FICHTE
IDEALISMO SUBJETIVO
«La obra de Fichte señala uno de los grandes recodos en la historia del pensamiento filosófico. Con él comienza con potente empuje una serie cerrada de movimientos y sistemas filosóficos que, por su denuedo, pretensión y colosales proporciones, se contarán entre lo más grandioso que el espíritu humano indagador jamás haya ideado. La singular potencia especulativa que el espíritu alemán llevaba en su interior […] se desborda, a partir de aquí en anchuroso cauce» (Heimsoeth). Está surgiendo el idealismo alemán. El punto de partida lo constituye la filosofía de Kant. Fichte se apoya conscientemente en Kant y desde él avanza. Pero es el Kant de la razón práctica el que se revela a Fichte como el verdadero Kant. A Fichte no le interesan tanto el ser y el cosmos cuanto el hombre y sus posibilidades interiores específicamente humanas.
Ya Kant vio en el hombre un valor absoluto. Con todo, para él había algo más que el hombre. Ahora el hombre lo es todo. El «yo» de Fichte es la fuente originaria de todo el ser cósmico. El idealismo de Kant era un idealismo crítico. Su intento fue trazar las fronteras del mundo de representaciones del hombre. Para el «yo» cognoscitivo y volitivo de Fichte no hay límites. Por eso llamamos subjetivo a este idealismo que reduce al sujeto todas y cada una de las cosas, que lo es todo. El trascendentalismo se ha hecho perfecto. El método del saber invade y constituye lo sabido mismo. La dualidad de sujeto y objeto queda eliminada, aspiración en que van de la mano Fichte, Schelling y Hegel; al principio, al menos, pues el último Fichte, igual que el último Schelling, saltarán fuera de este cerco. Universalmente se ha notado la audacia y aun la temeridad de la especulación fichteana en torno al «yo». Pero a vuelta de toda crítica, no se puede desconocer el elevado ethos que hay detrás de todo el sistema tendente, aún con más vigor que en Kant, a salvar la libertad y la dignidad del hombre frente a la naturaleza y la materia. Por esto se podrá designar con justicia a este idealismo como un idealismo ético.
Vida y obras
Johann Gottlieb Fichte nació en la Alta Lusacia en 1762, de familia modesta. Inesperadamente se hizo famoso por su escrito primerizo Versuch einer Kritik aller Offenbarung (Ensayo de una crítica de toda revelación, 1792), que, casualmente publicado como anónimo, pasó por la obra de Kant largo tiempo esperada sobre filosofía de la religión. Tanto había entrado Fichte en el pensamiento de Kant. En 1794 aparece su obra principal Grundlage der gesamten Wissenschaftslehre (Fundamento de la doctrina de la ciencia). Es el libro que echa el puente de la deducción trascendental de Kant al idealismo postkantiano, y que señala el nacimiento de una filosofía absoluta del espíritu, la filosofía del subjetivismo alemán. En el mismo año Fichte es nombrado profesor en Jena, la ciudad de los primeros románticos, en la que también Schelling y Hegel iniciaron su docencia.
Del tiempo de Jena son además los Grundlage des Naturrechts nach den Prinzipien der Wissenschaftslehre (Fundamento del derecho natural según los principios de la doctrina de la ciencia, 1796) y Das System der Sittenlehre nach den Prinzipien der Wissenschaftslehre (Sistema de la doctrina de las costumbres según los principios de la doctrina de la ciencia, 1798). Un artículo de Fichte en el Philosophisches Journal de 1798 con el título «Sobre el fundamento de nuestra fe en un gobierno divino del mundo» le ocasionó la acusación de ateísmo y hubo de abandonar la Universidad de Jena en 1799.
Fijó, finalmente, su residencia en Berlín y allí fue el centro de todo un nuevo movimiento intelectual, apoyado especialmente en los cenáculos románticos (Friedrich Schlegel, Dorothea Veit, Friedrich Schleiermacher). Al periodo de Berlín pertenece su utopía política Der geschlossene Handelsstaat (El Estado comercial cerrado, 1800), Ueber die Bestimmung des Menschen (Sobre la vocación del hombre, 1800), Grundzüge des gegenwärtigen Zeitalters (Los caracteres de la edad contemporánea, 1804), Anweisung zum seligen Leben (Exhortación a la vida bienaventurada, 1806) y una serie de nuevas exposiciones e introducciones a su teoría de la ciencia. Tras corta actividad en Erlangen y en Königsberg, es nombrado finalmente profesor de la Universidad de Berlín, fundada en 1809, y de ella es luego elegido primer rector. Cuando por estas fechas Alemania sucumbió al imperialismo napoleónico, Fichte ocupó un puesto destacado en el movimiento nacional de resistencia y publicó sus célebres Reden an die deutsche Nation (Discursos a la nación alemana, 1808-1809). En 1814 muere de gangrena. La última redacción de su Wissenschaftlehre, escrita en el lecho de muerte, y no terminada, parece ser la más importante.
Obras y bibliografía
J. G. Fichtes sämtliche Werke, ed. por I. H. Fichte, 8 vols., Berlín, Veit, 1845-1846 (reimpr., Berlín, de Gruyter, 1965); Nachgelassene Werke, ed. por I. H. Fichte, 3 vols., 1834-1835 (reimpr. Berlín, Marcus, 1962). Citamos por estas ediciones (Werke), vol. y pág. Ed. selectiva de las obras principales por F. Medicus en la «Philophische Bibliothek», Hamburgo, Meiner, 6 vols. 1908-1912; la ed. completa y crít. es actualmente la Gesamtausgabe (GA) de la Bayerischen Akademie der Wissenchaften, ed. por R. Lauth y otros, Stuttgart, Frommann, 1962s. Obras sueltas en cast.: El destino del hombre y el destino del sabio, trad. de E. Ovejero y Maury, Madrid, Victoriano Suárez, 1913; Los caracteres de la edad contemporánea, trad. de J. Gaos, Madrid, Revista de Occidente, 1934, 1976; Sobre el concepto de la doctrina de la ciencia; seguido de tres escritos sobre la misma disciplina, México, Centro de Estudios Filosóficos, UNAM, 1963; Doctrina de la ciencia, trad. de J. Cruz Cruz, Buenos Aires, Aguilar, 1975; Reivindicación de la libertad de pensamiento y otros escritos políticos, trad. de F. Oncina Coves, Madrid, Tecnos, 1986; Doctrina de la ciencia nova methodo, ed. a cargo de J. L. Villacañas y M. Ramos, Valencia, Natan, 1987; Primera y segunda introducción a la doctrina de la ciencia; Ensayo de una nueva exposición de la doctrina de la ciencia, Madrid, Tecnos, 1987, 1997; Discursos a la nación alemana, trad. de M.ª Jesús Varela y L. A. Acosta, Madrid, Tecnos, 1988; El Estado comercial cerrado, trad. de J. Franco Barrio, Madrid, Tecnos, 1991; La exhortación a la vida bienaventurada o la Doctrina de la Religión, trad. de A. Ciria y D. Innerarity, Madrid, Tecnos, 1995; Fundamento del derecho natural según los principios de la doctrina de la ciencia, trad. de José L. Villacañas Berlanga, M. Ramos Valera, F. Oncina Coves, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1995; Doctrina de la ciencia 1811, trad. de A. Ciria, Madrid, Akal, 1999; Sobre la esencia del sabio y sus manifestaciones en el dominio de la libertad, trad. de A. Ciria, Madrid, Tecnos, 1998; Ensayo de una crítica de toda revelación, ed. de V. Serrano, Madrid, Biblioteca Nueva, 2002; Ética o El sistema de la doctrina de las costumbres según los principios de la doctrina de la ciencia, ed. de J. Rivera de Rosales, Madrid, Akal, 2005.
B. ASMUTH, Das Begreifen des Unbegreiflichen, Stuttgart-Bad Cannstatt, Frommann-Holzboog, 1999; J. BARION, Die intellektuelle Anschauung bei Fichte und Schelling, Wurzburgo, Becker, 1929; P. BAUMANNS, Fichtes ursprüngliches System, Stuttgart-Bad Cannstatt, Frommann-Holzboog, 1972; id., Johann Gottlieb Fichte. Kritische Gesamtdarstellung seiner Philosophie, Friburgo de Brisgovia, Alber, 1990; M. BUHR, Wissen und Gewissen. Beiträge zum 200. Geburtstag J. G. Fichtes, Berlín, Akademie-Verl., 1962; E. COLOMER, El pensamiento alemán de Kant a Heidegger, Barcelona, Herder, 1995, vol. 2, págs. 37-89; J. CRUZ CRUZ, Conciencia y absoluto en Fichte, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1994; S. DOYÉ, Johann-Gottlieb Fichte-Bibliographie (1968-1992/93), Amsterdam-Atlanta, Rodopi, 1993; M. GUÉROULT, L’évolution et la structure de la doctrine de la science chez Fichte, 2 vols., París, Les Belles Lettres, 1930 (reimpr. Hildesheim, Olms, 1982); N. HARTMANN, La filosofía del idealismo alemán, vol. 1: Fichte, Schelling y los románticos, trad. de E. Estiú, Buenos Aires, Sudamericana, 1960; H. HEIMSOETH, Fichte, trad. de M. García Morente, Madrid, Revista de Occidente, 1931; W. JANKE, Vom Bilde des Absoluten. Grundzüge der Phänomenologie Fichtes, Berlín-Nueva York, de Gruyter, 1993; R. LAUTH, La filosofía de Fichte y su significado para nuestro tiempo, México, UNAM, 1968; id., La doctrina transcendental de la naturaleza de Fichte: según los principios de la doctrina de la ciencia, trad. de A. Ciria y J. Rivera de Rosales, Madrid, UNED, 2000; V. LÓPEZ-DOMÍNGUEZ (ed.), Fichte 200 años después, Madrid, Complutense, 1996; id., Fichte: 1762-1814, Madrid, Ediciones del Orto, 1993; O. MARKET y J. RIVERA DE ROSALES (eds.), El inicio del idealismo alemán, Madrid, Complutense-UNED, 1996; F. MEDICUS, Fichtes Leben, Leipzig, Meiner, 21922; J. R. MEDINA CEPERO, Fichte a través de los «Discursos a la nación alemana», Barcelona, Apóstrofe, 2001; B. NOLL, Kant und Fichtes Frage nach dem Ding, Frankfurt, Klostermann, 1936; B. NAVARRO, El desarrollo fichteano del idealismo trascendental de Kant, México, FCE, 1975; A. PHILONENKO, L’oeuvre de Fichte, París, Vrin, 1984; M. RIOBÓ GONZALEZ, Fichte, filósofo de la intersubjetividad, Barcelona, Herder, 1988; W. RITZEL, Fichtes Religionsphilosophie, Stuttgart, Kohlhammer, 1956; W. STEINBECK, Das Bild des Menschen in der Philosophie Fichtes, Múnich, Hoheneichen Verl., 1939; M. WUNDT, Johann Gottlieb Fichte, Stuttgart-Bad Cannstatt, Frommann-Holzboog, 1976; J. L. VILLACAÑAS BERLANGA, La filosofía del idealismo alemán, vol. 1: Del sistema de la libertad en Fichte al primado de la teología en Schelling, Madrid, Síntesis, 2001; M. ZAHN, «Die Bedeutung neuer Fichte-Funde für die Philosophie des deutschen Idealismus und die heutige Philosophie», en Zeitschrift für philosophische Forschung 13, 1959, págs. 110-118.
Fichte parte de una doble base para construir su filosofía; la reflexión sobre la naturaleza del saber y sobre el sentido del querer. Consecuentemente, elabora, por un lado, una teoría de la ciencia, por otro, una teoría moral.
Teoría de la ciencia
Idealismo absoluto. La teoría de la ciencia pretende desarrollar el sistema de las formas necesarias de representar y conocer; quiere ser, pues, una filosofía primera o una ontología fundamental.
De Kant a Fichte. A eso en realidad apuntaba Kant con su deducción trascendental de los conceptos puros del entendimiento.
Fichte se instala en ese punto del pensamiento de Kant, al que quiere, sin embargo, completar, ya que a su juicio Kant se ha quedado a medio camino. Fichte es más radical. En realidad Kant, a juicio de Fichte, ha tomado sus categorías de la experiencia; de ningún modo podrá demostrar que tales categorías constituyen «el sistema de las formas necesarias del obrar» de la conciencia y que son exclusivamente formas de inteligencia pura. El hecho de que para Kant subsistan las cosas en sí y las afecciones sensibles emanadas de aquéllas muestra bien claro que Kant no nos ha dado puros modos del entendimiento. Los «dogmáticos» podían valerse de esta declaración de Fichte para hacer valer que las categorías kantianas efectivamente representan leyes trascendentes del ser. En realidad, la afirmación de Fichte es históricamente exacta. Las categorías kantianas tuvieron otro origen bien distinto de la deducción trascendental. Fichte toca luego una aporía molesta para Kant, que también señalaron Jacobi, Aenesidemus (Schulze) y Reinhold. Es la ya mencionada objeción (cf. supra, pág. 239) de que si se da efectivamente un significado a las afecciones causadas por las cosas en sí, cae por tierra la espontaneidad de las formas aprióricas, y si, por el contrario, se quiere salvar esta espontaneidad, las afecciones están de más.
Según Fichte hay sólo dos filosofías posibles: el dogmatismo y el idealismo. El primero admite cosas en sí trascendentes al pensamiento y priva con ello al «yo» de su libertad (espontaneidad), aparte de que no es fácil entender cómo algo que no es espíritu ni conciencia pueda ejercer su influjo en el espíritu y en la conciencia. El segundo, el idealismo, no admite más que representaciones, que hace emanar del «yo», con lo que éste queda libre e independiente. Entre estos dos puntos de vista es preciso elegir prácticamente. No es dable una decisión teorética; pues ni uno ni otro puede ser especulativamente probado o refutado; se trata de una posición última fundamental. Todo depende de nuestra decisión personal. «Qué clase de filosofía se escoja […] depende de qué clase de hombre se es; pues un sistema filosófico no es un mobiliario muerto que podemos arreglar a nuestro gusto, sino que está animado por el alma del hombre que lo tiene».
Fichte fue un hombre activo, y se decidió por el idealismo para soltar todo lastre de dependencia y conquistar la plena espontaneidad del «yo». También Kant vio en el idealismo este lado de espontaneidad, y las categorías no eran sino una expresión de la dinamicidad creadora del espíritu. Pero la piedra de escándalo fue la materia y la «cosa en sí», rebeldes a aquella espontaneidad. Ahora, en Fichte, el sujeto pone también la materia; el espíritu lo es todo. Estamos ante un idealismo absoluto, una declarada y desnuda filosofía del espíritu. En Kant el entendimiento puro venía a ser como un demiurgo griego; trabajaba sobre un material que se le ofrecía y que imponía ciertas limitaciones a su acción. En Fichte el espíritu es como el Dios de la Biblia, que lo crea todo de la nada. «Así pues, la teoría de la ciencia deduce a priori, sin atender para nada a la percepción, lo que ha de acaecer en la misma percepción, es decir, a posteriori» (Sonnenklarer Bericht [Exposición clara como el sol], lec. 2.ª; Werke, II, 355).
La teoría de la ciencia «construye absolutamente a priori toda la conciencia común de todos los seres racionales en cuanto a sus trazos esenciales, lo mismo que la geometría construye absolutamente a priori las maneras universales de limitación del espacio por cualquier ser racional» (Sonnenklarer..., lec. 3.ª; Werke, II, 379).
La idealidad como realidad. Esto no quiere decir que «del concepto del “yo” se saque toda la ciencia como los cascos de una cebolla», es decir, por medio de un análisis de lo que está ya oscuramente contenido en el «yo» (Sonnenklarer..., lec. 3.ª; Werke, II, 375), y menos aún que lo que allí se construya sean puras construcciones de la mente; «la teoría de la ciencia es realista», desde su punto de vista existe una «fuerza totalmente enfrentada a todas las naturalezas finitas, el “no yo”, de la cual dependen éstas en cuanto a su ser empírico». Pero la teoría de la ciencia afirma tan sólo que dicha fuerza opuesta es simplemente sentida. No es científicamente conocida. Con ella parecería venirse abajo todo el idealismo. Pero se añade a renglón seguido: «Todas las posibles determinaciones de esta fuerza y de este “no yo” que puedan darse hasta el infinito en nuestra conciencia, [la teoría de la ciencia] se compromete a deducirlas de la potencia determinante del “yo” y efectivamente las podrá deducir de ahí, con tanta certeza como es teoría de la ciencia». Por aquí se ve que, para Fichte, «realidad» es igual a idealidad; todas las formas empíricas de la conciencia (lo que llamamos realidad) son en definitiva deducibles del «yo».
No queda ya ningún material lógicamente amorfo, dirán los neokantianos. La nueva ontología es, por consiguiente, una «historia pragmática del espíritu humano», como llama también Fichte a su teoría de la ciencia; y él puede decirlo con razón, una vez que le ha asignado como tarea «el deducir a partir del entendimiento todo el ser del fenómeno».
Dialéctica del «yo». ¿Cómo se las arregla el espíritu para poner en marcha este proceso evolutivo y creador del ser?
Intuición intelectual. Basta a la conciencia, responde Fichte, contemplarse a sí misma y darse cuenta de los presupuestos básicos de su propia posibilidad; con ello se hacen transparentes las determinaciones fundamentales de la conciencia, unas en función de las otras; pues si una cosa se da, todo lo demás debe darse, y precisamente en la forma en que se da (Sonnenklarer..., lec. 2.ª; Werke, II, 349). Como entre las figuras geométricas existe una conexión regular, de tal manera que lo uno se sigue de lo otro, así también la conciencia tiene una regularidad inmanente, según la cual fluye con necesidad todo cuanto en ella se contiene, hasta los más mínimos detalles.
La teoría de la ciencia «parte de la más simple y más característica determinación de la conciencia, de la intuición o la “yoidad”, y avanza en la suposición de que la autoconciencia plenamente determinada es el último resultado de todas las demás determinaciones de la conciencia, hasta llegar a la deducción de ésta, soldándose a cada eslabón de su cadena uno nuevo, del que le consta, en intuición inmediata, que igualmente para todo ser racional ha de darse aquella misma conexión y concatenación» (Sonnenklarer..., lec. 3.ª; Werke, II, 379s).
Ya por el ejemplo aducido de la regularidad geométrica se ve claro que se trata aquí de una conciencia «pura», paralela del entendimiento puro de Kant; no de un proceso psicológico, sino de una génesis lógico-trascendental, al modo del matemático, que, al enseñar su ciencia, no toma por fundamento el modo como de hecho los hombres cuentan, sino el modo como deben contar. El matemático enseña el cálculo recto, y Fichte la conciencia recta, que no es mero ser consciente de algo, sino «saber». Fichte contempla la conciencia en su forma ideal, y descubre las condiciones necesarias y absolutas que sostienen el saber y, conjuntamente con él, el ser. En ello está su intuición intelectual.
Proceso tricotómico dialéctico. El método seguido para esta deducción de todas las determinaciones fundamentales de la conciencia es el célebre proceso dialéctico en tres fases, tesis, antítesis y síntesis, proceso que desde ahora se impone en todo el idealismo alemán.
Tesis. Comienzo originario de toda conciencia es que el «yo» se pone a sí mismo: «yo» soy «yo» (tesis). Es la primera posición absolutamente hablando. Basta pensar cualquier cosa, v. g., esto es esto, dicho en general, A = A, para comprobarlo. En el segundo A (predicado) recordamos el primer A (sujeto) como un A puesto así y no de otra manera por nosotros, y vemos claro que igualmente en el segundo A no hacemos sino volver a mirarnos a nosotros y así somos idénticos a nosotros mismos. Sucede análogamente en todos los contenidos de conciencia. Nos reconocemos y nos experimentamos en ellos siempre sólo a nosotros mismos, al «yo» como «yo». En el primer paso de la marcha dialéctica, la tesis, hemos encontrado ya, según se ve, dos principios ontológicos de gran importancia: el principio de identidad y la categoría de realidad, pues ha quedado puesto algo positivamente, realmente, «soy».
Antítesis. Pero a la posición del «yo», en la tesis, debe seguir al punto la antítesis, el «no yo». El «yo» se pone enfrentado con un «no yo», y tiene que ser así, pues un «yo» sin un «no yo» es tan impensable como una derecha sin una izquierda. Con ello tenemos oposición y negación y dos nuevos principios ontológicos de especial importancia, el principio de contradicción y la categoría de negación. Pero como el «yo» se opuso a sí mismo un «no yo» (suprimida toda determinación desde fuera del sujeto, en gracia de la libertad y espontaneidad del mismo sujeto), ostensiblemente el «yo» se ha autolimitado o escindido.
Síntesis. Y volviendo ahora la mirada al «yo» total, resulta el tercer paso del proceso, la síntesis, superación de la contradicción. En ella reconocemos la unidad del «yo» y del «no yo» en una originaria y fundamental subjetividad, en el «yo» absoluto, de forma que la síntesis en sí es lógicamente lo primero, y la dialéctica representa el camino por el cual el uno, el espíritu, se explicita en lo múltiple. Y como elementos ontológicos recogemos aquí el principio de razón suficiente y la categoría de limitación. También en Kant la tercera categoría de cada serie contenía debajo de sí, en síntesis, las dos primeras.
Un ejemplo según Fichte: conocemos el oro cuando lo ponemos en su peculiar esencia; después lo distinguimos de la plata, del cobre, etcétera; luego los reunimos todos de nuevo bajo el concepto de metal, y en esta síntesis descubrimos el fundamento de su posibilidad.
Echando mano de este método, Fichte cree haber explicado toda la conciencia en devenir, pues cada síntesis, a su vez, puede ser considerada como tesis, de modo que el proceso continúa por los mismos pasos sin interrupción, hasta descender a los últimos detalles de nuestro conocer. Del mismo modo Fichte se ufana de haber esclarecido el mundo del saber en su verdadera esencia; comprender este mundo en su estructura no es otra cosa que comprender la estructura de la conciencia. La historia del ser es la historia de la conciencia. Y la regularidad funcional de ésta, es decir, su ritmo dialéctico, es lo que constituye la auténtica esencia del saber.
Las dificultades de esta concepción fueron puestas una y otra vez de relieve. El concepto del yo cambia de sentido con harta frecuencia y muy caprichosamente. Ya es el yo absoluto, universal e infinito; ya el particular, individual, limitado. Se ha hablado de una transposición de conceptos. Se ha llegado incluso a mirar toda su construcción como un sueño romántico «abocado a un caos de palabras y conceptos» (Jean Paul).
Dialéctica de Fichte y deducción kantiana. Lo que es ciertamente claro es la intención de Fichte de reelaborar la deducción trascendental de Kant, convirtiéndola en un puro y total formalismo inmanente del espíritu. No se puede negar que el proceso dialéctico tricotómico representa un esfuerzo genial para acercarse a la forma y función del espíritu en su más íntimo ser, es decir, en su génesis. La cuestión es si esta ética formal del espíritu, con su eliminación de sujeto y objeto, se queda dentro del espíritu mismo, o llega a algo que es más que pura función espiritual. Del fondo póstumo aún no publicado habrá que esperar nuevas aclaraciones y resultados sobre el tema.
Kant desechó, por nebulosa, la teoría de la ciencia de su discípulo. Fichte respondió en tonos bastante vehementes, en carta a Reinhold, llamando a Kant cabeza desquiciada y afirmando que él había comprendido el espíritu de Kant mejor que Kant mismo. No anda del todo descaminado, pues a la luz del Opus postumum sabemos hoy que también Kant al final estaba de vuelta, dispuesto a aplicar la deducción trascendental a la misma materia y contenido del conocer, dando en esto la razón a la interpretación de Fichte que antes lo había horrorizado.
Doctrina moral
Ética. En la ética encontramos igualmente el formalismo radical que hemos visto en la teoría de la ciencia. Fichte entiende la posición de objetos por el espíritu como auténtica actividad. Su dialéctica no es, como la de Platón, desentrañamiento analítico de ideas, sino un hacer eternamente progresivo. En el vestíbulo de su filosofía habrá que escribir el lema de Fausto: Im Anfang war die Tat (en el principio era la acción). La teoría de la ciencia se transforma en doctrina moral, y la teoría del ser, en ética. «No obramos porque conocemos, sino que conocemos porque estamos determinados a obrar; la razón práctica es la raíz de toda razón» (Werke, II, 263). La naturaleza y sus objetos nada significan para el hombre Fichte; no son para él más que pretextos de acción humana, «materiales sensibilizados del deber», una resistencia que hay que vencer, un campo de ejercicio del «yo», en el que éste se prueba y acrisola. La piedra angular de su ética la constituye, efectivamente, la propia actuación y autorrealización del «yo»: «Cumple siempre tu definición».
¿Moral formal o material? El «yo» autorrealizado, como base de la ética, podría a primera vista hacer creer que Fichte sustituye el formalismo de Kant por una ética material de valores tomando el «yo» como valor determinado. Lo cierto, sin embargo, es que se mantiene en el formalismo. No escuchamos, en efecto, otra consigna que el formal y vacío: «¡Hacer, hacer! ¡Para esto existimos!». La voluntad pura que, análogamente al saber puro, constituye la moralidad, ha de ser, según Fichte, algo fundamentalmente distinto de aquel querer inferior que no es más que un desear, atento sólo a la satisfacción de necesidades y apetitos, a tono con el utilitarismo, eudemonismo y hedonismo; en él, el hombre no es más libre que el animal, a merced, como éste, de los ocasionales estímulos fisiológicos emanados del ambiente material. También se ha de distinguir esta voluntad pura de toda forma de apetencia de poder o dominio. Es «pura» voluntad de razón, es la voluntad ideal de la humanidad en general, con la que ha de conformarse la voluntad individual, tomando ésta a aquélla como la norma pura de todo querer en un proceso de acercamiento infinito. Si preguntamos ahora en qué consiste esa voluntad pura, la respuesta que nos da Fichte es siempre la misma: «¡Hacer, hacer! ¡Para esto existimos!».
Pero ¿sabemos ya con ello qué tenemos que hacer? Lo mismo que el formalismo de Kant, también la ética de Fichte necesita completarse con una teoría material de valores. Ambas éticas son en este sentido una expresión inadecuada de la moralidad. Y particularmente a la ética de Fichte le acecha el peligro de caer en un dinamismo polifacético de fachada grandiosa, detrás de la cual no hay en realidad más que una panourg…a (cf. vol. I, pág. 110).
Así es, en efecto, si lo que da el tono es el mero impulso de acción y poder, habilidad para todo, sin discriminación de bien y mal, cual acaece en la posterior filosofía de la vida. El principio ético de Fichte degenera aquí, en esta filosofía de la vida, en indiferentismo axiológico y aun en oposición al valor, como el subjetivismo kantiano se torció malamente, en esa misma filosofía, en puro relativismo.
No obstante estos defectos, es preciso reconocer que tanto en la moral de Kant como en la de Fichte alienta un ethos auténtico, el ideal de la libertad y de la autonomía del hombre. Decimos autonomía, pues es evidente que esta ética de la voluntad pura de Fichte implica la autolegislación. La autonomía consiste precisamente en que el «yo» es el que se realiza a sí mismo.
El formalismo y la idea del deber aseguran que este «yo» es el «yo» puro. En estos puntos concuerda plenamente Fichte con Kant, y ambos cuentan en la historia entre los que han superado el utilitarismo de todas las éticas empíricas, que someten al hombre a lo puramente fáctico y a su contingencia. Lo cual es un mérito que no podrá subrayarse suficientemente en una era de imperio de la técnica, en la que los hombres se preocupan cada vez más de las cosas que, si bien hacen agradable la vida, acaban por hacer esclavos suyos a los hombres.
Sentido de la existencia. En el libro 3.º de su Bestimmung des Menschen (Destino del hombre) Fichte traza en breves rasgos el sentido de la historia del hombre que se alza desde la naturaleza, la supera, entra en la cultura y en la historia y finalmente monta sobre la tierra un paraíso en el que, gracias a las invenciones del espíritu humano, el trabajo deja de ser una carga, «pues el ser intelectual no está destinado a ser un portador de fardos», y donde reinará una paz perpetua. En esto procede igual que Kant. Pero Fichte no se contenta con esto. ¿Qué clase de vida será ésta? se pregunta. «¿Comer y beber para volver luego a tener hambre y sed, y poder de nuevo comer y beber hasta que se abra a mis pies el sepulcro y me trague, y ser yo mismo alimento que brota del suelo? ¿Engendrar seres semejantes para que también ellos coman y beban y mueran y dejen detrás de sí otros seres que hagan lo mismo que yo hice? ¿A qué este círculo volviéndose incesantemente sobre sí mismo […] este monstruo, devorándose constantemente a sí mismo para poderse de nuevo engendrar, y engendrándose para poderse de nuevo devorar?» (Werke, II, 226). Por ello Fichte no se satisface con esta realidad sensible ni con semejante paraíso. Pronunció ya su sentencia sobre Karl Marx, antes de que éste escribiera. La realidad que busca Fichte es lo suprasensible. Es la verdadera realidad y la auténticamente humana. Y no comienza sólo más allá de la tumba. Está ya aquí y ahora y es la que hace hombre al hombre. «La verdadera vida no cree, efectivamente, en la realidad de esta multiplicidad cambiable, sino que cree exclusivamente en su inmutable y eterno fundamento, que está en el ser de Dios; fundida inalterablemente con todo su pensamiento, con todo su amor, su obediencia y su última fruición, y perdida en este fundamento. Por el contrario, la vida de apariencia no conoce ni posee unidad alguna, sino que tiene lo múltiple y lo cambiable por el verdadero ser» (Exhortación, confer. 3.ª; Werke, V, 446).
La filosofía de Fichte podría traer a la conciencia del hombre actual la verdad de que el mundo debe estar subordinado a él y no él al mundo. Siempre, empero, habrá de subrayarse que estos formalismos han de ser completados con una idea del hombre henchida de valores materiales determinados; de otro modo, quedan desprovistos de valor.
Ética y comunidad. Un nuevo concepto, que se orienta acaso en esa dirección material y en la que Fichte se aparta de Kant, es el alto significado concedido por Fichte, dentro del ámbito ético, a la comunidad humana. En ningún otro campo se experimenta más certeramente lo que es aquella voluntad pura que en el ambiente social. Los otros hombres no son, como la naturaleza externa, mero obstáculo que hay que superar para la actuación y auto-afirmación del «yo», sino compañeros de viaje y apoyo en la ascensión ética. Hay héroes de la moralidad, genios de la virtud, como, por ejemplo, los grandes fundadores de religiones, que nos representan al hombre en su expresión cada vez más pura, y van delante de nosotros en nuestro camino.
Y no sólo los hombres extraordinarios, también el tipo medio de la sociedad humana nos ofrece material para nuestro perfeccionamiento moral, en los deberes comunes del hombre y en los particulares de la profesión, estado social, familia. Brindando todos a todos posibilidad y aun ayuda para el cumplimiento del propio cometido moral, el «yo» alcanza a través del «tú» su propio complemento. Así, la ética de Fichte se convierte en una ética de comunidad. Aún se le queda adherido cierto formalismo, pues el concepto de comunidad, como el de «yo», necesita de un contenido concreto. Son muchas y varias las maneras de comunidad que se ofrecen a la mente y no se nos da aquí un criterio de determinación.
Derecho y Estado. Dado que el hombre no siempre es pura voluntad, la comunidad tiene que defenderse de los abusos de algunos de sus miembros, para garantizar a cada uno toda aquella libertad externa que sea posible para el desenvolvimiento autónomo del «yo». Así nacen el derecho y el Estado. El Fichte de la primera época separó el derecho, igual que Kant, como mera medida externa de fuerza, del orden moral, reino del deber interno. De acuerdo con ello, para él el Estado es también una institución que cuida de la seguridad y la libertad externas de los ciudadanos mediante el empleo de la fuerza. Tiene asimismo su origen en un pacto sobre la base de una libre conformidad y por amor a aquellos fines. Se deriva de ello que el Estado ha de garantizar el cuerpo, la vida, propiedad y derecho al trabajo. Ha de procurar para ello que no haya indigentes ni ociosos. Tiene derecho de limitar, caso de necesidad, la libertad de industria, de comercio y de cambio de domicilio. En gracia de la verdadera comunidad, y para no perturbar el equilibrio interior, el comercio exterior deberá ser monopolizado en el grado en que, en general, éste deba ser atendido, pues el ideal sería un Estado comercialmente cerrado. Flota, pues, en el pensamiento de Fichte un ideal de Estado de fuerte tono socialista. Fichte se inclinó, en su primera época, con entusiasmo fanático en favor de la Revolución francesa.
El Fichte de los últimos años, desde los Discursos a la nación alemana y la Teoría del Estado de 1813, piensa de una manera notablemente distinta. El Estado no es ya para él una mera institución de vigilancia, sino un Estado de educación y cultura. Son visibles los influjos de Pestalozzi, que empujan a Fichte a una posición extrema en sentido contrario, hasta ver en el Estado una institución docente coercitiva.
Por este mismo tiempo queda sustituida la concepción cosmopolita de nuestro filósofo por el ideal de un Estado nacional y de una educación nacional. También aquí incurre en exageración; la suerte del pueblo alemán será la suerte de la humanidad: «No queda otra salida; si os hundís vosotros, se hundirá la humanidad, sin posibilidad de nueva restauración».
Fichte en sus últimos años
Teoría de la ciencia. Fichte no pudo sostenerse en el primer subjetivismo absoluto, para el que todo ser era posición y actividad del «yo» expansivo y vital. Ya en la Exhortación a la vida bienaventurada (1806), el ser precede al hacer y al deber. Aquí se da «el otro» de la sensibilidad, del precepto del deber, y sobre todo de Dios. La trascendencia y el contenido que sobrepuja la forma, más allá del método, se muestran ahora en Fichte, a diferencia de Hegel, aun dentro de la inmanencia de su filosofía del espíritu. El idealismo «subjetivo» se hace de nuevo «crítico», a un nivel superior, tras la fase trascendental en que se eliminó la cosa en sí. Y en la última versión de la teoría de la ciencia aparece el ser divino, uno, eterno e inmutable, como la única realidad auténtica. El sujeto se configura allí a imagen y semejanza de Dios. De un soneto póstumo son estos conceptos: el eternamente uno vive en mi vivir, ve en mi mirar; nada existe sino Dios y nada es Dios sino vida; muy claro se alza el velo ante ti. Ese velo es tu «yo»; muera lo que es caduco y vivirá sólo en tu anhelo. Penetra lo que sobrevive a ese anhelo y el velo se te hará visible como velo, y sin velo verás el vivir divino.
Filosofía de la religión y de la historia. Para el Fichte de los primeros años, religión es, lo mismo que para Kant, igual a moralidad. «Lo divino se constituye por el recto obrar. Dios es el mismo orden moral vivo y eficiente». «No nos hace falta otro Dios, ni podemos imaginarnos otro distinto de éste». Esto le valió a Fichte la acusación de ateísmo. En la Exhortación, en cambio, lo religioso aparece como una realidad aparte y como un poder, anterior a la subjetividad, que crea la persona y la comunidad. Se revela incluso este elemento religioso como un factor decisivo en el camino histórico de la humanidad. Le está reservado el papel de coronar el proceso y de llevar a plenitud la misma humanidad.
Fichte distingue cinco etapas en la historia de ésta: 1) época del dominio absoluto de la razón, pero sólo a través del instinto: estado de inocencia del género humano; 2) época en que el instinto de la razón queda eliminado por una autoridad que presiona desde fuera, que exige fe ciega, sin apoyo persuasivo de razones: estado de pecado incipiente; 3) época de liberación de la autoridad, del instinto de la razón y de toda razón en general, en un periodo de pleno desenfreno y absoluta indiferencia frente a toda verdad: estado de pecado consumado; 4) época de la ciencia de la razón, en que la verdad es reconocida y amada como el sumo bien: estado de justificación incipiente; 5) época del arte de la razón en que la humanidad, con mano segura e infalible, se edifica a sí misma como expresión de la razón: estado de justificación y santidad consumadas.
En Los caracteres de la edad contemporánea, de 1804, Fichte coloca la Ilustración, con su «libertina y desazonadora palabrería», y su propio tiempo en la tercera época, y, a semejanza de Rousseau, en una penetrante crítica de aquel tiempo y su cultura, habla de la oscurantista arrogancia con que el hombre se siente personificación del progreso frente a los «tiempos pretéritos de tinieblas y superstición», cuando, en realidad, reina una anarquía de pareceres y pasiones que determinó «la edificación de constituciones políticas sobre la base de abstracciones inconsistentes, montadas en el aire. En virtud de esta arrogancia con fraseología altisonante y huera se trata de gobernar a unos pueblos decadentes sin contar con una fuerza firme e inexorable». Lo que la humanidad necesita es imponerse en las eternas e inmutables verdades. «Todo lo superior y elevado debe querer insertarse, a su manera, en la inmediata actualidad, y quien de verdad vive de aquello superior, vive también en esta realidad». Fichte descubrió, con progresiva claridad, aquello superior en las verdades y los valores religiosos.
Para la expresión de su pensamiento, Fichte, en sus últimos años emplea preferentemente conceptos del Evangelio de san Juan (periodo joánico). La idea del amor y de una hermandad humana operante viene a ocupar ahora el primer plano con categoría de factor social y como suprema meta de una evolución ideal histórica.
Con ello, las primeras concepciones religiosas de Fichte se transforman fundamentalmente. Ciertamente no se puede hablar de neta religiosidad cristiana en el Fichte anciano, y menos en el sentido de una adhesión a la Iglesia. Pero sí es cierto que ya en la Exhortación Fichte expresaba su convicción de que la doctrina contenida en este libro suyo era la doctrina del cristianismo, y al final de su Teoría del Estado, de 1813, estampó estas proféticas palabras: «Tiene que llegar el tiempo […] en que todo el género humano que puebla la tierra se vea comprendido bajo un único Estado cristiano íntimamente trabado, que en una empresa común domine la naturaleza, y entonces haga su entrada en la esfera superior de una vida distinta» (Werke, IV, 600).
SCHELLING Y EL ROMANTICISMO
IDEALISMO OBJETIVO
El idealismo de Fichte se levantó, según el juicio del tiempo, sobre una base bien débil. Que todo el ser sea posición del «yo» y que estemos nosotros encerrados en una infranqueable contemplación de nuestras propias modificaciones, era un punto de vista en extremo limitado. Schelling también es idealista. También él descubre, tras el ser, al espíritu como auténtico ser y fuente del devenir. Pero este espíritu es ahora independiente de nuestro «yo», es espíritu objetivo. Así pasamos del idealismo subjetivo de Fichte al idealismo objetivo de Schelling. Hay en ello una superación del subjetivismo de Kant y además, lo que es igualmente de interés, un resurgimiento de la mejor tradición metafísica. Ya vimos cómo también Kant entraba, a su modo, dentro de aquella continuidad espiritual de Occidente, pues los grandes problemas de ella eran también los suyos. Pero mientras los elementos metafísicos de su pensamiento quedaron trabados y, en definitiva, vencidos por el influjo empirista, recobran ahora su fuerza en Schelling. Para apreciarlo será bueno no mirar a Schelling a través de Spinoza o Giordano Bruno, como corrientemente se hace, sino ver al auténtico fundador de la filosofía alemana, Nicolás de Cusa, que es quien está propiamente detrás de Schelling, bien que a través de un complejo proceso de intermediarios.
Vida
Friedrich Wilhelm Joseph Schelling es uno de los muchos varones ilustres que Suabia ha dado a la cultura alemana. Nació en 1775, hijo de un pastor protestante de Württemberg; estudió junto con Hegel, cinco años más viejo que él, así como con Hölderlin, en el seminario teológico protestante de Tubinga («entre alemanes todos me entienden en seguida cuando digo que la filosofía está viciada por la sangre teológica», fulmina en cierta ocasión Nietzsche; «basta nombrar el seminario de Tubinga»); ya en 1798 es llamado como profesor a Jena en virtud de una propuesta de Goethe; conoce allí, en el círculo romántico, a Caroline Schlegel, con la que se casa en 1803; en el mismo año, va de profesor a Wurzburgo, pero ya en 1806 marcha a Múnich, donde es nombrado miembro de la Academia de Ciencias de Baviera y secretario de la Academia de Bellas Artes. Después de cierta actividad académica en Erlangen, es nombrado, en 1827, profesor de la Universidad de Múnich y presidente de la Academia.
En 1841 es llamado, por Federico Guillermo IV de Prusia, a la Universidad de Berlín, donde debía «aniquilar la semilla del dragón del panteísmo hegeliano». Pero el hombre que se había encumbrado como un meteoro hasta su primera entrada en Múnich no encontró ahora ninguna resonancia. Tras una breve actividad docente se retira de la vida pública.
Por este tiempo, el siglo XIX había comenzado a ser el siglo de las ciencias naturales; el espíritu romántico había cedido a un pensar sobrio que se propagaba rápidamente. Schelling hubo de sobrevivir a su propio apogeo. Al morir, en 1854, su obra había caído casi en olvido, pero no sólo Schelling, sino también el idealismo en general.
Obras
Schelling fue un escritor muy fecundo, pero también muy evolutivo, si bien sabemos que no fue aquel Proteo que durante largo tiempo se vio en él. A los 17 años redacta una tesis sobre el pecado original. A partir de 1793 se sucede con ritmo veloz una serie de trabajos filosóficos que están aún bajo el influjo de Kant y de Fichte. Pero ya con sus Ideen zu einer Philosophie der Natur (Ideas para una filosofía de la naturaleza, 1797) halla su propio camino. Los siguientes escritos, Von der Weltseele (Del alma del mundo, 1798) y Erster Entwurf eines Systems der Naturphilosophie (Primer esbozo de un sistema de la filosofía de la naturaleza, 1799), prosiguen esta misma línea propia. Ambas obras son decisivas para caracterizar su primer periodo, el de la filosofía de la naturaleza. En ellas Schelling mira la naturaleza como un «todo» en devenir, desde la materia universal hasta el espíritu del hombre, que es el ojo con que el espíritu de la naturaleza se contempla a sí mismo. En otra obra de este periodo, el System des transzendentalen Idealismus (Sistema del idealismo trascendental, 1800), recorre la misma vía en sentido inverso, desde el sujeto al objeto.
En un segundo periodo, que comienza hacia 1802 y se extiende hasta 1809, Schelling hace coincidir naturaleza y espíritu en el absoluto; es la filosofía de la identidad. A este periodo pertenecen el diálogo Bruno (1802), título ya en sí expresivo, y las Vorlesungen über die Methode des akademischen Studiums (Lecciones sobre el método de los estudios académicos, 1803).
En un tercer periodo, que comienza hacia 1809, Schelling toma una dirección teosófico-gnóstica bajo el influjo de F. Ch. Oetinger y F. Baader, que le orientan a J. Böhme. Le interesan aquí, ante todo, los problemas de la libertad; así en las Philosophische Untersuchungen über die menschliche Freiheit (Investigaciones filosóficas sobre la libertad humana, 1809), y luego el mundo del mito, de la revelación y de la religión, la llamada «filosofía positiva». Nuestro filósofo, que hasta entonces había publicado, ininterrumpidamente, una obra tras otra, se muestra ahora inseguro de sí mismo. Trabaja y escribe incesantemente, pero no publica sino muy poco. De la obra principal de este tercer periodo, Die Weltalter (Las edades del mundo), existían en la Universidad de Múnich no menos de doce redacciones. La obra se editó en 1815, pero fue de nuevo retirada. En 1946 M. Schröter publicó las primitivas redacciones (1811 y 1813) del primer libro de las Weltalter, salvadas del incendio que alcanzó al fondo inédito de Schelling en 1944, y las editó como apéndice a la edición jubilar de Múnich. De las Edades del mundo salieron las Lecciones sobre la filosofía de la mitología y la filosofía de la revelación. Schelling habló de ellas ya por los años veinte, pero más especialmente desde 1841, en Berlín. Estas Lecciones contienen su filosofía «positiva». Los temas principales son la realidad auténtica, la libertad y Dios. Schelling va en pos del Dios «existente». La filosofía «negativa» había llevado, según él, en Kant, Fichte y Hegel, sólo a un Dios en la idea. No había encontrado ni la realidad, ni la libertad ni, por tanto, el Dios efectivo y real. Esta crítica se desprende ya neta de las Lecciones de Múnich Sobre la historia de la filosofía moderna (1872), por ejemplo, de la interpretación del argumento ontológico en Descartes y más aún en la Lección 8.ª, Sobre la filosofía de la revelación. Esta filosofía posterior de Schelling adquiere por primera vez su merecido interés. Parecidamente al Fichte de los últimos años, señala sus fronteras al idealismo, liberando el absoluto de la pura dialéctica lógico-formal y dejando totalmente en la libertad de la voluntad el crear o no crear el mundo, frente al determinismo de Spinoza. Esta libertad significa también la posición de una realidad que se funda en un primer principio, «qui, à cause de sa […] positivité absolute, ne se laisse connaitre qu’à posteriori», como dice en una carta del 16 de abril de 1826.
Obras y bibliografía
La ed. crít. en curso es la Historisch-kritische Ausgabe, a cargo de la Schelling-Komission de la Academia Bávara de las Ciencias, ed. por H. M. Baumgartner, W. G. Jacobs, H. Krings y H. Zelner, Stuttgart, Frommann, 1976-2009; Sämtliche Werke, ed. de su hijo K. F. A. Schelling: 1.ª serie, 10 vols.; 2.ª serie, 4 vols., 1856s, Stuttgart-Augsburgo, Cotta, 1856-1861; Schellings Werke nach der Originalausgabe in neuer Anordnung, 6 vols. principales y 6 suplem., ed. por M. Schröter, Múnich, Beck, 1927-1959, llamada ed. jubilar de Múnich (las citas las hacemos por esta ed., vol. y pág.), reimpr. 12 vols., Múnich, Beck, 1956-1960; Die Weltalter. Fragmente. In den Urfassungen von 1811 und 1813 (vol. que completa la ed. anterior), ed. por M. Schröter, Múnich, Beck, 1946, 41993; Ausgewählte Schriften, 6 vols., ed. por M. Frank, Frankfurt, Suhrkamp, 1995; Briefe und Dokumente, 3 vols., ed. por H. Fuhrmans, Bonn, Bouvier, 1962-1975; La esencia de la libertad humana, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Filosofía, 1950; Bruno o sobre el principio divino y natural de las cosas, introd. y trad. de F. Pereña, Barcelona, Orbis, 1985 (reimpr. Folio, Barcelona, 2003); Sistema del idealismo trascendental, trad., pról. y notas de J. Rivera de Rosales y V. López-Domínguez, Barcelona, Anthropos, 1988; Experiencia e historia: escritos de juventud, trad. de J. L. Villacañas, Madrid, Tecnos, 1990; Cartas sobre dogmatismo y criticismo, trad. de V. Careaga, Madrid, Tecnos, 1993; Escritos sobre filosofía de la naturaleza, trad. de A. Leyte, Madrid, Alianza, 1996; Filosofía de la revelación: I. Introducción, trad. de J. Cruz Cruz, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1998; Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana y los objetos con ella relacionados, ed. y trad. de H. Cortés y A. Leyte, Barcelona-Madrid, Anthropos-Ministerio de Educación y Ciencia, 1989; Filosofía del arte, trad. de V. López-Domínguez, Madrid, Tecnos, 1999; Bruno o Sobre el principio divino y natural de las cosas, trad. de F. Pereña, Barcelona, Folio, 2002; Las edades del mundo: textos de 1811 a 1815, ed. de J. Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2002; Del yo como principio de la filosofía o Sobre lo incondicionado en el saber humano, trad. de I. Giner Comín y F. Pérez-Borbujo Álvarez, Madrid, Trotta, 2004; El «Discurso de la Academia». Sobre la relación de las artes plásticas con la naturaleza (1807), trad. y notas de H. Cortés y A. Leyte, Madrid, Biblioteca Nueva, 2004.
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Filosofía de la naturaleza
Para Fichte no cabían más que dos filosofías: el dogmatismo, que admite las cosas en sí, y el idealismo, que no admite sino contenidos de conciencia. Entre ambas filosofías es preciso elegir. Schelling quiere sumar los dos puntos de vista. Todo saber se ha de ocupar tanto del objeto como del sujeto. No está permitido decidirse exclusivamente por ninguno de los dos términos enfrentados, sino que es preciso ver cómo lo objetivo lleva a lo subjetivo y cómo lo subjetivo lleva a lo objetivo.
Del objeto al sujeto. La naturaleza como lo objetivo. En su filosofía de la naturaleza, Schelling recorre el camino del objeto al sujeto. La naturaleza es para él el mundo de lo objetivo. Schelling comprende bien que la naturaleza es algo más que un mero producto del «yo», una barrera que el «yo» mismo se pone para contrastar y acrisolar su valor frente a ella. La naturaleza es algo realmente dado y que se presenta con tal riqueza de contenido, que esta misma plenitud es ya una prueba de su alteridad respecto del sujeto. Hay en ello una nueva actitud frente a la naturaleza, y en esta transición del idealismo subjetivo al objetivo está centrado el viraje decisivo de la filosofía postkantiana. El lado externo de este cambio de rumbo está constituido por la conocida ruptura de Schelling con Fichte. En cuanto a la doctrina misma se hace patente en la diversa valoración de la naturaleza, que vuelve ahora a escena con caracteres propios e independientes. En el Primer esbozo de un sistema de la filosofía de la naturaleza, de 1799, se halla el tan citado pasaje: «Puesto que filosofar sobre la naturaleza es tanto como crearla, ante todo hay que encontrar un punto desde el cual podamos poner en marcha la naturaleza» (Werke, II, 5 ed. jubilar). Queda con todo algo de Fichte: la naturaleza está sometida a un proceso evolutivo. Pero en Schelling este ser en devenir recobra su contenido objetivo.
Naturaleza y vida. Schelling concibe la naturaleza como un organismo viviente dotado de alma y en crecimiento continuo, como todo lo vivo y animado. El mismo llamado ser muerto del mundo inorgánico se interpreta aquí como vida. Es un movimiento impedido, no algo definitivamente inerte; tiene ya dentro de sí el impulso a pasar a nuevas formas, sobre todo por fuerza de la vida universal de la naturaleza. La ley periódica, por la que se rige el proceso, es de nuevo el ritmo dialéctico tricotómico.
La naturaleza es una escala que se explaya de modo ascendente en formas superiores. Tenemos, primeramente, la materia producida por la gravedad; luego los fenómenos del calor y movimiento, producidos por la luz, y finalmente los fenómenos de lo orgánico, producidos por la vida. Pero siendo la vida la síntesis, contiene en sí la tesis y la antítesis, y por tanto todo lo anterior a ella fue ya una forma de vida. Si surgen nuevas manifestaciones de la vida, es debido a que la naturaleza es ya siempre vida en su íntima esencia.
Naturaleza y espíritu. Si reparamos ahora en que el alma, como organismo, es una estructura de sentido, penetrada de teleología, se nos revela que detrás de la vida y del alma tiene que estar el espíritu. Es verdad que el espíritu sólo se nos da, de un modo inmediato, en la forma suprema de la naturaleza, en el hombre. Pero el espíritu humano es sólo posible, asegura de nuevo Schelling, porque la naturaleza, en su más íntimo fondo, es ya siempre espíritu.
«La llamada naturaleza muerta no es […] otra cosa que inteligencia inmadura, por lo que su carácter inteligible sólo asoma de un modo inconsciente en sus fenómenos. Su meta suprema, el llegar a ser totalmente objeto para sí misma, lo consigue la naturaleza sólo mediante la más alta y última reflexión sobre sí, que no es otra cosa que lo que llamamos hombre, o generalizando más, razón; a través de ésta la naturaleza revierte plenamente sobre sí, y se hace patente que la naturaleza es originariamente idéntica a lo que conocemos en nosotros como inteligencia y ser consciente».
Schelling y la filosofía de la naturaleza. El principio vital y el espíritu, introducidos en la naturaleza por Schelling, significan, frente a la filosofía natural de Kant, el mismo viraje decisivo que la acentuación de la objetividad de la naturaleza frente a Fichte. Para Kant, toda la visión de la naturaleza se orientaba en la dirección del pensamiento físico-matemático de impronta newtoniana. Este pensamiento se limita a desentrañar los últimos factores invariables y esquematizar así la naturaleza, lo mismo que todo el ser en general.
Kant no reserva ninguna categoría para lo viviente. Comprendió, sin duda, que, a la vista de los organismos vivientes, habrá también que enfocar la naturaleza toda bajo el ángulo de la finalidad; pero ello significaba sólo un contemplar «como si», en modo alguno una ley constitutiva del ser. Quedó de este modo ciego, como todo pensamiento cerradamente conceptual y universalizante, para lo individual e irrepetible, para los factores que son característicos en el reino de la vida. Vació la ciencia natural en leyes generales seguras, pero a cambio de estrechar, como también ya Sócrates, nuestro campo visual, y de esquematizar y empobrecer la realidad eternamente cambiante y rica.
Ya Goethe no pudo contentarse con aquella contemplación esquematizada de la naturaleza, recurriendo a la idea de una planta primitiva. Dicha planta primitiva es «forma impresa que viviendo se configura». De ella se originan más y más plantas hasta el infinito, y como escribe él en una carta a Herder, «la misma ley se aplicará a todos los demás seres vivos». Y no sólo a los seres vivos; Goethe llegará a aplicar a toda la naturaleza en general aquella idea de la forma impresa que viviendo se desarrolla; pues también para Goethe toda la naturaleza es vida. «Todo tiende a superarse con un divino atrevimiento; el agua quiere reverdecer lo estéril y todo polvillo vive».
Igualmente, para Leibniz, la mónada fue alma y vida; lo mismo ocurre en Paracelso, y, después de Schelling, pensadores como Hegel, Schopenhauer y Scheler conducirán la metafísica del ser a través de categorías anímicas tomadas de la vida, de la voluntad y del impulso.
Aun exagerando el papel de estas formas anímicas, en todo caso dichos autores han enriquecido la problemática de la filosofía natural, poniendo de relieve aspectos objetivos de la realidad, que jamás se explicarían en una visión cuantitativo-mecanicista de la naturaleza.
El espíritu del pasado siglo, saturado de saber científico positivista, no vio en Schelling más que conceptos nebulosos y analogías de una fantasía desbordada, perfectamente inútiles para la ciencia. En ello, no careció del todo de razón, pero la verdad es que Schelling no pretendió suprimir ni sustituir el método de las ciencias físicas exactas. Dicho método atiende a un aspecto de la realidad y lo hace de un modo excelente. Pero Schelling no pudo creer que este aspecto cuantitativo-mecanicista constituyera el todo ni lo más esencial de la naturaleza. La filosofía natural, por oposición a la ciencia natural, tiene por objeto, según Schelling, descubrir el núcleo íntimo, principio y fuente de donde emanan los fenómenos. Estos fenómenos pueden ser medidos con un método físico-matemático; pero no son sino un aspecto parcial y periférico, no la totalidad. Esta totalidad es la que ilumina Schelling mediante el concepto de vida. Es una vida creadora, natura naturans, no una simple suma de fenómenos.
El Romanticismo tuvo una sensibilidad especial para esta concepción; vivir y sentir fueron para él conceptos centrales. Por ello, Schelling vino a ser el filósofo del Romanticismo.
Filosofía trascendental
Del sujeto al objeto. En la filosofía trascendental, paralela a la filosofía de la naturaleza, Schelling recorre el camino inverso; muestra en él, de modo parecido a Fichte en la Teoría de la ciencia, cómo se explican las realidades del objeto y de la naturaleza a partir, respectivamente, del sujeto y del espíritu. No se deducen ciertamente como posición del «yo», a la manera de Fichte, como si la naturaleza no fuera otra cosa que un producto de la autovivencia del «yo», sino que a un ojo penetrante la naturaleza se le revelará como algo que está ya allí detrás de la vida del espíritu. Es un proceso similar al usado en la filosofía de la naturaleza para demostrar que detrás de la naturaleza está el espíritu.
En el pasaje «Der Frühling» (La primavera) de la obra Clara, oder über den Zusammenhang der Natur mit der Geisteswelt (Clara, o sobre la correspondencia entre la naturaleza y el mundo del espíritu), encontramos estas expresiones: «Nuestro corazón no se satisface con la simple vida del espíritu. Hay algo en nosotros que tiene exigencias de realidad esencial. […] Lo mismo que el artista no descansa en la idea de su obra sino sólo cuando ha llegado a la representación corporeizada, y todo el que está inflamado por un ideal anhela plasmarlo o hallarlo en una forma corporalmente visible, así también la meta de todo anhelo es la perfecta traducción corpórea, como destello y copia de la forma espiritual perfecta». Estas palabras nos revelan cómo se puede objetivar el espíritu según Schelling.
Tres partes comprende la filosofía trascendental: la filosofía teorética, la filosofía práctica y la filosofía estética.
Filosofía teorética. En la primera parte, la filosofía teorética, se nos da el modo como se desenvuelve la naturaleza a partir de la inteligencia. A los grados de la autoconciencia corresponden, en efecto, otros tantos grados de realidad. La sensación y la intuición creadora producen la materia; la intuición externa e interna crean el espacio y el tiempo, lo mismo que las categorías, y la abstracción hace a la inteligencia distinguirse de sus productos. La materia es el espíritu apagado; la naturaleza es la inteligencia fosilizada en el ser; sus cualidades son las sensaciones desvitalizadas, los cuerpos son intuiciones esquematizadas. Todo el proceso se realiza de un modo inconsciente.
Filosofía práctica. La segunda parte, la filosofía práctica, muestra cómo se originan también de la inteligencia las acciones libres realizadas conscientemente. Sobre ellas descansa la historia. A pesar de dar ésta muchas veces la impresión de confusión y falta de sentido, está guiada por el espíritu y se encamina hacia un orden perfecto en el derecho y en el Estado. Así surge, de las posiciones libres y conscientes del espíritu, una segunda naturaleza superior, el mundo de la libertad. Desplegar su estructura fundamental es el cometido de la filosofía práctica. Es todavía aquella libertad ideal que es «pura» voluntad, la que otros pensadores, y entre ellos el mismo Schelling posterior, no reconocerán como efectiva libertad.
Filosofía del arte. En la tercera parte de la filosofía trascendental Schelling nos da su filosofía del arte. Constituye una síntesis de la filosofía teorética y de la filosofía práctica, y pone de manifiesto que lo inconsciente y lo consciente coinciden en una realidad. En el arte y en las creaciones artísticas tienen su encuentro, en polaridad e identidad, naturaleza y espíritu, consciente e inconsciente, ley y libertad, cuerpo y alma, individualidad y universalidad, sensibilidad e idealidad, finito e infinito. El secreto de la belleza está en que lo infinito desciende a encarnarse visiblemente en lo finito y en que lo finito se torna símbolo de lo infinito.
Esto hablaba a los románticos de modo particularmente expresivo. A la luz de tales teorías es dado ahora entender e interpretar los fenómenos históricos de la cultura, los poetas, las obras artísticas, costumbres y usos, formas de derecho y de Estado, mirándolas en su individualidad y juntamente en su valor intemporal, como hechos prendidos a un tiempo, espacio e historia y, no obstante, trascendidos por una dimensión ideal eterna. Nunca pudo hacer tal la mentalidad de la Ilustración, con sus esquemáticas abstracciones.
Todo esto concordaba de maravilla con las aspiraciones románticas; concretamente con la interpretación crítica del arte de un August Wilhelm Schlegel, que quería ante todo una vena de sentimiento y una potencia de genio individual y creadora, con la ciencia de la historia de un Ranke, para quien cada periodo histórico se sitúa inmediatamente ante Dios, es decir, ante un árbitro absoluto e intemporal; con la escuela histórica del derecho de Savigny, que valora particularmente el espíritu popular, la tradición, las costumbres e instituciones jurídicas, mirándolo todo como concreta objetivación del espíritu; con la filosofía, como ciencia del lenguaje y de la cultura, y con la investigación de los mitos y cuentos en los hermanos Grimm, Wilhelm von Humboldt y los hermanos Schlegel.
El resumen más conciso de la filosofía del arte de Schelling lo ofrece su conferencia «Ueber das Verhültnis der bildenden Künste zur Natur» (Sobre la relación de las artes plásticas con la naturaleza, 1807), que puede recomendarse en general como la mejor introducción al pensamiento de Schelling.
Filosofía de la identidad
La filosofía de la naturaleza tenía, como meta de su desarrollo, el espíritu, en el que al fin ella se contempla a sí misma conscientemente; ésa fue su tendencia constante, porque en el fondo siempre fue espíritu. En la filosofía trascendental, por el contrario, el espíritu se objetivaba, pues es propiedad suya el proyectarse siempre en una representación sensible como naturaleza. Estas dos direcciones sucesivas de Schelling preparan y perfilan la tercera fase de su pensamiento, la filosofía de la identidad.
Lo idéntico. La nota de la identidad intemporal, el «fue ya siempre», ocupa ahora el primer plano y penetra todos los aspectos. Naturaleza y espíritu, objeto y sujeto, realidad e idealidad son idénticos. La naturaleza es el espíritu visible, y el espíritu, la naturaleza invisible; en el fondo y en la esencia, no obstante, se trata siempre de lo mismo y único. Para admitir tal identidad Schelling se basa en que toda ciencia y toda verdad exigen la conformidad de nuestro conocimiento con su objeto. Pero jamás se podrá conocer tal conformidad sin presuponerse una originaria identidad de espíritu y ser.
En el mundo fenoménico finito ocurre ciertamente que un lado predomina sobre el otro en las cosas. Donde prevalece la realidad, el lado del objeto, tenemos el reino de la naturaleza; donde prevalece lo ideal, el lado del sujeto, tenemos el reino del espíritu y de la historia. «Pero en todo devenir, de cualquier género que sea, van siempre juntos, aunque en diverso grado, lo subjetivo y lo objetivo, lo ideal y lo real» (Werke, IV, 337s, ed. jubilar). En ambos reinos se distinguen grados. Los principales grados o «potencias» son materia, luz y organismo, en la esfera de lo real: intuición, entendimiento y razón, en la esfera ideal. A más idealidad presente en un ser, más alto grado le corresponde.
Lo absoluto. Pero, no obstante las diversidades, todo es siempre lo mismo. Schelling lo llama lo absoluto o lo divino. Este «uno» divino es lo que hay en todo de idéntico. En él hay plena coincidencia de opuestos anterior a toda escisión dual. Dios es la absoluta indiferencia de los contrarios. Y ¿cómo se deriva lo múltiple de este uno? La absoluta indiferencia, dice Schelling, se diferencia a sí misma, pero sin comprometer la unidad. La unidad necesita incluso de los contrarios, y la indiferencia sólo es real en la diferencia de los contrarios.
Para comprender mejor este proceso de diferenciación, podremos representarnos el absoluto de Aristóteles como espíritu que se contempla a sí mismo (nόhsij no»sewj). Tenemos en ello una unidad en la sustancia y una polaridad de objeto y sujeto en la contemplación. Así pues, los contrarios fundamentales son naturaleza y espíritu, con sus ya referidas «potencias» o fases de desarrollo. Emanados de aquella autocontemplación divina, los órdenes o grados del todo son, consiguientemente, ideas de Dios, ideas del espíritu divino, al modo como lo enseñó ya el neoplatonismo; el mundo todo viene así a transformarse en una revelación de Dios. Y ¿no diremos mejor que el mundo es divino? En razón de esta identidad, esta filosofía ha sido considerada siempre como panteísmo.
Del Cusano a Schelling. Pero el concepto de panteísmo es un concepto muy difícil y complejo, y además conviene aquí tener en cuenta el contexto histórico y doctrinal en que se inserta Schelling, especialmente con su concepto de la absoluta indiferencia. Para llegar a la indiferencia del absoluto, nos dice, «ninguna regla más acertada podemos prescribirnos a nosotros mismos y a los demás, para tenerla siempre ante los ojos, que la que nos dejó un filósofo anterior a nosotros con estas palabras: para internarse en los más profundos misterios de la naturaleza es preciso explorar incansablemente los últimos reductos opuestos y contradictorios de las cosas […]».
El filósofo aquí aludido por Schelling es Giordano Bruno, cuyos conceptos básicos, vertidos en el De la causa, principio et uno, pudo leer en el apéndice a las cartas de Jacobi sobre la doctrina de Spinoza. Pero más allá de Spinoza y de Bruno hay que referir la indiferencia del absoluto de Schelling a la coincidentia oppositorum de Nicolás de Cusa, del cual Bruno tomó su coincidencia en el absoluto, y al cual también debidamente encomia en la obra citada, aunque no lo nombra expresamente en el pasaje que más de propósito utiliza. A esta última circunstancia se debe el que no se haya advertido suficientemente el nexo histórico que liga en Schelling el idealismo alemán con Nicolás de Cusa. Y, sin embargo, es un hecho firmemente asentado el enlace con el auténtico fundador de la filosofía alemana, con el hombre que constituye al mismo tiempo el puente de unión con el Medievo y la Antigüedad, pues de él tomó Giordano Bruno sus conceptos fundamentales. A pesar de esto, se ha mencionado siempre únicamente a Spinoza y a Bruno como únicos predecesores, del mismo modo que se vio siempre a Bruno como el precursor de la mónada de Leibniz, cuando, también en este caso, Bruno recibe el influjo del Cusano y también de Paracelso.
En realidad, pues, el idealismo objetivo no viene sólo a renovar las tendencias de aquellos hombres pertenecientes a la primitiva filosofía alemana, sino que hay también en él una reactualización de los problemas de la metafísica clásica occidental y de su tema central de las relaciones entre Dios y el mundo. Prueba de ello es la importancia que adquiere lo uno y lo múltiple en el Cusano y en el neoplatonismo, como se puede apreciar en el De principio de Nicolás de Cusa, que debería siempre leerse junto al Bruno de Schelling. Tal problemática la plantea de nuevo Schelling, al revés que Kant y contra su subjetivismo trascendental, sobre la base de una auténtica objetividad. Con la filosofía de la identidad, que deduce los seres particulares a partir del «ser», mediante una autodiferenciación de éste, y traduce la variedad cósmica en ideas de la mente divina, Schelling quebranta el subjetivismo kantiano. Este aspecto no debería pasarse por alto al enjuiciar la filosofía de la identidad. La investigación ha demostrado que Schelling, en todo caso, entre los años 1806 y 1821, no defiende ningún panteísmo dinámico, como frecuentemente se ha afirmado. Su intento era más bien rescatar la creación del mundo y el acontecer mundano de todo puro capricho y, para ello, deducirlo de una necesidad divina. Dios nunca está sin el mundo. Y al efecto, la comparación espinoziana del triángulo y la suma de sus ángulos igual a dos rectos (cf. supra, pág. 72). Más tarde, ya en 1814, esta concepción está superada, y desde 1820 Schelling no se cansará de polemizar contra la salida necesaria de las cosas de Dios, al modo de Spinoza, y de postular la libre voluntad de Dios.
¿Panteísmo? Pero si las explicaciones que da Schelling de la identidad le empujan peligrosamente al panteísmo, volver a prestar atención a Nicolás de Cusa nos puede señalar las vías por las que dicho peligro podría obviarse. El Cusano lo sorteó afincando en la idea de la participación, que aseguró siempre la necesaria distinción de Dios y el mundo, aun dentro de aquella explicatio y complicatio del mundo de Dios y en Dios.
Con ello quedaría soslayado el panteísmo en el plano óntico. Pero ¿no subsistiría todavía el peligro en el plano gnoseológico? El «espíritu», que crea un mundo en la filosofía trascendental de Schelling, reviste caracteres de espíritu divino. Sólo el intellectus archetypus es creador; sólo en él coinciden pensar y ser. Pero Schelling admite una originaria identidad de naturaleza y espíritu, pues sin ella, según veíamos hace un momento, nunca sería concebible la conformidad de la verdad subjetiva y objetiva.
Es la intuición intelectual de nuestra razón la que nos revela aquella identidad. Es ella la fuente auténtica del saber. Jamás verá la verdad quien no la contemple en lo eterno. La verdad está sólo en el saber absoluto, en un saber que está en Dios y es de Dios. El concepto de intuición intelectual procede inmediatamente de Fichte; pero la cosa es ya antigua y en Schelling está este concepto más cerca de la tradición metafísica de la philosophia perennis que de Fichte. En Fichte, en efecto, quedaba empañado con su sabor subjetivista, si bien aún en él la misión asignada a esta intuición intelectual era la misma que antiguamente se le dio, a saber, fundamentar la ciencia y constituir la filosofía primera.
En Schelling se hace viva de nuevo la tradición filosófica de la Antigüedad que hemos denominado, otras veces, ideal-realismo, con su peculiar concepto de la verdad ontológica. Según esta concepción, el sujeto empírico y su espíritu situado en el tiempo puede errar aquí y allá, pero el espíritu tiene siempre la verdad y revela el ser. Más aún, de este último espíritu vale decir que su verdad es el auténtico ser y que Dios es la verdad y es el ser, pues Él es el lugar metafísico de las ideas eternas.
Los puntos capitales de esta gran línea de pensamiento han quedado fijados por Platón, con su idea del bien, fundamento del ser, de la verdad y del valor; por Aristóteles, con su noῦj poihtikόj, inmixto, impasible, inmortal y divino; por san Agustín, con su teoría iluminacionista; por san Anselmo, con su verdad ontológica; por san Buenaventura, con su ejemplarismo; por santo Tomás, con el apriorismo de su intellectus agens; por Nicolás de Cusa, con su unum; por Descartes y Leibniz, con sus ideas innatas. Pero hemos también de incluir en la serie a Plotino, Averroes, Giordano Bruno y Spinoza, aunque en ellos se da la variante panteísta. Por largo tiempo no se ha querido ver detrás de Schelling más que a Giordano Bruno y a Spinoza, y a la luz exclusiva de ellos se lo ha interpretado. La comprobación histórica de que más allá de estos pensadores hay un enlace con el Cusano, hará posible una interpretación históricamente más profunda y objetivamente más acertada.
Gnosis
En la filosofía de la naturaleza y en la filosofía trascendental, Schelling mira el mundo como una obra de arte divina. Como autodespliegue de Dios que es, el mundo tiene que resultar algo magnífico y hermoso. Este optimismo va cediendo paso a paso desde el tiempo de Wurzburgo, en la Filosofía de la libertad, de 1809, así como en las Lecciones privadas de Stuttgart, del invierno de 1809-1810. Bajo el influjo de Baader, que despertó el interés por J. Böhme, interés ya familiar a Schelling por sus relaciones con los pietistas suavos y círculos místicos en torno a Ch. Oetinger, surge una problemática que rebasa la filosofía del saber y de las esencias, para captar nuevas facetas de lo real, como la voluntad y el mal, el devenir y la historia, lo divino y lo antidivino dentro del proceso mundano. Es el aspecto de la filosofía de Schelling que ejercerá especial influjo en Schopenhauer, Eduard von Hartmann, Bergson, Scheler y Berdiaev.
Filosofía de la libertad. En las Philosophische Untersuchungen über das Wesen der menschlichen Freiheit (Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana), el absoluto se convierte en voluntad. La marcha evolutiva del mundo no se basa ya en una simple diferenciación hasta el infinito de la conciencia como saber, sino que gravita sobre la voluntad, constituida ahora en fundamento del proceso mundano.
Voluntad ciega. La voluntad tiene que explicar primeramente el mal y la culpa en el mundo, para lo cual quedó siempre escaso lugar en una visión del proceso mundano como dialéctica de las ideas, tanto al modo de Platón como del neoplatonismo. Así se persuade Schelling de que no podría surgir el mal en el mundo si éste dependiera total y exclusivamente, en su ser y evolución, de la razón divina o de una voluntad puramente racional. Hay que admitir, pues, en el mismo fondo originario de la realidad, en el absoluto mismo, además de la voluntad racional, otra voluntad irracional, que sea fuente del mal y de la culpa. El absoluto no es ya la voluntad pura de Fichte, ni aquella libertad divina de Spinoza, que era igual a necesidad, por equivaler a una perfecta rectitud y sabiduría, sino que es voluntad ciega, oscura, «simple» voluntad, puro impulso sin rumbo de idea (estamos condenados a ser libres, dirá Sartre, entendiendo de un modo similar la libertad); de manera que pueda obrar también el mal y de hecho lo haga, puesto que es siempre voluntad y libertad.
Pecado original en el fundamento mismo. Así se llega a una discordia en el absoluto, a un pecado de origen en el seno mismo del principio último, tal como lo admitieron los gnósticos y en tiempo más reciente J. Böhme, de quien, en esto, depende Schelling. De este pecado primitivo del fundamento, como de su fuente original, deriva cuanto de malo, irracional e imperfecto se da en la realidad, mientras todo lo bello, racional e iluminado por el fin descansa en la voluntad «clara» de Dios, en el logos.
El absoluto, que abarca ambos aspectos, luz y tinieblas, no es ya un simple origen primero del ser, sino un «sin fondo» (recuérdese a Böhme), e implica un principio de explicación universal aun para todo lo que de irracional hay en la vida del individuo: pecado, culpa, tragedia, y para todo lo enigmático, paradójico y sin sentido de la historia de los pueblos y de la humanidad.
Hay que distinguir en el absoluto como dos voluntades; una «clara», que lleva el sentido de lo universal, organizadora del todo, al que imprime un orden unitario, ideal, hacia fines supremos; otra ciega, tenebrosa, irracional, dispersa, rebelde a toda unidad y orden, atenta sólo a la parte y a sus caprichos egoístas individuales.
Sentido de la historia. En la naturaleza inferior al hombre, la voluntad individual está aún dominada por la voluntad universal, como lo muestran las leyes generales del mundo físico. Pero tan pronto como se produce el hombre, elevado sobre el plano común de los seres de la naturaleza y convertido en un ser consciente de sí y capaz de decisión libre, es decir, hecho una «persona», surge, juntamente con la libertad, la posibilidad y la realidad de la culpa, la lucha entre el bien y el mal.
La historia no es otra cosa que esta lucha entre la luz y las tinieblas, entre el bien y el mal, entre la voluntad universal y la voluntad particular. Pero justamente en esta oposición al mal y en la superación del ciego impulso natural se desarrolla lo verdaderamente divino. Recuérdese a Fichte. Para éste, la naturaleza es el material del deber con el que se ha de contrastar y acrisolar el «yo». En realidad, la criatura, dentro de su voluntad de capricho y de pecado, anhela la «clara» voluntad universal. Tiene conciencia de que anda errada y de que en su egoísmo sólo abraza lo inauténtico y falso, y de que debe retomar el camino hacia la luz. Si admite los rayos de esta luz y se subordina a ella, se salvará. La historia de la humanidad es también, según esto, la historia de la salvación y del retorno del mundo a Dios.
Teogonía. Pero esta filosofía de la historia encierra al mismo tiempo una teogonía. El absoluto, igual a sí mismo, está sometido a un proceso de evolución; primero dormita aún la voluntad ciega; Dios no se ha desplegado y tiene todavía contraída en sí su posibilidad (Deus implicitus); pero luego se despierta la voluntad ciega y se da el pecado de origen en Dios; como consecuencia de ello se produce la entrada del mal en el mundo y en el hombre; no son ya puros conceptos en la mente de Dios, se entabla de hecho la lucha entre la luz, y las tinieblas, lucha que termina con la victoria de la luz, cuando el mismo mal viene a ser penetrado por el espíritu divino y encuentra así su salvación. Entonces Dios se ha manifestado plenariamente. Es, como dice Oetinger, parecidamente al Cusano, un Deus explicitus, alcanzando con ello su propia perfección.
Filosofía positiva. Schelling, que ha chocado con el factor libertad y con el factor historia, advierte con evidencia que el empeño de la dialéctica en uso de racionalizarlo todo fracasa; que tiene un límite, consiguientemente, el método racionalista a ultranza, inaugurado por Descartes y seguido por Spinoza, Leibniz, Wolff, Kant y Fichte. Quedará también condenado al fracaso el intento de Hegel de elevar aquel método a un sistema universal del saber y del ser. Justamente en ello ponemos la gran significación de la filosofía posterior de Schelling. No quiere dormirse en la confiada seguridad de la dialéctica. Como Kierkegaard, también Schelling ve despuntar en ella el peligro de charlatanería ingeniosa, pero vacía. Ya en su tiempo tuvo buena ocasión el mismo Schelling de polemizar desde su cátedra de Múnich contra Hegel, y no pudo menos de hacerlo desde su punto de vista; al igual que hoy la filosofía de la existencia, y todo pensamiento vuelto a lo histórico, ha de tomar forzosamente posición contra Descartes.
Lo que necesitaba ahora Schelling eran hechos; sin ellos no podía estudiarse la voluntad ni la historia. Y así desarrolla ahora su «filosofía positiva». Rebusca para ello en la mitología, en las grandes religiones, en su revelación y en la mística, porque en la verdadera esencia de lo humano y lo divino se hacen patentes en su entrelazamiento con la voluntad, la libertad, el pecado, la culpa, la salvación, en su positividad empírica. Una comparación de la exégesis de Schelling del prólogo al Evangelio de san Juan con la de Fichte (éste en la Exhortación, 1806, 21828; aquél en la Filosofía de la revelación, lec. 28) daría una idea exacta de la filosofía positiva. Fichte dice allí (lec. 6; Werke, V, 479) que admitir una creación de cosas finitas subsistentes fuera de Dios equivaldría a introducir en Dios el capricho absoluto, lo que sería una deformación del concepto de Dios y de razón. Para Fichte, el omnia per ipsum facto sunt se traduce a su lenguaje así: «Tan originaria como la esencia misma de Dios es su existencia; ésta es inseparable de aquélla e igual a ella y esta existencia divina en su propia materia es necesariamente saber, y sólo en este saber se han hecho realidad el mundo y todas las cosas que en el mundo son» (Werke, V, 481). Esto se traduce ahora en Schelling: «Todo está comprendido simplemente en el saber», y como el saber mismo es ya la existencia divina, nada es y nada se hace de Dios; y como aquello de lo que nada se hace es ello mismo nada, el Dios de Fichte no existe (Filosofía de la revelación, lec. 28; Werke, VI, 494, ed. jubilar). El último Schelling no se contenta con esto. Quiere justamente lo que rechaza Fichte. Por ello Schelling termina su interpretación del texto evangélico caracterizando la encarnación como un hecho histórico, positivo y libre. «Hemos visto su gloria», cita él, y afirma expresamente que en este «hemos visto» está toda la fuerza (Werke, VI, 509, ed. jubilar).
Ésta es su filosofía positiva, que deja a salvo de nuevo la empiria y la historicidad, irreductibles. Es su filosofía de la existencia; más exactamente, para no mentar el «empirismo» inglés, su filosofía de la libertad, pues la creación sale ahora de la libre voluntad de Dios, y libertad significa único, opaco, impenetrable, dialécticamente irreductible. Habrá de sacarse de ahí finalmente la consecuencia de que es necesaria una filosofía enteramente distinta de la aclimatada por Kant para poder comprender este hecho (Werke, VI, 496). Y saber esta historia, esta historia de salvación (el Schelling de la última época se acercará más y más al cristianismo), es de más valor que todo otro saber (Werke, VI, 510). Pero ¿cómo quiere Schelling saber estos «hechos»? Tropieza con la misma problemática que atormenta hoy a aquellos teólogos que creen más en Kant que en la Escritura y ahora se preguntan sobre el valor de predicación del lenguaje religioso. Kant habrá negado que hubiera allí algo que «saber». Schelling no es suficientemente histórico para creer en la cuenta de los presupuestos empíricos de la filosofía moderna creados por los ingleses, igual en esto que Kant y Fichte, que tampoco lo advirtieron (cf. supra, págs. 274s). Tan sólo capta la incapacidad de la filosofía negativa, pero no se puede librar de ella y clava sus dientes en la propia carne. Y se salva, como Heidegger, con el recurso a una suerte de mística. Quiere ir por un camino más alto que el del pensar, mas a pesar de sus esfuerzos, queda prisionero de él. Ha ocurrido siempre lo mismo en toda suerte de gnosis y mística, desde la «sabiduría celestial e incontaminada» de Filón.
Para exponer el desarrollo del absoluto en el mundo, Schelling echa mano de la acostumbrada triple etapa dialéctica adoptada por el idealismo alemán. En la Evolución del cristianismo, por ejemplo, distingue, también aquí influido por Oetinger, tres fases escalonadas: el cristianismo petrino o catolicismo, en el que domina la autoridad; el cristianismo paulino, o protestantismo, del que es característica la libertad, y el cristianismo joánico, en el que se reconcilian la fe y el saber. Pero las concepciones de Schelling son ahora cada vez más atrevidas y rebasan muchas veces toda medida y todo límite para dar en lo poético y aun en lo fantástico. Su filosofía empieza a diluirse en lo impreciso.
Los hombres de ciencia del siglo XIX han notado en Schelling multitud de conceptos erróneos y confusos. Es ésta la actitud de los eternos pedantes al modo de Wagner. Pero Schelling podía sentirse como verdadero Fausto hurgando osadamente todos los misterios de la naturaleza, pues corre la misma suerte que Fausto. Su espíritu se pierde en lo insondable.
Schelling y los románticos
Schelling tuvo una lucida corona de seguidores. Sobre todo fue el filósofo de los románticos, más aún que Fichte.
Escuela de Schelling. Mencionaremos varios personajes entre los influidos directamente por Schelling. Lorenz Oken (1779-1851), de quien G. Th. Fechner confiesa que, para él, fue largo tiempo un guía y que mantuvo siempre su «idea de una culminación unitaria y de una impregnación espiritual de toda la naturaleza». Karl Gustav Carus (1789-1860), cuya Psyche, con el subtítulo Zur Entwicklungsgeschichte der Seele (Sobre la historia de la evolución del alma, 1846), recobra ahora creciente interés, cuando Klages romantiza fuertemente la psicología y cuando el inconsciente adquiere un papel relevante, hasta el punto de que Carus se expresa en estos términos: «la clave para conocer la esencia de la vida consciente del alma está en la región de lo inconsciente». Friedrich Ast (1778-1841), benemérito de la historia de la filosofía, concretamente por su Lexikon platonicum. Josef Görres (1776-1847), que en sus escritos de juventud sobre filosofía natural piensa enteramente como Schelling y en su Mythengeschichte der asiatischen Welt (Historia de los mitos del mundo asiático, 1810) concibe aún, en la línea panteísta de la filosofía de la identidad, todas las religiones como formas de un único proceso de crecimiento orgánico, «con nacimiento en lo natural y con tendencia a transfigurarse en lo espiritual»: luego, en su Christliche Mystik (Mística cristiana, 1836-1842) avanza, como Schelling, hasta una posición teísta, que quedará sin embargo un poco lastrada con el sentido arcano teosófico y ocultista de la filosofía positiva de Schelling. Martin Deutinger (1815-1864), el más destacado esteta católico de mediados del siglo XIX, en el que influyen, además de Schelling, Görres y el más célebre discípulo de Schelling, Franz von Baader.
Franz von Baader (1765-1841), una de las figuras centrales, al igual que Görres, del círculo romántico católico de Múnich, profesor en la universidad de esa ciudad desde 1826, es sin duda el pensador más notable del círculo de Schelling, ya por el hecho de haber ejercido a su vez fuerte influjo en su mismo maestro, al despertar en él el entusiasmo por Jakob Böhme. Además de Schelling, influyen en Baader señaladamente el Maestro Eckhart, redescubierto por él, Kant, Herder, Lavater, Sailer, Saint-Martin y, sobre todo, J. Böhme y los libros de la Sagrada Escritura. Baader combate como Schelling el racionalismo. Está lleno de recelos contra la razón y construye más a gusto sobre la fe.
Filosofía como fe. Ni en su saber ni en su querer es el hombre suficiente en sí mismo, depende siempre de un poder superior. Todo nuestro saber es un «saber con» (con-scientia), es una concepción espiritual fecundada por el saber fontal de Dios. Sin Dios no podríamos saber nada. Si somos capaces de pensarnos a nosotros mismos y al mundo, es sólo porque Dios nos piensa y piensa al mundo. Así traduce Baader el cogito cartesiano con la fórmula cogito, ergo cogito et sum.
La mayor fatalidad de la filosofía moderna desde Bacon y Descartes ha sido, para Baader, el apartarse de la tradición religiosa. Él no quiere ser filósofo a tono con este espíritu recibido, en el que la ciencia no sólo abandona la fe, sino que se alza sobre ella. Se siente más bien intérprete de las revelaciones divinas y de las tradiciones autoritarias; su método es el de la teosofía y la gnosis. La filosofía, según Baader, ha de construir sobre las doctrinas religiosas recibidas. Tratará primero de Dios y ofrecerá con ello la ciencia religiosa fundamental, también llamada lógica o filosofía trascendental; después tratará de la naturaleza, y será una filosofía natural o cosmología, en el sentido de una doctrina religiosa de la creación; finalmente tratará del hombre, y desarrollará una filosofía del espíritu o ética y una teoría de la sociedad, igualmente sobre base religiosa. Esta tripartición nos recuerda la división de la filosofía dada por Hegel, si bien el sistema total se asienta sobre un fundamento distinto, que en Baader es la fe y la tradición religiosa, mientras en Hegel es la pura razón.
Fideísmo y tradicionalismo. Es esto un nuevo testimonio de las poderosas corrientes irracionalistas del siglo XIX, que tienen su principal exponente en el fideísmo y el tradicionalismo. Ambas direcciones ven en la fe un principio filosófico. El fideísmo hace descansar las verdades metafísicas, morales y sobrenaturales, exclusivamente sobre un «sentimiento»; así Jacobi y Schleiermacher. El tradicionalismo fundamenta la fe exclusivamente en la autoridad que la revela y transmite: así Bonald († 1840); Bautain († 1861) y Bonnetty († 1879); parecidamente Ventura († 1861) y Lamennais († 1854). La Iglesia católica se ha pronunciado contra tal doctrina, pues no puede aprobar una fe irracional y ciega. En esta actitud de la Iglesia pervive la herencia y el criterio de la Antigüedad y del Medievo.
Proceso mundano. Baader concibe el proceso mundano de modo análogo a un proceso de conocimiento. Como todo conocimiento tiene lugar en Dios y por Dios, así todo acontecer físico es acontecer divino, es propiamente una teogonía. Baader trata de escapar al panteísmo con la hipótesis de una doble creación, una dentro y otra fuera de Dios. La segunda afecta al mundo de los cuerpos y es consecuencia del pecado. Sólo en relación con ella surgen el espacio y el tiempo; la materia se convierte así, como suele ocurrir en toda gnosis, en una secuela del mal y encierra un castigo. El pecado clave del sistema es pecado de espíritus libres. Pero también en el mismo Dios Baader admite, con Böhme, un principio superior espiritual de luz y un principio inferior de naturaleza física, que debe ser sometido, precisamente, en el decurso del proceso mundano. Al hombre le cabe un papel en este proceso, esclareciéndose a sí mismo frente a la materia, y llenando así su parte en la liberación del pecado, en la desmaterialización y salvación del mundo. Es otra vez la victoria de la luz desde el fondo de la divinidad.
Baader y Kant. Baader tiene todo esto no por mera mística, sino también por metafísica y cree, por ello, ir de la mano con Kant, lo que nos prueba que sería falso ver en él sólo un teósofo. Asimismo se hace patente la transición operada en Schelling al idealismo objetivo y se confirma lo exacto que es ver en Kant a un metafísico. El tiempo postkantiano en buena medida no vio en él al demoledor de la metafísica, sino a su reformador, y creyó de buena fe continuar su obra aplicándose con celo a hacer metafísica.
Filosofía social. Dentro del marco religioso en el que se mueve toda su filosofía, Baader desarrolla también conceptos de tipo filosófico-social del más alto interés, y desde luego bastante más concretos que sus construcciones teosóficas.
Reacciona contra las modernas concepciones ateas del Estado, que parten invariablemente de un pacto político y no ven en la comunidad social más que una suma de átomos agregados entre sí por puras miras egoístas, y que en conjunto están accionados por la apetencia de poder y medro individual. Ejemplo de ello son los Estados de fuerza nacionalistas que tuvieron ante los ojos también Fichte y Hegel. Su resultado es siempre el despotismo, tanto hacia dentro como hacia fuera, ya descanse la soberanía en el pueblo, ya sobre un príncipe; pues el Estado de fuerza no reconoce en las relaciones interestatales derecho alguno de gentes ni tolerancia alguna en la vida interior, sino tan sólo el interés del más fuerte.
La esclavitud del proletario moderno frente al poder del capital es, según Baader, más bárbara que la servidumbre medieval. Contra estos abusos no valen decretos, que son a su vez expresión de situaciones de poder existentes; el remedio está en volver a tener conciencia del genuino espíritu de la comunidad, que consiste en la sumisión a las leyes de Dios. Ni el pueblo ni el príncipe, sino sólo Dios es el soberano. De él procede lo que a cada uno es debido. Fe en Dios, confianza en los hombres y voluntad de solidaridad son los fundamentos de la comunidad social. Tal comunidad crece orgánicamente en virtud de la misma vida y naturaleza del hombre. Sus formas externas son las clases sociales y las corporaciones; su alma, en cambio, no puede ser otra que el lazo íntimo ético-religioso que liga al hombre con Dios. Muy al revés de Kant, que separaba derecho y moralidad, Baader considera al Estado como un fenómeno de base religiosa y ética.
El ideal en este punto es el Estado cristiano. Baader lo enfrenta doctrinalmente con el Estado ateo fundado en la fuerza, y lo propone como el único que conduce a la verdadera solidaridad y es capaz de evitar la guerra de todos contra todos, entre los pueblos, clases e individuos. No es un Estado artificial creado por la fuerza, sino una auténtica vida humana y orgánica. Vive de Dios y vive en Dios. En él el hombre se encuentra llamado a colaborar en la restauración del mundo entero.
Pero la perfección ético-religiosa no tendrá lugar sino en un tiempo futuro, cuando también la Iglesia haya superado todas las escisiones internas y se hayan puesto de acuerdo las grandes autoridades de la vida del espíritu. Estas autoridades son, según Baader, la autoridad abstracta de la tradición, que impera unilateralmente en el catolicismo; la autoridad abstracta de la Escritura, propia del protestantismo; y la autoridad abstracta de la ciencia que se da en el racionalismo. El absolutismo de la razón pura debe ser superado, y restablecida en su lugar la unidad entre la ciencia y la fe.
Es de notar que Baader quiso ser católico y con esa disposición de ánimo murió, pero no llegó a un contacto normal con la autoridad eclesiástica, en particular con el papado.
Afines. En esta dirección se había movido también, un poco antes, el filósofo wurtemburgués y teólogo luterano Friedrich Christoph Oetinger (1702-1782), bajo el impacto de Böhme, igual que Saint-Martin y Baader mismo. Se hablaba también, como dice él, «impregnado del sistema de Malebranche, del esquema precósmico interior a la divinidad». Probablemente es Schelling quien empujó a Baader hacia Oetinger. Ambos, Baader y Oetinger, estuvieron, por lo demás, en contacto con el después obispo de Ratisbona J. M. Sailer (1751-1832). Entre los amigos de Baader contó también el filósofo de Münster, Christoph Schlüter. Tratándose de estos hombres viene a la boca la palabra «mística». Algo hay de verdad. Pero más importante es reconocer que todos ellos se esforzaron por liberar los conceptos de «realidad» y de «dado» de las estrecheces espacio-temporales en que estuvieron aherrojados per definitionem, desde los ingleses y todavía en Kant, para mirar de nuevo como real lo que también lo es y con más derecho que toda realidad sensible.
Obras y bibliografía
[F. VON BAADER], Sämtliche Werke, ed. por F. Hoffmann y otros, 16 vols., Leipzig, H. Bethmann, 1851-1860 (reimpr. Aalen, Scientia, 21987); E. SUSINI, Lettres inédites de F. von Baader, París, 1942. [F. CH. OETINGER], Sämmtliche Schriften, ed. por K. C. E. Ehmann, 2.ª parte: Theosophische Werke, Stuttgart, Steinkopf, 1858-1864. D. BAUMGARDT, Franz von Baader und die philosophische Romantik, Halle (Saale), Niemeyer, 1927; E. BENZ, «Franz von Baader und der abendländische Nihilismus», en Archiv für Philosophie 3, 1949, págs. 29-52; R. BETANZOS, Baader’s philosohy of love, Detroit, Wayne State University Press, 1999; T. GRIFFERO, Oetinger e Schelling: teosofia e realismo biblico alle origine del’idealismo tedesco, Segrate (Milán), Nike, 2000; F. HARTL, Franz von Baader. Leben und Werk, Graz-Colonia, Styria, 1971 (con selec. de textos); P. KOSLOWSKI (ed.), Die Philosophie, Theologie und Gnosis Franz von Baaders: spekulatives Denken zwischen Aufklärung, Restauration und Romantik,Viena, Passagen-Verl., 1993; J. NETTESHEIM, Ch. B. Schlüter. Eine Gestalt des deutschen Biedermeier, Berlín, de Gruyter, 1960; J. ROESSLE, Oetinger. Der Theosoph des Scwabenlandes, Metzingen, Franz, 31981; J. SAUER, Baader und Kant, Jena, Fischer, 1928; R. SCHNEIDER, Schellings und Hegels schwäbische Geistesahnen, Wurzburgo-Aumühle, Triltsch, 1938; J. SIEGL, Franz von Baader: ein Bild seines Lebens und Wirkens, Múnich, Bayerischer Schulbuch Verl., 1957; H. SPRECKELMEYER, Die philosophische Deutung des Sündenfalles bei F. Baader, Wurzburgo, Becker, 1938; E. TOURPE, «Manifestation et Médiation. Franz von Baader lecteur de Jacob Boehme», en Archives de philosophie: recherches et documentation, 69 (2), 2006, págs. 217-242.
Friedrich Schleiermacher (1768-1834) es la réplica protestante de Baader. Oriundo de la comunidad de hermanos moravos de Breslau, fue desde 1804 profesor de teología en Halle y luego en Berlín. Durante toda su vida es heraldo de una religión del sentimiento, típicamente protestante, sin dogmas, y al estilo del pietismo «de grado superior». Son famosas sus Reden über die Religion an die Gebildeten unter ihren Verächtern (Sobre la religión: discursos a sus menospreciadores cultivados, 1799), y su Monologe (1800). Schleiermacher llevó a cabo en muchos terrenos una obra de importancia.
Aspectos generales. Fue un predicador eminente; se conquistó méritos en el campo de la ética, especialmente con su doctrina sobre los bienes, la virtud y el deber. Construyó en su Dialektik una gran teoría de la conciencia, en la que acometió una crítica a fondo de Kant y articuló los elementos idealistas y realistas de su filosofía en un «realismo ideal». Le sirvieron de guía en esta síntesis la filosofía de la identidad de Schelling y la fórmula espinoziana Deus sive natura, y a la luz de estos motivos pretendió armonizar equilibradamente lo real con lo ideal, la naturaleza con el espíritu.
No ocupan el último puesto en el haber de Schleiermacher las excelentes traducciones que hizo de Platón y el impulso dado por él para un nuevo estudio de Aristóteles.
Filosofía de la religión. Pero el principal significado histórico de Schleiermacher está en el terreno filosófico-religioso, y de un modo especial dentro del protestantismo. Desde Schleiermacher existe en el seno de éste un movimiento investigador de los fundamentos teológicos. Kant ya había dado antes una solución negativa al problema de la esencia de la religión; «me vi obligado a eliminar la ciencia para levantar la fe». Esto trajo consigo el peligro del agnosticismo extensible a todo conocimiento religioso. Puesto todo del lado de la fe, desbancada radicalmente la ciencia, se centraba ahora todo el interés en desentrañar la esencia y contenido de aquella fe. En este punto se inserta Schleiermacher. También él es de la opinión de que la fe no se sustenta en un saber teorético sobre el mundo y Dios; en esto está con Kant. Pero la fe no constituye un código ético ni puede reducirse simplemente a lo moral; en esto se aparta de Kant. La fe es algo único, elemental e irresoluble; es un puro sentimiento, el sentimiento de absoluta dependencia respecto del todo. Intuición y sentimiento del universo, eso es la religión. En este sentimiento religioso se hace presente en nosotros, «se pone», en nosotros, el principio originario del mundo, lo mismo que «se pone» en nosotros la cosa externa en el acto de la percepción. Pero de ello no podemos tener conocimiento alguno teorético. Los enunciados y representaciones de la religión son tan sólo formas de expresión de nuestros sentimientos. Concebir los dogmas como enunciados filosóficos, o querer filosofar en teología, equivaldría a dislocar las fronteras de la ciencia y de la fe.
Es patente en Schleiermacher el contraste con la religión intelectualizada de Hegel y con la religión moralizada de Kant. El conjunto tiene, sin embargo, como trasfondo evidente a Kant. En efecto, es el sujeto quien «pone» a Dios en el acto de sentir. Muy a tono con ello veremos emerger en R. Otto el a priori religioso. La influencia de Schleiermacher corre en ancho cauce por toda la moderna filosofía protestante de la religión; además de en R. Otto, es notable ese influjo en H. Lüdemann, en G. Wobbermin, A. Titius, K. Beth y Th. Siegfried.
Crítica de Schleiermacher. La concepción de Schleiermacher deja el flanco abierto a los ataques. Su sentimiento no llega en realidad a tocar lo divino; se queda en un sentimiento algo vago y general del universo, acaso un sentimiento estético, al nivel del sentimiento de lo sublime de Kant.
Del lado católico han sido decididamente combatidos todos los brotes de ese cristianismo sentimental y estético, producto inmanente, que, bajo el influjo de Schleiermacher, desembocaron en las diversas formas del modernismo, aun en las mismas filas católicas. El catolicismo reconoce también que la fe no se agota, como acaso en Hegel, en un puro concepto y pura racionalidad. Pero abriga siempre el temor de que una fe que no contenga por ninguna parte elementos cognoscitivos, y particularmente no encuentre un fundamento racional previo en los praeambula fidei, deje de ser una fe racional y razonable (rationabile obsequium), y se quede en pura fe ciega, algo indefinible y vago, una suerte de ἄpeiron, como dirían los griegos.
Obras y bibliografía
Sämmtliche Werke, partes I-III (parte I: «Theologie», 13 vols.; parte II: «Predigten», 10 vols.; parte III: «Philosophie», 9 vols.), Berlín, Reimer, 1834-1864; Werke, 4 vols., ed. por O. Braun y J. Bauer, Leipzig, Eckardt-Meiner, 1910-1913 (reimpr., Aalen, Scientia 1967); Kritische Gesamtausgabe, partes I-V, ed. por H. Fischer y otros, Berlín, de Gruyter, 1980s; F. Schleiermachers Dialektik, ed. por R. Odebrecht, Leipzig, Hinrichs, 1942; Über die Religion. Reden an die Gebildeten unter ihren Verächtern, ed. por H.-J. Rothert, Hamburgo, Meiner, 1970; Monologen, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1984 (Über die Religion. Monologen, ed. por G. Meckenstock, Berlín, de Gruyter, 41995); Sobre la religión: discursos a sus menospreciadores cultivados, trad. de A. Ginzo, Madrid, Tecnos, 1990; Monólogos, trad. de A. Poca, Barcelona-Madrid, Anthropos, Ministerio de Educación y Ciencia, 1991; Los discursos sobre hermenéutica, trad. de L. Flamarique, Pamplona, Servicio de publicaciones de la Universidad de Navarra, 1999 (ed. bilingüe); Estética, trad. de A. Lastra y E. González de la Aleja Barberán, Madrid, Verbum, 2004.
H. J. BIRKNER, H. KIMMERLE y G. MORETTO, Schleiermacher filosofo, Nápoles, Bibliopolis, 1985; W. DILTHEY, Leben Schleiermachers, Gotinga, Vandenhoeck & Ruprecht, 1966-1970, 1985 (vol. 1: Denkmale der inneren Entwicklung Schleiermachers erläutert durch kritische Untersuchungen; vol. 2: Schleiermachers System als Philosophie und Theologie); F. FLüCKIGER, Philosophie und Theologie bei Schleiermacher, Zúrich, Evangelischer Verlag, 1947; H. G. GADAMER, Verdad y método, Salamanca, Sígueme, 1977, págs. 237-252; I. IZUZQUIZA, Armonía y razón: la filosofía de Friedrich D. E. Schleiermacher, Zaragoza, Prensa Universitaria de Zaragoza, 1998; TH. KAPPSTEIN, Schleiermachers Weltbild und Lebensanschauung, Múnich, Rösl, 1921; F. KATTENBUSCH, Schleiermachers Grösse und Schranke, Gotha, L. Klotz, 1934; W. H. PLEGER, Schleiermachers Philosophie, Berlín-Nueva York, de Gruyter, 1988; G. SCHOLTZ, Die Philosophie Schleiermachers, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1984; F. A. STAUDENMAIER, «Rezension zu Schleiermacher “Der christliche Glaube”», en Theologische Quartalschrift (Tubinga) 1833, págs. 266-329, 496-524, 639-700; C. C. STEIN, Schleiermacher’s construction of the subject in the introduction to The Christian faith: in light of M. Foucault’s critique of modern knowledge, Lewiston (NY), E. Mellen Press, 2001; N. T. TICE, Schleiermacher bibliography (1784-1984): updating and kommentary, Princeton (NJ), Princeton Theological Seminary, 1985; G. VATTIMO, Schleiermacher filosofo dell’interpretazione, Milán, Mursia, 1984.
La escuela romántica. Schelling y Schleiermacher tuvieron, como ya se ha indicado, una gran significación para la escuela romántica, cuyos adalides son: Novalis (Friedrich von Hardenberg, 1772-1801), Friedrich Schlegel (1772-1829) y Friedrich Hölderlin (1770-1843). No se contentaron con ser poetas, quisieron ser también filósofos, convencidos, por lo demás, de que poesía y filosofía se implican mutuamente. Consecuencia de ello fue su preferencia por la religión, el mito y el simbolismo, aspectos cada vez más acentuados en el marco del Romanticismo. Ya Aristóteles afirmó que el amigo del mito es, en algún sentido, también filósofo.
Friedrich Hölderlin influyó de un modo especial en Hegel joven, en Nietzsche y, más recientemente, en el cenáculo del poeta Stephan George. En Hegel por su anhelo de lo infinito, en Nietzsche por su teoría del maridaje de helenismo y germanismo, como tronco de un nuevo humanismo a la par bello y divino.
«Ser una cosa con todo lo que vive; retornar con beatificante olvido de sí mismo al todo de la naturaleza; ésa es la cima del pensar y del gozar. ¿No te parece hermosa la Hélade? ¿No ves cómo, gozosas por la nueva vecindad, ríen las eternas estrellas sobre nuestras ciudades y bosques; cómo el viejo mar, al asomarse por sus riberas a nuestro pueblo, recuerda a la hermosa Atenas y nos trae de nuevo la dicha, como a sus antiguos hijos, en olas placenteras?».
«¿Cuándo, oh genio creador de nuestro pueblo, cuándo te mostrarás por entero, alma de nuestra patria? Me inclinaré entonces hasta el suelo y la más leve cuerda enmudecerá ante ti, y confundido y silencioso, como flor de la noche, día celestial, acabaré alegrándome en ti, cuando todos aquellos con quienes compartí mi anterior tristeza, cuando nuestras ciudades brillen esplendentes, abiertas y vigilantes, teñidas del más puro fulgor, y los montes de la tierra alemana se conviertan en montes de las musas, como otrora los límpidos Pindo, Helicón y Parnaso, y luzca la libre, clara y espiritual alegría en torno al dorado cielo de la amada patria».
Filósofos del derecho y del Estado. Del círculo de Schlegel es preciso destacar dos figuras beneméritas de la filosofía política, ambos colaboradores de Schlegel en su revista vienesa Concordia, a saber, Adam Müller (1779-1829) y Karl Ludwig von Haller (1768-1854), los dos, como el mismo Schlegel, convertidos al catolicismo.
Müller censura de propósito la economía nacional de Adam Smith y toda concepción del Estado basada en un cálculo utilitarista; concibe más bien el Estado como un organismo viviente. De manera parecida a Friedrich Schlegel, considera al Estado como un gran individuo que comprende debajo de sí a todos los pequeños individuos particulares, con duración trascendente, y dotado de una ley de vida propia, y que, lo mismo que el hombre particular, no sólo de pan vive, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. La ley suprema del vivir descansa en los valores éticos, especialmente en la fidelidad, así como también en los valores religiosos. De ellos habrían de estar penetrados hasta lo más íntimo los ciudadanos del Estado. Pero también los Estados deberían unirse entre sí con los lazos de un derecho supranacional semejante. Por ello habrá que considerar todo acontecer histórico, en su verdadera esencia, como un movimiento desde Dios y hacia Dios, idea ya antes subrayada por Schlegel. La historia mirada como una lucha de fieras no traduce el verdadero ser del hombre, sino un estado de caída del hombre.
Con su concepto de la vida y de la ley superior el Romanticismo trajo una interpretación de lo histórico más profunda que la de la Ilustración, la cual, en vez de una vida orgánica, no vio sino un agregado de átomos, y nada supo de una vida más alta, por no entrar en sus cálculos otros factores que la presión y el choque mecánicos de los intereses egoístas de todos.
A través de la idea de la comunidad, considerada como vida, Müller influyó también en Friedrich Karl von Savigny (1779-1861), fundador de la escuela histórica del derecho. Frente a la concepción ilustracionista del derecho natural, para la que todo derecho es razón pura esquemática y alambicada, Savigny sostiene constantemente el crecimiento orgánico del derecho, en una realización progresiva a lo largo de la historia, a partir del alma del pueblo, que presenta en cada situación sus peculiares características.
También K. L. von Haller combatió la concepción iusnaturalista de tipo racionalista y enseñó una evolución orgánica del Estado a partir de una célula originaria, la familia patriarcal.
Obras y bibliografía
[F. HÖLDERLIN]: Grosse Stuttgarter Ausgabe, 8 vols., ed. por F. Beissner, Stuttgart, Kohlhammer, 1946-1985. Sämtliche Werke, Briefe und Dokumente in zeitlicher Folge, 12 vols., ed. y coment. por D. E. Sattler, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 2004. [NOVALIS]: Schriften. Die Werke Friedrich von Hardenbergs, 5 vols., ed. por R. Samuel junto con H.-J. Mähl y G. Schultz, Stuttgart, Kohlhammer, 31960-1988 (reimpr. Beck, Múnich 42001); Escritos escogidos, ed. por E.-E. Keil y J. Talens, Madrid, Visor, 1984 (al./cast.), también Barcelona, Orbis, 1998. [F. K. von Savigny]: De la vocación de nuestro siglo para la legislación y la ciencia del derecho, trad. de A. G. Posada, Buenos Aires, Heliasta, 1977; Textos clásicos, estudio preliminar de A. Squella, México, Universidad Nacional Autónoma, 1981. [F. SCHLEGEL]: Kritische Friedrich-Schlegel-Ausgabe, 35 vols., ed. por E. Behler con la colab. de J.-J. Anstett, H. Eichner y otros, Zúrich-Paderborn, Thomas-Schöningh, 1958s; Obras selectas, 2 vols., ed., introd. y notas por H. Juretschke, trad. de M. Á. Vega Cernuda, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1983 (vol. 1: Escritos de juventud [1796-1801] y Textos de transición [1803-1812]; vol. 2: Obras de madurez [1813-1828]); Poesía y filosofía, trad. de D. Sánchez Meca y A. Rábade Obradó, Madrid, Alianza, 1994.
R. ARGULLOL, El héroe y el único: el espíritu trágico del Romanticismo, Barcelona, Acantilado, 2008; L. V. ARENA, La filosofia di Novalis: epistemologia e gnoseologia, Milán, Angeli, 1987; Athenäum. Eine Zeitschrift, dir. por A. Wilhelm y F. Schlegel, 3 vols., 1798-1800 (reimpr. ed. por G. Heinrich, Leipzig, Reclam, 21980); M. BEESE, Novalis: Leben und Werk, Rostock, Neuer Hochschulschriftenverl., 2000; W. BENJAMIN, El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán, Barcelona, Península, 1988; R. BLANCO UNZUÉ, Die Aufnahme der spanischen Literatur bei Friedrich Schlegel, Frankfurt, Lang, 1981; R. BODEI, Hölderlin: la filosofía y lo trágico, Madrid, Visor, 1990; C. FRANTZ, Die Naturlehre des Staates, Leipzig, Winter, 1870 (reimpr. Aalen, Scientia, 1964); J. GARCÍA SÁNCHEZ, Conocer Hölderlin y su obra, Barcelona, Dopesa, 1979; R. GUARDINI, Hölderlin. Weltbild und Frömmigkeit, Maguncia, Matthias-Grünewald-Verl., 1996; TH. HAERING, Novalis als Philosoph, Stuttgart, Kohlhammer, 1954; R. HAYM, Die romantische Schule, Berlín, Weidmann, 51928 (reimpr. Hildesheim, Olms, 1961); M. HEIDEGGER, Hölderlin y la esencia de la poesía, trad. y coment. de J. D. García Bacca, Barcelona, Anthropos, 1989, 2000; id., Aclaraciones a la poesía de Hölderlin, trad. de H. Cortés y A. Leyte, Madrid, Alianza, 2005; D. HENRICH, Der Grund im Bewusstsein. Untersuchungen zu Hölderlings Denken, Stuttgart, Klett-Cotta, 1992; M. Á. MARTÍNEZ MONTALBÁN, El camino romántico a la objetividad estética: la filosofía del joven F. Schlegel como programa del primer Romanticismo alemán, Murcia, Universidad de Murcia, 1992; E. STAIGER, Der Geist der Liebe und das Schicksal. Schelling. Hegel und Hölderlin, Frauenfeld, Huber, 1935; P. SZONDI, Estudios sobre Hölderlin: con un ensayo sobre el conocimiento filológico, Barcelona, Destino, 1992.
Soloviev. El hecho de haber recibido influjos de Schelling y de Baader, y la afinidad de espíritu que hay entre él y Schelling, aun sin directa dependencia (Soloviev no es un epígono), justifica una mención aquí, por vía de apéndice, del gran pensador eslavo Vladimir Soloviev (1853-1900). El pensamiento y la obra de Soloviev se resumen en la idea y en el anhelo de la unidad; unidad en su concepción filosófica del ser y en su ideal religioso de unificación del pueblo ruso en el seno de Roma, centro de unidad de lo cristiano. Soloviev representa para Rusia lo que Newman para Inglaterra.
En su visión unitaria del ser, Soloviev trata de salvar, por un lado, la distinción de Dios y el mundo y, por otro, la continuidad de todo el ser, desde el principio creador, espíritu perfecto, divino y eterno, hasta la obra creada, finita, temporal y empañada por la culpa. La creación es una autorrevelación de Dios, realizada a través de la «sabiduría divina», intermediaria entre Dios y el cosmos, portadora en sí de los modelos de la creación, a modo de ideas platónicas. La unidad se rompe por la caída original y con ella entra el caos en el mundo; la historia es un drama doloroso de retorno a Dios, de reconquista de la unidad. El centro de la unidad recobrada es Cristo, símbolo del nuevo triunfo de lo eterno sobre lo temporal; al Reino de Dios, inaugurado por la resurrección de Cristo, están llamados a incorporarse todos los hombres, para cooperar a la gran obra mesiánica de volver el mundo a Dios.
Soloviev es un poeta filósofo, un espíritu hondamente religioso y un gran filósofo de la historia.
Obras y bibliografía
Prosveshchenie, San Petersburgo, 1901-1903, 10 vols., 21911-1914 (reimpr. Bruselas, Foyer Oriental Chrétien, 1976-1970, 2 vols. complem.); Deutsche Gesamtausgabe der Werke von Wladimir Solowjew, 8 vols., ed. por W. Szylkarski, Friburgo de Brisgovia, E. Wewel Verl., 1953s (al.); Teohumanidad: conferencias sobre filosofía de la religión, Salamanca, Sígueme, 2006.
W. VAN DEN BERCKEN, M. DE COURTEN y E. VAN DER ZWEERDE (eds.), Vladimir Solov’ëv: selected papers of the International Vladimir Solov’ëv Conference held at the University of Nijmegen, Holanda, septiembre de 1998, Sterling (VA), Peeters, 2001; M. GEORGE, Mystische und religiöse Erfahrung im Denken Vladimir Solov’evs, Gotinga, Vandenhoeck & Ruprecht, 1988; K. GROBERG, «Vladimir Sergeevich Solov’ev: a bibliography», en Modern Greek Studies Yearbook 14-15, 1998, págs. 299–398; H. DAHM y K. WRIGHT, Vladimir Solovyev and Max Scheler: Attempt at a comparative interpretation, Dordrecht, Reidel, 1975; A. LOSEV, Vladimir Solov’ev, Moscú, Mysl’, 1983; H. MOSMANN, Wladimir Solowjoff und «die werdende Vernunft der Wahrheit»: Keime zu einer Philosophie des Geistselbst, Stuttgart, Verl. Freies Geistesleben, 1984; L. MÜLLER, «Schellings Einfluss auf Russland», en Archiv für Philosophie 3, 1949, págs. 53-81; D. STRÉMOOUKHOFF, V. Soloviev et son oeuvre méssianique, París, Les Belles Lettres, 1935 (reimpr. Lausana, L’Age d’Homme, 1975); W. SZYLKARSKI, Solowjews Philosophie der Alleinheit. Eine Einführung in seine Weltanschauung und Dichtung, Kaunas, Universitatis Vytauti Magni, 1932; E. N. TRUBETZKOI, Mirosozercanie V. S. Solov’eva, 2 vols., Moscú, Izdatel’stvo «Medium», 1995.
HEGEL
En Hegel el idealismo alemán alcanza su punto culminante. Con un portentoso y universal dominio del saber en el campo de la naturaleza y en el de la historia, con una profundidad de pensamiento genuinamente metafísico y con un tono de radicalidad muy característico en él, Hegel acomete la empresa de mostrar el ser, en su totalidad, como una realidad espiritual y como una creación del espíritu. No sólo «en el principio era el logos», sino que «siempre es», lo crea todo y lo es todo. No le turba la materia ni le desconcierta la libertad del hombre. Y no es sólo que conozcamos nosotros la acción avasallante del logos; es el logos mismo el que conoce en nuestro conocer. La filosofía de Hegel es un idealismo absoluto, muy frecuentemente interpretado como un panlogismo. Y lo mismo que en Schelling, este espíritu es ahora mucho más que el «yo» del idealismo subjetivo de Fichte, explayado en un mundo que era creación y prolongación suyas. Ahora es el mismo espíritu absoluto del mundo, por lo que Hegel no se contenta con mirarlo unilateralmente ni desde el sujeto ni desde el objeto.
Para trazar su cuadro, concentra en un bello conjunto todos los motivos capitales de la historia espiritual de Occidente: metafísica griega del ser, especulación cristiana sobre Dios y filosofía profana de la Edad Moderna, con su divinización de la naturaleza y del hombre. Hegel se siente a sí mismo como la plenitud madura de todos los conatos realizados a lo largo de la historia para mirar al mundo sub specie aeterni, desde la idea de logos, ya en Heráclito, pasando por Platón, Aristóteles, san Agustín y la Alta Edad Media, hasta la fórmula de Spinoza, Deus, sive substantia sive natura.
Ahora bien, la filosofía de Hegel, más que como plenitud madura ha de considerarse como una tensión forzada hasta el límite de la metafísica occidental. En Hegel se pierde la antigua concepción del conocimiento, fiel a la relación fundamental de modelo y copia; naufraga la distinción esencial entre Dios y mundo y con ello la trascendencia, el «logos» absorbe lo que hasta entonces se había denominado «objeto»; reaparece el principio de la identidad monista; se hacen fluidas todas las fronteras. La omnilateralidad es tan vasta que no se sabe ya lo que vale, porque todo vale; todo se elimina recíproca y dialécticamente. Algunos creen que éste es precisamente el supremo arte de Hegel. ¿O estará ahí, acaso, su propia superación y eliminación?
Vida y obras
Georg Wilhelm Friedrich Hegel nació en Stuttgart, en 1770; es suabo, como sus amigos Schelling y Hölderlin: con ellos estudia en el seminario de Tubinga (cf. supra, pág. 284). Enseña primero, como profesor particular, en Basilea desde 1793; cuatro años después, en iguales condiciones, en Frankfurt, donde estrecha sus lazos de amistad con Hölderlin (el llamado periodo místico-panteísta, de 1793 hasta 1800, aproximadamente). Desde 1801 enseña en Jena al lado de Schelling, junto con el cual publica el Kritischer Journal für Philosophie; marcha luego, a causa de la guerra, a Bamberg, donde trabaja como redactor de periódico; finalmente es nombrado director de gimnasio en Núremberg en 1808. En 1816 obtiene una cátedra en la Universidad de Heidelberg; en 1818 va a Berlín, donde alcanza su máximo prestigio e influjo. Muere allí en 1831, probablemente de cólera.
De sus obras hay que mencionar, en primer lugar, los escritos teológicos de juventud, editados en 1907 por H. Nohl: Leben Jesu (Vida de Jesús), Die Positivität der christlichen Religion (La positividad de la religión cristiana), Der Geist del Christentums (El espíritu del cristianismo), entre otros, pues son importantes para la comprensión del origen y aun del fin de su filosofía. Significativo también para lo que viene después es el escrito de este tiempo Differenz des Fichteschen und Schellingschen Systems der Philosophie (Diferencia entre los sistemas filosóficos de Fichte y de Schelling, 1801). Entre las grandes obras de filosofía de Hegel hemos de mencionar: la Phänomenologie des Geistes (Fenomenología del espíritu, Jena, 1807); la Wissenschaft der Logik (Ciencia de la lógica, Núremberg, 1812-1816; vols. III-V de la antigua edición; 4 y 5 en Glokner); la Encyklopädie der philosophischen Wissenschaften, Heidelberg, 1817 (llamada Pequeña enciclopedia o Enciclopedia de Heidelberg; vol. 6 en Glockner); y las célebres Grundlinien der Philosophie des Rechts oder Naturrecht und Staatswissenschaft im Grundriss (Líneas fundamentales de la filosofía del derecho o Derecho natural y ciencia política en compendio, Berlín, 1821). A ellas hay que añadir la llamada gran Encyklopädie der philosophischen Wissenschaften im Grundriss (Enciclopedia de las ciencias filosóficas en compendio), que trata de lógica, filosofía de la naturaleza, filosofía del espíritu (vols. VI, VII, 1 y VII, 2 de la antigua ed.; 8, 9 y 10 en Glockner, con el título de System der Philosophie [Sistema de la filosofía]), y las Vorlesungen (Conferencias) sobre filosofía de la historia, sobre estética, sobre filosofía de la religión y sobre historia de la filosofía.
Obras y bibliografía
Ediciones: G. W. F. Hegels Werke, ed. completa por un grupo de amigos, 19 vols., 1832-1845, reproducción fotostática en Hegels Sämtliche Werke («Jubiläumsausgabe»), 20 vols., con una monografía y un Lexikon, ed. por H. Glockner, 1951s (citamos por esta ed., Werke, vol. y pág.). Ediciones críticas de muchas obras en la Philosophische Bibliothek, de Meiner, preparadas por G. Lasson, J. Hoffmeister y otros; también Gesammelte Werke, ed. en colab. con la Deutsche Forschungsgemeinschaft, ed. por la Rheinisch-Westfälische Akademie der Wissenschaften, Hamburgo, Meiner, 1968s; Werke, 20 vols., ed. por E. Moldenhauer y K. M. Michel, Frankfurt, Suhrkamp, 1969s (reimpr. 1991, biblio. e índices en el vol. 21; Vorlesungen. Ausgewählte Nachschriften und Manuskripte, Hamburgo, Meiner, 1983s. Trad. cast. de las principales obras: Enciclopedia de las ciencias filosóficas, 3 vols., trad. de E. Ovejero y Maury, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1917-1918 (introd. y análisis de la obra por F. Larroyo, México, Porrúa, 61990); Principios de la filosofía del derecho, trad de J. L. Vernal, Buenos Aires, Sudamericana, 1975 (Principios de la filosofía del derecho o Derecho natural y ciencia política, trad. de J. L. Vermal, Barcelona, Edhasa, 1988, reimpr. 2005); Escritos de juventud, ed. J. M. Ripalda, México, FCE, 1978; Filosofía real, ed. por J. M. Ripalda, Madrid, FCE, 1984; Diferencia entre el sistema de filosofía de Fichte y el de Schelling, ed. Juan A. Rodríguez Tous, Madrid, Alianza, 1989 (trad. de M. del C. Paredes Martín, Madrid, Tecnos, 1990); Fenomenología del espíritu, trad. de X. Zubiri, Madrid, Revista de Occidente, 1935 (trad. de W. Roces y R. Guerra, México, FCE, 1966, 4.ª reimpr. 1985; trad. de M. Jiménez Redondo, Valencia, Pre-Textos, 2006); Ciencia de la lógica, 2 vols., trad. de A. y R. Mondolfo, Buenos Aires, Solar, 61993 (Lógica, 2 vols., trad. de A. Zoraya, Barcelona, Folio, 2002); Fundamentos de la filosofía del derecho, trad., pról. y notas de A. Llanos, Buenos Aires, Siglo XX, 1987; Lecciones sobre la historia de la filosofía, 3 vols., trad. de W. Roces, México, FCE, 1955 (reimpr. 1996); Lecciones sobre filosofía de la historia universal, trad. de J. Gaos, Madrid, Revista de Occidente, 41974 (pról. de J. Ortega y Gasset, trad. de J. Gaos, Madrid, Alianza, 41989); Lecciones sobre filosofía de la religión, ed. y trad. de R. Ferrara, Madrid, Alianza, 1984-1987 (vol. 1: Introducción y concepto de religión; vol. 2: La religión determinada; vol. 3: La religión consumada); Estética, 8 vols., trad de A. Llanos, Buenos Aires, Siglo XX, 1983-1986 (vol. 1: Introducción; vol. 2: La idea de lo bello artístico o lo ideal; vol. 3: La forma del arte simbólico; vol. 4: La forma del arte clásico; vol. 5: La forma del arte romántico; vol. 6: La arquitectura y la escultura; vol. 7: La pintura y la música; vol. 8: La poesía); Lecciones de estética, 2 vols., trad. de R. Gabás, Barcelona, Península, 1989-1991 (trad. de A. Brotón Muñoz, Madrid, Akal, 1989); Estética, 2 vols., trad. de H. Giner de los Ríos, Barcelona, Alta Fulla, 1988; Enciclopedia de las ciencias filosóficas en compendio: para uso de sus clases, ed. de R. Valls Plana, Madrid, Alianza, 1997, 2008; Rasgos fundamentales de la filosofía del derecho o compendio de derecho natural y ciencia del estado, trad. de E. Vásquez, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000.
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De Kant a Hegel
Como otras veces, nos abriremos paso a la comprensión de nuestro filósofo esclareciendo la situación espiritual en que se inserta.
Crítica de Kant y de Fichte. El punto de arranque del pensamiento de Hegel es Kant, allí justamente donde, a juicio de los idealistas posteriores, Kant se quedó a medio camino. En Kant la espontaneidad del «yo» estaba circunscrita a las formas del objeto del conocimiento; sólo en este aspecto formal el objeto era fruto de las categorías del espíritu. Hegel suscribe esta apreciación y añade por su parte: «El principio de la independencia de la razón, de su absoluta suficiencia y espontaneidad en sí misma, hay que mirarlo desde ahora como un principio universal de la filosofía, como uno de los principios del tiempo».
Pero se plantea inmediatamente la pregunta: y un objeto así entendido, sobre la base de una total independencia y espontaneidad de la razón, ¿es todavía en realidad un objeto? Y se responde: «Si bien las categorías […] pertenecen al pensamiento en cuanto tal, no se sigue en modo alguno que, por eso, sean ellas algo exclusivamente nuestro y no sean también determinaciones de los objetos mismos» (Gran Encicl. § 42, 3; Werke, VIII, 131). Si la filosofía kantiana no toma en cuenta más que aquel aspecto parcial en la explicación del ser, resultará «lisa y llanamente un idealismo subjetivo que se despega del contenido» (Gran Encicl. § 46; Werke, VII, 137), al cual no es dado renunciar, pues, si según una antigua persuasión de los hombres, la determinación o función del espíritu es conocer la verdad, ello implica que los objetos, la naturaleza exterior e interior, en una palabra, lo objetivo, lo que es en sí, sea tal como es pensado, y así el pensamiento sea la verdad de los objetos.
Con esto, Hegel se abre camino, como ya antes su amigo Schelling, hacia el idealismo objetivo. No es ciertamente el realismo dualista, para el cual el «yo» es determinado por el «ser en sí» de las cosas; pues eso acabaría a su vez con la espontaneidad, que Hegel, según vimos antes, quiere dejar a salvo. El objeto tampoco puede ser una posición del «yo», como lo pensó Fichte, para salvar la libertad, pues entonces no habría ya auténtico objeto ni auténtica verdad que, como también vimos, quiere Hegel respetar en su carácter presubjetivo, de cosa encontrada por el sujeto.
Idealismo absoluto. La única salida que le queda a Hegel es que el pensar del hombre, en cuanto ese pensar es verdad y toca el ser, sea él mismo el pensar del espíritu del mundo, un pensar del espíritu cósmico que crea las cosas en que piensa y en el que, por tanto, coinciden pensar, verdad y ser. «Lo absoluto es la idea universal y única que, juzgando y discerniendo, se especifica en el sistema de las ideas particulares» (Gran Encicl. § 213; Werke, VIII, 423); o bien: «al discernirse a sí misma la idea en ambos fenómenos (espíritu y naturaleza) los determina como manifestaciones suyas (de la razón que se sabe a sí misma), y se da en ello por justo el doble hecho de que la naturaleza de la cosa, el concepto, es lo que progresa y se desarrolla, y este movimiento es, a la par, la actividad del conocer; la idea eterna, que es en sí y para sí, eternamente se actúa a sí misma, como espíritu absoluto, se produce y se goza» (Gran Encicl. § 577; Werke, X, 457).
Esto es idealismo absoluto. Pensar, ser y verdad, todo es idéntico al espíritu. Consiguientemente, «todo lo racional es real y todo lo real es racional» (cf. infra, pág. 382). El idealismo de Kant fue un idealismo crítico, demasiado tímido para llegar a un intellectus archetypus.
Hegel hace metafísica a despecho de la crítica de Kant, y la hace con singular audacia. Vuelve a tener ciencia del ser en sí objetivo de las cosas, lo traduce por espíritu, como una autodeterminación de la idea absoluta, y no contento con eso, ve en la filosofía pura al intellectus archetypus mismo. Dios es el que filosofa en el filósofo.
Dialéctica de la idea
Historia del ser y del espíritu. Pero ¿no había dicho ya todo esto Schelling? Efectivamente, por lo que toca a la identidad de espíritu y naturaleza; pero algo se le pasó por alto y, por esto, Hegel se desprende de Schelling en el prefacio a la Fenomenología del espíritu. Hegel subraya aquí el devenir y la evolución de lo absoluto en los pasos necesarios del pensamiento.
El devenir del ser. En este punto, Fichte ya había avanzado mucho. En su filosofía había trazado una historia de la conciencia y, en función de ella, del ser cósmico; sólo que en Fichte todo quedaba en lo subjetivo. Hegel rechaza este subjetivismo, pero suscribe la idea de la evolución; tan sólo va a dar ahora contenido y plenitud al absoluto.
El absoluto debe ser pensado como espíritu y por sí mismo activo, que se despliega incesantemente en una progresiva autodeterminación, pero sin perder la unidad en la multiplicidad, pues resuelve siempre en sí mismo todos los contrarios; es él, en efecto, el que, en el fondo de todo, se hace todas las cosas permaneciendo consiguientemente idéntico a sí mismo, como unidad total que es, de forma que sólo al fin del proceso es plenamente lo que es él en verdad. Así el idealismo de Hegel viene a ser una típica filosofía del devenir.
El absoluto necesita del devenir para encontrarse a sí mismo y se sostiene precisamente mediante una marcha de continuo desarrollo. «Lo verdadero es el todo. Pero el todo lo es sólo el ser que se completa a sí mismo en su desarrollo. Hay que decir del absoluto que es esencialmente resultado, que sólo al fin es lo que es de verdad» (Phänom., Prefacio, pág. 21 Hoffmeister; Werke, II, 35). El pensar se torna «fluido» para Hegel; se da un «movimiento de conceptos» y «este movimiento de las puras esencial constituye la naturaleza de la cientificidad en general» (Phänom., pág. 31 Hoffmeister; Werke, II, 35). Ya Platón se preguntó si el ser no era también movimiento y Aristóteles puso en el movimiento uno de los principios de su ontología; sin embargo, nunca se llegó hasta ahora a abandonar la estaticidad de los conceptos.
Hegel, Fichte y Kant. Hegel recoge la concepción dialéctica de Fichte, que, constituida ahora en algo así como el alma del espíritu, podrá explicar su vida interna y sus funciones peculiares. De nuevo tenemos el camino de tesis, antítesis y síntesis. El concepto se cambia en su contrario, pero los contrarios son superados en una fase superior, que es la síntesis de ellos. El nuevo concepto es a su vez tesis, que lleva nuevamente a la antítesis, y es luego también superada, y así continúa el proceso hasta que el espíritu haya producido de sí todo el mundo de los objetos. Pero sobre toda oposición y diversidad vence la unidad. La filosofía del devenir entraña, pues, un «movimiento del concepto», por virtud del proceso dialéctico, y el absoluto y lo idéntico no son ya, como en Schelling, un concepto vacío, abstracto, la indiferencia, aquel universal que nada dice de lo contenido en él (Phänom., pág. 21 Hoffmeister; Werke, II, 24). sino que reciben ahora contenido y plenitud. La peculiaridad del método dialéctico en tres etapas puede enlazar, a través de Fichte, con Kant, cuya deducción trascendental pervive en dicho método (cf. supra, págs. 211 y 277).
Hegel y Heráclito. Pero la dialéctica de Hegel va más lejos. Es una reedición del heraclitismo con su teoría de los contrarios y del fluir de las cosas. «El fuego vive la muerte de la tierra, y el aire vive la muerte del fuego; el agua vive la muerte del aire; la tierra, la del agua. […] Porque es muerte de la tierra hacerse agua, muerte del agua hacerse aire, y del aire, el fuego, y así otra vez de nuevo» (Frag. B 76). El mismo Hegel ha consignado que no hay un solo principio en Heráclito que él no haya incluido en su lógica.
Historia de la idea. Y lo mismo que en Heráclito el devenir no corre amorfo en pura y espontánea individualidad, sino que va penetrado de logos, a cuya medida y ritmo se enciende y se apaga, y precisamente es en el juego de contrarios donde brilla más el orden de la razón, así también la dialéctica hegeliana se torna una historia de los conceptos, de la idea y del espíritu; pues el proceso tricotómico no es una mera constatación del devenir progresivo, sino que en la tesis, la antítesis y la síntesis, resplandecen las formas de razón que dan sentido y ser al proceso. Hegel extiende, con singular maestría, ese método dialéctico a todos los campos del saber filosófico. Y su mérito y arte consiste en descubrir en cada caso el contenido objetivo de las ideas y en ponerlo en movimiento y avance. En Fichte se pega a la dialéctica mucho de caprichoso, a tenor de su fundamental posición voluntarística. En Hegel es el mismo sentido objetivo de la idea el que imprime el impulso. La tesis contiene en sí ya objetivamente a la antítesis, porque ambos conceptos se enlazan cualitativamente con otro concepto superior común. El ser y la nada, por ejemplo, están comprendidos y superados en el devenir; comenzar a ser y dejar de ser lo están en la existencia, nacimiento y sepulcro en la vida.
«Mediación». Tenemos la «mediación» hegeliana en esta dialéctica de la contrapuesta determinación de los conceptos, por vía de posición y negación. Mediante ellas, los conceptos adquieren plenitud concreta. ¿Qué significan, se pregunta Hegel, palabras como «Dios», el «absoluto», lo «eterno», si se quedan en lo abstracto? «Nada expresan de su contenido». Como la expresión: «todos los animales» no es ya una zoología, tampoco bastan aquellos abstractos inmediatos. Se necesita el paso por lo «otro», la «mediación», la historia del concepto. «Lo que es más que una palabra, aunque no sea más que el paso a otro enunciado, contiene un cambiarse en otro, o devenir otro, que ha de ser reasumido, es una mediación […] porque la mediación no es otra cosa que la igualdad consigo mismo, pero en movimiento, o bien la reflexión en sí mismo […] la pura negatividad […] el simple devenir» (Phänom., pág. 21 Hoffmeister; Werke, II, 24s). El pasaje clásico en que desarrolla Hegel la idea de mediación, está al principio de la Fenomenología, al considerar la certeza sensible, donde trata de presentar el «esto» y el «ahora» como «mediados» (Phänom., pág. 81 Hoffmeister; Werke, II, 83). La idea, pues, se proyecta sobre el proceso, sobre el tiempo, sobre el devenir, sin perderse en él.
En esta dinámica evolutiva del concepto, en cuanto a su contenido y significado, advertimos bien que la dialéctica de Hegel es historia objetiva de las ideas y del espíritu, verdadera ontología, y no meramente historia del sujeto y de sus actuaciones morales, como en Fichte. Hegel está más cerca de la dialéctica platónica que de la fichteana, si bien Fichte fue quien le proporcionó el instrumento y el método. Es una prueba más de cómo el idealismo alemán se ha ido soltando del subjetivismo de Kant y de cómo, a medida que avanza en esta línea, adquiere más puntos de cercanía —ganando en esto a Kant— respecto de la metafísica clásica, antigua y medieval, centrada toda en la consideración del objeto. Desde luego, Hegel es mucho más griego que Kant.
Formas de pensar de Hegel. La lógica de Hegel parece, a primera vista, dar al traste con dos principios lógicos fundamentales: el de contradicción y el de identidad. Cuando al principio de su Lógica Hegel nos dice que el ser es idéntico a la nada, o que una determinada cosa debe ser, porque no es posible entender un particular sino en función de su implicación en el todo; nos suena todo esto a transgresión de los principios de contradicción y de identidad, que ponen a salvo la independencia y distinción de todo particular respecto de los demás (A es A).
Principio de contradicción. Así se explica que tal dialéctica haya sido rechazada de plano no pocas veces y en muy diversos campos. «De la filosofía de Hegel no es admisible un solo principio, pues todos se entienden en ella en oposición al principio de contradicción» (C. Nink).
Y un representante del moderno empirismo logístico (B. Russell) se expresa así: «Si Hegel tuviera razón, ninguna palabra podría comenzar a tener sentido, pues deberíamos antes conocer el sentido de todas las demás, […] Antes de que puedas entender la proposición: Juan es el padre de Jaime, tienes que saber quién es Juan y quién es Jaime; pero saber quién es Juan quiere decir saber sus notas características, pues sin ellas no podría ser distinguido de cualquier otro. Pero sus notas peculiares implican, a su vez, otras personas y cosas. Está, v. g., caracterizado por sus relaciones con sus padres, su mujer, sus hijos, por el hecho de si es un ciudadano honrado o no lo es, y por el país al que pertenece. Todo esto tienes que saber de antemano para que se pueda decir de ti que sabes a qué se refiere la palabra “Juan”. En este intento de decir lo que entiendes por la palabra “Juan”, te ves forzado a dar cuenta, paso a paso, de todo el universo, y tu enunciado inicial se encarama de suerte que, finalmente, vienes a dar un relato sobre el universo en vez de mentar simplemente a los dos hombres concretos Juan y Jaime».
Semejantes refutaciones de Hegel descansan sobre un malentendido, que sólo podrá esclarecerse poniendo en su luz el modo típico del pensar hegeliano. Hegel tiene una «forma específica de pensar» que en todo caso presupone que con el Hegel constructivo va siempre entrelazado el Hegel crítico, y la iluminación de su sistema se interfiere a la continua con la conciencia refleja de la propia manera de pensar.
Esto nos lleva al verdadero punto de partida de la dialéctica de Hegel, desde el cual se nos hará aquélla más inteligible.
Hegel y la Sagrada Escritura. Nos acercamos a ese punto de partida señalando el papel relevante que tuvieron en la vida de Hegel los libros sagrados, concretamente el Nuevo Testamento. El obstinado dialéctico no quería ver allí un origen auténtico, sino, a lo más, una ocasión histórica que desencadenó el pensamiento de Hegel, lleno ya de su propio sentido. Sin embargo, una inspección del aspecto genético ideológico, verá en el hecho histórico una forma que se imprime desde fuera y que se desarrolla luego con vida propia, sin la cual quedaría manca la interpretación del movimiento dialéctico. Ya Dilthey, en sus análisis sobre el Hegel joven, apuntó al interés de éste por el pensamiento encerrado en los libros sagrados y en los místicos, especialmente por la doctrina allí contenida sobre la unidad y totalidad del ser. Hans Leisegang prosiguió hasta el final la exploración de esta vena histórica, dándonos con ello los instrumentos decisivos para la interpretación de Hegel y de sus adversarios. Leisegang llega a la conclusión de que el pensamiento de Hegel alcanzó su forma definitiva a través del estudio de la Sagrada Escritura. Hegel encontró, sobre todo en el Evangelio de san Juan, lo que para él fue tan característico: la ecuación
Dios = Espíritu = Verdad = Vida = Vía
El logos del cuarto Evangelio, «era en el principio», es Dios, por Él ha sido hecho todo, es la luz del mundo, viene al mundo, encarna para que todos los que crean en Él sean hechos hijos de Dios. Hegel aplica todo esto a su idea. También la idea «es en el principio», es espíritu y es Dios, se encarna en la naturaleza, «sale de sí», es la luz y la vida del mundo y, recogiendo en sí al mundo entero, lo hace retornar a Dios.
En el Evangelio de san Juan, Hegel encontró también la filosofía de los contrarios, superados y conciliados en una superior síntesis: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda él solo, pero si muere, lleva mucho fruto». «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque hubiere muerto, vivirá».
A los 25 años Hegel comienza a escribir una Vida de Jesús. Empieza así: «La razón pura, incapaz de todo límite, es la divinidad misma». Cuando a los 42 años va a dar el último retoque a su sistema en la Ciencia de la lógica, estampa en la introducción, con tipos subrayados, esta definición de la lógica: «Por tanto, hay que concebir la Lógica como el sistema de la razón pura, como el reino del pensamiento puro. Este reino es la verdad, tal como ella es, sin velo, en sí y para sí misma. Puede, por tanto, decirse que este contenido es la manifestación de Dios, tal como Él es en su eterna esencia, antes de la creación de la naturaleza y de un espíritu finito» (Logik, vol. I, pág. 31 Lasson; Werke, IV, 45s).
Hegel designa como viernes santo filosófico al preciso momento histórico en que él se inserta en el movimiento filosófico del tiempo. Creyó misión suya el resucitar a Dios a una nueva vida. La supuesta demostración kantiana de la imposibilidad de toda metafísica especulativa, y especialmente de los viejos argumentos de la existencia de Dios, había desterrado a Dios de la filosofía como objeto de ciencia. Dios debía ser tan sólo creído o, según Schleiermacher, reducirse a mero objeto del sentimiento. Con relación a este espíritu del tiempo, Hegel formula el principio: «Dios ha muerto». Pero es que pertenece a la esencia de Dios, continúa él, morir para renacer a una nueva vida.
Pensamiento organológico. Este Dios vivo y revivificado es el que quiere presentar Hegel en su sistema. Todo el organismo del mundo da testimonio de Él; pues la vida misma de Dios es la fuente de la que ha emanado aquel mundo. Dios, verdad y universo, todo es vida.
Esto nos da la fisonomía típica del pensamiento y la filosofía de Hegel. Su filosofía está calcada en la vida y ella misma es un pensar viviente, organológico. La vida del organismo es su tipo. Primero la vida se concentra en la semilla. Luego se desarrolla y se despliega en tallo, hojas y flores; finalmente se repliega y concentra de nuevo en el fruto y semilla, que vuelve a caer en tierra y torna a empezar el ciclo. Como el espíritu es vida, el pensamiento se desarrollará a la manera de un organismo vivo. «La evolución del espíritu es brotar, salir de sí en el despliegue exterior y retornar a sí» (Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie, pág. 100 Hoffmeister; Werke, XVII, 51).
Éste es el origen radical de la dialéctica con su tesis, antítesis y síntesis. Pensamiento dialéctico es igual a vida, que se despliega y de nuevo se reconcentra en sí: «El germen en la naturaleza, una vez que se ha convertido en otro ser, se recobra de nuevo en la unidad; igual el espíritu, lo que en él es se hace para el espíritu, y así se hace él para sí mismo» (ibid.). «En fuerza de la naturaleza del método que hemos expuesto, la ciencia se presenta como un círculo clausurado en sí mismo, en cuyo comienzo, que es simple fundamento, vuelve por la mediación [giro dialéctico de la antítesis] a anudarse el fin, y así tenemos que este círculo es un círculo de círculos, pues cada miembro, animado por el método, es a su vez la reflexión en sí, que retorna al comienzo y es, al mismo tiempo, comienzo de un nuevo miembro» (Logik, vol. II, pág. 504 Lasson; Werke, VI, 551).
El módulo mental de Hegel es, pues, el «círculo de círculos», como ha dicho Leisegang al apostillar este pasaje. Es típico pensar de totalidad, lo diametralmente opuesto al pensar aditivo y atomístico de los empiristas. Por ello se comprende bien que a un Bertrand Russell, por ejemplo, le parezca totalmente inservible el método de Hegel.
Se parte siempre, en este método de pensar, de una plenitud viviente, de una totalidad de ser y de sentido. Los objetos que percibimos distintamente en el conjunto son como seleccionados y arrancados de un todo (abstracción). Sólo en este aislamiento se distinguen y oponen las cosas entre sí. Si se proyecta, por el contrario, la mirada sobre el todo, se concilian en él los contrarios y se supera la oposición. Más aún, después de aquella integración se podrá volver a mirar lo separado y distinto, y se verá ahora implicado en ello lo otro, y viceversa.
Los «objetos» no son propiamente objetos, o cosas aparte, sino «momentos» del todo, según Hegel, y considerados puramente en sí mismos, aislados, son «falsos».
Cuando se han descubierto todas las relaciones y todo aparece así trabado y solidario, se conoce «toda» la verdad. «Lo verdadero es el todo» (cf. supra, pág. 317). Y el triple avance dialéctico es la vía para el todo. Su ley es no pararse antes de tiempo. Cuando Russell objeta que no hay manera de empezar a pensar un concepto, porque la necesaria implicación de todo obligaría a conocer previamente el universo entero, en realidad se enreda en una pequeña sofistería. Naturalmente se puede empezar; lo que no se puede es acabar demasiado aprisa, pues sabe bien Hegel que el comienzo es sólo un comienzo.
Unidad y totalidad. Cuando decimos que Hegel ve el espíritu y su dialéctica a través del concepto de vida y totalidad, no se ha de entender esto en un sentido figurado, metafórico, ni en el sentido creador de la forma subjetiva kantiana, que prescribe leyes a la naturaleza, ni tampoco según la teoría epistemológica del modelo y la copia, como si el espíritu fuera un remedo reproductor de la vida de la naturaleza, sino en el sentido de que el espíritu mismo está fundido e identificado con el proceso vivo de la naturaleza; él mismo es el proceso. El ser y el pensar son ahora una misma cosa, en un sentido más rígido que en el viejo Parménides, a quien Hegel cita con elogio (Logik, vol. I, pág. 26 Lasson; Werke, IV, 39). «La ciencia pura presupone consiguientemente la liberación de la oposición de la conciencia. Contiene en sí el pensamiento en cuanto que éste es también la cosa misma, o contiene la cosa en sí misma en cuanto que es ella también el pensamiento puro» (Logik, vol. I, pág. 10 Lasson; Werke, IV, 45).
Asomos panteístas. La vida que alienta en el curso circular, y que descubre Hegel por doquier en su triple ritmo dialéctico, lo mismo en los movimientos de la materia que en las formas orgánicas y en las creaciones del espíritu, en las plantas, en el animal, en el hombre, en la ciencia, en el derecho, las costumbres, el Estado, la historia universal, el arte, la religión y la filosofía; este único «todo vida» constituye asimismo la vida del espíritu humano, en el que despierta a la conciencia el organismo cósmico total. Y como este «todo vida» es la vida de la divinidad, del absoluto, de la idea, Hegel puede decir: «El hombre sólo puede saber de Dios en cuanto que Dios sabe de sí mismo en el hombre; este saber es la autoconciencia de Dios. El espíritu del hombre, su saber acerca de Dios, no es otra cosa que el espíritu de Dios mismo».
Se ha llamado a esto panlogismo y, en razón de ello, se ha atribuido frecuentemente a Hegel un monismo panteísta y místico. Basado en diversos testimonios de la juventud de Hegel, especialmente en la elegía Eleusis a Hölderlin, Dilthey ha fijado un periodo romántico-místico de Hegel. En su libro Hegel romantico e mistico, Galvano della Volpe ha subrayado particularmente este periodo, señalándolo como básico para comprender al Hegel de los últimos años. Leisegang aduce el acusado interés de Hegel por la mística neoplatónica, por Proclo, el Pseudo-Dionisio y el Eriúgena. La filosofía de signo escolástico caracteriza a Hegel, puede decirse que unánimemente, como el filósofo de la identidad panteísta.
Las intenciones de Hegel. Haering discute, sin embargo, la exactitud de tales interpretaciones. Según él, Hegel rechazó el misticismo panteísta junto con su teoría monista; pero igualmente rechazó su opuesto, a saber, el individualismo abstracto atomístico y el dualismo racionalista, que «abre un abismo de separación entre Dios y el mundo». La intención de Hegel habría sido, según el mismo intérprete, aproximar conciliadoramente ambas concepciones antitéticas, despojando a cada una de su tendencia unilateral. Es cierto para Haering que Hegel rechazó la «identidad abstracta» de los eleatas, de Spinoza, de Schelling y de todo el «acosmismo», que no quiere conceder nada a la pluralidad ni tiene ojos sino para lo «uno», lo que se acostumbra a designar como panteísmo (Gran Encicl. § 50, 573; Werke, VIII, 144s; X, 458s). Y es cierto que se pronunció siempre, según Haering, tanto antes como después del llamado periodo romántico-místico de juventud, y aun dentro de este periodo, contra una actitud del espíritu de mero sentimiento, contra toda forma de relación entre lo particular y lo absoluto que diluya aquél en éste, o que suprima la nota teística personal de la religión del espíritu.
El propósito de Hegel fue tan solo, a juicio de Haering, restablecer la unidad, superando, por un lado, la independencia de lo múltiple, y por otro, la no menos acentuada independencia de los contrarios; es decir, construir una síntesis de panteísmo y dualismo.
Aporías del sistema. Pero, no obstante estas intenciones personales de Hegel, ¿no se inclinará esa «superunidad» de su sistema del lado del monismo panteísta, hacia el que tan claramente gravita la interna lógica de sus posiciones capitales? El absoluto «verdadero», que Hegel distingue del absoluto «abstracto» de los panteístas, ¿no tendrá que marchar, a pesar de todo, por el viejo camino del panteísmo? También el pensamiento patrístico y escolástico explicó los seres particulares recurriendo al ser de la causa primera, que es el ser absolutamente hablando, ens a se, y también en aquella filosofía la verdad ontológica era aprehendida en la verdad subjetiva (lógica) del juicio en razón de que en el intellectus agens brillan, y por sí mismas son activas, aquellas ideas cuya realización constituye la verdad ontológica.
¿Trascendencia? Pero hay una gran diferencia entre las dos concepciones. El absoluto de Hegel se embebe y agota en el mismo proceso cósmico: «Si el ser divino no fuera el ser del hombre y el ser de la naturaleza, sería un ser que no sería nada» (Phil. der Weltgeschichte, pág. 38 Lasson). El ens a se de la metafísica antigua, por el contrario, no vio en los entes particulares la totalidad del ser, sino sólo una copia análoga, frente a la cual queda en un «más allá» su trascendente modelo, aun cuando todo ente participa de aquel ser. Aquí tendríamos, por lo demás, la síntesis buscada; ser finito, ser infinito, analogía. También Nicolás de Cusa vio a Dios «explicado» en la «copia» (cf. vol. I, págs. 583s). Lo mismo digamos de Eckhart, cuyas fórmulas Hegel copiaba, casi al pie de la letra, en el último pasaje citado.
En Hegel faltan estos momentos retardadores, pues al eliminarse la oposición de pensar y ser en el saber absoluto se elimina también la trascendencia, la participación, la cesura modelo-imagen y la analogía del ser. En el pretendido saber absoluto prevalece, a pesar de las afirmaciones en contrario, el lado subjetivo, y ya no tenemos un verdadero saber absoluto. Por ello la idea de Dios corre el peligro de diluirse en el mundo. Un falso prejuicio sobre la trascendencia dio pie a la opinión de que el objeto debía estar en el ámbito del sujeto; esto dicho de todo objeto y en participación de Dios. A éste se lo miró como lo «enteramente» e «infinitamente» otro o distinto, sobre el que nada se podía afirmar, pues toda predicación de Él, aun la análoga, se anulaba ante su infinitud. Tal prejuicio se refleja en Hegel y sus seguidores cuando hablan de la idea platónica y la analogía del ser.
En esta hipótesis juzgaron tener que desprenderse de la idea de trascendencia. Pero es el caso que los mismos defensores de ésta sucumben no pocas veces a dicho prejuicio y se creen por ello obligados a echar puentes que salven el abismo de separación, cuando no hay en realidad dos mundos, totalmente incomunicados, sino que entre sujeto y objeto, pensar y ser, mundo y Dios, una verdadera inmanencia subyace a una verdadera trascendencia. Para convencerse de ello hubiera bastado ir a los verdaderos fondos problemáticos de todo el tema de la analogía, sin resbalar por las expresiones históricas no siempre felices y, tomadas en su superficie, o en sus popularizadas consignas, aptas para desorientar. Una buena parte de las discusiones en torno al panteísmo se hubiera ahorrado con esto.
¿Individualidad? Parecida situación se ha creado con respecto al individuo humano. Es difícil ver cómo en Hegel, abandonada la teoría del modelo-imagen, puede ser todavía individual el espíritu subjetivo del hombre, si «su saber es la autoconciencia de Dios». Esto es ni más ni menos Spinoza (cf. supra, pág. 72). Podría también inscribirse a Hegel en la variante panteísta del antiguo noῦj universal, al que ya san Alberto y santo Tomás, en lucha contra el monopsiquismo averroísta, objetaron que entonces no habría un «yo» que piensa, sino un impersonal «se» piensa.
Queda, pues, amenazado en Hegel el espíritu particular, y en general todo lo singular; pues ¿cómo tirar líneas fronterizas, si este ser determinado es sólo a través del otro y del «todo»? Ésta parece ser la parte de verdad que había en Russell cuando afirmaba que no se podía decir: Juan es el padre de Jaime. Y esto es señaladamente lo que empujará a Kierkegaard a hacer armas contra Hegel, subrayando que en su sistema sucumbe toda personalidad y, con ella, toda decisión libre y toda responsabilidad, convertidas en simple «momento» del proceso cósmico, que absorbe al «yo» en el impersonal «se».
¿Religiosidad? De suerte que por esta vía se haría imposible aquello que este homo religiosus que fue Hegel llevaba tan dentro del corazón, a saber, salvar una auténtica relación de «yo» y «tú» entre el hombre y Dios, el hombre como verdadera criatura y Dios como verdadero creador. Para el hombre de Hegel, en cuyo espíritu se despliega el mismo espíritu pensante absoluto, no puede Dios ya ser lo maiestosum y tremendum.
¿Heroísmo? También es difícil salvar en la filosofía de Hegel la posibilidad de un auténtico heroísmo, por la misma razón de la ausencia de verdadera individualidad: también el héroe es para él un mero «momento» dentro del «todo»; este «todo» necesario es el único principio activo. Es sintomático que Hegel nunca se pronuncie claramente sobre el tema de la inmortalidad personal. Ni podía hacerlo.
¿Lo irracional? Una última aporía de la dialéctica del absoluto la constituye, finalmente, lo lógicamente amorfo, lo irracional, lo enfermo y lo malo. Hegel se encuentra ante las mismas dificultades que Platón y que todo idealismo cuando aborda el problema de la materia y del mal. Platón lo relegó a la zona de un «no-ser». Tampoco es para Hegel un verdadero ser. Pero su panlogismo no debiera haber retrocedido ante este lado de la realidad. En la filosofía de la historia universal de Hegel, el mal va también incluido en el proceso. Puede existir y tiene que existir. Por ello la historia universal se convierte en juicio universal. Pero no es, como en Leibniz, un castigo y un medio para el fin, sino que todo entra con signo positivo; guerras, hechos de fuerza, atrocidades y violaciones del derecho. Simplemente por ser, todo tiene sentido. Todo es un estadio y un episodio en el camino por el que el absoluto se encuentra a sí mismo.
Aquí tiene lugar, en Hegel, un cambio de rumbo parecido al de Spinoza, que comenzó por la idea platónica y la consideración del mundo sub specie aeterni y torció luego, en su filosofía política, por las vías del naturalismo de Hobbes (cf. supra, pág. 79). Con esto se pone ahora de manifiesto que el «Dios» de Hegel no puede ser más que un Dios inmanente al mundo. El Absoluto y su razón no constituyen ya un principio selectivo. La razón que explica todo ha ido demasiado lejos. Se ha forzado el papel del «logos». Si todo es «logos», en realidad ya no hay «logos». No sólo se resuelve ya Dios totalmente en el mundo, sino también el mundo en Dios. Pero con ello el principio formulado por Hegel: «si el ser divino no fuera el ser del hombre y el ser de la naturaleza, sería un ser que no sería nada», adquiere un sentido que es justamente la inversión del concepto antiguo y medieval. El mundo es ahora la causa de Dios. El espíritu de la filosofía moderna, que se orientó desde el Renacimiento más al mundo que a Dios, es en Hegel más fuerte que la herencia de los antiguos.
El sistema
Hegel creó con su dialéctica un sistema filosófico de gigantescas proporciones, tal que jamás antes ni después de él se ha desarrollado otro que lo supere en amplitud y detalle. Y lo que ha quedado de Hegel no es el método dialéctico mismo, que fue por lo demás algo enteramente personal, más un arte inimitable que una técnica científica, ni siquiera el sistema como tal, sino más bien un conjunto rico de ideas profundas y geniales, formuladas acá y allá a lo largo de sus obras. Esbozaremos, no obstante, el sistema en sus líneas fundamentales. Se divide en lógica, filosofía de la naturaleza y filosofía del espíritu. La lógica trata de la idea en su «ser en sí» y «para sí»; la filosofía de la naturaleza, de la idea en su ser «fuera de sí» (ser otro); la filosofía del espíritu, de la idea en su retorno a sí misma, en su «ser dentro de sí».
Lógica. La lógica de Hegel no es, como era lo usual, una repetición del Organon aristotélico, sino que pretende ser la exposición del pensamiento puro, el método absoluto del conocer, «el espíritu que piensa su ser». Hegel había descrito en la fenomenología la conciencia en su avance progresivo, desde la oposición inmediata de conciencia y objeto, según la actitud vulgar, hasta el saber absoluto. Era un movimiento sobre la base de las esencias puras. Éstas son las que constituyen ahora el contenido de la lógica (Logik, vol. I, pág. 7 Lasson; Werke, IV, 18). Por eso hay que concebir la lógica como el sistema de la razón, como el reino del pensamiento puro.
Lógica como teología y metafísica. «Este reino es la verdad, tal como ella, sin velo, es en sí y para sí. Puede afirmarse por ello que este contenido es la expresión de Dios, tal como Él es en su eterna esencia, antes de la creación de la naturaleza y de un espíritu finito» (Logik, vol. I, pág. 31 Lasson; Werke, IV, 45s).
Hegel distingue tres partes de la lógica: lógica del ser, de la esencia y del concepto. Las dos primeras constituyen la lógica objetiva, la tercera la subjetiva.
La lógica objetiva «viene a ocupar el lugar de la metafísica precedente, en cuanto estructuración científica del mundo, que no debió llevarse a cabo sino mediante las ideas de la mente».
Comprende, ante todo, la ontología e investiga el ser como tal y como esencia; luego la restante metafísica «atendida la pretensión, que siempre tuvo, de entender las formas puras de la mente, los sustratos particulares, tomados en un principio de la representación, como el alma, el mundo, Dios, de manera que las estructuras de la mente constituían la base fundamental para enfocar aquellos objetos. Mas la lógica considera estas formas aligeradas de aquellos sustratos, tema de la representación; considera su naturaleza y su valor en sí y para sí mismos. Aquella metafísica antigua pasó esto por alto y se expuso por ello al justo reproche de haber usado a aquéllas [las formas] sin crítica, sin una previa investigación que aclarara si tales formas eran capaces, y en qué manera, de ser determinaciones de la cosa en sí, según la expresión kantiana, o determinaciones más bien del lado de la razón. La lógica objetiva es, por consiguiente, la verdadera crítica de la aprioridad de esas mismas formas, una crítica que las considera, no según la forma abstracta de la aprioridad frente a lo a posteriori, sino en sí mismas con su propio contenido» (Logik, vol. I, pág. 46 Lasson; Werke, IV, 64s). Un conocimiento que no conociera al objeto, como es en sí, no será un conocimiento (Logik, vol. I, pág. 27 Lasson; Werke, IV, 41).
Ya tenemos resucitada la vieja metafísica, y resucitada en toda su pureza, como ciencia de las ideas. Pero no será la dialéctica platónica de las ideas, sino una peculiarísima, la hegeliana, dialéctica de la mediación y de la negación pura. Kant quedará desplazado, sin más, una vez hecha su mención honoris causa. Su apriorismo queda bien caracterizado como algo «abstracto», como una experiencia sublimada, como psicologismo refinado. Hegel, en cambio, quiere intuir el ser como lo contempla el mismo intellectus archetypus que lo creó. Está además convencido, como ya vimos antes, de que es el mismo espíritu pensante el que en él filosofa. La lógica de Hegel cultiva un terreno que Kant declaró siempre infranqueable. De donde colegimos claramente el cambio fundamental que se ha operado en el seno del idealismo alemán. El anatema de Hume está quebrantado. El idealismo subjetivo y crítico queda disuelto por el idealismo objetivo y absoluto.
División de la lógica. Descendiendo al detalle, aborda la lógica los siguientes temas. En la doctrina sobre el ser (Sein): 1) cualidad, ser, no-ser, devenir, existencia, finitud, infinitud, ser para sí, uno y múltiple, repulsión y atracción; 2) cantidad; 3) medida. En la doctrina sobre la esencia (Wesen): 1) esencia como razón de la existencia; 2) fenómeno; 3) realidad. En la doctrina sobre el concepto (Begriff): 1) concepto subjetivo; 2) el objeto; 3) la idea.
Casi al principio de la doctrina sobre el ser se encuentra aquella identificación de ser y no-ser que ha desconcertado a muchos por su aparente pugna contra el principio de contradicción, pero que puede entenderse bien, según hemos notado, dentro del estilo de pensar de Hegel.
Filosofía de la naturaleza. Hegel va a dar aquí una nueva respuesta al problema abierto por Descartes al escindir la sustancia en res cogitans y res extensa, respuesta que cerrará todos los conatos de solución precedente: ocasionalismo, Spinoza, Hobbes, Berkeley, Leibniz, Kant, Fichte, Schelling.
La naturaleza como evolución. La naturaleza es la autoalienación de la idea. Dicho en términos teológicos, el logos se ha exteriorizado a sí mismo en la naturaleza, ha tomado carne en ella; nosotros hemos visto su gloria y ahora, a través de su luz, de la luz de la idea, hemos de tornarnos espíritu, para que todo pueda volver al absoluto. ¿Cómo viene Dios a resolverse en algo absolutamente extraño?, se pregunta Hegel, y responde: «La idea divina es justamente eso, resolverse, desentrañarse y sacar de sí ese “otro” y reasumirlo de nuevo en sí, y por esta vía hacerse subjetividad y espíritu» (Werke, IX, 49). La naturaleza es para Hegel, pues, una parte del proceso universal. El filósofo no la mira tanto en su estructura estática cuanto en su ser dinámico, pues sólo así se levanta sobre la consideración superficial del vulgo y sólo así puede adentrarse en el centro mismo de las cosas.
Todo el siglo XIX está bajo el signo de la historia, en todos los campos del saber. La idea de la evolución es una de sus líneas directrices. Hegel fue uno de los grandes adalides de este método que atiende al proceso dinámico. La naturaleza es para él historia, evolución. Pero su evolución es una evolución iluminada por un sentido y un fin; no la mecánica del evolucionismo materialista de mediados de siglo, para el que todas las formas, estratos de ser y grados de valor se nivelan por el rasero de un movimiento determinista y causal de los átomos en el espacio y el tiempo; donde todo es uno e indiferenciado (monismo categorial), y «un manchón de moho y la novena sinfonía de Beethoven están al mismo nivel, como productos sucesivos de un mismo proceso de evolución» (G. Lasson).
En Hegel la naturaleza realiza un proceso dinámico, cortado por el patrón de la visión neoplatónica, con su morfología ideal; hay allí conjunto de sentido, formas eternas, grados jerarquizados de ser y de valor. La multiplicidad no es intercambiable, sino esencialmente diferenciada, con orden de diversidad y de subordinación (pluralismo categorial). El proceso, pues, tiene el sello del orden y está en definitiva lanzado a un supremo fin, que es el ser para sí de la idea. Y la idea representa siempre la auténtica realidad.
La naturaleza como idea. De la naturaleza vale, como del universo espiritual, el dicho célebre de Hegel «lo que es racional es real, y lo que es real es racional. […] Por ello importa descubrir, en la apariencia de lo temporal y de lo transitorio, a la sustancia, que es inmanente, a lo eterno, que es presente. Pues lo racional, que es sinónimo de la idea, al vaciarse en la existencia exterior, que es el modo de actuar su realidad, se manifiesta con una infinita riqueza de formas, fenómenos y modulaciones, envolviendo su núcleo en una corteza multicolor, en la que primero se aloja la conciencia, y en la que comienza por penetrar el concepto, para encontrar después el pulso interior y percibir sus latidos aun en las formas más externas» (Rechtsphil. pág. 14 Lasson; Werke, VII, 32s).
División de la filosofía de la naturaleza. El campo de la naturaleza elaborado por Hegel dentro de este espíritu es: 1) la mecánica, con el espacio, el tiempo, el movimiento, la materia, el peso y la gravitación universal; 2) la física, con la consideración de los cuerpos mundanos, los elementos, el peso específico, la cohesión, el sonido, el calor y el proceso químico; 3) el mundo orgánico, con la consideración del organismo terrestre, las plantas y los animales.
Filosofía del espíritu. La filosofía del espíritu sigue necesariamente a la filosofía de la naturaleza, puesto que el espíritu es la meta del proceso mundano. «El fin de la naturaleza es matarse a sí misma, quemarse como el ave fénix, para resurgir, rejuvenecida, de esta exteriorización, en forma de espíritu». El espíritu es el «ser dentro de sí» (bei sich) de la idea, es la idea retornada en sí misma. También el espíritu tiene grados y etapas.
División. 1) El espíritu subjetivo, que tiene su expresión en la antropología (relaciones del alma con el clima, estaciones del año, día y noche en sus alternancias, raza, nación, forma de vida, temperamento, rasgos familiares, edades de la vida, sexo), en la fenomenología (sentimiento, conciencia, percepción, entendimiento, razón) y en la psicología (inteligencia, voluntad, moralidad). 2). El espíritu objetivo, que constituye el fondo del derecho, moralidad y eticidad. 3) El espíritu absoluto, que se da en el arte, en la religión y en la filosofía.
En el arte, Hegel distingue tres estadios: oriental, como arte simbólico; griego, como arte clásico, y cristiano, con el arte romántico.
En la religión las etapas de la evolución son: religión natural (china, india, budista, etcétera), religión de la individualidad espiritual (judía, griega, romana) y religión absoluta (cristianismo).
Derecho y Estado. Lo más celebrado de la filosofía de Hegel, y a juicio de muchos el más valioso capítulo de ella, es la teoría del espíritu objetivo, con sus formas del derecho, la moralidad y la eticidad. Contiene al mismo tiempo la teoría política de Hegel.
Libertad. La libertad es aquí el concepto fundamental; pues en el desarrollo del espíritu objeto se desarrolla justamente el reino de la libertad.
Hegel describe primero fenomenológicamente las diversas formas de libertad. Hay una «libertad» que no es otra cosa que la capacidad general de querer del hombre (libertad «natural»); otra «libertad» es la facultad de decidirse a placer por estos o aquellos objetos materialmente ofrecidos, a impulsos de la inclinación o el interés (a base de afecciones patológicas, diría Kant), con una determinación propia, pero en dependencia de las cosas (libertad de «capricho»), y, finalmente, una «libertad» en que se superan el querer natural y el capricho individual en lo universal, en lo idealmente bueno y justo. Esto «universal» no es, en último término, otra cosa que la voluntad del espíritu universal cósmico, que como alma del espíritu objetivo vuelve a sí misma a través de sus etapas, que son el derecho, la moralidad y la eticidad.
Hegel enlaza aquí con Platón (en la República), para quien el hombre de verdad libre es igualmente aquel que se conforma con la voluntad ideal, y también con Spinoza, que denomina libre aquello que es tal como debe ser en fuerza de la necesidad de su naturaleza.
Derecho (Recht). Un primer paso en el camino hacia la libertad es el derecho, tomado primero como conjunto de leyes. Limita tan sólo el capricho, no la libertad, a la cual más bien ayuda. Pero es un ensayo todavía imperfecto. Pues las leyes en su conjunto miran a los hombres sin atención alguna a su individualidad, de manera enteramente abstracta, como meros números iguales. Este derecho «abstracto o formal», que se concreta sustancialmente en el derecho de propiedad, el derecho contractual y el derecho penal, es una necesidad y también es un valor, pero se queda a medio camino, por aquel desconocimiento del individuo como realidad aparte. Y, sin embargo, el precepto del derecho reza así: «Sé una persona y respeta a las demás personas». Justamente como persona el hombre tiene derecho de propiedad, pues la posesión no es otra cosa que la existencia que la persona da a su libertad, una especie de encarnación de su voluntad. Pero también el derecho contractual hay que entenderlo a partir de la voluntad y de la libertad de las personas; en el contrato, dos voluntades se funden en una voluntad. Y hasta el derecho penal presupone el reconocimiento del malhechor como persona capaz de derecho.
Moralidad (Moralität). Consiguientemente, el derecho abstracto, ante cuya letra todos los hombres son números iguales, tiene que ser completado con la «moralidad», o el dominio de la ética, donde el particular puede intervenir con su conciencia y su decisión personal. Hegel no se queda, pues, en un positivismo jurídico, que sólo reconozca leyes generales valederas fácticamente para determinados tiempos y lugares. Advierte también el peligro que corre la moralidad de arrastrar consigo una disgregación individualista y una inseguridad en el derecho.
Eticidad (Sittlichkeit). Por ello su filosofía jurídica avanza un paso más y anuda superiormente el derecho y la moral en la «eticidad», que, algo caprichosamente en cuanto al vocablo, comprende ahora en sí a ambos, derecho y moralidad. Sus elementos son la familia, la sociedad civil y el Estado.
Estado (Staat). Pero, de éstos, sólo el Estado realiza aquella síntesis orgánica perfecta, en que derecho y moral, individuo, familia y sociedad civil están de tal manera trabados en una unidad que los particulares, sin dejar de ser personas, viven, no obstante, de la totalidad, con lo que la concordia de todos queda asegurada. Hegel concibe el Estado de un modo enteramente concreto. Ve incluso en él una persona viviente. Su espíritu, el «espíritu del pueblo» (Volksgeist), ha de ser para cada particular algo así como el alma para el cuerpo. En el espíritu del pueblo se manifiesta el espíritu objetivo, que a su vez se eleva a historia universal para convertirse en espíritu universal (Weltgeist) a través de los espíritus particulares de los distintos pueblos. El derecho de este espíritu universal constituye el sumo derecho, absolutamente hablando. De este modo queda idealizado el Estado concreto e individual.
El Estado es para Hegel «la sustancia ética autoconsciente» (Gran Encicl. § 535; Werke, X, 409), «la realidad de la idea ética» y «como realidad de la voluntad sustancial […] lo racional “en sí” y “para sí”. Esta unidad sustancial es fin en sí mismo absoluto, inmóvil, en el que la libertad alcanza su más alto derecho, así como este fin último tiene su más alto derecho frente a los particulares, cuyo más alto deber consiste en ser miembros del Estado» (Rechtsphil., § 258; pág. 195 Lasson; Werke, VII, 329). En las adiciones provenientes de E. Gans, pero, según éste afirma, derivadas del mismo Hegel, leemos: «Es el tránsito de Dios por el mundo, el hecho del Estado; su fundamento es la fuerza de la razón que se realiza como voluntad. Al pensar en el Estado no hay que ponerse ante los ojos los estados particulares, las instituciones particulares; hay más bien que considerar la idea, ese Dios real» (Rechtsphil., anexo a § 258; pág. 349 Lasson; Werke, VII, 336).
«El más frío de todos los gélidos monstruos» de Nietzsche es el Dios de Hegel. Ambos filósofos exageran fuertemente y parecen perder los estribos al tratar del Estado.
Límites de Hegel. La apoteosis que Hegel hace del Estado no ha contribuido poco a atizar la fe en el poder estatal y a aminorar el denuedo cívico y la conciencia de la libertad. No es que uno u otro hombre de Estado se haya aplicado a sí mismo la concepción de Hegel tomándola demasiado en concreto, sin sospechar que Hegel habla del Estado en sí; no, es que Hegel se refiere efectivamente al Estado en concreto, circunstanciado con su hic et nunc, no a un Estado ideal. Expresamente dice: «Todo Estado, aun cuando se le declare como malo según los principios que se poseen, aunque sean manifiestos estos o aquellos lados deficientes, si pertenece a los Estados culturalmente desarrollados de nuestro tiempo, tiene siempre en sí los momentos esenciales de su existencia. […] El Estado no es una obra de arte, está en el mundo y entra, por tanto, en la esfera de lo caprichoso, de la contingencia y del error; una conducta mala puede desfigurarlo en muchos aspectos. Pero el hombre más feo, el criminal, el enfermo y el tullido, es siempre un hombre viviente; lo afirmativo, la vida, subsiste a pesar de lo defectuoso, y de esto afirmativo se trata aquí» (ibid.).
Dos cosas extrañas notamos en esta concepción del Estado. Por un lado la preponderancia del todo sobre lo individual. Frente al Estado así entendido no cabe libertad. Aquella «libertad» de Hegel que habría de eliminar y superar, en lo idealmente recto, el querer natural y el capricho particular (cf. supra, pág. 330) es un concepto bien peligroso. La idea hegeliana del Estado viene a hacer aún más precaria la libertad de lo que ya era en el sistema general. La síntesis de personalidad y universalidad, que debía ser el Estado, se lleva a cabo de un modo unilateral y no constituye, en definitiva, una verdadera síntesis. Es como en la metafísica, en la que también Hegel exageraba el lado de la unidad hasta absorber lo particular.
Tocamos aquí los límites del modo de pensar de Hegel. Nuestro filósofo enfoca la relación de los individuos humanos con la comunidad con el mismo ángulo visual que la relación de los miembros de un organismo con su totalidad. Pero hay que decir que el hombre es más libre con respecto a la totalidad social que las partes de un organismo biológico. Está, en efecto, dentro de una totalidad; pero por ser hombre y brillar en él un superior estrato de ser, con más libertad que en el ser inferior a él, es también más pluripotente; el todo no es omnipotente frente a él como en los estratos biológicos. La relación con el Estado está más diferenciada que en un organismo biológico común.
En segundo lugar resulta extraño que el Estado de Hegel haya de ser afirmado en toda circunstancia, aun cuando sea un Estado deforme. El hombre feo es todavía hombre, y el más feo de los Estados será todavía un dios. El parangón claudica, pero descubre bien el fondo naturalista allí encerrado. Lo mismo que Spinoza, también Hegel abdica de sí mismo en el terreno político. La idea no es ya un principio selectivo, sino que todo cuanto acaezca en el espacio y el tiempo será ahora también idea.
Historia universal. La conciencia entre lo real y lo ideal se hace patente en la filosofía de la historia. La historia es «la explicitación del espíritu en el tiempo». Aquí la razón deja que los intereses y pasiones de los hombres y de los pueblos actúen por sí mismos. La «astucia de la razón» (Werke, V, 226; VI, 127; VIII, 420), consiste en servirse de estos mismos intereses y pasiones para llegar a sus fines, aun contra la voluntad de los individuos. Desempeñan en esto un papel especial los espíritus de los pueblos particulares. El fin de toda la evolución es la libertad general.
La historia universal comienza en Oriente, pero sólo en Occidente sale el sol de la autoconsciencia. En Oriente sólo uno sabe que es libre; en el mundo grecorromano lo son pocos; en el germánico todos lo son. El Oriente es la niñez de la humanidad. El ciclo cultural griego es la juventud. En él encontramos por primera vez la libertad subjetiva. El ciclo cultural romano es la edad madura de la historia. Aquí impera sólo el duro deber general y los individuos son sacrificados sin escrúpulo a la totalidad. Con todo, surge ya el concepto de la persona capaz de derecho. Luego el espíritu revierte de nuevo sobre sí mismo y comienza la vida de la interioridad, en la que la voluntad absoluta y la voluntad del sujeto se hacen una misma cosa: época del cristianismo. La era de los pueblos germánicos, con los que la edad del mundo entra en su ancianidad, abre camino a la conciliación de los contrarios.
Todo el proceso histórico mundial avanza según la ley del triple ritmo dialéctico. Lo mismo que en Heráclito, la guerra es también ahora padre de todas las cosas. Son los contrarios y los contrastes los que impulsan la marcha y fuerzan la nueva síntesis. Las fuerzas que intervienen y entran en colisión son los espíritus de los pueblos particulares. El espíritu del mundo pasa de un pueblo a otro. Los pueblos se levantan y se hunden. El pueblo dominador es siempre el portador del derecho y los otros quedan sin derecho frente a él. Así lo quiere el espíritu universal en su marcha hacia la libertad autoconsciente. La historia del mundo se convierte en el juicio del mundo.
Juicio extraño, en verdad. Primero, porque todo aquí es derecho por el hecho de ser, y segundo, porque todo acaece necesariamente, según la ley del triple ritmo dialéctico, y en ese sentido nada queda por ajustar al derecho. La historia universal de Hegel transcurre como pura facticidad. No se plantea ninguna quaestio iuris. Hasta puede verse, en esta filosofía de la historia, un preludio de la teoría del poder de Nietzsche. Tal preludio quedó abierto en el momento en que Hegel sacrificó los derechos de primogenitura de la idea al concepto de identidad.
El panlogismo es una versión desorbitada del idealismo. Si nada existe lógicamente amorfo, no tiene ya sentido la idea.
Religión. En la filosofía de la religión, Hegel sigue también la línea del idealismo absoluto. La religión, en su más alto concepto, no es asunto de un hombre, «sino esencialmente la suprema determinación de la idea absoluta misma». Por ello la filosofía puede comprender la religión. Las pruebas de la existencia de Dios son fundamentalmente posibles. La religión puede ser enseñada; su objeto, el absoluto, coincide en cuanto a la cosa con la filosofía misma; la única diferencia está en que la filosofía aprehende en la representación. La religión es, pues, «saber de Dios», «la suprema esfera de la conciencia humana».
Y se repiten las etapas dialécticas de la evolución histórica. El estadio ínfimo lo constituyen las religiones de Oriente, en las que Dios es la sustancia de la naturaleza y el individuo no es nada ante él. La segunda etapa la forman las religiones en las que se contempla lo divino como sujeto (religión judía, griega y romana). El tercer estadio es el de la religión absoluta, la cristiana, en la que se conoce al Dios trino. El reino del Padre es Dios como idea eterna en sí y para sí; el reino del Hijo es la idea en su aparición dentro de la naturaleza finita; el reino del Espíritu Santo es la vuelta de la finitud a la unidad del Padre y del Hijo, del Espíritu y de la naturaleza, de Dios y del mundo.
La religión de Hegel no tiene nada de Schleiermacher (sentimiento). Es pura intelectualidad, e intelectualidad panteísta: «Saber del Espíritu divino sobre sí mismo por mediación del espíritu finito». La religión queda, pues, comprendida y superada por la filosofía.
Filosofía. Ésta es la que viene a cerrar el sistema. La filosofía es «la idea que se piensa a sí misma, la verdad que sabe» («die sich denkende Idee, die wissende Wahrheit», Gran Encicl. § 574; Werke, X, 474). El espíritu está ya de retorno en sí mismo. Se ha logrado el fin de la naturaleza y de la historia. La historia ha entrado en el «concepto». Y esta historia, así «conceptualizada», es, como se dice al final de la Fenomenología, «el recuerdo (Erinnerung = interiorización) y el calvario del espíritu absoluto, la realidad, la verdad, la certeza de su trono, sin el cual el espíritu sería un solitario sin vida». Ahora el espíritu se piensa a sí mismo en toda su pureza. Es el espíritu del mundo.
Es el espíritu del mundo, que en la pura filosofía se entretiene a solas consigo mismo. Hegel cierra la Enciclopedia de las ciencias con una larga cita del libro XII (V), cap. 7 de la Metafísica de Aristóteles (1072b 18-30), donde el filósofo griego afirma que Dios es conocimiento de conocimiento, que el espíritu es vida, y que en esta verdad y en esta vida se resume la eterna bienaventuranza de Dios.
Influjos
La filosofía de Hegel tuvo un éxito resonante. Puede afirmarse que se convirtió en el espíritu de su tiempo. Hasta mediados del siglo XIX llevó claramente la dirección en las universidades alemanas. A ello se añadió el impulso oficial que recibió del mismo Estado, especialmente a través del ministro von Altenstein, lo que le imprimió un sello de filosofía de corte y de Estado, no ciertamente para su bien. Schopenhauer dirigirá por este respecto fuertes ataques contra ella, en verdad no exentos de exageración; sus diatribas contra Hegel, por lo demás, descienden no pocas veces a tonos de baja habladuría.
Es orientador para interpretar, justipreciar y valorar a Hegel, ver el modo en que sus seguidores, y también sus adversarios, han presentado su filosofía y el partido que de ella han sacado. Se muestra en ello una vez más el carácter de esta filosofía, aunque no siempre en su totalidad, sino muy frecuentemente en determinadas visiones parciales.
Hegel enfrentó siempre los contrarios (naturaleza-espíritu, mundo-Dios, devenir-ser, individuo-sociedad), para superarlos en unidades superiores de síntesis. Esto condujo a los epígonos, menos circunspectos que él, a situarse unilateralmente en uno o en otro de los campos contrapuestos. El prejuicio de la identidad aligera su propósito, con el expedito recurso, siempre a mano, de declararlo al final todo uno e idéntico. Ocurre esto ostensiblemente en la filosofía de la religión y en la teoría de la sociedad.
Filosofía de la religión. Si existe, por un lado, Dios y, por otro, el mundo, de forma que ambos vienen luego a confundirse en identidad, ¿por qué no contentarse con uno u otro extremo, cada cual según su talante y gusto, puesto que de todas formas lo uno es ya lo otro? Así se da el hecho de que nos encontramos con tres versiones de la filosofía religiosa de Hegel: una teísta, otra panteísta y otra atea.
Interpretación teísta. Unos ven en Hegel un pensador conservador y teísta, y así Schopenhauer llega a afirmar sarcásticamente de él que, por razones de cargo, vino a traer de nuevo el Dios perdido en la filosofía, pero lo que trajo en realidad fue el Dios deseado por el Estado protestante y prusiano; la filosofía de Hegel no es, para el mismo Schopenhauer, sino una camuflada lección de catecismo. En el bando de la interpretación teísta de Hegel se admitió que, para éste, la religión es aún algo peculiar e independiente junto a la filosofía, no absorbido por ésta, y se sostuvo igualmente que Hegel miró la figura de Cristo como algo histórico, a la manera como lo entiende la Iglesia cristiana.
Con Hegel entendido así, de manera teísta, tiene conexión uno de los principales representantes de la escuela católica de Tubinga, J. A. Möhler († 1838), que aplica a su doctrina sobre la Iglesia la concepción hegeliana del espíritu objetivo. Intervino asimismo en la contienda en torno al idealismo o teísmo de Hegel M. Deutinger, unas veces en enérgica oposición a Hegel, otras con acusados influjos de él. Con menos fortuna trató A. Günther († 1863) de concordar su catolicismo con Hegel. En su afán de explotar la especulación trinitaria de aquél, se expuso al peligro de diluir el misterio en pura racionalidad. Ésta sería, pues, la interpretación teísta y hasta cristiana de Hegel.
Interpretación panteísta. Otros no ven en Hegel, en cambio, sino a un panteísta. Entienden también naturalmente de manera distinta la filosofía religiosa de Hegel. Afirmó éste que religión y filosofía tenían un mismo objeto y que la religión quedaba superada por la filosofía. ¿Cómo habría que entender ese ser superada? Es un concepto básico de toda la filosofía hegeliana la superación de los contrarios en la síntesis, pero queda siempre un margen resbaladizo entre las dos posibles vertientes de interpretación: superación que diluye y elimina, o superación que conserva los contrarios. El pensamiento de Hegel oscila entre dos extremos; unas veces aparece el ser como algo acabado, otras se diluye de nuevo en el proceso general del devenir y en sus síntesis.
El que no se pierde en el proceso podrá, como vimos en el bando de los conservadores, aferrarse a lo acabado, y entonces la religión es algo estable e independiente.
Pero quien acentúa la superación, o no mira más que a ella, verá la religión diluida, como algo provisional que queda absorbido luego por el estadio superior, aquí la filosofía; la religión se convertirá en filosofía y en ésta conservará lo más característico de su ser. Aparece, pues, la religión como un punto en el camino que hay que dominar y sobrepasar. Para esta interpretación, la «superación» hegeliana equivale a un desarraigo de la religión, el cual se torna en un deber, en fuerza de aquella superación, para el hombre culto, precisamente en gracia del más «auténtico», «verdadero» y «científico» ser de la religión. Algo así como las religiones de Homero y Hesíodo, a las que la filosofía griega tomó después como mitos y metáforas y transportó al plano superior de la filosofía.
A tenor de esta exégesis, el Dios teístico fue una representación primitiva que hay que reemplazar por el Dios panteístico de la filosofía moderna. El Hijo de Dios, que según la Sagrada Escritura se hizo hombre, y todos los demás hechos históricos particulares de los libros sagrados, deberán transmutarse en un valor conceptual y universal filosófico, por ejemplo, en la idea Dios-humanidad. Si la naturaleza y todo lo comprendido en el espacio-tiempo es tan sólo exteriorización y autoalienación de la idea, y este proceso cósmico ideal se realiza con necesidad dialéctica, no queda ya lugar alguno para lo extraordinario, para la excepción. Las cosas humanas y los procesos históricos, aun las hazañas de los héroes, surgen en la historia con el halo de la individualidad, cuando de hecho obedecen a la «astucia» de la idea. Esta ciencia dialéctica no precisa ya de milagros. Irían estos hechos de excepción contra el férreo proceso natural y contra la universal validez de las leyes físicas.
D. F. Strauss enjuicia a Cristo en su Leben Jesu (1835) con arreglo a estas teorías y en pos de Strauss la crítica racionalista de la Biblia saca las consecuencias, en dependencia siempre de la interpretación de Hegel, tomando como metáfora y transmutando el sentido de todo aquello de la Biblia que a los ojos del pensamiento moderno es «imposible».
De este modo, un libro histórico se convirtió en alegórico, y la religión se hizo filosofía. Era de buen tono sentirse «progresista» y representante de la ciencia frente a los espíritus conservadores. Pero no se advirtió que esto no pasaba de ser un punto de vista particular, desde el cual se operaba con la fatua pretensión de decretar lo que era posible y lo que era imposible.
Interpretación atea. Donde se hizo aún más radical aquel sentido «progresista», como en el posterior Bruno Bauer, se cifró incluso el significado «auténtico» de la filosofía de Hegel en el ateísmo, concordando algo en esto con Schopenhauer, para quien, a todas luces, el panteísmo no es otra cosa que un ateísmo cortés.
Se formaron así dos bandos: la derecha hegeliana, con G. Gabler († 1853), H. F. W. Hinrichs († 1861), K. F. Göschel († 1861), B. Bauer, joven († 1882) y otros; y la izquierda hegeliana, con B. Bauer, en su segunda época, D. F. Strauss († 1874), L. Feuerbach († 1872), A. Ruge († 1880), K. Marx († 1883), F. Engels († 1895), M. Stirner († 1856) y otros. Y como espíritu y naturaleza son idénticos, pero la naturaleza parece ser más asequible a muchos, el ala izquierda hegeliana define el contenido de lo idéntico desde este punto de vista de la naturaleza, y desarrolla a tenor de ello un conceptuoso materialismo.
Teoría de la sociedad. Algo parecido ocurre con el par de conceptos paralelos devenir y ser. Los espíritus conservadores vieron en la filosofía de Hegel la expresión de un orden eterno del ser en el mundo, en el hombre y en el Estado, y con denuedo optimista sostuvieron juntamente que en este respecto eran ellos quienes estaban en lo cierto. Los círculos revolucionarios apoyaron, en cambio, sus teorías en la doctrina hegeliana del eterno devenir y la transmutación de cada cosa en su contrario dentro del fluir del proceso dialéctico.
Así se dio el caso raro de que tuvieran a Hegel por suyo, de un lado los filósofos de corte del Estado prusiano, y de otro los fundadores del materialismo dialéctico. Marx y Engels y los anarquistas rusos. Bakunin abandona el ejército del zar para estudiar a Hegel en Moscú; A. Herzen afirma que Hegel es el álgebra de la revolución. En Lenin y en Stalin la dialéctica se convierte en alma, mejor dicho, en arma de la filosofía, de la concepción de la historia y de la ciencia sociológica del bolchevismo. El socialista Ferdinand Lasalle (1825-1864) consideró siempre la filosofía de Hegel como la única verdadera filosofía.
Ciencia histórica. Enteramente al margen de la particular visión dialéctica del devenir en la naturaleza y en la historia, han aprendido de Hegel historiadores de los más diversos campos y métodos.
En la historia de la filosofía son los más señalados: A. Schwegler († 1857), J. E. Erdmann († 1892), K. Fischer († 1907) y E. Zeller († 1908). En la consideración filosófica de la historia y de la cultura en general, y especialmente en la aplicación del método morfológico a las culturas, O. Spengler († 1936), B. Croce († 1952), A. J. Toynbee († 1975) y K. Jaspers († 1969).
Hundimiento del idealismo. A mediados del siglo XIX se derrumba el idealismo. Fue literalmente un desplome vertical. Resultó ya sintomático el que Schelling no lograra resonancia alguna en Berlín. Un nuevo espíritu había irrumpido en la escena con el soplo árido y frío del materialismo y del pensamiento reducido a ciencia y técnica. Hegel había recriminado a la filosofía de Schelling por haberse mantenido en lo universal olvidando el detalle y exactitud de lo concreto. «No el concepto, sino el éxtasis, no la necesidad fríamente progresiva de la cosa, sino el entusiasmo bullente, ha de ser la actitud y el orden de despliegue del rico contenido de la sustancia» (Hegel, Phänom., Prefacio, pág. 13 Hoffmeister; Werke, II, 16). Como hay una latitud vacía, también hay una profundidad vacía. Hablar a cada paso simplemente de la sustancia es demasiado vacío de contenido y extraño a la realidad. Es preciso ver la medida, la determinación, la plenitud de lo finito en su inmediatez. Así Hegel contra Schelling. Exactamente lo mismo que echarán en cara a Hegel, a mediados de siglo, los materialistas y científicos.
Todo el idealismo se revela ahora extraño a la realidad, algo ya imposible. Pasó el tiempo de la especulación metafísica sobre el ser como totalidad y sus relaciones frente al hombre y su espíritu. Y se produjo esto de forma tan repentina e inexorable que se pudo hablar de un verdadero colapso de muerte.
Hoy se nos hace claro, sin embargo, que el idealismo no ha muerto. En el existencialismo de Jaspers y Heidegger vivimos su resurgimiento, en una transformación acorde con las circunstancias cambiadas de nuestra época, pero en lo demás siempre dentro de los cauces tradicionales y manteniendo los puntos de arranque y el último fin del pensar filosófico en toda su intensidad.
Neohegelianismo. Hegel pervive en muy variadas formas de neohegelianismo. En Alemania lo representan A. y G. Lasson, O. Pfleiderer, R. Kroner, K. Larenz, W. Schönfeld, Th. Litt, entre otros. En Italia, B. Croce (1866-1952) y G. Gentile (1875-1944). En Francia, J. Hyppolite y A. Kojève. En Inglaterra F. H. Bradley (1864-1924), B. Bosanquet (1848-1923) y E. McTaggart (1866-1925). En Norteamérica J. Royce (1855-1916).
Cuando resurgía a comienzos de siglo el neohegelianismo alemán, Windelband no pudo menos de preguntarse, admirado: «¿Podrá volver a circular libremente toda aquella palabrería del “en sí” y “para sí” y “en y para sí”, después de las andanadas de Schopenhauer contra el “gran charlatán”, que todos oímos regocijados y nos hicieron creer que nos habíamos librado de él para siempre?». Windelband cree encontrar el fundamento de este renacer hegeliano en una necesidad religiosa del tiempo que puede ser satisfecha por el filósofo que nos dio una concepción del universo como un despliegue del espíritu. Pero esto no es exacto. Ha habido, sí, una concepción del mundo, pero no religiosa, sino marxista. De hecho, ha ocurrido que de todos los lados se ha querido enlazar con Hegel y su dialéctica; el literato, el artista, el nihilista. Saquemos aparte una auténtica prolongación filosófica neohegeliana, de la que son ejemplos señeros Th. Litt y B. Croce, entre otros; fuera de ellos hay una dialéctica de curso suelto, que abusa del nombre de Hegel, que se queda más bien en un eclecticismo ingenioso y fino, que nos recuerda aquellos escritores inquietos que embaucaron al hombre medio del siglo XIX (cf. infra. pág. 370). Mejor que neohegelianismo la apellidaríamos neosofística.
Obras y bibliografía
La izquierda hegeliana: cf. las obras de H. Heine, A. Ruge, M. Hess, M. Stirner, B. Bauer, L. Feuerbach, K. Marx y S. Kierkegaard. La derecha hegeliana: cf. las obras de F. W. Carové, E. Gans, C. L. Michelet, H. F. W. Hinrichs, H. B. Oppenheim, C. Rössler, F. Lassalle, K. Rosenkranz y J. E. Erdmann; E. BENZ, “Hegels Religionsphilosophie und die Linkshegelianer”, en Zeitschrift für Religions- und Geistesgeschichte 7, 1955, págs. 247-270; F. BARRIO, Jóvenes hegelianos. Textos sobre cuestiones histórico-políticas, Madrid, Libertarias, 1997; K. LÖWITH, De Hegel a Nietzsche: la quiebra revolucionaria del pensamiento en el siglo XIX, trad. de E. Estiú, Buenos Aires-Madrid, Katz, 2008; id., Die Hegelsche Linke, Stuttgart-Bad Cannstatt, Frommann-Holzboog, 21988; H. LÜBBE, Die Hegelsche Rechte: Texte aus den Werken von F. W. Carové, J. E. Erdmann, K. Fischer, E. Gans, H. F. W. Hinrichs, C. L. Michelet, H. B. Oppenheim, K. Rosenkranz und C. Rössler, Stuttgart, Frommann, 1962; W. MOOG, Hegel y la escuela hegeliana, Madrid, Revista de Occidente, 1931; TH. STEINBüCHEL, “Hegel”, en “Staatslexikon” der Görresgesellschaft, vol. II, 1927 (sobre la influencia histórica de la filosofía social de Hegel).