Al sargento Solana el maldito ataque de gota lo estaba martirizando. Tenía el dedo gordo del pie derecho enrojecido y deforme como un pimiento. El punzante dolor le había impedido dormir durante toda la noche y estaba de un humor de perros. Se encontraba mirando por la ventana de su despacho, posición que solía ocupar durante el noventa y nueve por ciento de su jornada laboral. La excusa de su enfermedad le venía perfecta para justificar su grosera costumbre de poner los pies sobre la mesa, posición que le encantaba.
Daría una pierna, sobre todo la que tenía convaleciente, por poder irse a casa y volver a la cama, pero era el suboficial al cargo del Puesto Auxiliar de la Guardia Civil en Pueblonuevo del Trabuco y no podía abandonar su puesto por semejante nimiedad. Dado lo pequeño del municipio, la dotación de la benemérita en aquel Puesto Auxiliar la constituía una única pareja de efectivos, la conformada por el sargento y el agente Ramírez.
Como era habitual en aquel pueblo, el mes transcurría con toda tranquilidad. Solo habían tenido que atender una pelea conyugal —Blas el panadero había llamado aterrorizado porque su mujer estaba practicando golpes de tenis con una sartén contra su cabeza— y habían acompañado un par de veces a algún que otro borracho que no sabía, y en uno de los casos no quería, volver a su casa.
Cojeando, se acercó a la cafetera de que disponía la oficina y se sirvió un café. Sabía a rayos. Abrió la tapadera superior del electrodoméstico y comprobó como el café constituía un bloque sólido, señal de que llevaba allí varios días. Pero no estaba él hoy como para limpiar cafeteras. Esperaría, como siempre, a que lo hiciese su compañero.
Mientras volvía a su despacho, oyó sonar el teléfono de recepción. Como siempre, lo atendió el agente Ramírez. Tras unos instantes de conversación, este tomó unas notas y se encaminó hacia su despacho.
— ¿Sargento?
— Sí, Ramírez.
— Acaba de llamar Anastasio, el carnicero, que dice que esta noche le han roto la ventana de su coche y han intentado robárselo haciéndole un puente.
Un intento de robo. Por fin algo interesante para matar el aburrimiento.
— Cojamos el coche patrulla y acerquémonos a echar un vistazo —dijo al agente mientras se incorporaba a duras penas de su asiento, intentando apoyar lo menos posible su cuerpo sobre el pie dolorido.
Llegaron al lugar de los hechos en escasos minutos. Allí se encontraron a un gigante corpulento con un visible gesto de enojo junto a un Citroën «Dos caballos» amarillo al que le faltaba la ventanilla del conductor.
— Buenos días, Anastasio —saludó el sargento.
— Lo serán para usted, sargento.
— ¿Qué ha ocurrido?
— Pues que he llegao esta mañana pa’ coger mi coche y me he dao cuenta de que faltaba el cristal de la ventana del conductor. Y digo faltaba por que no hay señales de que lo hayan roto, no he encontrao cachos de cristal por ninguna parte.
Ese era un hecho llamativo.¿Para qué querría nadie el cristal de una ventana de un dos caballos?
— He pensao que lo que quería el ladrón era llevarse el coche porque me he encontrao to’s los cables de la dirección desconectaos y con un puente hecho. Pero por lo que sea no se lo ha llevao, está aparcao en el mismo sitio en el que lo dejé ayer.
— ¿Y has notado si falta algo más del interior del vehículo? —preguntó el sargento a sabiendas de que hay poco de valor que se pueda robar en el interior de un dos caballos.
— Pues no falta ná. Es más, pa más recochineo, me ha dejao un poema sobre el salpicaero.
— ¿Un poema?
— Sí sargento, aquí lo tiene —dijo el propietario mientras acercaba la mano con una hoja de papel doblado hacia el sargento.
Aquel detalle si que resultaba curioso. ¿Por qué dejaría alguien un poema en un coche que ni siquiera llegó a llevarse? Este robo reunía unas características de lo más extrañas.
El sargento desdobló la hoja y leyó su contenido. En el poema se hacía referencia a un asesinato, cuando no tenía constancia de que se hubiese producido ningún hecho similar en el pueblo desde la famosa trifulca, con tiroteo incluido, entre los Martínez y los Rufo, hacía ya una docena de años.
Pero además, su autor se mofaba de la labor policial y los retaba a atraparlo. ¿Detenerlo? ¿Por qué delito? ¿Por el intento de robo de un coche? Con toda seguridad, aquel texto había sido escrito por algún gamberro con ínfulas literarias que no tenía nada más provechoso que hacer que reírse de la autoridad. Guardó el papel en su bolsillo.
— Bueno Anastasio. No te preocupes, intentaremos coger al gracioso que ha hecho esto. Tu ve mientras dando parte al seguro para que te reparen el cristal.
— Gracias sargento. Y en cuanto sepa algo dígamelo, que ese hijoputa y yo vamos a tener unas palabritas.
— Hasta luego, Anastasio —dijo el sargento mientras se dirigía renqueante hacia el coche patrulla—. Ramírez, llévame de vuelta a la oficina que este pie me está matando.