban la menor emoción. Las muchachas del barrio con las que me cruzaba en la calle no me hacían latir el corazón más aprisa ni me inspiraban el deseo de frecuentarlas: ningún enamoramiento ni flechazo sino extrañeza y retraimiento mientras, en abrupto contraste conmigo, José Agustín coleccionaba aventuras y flirteos y, con precocidad notable, Luis empezaba a recibir llamadas telefónicas de sus admiradoras y amigas. Esta indiferencia al otro sexo se extendía igualmente al propio: las relaciones estrechas que mantenía con algunos compañeros no incluían en ningún caso un elemento ambiguo. Mis amistades masculinas fueron siempre claras y lo han seguido siendo en la medida en que no han traspasado los límites de mi clase social y el ámbito aséptico de mi cultura. El desapego e insensibilidad a las muchachas y muchachos de mi edad y en general al conjunto de hombres y mujeres integrados en el paisaje cotidiano de mi vida no excluían no obstante el acoso porfiado de los instintos. Como años atrás, continuaba masturbándome con monótona regularidad. Las imágenes mentales que me asediaban en tal trance introducían de forma inmutable ingredientes de fuerza y aun de violencia: recuerdo el día en que, frente a la puerta de mi casa, un gitano había golpeado salvajemente a su mula y aquella escena, lejos de despertar mi piedad, me excitó de tal modo que me corrí en plena calle. Los atributos externos de una virilidad exótica, avasalladora, excesiva —fotografías del entrenamiento militar de unos sijs, de dos jayanes trabados en el sinuoso, implicante abrazo de la lucha turca— provocaban asimismo un estímulo fugaz a mis fantasías. Pero estas sensaciones bruscas y reiteradas no engarzaban con el resto de mi experiencia diaria: permanecían inasimilables y aisladas, ajenas del todo a las incidencias de mi vida real. No habiendo traspuesto aún las fronteras del mundo burgués y del espacio urbano en el que vivía, mis representaciones mentales y figuras soñadas no tenían ninguna posibilidad de concretarse: eran simples figuraciones tenaces, condenadas en virtud de las circunstancias a desmedrar en un estado latente y clandestino. En mi madurez, he pensado a menudo en la absoluta desconexión de aquellos años entre mi libido y el mundo objetivo y he llegado a la conclusión de que, de haber vivido entonces en un medio heterogéneo o menos cerrado —o, mejor aún, a la sombra propicia del sotadismo[4]—, las cosas habrían sido distintas. Pero, inmerso en un limbo o vacío digno de campana neumática, los ramalazos que a veces me hostigaban no me proveían de ninguna pista o clave en dirección a una eventual salida: el pulcro territorio civil ocupado enteramente por mis pares excluía a priori cualquier posible tentación. Puesto que nadie a mi alrededor me atraía físicamente, la idea de ser o no ser homosexual no se me planteaba siquiera. Por eso, experimenté una sensación de ansiedad y estupor el día en que Mariano —meses antes de su incidente con el dramaturgo— me confió que alguien a quien yo había conocido ocasionalmente días atrás le fue con el chisme de que era marica. El acusador —representante de una famosa editorial argentina— se dedicaba a la venta de libros a domicilio: yo le había confeccionado una lista de novelas y ensayos publicados por aquélla y, si la memoria no me engaña, él me preguntó insistentemente al traerme el encargo las razones de mi interés por Wilde y André Gide. Incrédulo e indignado, convencí a Mariano de que le invitara a su casa y rebatiera sus calumnias con energía. Mi amigo lo hizo así, mientras yo escuchaba el diálogo de ambos oculto tras la puerta entornada de un saloncito. El corredor de libros —un hijo de familia que sería detenido meses después por su participación en un robo a mano armada— hubo de admitir que carecía de pruebas, pero insistió en sus presunciones, fundándose para ello en mis preferencias literarias. Antes de despedirse citó a varios conocidos que según él eran también homosexuales y admiradores de Gide. El hecho, aunque olvidado pronto, me dejó no obstante un sabor amargo. La idea de ser tomado por un miembro de ese gremio objeto de un desprecio y aversión universales me llenaba de angustia y espanto. El horror patológico de mi padre, exacerbado a diario por su convivencia forzada con el abuelo, había calado hondo dentro de mí. Todos mis amigos, salvo una o dos excepciones, profesaban igualmente a los «invertidos» una abominación virulenta. Deseoso de escapar a toda posible sospecha, comencé a manifestar una fingida atención a las amigas de Mariano y Juan Eugenio Morera. Pero estas tentativas de forjarme una imagen «normal» tropezaron en seguida con el obstáculo insalvable de mi reserva y alejamiento de las interesadas. Careciendo de un terreno de entendimiento común —amor a la lectura, afinidades personales— su trato me aburría y no tardé en cortarlo. Durante los meses que siguieron al final de las tertulias del Turia, mi anterior intimidad con Mariano se enfrió. Mientras él parecía dar por clausurado el periodo de sus ambiciones literarias y se disponía a cruzar una zona tormentosa de aventuras e intrigas femeninas como tendría ocasión de comprobar en Madrid un año más tarde, yo había buscado refugio en la escritura y trataba de recomponer sin éxito mi novela. Entre las personas con quienes nos relacionamos durante nuestra fallida iniciativa cultural, figuraba un poeta y crítico de arte de origen santanderino, al que Enrique Boada y yo fuimos a visitar a su domicilio. Fernando Gutiérrez era un hombre de una cuarentena de años, sencillo, caluroso y franco: nos acogió al punto con los brazos abiertos y, desde aquel primer encuentro, su casa fue, durante poco más de un año, un verdadero hogar para mí. Su esposa e hijas habían simpatizado también conmigo y mi convivencia con ellos pasó a ser de ritual. La tristeza, decadencia y vejez reinantes en Pablo Alcover me resultaban cada día más sofocantes: obligado a disimular a mi padre el abandono de mis estudios, escribía a escondidas, en un estado de inquietud y opresión que influía a todas luces en el naufragio previsible de la novela. Necesitaba escapar, evadirme de aquel clima insoportable y emprender mi trabajo a partir de bases nuevas. Fernando Gutiérrez lo comprendió así y me prestó un apoyo inestimable. Tras haber prometido piadosamente a mi padre que me ayudaría a repasar las asignaturas de Derecho, consiguió que me ausentara regularmente de casa sin despertar su recelo. Instalado en su piso de la calle de Bailén, atestado de pinturas y libros, le asistía a revisar sus traducciones, solicitaba su consejo en las dificultades y escollos de mi novela y disfrutaba de las comodidades y ventajas de una vida de familia, fuera de casa, pero como si estuviera en ella. El miedo instintivo a franquear el umbral de mi mundo anestesiado y estéril, aventurarme en otras zonas donde de una forma oscura pero cierta presentía que se hallaba la vida, dar el salto en el vacío que me permitiría descubrir lo que en realidad era, me mantuvo durante un año envuelto en una crisálida: sin tentaciones ni deseos de ninguna especie. Ni la súbita explosión de la huelga de tranvías que sacudió a Barcelona de su modorra ni la celebración aparatosa y chocante del Congreso Eucarístico, con su cohorte de ceremonias grotescas, lograron sustraerme de mi mullida cápsula. Mi interés se centraba única y exclusivamente en la novela. Fernando Gutiérrez había advertido muy pronto las carencias y defectos de mi castellano y me alentaba a superarlos. Aunque no pudo comunicarme entonces, por culpa mía, su amor a la poesía de nuestros clásicos, contribuyó a extender y mejorar el contenido de mis lecturas, limitadas en aquel tiempo a libros franceses e indigestas traducciones procedentes de Buenos Aires. Su empeño y generosidad conmigo le indujeron a apoyar mi candidatura a un premio de Joven Literatura creado por el editor Janés y del cual era secretario. Pese a las correcciones sucesivas, mi novela pecaba a todas luces de torpe e inmadura: la sombra de Gide y Hermán Hesse se proyectaba ostensiblemente en ella y situaciones y personajes adolecían de melodramatismo e inverosimilitud. No obstante, el voto cariñoso y parcial de mi amigo y su absoluta confianza en el valor de mi obra venidera convencieron al editor de que me otorgara la recompensa, increíble para mí, de un cheque de diez mil pesetas. Por fortuna, El mundo de los espejos no fue publicado nunca: el propio Janés, al recibirme, me había hecho comprender con gran tacto que su premio era sólo un estímulo a continuar mi camino y llegar a ser algún día un escritor de verdad. En compañía de Fernando Gutiérrez y su familia, festejé mi súbita riqueza con ostras y champaña. Su esposa, que mantenía con sus amigos relaciones intensas y apasionadas, me incitaba también a proseguir mi aprendizaje junto a ellos y soñaba incluso en verme casado con una de sus hijas. Una de sus cartas había caído en manos de mi padre y el tono exaltado de la misma le hizo alarmarse erróneamente por la índole de sus sentimientos. Le desengañé en seguida pero, con la idea no desencaminada de que mi amistad con Fernando Gutiérrez me alejaba ostensiblemente de los cursos de Derecho para acercarme a la literatura, empezó a poner pegas y reparos a la frecuencia y duración de mis visitas. La ficción de los estudios de abogado envenenaba mi vida cotidiana y era cada día más difícil de sostener. Yo no sabía cómo afrontar el dilema que se me planteaba cuando el azar decidió por mí. El mirífico negocio de mi padre con uno de esos personajes mezcla de nacis y estafadores profesionales que inevitablemente surgían en su camino había tomado a lo largo del año cincuenta y dos un cariz alarmante hasta convertirse en una catástrofe sin paliativos que amenazaba con sumirnos en la ruina. José Agustín se había ocupado en Madrid de las gestiones destinadas a evitar la quiebra de la empresa financiada con la venta de un inmueble del abuelo, pero, forzado a incorporarse al Ejército al concluir sus estudios de abogado, el rescate de los restos del naufragio me correspondía a mí. Aquel golpe había hundido definitivamente a mi padre y la atmósfera de Pablo Alcover no podía ser más sombría. Tras despedirme de Fernando Gutiérrez y los pocos amigos que aún veía, con el corazón ligero y un alivio increíble pese a la gravedad de la coyuntura me embarqué en avión para Madrid.

Rostros surgidos nadie sabía de dónde en el espacio de una mañana: fantasmas venidos de extramuros, tal vez del paredón junto al que cayeran acribillados: anonimato justiciero, simbiosis en fosa común, olvidado criadero de malvas: presentes de nuevo, pese a la gran barrida, como fruto de una pesadilla densa e insoportable: ademán inútil de frotarse los ojos, despertar de una vez, sonreír a una vida idéntica a sí misma, al horizonte civil de la paz conquistada: topar todavía con ellos, hoscos, sombríos, ceñudos, fríamente resueltos: estampa resucitada de unos tiempos de expresión en susurros, sobresalto al sonido del timbre, mano mustia, furtiva que descorre un visillo, pasos acolchados por la alfombra del corredor, oraciones musitadas en voz baja, miedo, mucho miedo: avanzando en grupos compactos desde las promiscuas callejas laterales, zapatos rotos, prendas raídas, signos exteriores de pobreza indecorosamente ostentada: una mujer de mediana edad, en zapatillas, distribuyendo octavillas entre los curiosos: gritos roncos, incomprensibles de un pequeño individuo anguloso, con gafas: docenas, centenares brotados como hongos después de la lluvia del asfalto urbano, Ramblas abajo, coreando consignas junto a los vidrios destrozados de los tranvías, huelga general de transportes, ciudad absolutamente paralizada: impotencia de las autoridades desbordadas por la amplitud de la protesta, la súbita atmósfera colectiva de fiesta, suspensión del temor que mantenía los labios sellados, tímida sonrisa de los transeúntes, confraternidad difusa, reaprendizaje torpe de gestos y palabras abrogados. Imágenes efímeras, jirones de frases, conversaciones inquietas de papá, suspiros de Eulalia en la cocina, compás de espera, contundente reacción oficial, voz vibrante del locutor, recuadros en todos los periódicos, agentes infiltrados, grupos revoltosos, elementos hostiles, maniobra hábilmente coordinada del exterior, tradicionales enemigos de nuestros valores, contubernio oscuro, el odio, el viejo odio antiespañol.

Acondicionamiento gradual del espacio: dispositivo cuidadosamente organizado en las semanas que preceden el magno acontecimiento: aseo general de la ciudad, erección de cruces, podios, emblemas eucarísticos, proliferación de escudos marcados con el símbolo, montaje de altavoces en las principales arterias del centro: obsesiva propaganda radiofónica, ediciones enteras de periódicos consagradas al hecho, ubicua fotografía de Pastor Angelicus, expectación mantenida hasta el paroxismo: primera y abigarrada experiencia del turismo de masas: peregrinaciones entusiastas, banderas, pendones, oriflamas, salutaciones escritas en latín: sacerdotes, monjas, religiosos, prelados, capellanes, diáconos, presbíteros, vicarios, protonotarios, obispos residenciales e in partibus revestidos de sus correspondientes ropajes, hábitos, trajes talares, bonetes, tocas, casullas, mitras, capas pluviales: construcción previsora de muros para ocultar la miseria de los barrios próximos al trayecto que debe seguir el cortejo: expulsión perentoria de centenares de chabolistas, limpieza radical de prostitutas e indeseables: redadas nocturnas gigantes de nuestra ciudad tradicionalmente acogedora y hospitalaria embargada hoy por una emoción imposible de expresar con palabras mientras aguarda la llegada del nuncio y su séquito impresionante de autoridades religiosas, civiles y militares: voces omnipresentes, odiosas de una Iglesia estatal, agresiva, avasalladora que te acosarían durante días, doquiera que fueses, con insistencia tenaz: volver a casa después de un merodeo indagador por las barracas devastadas y encontrar a tu padre arrodillado frente al aparato de radio que transmite en aquellos momentos la solemne bendición papal.

Quienes esperaban un desembarco liberador de su armada en el cuarenta y cinco, poco después de la victoria de los Aliados y los acuerdos cuatripartitos de Postdam, no eran probablemente los mismos que aquella mañana luminosa acudían a darles la bienvenida a lo largo del rompeolas: hombres, mujeres, niños, ancianos, atraídos por la curiosidad, un aire de novedad que pronto se convertiría en rutina: los portaviones y navíos de la Sexta Flota anclados en la línea del horizonte en su primera visita de amistad: embarcaciones menores conducían a los marinos de permiso al muelle de la Paz: altos, fuertes, saludables, simpáticos, vestidos como en las películas, saludaban a los viajeros de las golondrinas, distribuían cigarrillos a los muchachos, se sometían de buena gana al asedio de buscavidas y ganchos, ligaban con las más audaces y madrugadoras prostitutas: rodeados de la admiración popular, iban Ramblas arriba sorprendidos con la jovial disposición del mujerío, la increíble baratura de los precios, el inglés chapurreado por guías y camareros, la atmósfera expectante, como de fiesta, de toda la parte baja de la ciudad: la sociedad cambiaba, la política cambiaba, el mundo cambiaba, y los americanos estaban allí, con sus uniformes y gorros inmaculados, exactamente como en la comedia musical de Gene Kelly, recorriendo la plaza de Cataluña, entre las palomas, cogidos alegremente del brazo: fotógrafos callejeros y espontáneos fijaban la escena de Singin’ in the rain al sol y sin zapateado, aunque aquélla se produjera, como pensó melancólicamente alguno, con siete y jodidos años de retraso.

En el lapso que viví a la sombra de Fernando Gutiérrez y su familia, los lazos que me unían a los compañeros de universidad se aflojaron. En unos casos fue distanciamiento recíproco, como con Morera y Mariano; en otros, debido a circunstancias ajenas que interrumpieron inopinadamente nuestra relación: Enrique Boada había sufrido una crisis de conciencia —la primera de la que luego sería una abrupta sucesión de ellas— y, por espacio de un año, se refugió en el seminario diocesano de la calle de Balmes; allí acudí dos o tres veces para verle absurdamente disfrazado de novicio, poco antes de que, desencantado sin duda de la monotonía y rutina de su experiencia, arrinconara los hábitos y, tras cumplir su servicio militar en una base aérea en el Rif, ingresara en la comunidad de los Padres Blancos y se perdiera por un tiempo en los espejismos y trampantojos de Argelia. Aunque posterior a mi viaje a Madrid, la incomunicación con Cortés fue todavía más brusca: si bien conocía su aversión al Régimen y simpatías catalanistas, mi sorpresa fue absoluta el día en que me enteré de que estaba preso. Había caído al parecer en una redada de la policía contra la organización clandestina del movimiento socialista dirigido entonces por Pallach y permanecía detenido, en espera del juicio, en la fortaleza militar de Montjuich.

Al partir de Barcelona lo hacía con la certeza de iniciar una nueva etapa de mi vida: la ciudad en la que había nacido y crecido se divisaba apenas en escorzo, disuelta ya en la bruma, y me alejaba de ella, como escribió un poeta, «sin pesar ni nostalgia». Madrid no era todavía la tierra libre en la que tercamente, en sueños o despierto, buscaba asilo; pero el margen de movimiento que me permitía, sin las trabas ni componendas impuestas por la cercanía a mi padre ni mi invencible angustia al cuadro familiar de Pablo Alcover, me parecía lo suficientemente amplio como para convertir aquella capital aún hambrienta, provinciana y mediocre, ferozmente castigada por la guerra, en una especie de paraíso. Por primera vez, no estaba obligado a dar cuentas a nadie de lo que hacía o no hacía: aunque había prometido a mi padre seguir mis estudios de abogado y matricularme incluso en la nueva facultad de Ciencias Políticas, no tenía ninguna intención de perder el tiempo en unas materias que aborrecía y disponía libremente de mis horas para explorar un mundo al que, por timidez e inhibición, no había tratado siquiera de acercarme, sin descuidar por ello mis proyectos y ambiciones de escritor. Los deberes respecto al desdichado negocio paterno resultaron más llevaderos de lo que suponía. Mi primo hermano Juan Berchmans Vallet, el hijo mayor de mi tía María, había sacado dos o tres años antes una plaza de notario en la capital y, con un afecto y solidaridad familiares que tendría oportunidad de verificar aún más tarde, me procuró una orientación valiosa en el laberinto jurídico del proceso en el que, para salvar lo todavía salvable, andábamos metidos. Tradicionalista, católico, padre de una numerosa familia, mi primo Juan tenía una virtud realmente insólita en la España de aquellos tiempos: el respeto a las ideas ajenas. Aun sabiendo que las mías y de mis hermanos estaban a mil leguas de sus creencias, intervino valientemente, primero durante la detención de Luis y luego en la campaña desatada contra mí por el Régimen a raíz de lo ocurrido en la presentación de Campos de Níjar, en Milán, para atajar el torrente de injurias vertidas por la prensa y restablecer la verdad.

En el tiempo que estuvo en Madrid, terminando la carrera de Derecho, José Agustín se había alojado en el Colegio Mayor universitario Nuestra Señora de Guadalupe, situado entonces en la calle de Donoso Cortés, en el barrio de Argüelles. Este colegio fue originariamente creado para jóvenes latinoamericanos que cursaban estudios en España, pero residían igualmente en él algunos españoles oriundos de provincias. Las características políticas de un gobierno autoritario como el de Franco habían atraído lógicamente a un puñado de intelectuales y universitarios simpatizantes de ellas; algunos, disfrutaban incluso de becas oficiales y se erigían en defensores del nebuloso ideal falangista: poetas como Ernesto Cardenal y Pablo Antonio Cuadra profesaban devoción a la figura inmarchita de José Antonio, antes de convertirse religiosamente, como el primero, al ideal revolucionario y sucumbir al hechizo de líderes carismáticos como Castro y Guevara. Otros, como el también nicaragüense Mejía Sánchez y el colombiano Eduardo Cote, se mantenían en cambio, con prudencia, al margen de la política. Cuando llegué a Madrid, futuros poetas o novelistas como José Ángel Valente y Julio Ramón Ribeyro habían abandonado el Colegio o estaban a punto de hacerlo, pero en él se alojaban todavía dos adeptos fervorosos de las buenas letras: Hernando Valencia Goelkel y Rafael Gutiérrez Girardot.

En la premura del viaje, mi familia se había olvidado de reservarme una habitación: al aparecer yo, estaban todas ocupadas. Pero Argüelles era entonces un barrio residencial de estudiantes; encontrar un cuarto realquilado no planteaba problemas. Me acomodé en uno, a dos manzanas escasas del Colegio, en una pensión familiar en donde servían asimismo desayuno y almuerzo. Aunque al desembarcar en la zona no conocía a nadie, las numerosas amistades de José Agustín manifestaron en seguida su presencia. El premio literario de Janés me confería por otra parte un pequeño prestigio y los poetas y escritores que gravitaban en torno al Guadalupe deseaban ponerse en contacto conmigo y cultivar mi amistad. Gracias a Eduardo Cote y Hernando Valencia descubrí la novelística norteamericana, a través, hélas, de sus pobrísimas versiones argentinas: de Dos Passos a Hemingway Madrid fue para mí una fiesta. Era el año de la publicación de El viejo y el mar y Hernando Valencia preparaba un estudio crítico sobre la obra. Recuerdo que el propio Hernando me mostró el primer ejemplar de la novela del entonces jovencísimo Truman Capote, Otras voces, otros ámbitos, que yo devoré de un tirón, con el mismo fervor que él. Con todo, la lectura más fecunda de aquellos meses fue sin duda la de William Faulkner. Me sumergí en sus novelas presa de una tensión y deslumbramiento desconocidos por mí hasta la fecha y, paralizado por la suntuosidad y violencia del universo en el que me internaba, dejé temporalmente de escribir. Esta pausa en mi obsesiva adicción a la escritura me favoreció: liberado de la carga que me imponía de emborronar inútilmente cuartillas, pude consagrarme al fin a ocupaciones más sencillas y amenas. Los cafés y bares de Argüelles eran frecuentados asiduamente por mis nuevos amigos y, con una rapidez que me sorprendió a mí mismo, me inicié con ellos en los atractivos de la ociosidad, callejeo y alcohol.

Al redactar estas líneas configuro mentalmente en sus menores detalles, el pequeño bar en el que solíamos reunimos: su dueño, Honorio, jovial, amistoso, calvo, preparando el café o fregando cucharillas, tazas y platos, siempre de palique con los clientes; la empleada de aire vagamente profesoral, con delantal y gafas, depositaría de las confidencias y cuitas de los latinoamericanos que aparroquiaban el lugar y con uno de los cuales terminaría por casarse; la hilera de mesas y banquetas dispuestas paralelamente a la barra, en las que estudiantes, becarios o jóvenes y menos jóvenes sin ocupación alguna, bebían, fumaban, discutían, jugaban a dominó o a cartas a lo largo del día; el tenebroso lavabo, al fondo, al que acudían puntualmente los consumidores de cerveza y en el que, por primera vez en mi vida, vomité de puro borracho. Los asiduos de Honorio me aventajaban en años y experiencia: eran, en gran parte, viejos bebedores que habían descuidado más o menos sus estudios y vegetaban en Madrid merced a una asistencia oportuna de sus gobiernos o el cheque mensual enviado por las familias. Algunos de ellos poseían verdaderas enotecas particulares o museos alcohólicos catalogados por «literaturas» conforme a su peculiar terminología: inglesa, rusa o francesa según se tratara de ginebra, vodka o coñac. Su despreocupación alegre y abundancia de dólares facilitaban las relaciones con muchachas y mujeres del barrio: sus condiciones de vida, muy superiores a las del español de entonces, les convertían en auténticos potentados y gozaban apaciblemente de ellas sin desazón ni rubor. Su mundo, modales, trato, acento, giros idiomáticos resultaban nuevos para mí. Yo había sido admitido en su grupo en cuanto hermano menor de José Agustín y esta inmediata familiaridad suya me ayudó a vencer mi cortedad natural.

Desde el primer día que puse los pies en el bar de Honorio di con una pareja de colombianos cuya singularidad y afición al trago llamaron mi atención. Uno de ellos, Lucho P. B. era un mozallón de casi una treintena de años, de rostro moreno y como violentamente tallado en un alarde de ensoñación o arrebato, dotado de una fuerza, vitalidad y magnetismo fuera de lo común: estaba terminando la carrera de médico, pero solía pasar la mayor parte del tiempo en los bares del barrio. El otro, emparentaba por parte de padre con el líder populista Jorge Eliecer Gaitán, asesinado en Bogotá unos años antes: el joven Pedro Antonio Gaitán ofrecía más bien la apariencia de un cantor flamenco o bailador de tangos momentáneamente en paro por cierre fraudulento de su empresa. Lleno de labia y desparpajo, combinaba los escasos giros de su desengañada familia con un empleo eficaz y elegante del arte del sablazo: según descubrí luego, no cursaba ningún estudio y se esforzaba en prolongar su estancia en España recurriendo a toda suerte de argucias y expedientes menudos. Pedro Antonio mostraba por Lucho una admiración sin límites: le seguía como una sombra, coreaba sus gracias, favorecía sus inclinaciones alcohólicas y, cuando lograba emborracharle, le hostigaba hasta sacarle de quicio y se dejaba insultar gozosamente por él.

El grupo de colombianos adictos al bar de Honorio incluía además a tres estudiantes que alternaban con mayor o menor éxito su asistencia a las aulas con una ajetreada vida nocturna que, desbordando los lindes familiares de Argüelles, se extendía a los bares del centro y prostíbulos de San Marcos: Ramón, Hermán, Jorge Eliecer se asomaban por el local al anochecer, cuando sus dos paisanos habían mezclado ya, animosamente, ron, coñac y cerveza y andaban trabados en una de sus continuas disputas. Pedro Antonio, con esa mecha negra alicaída que, como la capucha del fraile en un higrómetro, presagiaba la vecindad de una tormenta, escurría el bulto a la hora de pagar y su irresponsabilidad financiera provocaba la tempestad de truenos e insultos de su irascible, pero fiel bienhechor. Otras veces, Lucho, envuelto en un aura sombría de gladiador titánico, respondía a la curiosidad o escepticismo de algún vecino con una de sus gloriosas exhibiciones de fuerza: envolver teatralmente con un pañuelo su mano izquierda, asir con ella por el gollete una botella descorchada llena de agua, propinar con la palma de la otra un golpe seco, certero, que hacía saltar el fondo del casco a pedazos. Una inspiración exterior poderosa absorbía entonces al grupo de amigos y vaciaba súbitamente el local.

A las dos semanas escasas de mi llegada a Madrid, formaba ya parte de aquel escogido grupo de bebedores. Conscientes de habérselas con un neófito, mis nuevos compañeros extremaron su celo cariñoso en educarme: mis aires de joven serio, tímido, voluntarioso, con una prometedora carrera de escritor por delante, se disiparon muy pronto en aquel antro feliz al que mi buena o mala estrella me había guiado. Empecé a revolver vino, manzanilla y coñac: recuerdo muy bien mi inocente sorpresa ante la acolchada densidad que se adueñaba de mi frente y la torpeza de mis movimientos al incorporarme a orinar. El bar de Honorio fue de inmediato mi cantina y punto de apoyo: acabado el almuerzo, me instalaba en él con alguna novela recomendada por Cote o Hernando Valencia y aguardaba allí, leyendo, la alborozadora irrupción de mis amigos. Por la noche, les seguía a los cafés o bares del barrio o me iba de chateo con ellos por los últimos refugios de Carretas y tascas de Echegaray.

La promiscuidad, sordidez y dureza de las zonas que rastreábamos herían sin duda mi sensibilidad moral: pero la fascinación y estímulo que ejercían en mí pesaban más que mis sentimientos de condena o piedad. A los veintiún años descubría así lo que luego sería una constante en mi vida. Mi desafecto y aun horror a los ámbitos y áreas urbanos despejados, limpios, simétricos, desesperadamente vacíos, con sus calles bien trazadas y pulcras, espacios acotados, circulación fluida, existencia sonámbula: habitantes atrincherados en sus casas, jardines, cercas, signos exteriores de no compartida riqueza, frigidez, egoísmo, vitalidad anestesiada. Mi pasión, en cambio, por el caos callejero, transparencia brutal de las relaciones sociales, confusión de lo público y lo privado, desbordamiento insidioso de la mercancía, precariedad, improvisación, apretujamiento, lucha despiadada por la vida, medineo fecundo, imantación misteriosa. Una bipolaridad que, con el paso del tiempo, se acentuaría al extremo de dividir el paisaje civil y mis sentimientos respecto a él en dos campos opuestos e inconciliables: aversión irremediable a los monumentos y símbolos de una historia siempre cínica y despiadada, a esos barrios adustos, conminatorios, oficiales, cuya falsa grandeza y solemnidad disimulan el pecado original de su erección a costa de humillaciones, sufrimiento, sangre; apego a las zonas de vida espontánea, oscura, densa, proliferante en las que el acto creador implanta sus raíces y con las que alimenta su savia. La obsesiva frecuentación posterior —el brujuleo instintivo de zahori que orientaría mis pasos hacia territorios no esterilizados ni sometidos a un riguroso proceso de planificación y control—, ya sea de París o Estambul, Nueva York o Marraquech, se originó quizá hace treinta años durante mis correrías azarosas por Madrid con el grupo de amigos colombianos. Movimiento de buscavidas y ganapanes, pobreza ferozmente exhibida, respeto servil a una autoridad no por lejana o discreta menos terrible y asfixiante, marcaban aquella capital de posguerra —ya no heroica, sino avasallada— que sería para mí la antesala, con sus lacras y convulsión violenta, de las actuales metrópolis paulatinamente minadas por la sutil, vengadora infiltración de sus ex colonizados, marginales y víctimas.

Mis salidas nocturnas con Lucho, Pedro Antonio y sus paisanos se sucedieron agradablemente durante unas semanas: en ellas, experimenté los inconvenientes y molestias de la resaca, sus mañanas algodonosas, la confusa impresión de irrealidad. Mi flamante personalidad de juerguista, surgida bajo la muda de piel de la antigua, me había hecho comprender hasta qué punto la última era inestable y falsa. Como en otras ocasiones en mi vida de aquellos años de aprendizaje, verificaría una sorprendente discontinuidad biográfica: la existencia de quiebras o rupturas en unos hábitos y normas de conducta que creía firmemente arraigados. El joven curioso y extrovertido que, tras haber arrinconado la escritura, saboreaba anticipadamente en el bar de Honorio la inmediatez cordial de sus colegas parecía encaminarse, a primera vista, a una etapa despreocupada y sin sorpresas cuando un acontecimiento trastornó sus expectativas y dio inopinadamente con sus huesos en tierra.

En una de mis ya diarias veladas alcohólicas, había paseado con Lucho y sus amigos por diferentes bares del barrio; ya fuera porque aquel día yo hubiese bebido a mi vez más de lo ordinario, ya porque Lucho se hubiera empeñado en poner mi resistencia a prueba, lo cierto es que, después de haber ido dejando atrás, como objetos extraviados a la vera del camino, arrancados de la diligencia al galope por un vendaval frenético, a nuestros demás compañeros de aventura, varamos los dos de madrugada en un café de Gaztambide cercano al Colegio. Allí, volcados sobre una mesa junto a la última ronda de copas vacías, habíamos intercambiado probables confidencias de borracho y, según creo, aunque no estoy seguro de las imágenes borrosas, como clorofórmicas, filtradas por el recuerdo, nos habíamos abrazado, yo le había acariciado bajo la mirada impasible del camarero. No sé cómo pudimos salir del local dado nuestro estado ni cómo arrastré a Lucho al dormitorio de mi pensión en donde, nada más llegar, se desplomó sobre una de las camas y me impidió dormir a mí en la otra con la violencia de sus ronquidos. Al levantarnos el día siguiente, ni él ni yo nos acordábamos de nada: bajamos al bar de Honorio a tomar café y nos despedimos amistosamente. Sin embargo, unas horas más tarde, Lucho apareció en la pensión con expresión preocupada. Me dijo, sin ninguna agresividad ni reproche, que la víspera le vieron en un bar del barrio borracho como una cuba y un compañero no identificado se había conducido con él de un modo extraño. Aunque Lucho no aclaró en qué consistía la extrañeza, me pidió que fuera con él a dar una vuelta y, con un presentimiento angustioso, le seguí al café en donde la noche anterior nos habíamos derrumbado juntos. Mi amigo cruzó unas palabras en voz baja con el camarero y volvió a salir conmigo. El tipo ése dice que mi compadre me echó mano y toda esa vaina, comentó lacónicamente. Sus palabras me aterraron; pero Lucho interrumpió la conversación: insistió en invitarme a cenar y, sin mentar ya el incidente ni mi proceder en el mismo, me abrazó como de costumbre en el momento de separarnos.

Aquel descalabro moral me sumió en un estado de humillación y desconcierto difícil de expresar: lo que oscura e instintivamente temía desde que dejé de ser niño, se había producido con sobrecogedora puntualidad. Me sentía desnudo, inerme, vulnerable, expuesto sin razón ni culpa a la reprobación y el escarnio. Lo que más me ofendía y sublevaba era que el episodio hubiera ocurrido sin ninguna intervención de mi voluntad: de una manera simple e irremediable, castigo absurdo o broma cruel del destino. Alguien, emboscado en mi interior y aprovechando mi incapacidad momentánea, había incurrido en una conducta impropia que yo mismo, dueño de mi lucidez y facultades, condenaba sin paliativos. Pero ¿quién era aquel intruso burlón y malévolo que, envalentonado por el alcohol, me identificaba abusivamente con los parias objeto de general repulsión y me ponía en el brete de desacreditarme con los amigos? El miedo y horror al indeseable Mr. Hyde de cuya realidad agazapada tenía bruscamente conciencia me incitaban a reforzar la vigilancia respecto a mí mismo: a evitar en lo futuro, si quería recomponer mi imagen dañada, cuantas circunstancias pudieran propiciar su reaparición. Pero el mal estaba hecho y, abrumado con un remordimiento gratuito, me rebelaba no obstante con todas mis fuerzas contra el fallo de mi remoto e inasible tribunal.

A la luz de mi experiencia posterior resulta muy cómodo atribuir a lo acaecido un sentido premonitorio y establecer a partir de ello una impecable cadena de causas y efectos. Pero mi propósito no es ése sino exponer los hechos tal y como los percibía en el momento en que sucedieron. Mi desamparo e incapacidad de interpretar las cosas de modo cabal alentaban la vaga e irrisoria esperanza de escamotear la verdad. Por un conducto u otro, el episodio había trascendido: con una envidia mal oculta, Pedro Antonio aludió maliciosamente a él. Obligado a afrontar lo que consideraba un desastre biográfico, multipliqué mis esfuerzos en hacerlo olvidar. Por fortuna, Lucho no me guardaba ningún resentimiento: curiosamente, había acrecentado conmigo sus manifestaciones y pruebas de amistad. Con una delicadeza que se compadecía muy poco con sus maneras directas y bruscas, no evocó jamás el tema ni permitió que nadie lo hiciese delante de él. Disfrutando tal vez de su secreto poder sobre mí, buscaba mi compañía, me invitaba a su mesa, me tomaba cariñosamente del brazo, insistía en que me uniera al grupo de sus colegas en sus habituales correrías por las zonas alegres de la ciudad.

En una de estas veladas, nos encerramos siete u ocho en el reservado de un bar con dos prostitutas. Una, delgada, teñida de rubio, firme de carnes, se llamaba Mely; la otra, de apariencia saludable y robusta, con aires de campesina, Fernandita. El vino corría libremente, desataba añoranzas y lenguas y mis compañeros se acercaban peligrosamente a la afirmación perentoria de sus hondos sentimientos patrióticos: del Cuando tú te hayas ido / me envolverán las sombras al Mira que están mirando / que nos miramos el coro de canciones colombianas, proferidas con voz aguardentosa, resonaba cada vez con mayor brío en el reservado mientras Lucho, abrazado a las dos mujeres, las hacía sentar por turno en sus rodillas, mostraba orgullosamente su musculatura, bebía boca a boca con ellas en un mismo vaso y con sus ojos negros, metálicos, insondables y duros como la mica, me observaba a mí. Yo interpreté aquello como una orden silenciosa y, cambiando de asiento, me acomodé junto a Mely. Con una audacia de la que no me creía capaz —sostenido sin duda por el alcohol y la inmediatez acechante de Lucho— la besé y abracé torpemente. Ella me miraba con unos ojos que imagino claros y hermosos y, más experimentada que yo, me separó los labios con los suyos e introdujo entre ellos, como un dardo, su lengua escurridiza y fresca. Permanecimos largo rato besándonos, succionándonos, saboreando aquella nueva y tibia intimidad. Lucho había sacado entre tanto los pechos a Fernandita, pero advertí que vigilaba mis progresos con el rabillo del ojo. Su aprobación implícita y mi ansiedad por abolir la memoria de mi pasada conducta, me animaron a seguir su ejemplo: inclinándome a los senos de Mely, liberados ya de sus sostenes negros, acaricié, besé, mordisqueé los pezones. No sé si fue ella o su amiga quien decidió que era hora de partir. Había un meublé al lado, dijo, y allí podríamos tratar con mayor discreción nuestros respectivos asuntos. Pagamos al camarero y salimos a la calle. Recuerdo las canciones de los colombianos borrachos, Mely abrazada a mí y Fernandita a Lucho, el viento cortante y seco, la pausa aterida en la acera aguardando al sereno que debía abrir el portal. Luego, la noche en compañía de Mely, su ceremonial de desnudarse, las ligas negras de encaje sujetas a la cintura, el pubis generosamente sombreado, su ayuda amistosa a conseguir la erección, el roce turbador de sus uñas, la sincopada, jadeante trabazón de los dos; y el sueño ligero, como sacudido por ráfagas, oyendo su respiración acompasada, mi sensación de alivio, de haber lavado la mancha, de ser como los demás, de poder mirar otra vez de cara, sin sonrojarme, a Lucho y sus amigos.

Confortado con esta primera experiencia, continué frecuentando los bares y casas de putas de Echegaray y San Marcos. Mi inhibición y frialdad con las muchachas y mujeres «decentes» habían cedido poco a poco con las de horario y servicios pagados. Aunque desde mi demostración a Lucho no sentía ya el prurito de justificar nada, proseguí mis visitas a los prostíbulos más baratos y concurridos, guiado por una subterránea afinidad a aquel universo áspero, sórdido, destemplado, pero investido a mis ojos de una coherencia y estímulo que reducían por contraste a las figuras y paisajes de la familia, colegio y universidad a las proporciones de una vetusta, polvorienta vitrina de inmueble burgués, atestada de abanicos, muñecos y cachivaches: la imagen brutal, sin artificio, de la sociedad descompuesta y en ruinas en la que duramente sobrevivía el pueblo llano de la capital se revelaba entonces, como oscuramente intuía, en esos burdeles mezcla de hospicio, almoneda, zoco y guarida que parecían aguardar el pincel de un Goya para sobrecogernos con el impacto de su burlona familiaridad. Durante aquel crudo invierno del cincuenta y tres, lleno de acontecimientos y novedades, recibí en la pensión en donde me albergaba la visita inesperada de Mariano. El cambio que había experimentado en unos meses, me sorprendió: sus rasgos juveniles daban la impresión de haberse aflojado y hablaba con una seguridad y empaque totalmente nuevos en él. Me contó que tenía problemas con su familia a causa de la muchacha con quien vivía: una andaluza morena y muy bella llamada Argelia, a quien me presentó una noche en Barcelona poco antes de mi partida. Argelia poseía un apartamento amueblado al otro lado del Retiro y habían resuelto refugiarse allí una temporada, esperando que amainara la tormenta. En su piso sobraban habitaciones: si yo quería, podía cederme una para vivir y escribir en ella con paz y tranquilidad. Aunque la oferta no me apetecía, dado que me alejaba del núcleo ígneo, irradiante de mis nuevos amigos, acabé por aceptar. El escaso dinero que recibía de casa se esfumaba al punto en mis correrías nocturnas y no disponía ya de recursos para pagar la pensión. Por otra parte, había añadido para tentarme, su amiga y él se veían obligados a viajar por un sí, por un no a Barcelona: en su ausencia, yo me encargaría del piso y gozaría de entera libertad.

Para evitar tal vez el aburrimiento de su convivencia a solas con Argelia, Mariano quiso reavivar nuestras viejas charlas sobre temas literarios. Con todo, la lozanía y ardor de su afición novelesca parecían haber decaído. Sus referencias seguían siendo las mismas que dos años antes, de lo que deduje que no sólo no escribía, sino que había cesado también de leer. Como muchos otros jóvenes heridos de la pasión por las letras, desdeñado reiteradamente por éstas, había firmado por cansancio una paz por separado con la literatura. Mientras yo mismo arrinconaba momentáneamente mis proyectos de novela, sus consejos bien intencionados tenían la virtud de irritarme. La consabida discusión sobre Hesse o el acto gratuito de Lafcadio repetía como en sordina el disco rayado de nuestras pláticas de la universidad. Yo había intentado transmitirle mi admiración reciente por los novelistas norteamericanos de la generación perdida, pero Mariano, después de hojear la mediocre traducción de una novela de Hemingway, proclamó desdeñosamente que era la obra de un patán.

Aprovechando su generosa hospitalidad, convidé, con gran alborozo de Argelia, a mi banda de amigos. Guardo una memoria bastante confusa de aquella velada con música, baile, canciones y alcohol a discreción. Lucho había cortejado asiduamente a la anfitriona —satisfecha a todas luces de excitar los celos de Mariano— y había terminado borracho, incapaz de tenerse en pie. Le acompañé a mi habitación y le ayudé a echarse en la cama. Cuando iba a salir, escuché su voz ronca pronunciando mi nombre e invitándome a tumbarme junto a él. Todavía hoy, al cabo de treinta años, no alcanzo a descifrar la intención de sus palabras: ¿era una propuesta a una intimidad real entre nosotros o bien, como erróneamente quizá juzgué entonces, una última prueba a la que me sometía para aclarar la verdad de mi conducta extraña? En este caso, si su borrachera era exagerada o fingida, ¿no me estaría tendiendo una trampa para descubrirme luego ante los demás? El magnetismo que había ejercido en mí durante mi enajenación alcohólica no actuó aquella noche en que sólo bebí unos tragos: Mr. Hyde no reapareció. Con una prudencia o pusilanimidad que luego no dudaría en reprocharme, hice como que no le oía y abandoné el dormitorio a hurtadillas, contento de mí pero con el corazón palpitante. Mi estancia en casa de Argelia no duró mucho: las posibles consecuencias legales del disparatado negocio de mi padre estaban en vías de resolución y mi presencia en Madrid ya no era indispensable. Trampeé como pude unas semanas, para despedirme sin prisas de Cote, Hernando Valencia, Ernesto Mejía Sánchez y el grupo de amigos de Lucho. La idea de volver a Barcelona, al declive y angustia del mundo de Pablo Alcover, me deprimía. Pero deseaba reescribir la novela a la luz de mis nuevas experiencias y sabía que para ello debía alejarme de Madrid.

Conciencia de los peligros y trampas de la empresa: vana tentativa de tender un puente sobre tu discontinuidad biográfica, otorgar posterior coherencia a la simple acumulación de ruinas: buscar el canal subterráneo que alimenta de algún modo la sucesión cronológica de los hechos sin saber con certeza si se trata de la exhumación de un arqueólogo u obra flamante de ingeniería: no ya la omisión arbitraria de recuerdos juzgados no importantes sino la elaboración y montaje de los escogidos: precisión engañosa de los detalles, anacronías inconscientes, contornos presuntamente nítidos: aspecto y figura de la primera mujer con quien te acostaste, medio de transporte utilizado al viajar a la capital: evocaciones e imágenes inverificables, desconfianza en tu labor de rescate, ausencia inquietante de pruebas: impresión de construir con materiales precarios, transmutar la realidad incierta en argumento amañado de libro: de evacuar lo que queda de tu pasado con el efugio mendaz de salvarlo de la viscosa densidad del olvido: el impulso liminar a decirlo todo, aceptar metafóricamente la sensible cornada del toro se diluye y pierde entidad al someterse a las leyes insidiosas del relato escrito u oral: convertir la vida en estilo sería ingenuidad o pretensión dignas de un alquimista: tu arduo, ininterrumpido forcejeo con la escritura no te ha procurado todavía el secreto de la piedra filosofal.

Sutilmente, en mi ausencia, las cosas habían cambiado: concluido el bachillerato, Luis cursaba Derecho sin mayor convicción que yo y empezaba a relacionarse con un grupo de universitarios intelectualmente inquietos y preocupados por la política; José Agustín, cumplido su servicio militar en Mahón, trabajaba y escribía un libro de poemas, El retorno, con miras al premio Adonais; Marta tenía un novio un tanto evasivo y misterioso: su apellido, de origen o gentilicio imprecisos, desagradaba a mi padre obsesionado como siempre por los linajes; se refería a él como a «un ser innominado» y no ocultaba su aprensión a una posible ascendencia judía.

Pero la mudanza no era sólo familiar: se extendía asimismo al ámbito universitario y cultural en el que me movía. Mi hermano mayor, después de encontrar un puesto de consejero de una compañía privada de aguas, había reanudado el trato con los escritores e intelectuales reunidos en torno a la revista Laye: Sacristán, Castellet, Barral, Gabriel y Juan Ferrater. Esta publicación dependía teóricamente de la secretaría de Propaganda de Falange: no estaba por tanto sujeta a censura. Gracias a ello, valiéndose de la amistad personal que unía a algunos de sus miembros con el responsable nominal de la misma, nuestros amigos se habían infiltrado en el comité de redacción hasta convertirla en algo enteramente distinto: un espacio de discusión en el que, con las precauciones de rigor, se podía criticar en términos cada vez más claros el estancamiento, indigencia y opresión de la vida cultural española del momento. Estudios o ensayos acerca del lenguaje poético y los procedimientos narrativos de la novela norteamericana se codeaban con notas breves, mordaces, demoledoras sobre los paniaguados y figurones ensalzados por la prensa oficial. La ferocidad de algunas reseñas agregada al manifiesto inconformismo de que hacían gala los redactores no tardaría en despertar suspicacias y promover pegas. Cuando José Agustín y yo nos aproximamos al núcleo de animadores de Laye, la revista atravesaba ya una fase conflictiva. Las presiones de los medios y personajes censurados en sus páginas arreciaban de día en día para obtener la suspensión. Un periodista tristemente célebre por sus ataques a los escritores exiliados y enfermiza detectación de «rojos» escribiría meses más tarde en un diario de Falange una nota titulada «Los cuervos no nos sacarán los ojos» que, por tratarse de una denuncia en regla de la pequeña banda de ovejas negras, conseguiría tras un violento tira y afloja de los mandos con el responsable de la secretaría de Propaganda, indirectamente implicado en sus acusaciones, el cierre definitivo. Mi única colaboración en la revista —una crítica de las novelas de Guido Piovene— apareció en 1954 en el último número de la misma. En la imposibilidad no ya de exponer las causas de la clausura sino de mencionar siquiera el hecho, los redactores se las ingeniarían para trazar en la portada una franja negra, mortuoria con la sabrosa cita de Garcilaso: «Sufriendo aquello que decir no puedo».

Pero me estoy adelantando a los acontecimientos. En aquella primavera del cincuenta y tres, la mayor novedad intelectual para mí consistía en el doble descubrimiento de la política y el objetivismo narrativo defendido por Castellet. El impacto de las obras de Sartre y Claude Edmonde Magny tocante a la técnica novelesca de Dos Passos, Hemingway y Dashiell Hammett —ostensible en los ensayos de Castellet recogidos en La hora del lector y el producto epigonal de los mismos, mis articulillos de Problemas de la novela— nos alcanzó simultáneamente al concepto o, por mejor decir, dilema en apariencia insalvable del «compromiso». Yo estaba redactando, con mi incorregible apresuramiento juvenil, la versión definitiva de Juegos de manos: aunque había incluido en ella los ambientes y experiencias de mi etapa madrileña, la novela traslucía aún la influencia de Gide y mis lecturas francesas. Estos «resabios» de intelectualismo e intentos malogrados de una escritura poética que por un tiempo me reprocharía, me impidieron sin embargo caer en el muermo de alguna de las obras que entonces tomaba de modelo. Los pinitos teóricos de mi acercamiento a Lukács y Sartre cuajarían en cambio en unas reflexiones que, en vez de ser fruto de mi experiencia de lector y escritor, reflejarían más bien, como en la mayoría de mis colegas novadores de la época, una penosa indigestión de lecturas. Como boas de portentosa energía absorbente, incorporativa, nos tragábamos los bueyes procesionales de la recién descubierta estética marxista y permanecíamos quietos, pasivos, abotargados, eructando la enorme y amazacotada presa hasta su eventual deglución. Aunque el resultado de tales elucubraciones fuera de escasa relevancia para un lector extranjero en la medida en que tenía acceso directo a las fuentes en donde bebíamos ansiosamente nuestras doctrinas e ideas, éstas cumplían con todo una función informativa y divulgadora, en una sociedad provinciana y cerrada como la nuestra, de cuanto ocurría al otro lado del muro protector erigido por el franquismo. Desde la perspectiva de hoy, lo sucedido entonces conmigo y otros escritores españoles me parece inevitable. Nuestra orfandad intelectual y el yermo cultural en el que vivíamos nos alentaban a incurrir en los errores y deslices de quienes, privados de todo asidero, se esfuerzan en dar los primeros pasos. Aterrados del vacío que súbitamente descubríamos alrededor de nosotros abrazábamos un cuerpo doctrinal nítido y coherente que nos permitía forjar deprisa una teoría explicativa de nuestro atraso: importada pieza por pieza de Francia o Alemania, la defensa primero del «behaviorismo» y luego del «realismo crítico» serían el tributo que pagaríamos a la miseria intelectual de la posguerra en nuestro afán bien intencionado de eliminarla. Como dice T. S. Eliot, en una cita espigada en un reciente y luminoso libro de José Ángel Valente, «para teorizar hace falta una inmensa ingenuidad; para no teorizar hace falta una inmensa honestidad». Fatalmente incluidos en el bando de los ingenuos, nuestra tarea de derribar las puertas abiertas se envolvía de cara a España en unos criterios elementales de pragmatismo. La exigencia de honestidad, más allá del dogmatismo simplista y actitudes oportunistas y maniqueas, no se plantearía a nosotros sino bastantes años más tarde, cuando la práctica de la política y tenacidad burlona de lo concreto nos obligarían a unos cuantos a abrir los ojos.

La vieja idea de viajar a París fue cobrando consistencia conforme adelantaba en la novela: a fin de apercibirme para aquella primera y tímida tentativa de evasión, me lancé a fondo al estudio y ejercicio del francés. En la tertulia del Turia había conocido a un joven de mi edad de apellido británico pese a su ascendencia francesa: en su torre de la vecina calle de Ganduxer solía recibir a compatriotas suyos o catalanes afrancesados con quienes era posible platicar y mejorar mi acento y vocabulario. Allí escuché por primera vez el repertorio de Brassens y numerosas creaciones de Piaf con esa exaltación con que «lo no esperado se impone a la imaginación[5]». En mi porfía habitual en lograr lo que en un momento dado me parece deseable, no paré hasta comprender la letra de sus canciones. Después de haber asimilado la jerga de las novelas y relatos de Sartre me sentía listo para afrontar el proyecto que acariciaba desde la adolescencia. Un estado de ánimo y disposición mental semejantes explican tal vez el hecho de que mi primera novela, traducida después magníficamente al francés por Maurice Edgard Coindreau, se leyera mucho mejor en este idioma que en el defectuoso original castellano: cuando hace unos años tuve que repasarla con motivo de su inclusión en unas pomposas Obras Completas, las continuas dificultades con que tropezaba en la revisión del texto me convencieron de que la única manera satisfactoria de obviarlas consistiría en retraducir escrupulosamente el libro del idioma en el que de forma inconsciente fue pensado. Mi estancia física en España, salvo dos escapadas parisienses, se prolongaría hasta el cincuenta y seis. Sin embargo, mi vida intelectual, y no sólo mis fantasías, empezaban a desenvolverse fuera de ella. Abandonando las traducciones importadas de Buenos Aires, leía exclusivamente en francés tanto la obra de Proust, Stendhal o Lacios como a los autores venidos de otros ámbitos. Este filtro me alejaría durante años de la poesía y novelas escritas en mi lengua con consecuencias fáciles de calcular. Pero la literatura es y será el reino de lo imprevisto: mi pasión por ella, vivida como un verdadero salto al vacío, me arrojaría un día al goce zahorí del castellano en virtud de la misma lógica misteriosa por la que hallaría en el sexo la afirmación agresiva de mi identidad.

En mi naciente interés por la política —entendida ya como crítica del sistema conservador, clerical y autoritario impuesto a España por la victoria de los militares sublevados en 1936— no intervenían sólo factores de orden puramente intelectual. El rencor a mi clase social, cuya decadencia y precariedad creía ver reflejadas en el declive de la propia familia, se había acentuado con la amarga comprobación del latrocinio y falta de escrúpulos de ese dechado de virtudes católicas y burguesas de los autores de la estafa a mi padre: acabar con aquella sociedad hipócrita, verdadero caldo de cultivo de los peores instintos de despojo y rapacidad, me pareció de pronto un imperativo moral. Cuando alguien puso en mis manos un manual de divulgación marxista encuadernado en cartoné con el título de la novela de Ignacio Agustí Mariona Rebull a fin de confundir a los eventuales curiosos, descubrí impresionado que el cuadro implacable trazado en él de la competitividad despiadada y explotación bárbara de los caballeros de la industria de la época coincidía punto por punto con el que había podido observar por mi cuenta. Así, a mi precoz anticlericalismo a flor de piel se sumó el encono a la burguesía que servía de soporte a la Iglesia: una burguesía, creía yo entonces, condenada a morir a corto plazo víctima de sus mismos desafueros, contradicciones y abusos.

La breve pero fecunda etapa madrileña había corregido y ampliado por otra parte la limitación y estrechez de mis perspectivas. El territorio en el que me movía de ordinario, centrado en torno a casa y la universidad, reproducía en miniatura un mundo compacto y bien estructurado al que los marginados y extraños no tenían acceso. La penuria y desamparo reinantes en los barrios de la periferia barcelonesa eran para mí totalmente irreales: estampas fugitivas, casi oníricas de barracas de madera y latón, niños mocosos y descalzos, mujeres preñadas, hacinamiento, suciedad, albañales, entrevistas desde la ventanilla del tren que nos llevaba a Torrentbó. Una estricta labor de saneamiento y control mantenía alejados a sus moradores de las zonas que frecuentaba: su presencia intrusiva, vagamente amenazadora inquietaba y, conscientes de ello, postulaban humildemente la invisibilidad. A mi regreso veía las cosas de manera distinta: menos cohibido por la timidez, quería repetir en nuevos lugares y escenarios la experiencia de mis correrías. Si los campos de chabolas de las afueras me parecían difícilmente alcanzables, las zonas mestizas, hormigueantes, abigarradas visibles desde las esquinas inferiores de las Ramblas o el tranvía 64 en su trayecto final a las playas y el viejo transbordador del puerto, me infundían menos pavor. Mis proyectos de husmear el espacio denso, efervescente de la Barceloneta y Barrio Chino, de encontrar en él un aliciente intelectual y vital que no me procuraban las áreas insípidas en las que sexo e imaginación desmedraban, realizados primero a solas y tanteando, se verían favorecidos a mi vuelta de París por la excarcelación de mi amigo Carlos Cortés de la fortaleza de Montjuich. Nadie mejor que él podía introducirme en un medio en el que ninguno de mis amigos de antes quería siquiera internarse: su estancia en la cárcel, entre delincuentes comunes, había profundizado su conocimiento del mismo, familiarizándolo con sus costumbres y jerga. El testimonio directo de un universo hermético muy cercano al que luego hallaría en Genet, me excitó fuertemente: su descripción de las mariconas asistiendo a la misa maquilladas, con mantilla y peineta; de la muchachita ciega, conducida allí por su madre los días de visita para mamar la pija a los presos por un puñado de reales no se ha desvanecido de mi memoria. En mi ignorancia de cuanto se extendía más allá de las murallas de mi educación esterilizadora, desconocía incluso los términos empleados por él: macarra, grifa, pincho, bujarrón, chapero. Mi amigo había confeccionado un glosario del hampa que años después me cedió generosamente y del que me serví sin rebozo al escribir La resaca. Solo o con Carlos exploré cuidadosamente los bares y tugurios de las callejuelas situadas entre Conde de Asalto y Atarazanas: la Criolla había desaparecido después de que el autor del Journal du voleur la frecuentara, pero otros locales de rezumante sordidez y crudeza justificaban aún la reputación de aquella Barcelona remisa desde siempre al ideal homogéneo, paternalista y ñoño de su pequeña burguesía y su poder de imantación sobre escritores de la índole de Genet o Bataille. Cerilleras, estraperlistas, tullidos, vendedores de grifa, bares ruines y apenas iluminados, anuncios de lavados con permanganato, tiendas de preservativos, esperpentos de la Bodega Bohemia, habitaciones por horas, prostíbulos a seis pesetas, toda la corte de milagros hispana imponían una realidad brutal que hizo estallar de un soplo la burbuja que me envolvía. Las casas públicas de Robadors y Tapias, las mujeres de formas opulentas, a veces obesas, sentadas en los bancos de espera, despatarradas, semidesnudas, absortas, en una postura de inocente bestialidad me atraían no sólo en razón de una estética baudeleriana conscientemente perversa sino de su tangible y turbadora promiscuidad. Desde Madrid, como dije, había perdido la reserva o miedo a las prostitutas: el confiar la parte oculta de mi cuerpo a unos labios, bocas, manos capaces de proporcionarme un goce superior al de mis solitarias manipulaciones justificaba también en verdad la reiteración de las visitas. Para completar el cuadro de mis aventuras añadiré que, por estas fechas, el prurito de aclarar las cosas conmigo después del lamentable episodio con Lucho, me animó a aceptar, venciendo mi zozobra y ansiedad, la propuesta de ir a la cama con homosexuales conocidos en algún bar de la zona. Pero mi torpeza y frigidez con ellos, semejantes a las que habría experimentado, imagino, con una remilgada muchacha de familia bien, me persuadieron de la inutilidad de insistir en el empeño: con una mezcla de decepción y alivio —de un alivio que no excluía una pequeña punta de tristeza— me reafirmé por un tiempo en la idea lenitiva, analgésica de una presunta y vagarosa «normalidad».

El frenesí por los barrios bajos que me acuciaría durante años resultaba incomprensible y aun chocante a la mayoría de mis amigos. Monique me ha reprochado siempre con razón mi adaptación inmediata a situaciones y ambientes de pobreza que serían para ella insoportables sin una explícita voluntad cristiana o marxista de ponerles remedio. El cargo es hasta cierto punto cierto y en otro lugar volveré sobre él. Pero este acomodo provisional y egoísta a una realidad vivida por otros como opresiva e injusta, originado en parte por mi inagotable curiosidad a lo diferente, inasimilable y ajeno —una curiosidad testimonial a la vez literaria y política— incluye sin embargo otros elementos de autenticidad personal más allá del encanallamiento o pintoresquismo supuestos. Cuando Jaime Gil de Biedma menciona en 1955 en las páginas de su Diario un bureo nuestro en compañía de un limpia o ex legionario, borracho, agitanado y siniestro subrayando mi «malditismo excesivo» prescinde de un hecho esencial: mi sexualidad —salvo muy raras excepciones del lado femenino— nunca fue burguesa o de buenas maneras. Como le dije en una ocasión en el interior del automóvil en donde permanecíamos conversando de madrugada frente a la verja de casa, no me sentía atraído en absoluto por escritores, intelectuales o, sencillamente, gente educada y con corbata. Mis fantasías alógenas se desenvolvían entonces en un terreno inexistente en España: falto del modelo físico y cultural de cuerpo que se impondría naturalmente a mí años más tarde, corría a veces, por influjo del alcohol, tras una sombra triste y degradada de él, con un previsible efecto de frustración, amargura y fracaso. Este simulacro de relación a través de la grifa y el trago no pasaría nunca del simple escarceo. Pero aun en tales momentos, depresivos y humillantes para mí, no intenté engañarme a mí mismo mezclando hipócritamente los planos. El incentivo de mis callejeos y andanzas no se limitaba a contentar de un modo u otro el sexo.

El ámbito urbano en el que calaba, su fantasmagoría creadora avivaban mi percepción de las cosas, me abrían a nuevas y arborescentes parcelas de realidad.

El tiempo que me dejaba la redacción apurada de la novela lo empleé aquel verano en un fértil vagabundeo del Distrito Quinto y bares del puerto. Mi manuscrito estaba casi listo y en septiembre lo hice pasar a máquina. La concesión del pasaporte —vedada antes brutalmente como a la heroína de El cónsul de Menotti— era desde hacía algún tiempo cuestión de paciencia: mientras corregía las copias mecanografiadas de Juegos de manos rellené las solicitudes y cumplí con las formalidades necesarias a su obtención. Cuando lo conseguí al fin, deposité la novela en las oficinas de la editorial Destino dentro del plazo fijado en la convocatoria del premio Nadal. Mi padre se había resignado a la idea de mi viaje a París: preparaba cartas de recomendación para unas parientas lejanas, me ponía en guardia contra las tentaciones y peligros de la ciudad. Las francesas son muy inmorales, hijo; hay que tener un temple de acero para resistirlas. Con una ayuda escasa del abuelo —cuya única fuente de ingresos, después del descalabro financiero, se reducía a su sueldo de jubilado de la Diputación— y el producto de la reventa de mis libros —las novelas prohibidas impresas en la Argentina— me fui a París en octubre, a aguardar allí, a distancia, el resultado favorable o desfavorable de mi primera incursión literaria.

Cruzar la frontera en tren sería para ti durante años una experiencia opresiva en vez de exaltante: la sorda pero tenaz impresión de recorrer una tierra de nadie, celosamente vigilada no obstante, recrudecía conforme el convoy se vaciaba de la mayor parte de los pasajeros, dejaba atrás Figueras, inspectores de paisano controlaban severamente el pasaporte, el paisaje devenía triste y desierto, los muros se batían en ruina, edificios cercanos a Port Bou cobraban un aire adusto y conminatorio, la propia estación se convertía en un lugar destartalado e inhóspito, de clima estrictamente cuartelero: las huellas de un pasado reciente seguían allí: alambradas, garitas, fortines, cordón protector sanitario, miedo a infiltraciones del maquis, omnipresencia policial: gorras grises, galones, tricornios, oficinas siniestras, corredores con banquetas para esperar: la pieza quizás en la que el veintiséis de septiembre de 1940 un grupo de fugitivos sin patria, mujeres y hombres, habían permanecido horas y horas suplicando y llorando ante el oficial impasible que, acomodado en su despacho, invocaba rutinariamente el texto del decreto que impedía su admisión en el país, su obligación de conducirles con escolta a la frontera donde les acechaba el internamiento administrativo en un campo, la entrega a aquellos mismos de quienes escapaban: todo cuanto él, el hombre con traza de intelectual judío y vagamente trotsquista a causa de las gafas incluido en el grupo, tenía previsto desde hacía años: mejor detener el juego allí, aprovechar la tregua nocturna, absorber la dosis de morfina cuidadosamente guardada para el caso: aunque tú no sabías nada de él y nadie florecía entonces la tumba del apátrida, un residuo del viejo horror —como ese tufillo insidioso de la aireada habitación del muerto después de que han sido evacuados zapatos, corbatas, sombreros, aquel jarabe milagroso contra la tos con el que intentaba curarse, todos los signos marchitos, patéticos que le identificaban— subsistía, piensas ahora, en la sombría estación del pueblo aparentemente abandonado y yermo en el que aguardabas impaciente, con tu maleta, la salida de España.

Con la tarjeta de mi padre en el bolsillo había salido de la boca del metro en busca de ese bulevar de Beauséjour en el que vivían desde la niñez mis parientes de la familia Gil Moreno de Mora: una hermosa villa como las que abundaban en la zona, envueltas en un nimbo de musgo, amarilleces de castaño de Indias, visillos corridos, acolchado silencio, discreta senectud. El timbre casi afónico, como contagiado de la anemia reinante, provocó una pequeña agitación en la planta alta: minutos después, una de las tías, vieja, menuda, vestida de negro acudió a la puerta y, tras informarse de quién era, me escoltó por una escalera alfombrada hasta los muebles enfundados, blancos, fantasmales de sus aposentos. Acababa de visitar a su hermana, monja en un convento del barrio en donde cumplía a su vez con sus devociones diarias y se interesó por mi padre, su salud frágil, la pobre Julia, mis proyectos y estudios, la razón del viaje. Con un lápiz, había anotado cuidadosamente mi nombre y el de mis hermanos, a su edad se olvidaba de todo si no lo registraba en seguida en el cuadernito, quizá, como sospeché luego, quería tenernos presentes uno por uno en sus rosarios y plegarias ricos de indulgencias y otros beneficios espirituales. Ésta fue mi primera y única visita a su casa y barrio residencial en el que vivían. Quince años después, octogenarias y enferma una de ellas de cáncer, mis tías enviarían a uno de sus sobrinos a Italia a preguntar al famoso y carismático Padre Pío si, en caso de una invasión comunista china, estarían más seguras en París o España: la respuesta del oráculo favoreció los deseos de la familia de su mudanza a la Península en donde fallecieron, según creo, al poco de llegar con el alivio y la tranquilidad de haber escapado a los horrores y crueldades de la horda asiática.

Fuera de esa parentela anacrónica y dos muchachas francesas que habían cursado estudios en España, la única persona a quien conocía a mi llegada era un compañero de colegio de José Agustín, expulsado también de los jesuitas, con cuya familia habíamos seguido manteniendo el contacto después de la boda de una de sus hermanas con mi tío Josep Calsamiglia. Alberto Blancafort aprendía composición musical, aspiraba a ser director de orquesta y vivía con una muchacha sueca en algún hotelito o buhardilla del Barrio Latino. Gracias a él, asimilé la obra de una serie de autores que no he cesado de escuchar desde entonces: interpretaba al piano las Gnosiennes y Gymnopédies de Erik Satie, releía fervorosamente las partituras de Milhaud, Poulenc, Bela Bartok. Alberto frecuentaba a un grupo de músicos, artistas y escritores catalanes afincados en París desde hacía años, con alguno de los cuales no tardé en relacionarme. Adivinando que mis escasos fondos no me permitirían pagar mucho tiempo el hotel en donde me hospedaba, se ofreció inmediatamente a buscarme alojamiento. Conocía, dijo, a una vieja solterona del Septiéme Arrondissement que alquilaba habitaciones a los estudiantes por una cifra módica: él mismo había ocupado una de ellas antes de vivir con su compañera y podía servirme de introductor.

El piso de Mlle. De Vitto se hallaba en la planta baja de una calle silenciosa, sin salida, que desemboca en la Rué de Varenne: su dueña o, con mayor exactitud, inquilina era una mujer tiesa, alta, bigotuda, vestida con cierto desaliño, con un bizarro, aguerrido aspecto, sobre todo tocada con su estrafalario sombrero, de bersagliere travestido u oficiala de la tropa voluntaria de Garibaldi. En realidad, había sido recitadora o cantante, una época lejana de fama y esplendor que solía recordar con añoranza en contraposición a las angosturas del momento. Diplomas marchitos, viejas invitaciones impresas de alguno de sus recitales, la foto desvaída de una velada memorable en honor de los heridos del frente presidida, según sus sucesivas, enriquecedoras versiones, por Clemenceau o Pershing, colgaban de los empapelados polvorientos o reposaban en los estantes, consolas, repisas atestados de figurillas, jarrones y chucherías. Varios gatos se movían con indolencia esbelta en aquel decorado melancólico, encaramados a veces en el hombro de su ama, soberanamente ajenos a sus mimos y besuqueos, con la irradiación emblemática, espeluznada de una remota estampa de magia o grabado de brujería. Mlle. De Vitto no se resignaba a su modesta función subarrendadora: los huéspedes que acogía en su piso debían compartir sus aficiones musicales, poseer una refinada sensibilidad tocante a las artes, escuchar devotamente el repertorio de sus triunfos pretéritos. Intentaba disfrazar su pupilaje de puertas afuera con supuestas clases de canto y solfeo: a menudo, se aclaraba la garganta antes de tararear en sordina los primeros compases de un aria o recorría el teclado del piano con un leve toqueteo de los dedos. El Arte, el gran Arte al que se consagraban antes los hombres y mujeres de genio estaba a punto de perecer. Regardez autour de vous, mes pauvres amis, il n’y a ríen, mais absolument ríen. Alberto y yo asentíamos con la cabeza mientras ella, arrebujada en la evocación de su propia magnificencia, condescendía a hablar con nosotros, con una voz súbitamente ronca y el tic nervioso de las mejillas que delataban su avidez e impaciencia, del precio de la pensión. Aposentado en su casa, dócil a las reglas del juego de una conversación diaria, a solas con ella o en compañía de otro huésped, un pianista uruguayo delicado y etéreo, aguardaba la visita de Alberto para ir a alguno de los lugares de Saint-Germain o Barrio Latino en los que acostumbraba a reunirse con sus camaradas. Al poco de llegar, mi amigo me dio la dirección del hoy desaparecido Foyer de Sainte Geneviéve, cerca del Panteón, en donde sin necesidad de presentar el carné de estudiante, del que yo carecía, se podía almorzar por el mismo precio que en los restaurantes universitarios. Allí, cuando hacíamos cola para servirnos con la bandeja en la mano, me presentó un día al poeta catalán Palau Fabre, exiliado desde hacía años, y a sus amigos, el actor Sacha Pitoeff y su esposa argentina. Palau Fabre, cuya visceral rebeldía antiburguesa e intransigencia nacionalista me recordaban las de mi tío abuelo Ramón Vives, había roto los vínculos con su acomodada familia y prefería la existencia dura pero libre de París a aguantar un régimen como el de Franco que, además de las múltiples razones que me lo hacían odioso a mí, oprimía con saña su cultura y su lengua. Su actitud ética, reflejada en la parvedad y adustez de la vida diaria, me llenaron de admiración. La violencia de su poesía, marcada con el sello inconfundible de Rimbaud, me ayudaba a comprender el drama y frustración de aquel remoto e insumiso pariente, ignorado y malquisto en el círculo de sus propios deudos. Palau Fabre había conocido a Artaud antes de su internamiento y era un entusiasta de su obra. Recuerdo que una vez me llevó a su minúscula buhardilla de la isla de Saint Louis y me recitó unos textos suyos. Como no atravesaba aún mi esterilizadora etapa marxista —Karl Marx, éternel voleur d’énergies, habría escrito Rimbaud un siglo más tarde—, la lectura me conmovió. Palau Fabre era una figura original, una suerte de francotirador en un panorama cultural que tendía fatalmente a politizarse. Cuando en 1956 fijara mi residencia en París de forma definitiva, Artaud, Bataille, Bretón significaban nada o muy poco para aquel joven español imbuido de marxismo y adepto a las tesis del compromiso de Sartre. Mi amistad con él hubiera podido procurarme la oportunidad de penetrar entonces en la obra de unos autores que, libre ya de mis anteojeras ideológicas, descubriría tan sólo ocho años más tarde; pero la brevedad de nuestra relación, interrumpida por mi retorno a España, malogró aquella ocasión única de acortar el camino que debería llevarme a la conquista de una escritura personal y responsable.

Los demás compañeros de Alberto solían darse cita ya en el Dupont del bulevar de Saint Michel, ya en Saint-Germain-des-Prés, en el Mabillon o el Oíd Navy. Este último abrigaba al atardecer a un grupo de escritores y artistas más o menos mitómanos cuya obra grandiosa, anunciada reiteradamente en el café, no cuajaría nunca: un poeta italiano con la serena belleza de un cuadro de Botticelli; un dramaturgo, autor de una obra que debía montarse en la Huchette; un vasco de opereta con aires de Luis Mariano, supuesto amante de la hija de un gran editor por la que en una ocasión intentaría cortarse las venas en medio de sollozos histéricos. En el Mabillon brillaba el Campesino como estrella indiscutible: el ex general del ejército republicano revivía diariamente en una de las banquetas del fondo, rodeado de un pequeño núcleo de fieles, no sé si argentinos o chilenos, los momentos heroicos de la guerra civil, mimaba con gran lujo de ademanes y gestos la escena de su ruptura dramática con Stalin. Más tarde, después de tomar juntos un bocadillo o salchicha con fritas, Alberto Blancafort me acompañaba a veces a un local de la Rué des Canettes en donde se refugiaban los supervivientes caricaturales de la fauna existencialista: en él, una muchacha grave, hierática, rigurosamente vestida de negro y con la cara dibujada como una máscara, aseguraba que vivía en una cueva húmeda y con ratones e invitaba a los más osados a gozarla de noche en algún cementerio. El Pouilly se llenaba hasta los topes de curiosos, drogadictos, borrachos. Los clientes reñían a menudo a puñetazos y la llegada del panier a salade ponía a todo el mundo en desbandada. Para un provinciano como yo, la vida bohemia de los cafés deparaba continuas sorpresas: al primer comunista español de carne y hueso lo conocí en la terraza del Oíd Navy, en la que pasaba las tardes absorto en la lectura de L’Humanité, traduciendo admirativamente a sus vecinos y subrayando luego a lápiz, como para balizar las líneas maestras del pensamiento y la necesidad de volver a ellas con calma, los comentarios o discursos de algún camarada dirigente francés o soviético. El afán de catar el fruto vedado me movió a asistir una noche, con un periodista noruego amigo de Alberto, a un mitin comunista presidido, recuerdo, por Auguste Lecoeur poco tiempo antes de que le expulsaran del Partido: el despliegue aparatoso de banderas y transmisión de himnos —tan parecidos a los de los actos de afirmación falangista o patriótica de mi infancia—, la estridencia de las consignas, el ritmo disciplinado de los aplausos enfriaron al punto mi entusiasmo: una reacción similar —fruto también de mi experiencia precoz, de signo contrario, del arte de manipular a las masas— se reproduciría asimismo en Cuba durante las grandes festividades revolucionarias. Mi antipatía a este tipo de reuniones, fortalecida con los años y la pérdida de mi inocencia política, se manifestó así de forma temprana independientemente de las vicisitudes de mi militancia e ideología. Si los amigos o conocidos con quienes trataba en los años en que fui compañero de viaje del Partido me hubieran impuesto la participación en tales actos y asambleas rituales estoy seguro de que mi colaboración un tanto reservada con ellos no habría durado mucho tiempo: los desfiles de victoria contemplados con mi padre y hermanos desde los balcones del despacho de la ABDECA me curarían con posterioridad de la demagogia, inspirándome una saludable desconfianza en la sinceridad de la aprobación fervorosa del pueblo.

El deslumbramiento ante París, inevitable en las circunstancias en que me hallaba, limitaba mis correrías de turista a los barrios de tradición intelectual y zonas monumentales o artísticas. El ansia de ponerme al día, de ver, leer, realizar cuanto no era posible en España me hacía pasar de las librerías de lance del Barrio Latino y muelles del Sena a la minúscula cinemateca de la Rué de Messine en donde me tragué, ciclo tras ciclo, los filmes de Pudovkin y Eisenstein, las películas francesas de anteguerra, un selecto muestrario del neorrealismo italiano. Descubría a la vez a Beckett y los impresionistas, a Genet y Prévert, a Schonberg y las primeras obras de Ionesco. Nunca me había sentido tan feliz como durante aquellas semanas en las que, con el estómago a veces vacío y la cabeza llena de proyectos, caminaba durante horas para domesticar la ciudad. Un deseo intenso de adaptarme a Francia, de embeberme de su cultura y su lengua me empujaba a esmerarme en mi pronunciación, borrar el estigma de mi procedencia extranjera. Si comparo mi francés descuidado y opaco de hoy —resultado en gran parte de la defensa instintiva del castellano contra el cerco diario, prolongado de otras lenguas— con el que procuraba lucir entonces en mis conversaciones con los autóctonos, llego a la triste conclusión de que aquélla fue precisamente mi época galoparlante más luminosa y espléndida y, en lugar de avanzar, he retrocedido como los cangrejos. El celo veinteñero en adueñarme del vocabulario y acento ajenos, se repetiría aún a intervalos en otras circunstancias y momentos de mi vida. El goce auditivo inherente a lo primicial, el apoderamiento súbito de lo nuevo explican quizás esta veleidad: el hecho de que el incodificado y mudable dialecto magrebí estimule hoy mi apetito de amaestrarlo mientras las lenguas aprendidas antes desmedran poco a poco en el desván de lo rutinario y conocido. En distintas etapas de mi existencia me impregnaría de lo francés y norteamericano para consagrarme luego, en la cuarentena, al asedio tardío del árabe. Reducido casi exclusivamente a instrumento de trabajo literario, el castellano conquistaría a la inversa un status único: ser el enemigo con quien bregaría en un implicante cuerpo a cuerpo cuya rijosa ferocidad me otorgaría desde Don Julián la gracia del enamoramiento.

Al cabo de unas semanas la suma de dinero que había traído de España empezó a menguar de modo inquietante. A fin de alargar mi estancia parisiense hasta enero me resolví a restringir la dieta diaria a los almuerzos en el Foyer de Sainte Geneviéve. Por la noche, si no conseguía invitación a un bocadillo por parte de algún amigo o conocido, me acostaba en ayunas o me contentaba frugalmente con unas galletas. Una fotografía de este tiempo me muestra flaco, casi demacrado, envuelto en mi abrigo de niño bien un día en que dos colombianos del Colegio Guadalupe aterrizaron en París y me convidaron a un banquete que juzgué pantagruélico. Varios compañeros de Alberto recogían papeles, trapos y objetos abandonados por cuenta de un chamarilero de la Rué de Saint Jacques: el trabajo no era excesivo y bastaba para procurarse el sustento pero una mezcla de mi tenaz señoritismo, desidia y debilidad me condujo a rehuir en seguida aquella explotación del mundo estudiantil considerada por los otros como un maná. Puesto en el aprieto de elegir, preferí correr un agujero más la hebilla de mi cinturón e ir a la cama con la cauta, parsimoniosa previsión de quien ha aprendido a conservar en el bolsillo desde el almuerzo un pedazo de pan untado de mostaza.

Mi lento declive físico inquietaba a Mlle. De Vitto: sospechando las causas de mi delgadez, pretendía sonsacarme la situación monetaria a fin de paliar mi eventual desaparición de la lista de sus «discípulos». ¿Aguardaba quizás un cheque de la familia? ¿Tenía esperanzas en la concesión de alguna beca? Cuando me entregaba el correo permanecía plantada frente a mí con uno de sus gatos en el hombro invitándome tácitamente a abrir la correspondencia. Como yo no cedía al chantaje y me encerraba a leerla en mi cuarto, acechaba el momento de mi salida para preguntar si había una sorpresa agradable o las noticias eran realmente buenas. Desanimada y algo molesta con mis evasivas, Mlle. De Vitto se aclaraba la garganta al recordarme que debía pagarle el alquiler antes de fin de mes si quería seguir mi supuesto aprendizaje con ella.

A primeros de diciembre había recibido una carta de Castellet: me anunciaba su intención de pasar quince días en París y requería mi ayuda para encontrarle alojamiento. Transmití su recado a Mlle. De Vitto y ésta, preocupada no sólo por el estado lamentable de mis finanzas sino también por la dramática deserción de otro de sus huéspedes, acogió la noticia como una bendición. Quería averiguar cómo era ese signor Castelletto: su familia, educación, aficiones artísticas, si disponía de medios. Mis respuestas parecieron satisfacerla y su llegada era aguardada con ansiedad. Recuerdo que la visita de uno de los mitómanos del Oíd Navy, presunto jefe del servicio quirúrgico en el Hospital Americano de Neuilly, había encandilado a mi anfitriona, convencida durante unas horas de haber topado con una gran autoridad del cuerpo médico cuya riqueza e influencia le concedían respecto a mí un papel natural de consejero y mecenas. Esfumado el portentoso galeno, Castellet sería brevemente el personaje ideal de sus ensoñaciones. Cuando se presentó al fin, Mlle. De Vitto le acogió con los brazos abiertos: el aire serio y distinguido de mi amigo colmaba sus expectativas. Con su ayuda pude pagar las semanas que debía y esperar, mientras oficiaba de guía y asesor suyo en materia de libros, películas y obras teatrales, el fallo del premio Nadal. Castellet conocía a un crítico de arte catalán que me prestó la noche de Reyes un viejo aparato de radio. Durante rato buscamos en vano la onda de la emisora barcelonesa que transmitía en directo el resultado de las votaciones: sólo la captamos para enterarnos de que mi novela, la favorita en las apuestas del público que asistía a la cena del premio según el locutor, acababa de ser eliminada en la penúltima votación. La recompensa se otorgaría minutos más tarde a la obra de una desconocida de quien, pocos meses después de la publicación de su libro, nadie volvería a oír hablar.

Días antes de mi regreso, Luis y José Agustín me informaron por carta acerca de lo ocurrido: desde el comienzo de las votaciones, había corrido el rumor entre el público de que mi obra era «izquierdista» y de «ambiente prerrevolucionario», un dato que por sí solo aclaraba su descalificación. En casa, todos habían seguido a través de la radio las incidencias del premio: Eulalia «lloraba como una desesperada» y se enfureció con la ganadora; reconciliados por un instante, mi padre y el abuelo habían acogido la noticia con abatimiento y desilusión.

De vuelta a Barcelona, los editores de Destino, a quienes me precipité a ver impaciente y esperanzado, se encargaron de recordarme de modo abrupto las restricciones y límites de la realidad: la obra les interesaba, me dijeron; pero en las circunstancias del momento les parecía de difícil publicación. Como sus relaciones con el entonces omnímodo Director General de Prensa pasaban una etapa muy delicada, el simple hecho de presentarla ellos a censura, añadieron, sería no sólo inútil sino también contraproducente. Si yo contaba con algún valedor de peso, sería mucho mejor que recurriera a sus servicios: una vez aprobada por Juan Aparicio o el propio ministro, ellos la incluirían en su colección.

Como yo no tenía ningún amigo ni patrocinador influyentes en el Ministerio, fui a ver a Dionisio Ridruejo, a quien no conocía personalmente, pero cuya reputación de honestidad e independencia de criterio le convertían a priori en un intermediario ideal. Aunque situado desde hacía años al margen del sistema, Ridruejo no había roto aún definitivamente con éste y conservaba una serie de conexiones con sus antiguos camaradas de armas. A la sazón dirigía en Madrid una emisora privada de radio y allí me recibió cordialmente cuando me presenté en su despacho con el manuscrito de la novela. Me prometió leerla a fin de formarse una opinión sobre ella y poder argumentar su defensa ante el ministro en cuanto tuviera una oportunidad de hacerlo. Unas semanas más tarde, después de formularme algunos reparos estrictamente literarios sobre el libro, Ridruejo me refirió con una sonrisa su conversación con Arias Salgado. El ministro de Información y Turismo, famoso por su teoría según la cual, merced a su gestión providente, España era el país del mundo con menor proporción de condenados a los suplicios eternos del infierno, había expuesto a mi intercesor sus notabilísimos criterios respecto a la materia: conforme a ellos, una novela sólo era digna de publicarse «si marido y mujer, en un matrimonio legítimamente constituido, podían leérsela el uno al otro sin ruborizarse mutuamente y, sobre todo, había insistido, sin excitarse». Ignoro si la lectura a dúo de Juegos de manos ocasionó rubor o excitación en la ministerial pareja o, absorto en sus múltiples y beneméritas ocupaciones, Arias Salgado tuvo el ocio o curiosidad de recorrerla; lo cierto es que, pese a los buenos oficios de Ridruejo, la novela permaneció estancada varios meses en el Ministerio y allí habría dormido probablemente hasta la remota liquidación del Régimen si no hubiera mediado entre tanto una nueva y más directa intervención.

Por consejo de Fernando Gutiérrez, había expuesto el problema a José Manuel Lara. El editor de Planeta, gracias a sus conocidas simpatías a la persona y obra de Franco, se hallaba en mejor posición que Ridruejo para sostener eficazmente mi libro: enterado por Gutiérrez de que preparaba otro, se obligó a interceder y sacarme del atolladero a cambio de mi promesa verbal de entregarle en prioridad el manuscrito de Duelo en el paraíso. Así lo hice y, con gran alivio mío, la novela fue autorizada al cabo de poco tiempo con algunos cortes, por fortuna no esenciales. Con el nihil obstat de la censura volví a Destino y firmé el contrato de publicación durante el verano del cincuenta y cuatro si bien, por razones de programación, el libro no apareció sino a comienzos del año siguiente.

Fuera de la redacción de la novela comprometida con Planeta, mi reinserción en la vida barcelonesa se realizó a vaivén de mi descubrimiento del chamizo flotante del Varadero y la asistencia a los seminarios de literatura de Castellet. Tras la clausura de Laye y el fracaso de nuestras tentativas de crear una nueva revista, el núcleo original de los fundadores de aquélla se dispersó: Sacristán había ido a completar sus estudios a Alemania; Gabriel Ferrater viajaba por Europa; Barral, a punto de contraer matrimonio, cumplía de buen grado con las exigencias de su apellido industrial. Valiéndose de su amistad con el director del Instituto de Estudios Hispánicos en Barcelona, Castellet había organizado un cursillo sobre crítica y novela en torno al cual se aglutinó un grupo de jóvenes que habían ingresado en la universidad después de mi abandono prematuro de la misma: mi hermano Luis, Joaquín Jordá, Salvador Giner, Jordi Maluquer, Nissa Torrents, Octavio Pellissa, Sergio Beser y otros cuyo nombre no recuerdo se reunían en uno de los salones del viejo piso de la calle de Valencia a discutir de realismo crítico, compromiso y marxismo. Durante mi estancia en París, el ambiente en el que me movía se había politizado de golpe. Octavio Pellissa, miembro de una familia que pertenecía o había pertenecido al Partido en tiempos de la República, no recataba siquiera en público sus ideas comunistas. No sé si a través de él o algún otro amigo de Castellet, revistas como Europe y La nouvelle critique empezaban a circular bajo mano. Términos como plusvalía, condiciones objetivas, línea correcta, libertades formales, centralismo democrático entraron así poco a poco en nuestro vocabulario. Pertrechados con una sólida red de argumentos, sometíamos la realidad cotidiana al proceso reestructurador de la flamante doctrina. Las canciones de Yves Montand, Léo Ferré, Atahualpa Yupanqui, escuchadas a menudo en común, con gravedad litúrgica, despertaban asimismo nuestro entusiasmo. Con un celo de neófito, aproveché unas breves vacaciones para difundir las ideas recién adquiridas entre los masoveros y payeses de Torrentbó: horrorizado por mis privilegios de señorito, les anunciaba el comienzo de una lucha revolucionaria que acabaría pronto con su avasallamiento y explotación. Alfredo y sus amigos debían de escuchar, me figuro, con escepticismo y condescendencia aquellos atropellados discursos míos cuyo voluntarismo ingenuo se compadecía difícilmente con los demás elementos de su experiencia diaria. Mi adhesión sentimental al marxismo, dictada en gran parte por el deseo de hacerme perdonar la mancha original de mi clase y pasado infamante de la familia, iba a tropezar no obstante desde el principio con dificultades y obstáculos insalvables. Recuerdo muy bien el día en que alguien me pasó un paquete de ejemplares atrasados de la revista cultural del PCE clandestino: con el delicioso cosquilleo de quien se dispone a catar del fruto prohibido, me lancé ávidamente a su lectura pero el contenido de ésta me sumió al punto en una profunda consternación. Eran los tiempos de la guerra fría y el deshielo subsiguiente a la muerte de Stalin no había llegado aún. Un lenguaje violento, plagado de invectivas e insultos, estigmatizaba no sólo la conducta e ideas de los autores conocidos por sus simpatías franquistas sino también las de algunos de los escritores e intelectuales extranjeros que más admiraba: Gide, Camus, Malraux, el propio Sartre, eran tildados de hienas y chacales, agentes del Pentágono, fieles lacayos de la burguesía moribunda. Esta retahíla de acusaciones infundadas, trabadas entre sí como cerezas, evocaba en su esquematismo y pobreza la ensartada en el catecismo del padre Ripalda y otros manuales semejantes contra librepensadores, masones, judíos. Una sensación de déjá vu me hizo interrumpir la leída con un sentimiento de amargura y desagrado. Pero convencido de que se trataba de un error subsanable y resuelto a no permitir que los árboles me impidieran ver el bosque, me limité a comentar con Castellet y mis amigos —tan sorprendidos y molestos como yo— mi total desacuerdo con los editoriales de la revista y su absurda acumulación de improperios. La conciencia de la necesidad de un cambio radical de la sociedad española tanto político como social y del deber moral de participar en el mismo mantenía intactas nuestras ilusiones.

Paralelamente al seminario de literatura del Instituto, nos reuníamos de forma periódica, unas manzanas más lejos, en un local denominado el Bar Club. Las discusiones y charlas allí eran de matiz predominantemente político. Los comentarios a la situación internacional —últimos coletazos del macarthysmo, Guatemala, la derrota francesa en Indochina— acaparaban la mayor parte de las tertulias. Octavio Pellissa aprovechaba la ocasión para subrayar la manifiesta superioridad material y moral de los regímenes socialistas: minado por sus contradicciones y luchas internas, el mundo capitalista acabaría por derrumbarse por sí solo frente a la firmeza y solidaridad inquebrantables de China y la Unión Soviética. Un día, emocionados, recibimos la visita de un misterioso personaje venido de Pekín: el convidado en cuestión, cuyo nombre no se nos reveló por razones de elemental prudencia, nos explicó algunos sucesos y anécdotas de su viaje sin incurrir en alardes propagandísticos. Aunque decepcionados por su frialdad, le escuchamos devotamente sin saber que su anonimato ocultaba al futuro fundador de los felipes, el diplomático Julio Cerón: cuando le volví a ver a su salida de la cárcel unos diez años más tarde vivía confinado en un pueblo de Murcia adonde acudí a saludarle, recuerdo, en compañía de Ricardo Bofill.

Por medio de amistades comunes, nuestro grupo había entrado en contacto con dos escritores jóvenes afincados en Madrid: Rafael Sánchez Ferlosio y Carmen Martín Gaite. El primero había publicado una novela insólita, Industrias y andanzas de Alfanhuí, cuya lectura me exaltó: dueño a los veinte y pico de años de una escritura rica, de infinitas sugestiones y matices, había alcanzado sin dificultad aparente esa densidad expresiva que me fijaría tan sólo por meta, después de penosos forcejeos y luchas, en el momento de componer Don Julián. Ferlosio y su mujer acababan de regresar de un viaje a Italia y aceptaron de buena gana mi invitación a descansar en Torrentbó. Aquélla fue la primera de una serie de visitas recíprocas que se sucederían por espacio de dos años. Mientras yo consagraba mis energías a la novela apalabrada con Lara —con cuyo adelanto contaba para retornar a París—, Ferlosio me confió el manuscrito de una obra suya, de concepción un tanto kafkiana, que quería someter asimismo a la consideración de Planeta. El fontanero —así se titulaba la novela— era probablemente un simple hito en el camino que debía conducir de Alfanhuí a la aventura portentosa de El Jarama; pero, aun teniendo en cuenta su índole de obra menor, despuntaba por su agudeza, rigor e ironía en el baldío panorama español del momento. Meses después, cuando Ferlosio había dado carpetazo a su idea de publicarla, los dos intercambiamos confidencias sobre nuestras respectivas entrevistas con el editor. En el caso de Duelo en el paraíso, aquél me había prevenido con su sevillanísimo acento de que el tema de los niños no era comercial; con todo, me aconsejó que la presentara a su premio y se comprometió gallardamente a publicarla. La plática con Ferlosio, referida por éste, fue más sabrosa y coloreada: Lara le acogió con un solemne «usté escribe bien; pero que muy bien; ¡hasta que demasiado bien!» y, tras darle unos buenos consejos en achaque de picardía novelesca, le había asegurado que con ellos podría convertirse algún día en un émulo digno de Pombo Angulo.

El trato con Ferlosio, interrumpido luego por mi exilio voluntario a París, tuvo para mí aquellos tiempos un valor y significado importantes: en ameno contraste con la suficiencia, vanidad y exhibicionismo de la mayoría de sus colegas, mostraba con el ejemplo que uno podía ser un escritor serio sin necesidad de tomarse en serio a sí mismo. Solitario, excéntrico, lleno de humor e ironía, profesaba un desprecio absoluto al énfasis teatral o ampulosa gravedad de los figurones de turno. Sus opiniones literarias, siempre sinceras y descondicionadas, no dudaban en impugnar las ideas corrientemente admitidas: me acuerdo muy bien del día en que, al oírnos citar a Castellet y a mí La colmena como paradigma de novela objetiva, explotó de repente para decir que Cela era un autor tiránico que no concedía a sus personajes ni siquiera el derecho de respirar. Su análisis no era hipotético e impropio como el nuestro: con El Jarama ya en marcha, sabía muy bien lo que se decía. Por encima de todo, Ferlosio encarnaría para mí al creador resuelto a vivir la literatura como una condena o gracia y no como un ganapán o medio de hacer fortuna. Su mudez posterior —tan parecida a la que afectaría a su vez a Genet— confirmaría esta concepción suya de la escritura como un acaecimiento extremadamente aleatorio y grave —bello e imprevisto como el hecho de enamorarse—, algo cuya experiencia impone a quien la vive la obligación de callarse si, abandonado súbitamente por el don, no quiere incurrir en el imperdonable delito común de la grafomanía. Frente a la polución verbal de la producción editorial ordinaria, la fuerza moral de candar el pico y tragarse las propias palabras es y será una conmovedora manifestación de fidelidad personal a una vivencia, gozada y sufrida por el escritor como una lenta y suave devoración: nuevo y desgarrado Prometeo que, a la porfía obstinada del águila, no puede ofrecerle ya la carnada de su hígado milagrosamente rehecho.

El lugar era uno de esos escenarios privilegiados que, como la plaza de Marraquech o el Zoco Chico de Tánger, se imponen a la imaginación de inmediato y misteriosamente se transforman en espacio de la escritura: un pontón de forma rectangular de una cincuentena de metros de largo, con una caseta de techo de dos aguas a la que se accedía por un puentecillo. El visitante que llegaba a él procedente de la terminal de tranvías de la Barceloneta debía caminar más de un kilómetro bordeando los muelles y tinglados del puerto situados al pie de la escollera: un trayecto frecuentado casi sólo por pescadores, mejilloneros o propietarios de alguna de las barcas en curso de carenadura o revisión. Cuando la benignidad del tiempo lo permitía, los clientes del Varadero se acomodaban al aire libre, en las mesas dispuestas por el dueño junto a los rollos de cuerdas, palangres y puntales de escora. Desde allí, mientras consumían un carajillo o una cerveza, contemplaban el movimiento general de los barcos, gabarras, remolcadores, golondrinas y embarcaciones de pesca; los malecones y dársenas de la estación marítima; las torres herrumbrosas del transbordador aéreo; el vuelo tornadizo de las gaviotas, a veces como suspendido e inmóvil, a punto de calar en picado sobre la presa. El pontón se mecía con suavidad al paso de las lanchas de los carabineros o fuerabordas de los americanos y las maromas sujetas a los amarraderos crujían entonces lastimeramente, con quejido casi animal. Presentes en la escena del recuerdo, como actores de un cuadro vivo, los asiduos serán siempre los mismos: Alonso, el amo, regordete, pequeño, de ojos azules y melancólicos de ordinario entornados, aspecto seráfico, timbre de eunuco; Amadeus, boina ladeada y sonrisa franca, gran bebedor y aficionado a entonar habaneras; la señorita Rosi, cuarentona, gruesa, fumadora empedernida de Bisontes, con su bolso encima de la mesa, ella misma lo dice con picardía, «igual que las fulanas». Mejilloneros y marinos juegan una partida de cartas, intercambian bromas y juramentos, vigilan de soslayo los quehaceres diarios del calafateo. Moviéndose entre ellos, cargado con baldes de agua o listo para tapar las junturas del casco de un bote con brea y estopa, un hombre que camina descalzo, cubierto con unos simples calzones rotos, moviliza imperiosamente tu atención.

Desde la primera visita al Varadero te sientes atraído por él. Raimundo es de mediana altura, complexión atlética, piernas y brazos musculosos, pelo castaño áspero y erizado, pecho velludo, mostacho silvestre. Su rostro es rudo, pero enérgico; sus ojos centelleantes y oscuros, el conjunto de su persona y figura irradia un poderoso magnetismo animal. A estas características físicas —que por primera y única vez en la vida apreciarás en uno de tus paisanos—, el gañán al servicio de Alonso agrega otras que al cabo de los años aprenderás a discernir en los nativos de esa Zona Sotádica descrita por Sir Richard Burton, cuyas fronteras se extienden de Tánger al Pakistán: una cierta tosquedad de formas que no excluye la gracia; disponibilidad y calor instintivos; rechazo soberbio de los modales y mecanismos que abren las puertas de la ascensión social en los países industrializados. Aunque no pertenece en apariencia a una comunidad foránea o meteca como los inmigrantes parisienses originarios de la Zona, Raimundo encarna no obstante la absoluta marginalidad: no sabe leer ni escribir, carece de familia regular y domicilio fijo, su pasado permanece envuelto en una sombra que, pese a tus esfuerzos, no lograrás aclarar: se casó o amancebó con una mujer de la que tuvo una hija; vivió durante un periodo en Fernando Poo; fue marino y fogonero en un buque mercante; por una razón no aclarada, pasó una temporada en prisión. Sus explicaciones varían según las circunstancias, como obedeciendo a los imperativos y exigencias artísticos de la narración: a veces será viudo y otras no; la suegra que le acusó falsamente de incesto con la hija aún menor se transformará luego en la propia madre; el hecho que le llevó a la cárcel muda de color, naturaleza y escamas con la maleabilidad de un camaleón. Si bien ha nacido en la Costa Brava, su apellido no es catalán y de probable ascendencia gitana. Su desconfianza ancestral del payo explicaría en este caso su actitud defensiva ante la vida, su individualismo arraigado y tenaz. Sea cual fuere el origen, lo cierto es que vive solo, duerme sobre unos sacos en un cuchitril de su palacio flotante, no recibe visitas ni abandona el área del puerto, ha perdido o le han robado sus documentos de identidad. Cuando te percatas de su violencia coercitiva e imantadora no se te ocurre siquiera la idea de resistirla y, por primera vez en tu vida, asumes tu adicción imprecisa con una limpia sensación de felicidad. El abismo cultural y social existente entre vosotros cumple, cumplirá en lo futuro, ese papel diferencial, de aproximación fascinada a lo desconocido y ajeno que corresponde usualmente a la disimilitud complementaria de los dos sexos. El mundo de tu amigo, a mil leguas del que has vivido hasta entonces, se convierte para ti en una especie de droga: durante meses, vivirás encadenado a él. La visión montaraz de Raimundo, del destartalado palafito que es su hogar y querencia justifican tus visitas diarias al Varadero desde el otro extremo de la ciudad: su llameante sonrisa sobre la faz curtida cuando te divisa de lejos, el ademán embarazado y agreste con el que acoge tus modestos obsequios serán tu recompensa. Aunque él no sospecha la índole real de tus sentimientos, se siente visiblemente halagado por tu interés y, según puedes comprobar con placer, procura a su vez mantenerlo despierto: el impacto del exotismo es recíproco y si él cifra para ti lo elemental y vedado, tu educación e involuntario señoritismo también le cautivan. Al caer la noche, cuando concluye su faena y las bombillas del chiringuito se reflejan y oscilan en la lumbre aceitosa y oscura del agua, los dos bebéis coñac y cerveza en un rincón bajo la búdica, impenetrable mirada del dueño. La extraña pareja que formáis no despierta allí la atención. Los asiduos al Varadero se han habituado ya a tu presencia: la señorita Rosi coquetea hasta muy tarde con los mejilloneros y pescadores y un día en que se siente ofendida por un comentario picante y amaga retirarse del local súbitamente arropada con un manto de dignidad, Alonso interviene con voz quebrada por la emoción para asegurarle que allí «se le aprecia, se le quiere, se le respeta, se le distingue y se le considera» —una frase que divulgada por ti en el Bar Club, se convertirá en la fórmula habitual de despedida de los miembros de la tertulia cuando meses más tarde te escriban a París. Los clientes nocturnos del bar flotante suelen venir en taxi: propietarios de las barcas en carena, parejas, alguno que otro burgués fugitivo de la domesticidad. Desde Madrid has aprendido a aguantar el alcohol o lo cortas con grifa adquirida en el puerto. A Raimundo se le suelta la lengua conforme aumenta el número de tragos y, vagamente achispados, os despedís en la pasadera de tablas cuando llega la hora de cerrar. Tu largo trayecto solitario al pie de la escollera, hacia los baños de San Sebastián y parada de tranvías de la Barceloneta, te ayudará a despejar la cabeza y adecentar tu aspecto en el caso probable de que tu padre aceche tu llegada despierto en su sombrío dormitorio de Pablo Alcover.

Una noche en la que has fingido sentirte más borracho de lo que estás realmente, volverás pies atrás camino del muelle y treparás al zaquizamí en donde se acuesta tu amigo: tus deseos de tumbarte a su lado, de sentir el cercano calor de su cuerpo han sido más fuertes que tu timidez e inhibición física. Pero el gesto liberador que esperas de él —genuinamente sorprendido de verte reaparecer— no se producirá: la intimidad que en secreto anhelas le resulta a todas luces impensable. La ostentosa y agresiva virilidad de tu compañero no es, como descubrirás luego con los hijos de la Zona Sotádica, una señal de connivencia dirigida primordialmente a su sexo: a Raimundo no le roza tan sólo la idea de que la atracción que sientes por él sea ante todo física. Cariñosamente, se limitará a arroparte con su única manta y, después de cerciorarse de que estás cómodo, se tenderá a dormir a un metro escaso de ti en su mísera e inhospitalaria yacija. Mientras ronca de modo fiero, meditarás lúcidamente en el hecho de que vives una pasión imposible y sin nombre; de que la falta de correspondencia entre tus impulsos y el modelo de cuerpo que los convoca te condena y condenará, crees entonces, a una inexorable y cruel soledad. Un ademán o iniciativa tuyos te parecen sacrílegos. ¿Cuál sería la reacción de tu amigo? ¿No corres acaso el riesgo de un duro, humillante rechazo? El tejido sutil del vínculo incierto que os une puede desbaratarse, lo sabes, con un simple, inconsiderado desliz. La repulsión que suscita el término infame de maricón, el pesado lastre familiar que llevas a cuestas te inducen a la resignación y prudencia. La dicha que pese a todo barruntas te ha sido acotada por decreto: mejor dejar las cosas así y prolongar impunemente tu emoción en un anonimato cobarde, discreto.

El terror casi sagrado que te imponía en la pubertad la foto de los dos mozallones trabados en el abrazo, casi coyunda, de la lucha turca te abruma de nuevo en el duermevela de tu noche en el Varadero con esa fuerza impregnadora que, aun discontinua y sosterrada, aflorará un día a la superficie y arramblará con defensas y diques en virtud de la ley ineludible que, según dice bellamente Ibn Hazm, «destruye lo más recio, desata lo más consistente, derriba lo más sólido, disloca lo más firme, se aposenta en lo más hondo del corazón y torna lícito lo vedado». Pues lo que más te impresiona al evocar el episodio en Marraquech, desde una atalaya de casi treinta años, es la increíble fidelidad de tu escenografía mental tanto a un determinado marco espacial como a unas cualidades, rasgos y partes del cuerpo humano que, más allá de paréntesis, desvanecimientos u olvidos, independientemente de tu amor y sus sentimientos contiguos, serán no obstante para ti, como captó el andalusí, «colmo de tus deseos y ápice de tus gustos». Tu impotencia de entonces con Raimundo la contemplas ahora como el obligado tributo a tu nacimiento en un medio social y cultural impropios. El desvío que marcaría luego tu vida se llevaría a cabo a distancia y contrapelo de tus coordinadas iniciales cuando, afincado en París y feliz en tu relación con Monique, volvieras a sufrir los embates y acoso de aquella antigua y turbadora imagen: la sucesiva reencarnación del patrón ensoñado en otros cuerpos bruscos, instintivos, hospitalarios cuya invasión íntima saludarías al reivindicar gozosamente la figura del mítico don Julián.

El fracaso de tu tentativa nocturna no interrumpe vuestra amistad: Raimundo será durante el año cincuenta y cuatro el centro ígneo, irradiante, solar en torno al cual tu existencia gravita. Diariamente acudes a verle, a solas o con tus amigos: Carlos Cortés, los asiduos a la tertulia de Castellet pasarán muchas tardes contigo en el Varadero acunados con el crujido de las sogas de amarre y el golpeteo intermitente del agua alborotada por el cruce de alguna lancha. Mientras bebéis, discutís de literatura o conjeturáis sobre la irreversible y cercana caída del Régimen, tú vigilas de modo furtivo sus movimientos, el ritmo pausado de su tarea diaria: la complicidad existente entre los dos es un secreto celosamente guardado y nadie captará sino tú sus bromas y alusiones crípticas. De vez en cuando, él te acompaña al anochecer a las tabernas y merenderos de la Barceloneta: el universo pintado más tarde en Fiestas cobra de pronto para ti, gracias a su presencia, una hiriente y brutal realidad. La contagiosa energía física de tu amigo imanta alrededor de él a un séquito abigarrado de mujerucas, gitanos, borrachos, mendigos. Él es el rey indiscutible de aquella corte de milagros seducida también por su magnetismo e inagotable vitalidad.

Antes y después de tu segundo viaje a París, recorrerás con Raimundo los tugurios y burdeles del Barrio Chino, le presentarás a una de las prostitutas que salen contigo y pasearéis los tres del brazo, con la mujer pintada y obesa entre ambos, hasta el momento de despedir la noche a la entrada sórdida de un meublé. Del mismo modo imperceptible que Lucho, tu amigo se ha ido convirtiendo poco a poco en un personaje literario con el que contiendes a diario en la página en blanco independientemente del modelo real. Este cambio de status implica un distanciamiento tácito del segundo, el cese de tu anterior subordinación a su apremiante, avasalladora personalidad. El día en que, por una razón oscura, se pique con el Alonso, desertarás con él de la escena del Varadero y le seguirás a los lugares en donde ejercerá sucesivamente, por breve tiempo, los oficios de bañero, pescador, salvavidas. Su hosca existencia de marginal —desamparada, escueta, desprovista de bienes— te atrae y conmueve; pero el resorte de su poder liminar sobre ti se ha roto. Raimundo ha pasado a ser al cabo de un año un testimonio vivo de la verdad escrita en tu novela: alguien a quien se muestra a los amigos como prueba suplementaria de autenticidad. Cuando Monique vaya por primera vez a Barcelona incluirás en el programa de su estancia una obligada visita al puerto: Raimundo parece contento de verte acompañado y os fotografiaréis los tres sonrientes en el marco de su antiguo trabajo. Más tarde, al examinar cuidadosamente las fotos, advertirás en su rostro las señales de un súbito envejecimiento y cansancio, las huellas de la enfermedad que interiormente le mina. Pero absorto en Monique y su inmediatez cálida, no has sabido prestar la atención necesaria, has desatendido los signos agoreros de su cercana partida. Con esa indiferencia cruel inherente a la pérdida o disminución del interés físico por las personas a las que una vez deseamos, vivirás las incidencias de tu dicha amorosa lejos de Raimundo y su cohorte de parias. Sólo al enterarte con diez días de retraso de la noticia de su muerte, de su agonía atroz, solitario, borracho, en las tabernas y cafetines del muelle, derramarás unas lágrimas tardías e inútiles. Tu carta a Monique refiriéndole el hecho, poco antes de concluir en 1956 el servicio militar, trasluce más allá de un dolor real, el remordimiento y culpabilidad que te aplastan: una vergüenza retrospectiva de haber trocado a tu amigo en héroe de novela para abandonarlo después a su horrible destino; una conciencia dolorosa y aguda de tu condición egoísta y privilegiada. La referencia acongojada a sus manos callosas, convertidas en útiles de trabajo, no se acompaña en cambio de una mención al pasado esplendor de su cuerpo y la embriaguez que suscitara en ti: esplendor y embriaguez que, revividos ahora en el recuerdo, redimen la crudeza y mezquindad de su sino, abrogan tu ruda versatilidad y, como en los tiempos en que acudías al Varadero para obtener la gracia de verle, confieren a la sonrisa con que te acogía, sombreada por su mostacho fiero, una dulce y consoladora impresión de perennidad.

Lenta cognición y aprendizaje del cuerpo asumidos con esa tardanza consubstancial en ti a todo lo profundo: vértigo, inmersión, remolino cuyo secreto vórtice se halla en tu adentro: mudo descenso al abismo, gravitación animal: afán de aniquilación, misterios de gozo y dolor, crudo, exaltador Vía Crucis: apropiación gradual, paso a paso, de la escatología mental presentida: imágenes marciales de fuerza y vasallaje, miembros duramente trabados, nítidos fucilazos, sutilizada dicha: sufrimiento, beatitud, entrega afines a la experiencia mística del poeta que confieren a la busca del núcleo germinal, infusible una discreta aureola de santidad.

Abrupto descubrimiento: ser sólo corteza, desconocer la ígnita realidad del centro: sondear cautamente la entraña de la que brota a borbollones el magma de escorias, materias abrasadas: cráter orgiástico, de lava seminal, escurridiza: plétora, sed inexhausta, densidad esencial: mera indicación de lo oculto, de la ardiente pulsión abrigada en la sima: ahondar su conocimiento, pulirlo, acendrarlo, establecer las leyes recónditas de una íntima, personal vulcanología: relación enigmática de la imagen causal inductora, de la cala tenaz en la pena gloriosa con el súbito, sincopado deliquio: derrumbadero, precipicio de fauces abiertas en el interior de ti mismo, contumaz y reacio no obstante a su iluminativa, esclarecedora aprehensión.

En una charla de sobremesa, en la época en que Monique y tú frecuentabais la Rué Saint-Benoit, la conversación había girado en torno a las rarezas sexuales analizadas en un libro de Stekel u otro autor semejante especialista en el tema: la historia de un asiduo a un prostíbulo al que acudía siempre con un maletín cargado de veintitrés kilos de cadenas: algunos comensales sonreíais o gastabais bromas fáciles sobre el sujeto cuando Marguerite Duras os interrumpió con la voz grave e intensa que ha seducido y seduce a cuantos la rodean

Yo encuentro admirable, dijo, poseer un conocimiento tan perfecto de sí mismo como para determinar el peso exacto de las cadenas, llegar a este veintitrés precisamente y no veintidós o veinticuatro, pues un saber casi de miligramos requiere un largo y penoso noviciado que sólo las personas más puras tienen el valor de afrontar.

En los meses que precedieron al nuevo viaje a París mi amistad con Luis se afianzó: el adolescente reservado y secreto con quien antes me cruzaba en casa, se había transformado a su entrada en la universidad en un joven serio, curioso e inteligente, apasionado como yo por la política y la literatura. El intercambio diario de ideas y opiniones, los descubrimientos respectivos en el campo de la lectura sentaron las bases de una relación que, con el tiempo, se revelaría indispensable y fecunda para ambos. Luis escribía también, con una madurez sorprendente y como adquirida de golpe: desde la aparición de su primer cuento en una revista barcelonesa, cualquier lector atento del mismo adquiría al punto la certeza de habérselas con un verdadero autor. Nuestras trayectorias narrativas, emprendidas con dos o tres años de diferencia en la década de los cincuenta, muestran en sus similitudes y divergencias el amplio margen de libertad del artista tocante a sus condicionamientos y orígenes: la existencia de una voluntad correctora y activa opuesta al fatalismo e inercia de la necesidad.

En un conocido texto de Freud[6], el autor de Moisés y el monoteísmo formula una hipótesis según la cual, cuando un niño descubre que sus padres son seres normales y corrientes, se forja una «novela familiar» a fin de compensar de algún modo con la imaginación la cruel decepción que acompaña su ingreso en la vida: inventa a sus anchas una familia fuera de lo común, lo mismo en sus virtudes que en sus defectos, en la que poder guarecerse de la intemperie de su descubrimiento y amortiguar así el choque producido por la irrupción deprimente de lo real. Esta «novela familiar» elaborada en un entorno inhospitalario e ingrato sería el germen de todas las ficciones desenvueltas más tarde por el escritor: la almendra de la que brotaría el árbol de su obra futura. Si la literatura, como dijo Pavese, es «una defensa contra las ofensas de la vida», el primer acto defensivo del niño neurótico prefiguraría la totalidad de su constelación novelesca: una especie de clave recóndita de su herida y la tentación de bregar con ella de cara a su eventual curación.

Si bien no todos los niños neuróticos devienen escritores ni la ficción de todos los escritores es fruto de una precoz fantasía compensatoria, no cabe la menor duda de que, como ha señalado Marthe Robert tocante a Flaubert, el impulso inicial que genera, articula y ramifica la obra de algunos creadores procede de un Familienroman concebido para paliar un desengaño o resguardarse de una agresión. La vocación literaria, mía y de mis hermanos, criados en un medio social y educativo muy poco propicio a priori al cultivo de las letras no puede explicarse tal vez sin la existencia de una necesidad angustiosa de resarcirse de un trauma y decepción tempranos. La primitiva «novela familiar» que nos fraguamos podría haber permanecido latente, en un mero estadio de compulsiva mitomanía: ésa fue mi primera e irresistible tentación de los años de niñez y adolescencia, de la que sólo pude desprenderme redactando con obsesiva porfía docenas y docenas de patrañas novelescas. Mi decisión veintiañera de ser escritor a secas y entrega posterior a la literatura fue en cierto modo resultado de una ardua y compleja negociación: el trato cuidadosamente cerrado entre la conciencia agobiadora de la realidad y el contrapeso nivelador de la mitomanía. Lento y difícil proceso que, de Juegos de manos a Señas de identidad, iba a purgarme paulatinamente del segundo para conducirme a una escritura despojada de todo ropaje «novelero»: conquista penosa de mi propia voz, liquidación del Familienroman en aras de la honestidad personal y autenticidad subjetiva.

Que un mismo estímulo y situación primordial —declive paulatino del status social de la familia, rechazo de la figura paterna, desaparición súbita y brutal de la madre— operen o hayan operado de forma tan dispar en mi caso y el de mi hermano menor merecería ser objeto de reflexión por parte de algunos apresurados y a menudo tajantes adeptos al sicoanálisis. Arrancando de raíces y coordenadas idénticas —aversión a los valores tradicionales de nuestra clase, alejamiento del idioma catalán de la rama materna, indiferencia patriótica y religiosa, busca de un sustituto laico del catolicismo en la ideología que vertebraba la lucha clandestina antifranquista, concepción precoz de la literatura como único valor seguro—, el derrotero seguido posteriormente por ambos difiere notablemente: pues si sería fácil comprobar la existencia de numerosas claves comunes a obras como Dudo en el paraíso, Fin de fiesta y Las afueras o trazar incluso un paralelo entre algún capítulo de Señas de identidad y determinados pasajes de Recuento, el rumbo emprendido por uno y otro en los últimos quince años será de signo radicalmente opuesto: mientras el cuadro de mi infancia desertaba poco a poco de mi escritura reemplazado con otras escenas mentales, mitos y fantasmas, la labor creadora de Luis permanecía anclada en aquél. Ruptura no sólo interior sino física, en mi caso, con el ambiente familiar en el que crecí, mi ciudad natal, la Cataluña en la que siempre viví como un extraño, la España opresora y oprimida por Franco, para forjar mi obra y morada vital lejos y en contraposición a todo esto, inmerso en un medio francés, árabe o norteamericano sin integrarme no obstante en ninguno de ellos, apátrida moral y espacial, pero unido fatalmente al idioma en el que expresé mi primer sentimiento de «diferencia» y a través del cual pude salvarme. Fidelidad testimonial en el de mi hermano, voluntad inconmovible de dejar constancia de lo pasado, de atemperar su pronta decepción e impulsos destructivos con una inmensa y feraz piedad creadora. Pues Antagonía puede leerse, al menos en algunos niveles de la obra, como una crónica lúcida de la burguesía más o menos castellanizada o independentista de Barcelona, de sus contradicciones, felonías, nostalgias, miserias reales, anhelos imposibles; o de un paisaje cultural e histórico de Cataluña que, ya se trate del Ampurdán o campo de Tarragona, ya del antiguo casco barcelonés o el delirio genial de la Sagrada Familia nadie había recreado antes con tanta fuerza y talento, penetración y objetividad.

Esta conciencia temprana de nuestra vocación así como el presentimiento de nuestros campos de acción respectivos aparece ya claramente en las escasas cartas de Luis que conservo de la correspondencia entrecortada que mantuvimos. Mientras sus gustos narrativos del momento se centraban en Conrad, los míos reflejaban la influencia de Faulkner y sus jóvenes seguidores sureños. En aquel otoño de 1954 en el que concluí la redacción de Duelo en el paraíso, mi hermano no había entrado aún en el PC clandestino, pero el grupo de sus amigos empezaba a orbitar en torno a él. Las noches en que no iba al Varadero salía con ellos y explorábamos juntos las callejuelas cercanas al Arco del Teatro y travesías promiscuas de Escudillers. La excitación de entonces por apurar los límites y posibilidades de la noche, la ingestión regular, generosa de cubalibres de ron o ginebra formaban parte de nuestro rechazo vital del franquismo y las formas de vida burguesas. No sé si por iniciativa propia o contagiados por mi influencia, los compañeros de Luis habían descubierto también los encantos del bajo vientre de la ciudad y, por espacio de varios años —hasta la aparición de la gauche divine y sus elegantes refugios de la zona alta a principios de los sesenta—, las nociones de noche y alcohol se asociarían casi exclusivamente en nosotros a la frecuentación de una serie de establecimientos más o menos mezclados y sórdidos situados entre las Ramblas y el Paralelo. Nuestros locales predilectos serían por un tiempo el Pastís —con su clientela progre imantada por el fondo musical de Piaf y el exotismo marsellés de la pareja que lo llevaba— y el cercano bar Cádiz —concurrido por prostitutas y negros norteamericanos— cuyo encanallamiento y bullicio evocaban en nuestra memoria imágenes hollywoodenses de Hamburgo, Singapur o Tampico. Más tarde, hastiados ya del Gambrinus, Bodega Bohemia y demás puntales del Distrito Quinto, mudaríamos nuestros cuarteles a la Venta Andaluza y otros bares próximos al hotel Cosmos, en el que pronto me alojaría con Monique.

Por esas fechas había aparecido un breve y ya antiguo relato mío en la revista Destino y su ilustración fue encomendada por el director de la misma a una prima lejana nuestra. María Antonia Gil era sobrina de la dama piadosa y católica a quien saludé por mandado paterno en su mansión del bosque de Bolonia: probablemente la había conocido años atrás, con ocasión del fallecimiento de su madre; pero su llamada telefónica, anunciándome el encargo del semanario, me pilló de sorpresa. No sólo ignoraba sus aficiones artísticas sino que en la rígida estratificación barcelonesa de la época, en la que su aristocrática y rica familia se superponía horizontalmente a la nuestra, semejante forma de comunicación se salía del cauce dispuesto. Desde su orfandad, María Antonia compartía con sus dos hermanas el piso familiar de la calle de Balmes y allí me invitó a cenar con gran satisfacción de mi padre, halagado por mi nueva e inesperada vinculación a la rama más prestigiosa de sus deudos. La futura mujer de Luis simpatizó en seguida conmigo: manifiestamente agobiada por el medio tradicional y conservador en el que se movía, aceptó mi propuesta de salir a tomar unas copas de noche y se unió alegremente al cenobio de los devotos del Barrio Chino.

Nuestra topografía nocturna tejía una especie de telaraña desde el puerto y tugurios de la Barceloneta a los prostíbulos y bares de la calle Tapias. Con María Antonia, Cortés, los amigos de Luis seguíamos un itinerario regular, jalonado de visitas a diferentes locales, como estaciones de un profano y risueño Vía Crucis. A raíz del premio Planeta, otorgado aquel año a Ana María Matute, había conocido en un acto público a Ignacio Aldecoa y a una muchacha de mi edad, Josefina Dalmau, autora de una novela que, por razones que ignoro, permanecería inédita. Los dos admiraron conmigo la vista nocturna del Varadero y, cuando el primero regresó a Madrid, ella no tardó en ganar mi amistad y se integró paulatinamente en el grupo. La oscilación entre literatura y alcohol, fervor barriobajero y compromiso político reflejaba muy bien, al menos en mi caso, la acción de las corrientes heterogéneas y opuestas que confluían en nuestra vida. Rastrear las zonas urbanas más sucias y miserables, codearse con el hampa y prostitución, fumar petardos de grifa se transmutaban en una forma de militancia. La aversión visceral, instintiva al mundo del que provenía hallaba la desembocadura oportuna en unos ambientes que eran para mí el reverso lenitivo de la medalla. Dicha actitud, común al pequeño núcleo burgués de nuestra incipiente «progresía», resultaba ciertamente muy poco ortodoxa desde una perspectiva marxista. El retorno de Manuel Sacristán de Alemania, con su impecable bagaje doctrinal y razonamiento de geómetra, no tardaría en poner en tela de juicio esa muestra confusa y perturbadora de decadentismo y depravación.

Cuando volví a París en enero del cincuenta y cinco no caminaba a tientas como la primera vez sino con un plan de acción muy preciso: mientras mi propósito de vivir fuera de España seguía vigente —y para ello debía resolver de alguna manera la exigencia de un modus vivendi compatible con la escritura—, la idea de establecer un contacto regular con los medios intelectuales de izquierda franceses, de recabar su apoyo material y moral a nuestra lucha en cierne contra el franquismo —acariciada a menudo en la tertulia del Bar Club con Castellet y sus amigos—, infundía un apremio e interés no estrictamente egoístas ni individuales a mi demorado y obsesivo viaje. Una vez resuelto el problema del alojamiento en un inmueble burgués de la Rué de l’Université contiguo a la editorial Gallimard, busqué la forma de enlazar con alguna de las revistas y publicaciones que satisfacían desde hacía unos meses nuestro apetito cultural y político, estimulado ferozmente por la dieta a que nos sometían los servicios de censura del inexorable Juan Aparicio. Alguien, creo que Palau Fabre, me había facilitado las señas de Elena de la Souchére que cubría entonces en la prensa de izquierda con tenacidad solitaria las escasas informaciones y crónicas tocantes a España y me presenté a verla en las oficinas de france-Observateur, instaladas en el último piso del edificio que luego ocuparía L’Humanité. Elena era por aquellas fechas una mujer de unos cuarenta años, pálida, enjuta, angulosa, con un sobrio pero elegante perfil de medalla, vestida de un ajustado y adusto traje sastre con camisa y corbata, que se expresaba en un castellano correcto, de erres crujientes, como a la defensiva del gangueo común a tantos franceses y afrancesados. Según descubrí en guida, vivía muy modestamente en un pequeño hotel del barrio, no militaba en partido alguno y se oponía con la misma convicción visceral al estalinismo que a Franco. Sus fuentes de información en la península eran fortuitas y esporádicas: así, acogió muy favorablemente la idea de que la pusiéramos al corriente de los cambios y acontecimientos que en mi opinión se fraguaban. Me pidió que escribiera un artículo sobre la censura y sus consecuencias en la vida artística y literaria para la revista de Maurice Nadeau[7], me alentó a publicar crónicas con seudónimo en Les Temps Modernes, y deseosa de dar a conocer mis puntos de vista de joven intelectual de dentro, me invitó a exponerlos ante Claude Bourdet, don Julio Álvarez del Vayo y el embajador de Yugoslavia. Este apoyo generoso y desinteresado suyo a la causa republicana —motivado sin duda por sus orígenes familiares— tropezaría no obstante desde el comienzo, como suele acaecer en España, con la reserva, desconfianza e incomprensión de sus inmediatos beneficiarios. Nadie que yo sepa —con nuestra izquierda oficialmente en el poder— ha reconocido aún a Elena de la Souchére su abnegada labor periodística de años en favor de la actual democracia ni ha tenido la idea de invitarla al país para rendirle un merecido homenaje. El agradecimiento no ha sido nunca virtud española y la saña, silencio y olvido suelen ser la recompensa habitual nuestra a toda acción emprendida sin ansias de promoción ni deseos de fama. Mi experiencia de la lucha política antifranquista me ha mostrado que quienes de un modo u otro intervinieron en ella y quienes cosecharon oportunamente sus beneficios no fueron de ordinario los mismos: por un lado, los Cerón, Amat o Porqueras; por otro, los antiguos tecnócratas asentados hoy en los despachos o antesalas del Gobierno. Mientras unos daban la cara y pagaban un precio a veces muy alto por actuar o decir las verdades a destiempo, cuando era inconveniente y peligroso expresarse, otros aguardaban pacientemente en silencio, desde posiciones rentables y cómodas, el momento de adelantar sus peones. Actuando, como actuaba, al margen de los partidos, una persona independiente como Elena suscitaba a derecha e izquierda recelo y hostilidad: vigilada estrechamente por la policía española como tendría ocasión de verificar más tarde, era objeto de absurdos infundios por parte de mis compañeros comunistas. Recuerdo muy bien el día en que uno de ellos, al que me unía entonces una gran amistad, me afirmó saber de muy buena tinta, con la mayor seriedad, que trabajaba al servicio de la CIA. Dicha acusación, a todas luces falsa, fue la primera de una larga lista de ellas, susurradas confidencialmente al oído en los años en que fui un compañero de viaje disciplinado y leal. Con una regularidad que me inquietaba y confundía, alguno de los «cuadros» o intelectuales menores con quienes estaba en contacto proferiría las mismas o parecidas denuncias sobre Pallach, Miguel Sánchez Mazas, los militantes trotsquistas. Los escritores franceses de izquierda que yo frecuentaba no merecían en privado un trato mejor; pero, con un pragmatismo que evidenciaba el doble lenguaje de su moral, los mismos que colgaban las etiquetas mortíferas con fines de intimidación, me pedían que recurriera a los servicios de aquellos a quienes desacreditaban y obtuviese su firma o sostén para alguna campaña de prensa en los vilipendiados medios de información burgueses contra la represión franquista o en favor de la amnistía de los presos políticos de Burgos o Carabanchel. Cuando, al producirse la ruptura de Claudín y Semprún con sus camaradas de la dirección del Partido llovieran sobre ellos e indirectamente sobre mí los mismos bulos, me acordaría de aquel amigo sencillo, bondadoso y tierno que me «reveló» con inefable sonrisa las conexiones secretas de Elena con los servicios de espionaje norteamericanos: una imagen innoble y seráfica, desde entonces difícil de despintar.

La obsesión de los partidos comunistas y grupos revolucionarios en motejar a quienes difieren de ellos de «lacayos del imperialismo» o «agentes del Pentágono» no se remonta, como creí por un tiempo, a las peculiares condiciones históricas en que se gestó y vertebró el movimiento obrero marxista y no marxista con anterioridad a la victoria de la revolución bolchevique: responde a un conjunto de factores sicológicos y sociales que, como me enseñaría la lectura de Blanco White, entroncan a lo largo de los siglos con unas nociones de ortodoxia, absolutismo e infalibilidad —cosecha de San Pablo más que de Marx—, profundamente ancladas en la naturaleza del hombre. «Los individuos organizados en una corporación profesional de ortodoxia, resistirán y sancionarán por todos los medios cualquier tentativa de disolver el principio vital de su unión. Y como un organismo político consecuente; una Iglesia ortodoxa advertirá fácilmente que nada aglutina mejor a las agrupaciones humanas que su oposición a las demás […] De ahí el hecho de que la condena de éstas sea la esencia verdadera de la ortodoxia[8]». Un partido rígidamente estructurado y jerarquizado recurrirá así, conforme profetiza Blanco, al cómodo expediente de marcar a los que no comulgan con él con algún epíteto infame o sectario, destinado a aturdirles y agotarles, obligándoles a descuidar las causas reales de su desacuerdo para refutar de modo crispado y en apariencia culpable su presunta identificación de conducta o palabra con el peor y más implacable enemigo. La futura calificación de «señores intelectuales burgueses», «seudoizquierdistas descarados» y «agentillos del colonialismo», adjudicada en 1971 a Sartre y un núcleo de escritores políticamente afines al mismo por el máximo líder cubano, confirmaría aún la raigambre del viejo hábito, pero sin perturbarme ni dolerme ya. Mi cercanía al mundo político en mis primeros años de autoexilio aguerrido me había revelado hasta la saciedad los abusos de tal mecanismo y estaba al fin, por así decirlo, enteramente curado de espantos.

El interés despertado por mis gestiones en los medios políticos y periodísticos hostiles a Franco me había inspirado la ingenua convicción de que no sólo nuestra lucha intelectual iba por buen camino sino también de que, como oía repetir a mis compañeros comunistas, el derrumbe del Régimen se avecinaba. En pleno wishful thinking, envié una carta cifrada a los contertulios del Bar Club, poniéndoles al día de mis contactos y actividades; pero la clave debía resultar transparente según deduzco de la respuesta inquieta que recibí de ellos. Sea como fuere, las primeras notas y artículos de Elena de la Souchére sobre la oposición cultural al franquismo, elaborados en parte con datos y elementos que le había suministrado, me llenaron de optimismo y satisfacción. La creencia de que no estábamos solos, de que nuestra guerrilla contra la censura contaba con apoyos y simpatías en el extranjero me animaba a proseguir los esfuerzos. Durante mi estancia en París, el texto censurado de Juegos de manos había salido a la calle y la reseña de Castellet sobre la novela, subrayando su índole inquieta e inconformista, favoreció sin duda su contacto inmediato con los lectores avezados a leer entre líneas. Por las mismas razones, menos literarias que políticas, Elena de la Souchére y Palau Fabre iniciaron gestiones amistosas en diferentes editoriales con miras a una eventual traducción.

Ocupado en mis actividades antifranquistas, mi afrancesamiento provinciano inicial cedió un tanto. La idea de naturalizarme francés, de mudar de nación y de lengua abandonó poco a poco la esfera de mis consideraciones sacrificada al nuevo proyecto de apoyar y difundir más allá de nuestras fronteras la modesta lucha cotidiana de mis amigos por una cultura abierta y sin trabas. A mi tímida y primeriza actitud de despego frente al cliché oficial de París y sus valores consagrados, contribuyó quizá mi conocimiento casual, no sé cómo ni dónde, de una pareja de intelectuales muy jóvenes: Guy Debord y su compañera de entonces Michéle Bernstein vivían en un hotel de la Rué de Racine contiguo al bulevar Saint-Michel y editaban una revista titulada Potlatch, órgano de su minúscula Internacional Situacionista. Enemigos mordaces e implacables de todo el establishment literario, envueltos en querellas intestinas y exclusiones feroces que remedaban a veces con humor el lenguaje terrorista de Bretón y los procesos estalinianos, poseían una curiosidad omnívora y una visión de las cosas desmitificadora y aguda. Su admiración por el Palacio Ideal del Facteur Cheval, la afición a pasear por lugares y escenarios en los antípodas de los circuitos turísticos y monumentos o vistas celebrados, se avenían con mi incipiente experiencia y le procuraban una justificación intelectual de la que carecía. En su consecuente y saludable desprecio a todo lo burgués y acomodado, Debord y su amiga solían visitar los cafetines árabes existentes entonces en la Rué Mouffetard y callejuelas de Maubert-Mutualité adyacentes al Sena y me llevaron un día en autobús, desde la Gare de l’Est, al arrabal proletario de Aubervilliers, a un tugurio frecuentado por viejos exiliados republicanos españoles cuyo dueño y muros fueron filmados, si mal no recuerdo, en la hermosa película de Carné y Prévert sobre los niños miserables del barrio. La adecuación sutil de mis gustos a los suyos, reafirmada con el paso de los años, concede un valor bautismal, premonitorio, iniciático a aquel primer recorrido con ellos por unos distritos que pronto rastrearía por mi cuenta con asiduidad: ese París compacto, vetusto y destartalado, surcado por canales, viaductos, ferrocarriles y arcadas de metro herrumbrosas que, de Belleville a Barbes, se condensa en escorzo como la lámina ilustrativa de un «Paisaje Fabril» de un viejo y sobado manual infantil de Lecciones de Cosas. La metrópoli armoniosa, cosmopolita, elegante que me deslumbrara en mi primera visita —la famosa segunda patria de todos los artistas, cantada tanto por la «generación perdida» como por sus discípulos latinoamericanos—, perdería poco a poco su seducción primitiva ante un ámbito urbano bastardo y alógeno, contaminado y fecundado por el choque e imbricación de diferentes culturas y sociedades. Cuando ya de noche, atravesaba con Debord y su compañera la Rué d’Aubervilliers y bordeaba el mecano gigante del Boulevard de la Chapelle, distaba mucho de pensar que algún día la mera idea de cruzar el Sena para acudir a alguna cita a los barrios intelectuales de la Rive Gauche en los que entonces vivía, me resultaría tan enojosa y remota, digamos, como la de emprender un safari en Kenya: mi querencia casi animal al Sentier y su continua improvisación creadora no admitiría después otras escapadas que a aquellas áreas frondosas, abigarradas también y llenas de estímulo en donde, guiado por el instinto zahorí de mi iniciador, rompía precisamente las suelas.

Cortezas, hollejos, mudas de piel desprendidas a lo largo del camino de tu futura y extinta carrera de intelectual de servicio: ¿entregada a qué?: ¿a la promoción del mañana radiante o el mezquino, personal interés?: ambigüedad mantenida por años y observada después, desde la barrera, en los heraldos risueños del progresismo: bizquera moral, dividendos rentables, aplicación de medios bastardos a la noble consecución de los fines: posibilidad de desdoblarte como si fueras otro y examinar sin indulgencia la insidiosa, larval simonía: medrar, como tantos, en el cultivo de las desdichas históricas, engrandecer tu figura a la sombra de una causa movilizadora, atractiva: mítica guerra civil, célebre millón de muertos, remoto, desvanecido heroísmo: asistir, peldaño a peldaño, a la lenta, contaminadora ascensión: trayecto plagado de daltonismo, crisis súbitas de mudez, cegueras oportunas, ofuscamientos: cálculo, estrategia, provecho felizmente atajados a tiempo en guerra porfiada contra ti mismo: ademanes sincopados, sonrisas hueras, balanceo de brazos alzados del doble o robot que, encaramado en la tribuna de una gloria harapienta, cifraría más tarde a tus ojos el escarnio y miseria del simulador.

Como bañado en el sol lisonjero del atardecer y su ilusoria prestancia, volvía a España orgulloso y contento de mi misión. La certidumbre de haber tendido un primer puente entre nuestro grupo y la intelligentzia europea, de haber sentado las bases de una estrecha y fructuosa coordinación, confería a mi escapada parisiense, creía, una trascendencia colectiva y me transformaba por así decirlo en una especie de embajador. Mi aproximación a la izquierda francesa no comunista —aglutinada en torno a Sartre y el France-Observateur— partía del supuesto de que nuestro compromiso iba a desenvolverse al margen de los partidos, en un espacio discursivo abierto y plural. Como no tardaría en advertir, dicho planteamiento pecaba de ingenuo y no tomaba en cuenta las circunstancias del momento ni la inercia ponderosa de lo real. Cuando alguien rompe con un orden coherente y compacto de implicaciones tanto religiosas y metafísicas como sociales, políticas y morales, su primera y casi irresistible tentación será buscar refugio en un sistema de características intrínsecamente semejantes aunque reñidas y opuestas en lo exterior. En virtud de una serie de esquemas y hábitos arraigados en su fuero interno, el tránsfuga de una Iglesia se sentirá muy a menudo atraído por el lenguaje, contextura, modelo jerárquico de la Iglesia rival. Amamantado desde la niñez en la creencia de una clave explicativa del mundo única y totalizadora, de un conjunto de referencias autosuficiente y cerrado, de una verdad infalible, dogmática, desertará de las filas de la doctrina inculcada para abrazar con el mismo fervor y ausencia de espíritu crítico la del adversario irreductible pero simétrico de su primitivo credo oficial. En un país como España en donde el debate y libre confrontación de ideas habían desaparecido con la guerra civil y sus feroces ajustes de cuentas, el ejido político inherente a la democracia resultaba difícil de implantar y carecía de poder imantador respecto a la nueva generación de universitarios e intelectuales. Diezmada por la represión franquista, la izquierda socialista y republicana vegetaba en el terreno de los desiderata y no tenía incidencia práctica en la evolución del país. A ojos de una juventud tentada por la acción y radicalismo, agrupaciones como la de Revenios y Pallach adolecían de reformismo y pusilanimidad. En tales circunstancias, el Partido Comunista, con su estructura férrea y bien disciplinada, cohesión ideológica y admirable y heroica resistencia a las redadas y persecución de la policía, aparecía a muchos como la única alternativa viable. Las fluctuaciones políticas y confusiones doctrinales de los contertulios del Bar Club eran desdichadamente ciertas: enemigos del nacional catolicismo autoritario del Régimen por razones éticas e ideológicas, no disponíamos en cambio de programa ni estrategia propios más allá de nuestros sentimientos de rebeldía y desafección. Las simpatías a un marxismo revisado e interpretado por Sartre no se traducían en acciones concretas: totalmente desvinculados de la clase obrera y sus luchas, no integrábamos aún la ennoblecedora categoría gramsciana de los intelectuales orgánicos. A su vuelta de Alemania, Sacristán iba a encontrar así un campo abonado: un grupo de jóvenes afines a su doctrina y deseosos de engarzar ésta en una acción común a todas las fuerzas insertas en el proyecto revolucionario.

En los meses que siguieron a mi segundo viaje a París, Luis, Joaquín Jordá, Pellissa y otros miembros del seminario y tertulia de Castellet se relacionaron con Sacristán y formaron bajo su dirección la primera célula universitaria barcelonesa del Partido Comunista. Aunque yo no fui informado personalmente de esta adhesión colectiva —mi vida «bohemia» y afición inveterada al Barrio Chino promovían sin duda el recelo y hostilidad de su concienzudo mentor—, no tardé en darme cuenta de lo que ocurría a través de mi convivencia diaria con Luis. Recuerdo muy bien el día en que Sacristán y demás miembros del grupo acudieron por separado a casa a celebrar una de sus reuniones de célula y, al completarse el número de los asistentes, el primero me hizo comprender con una sonrisa que no tenía vela en el entierro. Estas citas de Pablo Alcover, repetidas en dos o tres ocasiones, habían suscitado en mi padre sospecha y desasosiego. La afabilidad rígida y un tanto prusiana de Sacristán, el misterio que envolvía a unos conciliábulos oficialmente consagrados a temas relativos a la carrera, le infundían un presentimiento oscuro pero certero de que allí había oso encerrado. Varias veces, a lo largo de aquellas tardes, se había asomado a la habitación en la que yo trabajaba en el manuscrito de Fiestas para transmitirme sus inquietudes: me parece verlo aún, flaco, afilado, con ese quebradizo perfil de pájaro que adquirió en sus últimos años, ceñido con su bata mugrienta y el sempiterno rosario en la mano. ¿Qué opinaba yo de tales reuniones? ¿De qué discutían durante horas y horas con el extraño profesor de las gafas? Mis respuestas tranquilizadoras no lograban con todo aliviar su suspicacia. La política no trae más que desdichas, hijo, decía de repente, interrumpiendo la conversación; acuérdate de la República y lo que padecimos con ella tu pobre madre y yo. Y de nuevo, al retirarse del cuarto, le oía errar por la penumbra del pasillo, intercambiar susurros con Eulalia, exigir secamente el diario al abuelo, volver por enésima vez a la carga: si hablaban, como decían, de asuntos del curso, ¿por qué cerraban la puerta del comedor e interrumpían la conversación cuando él entraba a buscar la cucharilla del yogur o preguntar si necesitaban algo? Comprendiendo sin duda los riesgos de una posible indiscreción suya, los afiliados a la célula dejaron poco después de citarse en casa.

Desde esta época hasta su fallecimiento, mi padre viviría preocupado y ansioso por nuestras ideas políticas. Aunque mis hermanos y yo evitábamos toda discusión sobre la materia, su barrunto de que las cosas no iban como debían y profesábamos en secreto doctrinas nocivas y expuestas no le dejó un día de reposo. Ni el acatamiento formal y exterior al dogma católico ni las piadosas mentiras en las que envolvíamos todo lo tocante a nuestras ideas y vida privada consiguieron barrer su tenaz y sombría corazonada. Con un despiste y simpleza que entonces nos incitaban a risa, intervenía para comentar los acontecimientos políticos internacionales a partir de unos principios de sentido común pedestre y casero, ayunos de la dialéctica rigurosa e indefectible que entonces sustentaba los nuestros: la amistad entre chinos y rusos, pretendía, no iba a durar mucho tiempo; ya en la era de Gengis Kan, los últimos habían luchado contra el peligro amarillo y, tarde o temprano, se percatarían de éste pues, por muy comunistas que fuesen, al fin y al cabo no dejaban de ser europeos. Mientras le escuchábamos con altiva condescendencia, estábamos muy lejos de pensar que pocos años después los hechos le darían razón y, pese a nuestras supuestas leyes científicas y argumentación perentoria, se produciría la ruptura prevista por él y el bardo oficial Yevtuchenko publicaría en la Pravda un poema evocador de los heroicos caballeros de Moscovia, odiados a causa de su tez blanca y ojos azules por el enjambre amenazador de la horda asiática, cuya lectura nos llenaría de desconsuelo. Hoy, al volver la vista atrás y rememorar esa ceguera nuestra frente a realidades y condicionamientos históricos, étnicos y geográficos captados por un burgués excéntrico como mi padre, tal petulancia me hace sonreír: someter la riqueza y complejidad del mundo al rigor de una lectura unívoca, excluir del análisis de lo real los sueños, sentimientos, defectos, pulsiones secretas del ser humano me parecen no sólo una reducción monstruosa de éste sino también una increíble puerilidad. Los jíbaros de la ideología única y oficial, al prescindir en sus previsiones y análisis de los ingredientes irracionales del hombre contagian sin saberlo de una irracionalidad delirante el conjunto de sus esquemas: lo expulsado por la puerta se les cuela al punto por la ventana y les infecta hasta la médula de los huesos; apenas edificada la muralla protectora y aséptica de la ciudad ideal en la que se albergará el hombre nuevo, verán surgir dentro de ella las crueldades, miserias, locuras, extravagancias del bárbaro viejo contra las que inicialmente se alzaron.

Los presentimientos de mi padre sobre el riesgo de las nuevas y para él odiosas ideas que defendíamos se verían confirmados tristemente antes de su muerte por la campaña de los medios informativos del Régimen contra mis «actividades antiespañolas» en Francia y, sobre todo, con la previsible detención de Luis. Inmerso en un ambiente familiar y social conservador en el que nuestra conducta y opiniones causaban escándalo, se hallaría singularmente mal pertrechado para sostenernos de puertas afuera frente al aluvión de improperios, juicios, condenas que llovía sobre nosotros, haciéndolo como lo hacía a contrapelo de sus convicciones más íntimas y enraizadas. Su bienintencionada misiva a Franco, escrita durante el encarcelamiento de Luis —rememorando su historial, y creencias de hombre católico y de derechas, la viudez y desgracias ocasionadas por la guerra, el sistema tradicional y religioso en el que nos había instruido—, cuya revelación por José Agustín me haría sonrojar de vergüenza, me parece hoy, al cabo de los años, conmovedora y patética en la medida en que refleja su soledad y el doloroso conflicto de sus ideas y sentimientos. La incomprensión recíproca existente entre nosotros —imputable no sólo a él—, no me permitiría compadecer sino más tarde el aislamiento en el que vivió y la dureza correosa de su destino. Su recurso a ese otro Padre castrador y tiránico, cuya presencia ubicua y omnímoda se extendía sobre nosotros eclipsando la suya, revela de forma cruda y escueta la correlación de fuerzas de ambos y el carácter débil, vicario de su autoridad parental: impotencia, senectud, frustración de un progenitor nominal sumiso al que en realidad, desde las cimas del poder absoluto, regía y modelaba nuestras vidas. Mi odio al Otro, al destinatario de la humillante misiva, se transmutaría a partir de entonces en una verdadera manía: deseos compulsivos de estampillar, casi machacar como un enérgico, puntilloso y feroz empleado de Correos la pila de cartas con su grotesca efigie reproducida infinitamente en los sellos; esperanzas de asistir algún día, como acaecería con quince años de retraso y en tierras norteamericanas, a los estertores de una agonía cruel, sórdida y prolongada.

Las razones o, por mejor decir, las dudas que me impidieron seguir el ejemplo de Luis y pedir el ingreso en el Partido, serían difíciles de especificar. Intelectualmente, me hallaba maduro para ello: con simultaneidad a otros amigos barceloneses, había leído el artículo de Dionys Mascolo en el número especial de Les Temps Modernes sobre la izquierda y su planteamiento nítido y persuasivo de que la operación de extraer el mínimo común múltiplo de todas las posiciones y actitudes inconformistas y rebeldes debía desembocar fatalmente en la asunción de la «universal exigencia comunista» me había impresionado fuertemente. Tanto Castellet como yo nos sentíamos tentados a dar el paso y Jaime Gil de Biedma llegó a plantear más tarde una solicitud de entrada que le fue denegada por los mismos criterios de intolerancia que motivaron en tiempos de guerra la persecución de Cernuda. En mi caso, algunas lecturas antisoviéticas de la adolescencia sobre los procesos de Moscú y una experiencia a menudo desdichada con militantes comunistas defensores a ultranza del dogma del realismo socialista, contribuyeron de modo probable a mi inhibición. Huyendo como huía de un mundo en el que me sentía marginado y extraño, temía inconscientemente internarme en otro en el que dichos sentimientos de diferencia y desacuerdo pudieran reproducirse. Pero la causa fortuita y tal vez decisiva sería, cuando menos en lo exterior, el encuentro, agenciado para mí y Castellet con la persona que debía iniciarnos y guiar virgilianamente nuestros pasos al cogollo de la organización. El enlace escogido por el P.C. resultó ser Juan José Mira, un escritor de una cuarentena y pico de años, que había obtenido, si mal no recuerdo, el primer premio Planeta con una novela de ambiente detectivesco. Mira vivía, creo que realquilado, en uno de esos pisos oscuros y opresivos del Ensanche amueblados aposta, diríase, para imbuir en sus visitantes una insidiosa impresión de malestar u ocasionarles pesadillas nocturnas. Nos acogió en bata, de manera campechana y, tras un breve intercambio de saludos y frases amables, pasó directamente al grano. Estaba al corriente, dijo, de nuestra buena disposición hacia el Partido y había recibido el encargo de éste de reunirse con nosotros de forma periódica, a fin de allanar nuestros problemas e incertidumbres. Después de tan alarmante proemio, abriendo un armario atestado de prensa clandestina que, negligentemente dispuesta, se desparramó con brusquedad y ruido sobre la alfombra, buscó entre las publicaciones dispersas y nos entregó a cada cual un ejemplar de Mundo Obrero. Señaló a nuestra consideración un extenso, apretado discurso de Bulganin ilustrado con su foto y nos invitó a leerlo y meditarlo con calma, para discutir con él, en un próximo encuentro, de su contenido «político y filosófico». Pero, para desdicha de nuestro guía, no hubo reencuentro alguno: apenas habían abandonado el piso en un estado de vagaroso sonambulismo, los maravillados catecúmenos arrojaron la prosa amazacotada del enmedallado mariscal a la boca de alcantarilla más próxima y desaparecieron para siempre de su vista. Poco después, el portentoso Bulganin caería en «el muladar de la historia» y, desde entonces, ni uno ni otro —ni probablemente el propio Mira— volverían a oír hablar de él.

Como era de prever, aun antes del cambio introducido por la llegada de Sacristán, las discusiones políticas del Bar Club y mis contactos franceses habían llamado la atención de la policía. Al poco de mi nuevo viaje a París y la primera estancia de Monique en Barcelona, recibí la llamada telefónica de un inspector de la Brigada Político Social famoso en aquellos tiempos por su persecución inexorable del comunismo. Antonio Juan Creix desempeñaba, con su hermano Vicente, un papel destacado en el aparato represivo del Régimen y su dureza y olfato eran temidos con motivo por las diferentes familias de la oposición clandestina. Dijo que deseaba tratar de un asunto personal conmigo y, aunque el objeto de su comunicación era perfectamente claro, fingí una entonación de sorpresa y, con desenvoltura algo provocadora y temeraria, lo cité el día siguiente en el Pastís. Cuando llegué a la hora fijada, él me aguardaba va y, por el rostro impasible y cerrado de la patrona, deduje que la había interrogado sobre mí. Antonio Creix era un hombre recio y de estatura media, vestía impermeable bogartiano, gastaba uno de esos bigotes característicos de su oficio retratados con arte y precisión por Arroyo en su reciente y polémico cuadro. Nuestra conversación, referida en una carta que mandé a Monique a través de un intermediario, se centró en seguida en mi frecuentación de Elena de la Souchére: desde París, alguien le había informado de nuestras entrevistas y mis visitas a la redacción de France-Observateur. Creix manejaba sus datos con naturalidad y desparpajo, contento de mostrar que ningún paso, ni siquiera en el extranjero, escapaba al ojo avizor de la policía. Según comprobé, le interesaba sobre todo localizar las fuentes en las que obtenía sus noticias mi amiga: ¿sabía que mi relación con ella podía acarrearme consecuencias molestas? ¿Estaba al corriente de si planeaba alguna visita a España? Aunque yo protestaba de mi inocencia y pretendía no haber charlado con ella sino de literatura, él insistió en que debía avisarles si se presentaba a verme en Barcelona, tal vez con una identidad falsa. Su objeto no era detenerla ni causarle daño alguno, precisó, sino charlar con ella, mostrarle el país real que desconocía, hacerle caer en la cuenta de que sus artículos adolecían de graves prejuicios, de una absoluta falta de rigor. En el campo de la anti-España que le obsesionaba, Creix se expresaba con perfecto desprecio de la oposición burguesa y catalanista mientras su odio a los comunistas traslucía una indudable, enfermiza fascinación: su rostro de cemento parecía iluminarse de súbito al hablar de ellos y adquiría una expresión más humana. Luego, cambiando de tema, me habló del mundo cultural y literario, de lo expuestos que estábamos los escritores con alguna debilidad o defecto —no precisó cuáles— a ser chantajeados, a convertirnos sin darnos cuenta en agentes del enemigo. Mientras subíamos a pie por las Ramblas, me pidió que le firmara un ejemplar de Duelo en el paraíso; después se despidió de mí con la amable pero seca advertencia de que nuestro trato podía ser muy distinto en caso de que me diera por volver a las andadas.

A aquel primer timbre de aviso de la policía, seguirían otros por fortuna tampoco graves. A raíz del pateo organizado por nuestro grupo en el teatro Comedia de un drama de Calvo Sotelo en el que un comunista desalmado y sin entrañas fusilado al final de la obra a causa de sus múltiples crímenes caía gritando ¡Muera España! en medio de los aplausos del público burgués aficionado a esa clase de engendros, Luis, Castellet y una docena de amigos que se habían presentado espontáneamente en comisaría a acompañar a uno de los reventadores detenidos por un inspector de paisano serían apresados después en sus domicilios y liberados horas más tarde tras prestar declaración sobre el hecho. Prevenido como estaba por Creix, no seguí a los demás fuera del teatro si bien, como supe pronto por Castellet, aquél le preguntó en el curso de su interrogatorio por mis hábitos noctivagos e inclinaciones sexuales. A esta época se remontan mis reiterados, angustiosos sueños de persecución tocantes a España: una escenografía mental de denuncias, ocultamientos, acosos, huidas frenéticas de la policía a causa de un delito oscuro y vagamente deshonroso, escenografía que no terminaría con mi desarraigo del país ni siquiera la muerte de Franco. La secuencia del Reverendo Charles Lutwidge Dodgson en la Jefatura de Policía que figura en mi novela Paisajes después de la batalla es la fiel transcripción de una de sus versiones en la que sexo y política, exhibicionismo y militancia revolucionaria son sujeto de burla y coerción por un coro de inspectores cuyo atuendo, traza y talante recuerdan a los de quien, con fina y sabuesa intuición, sacaría a relucir avant la lettre la perversa eventualidad de mis defectos y debilidades.

La cadena de acontecimientos que inesperadamente favorecerían mis planes de alejarme de España —al menos de aquella España sometida a un régimen anacrónico, esterilizador y arbitrario que aborrecía con todas mis fuerzas— comenzó a trabarse a lo largo del verano de 1955, en el periodo de frustración personal y dudas políticas en el que a horcajadas del Bar Club y el Varadero consagraba mi tiempo libre y energías a la escritura de Fiestas. Poco tiempo después de la publicación de mis primeros libros, recibí una breve nota del hispanista norteamericano John B. Rust en la que, tras expresarme su aprecio a los mismos, se ofrecía a gestionar una eventual traducción de Juegos de manos con alguna de las editoriales neoyorquinas abiertas a la narrativa europea; añadía que había pasado mis novelas a su amigo Maurice Edgard Coindreau, durante una visita de éste a Sweet Briar y el traductor francés compartía totalmente sus puntos de vista. La referencia elogiosa de Coindreau me llenó de sorpresa: aunque conocía sus excelentes versiones de los grandes novelistas norteamericanos —Dos Passos, Hemingway, Faulkner, Steinbeck, Caldwell— ignoraba que leía el castellano y se interesaba desde su juventud por nuestra literatura. Rust me había mandado anteriormente un cuestionario sobre mis gustos e influencias novelescas y en mis respuestas figuraban una serie de autores que, empezando por Faulkner, había leído a menudo en las traducciones de Coindreau. Unos días más tarde me llegó una carta del último, cuya magnanimidad y estima generosa de mi trabajo me colmaron de dicha. Corroborando los juicios adelantados por Rust, Coindreau no sólo me abrumaba con elogios sin duda sinceros por más que abultados, sino que se ofrecía también a traducir mis novelas y proponerlas a Gallimard. Para un escritor bisoño y provinciano como yo, deslumbrado a la vez por los novelistas que traducía y el prestigio de la editorial a la que asesoraba, la carta parecía delusoria y mirífica, demasiado hermosa para ser real. Por un azar singularmente propicio, mi entusiasmo de entonces por Faulkner y los jóvenes narradores sureños como Carson McCullers, Capote o Goven, coincidía con los gustos y aficiones de Coindreau. Éste enseñaba todavía literatura francesa en el Departamento de Lenguas Románicas de Princeton, pero viajaba a Europa todos los años y me sugirió la conveniencia de un encuentro en París, en donde pensaba detenerse unos días a primeros de octubre y podría presentarme a su editor.

En nuestra correspondencia de aquellos meses, que desdichadamente no conservo, Coindreau manifestaba su viva satisfacción de descubrir en las novelas de un joven español formado bajo el franquismo el impacto de un autor como Faulkner, cuya obra había defendido en sus orígenes frente a la hostilidad e incomprensión de la mayoría de sus colegas. Sus prólogos y estudios sobre él habían desbrozado el camino para que, primero un puñado de discípulos y luego una cáfila de imitadores siguieran las huellas de aquél y se lanzaran a la elaboración de unos territorios geográficos imaginarios directa o indirectamente inspirados de su visión a un tiempo realista y fantástica de la decrépita sociedad sudista. Hoy, cuando pese a mi intacta admiración por Faulkner, llevo casi veinte años sin leerle, pienso que por fortuna su influencia en mí fue sólo temporal y epidémica —y actuó sobre todo por conducto de la obra de Capote V McCullers—, con anterioridad a mi descubrimiento de la realidad mucho más próxima del arte comprometido de Pavese y Vittorini. Como muestra el ejemplo de lo ocurrido en Latinoamérica en los últimos veinte años, la avasalladora fascinación ejercida por su universo no ha tenido únicamente efectos positivos: si por un lado ha permitido la creación de ámbitos novelísticos tan seductores y atractivos como el de García Márquez, el éxito instantáneo y devastador de este último ha suscitado por otro bajo la afortunada pero dudosa receta del «realismo mágico», una frondosa almáciga de epígonos que nietos o descendientes del autor de Palmeras salvajes, han implantado o tratado de implantar el mundo alucinante de Yoknapatawpha —visto a través de la linterna multicolor de Macondo con sus levitaciones, brujas, abuelas sabias, niñas prodigiosas, lluvias de sangre, galeones varados en un bosque de ceibas—, no sólo en los espacios selváticos o antillanos sino también en tierras tan cicateras y reacias a esa clase de maravillas y portentos como la cántabra, aragonesa o gallega. Nada más fácil y tentador que transplantar a un idioma a menudo opaco como el castellano la frase larga y morosa de Faulkner despojada de toda prosodia, ritmo, maleabilidad: si a ello añadimos un área tan bien delimitada, con planos topográficos y todo, como la de su condado del bajo Mississippi y un trasfondo de absurda guerra civil, trasunto de la reinventada en Macondo, podemos captar con la perspectiva del tiempo el alcance grandioso de su influencia y rtolens, voletis, los estragos de su contaminación. Pero Coindreau no podía adivinar entonces que las primeras golondrinas del faulknerismo anunciaban un largo y agobiador verano cuyo final todavía no se vislumbra. Con su finísimo olfato literario, había vislumbrado antes que nadie el valor seminal de una obra que a través de él iba a modificar el rumbo de nuestra novelística. Aquel primer encuentro nuestro en el hotel du Pont Royal sería por otra parte el comienzo de una estrecha y fructuosa colaboración entre ambos que se extendería desde sus versiones de Juegos de manos y Duelo en el paraíso hasta Señas de identidad. Según averigüé entonces, Coindreau se había iniciado en el arte de la traducción con Divinas palabras de Valle-Inclán y sólo los azares de su carrera universitaria en Estados Unidos le habían desviado de nuestra lengua y hecho descubrir en sus fuentes la obra de la «generación perdida». El retorno, al cabo de más de treinta años, a su amor de juventud no se limitaría a la traslación de cinco de mis novelas sino que se extendería a las de autores que, como Sánchez Ferlosio y Marsé, se abrirían camino en el mundo literario francés merced a su influencia y prestigio.

A mi llegada a París a primeros de octubre, me dirigí a la editorial Gallimard en donde Coindreau me había dado cita. Al entrar en el vestíbulo pregunté por él a la recepcionista: ésta me informó de que acababa de salir y me esperaba en su hotel por la tarde, pero que la secretaria del servicio de traducción deseaba verme. Aguardé excitado y, al poco, por la pequeña escalera con suelo de linóleo, apareció una mujer joven, tostada por el sol y con el cabello muy corto, de la que recuerdo con gran precisión la sonrisa. Monique Lange me dijo en un castellano aproximativo que su jefe Dionvs Mascolo quería conversar conmigo y me preguntó si hablaba francés. Je le baragouine un peu, le repliqué con falsa modestia. La seguí por un dédalo de escaleras y corredores al espacioso despacho, abierto a un hermoso jardín interior en el que me esperaba su jefe. Mascolo me recibió con sencillez y afectuosidad: Coindreau le había escrito recomendando vivamente mis libros y aprovechaba mi visita, dijo, para notificarme las cláusulas habituales de los contratos. No obstante, el diálogo derivó en seguida hacia España, en donde mi interlocutor acababa de pasar las vacaciones en compañía de Marguerite Duras, Vittorini y una pequeña banda de amigos. La evolución del país, aun bajo un sistema tan coercitivo como el de Franco, les había llamado la atención; pero, desdichadamente, su desconocimiento del castellano y falta de contacto con los intelectuales de dentro no les permitió calar en el meollo de las cosas tal y como hubieran querido. ¿Qué pensaba yo de la situación? ¿Veía, como ellos, alguna esperanza de cambio? Durante una buena hora expuse a Mascolo mis violentos sentimientos antifranquistas: con mi optimismo ingenuo de aquellos tiempos, le expliqué que la nueva generación de intelectuales y universitarios se oponía a la dictadura y adoptaba posiciones políticas cada vez más claras y radicales. Pese a nuestro aislamiento y al temor provocado por la durísima represión de la posguerra, los jóvenes empezaban a abrir los ojos y planeaban acciones reivindicativas de acuerdo con la oposición sindical clandestina. Otorgando a la experiencia de nuestro minúsculo grupo un alcance del que carecía, vaticiné que el país entraría muy pronto en una fase de agitación revolucionaria. Mascolo sorbía mis palabras con expresión enfervorizada y, al concluir nuestra charla, expresó deseos de verme de nuevo. Monique, que había permanecido hasta entonces en un discreto segundo término, me preguntó si estaría libre para cenar con ella el día siguiente: he invitado también a Jean Genet, añadió al punto para convencerme. Le dije que sí y anoté sus señas, las de ese 33 Rué Poissonniére que se convertiría pronto en mi refugio y querencia: el domicilio «permanente» que figura desde hace casi treinta años en mis documentos oficiales.

Según me revelará Monique después, Mascolo ha exclamado a mi salida de su despacho: «Éste es el español que esperábamos desde hacía tiempo» y, enamoriscada de él e influida por sus ideas y opiniones, ella ha interpretado el comentario como una orden. Con esa falta de confianza en sí misma que la caracteriza, había adelantado el nombre de Genet y su poder persuasorio para prevenirse contra un posible rechazo. Mi vehemencia política y aspecto belmontiano le han impresionado: después de mi partida, pregunta a la recepcionista si, a su entender, me intereso por las mujeres. Geneviéve le dice que sí. Monique no está tan segura: mi mirada no traslucía emoción personal alguna fuera de mi aversión al sistema y persona de Franco. En cualquier caso, decide, mi próxima conversación con Genet la sacará de dudas.

La noche de la cena, el ocho de octubre, salgo del metro de Bonne Nouvelle, localizo en seguida el cine Rex situado frente a las antiguas oficinas de L’Observateur en donde me reunía con Elena de la Souchére meses antes, busco el edificio contiguo, no en el bulevar sino en la calle, subo en ascensor al tercer piso, llego a la segunda puerta a la izquierda, toco el timbre. Monique acude a recibirme y me presenta a sus huéspedes: un joven inglés rubio y barbudo llamado Peter y, calvo, menudo, lampiño, con una cazadora y pantalones de pana, Genet. Yo estoy intimidado por su presencia y mi intrusión entre desconocidos pero, por suerte, Genet parece preocuparse tan sólo por Peter, con quien Monique, entonces recién divorciada, mantiene una relación pasajera. Le pregunta por sus gustos y preferencias, bromea maliciosamente con él, trata de hacerle confesar que ha sentido alguna vez una atracción reprimida o secreta por un compañero o amigo. El niega, lo cual divierte y excita a Genet, recostado en el diván junto a Monique. Bruscamente, se vuelve hacia mí y pregunta a quemarropa:

—Y usted, ¿es maricón?

Confundido, contesto que he tenido experiencias homosexuales —algo que hasta entonces no había manifestado en público y me ayuda a aclarar las cosas ante Monique, con quien simpatizo ya de modo instintivo—, pero mi audacia —supongo que debí de enrojecer al responderle— no le impresiona en absoluto.

—¡Experiencias! ¡Todo el mundo ha tenido experiencias! ¡Habla usted como los pederastas anglosajones! Yo me refería a sueños, deseos, fantasmas.

Genet no volverá a dirigirme la palabra durante la noche y, con una mezcla de desencanto y alivio, comprendo que no he aprobado el examen. Le dejo pues cortejar irónicamente a Peter mientras, en el curso de la cena y sobremesa, me consagro del todo a Monique.

Cuando intento rememorar mis primeras imágenes de ella éstas convergen siempre, nítidamente, al aura tan peculiar e insólita de su sonrisa: una sonrisa abierta, cálida, generosa, teñida de una leve melancolía, que le pertenece en exclusiva y una vez aprehendida e interiorizada resulta imposible olvidar. A lo largo de mi vida no he tropezado con ninguna otra dotada de tal intensidad expresiva: lenitiva, cordial, dulce, conmovedora y embebida no obstante de una misteriosa fragilidad. Aun en los momentos más duros de nuestra accidentada y a veces dolorosa convivencia, la simple evocación de la misma ha bastado para barrer de golpe mezquinas reservas, desbaratar propósitos de alejamiento o ruptura, reproducir la turbadora emoción que se adueñó de mí el día en que de verdad la descubrí y supe que era el afortunado destinatario, haciéndome descabalgar y enderezarme, aturdido y borracho de pura felicidad.

Desde aquella noche, pese a la interferencia de Genet y su personalidad abrumadora, se establecerá entre los dos una inclinación recíproca, de una índole difícil de precisar. Monique ha roto de algún modo la barrera cautelosa, erizada de defensas que se interpone entre las mujeres y yo, con excepción de cierto tipo de prostitutas. Si mi afección no es todavía física, su cuerpo no me deja insensible ni me inspira temor. Aunque la informulada pero evidente relación con Peter no favorece nuestro acercamiento, me hará comprender con todo que mi irrupción ha introducido un pequeño cambio en su vida y escala de prioridades: llegado el momento de irme, en un signo de connivencia dirigido a mí, lo despedirá también de forma un tanto abrupta, como dándome a entender que el terreno está libre. Cuando me doy cuenta de lo ocurrido, estoy en la calle con Peter, sin metro, autobús ni medios que autoricen el lujo de un taxi. No tenemos más remedio que regresar juntos a pie a la Rive Gauche y recorremos el largo trayecto en silencio, yo agitado aún por el recuerdo y novedades de la velada mientras él, a mi lado, parece absorto en las reflexiones amargas, sombrías de un suplantado galán.

En los días siguientes, resuelvo con Coindreau algunos de los problemas y dificultades que plantea la traducción y firmo los contratos redactados por Mascolo, que Monique ha pasado a máquina. Mi antiguo, tenaz objetivo de afincarme en París está ya casi al alcance de la mano, pero debo volver a España a cumplir varios meses de servicio militar so pena de ser declarado prófugo, cortar todos los vínculos que me unen a mis hermanos y amigos y renunciar a aquélla si no definitivamente cuando menos por espacio de muchos años. Convencido de mi utilidad de enlace de nuestro grupo con los intelectuales europeos que tomamos de modelo, sin ánimos para desertar egoístamente de la lucha emprendida con él, prefiero sacrificarme por un tiempo y retornar libre de obligaciones y cargas. Monique, a quien he expuesto mis problemas de conciencia, aprueba la decisión y, aunque nuestros lazos son aún vacilantes, promete ir a verme a España. La veo a diario, a solas o con alguno de sus amigos: Mascolo, Marguerite Duras, Florence Malraux, Odette Laigle. En su febrilidad inicial por darse a conocer y seducirme ha desplegado como un abanico sus radiantes, vistosas tarjetas de visita: no sólo es íntima de Genet sino que alguien de acceso tan difícil como Faulkner le escribe cariñosamente y ha apadrinado a su hija. La lista de sus amistades cercanas abarca de hecho una serie de escritores que he leído y admiro. Pero, junto a ese primer impulso suyo a impresionarme, Monique, como me confesará más tarde, me está poniendo a prueba: desea saber si je suis ambitieux —yo he entendido un vicieux y, cómicamente, me apresuro a tranquilizarla—, si más que la escritura en sí me preocupa, como a muchos de los colegas con quienes se codea, el afán de hacer carrera. Su vigilancia moral en un asunto juzgado por ella fundamental —desde su puesto de observación privilegiado ha podido verificar ad nauseam las vanidades, zancadillas, envidias, miserias de la siempre grotesca tribu literaria—, contribuirá de manera decisiva, en nuestros primeros años de vida en común, a curarme de mi propensión inicial al arribismo y obsceno cosquilleo de la notoriedad: larga y porfiada batalla contra mí mismo en la que su rigor y el ejemplo simultáneo de Genet me impedirán convertirme en uno de esos botijos orondos, hidrópicos de autosuficiencia que, con ubicuidad telegénica, se exhiben a diario en el parnasillo peninsular.

Poco a poco, conforme se afianza una relación ya tierna, pero delicada e incierta me revelará entresijos y detalles de su biografía: sus orígenes judíos, infancia en Indochina, conversión al catolicismo y pérdida inmediata de la fe, descubrimiento de la miseria hindú, regreso a París, amistad con Genet, matrimonio, divorcio, impacto de sus viajes a España, adhesión al partido comunista. Su humor, llaneza, emotividad a flor de piel arramblan con mis prevenciones y me sitúan en una inmediatez calurosa, propicia a la reciprocidad. Acostumbrado al trato estrecho, cursi, estreñido de las burguesas españolas de la época, su lenguaje directo y ausencia total de pudor y miedo al ridículo me sorprenden y atraen. Al terminar sus horas de oficina salimos de paseo y yo le muestro mis rincones preferidos de la Mouff, los canales y cafetines de Aubervilliers descubiertos por Guy Debord. Animado por su franqueza y espontaneidad, le confío a mi vez mis impedimentos y trabas con las mujeres. Hasta ahora sólo he podido joder con las putas, le digo. Todas las mujeres soñamos en ser las putas del hombre que nos interesa, me responde ella.

Para no forzar las cosas, Monique prolonga con tacto la ambigüedad de nuestro vínculo. Si bien nos besamos y conducimos de puertas afuera como dos amantes, no lo somos aún y se las arregla para concluir el día y despedirse de mí en un lugar público. De modo tácito, hemos acordado aplazar la experiencia unas pocas semanas, cuando vaya a visitarme durante sus vacaciones de fin de año. Como me dirá más tarde, este salto a lo desconocido, desaconsejado con fuerza por alguna de sus amigas, le parecerá realmente una locura; pero, resuelta a ganar la apuesta, irá a verme en la fecha fijada, aun a riesgo de fracasar y dar con los huesos en tierra. Cuando el día veintitrés nos despedimos en la Gare d’Austerlitz, nos sentimos los dos confusos y emocionados: nuestra relación es precaria y lábil; cualquier circunstancia desdichada o imponderable pueden todavía quebrarla, hacerla desaparecer.

En las semanas posteriores a mi partida, transcurridas en gran parte en Torrentbó, corrijo el manuscrito de Fiestas, leo los libros de Genet, Leiris, Violette Leduc, Elio Vittorini que me ha enviado, pongo una y otra vez los discos que escuchamos juntos en París. Mis cartas contienen graves reflexiones sartrianas sobre la actitud comprometida de Genet con la rebelión del FLN argelino en contraposición al silencio e indiferencia cómplices de los «mandarines».

Mi condición social de «señorito» —puesta de relieve en mi frecuentación de Alfredo y los payeses— me avergüenza y preocupa: soy objetivamente une ordure, le escribo; pertenezco sin quererlo al bando des ordures. ¿Qué puedo hacer para evitarlo? Aun en el caso de que me inscribiera en el PC como ella, mi posición no variaría en la medida en que las estructuras económicas del país continuarían siendo las mismas y sólo un hipotético triunfo de la revolución podría abolir las injustas diferencias de clase. Mostrarme interesado y atento a la suerte de aquéllos, ¿no implicaba acaso el riesgo de adormecerlos con mi paternalismo y contribuir así a una aceptación, aun provisional, de su estado?

Cuando, tras mes y medio de cartas y llamadas telefónicas, desembarca en Barcelona la aguardo al final del andén de la antigua estación de Francia: Monique viene hacia mí cargada de maletas, con la sonrisa y expresión receptiva y sensible que ansiosamente espero de ella. He reservado una habitación doble en el hotel Cosmos, cuya situación en el centro de Escudillers y aspecto vago, sugerente de meublé me convienen: Gil de Biedma me ha aconsejado con insistencia la «cámara nupcial» en la que ha pasado en una ocasión una noche gloriosa; pero está ocupada y nos instalamos en otra más modesta. Luis, María Antonia y varios amigos acuden a conocerla y saludarnos. Almorzamos en el Amaya, bebemos, damos una vuelta por el puerto: al regresar al Cosmos de anochecida estamos ligeramente achispados. Desnudos los dos nos exploramos con tiento: su piel es firme, acogedora, suave y mi temida frigidez funde a su contacto. Excitado, dichoso penetro en ella una y otra vez, me pierdo entre sus pechos, su vientre, regazo. Acoplado a su cuerpo, encuentro sin prisas los gestos y ademanes necesarios, comparto con ella tan demorada y hermosa intimidad. Suena el teléfono y no lo descolgamos: vivimos aislados en nuestra burbuja ígnea, desconectados del mundo exterior.

Por espacio de cinco o seis años, la relación comenzada en el decorado chillón, de casa de citas del Cosmos, conocerá sus altibajos y remansos, pero no remitirá: Monique será, también en el plano sexual, el centro omnívoro de mi vida. Nos amaremos, reñiremos, engañaremos, reconciliaremos como cualquier pareja en París, Italia, Barcelona, Andalucía: probaremos por turno los cuatro lechos de un solemne, anacrónico hotel de Cartagena; follaremos desnudos en las dunas ardientes de la playa de Guardamar, espiados por un mozalbete. Las estampas suntuosas, barrocas de virilidad, devoración, violencia, sin desaparecer del todo de mis sueños, permanecerán entonces en sordina, vegetando en una especie de trastienda, pero prestas, según comprobaré acongojado más tarde, a reaparecer y avasallarme cuando la ocasión se presente.

Agotados, pero felices salimos a cenar muy tarde, con angulas y vino tinto, en una de las tascas de Escudillers. Para justificar mi ausencia de casa, he explicado a mi padre que voy unos días a Calafell y, a partir de esta fecha, el término calafell adquiere para Monique y para mí el proustiano matiz de faire calleya. Durante el día, le muestro el Varadero y tabernas de la Barceloneta que había recorrido con Raimundo; de noche, vamos al baile negro del Cádiz y bebemos manzanilla en la Venta Andaluza. María Antonia y Luis suelen acompañarnos y, una de las veladas, coincidimos en la última con Gil de Biedma y un desconocido, Jaime Salinas, que, exiliado desde la guerra, pisa por primera vez el suelo español. Monique profesa entonces una irresistible pasión por las locas y mariconas: las que conoce en Barcelona, con su maquillaje, agitación histérica, contoneos, risitas le confirman la vieja opinión de Genet de que las españolas son sin duda las más cómicas, tristes, descaradas y atroces del mundo. En aquélla y sus siguientes estancias, el puerto, las Ramblas, el Barrio Chino y el tálamo acolchado y pomposo del Cosmos serán nuestra querencia absorbente, exclusiva: las únicas incursiones a los barrios burgueses y acomodados de la zona alta, las haremos a Pablo Alcover y piso de los Barral, en uno de cuyos martes literarios Castellet nos ha dado cita.

Mi padre acogerá con desconcierto a la francesa que se cruza inopinadamente en su camino, por más que luzca en su honor el limitadísimo y a veces equivocado repertorio de cortesías en su idioma memorizado en sus tiempos remotos de colegial. Eulalia, desmintiendo mis temores, simpatiza en seguida con ella y la atiende durante y después del almuerzo con sorprendente efusividad. El abuelo permanece en su rincón hojeando el periódico o rascándose el cuero cabelludo. El escenario fantasmal, vetusto y decrépito de la torre impresiona a Monique: tras haber pasado en él unas horas, me dice, se ha sentido tan oprimida como yo y con los mismos deseos de huir de allí.

La reunión en el apartamento de recién casados de los Barral, aun animada por la presencia irradiante de Ferrater, adolece de ese prurito literario mundano d’étre a la page ilustrativo para una parisiense habituada a Genet de nuestro irremediable complejo de provincias, si bien servirá más tarde al editor no sólo para divulgar en España algunos nombres que Monique le revela sino también para sentar, gracias a ella, las bases de un productivo y estimulante acercamiento a Gallimard, que cuajará en las futuras Conversaciones de Formentor y la creación del efímero, pero innovador Prix International de Littérature.

Cuando Monique se despide de mí, nuestra vida se ha modificado. Yo debo presentarme días después en el cuartel de Mataró a cumplir mis prácticas de sargento de la llamada Milicia Universitaria pero concertamos que, al término de aquéllas, nos reuniremos en París y pasaremos juntos unos meses para determinar en el trato diario si la experiencia nos conviene. En el intervalo, nuestra correspondencia, sus llamadas telefónicas y visitas mantendrán vivo, esperamos, el calor de una relación que, sin sospecharlo entonces ni ella ni yo, va a influir sin embargo en nuestro destino, carácter e ideas de forma perdurable y definitiva.

El historial ele los meses posteriores a vuestro primer encuentro barcelonés se halla minuciosamente consignado en la correspondencia que mantuvisteis y su reconstrucción no plantea ninguna dificultad. La mayoría de tus cartas proceden de Mataró, de enero a julio del año cincuenta y seis y su continuidad se interrumpe tan sólo durante las breves y espaciadas visitas de ella. La relectura de aquéllas, casi treinta años más tarde, revela junto a una franqueza y receptividad a menudo estimables algunos rasgos de tu carácter con los que después contenderías duramente: la propensión adolescente a embellecer o magnificar inconscientemente cuanto te acaece que, de no haber atajado pronto, te habría arrastrado a una incurable mitomanía; la vanidad del señorito de izquierdas de la que de modo paradójico te desprenderías gracias a un desmesurado pero saludable orgullo creador: al hecho comprobado día a día, conforme se acendraba tu adicción a la escritura, de que no eras lo bastante modesto como para sentirte halagado por la fama y honores que sustentan aquélla; de que la aventura y vértigo de escribir descubiertos en Don Julián constituían a fin de cuentas algo ajeno y aun opuesto a la gloria mundana: una nueva expresión o territorio inexplorado de tu sexualidad.

Vuestro diálogo a distancia muestra el goce y cautela de quienes caminan a una cita amorosa entre dunas y arenas movedizas. Los planes que forjáis para el futuro son transitorios y frágiles: a tu vuelta a París te acomodarás a solas en el pequeño hotel de la Rué de Verneuil y pasaréis juntos los fines de semana. Cada uno de vosotros conservará su libertad y no aspirará a la posesión exclusiva del otro. En tanto permanecéis separados debéis permitiros «alegremente» pequeñas infidelidades. Cuando Monique te refiere en detalle sus aventuras de antes y después de casarse en el curso de unos viajes, le escribirás que nunca la has querido tanto ni te has sentido tan orgulloso como entonces de sus cualidades de arrojo e independencia. Tú le enumeras tus mediocres calafells ambidextros y la alientas a que a su vez te relate los suyos. Su historia paralela con un amigo común y el problema inesperado y doloroso que acarrea te inducen a profundizar la reflexión en el tema: la palabra puta, empleada con una connotación moral, te repugna. Todo el mundo, mujeres y hombres, tiene fantasías y deseos mudables respecto al otro sexo independientemente de sus vínculos afectivos. La noción de engaño, le dices, es reaccionaria y confusa: no te sientes traicionado por el hecho de que ella haya ido con otro; la verdadera traición radicaría en que, como una esposa burguesa, hubiera intentado ocultarlo. Ello no evita, como es lógico, la comezón de los celos; pero es un malestar soportable e incluso dulcemente melancólico. Teniendo en cuenta tu aversión a la tradicional pasividad y frigidez femeninas, te impresionan y excitan sus cualidades de don Juan. A veces le expones sueños de jodienda con ella sin omitir de los mismos, en una ocasión, la presencia de unos argelinos con quienes habíais bebido en la Mouff’ y su brusca, turbadora promiscuidad. Desde primeros de año te has incorporado al cuartel de Mataró y la descripción del tedio, embrutecimiento y absurdidad de tu vida en él ocupa gran parte de las misivas:

Esta mañana, misa. Ceremonia apasionante: el cura mariposea frente al altar al son de los tambores y cornetas con aires de prima donna. Al otro lado del patio, rodeados de guardias armados, los presos asisten al acto con la cabeza descubierta y se postran de hinojos durante la Consagración. El cura, angélico e infantil como una muñeca, predica el sacrificio y resignación propios de la Cuaresma. Algo conmovedor. Yo miraba a los presos —algunos llevan años encerrados—, al cura, la hostia, la banda militar estrepitosa, la espada refulgente del oficial. Todo bello, ordenado: moral, religión, Dios, etc. ¡Cómo me acordaba, quería y echaba de menos a Genet!

¡Hermosa procesión la del jueves! Casco, metralleta, botas, uno, dos, marcando lentamente el paso tras el Niño Dios a los acordes de la banda. Delante de nosotros, las niñas de Primera Comunión con sus velas y alitas blancas y curas, curas, todavía curas mientras sudamos cegados por el sol y su reflejo en las bayonetas, uno, dos, uno, dos, y yo entontecido, reventado, ausente, con la penosa impresión de ser un simio[9].

Si va a decir verdad, tu vida no es siempre tan dura y deprimente como se la pintas. Aun en un sistema rígido y jerarquizado como el Ejército y bajo la difusa pero real opresión de la dictadura, una incongruencia, arbitrariedad y desorden típicamente hispanos palían lo que en otras latitudes podría haber sido una reglamentación inflexible y prusiana, abriendo huecos y espacios de respiro, amables ojos de queso, en una vida a primera vista espesa, compacta, amazacotada. El horario y disciplina cotidianos de un cuartel franquista —imaginados con angustia y horror por los amigos franceses con quienes te carteas— contienen una serie de imponderables de capricho, improvisación y fantasía que únicamente los conocedores del carácter español y sus puntos flacos pueden asimilar sin sorpresa. Desde tu llegada al Regimiento de Infantería Badajoz N.° 26, Monique te llama regularmente y estas comunicaciones telefónicas por parte de una francesa no sólo te forjan un envidiable status de meritorio y bragado conquistador hispano sino que crean una palpable atmósfera de expectación y rijosidad entre los oficiales: mientras un teniente procura granjearse tu estima con miras a un eventual viaje de tu «prometida» con alguna amiga francesa, seguido de un alegre y despreocupado escalo de los cuatro a toda clase de picos pardos, otro te insinúa la posibilidad de obtener a través de ella una de esas revistas parisienses que, si hoy caerían de puro sosas de las manos de un niño de ocho años, despiertan entonces en militares reprimidos y frustrados una excitación difícil de imaginar. Discretamente cortejado por tus superiores, te aprovechas de la situación para zafarte de las obligaciones más penosas de tu vida de sargento —desfiles, revistas, marchas— invocando la peregrina necesidad de permanecer junto al teléfono en caso de llamada de París. El franquismo era igualmente esto y no tenía nada que ver con el régimen férreo, monolítico y totalitario que exiliados y simpatizantes de la República solían describir y pintar fuera: pese a tu agnosticismo religioso y conocida desafección al Régimen, las conferencias telefónicas de una invisible, pero evocadora y sugerente novia francesa te conferían en el interior del regimiento un nimbo privilegiado y especial.

La experiencia de aquellos meses en Mataró no sería por otra parte puramente negativa: el contacto con soldados y presos te permitiría atisbar unas zonas y escondrijos de la realidad española en los que de otro modo no hubieras logrado introducirte. En alguno de los relatos de Para vivir aquí recoges tu fugitiva visión del injusto e irracional universo carcelario: la colección de casos patéticos o estrafalarios reunidos en los calabozos del cuartel por un azar del destino. Recuerdas al pobre campesino que desertó al recibir una carta paterna requiriendo su participación en las faenas de la siega; el prófugo de aspecto lombrosiano, cuyas escapadas concluían siempre en los prostíbulos de la calle Robadors; al marica detenido allí por el único crimen de serlo y al que los oficiales, en sus juergas, mandaban buscar a la celda, para que cantara y bailara ante ellos pintado y vertido de mujer; al mozo que te dictara un mensaje dirigido sin otras señas «A Pepe el de los Melones Allá a la Vera de la Carretera» y a quien no lograste convencer de que, a falta de datos más precisos, jamás llegaría al destinatario; el día en fin en que un recluso pequeño y achaparrado, luego de envolverse en la sábana limpia y suave de un compañero, se masturbó y eyaculó sobre ella provocando la cólera de los otros y una ruidosa tentativa de linchamiento.

La indignación moral por las tropelías y abusos del sistema, refrenada dentro del cuartel, se vierte a cada paso en las páginas de tu correspondencia. Pero los acontecimientos de febrero de 1956 —primera crisis política abierta en el interior del Régimen— y medidas policiales subsiguientes —detención de Ridruejo, Pradera, Múgica, Miguel Sánchez Mazas— te obligan a extremar las precauciones. Gracias al viaje de algunos amigos que, como Jaime Salinas, se avienen a servir de emisarios informas puntualmente a Monique de cuanto sucede: en Barcelona, le dices, circulan listas negras de opositores a quienes se debe neutralizar en caso de necesidad y tu nombre figura en ellas en cuanto «enlace intelectual del PC con el exterior». Aunque se trata sólo de rumores alarmistas, tus compañeros y tú los tomáis en serio y durante unos días interrumpís todo tipo de reuniones y contactos. «En tales circunstancias, escribes, no sé honestamente lo que me espera; no puedo siquiera hacer proyectos: ¿terminaré el servicio militar sin problemas? ¿me concederán el visado?» Por fortuna, las cosas no pasan de ahí y, tras la destitución de Ruiz Giménez, las aguas vuelven a su cauce. Con todo, previendo futuros obstáculos, estableceréis un método de comunicación alternativa a través de intermediarios aguardando la fecha de su nuevo viaje.

Las llamadas frecuentes y visitas de Monique a Barcelona repercuten en las relaciones hipócritas y evasivas pero irritantes que mantienes con tu padre. Las presuntas excursiones a Calafell y prolongadas ausencias del cuartel y de casa le descubren la naturaleza de un vínculo que vulnera sus principios católicos. Mientras los orígenes familiares y educación religiosa de María Antonia la ponen por encima de toda sospecha no obstante la asiduidad de su trato con Luis —hasta el punto de que años más tarde comentará contigo que se necesita una gran fuerza de carácter por parte de ambos para «no caer en la tentación»— tu concubinato con una francesa no ofrece ninguna duda. Pero, como advertirás en seguida, si Monique es «la judía divorciada» con quien vives en pecado, tu cohabitación con ella parece haberle descargado de un peso y no suscita la misma reprobación que habría provocado en el caso de tus hermanos: la inconfesada, secreta aprensión a tu eventual homosexualidad, incubada y latente desde el episodio del abuelo, le ha robado posiblemente muchas horas de sueño y aun con su separación matrimonial y «sangre judía», Monique aparecerá a sus ojos como un menor mal. Sus consideraciones acomodaticias sobre ella y confidencias a Luis y José Agustín traslucen la ambigüedad en que fluctúa. Cuando su hermana menor conozca casualmente a la madre de Monique en Puerto Alcudia, su opinión' muy favorable de ella y su posición burguesa alivian sus temores de verte en las manos de una aventurera y le conducen a aceptar el hecho consumado: aunque no bendecida por la Iglesia, vuestra pareja es «normal». Su muerte, ocho años más tarde, le preservará de enfrentarse a una verdad mucho más dura de encajar que su descubrimiento brutal de vuestras simpatías comunistas: el desarrollo y florecimiento en uno de sus hijos de esa monstruosa semilla de desorden, aberración y desvío de la rama materna que fuera la obsesión de su vida, a pesar de las precauciones y defensas con las que vana, irrisoriamente la había intentado conjurar.

Una casualidad sumamente feliz y de consecuencias perdurables para ti determinó que la compañía a la que fuiste destinado de sargento estuviera compuesta en gran parte de murcianos y andaluces. Hasta entonces, las circunstancias te habían impuesto un alejamiento involuntario de ellos: huyendo de la injusticia y avariciosidad de su suelo, acudían a las zonas industriales del norte de España con la esperanza de hallar trabajo y techo para tropezar de ordinario con una explotación bastante similar a aquella de la que huían. Hacinados junto a los gitanos en el cinturón de chabolas que rodeaba a Barcelona, vivían marginados y discriminados por los autóctonos, marcados con la etiqueta despectiva de xarnegos. Las condiciones miserables en las que acampaban y la persistencia no obstante de su corriente migratoria te habían llevado a interrogarte a menudo sobre su situación en las provincias de origen; con todo, fuera de algunos encuentros fortuitos en tus correrías barriobajeras, nunca tuviste oportunidad de mezclarte con ellos ni considerar sus problemas. La visión negativa de tu medio social, incluidos los sectores nacionalistas, se centraba en su ignorancia, dejadez y natalidad excesiva cuando no en su supuesta afición a ingresar en la Guardia Civil y demás cuerpos represivos del ejército y la policía. Como había dicho en la universidad un amigo de Albert Manent, sense aquests guárdies andalusos que ens envíen de Madrid, Catalunya seria lliure.

Los soldados de tu compañía procedían de las comarcas más olvidadas de la España esteparia. Su desamparo cultural y social, las burlas de que eran a veces objeto por parte de los demás te predisponían muy naturalmente en su favor: te acuerdas como si fuera hoy del día en que dos de ellos salieron a pasear, como era antes costumbre en sus pueblos y lo es aún en todo el Magreb, cogidos del dedo pequeño y de las risas y comentarios socarrones que su inocente ademán ocasionó. Transplantados directamente a la urbe desde sus cortijos y aldeas, algunos parecían asustados por el tráfico y bullicio de aquélla, cruzaban torpemente la calle, contemplaban asombrados las maneras mucho más desenvueltas y libres de los chicos y muchachas de la localidad. Cataluña era su Eldorado y la mayoría forjaba planes de instalarse en ella. Casi todos tenían un pariente o amigo en Somorrostro, Pueblo Seco, Casa Antúnez o La Verneda; pero el conocimiento de la situación con la que bregaban a diario sus paisanos no les desanimaba. Como te revelarían poco a poco en las conversaciones que sostuvisteis, la pobreza de las barracas barcelonesas implicaba una evasión de otra pobreza aún más dura e inhumana, aparentemente sin trazas de remisión.

Este descubrimiento te había inspirado el deseo de viajar a su tierra. Los reclutas con quienes a veces, infringiendo el reglamento, salías a beber unos chatos en las horas de asueto, te hablaban con tosquedad y emoción de sus pueblos: Mazarrón, Águilas, Totana, Pulpí, Huercal Overa, Garrucha, Lubrín, Níjar, Carboneras… El relato de su vida en ellos, de su belleza y atraso te conmovió. Aunque tu obsesión al ahorcar el uniforme era alejarte lo más pronto posible de España, Monique quería pasar sus vacaciones al sol: impresionado por el testimonio de tus amigos, le propusiste recorrer en autocar los pueblos costeros de Murcia y Almería; ella aceptó la idea encantada. Cuando, libre al fin de tus obligaciones castrenses, la acogiste como las otras veces en el andén de la estación vuestro espacio de bienandanza no sería ya el Barrio Chino ni las Ramblas ni el lecho muelle y satinado del Cosmos. Impacientes, dichosos, con ganas de beber, bañaros, hacer el amor en nuevos escenarios, tomasteis el tren para Valencia, camino de Guardamar, Cartagena y las playas remotes del presentido, luminoso Sur.

Baño lustral, deslumbramiento epifánico: imbricación de imágenes fugaces, vorágine visual, beatitud expansiva: prolija operación de enhebrar, en orden velado, el flujo torrencial de fotos fijas: dislocación violenta de estratos, alberos desnudos y mondos, sutilizadora erosión de piedras ocres, sujetas a lenta, milenaria tortura: ramblas sedientas, parvedad de adelfas, vegetación mezquina, ubicuidad solar: luz que parece vibrar y adensarse mientras el autocar penosamente se aferra al plomizo alquitrán de la carretera: chozas alastradas, firmamento terso, reprimidos, efímeros conatos de verdor: impregnadora sensación de belleza y miseria, existencia cruel, descalza y harapienta, ruin esplendor mineral: exhausta quietud de montañas de grupas escurridas, dorso abrupto y quebrado, testuz aderezado por la paleta antojadiza de un pintor: erupciones cutáneas, llagas rosadas, chirlos sinuosos, cicatrices blancuzcas: desolación, adustez, magnificencia, dolor corrosivo, plenitud diáfana: afecto instintivo, espontáneo a un paisaje huérfano y suntuoso, nítida asunción del goce identificatorio, fulgurante anagnórisis de tu encuadre espacial: afinidad, inmediatez, concomitancia con una tierra casi africana que confiere al viaje el aura iniciática de una segunda, demorada natividad.

Amarga como la tuera: así define su patria chica el mozo que, tendido con vosotros sobre la arena, abarca con un vago ademán del brazo el país áspero y calcinado, la playa desdibujada por la calina, el pueblo blanco y escueto, sumido en el letargo abisal de la siesta: tierra expoliada y exangüe, minas abandonadas, chimeneas en ruina, negruzca profusión de escoriales: testimonios de una euforia pasada que agravan por contraste la inhóspita impresión de indigencia: vidas horizontales, bostezo de cuevas, desolación calcárea, pertinacia ancestral: mujeres de luto, prematuramente gastadas, cargadas de cántaros junto al aguaducho: campesinos sonámbulos, reatas de mulas, hombres callados y tristes acogidos a la paz de un sombrajo: ninguna mudanza ni expectativa de cambio: soledad, reiteración, monotonía, deseos de huida, de sacudir el polvo adherido a la suela de los zapatos: emigrar a Madrid, Barcelona, Francia, adonde sea: el precio de un billete de autocar y una maleta con su única herencia: su condena brutal y también su esperanza.

Una ciudad colonial somnolienta y decrépita: guardias vestidos de dril, tocados de salacot blanco: cabeceo indolente de coches de caballos: promiscuidad y ajetreo de zoco: hotel Simón, de habitaciones vetustas.

Descubrimiento de ritmos, olores, voces, dulce aprendizaje de la ociosidad: exploración cauta del ámbito urbano, fascinación y horror entremezclados, íntima guerra civil, contradicción insoluble: pluralidad, alternancia, corriente bifásica: chispazo creador, espermático, producto de un choque simultáneo: ejercicio contemplador, arrobado de un mundo que hiere de otro lado tu inerme sensibilidad moral.

Acento ronco, gutural o cantarino del Sur, a través del cual se infiltrará quizá misteriosamente el amor a tu lengua: territorio conquistado palmo a palmo, a la escucha de voces transidas de resignación y pobreza: doble aprehensión gradual de una posible pertenencia y de la índole aleatoria e incierta de tu otorgada, dudosa identidad.

El desamor a España —esa entidad ajena, fragmentaria, incompleta, a veces obtusa y terca, otras brutal y tiránica— en cuyo seno negligente has crecido sufrirá el impacto de la breve y enjundiosa cala por tierras de Almería: a tu cansancio juvenil del pobre, brut, trist, dissortat rincón nativo hermosamente evocado por Espriu, a los sueños de evasión a algún lugar del Norte en donde la gente sea neta i noble, culta, rica, lliure, desvetllada i feli? se contrapondrá desde entonces la imagen de un paisaje cautivo y radiante cuyo poder de atracción desvía tu brújula y la, imanta a la atormentada configuración de sus ramblas, estepas y montes: las primeras vacaciones con Monique, en vísperas del viaje a París, serán así la causa de una conjunción imprevista y feraz: sujeto y motivo de nostalgia, proyección compensatoria de una patria frustrada, atisbo, vislumbre, presentimiento de un mundo todavía quimérico pero presente ya en tu espíritu en su muda, acechante proximidad.