2 DE ABRIL, DOMINGO

Aquella noche del sábado necesité tiempo para conciliar el sueño. Habían sido demasiadas emociones… Pero, sobre todo, había algo que me preocupaba. ¿Por qué Jesús había hecho aquella manifestación sobre las mujeres? Después de mucho cavilar sólo pude llegar a una conclusión: el Nazareno era consciente de la deprimente situación social de la mujer y se había propuesto reivindicarla. En los estudios que habían precedido a la Operación Caballo de Troya, yo había tenido la oportunidad de comprobar que, en la casi totalidad del Oriente e Israel no era una excepción— el papel de la mujer en la vida pública y social era nulo. Pero los textos y documentos que yo había manejado en mi preparación distaban mucho de la realidad. Por lo poco que llevaba observado, el desprecio de los hombres por sus compañeras era algo que clamaba al cielo. Cuando la mujer judía, por ejemplo, salía de su casa —no importaba para qué tenía que llevar la cara cubierta con un tocado que comprendía dos velos sobre la cabeza, una diadema sobre la frente con cintas colgantes hasta la barbilla— y una malla de cordones y nudos. De este modo no se podían conocer los rasgos de su rostro. Entre los hebreos se contaba el sucedido de un sacerdote importante de Jerusalén que no llegó a conocer a su propia esposa al aplicarle el procedimiento prescrito para la mujer sospechosa de adulterio. (Pocos días después tendría la magnífica ocasión de asistir a una triste y fanática tradición que los judíos denominaban «las aguas amargas», comprendiendo un poco mejor la revolucionaria postura de Jesús para con las hebreas).

La mujer que salía de su hogar sin llevar la cabeza cubierta ofendía hasta tal punto las buenas costumbres que su marido tenía el derecho y —según los doctores de la ley— hasta el deber de despedirla, sin estar obligado a pagarle la suma estipulada para el caso de divorcio. Pude advertir que, en este aspecto, había mujeres tan estrictas que tampoco se descubrían en su propia casa. Este fue el caso de una tal Qimjit que —según se cuenta— vio a siete hijos llegar a sumos sacerdotes, lo que se consideró una recompensa divina por su austeridad. «Que venga sobre mí esto y aquello —decía la púdica— si las vigas de mi casa han visto jamás mi cabellera».

Sólo el día de la boda, si la mujer era virgen y no viuda, aparecía en el cortejo con la cabeza al descubierto.

Ni qué decir tiene que las israelitas —especialmente las de la ciudad— debían pasar inadvertidas en público. Uno de los escribas —Yosé ben Yojanán— había llegado a decir hacia el año 150 antes de Cristo: «No hables mucho con una mujer. Esto vale de tu propia mujer, pero mucho más de la mujer de tu prójimo».

Las reglas de la buena educación prohibían, incluso, encontrarse a solas con una hebrea, mirar a una casada o saludarla. Era un deshonor para un alumno de los escribas hablar con una mujer en la calle. Aquella rigidez llegaba a tal extremo que la judía que se entretenía con todo el mundo en la calle o que hilaba a la puerta de su casa podía ser repudiada, sin recibir el pago estipulado en el contrato matrimonial.

La situación de la mujer en la casa no se veía modificada, en relación a esta conducta pública. Las hijas, por ejemplo, debían ceder siempre los primeros puestos —e incluso el paso por las puertas— a los muchachos. Su formación se limitaba estrictamente a las labores domésticas, así como a coser y tejer. Cuidaban de los hermanos más pequeños y, respecto al padre, tenían la obligación de alimentarlo, darle de beber, vestirlo, cubrirlo, sacarlo y meterlo cuando era anciano, y lavarle la cara, las manos y los pies. Sus derechos, en lo que se refiere a la herencia, no era el mismo que el de los varones. Los hijos y sus descendientes precedían a las hijas. La patria potestad era extraordinariamente grande respecto a las hijas menores antes de su boda. Se hallaban en poder de su padre. La sociedad judía de aquel tiempo distinguía tres categorías: la menor (hasta la edad de «doce años y un día»), la joven (entre los doce y los doce años y medio), y la mayor (después de los doce años y medio). Hasta esa edad de los doce años y medio, el cabeza de familia tenía toda la potestad, a no ser que la joven —aunque menor— estuviese ya prometida o separada. Según este código social, las hijas no tenían derecho a poseer absolutamente nada: ni el fruto de su trabajo ni lo que pudiese encontrar, por ejemplo, en la calle. Todo era del padre. La hija —hasta la edad de doce años y medio— no podía rechazar un matrimonio impuesto por su padre. Se llegó a dar el caso de ser casadas con hombres deformes. El escrito rabínico Ketubot hablaba, incluso, de algunos padres atolondrados que llegaron a olvidar a quién habían prometido sus hijas…

El padre podía vender a su hija como esclava, siempre que no hubiera cumplido los doce años. Los esponsales solían celebrarse a una edad muy temprana. Al año, generalmente, la hija celebraba la boda propiamente dicha, pasando entonces de la potestad del padre a la del marido. (Y realmente, no se sabía qué podía ser peor). Después del «contrato de compraventa», porque eso era en el fondo la ceremonia de esponsales y matrimonio, la mujer pasaba a vivir a la casa del esposo. Esto, generalmente, significaba una nueva carga, amén del enfrentamiento con otra familia extraña a ella que casi siempre manifestaba una abierta hostilidad hacia la recién llegada. A decir verdad, la diferencia entre la esposa y una esclava o una concubina era que aquélla disponía de un contrato matrimonial y la última no. A cambio de muy pocos derechos, la esposa se encontraba cargada de deberes: tenía que moler, coser, lavar, cocinar, amamantar a los hijos, hacer la cama de su marido y, en compensación por su sustento, hilar y tejer. Otros añadían incluso a estas obligaciones las de lavar la cara, manos y pies y preparar la copa del marido. El poder del marido y del padre llegaba al extremo de que, en caso de peligro de muerte, había que salvar antes al marido.

Al estar permitida la poligamia, la esposa tenía que soportar la presencia y las constantes afrentas de la o las concubinas.

En cuanto al divorcio, el derecho estaba única y exclusivamente de parte del marido. Esto daba lugar, lógicamente, a constantes abusos.

Por supuesto, desde el punto de vista religioso, la mujer israelita tampoco estaba equiparada al hombre. Se veía sometida a todas las prescripciones de la Torá y al rigor de las leyes civiles y penales —incluida la pena de muerte— no teniendo acceso, en cambio, a ningún tipo de enseñanza religiosa. Es más: una sentencia de R. Eliezer decía que «quien enseña la Torá (la ley) a su hija, le enseña el libertinaje». Este «eminente» doctor —que vivió hacia el año 90 después de Cristo— decía también: «Vale más quemar la Torá que transmitirla a las mujeres».

En la casa, la mujer no era contada en el número de las personas invitadas —tal y como había tenido oportunidad de comprobar en el banquete ofrecido por Simón, «el leproso»— y tampoco tenía el derecho a prestar testimonio en un juicio. Sencillamente, «era considerada como mentirosa… por naturaleza».

Era muy significativo que el nacimiento de un varón era motivo de alegría, y el de una niña se veía acompañado de la indiferencia, incluso de la tristeza. Los escritos rabínicos Qiddushin (82 b) y hasta el Nidda (31 b) afirmaban: «¡Desdichado de aquel cuyos hijos son niñas!».

Sólo conociendo este deplorable entorno social en el que malvivía la mujer judía, uno podía alcanzar a entender en su justa medida el valor de Jesús al rodearse de mujeres, conversar con ellas e instruirlas y tratarlas como a los hombres. Quedé muy sorprendido al comprobar que el rabí de Galilea no sólo había escogido a doce varones, sino que también había procurado rodearse de otro grupo de mujeres (llegué a contar hasta diez), que seguían al Maestro allí donde iba. Este hecho, como otros que poco a poco iría descubriendo, no había sido incluido con claridad en los Evangelios canónicos que conocemos.

Tal y como me había anunciado Eliseo en la última conexión auditiva, aquella mañana del domingo, 2 de abril, amaneció nublada. Una fina lluvia refrescó sensiblemente la temperatura, sacando un brillo especial a las campiñas y perfumando Betania con un agradable olor a tierra mojada.

En cuanto me fue posible me trasladé a la casa de Simón. El Maestro, madrugador, había llamado a sus hombres y mujeres, reuniéndose con ellos en el jardín. Allí, el gigante —que presentaba un semblante más serio que en la jornada anterior— les dio instrucciones concretas, de cara a la próxima celebración de la Pascua. Insistió especialmente en que no llevaran a cabo manifestación pública alguna mientras permaneciesen en el interior de la ciudad santa y que, sobre todo, no se movieran de su lado.

Una vez más, los discípulos asociaron aquellas medidas precautorias con la orden de captura dictada por el Sanedrín. Jesús, como creo que ya he mencionado, sabía que algunos de sus hombres iban permanentemente armados. Sin embargo, no hizo alusión alguna a sus espadas.

Cuando Jesucristo comenzó a hacer un repaso de lo que había sido su ministerio, desde su ordenación en Cafarnaúm, hasta ese día, observé cómo Judas el Iscariote haciendo oídos sordos, dedicaba toda su atención al recuento de la bolsa común. Poco después abandonó el grupo, entrando en la casa. Esa misma mañana, muy de madrugada, David Zebedeo le había entregado los fondos conseguidos por la venta del campamento que habían instalado semanas antes en la ciudad de Pella, en la orilla oriental del Jordán y como a unas cuarenta millas del mar Muerto.

La bolsa común debía ser lo suficientemente importante como para que Judas la depositase aquella misma mañana en poder del anciano anfitrión. Al parecer, la inminente entrada de Jesús en Jerusalén no hacía aconsejable que el «administrador» del grupo llevara encima tanto dinero. Era en realidad en aquellas fechas de la Pascua cuando los israelitas venían obligados por una antiquísima ley a satisfacer lo que llamaban el «segundo diezmo». En otras palabras: una vez apartados el importe de la ofrenda que se hacía en el templo y el primer diezmo[54], cada hebreo tenía la obligación de consumir o gastar dentro de Jerusalén —esto era imprescindible— el citado «segundo diezmo» de acuerdo con sus posibilidades económicas. Si el judío, como digo, vivía lejos de la ciudad santa podía convertir el «segundo diezmo» en dinero y llevarlo hasta Jerusalén, donde tenía la obligación de gastarlo en alimentos y bebidas, precisamente durante la fiesta de la Pascua. (La Misná dedica cinco capítulos a lo que se puede y lo que no se puede hacer con dicho «impuesto»).

Judas conocía perfectamente esta obligación y, presumiblemente, al hacer el «balance» de los fondos generales, había separado ya el dinero que debía ser consumido en Jerusalén, en concepto de «segundo diezmo». El hecho, sin embargo, de que lo dejara en manos de Simón daba a entender que Jesús y sus hombres tardarían aún unos días en acudir a Jerusalén para celebrar la tradicional cena pascual. Aunque sólo se trata de una presunción muy personal —ya que nunca traté de averiguarlo— cabe la posibilidad de que Cristo hubiera cambiado ya impresiones con Judas, como responsable del dinero, fijando, incluso, el día para dicho rito.

Al visitar en los días sucesivos Jerusalén pude darme cuenta de la gran importancia que tenía para los residentes habituales de la ciudad santa la presencia de aquellos miles de peregrinos —llegados de todas las provincias y del extranjero— y, sobre todo, el beneficio económico que les representaba el hecho de que cada hebreo tuviera que gastar durante la Pascua una parte de sus ingresos anuales. Un dinero que siempre resultaba considerable, si tenemos en consideración que ese «segundo diezmo» era extraído de las ganancias globales de las ventas del ganado, de los frutales y de los viñedos de cuatro años, amén de los trabajos artesanales.

El Nazareno terminó su plática, adelantándoles que «aún les dejaría muchas consignas y lecciones…, antes de volver al Padre». Pero los discípulos no terminaron de comprender a qué se refería.

Al final, ninguno se atrevió a hacer una sola pregunta.

Una vez concluida la «conferencia», Cristo tomó aparte a Lázaro, que me había acompañado hasta la casa de Simón, y le recomendó que hiciera los preparativos precisos para dejar Betania. Jesús, el propio resucitado y todos nosotros sabíamos que —después del milagro— el Sanedrín había discutido y llegado a la conclusión de que Lázaro debía ser también eliminado. «¿De qué servía prender y ajusticiar al Galileo si quedaba con vida su amigo, testigo de excepción del milagroso suceso?». Este planteamiento —no carente de lógica— había movido a los sacerdotes a planear una acción paralela, que culminase con el arresto de Lázaro.

Mi amigo obedeció y pocos días más tarde huía a la población de Filadelfia, en la zona más oriental de la fértil Perea. Cuando los policías del Sanedrín acudieron a prenderle, sólo Marta, María y sus sirvientes permanecían en la casa.

El resto de la mañana —hasta la una y media de la tarde, en que el gigante dio la orden de partida hacia Jerusalén— el rabí prefirió retirarse a lo más frondoso del jardín de Simón.

Esa misma noche, de regreso a Betania, tuve el valor de preguntarle por qué había elegido aquella forma de entrada en la ciudad santa. El Maestro, perfecto conocedor de las Escrituras, me respondió escuetamente:

«Así convenía, para que se cumplieran las profecías…».

Efectivamente, tanto en el Génesis (49,11) como en Zacarías (9,9) se dice que el Mesías liberador de Jerusalén vendría desde el monte de los Olivos, montado en un jumentillo. Zacarías, concretamente, dice: «¡Alegraos, grandemente, oh hija de Sión! ¡Gritad, oh hija de Jerusalén! Mirad, vuestro rey ha venido a vosotros. Es justo y trae la salvación. Viene como el más bajo, montado en un asno, en un pollino, la cría de un asno».

Hacia la hora sexta (las doce del mediodía), tras un frugal almuerzo, Jesús —que había recobrado el excelente buen humor del día anterior— pidió a Pedro y a Juan que se adelantaran hasta el poblado de Betfagé.

—Cuando lleguéis al cruce de los caminos —les dijo— encontraréis atada a la cría de un asno. Soltad el pollino y traedlo.

—Pero, Señor —argumentó Pedro con razón—, ¿y qué debemos decirle al propietario?

—Si alguien os pregunta por qué lo hacéis, decid simplemente:

«El Maestro tiene necesidad de él».

Pedro, muy acostumbrado ya a estas situaciones desconcertantes, se encogió de hombros y salió hacia Betfagé. El joven Juan —un muchachito silencioso, casi taciturno (debería andar por los 16 o 17 años), enjuto como una caña y de ojos negros como el carbón— permaneció aún unos instantes contemplando a su ídolo. En su mirada se adivinaba la sorpresa y un cierto temor. ¿Qué estaba tramando el Maestro?

De pronto cayó en la cuenta de que Pedro se encaminaba ya hacia la puerta de salida y, dando un brinco, salió a la carrera en Persecución de su amigo.

Para entonces, David Zebedeo —uno de los más activos seguidores de Cristo— sin contar para nada con el Maestro ni con los doce, había tenido la genial intuición de echarse al camino de Jerusalén y, en compañía de otros creyentes, comenzó a alertar a los peregrinos de la inminente llegada de Jesús de Nazaret. Aquella iniciativa —como quedó demostrado después iba a contribuir decisivamente a la masiva y triunfal entrada del Maestro en la ciudad santa. Además de los cientos de hebreos que, como cada día, habían acudido hasta Betania, otros miles de habitantes de Jerusalén y de los recién llegados a la Pascua, tuvieron cumplida noticia de la presencia de aquel galileo —hacedor de maravillas— y con los suficientes arrestos como para plantar cara a los sumos sacerdotes.

No fue preciso esperar mucho tiempo. A eso de la una y media de la tarde, Pedro y Juan se reunieron con el resto de la comitiva, que les esperaba ya a las afueras de la aldea de Lázaro. Tal y como había pronosticado el Maestro, cuando el voluntarioso Pedro llegó a Betfagé, allí estaban los animales: un asno y su cría.

La verdad es que, conociendo el poblado y a sus gentes —todas ellas fervientes seguidores de Jesús—, encontrar en sus calles a los mencionados jumentos y convencer a su dueño para que prestara uno de ellos al rabí tampoco debía ser considerado como un hecho milagroso. Ésa, al menos, fue mi impresión. Si en algo se distinguían Betania y Betfagé del resto de las poblaciones de Israel era precisamente en eso: en el profundo afecto y en la férrea fe de sus habitantes por el Cristo. Lázaro me confesó que estaba convencido de que aquel milagro del Nazareno —posiblemente uno de los más extraordinarios de cuantos llevó a cabo durante su vida pública— había tenido por escenario Betania, no para que las gentes de ambas aldeas creyesen, sino más bien porque ya creían. La teoría no era mala. Ciudades y pueblos mucho más importantes —caso de Nazaret, Cafarnaúm, Jerusalén, etc—, habían rechazado a Jesús…

El caso es que, según contó Pedro, cuando éste se disponía a soltar el jumento, se presentó el propietario. Al preguntarle por qué hacían aquello, el discípulo le explicó para quién era y el hebreo, sin más, respondió:

—Si vuestro Maestro es Jesús de Galilea, llevadle el pollino.

Al ver el asnillo —de pelo pardo, apenas de un metro de alzada y posiblemente de la llamada raza «silvestre» (muy común en África y en Oriente)— casi todos los presentes nos hicimos la misma pregunta: ¿Para qué podía necesitar el Maestro aquella dócil cría de asno? Jesús siempre había trillado los caminos con la única ayuda de sus fuertes piernas, que hoy serían envidiadas por muchos corredores de maratón… Poco después, al verle desfilar entre la muchedumbre que se agolpaba en el camino y en las calles de Jerusalén —a lomos del jumentillo— empecé a sospechar cuáles podían ser las verdaderas razones que habían impulsado a Jesús a buscar el concurso de aquel pequeño animal.

El Maestro, sin más demoras, dio la orden de salir hacia Jerusalén. Los gemelos, en un gesto que Jesús agradeció con una sonrisa, dispusieron sus mantos sobre el burro, sujetándolo por el ronzal mientras aquel gigante montaba a horcajadas. El Nazareno tomó la cuerda que hacía las veces de riendas y golpeó suavemente al asno con sus rodillas, invitándole a avanzar.

La considerable estatura del rabí le obligaba a flexionar sus largas piernas hacia atrás, a fin de no arrastrar los pies por el polvo del camino. Con todos mis respetos hacia el Señor, su figura, cabalgando de semejante guisa sobre el jumento, era todo un espectáculo, mitad ridículo, mitad cómico. Poco a poco, como digo, me fui dando cuenta que aquél, precisamente, era uno de los efectos que parecía buscar el Maestro. La tradición —tanto oriental como romana— fijaba que los reyes y héroes entrasen siempre en las ciudades a lomos de briosos corceles o engalanados carros. Algunas de las profecías judías hablaban, incluso, de un rey —un Mesías que entraría en Jerusalén como un aguerrido libertador, sacudiendo de Israel el yugo de la dominación extranjera.

Pero, ¿qué clase de sentimientos podía provocar en el pueblo un hombre de semejante estatura, a lomos de un burrito? Indudablemente, una de las razones para entrar así en la ciudad santa había que buscarla en una intencionada idea de ridiculizar el poder puramente temporal. Y Jesús iba a lograrlo…

Al principio, tanto los hombres de su grupo, como las diez o doce mujeres elegidas por Jesús —y que se habían unido a la comitiva— quedaron desconcertados. Pero el Maestro era así, imprevisible, y ellos le amaban por encima de todo. Así que encajaron el hecho con resignación. El propio Jesús, con sus constantes bromas, contribuyó —y no poco— a descargar los recelos de sus fieles seguidores. Yo mismo me vi sorprendido al observar cómo el Nazareno se reía de su propia sombra.

Aquel ambiente festivo fue intensificándose conforme nos alejamos de Betania. Una muchedumbre que no sabría calcular se había ido agrupando a ambos lados del camino, saludando, vitoreando y reconociendo al Cristo como el «profeta de Galilea».

Los doce, que rodeaban al rabí estrechamente (tanto Pedro como Simón, el Zelotes, Judas Iscariote e incluso el propio Andrés, habían adoptado precauciones y sus espadas habían vuelto a las fajas), estaban estupefactos. Su miedo inicial por la seguridad de su jefe y del resto del grupo fue disipándose conforme avanzábamos.

Cientos —quizá miles— de peregrinos de toda Judea, de la Perea y hasta de Galilea parecían haberse vuelto repentinamente locos. Muchos hombres se despojaban de sus ropones y los extendían sobre el polvo del sendero, sonriendo y mostrándose encantados ante el paso del jumentillo. Como un solo individuo, las mujeres, niños, ancianos y adultos gritaban y repetían sin cesar «¡Bendito el que viene en nombre del Divino!…». «¡Bendito sea el reino que viene del cielo!…». Tal y como suponía, las gentes no gritaron los conocidos hosanna, por la sencilla razón de que esta exclamación era una señal o petición de auxilio, según la etimología original de la palabra judía[55].

Quiero creer que aquel mismo escalofrío que me recorrió la espalda y que me hizo temblar, fue experimentado también por los apóstoles cuando, espontáneamente, muchos de aquellos hebreos cortaron ramas de olivos, saludando al Maestro, lanzando a su paso las flores violetas de los cinamomos y quemando, incluso, las ramas de este árbol, de forma que un fragante aroma se esparció por el ambiente.

Sinceramente, ninguno de los seguidores del Cristo podía esperar un recibimiento como aquel. ¿Dónde estaban las amenazas y la orden de captura del Sanedrín?

Algunas mujeres levantaban en vilo a sus niños, poniéndolos en brazos del Nazareno, que los acariciaba sin cesar. El corazón de Jesús, sin ningún género de dudas, estaba alegre.

Pero, ante mi sorpresa, cuando todo hacía suponer que la comitiva seguiría por el camino habitual —el que yo había tomado para dirigirme a Betania— Jesús y los doce giraron a la derecha, iniciando el ascenso de la ladera oriental del Olivete. Yo no había reparado en aquella empinada y pedregosa trocha que, efectivamente, servía para atajar. A los pocos metros, Jesús saltaba ágilmente del voluntarioso jumentillo, prosiguiendo a pie el ascenso hacia la cumbre de la «montaña de las aceitunas». La lluvia hacía rato que había cesado, aunque el cielo seguía con unas negras y amenazantes nubes.

Mientras el grupo se estiraba, caminando prácticamente en fila de a uno entre las plantaciones de olivos, el corazón me dio un vuelco. Aunque el módulo se hallaba en la cota más alta del Olivete y sobre unos peñascos donde no habíamos advertido sendero alguno, siempre cabía la posibilidad de que los participantes en aquella agitada manifestación de júbilo pudieran penetrar en la franja de seguridad de la «cuna».

Instintivamente me aparté del camino y advertí a Eliseo de la aproximación de la comitiva.

Al alcanzar la cumbre, el Maestro se detuvo. Respiré aliviado al comprobar que el «punto de contacto» del módulo se hallaba mucho más a la derecha y como a unos trescientos pies de donde nos habíamos detenido.

Jerusalén, desde aquella posición privilegiada, aparecía en todo su esplendor. Las torres de la fortaleza Antonia, del palacio de Herodes y, sobre todo, la cúpula y las murallas del Templo se habían teñido de amarillo con la caída de la tarde, destacando sobre un mosaico de casas y callejuelas blanco-cenicientas.

Un repentino silencio planeó sobre la comitiva, apenas roto por el rumor de abigarrados grupos de israelitas que corrían desde las puertas de la Fuente y de las Tejoletas —al sur de las murallas— advertidos de la llegada del profeta.

El semblante de Cristo cambió súbitamente. De aquel abierto y contagioso buen humor había pasado a una extrema gravedad. Los discípulos se percataron de ello pero, sencillamente, no entendían las razones del rabí. Todo estaba saliendo a pedir de boca…

El silencio se hizo definitivamente total, casi angustioso, cuando los allí reunidos comprobamos cómo Jesús de Nazaret, adelantándose hasta el filo de la ladera occidental del Olivete, comenzaba a llorar. Fue un llanto suave, sin estridencia alguna. Las lágrimas corrieron mansamente por las mejillas y barba del Nazareno. Yo sentí un estremecimiento y en mi garganta se formó un nudo áspero.

Con los brazos desmayados a lo largo de su túnica, el Cristo, sin poder evitar su emoción y con voz entrecortada, exclamó:

—¡Oh Jerusalén!, si tan sólo hubieras sabido, incluso tú, al menos en este tu día, las cosas pertenecientes a tu paz y que hubieras podido tener tan libremente… Pero ahora, estas glorias están a punto de ser escondidas de tus ojos… Tú estás a punto de rechazar al Hijo de la Paz y volver la espalda al evangelio de salvación… Pronto vendrán los días en que tus enemigos harán una trinchera a tu alrededor y te asediarán por todas partes. Te destruirán completamente, hasta tal punto que no quedará piedra sobre piedra. Y todo esto acontecerá porque no conocías el tiempo de tu divina visita… Estás a punto de rechazar el regalo de Dios y todos los hombres te rechazarán.

Obviamente, ninguno de los que escucharon aquellas frases podía intuir siquiera el trágico fin que acababa de profetizar el rabí. Treinta y tres años más tarde, desde el 66 al 70, el general romano Tito Flavio Vespasiano primero caería sobre Israel con tres legiones escogidas y numerosas tropas auxiliares del Norte. Su hijo Tito remataría la destrucción del Templo y de buena parte de Jerusalén, en medio de un baño de sangre. Más de ochenta mil hombres, integrantes de las legiones 5.a, 10.a 12.a y 15.a, reforzadas por la caballería, llegarían poco antes de la luna llena de la primavera del año 70 ante las murallas de la ciudad santa. En agosto de ese mismo año, y después de encarnizados combates, los romanos plantaban sus insignias en el recinto sagrado de los judíos. En septiembre, tal y como había advertido Jesús, no quedaba piedra sobre piedra de la que había sido la ciudad «ombligo del mundo». Según los cálculos de Tácito, en aquellas fechas se habían reunido en Jerusalén —con el fin de celebrar la tradicional Pascua— alrededor de seiscientos mil judíos. Pues bien, el historiador Flavio Josefo afirma que, durante el sitio, el número de prisioneros —sin contar a los crucificados y a los que lograron huir— se elevó a 97000. Y añade que, en el transcurso de tres meses, sólo por una de las puertas de la ciudad pasaron 115000 cadáveres de israelitas. Los que sobrevivieron fueron vendidos como esclavos y dispersados.

Las lágrimas y los lamentos del Nazareno estaban más que justificados…

El joven Juan, uno de los discípulos más queridos por Jesús —sin duda por su inocencia y generosidad— se aproximó hasta el Maestro y con el alma conmovida le tendió un pañolón, de los usados habitualmente para quitar el sudor del rostro y que solían guardar anudado en cualquiera de los brazos. Cristo, sin pronunciar una sola palabra más, se enjugó las lágrimas y volvió a montar en el jumento, iniciando el descenso hacia la ciudad.

La riada de gente que habíamos visto desde la cima subía ya por la ladera, arreciando en sus vítores.

Jesús, fuertemente escoltado por sus hombres, correspondía a aquellas manifestaciones de afecto, avanzando cada vez con mayores dificultades. El gentío que salía a raudales por las murallas de Jerusalén no se contentaba sólo con aclamarle a ambas orillas del camino. Muchos de ellos, especialmente los niños y adolescentes, se arremolinaban en torno al borriquillo, obligando a los discípulos a abrir paso entre empujones y gritos. ¡Era el delirio!

El bullicio había conmovido de tal forma a los hebreos de la ciudad y de los campamentos levantados en su entorno que, al poco, cuando la comitiva pujaba por cruzar bajo el arco de la puerta de la Fuente, en el vértice sur de Jerusalén, un grupo de fariseos y levitas —alertados por el tumulto y que, según los indicios, salía precipitadamente con idea de prender al impostor— hizo su aparición entre la muchedumbre. Los policías del templo, armados con espadas y mazas, permanecieron a la expectativa, esperando la orden de los sacerdotes. Pero el entusiasmo y el clamor de aquellos miles de judíos eran tales que debieron pensarlo con más calma y, prudentemente, dejaron pasar a Jesús y a sus seguidores. El rabí, con una envidiable astucia, había evitado su tumultuosa entrada por la zona nororiental de Jerusalén. Desde la cumbre del Olivete, el ingreso en la ciudad santa hubiera resultado mucho más rápido, salvando el cauce seco del Cedrón y penetrando por la llamada Puerta Probática o por la del Oriente, en el costado oriental de las murallas. Aquella maniobra, sin embargo, entrañaba un riesgo latente: pasar muy cerca de la fortaleza Antonia, sede y cuartel general de las fuerzas romanas de ocupación. Por otra parte, al planear la entrada triunfal por la zona más meridional, Jesús se veía obligado a cruzar por algunas de las calles más populosas de la parte baja y vieja de la capital. Aunque tampoco llegué a preguntárselo jamás, al contemplar aquella imponente manifestación del pueblo judío, volcado con y por Jesús[56], tuve la certidumbre de que el Maestro quiso dirigir sus pasos a través de aquel sector de Jerusalén, precisamente con una doble intención: permitir así un más prolongado y caluroso recibimiento que —de paso— le protegiera a Él y a sus hombres contra la orden de caza y captura dictada por el Sanedrín. Aquel estallido fue tan sincero y clamoroso que, como ya he mencionado, los sacerdotes no se atrevieron a consumar el prendimiento.

Al entrar en las calles de Jerusalén, la multitud se volvió tan expresiva que muchos de los jóvenes y mujeres, al alcanzar la rosaleda (único jardín permitido en la ciudad santa), arrancaron decenas de flores, arrojándolas al paso de Cristo.

Aquel gesto desbordó los perturbados ánimos de los fariseos y escribas que habían ido saliendo al encuentro del «impostor» y algunos de ellos —los más audaces— se abrieron camino a codazos y empellones, cerrando la marcha del Nazareno.

Alzando sus voces por encima del tumulto, los sacerdotes le gritaron a Jesús:

—¡Maestro, deberías reprender a tus discípulos y exhortarles a que se comporten con más decoro!

Pero el rabí, sin perder la calma, les contestó:

—Es conveniente que estos niños acojan al Hijo de la Paz, a quien los sacerdotes principales han rechazado. Sería inútil hacerles callar… Si así lo hiciera, en su lugar podrían hablar las piedras del camino.

Los fariseos, desalentados y rabiosos, dieron media vuelta y con la misma violencia, se perdieron en la cabeza de la manifestación, camino sin duda del templo, donde —según pude verificar poco después— el Sanedrín celebraba uno de sus habituales consejos. Estos sacerdotes dieron cuenta a sus colegas de lo que estaba sucediendo en las calles del barrio viejo de Jerusalén. José de Arimatea, miembro de este Sanedrín y buen amigo de Jesús, relataría a la mañana siguiente a Andrés y al resto de los apóstoles cómo los fariseos irrumpieron con los rostros desencajados en la sala de las «piedras talladas» (lugar de sesiones del Sanedrín), exclamando:

«¡Mirad, todo lo que hacemos es inútil! Hemos sido confundidos por ese galileo. La gente se ha vuelto loca con él… Si no paramos a esos ignorantes, todo el mundo le seguirá».

La triunfal comitiva prosiguió su marcha por las estrechas y empinadas callejas de la ciudad. Las gentes se asomaban a las ventanas o le saludaban desde los terrados y muchos —que veían en realidad al Nazareno por primera vez— preguntaban: «¿Quién es este hombre?». La propia multitud y los discípulos se encargaban de responder a voz en grito: «¡Este es el profeta de Galilea! ¡Jesús de Nazaret!».

A eso de las tres y media o cuatro de la tarde, llegamos al largo muro oeste del hipódromo. Una vez allí, al sur del gran recinto del templo, Jesús descendió definitivamente del jumento, pidiendo a los gemelos Alfeo que regresaran a Betfagé y devolvieran el burrito a su dueño. Atraídos por el incesante griterío de los judíos, algunos de los miembros del Sanedrín se asomaron por entre los altos arcos del acueducto que unía el vértice suroccidental de templo con la zona alta de la ciudad, contemplando atónitos cómo la multitud solicitaba a gritos que Jesús hablase y que fuese proclamado rey. En el ánimo general —incluyendo a los más íntimos del Nazareno— flotaba la creencia de que aquél era el libertador esperado. Por un momento me dejé llevar por la fantasía e imaginé qué hubiera podido ocurrir si el rabí hubiera accedido a las incesantes peticiones del pueblo…

Pero no eran esas —ni mucho menos— las intenciones del Galileo. Muy al contrario. Haciendo caso omiso de las sugerencias de sus propios discípulos, que le suplicaban que se dirigiera a la muchedumbre, Jesús de Nazaret, en silencio y con su peculiar paso rápido, dejó a la gente plantada, entrando a la gran explanada del templo por la llamada puerta Doble.

Los diez apóstoles y las mujeres recordaron las órdenes de Cristo de no dirigirse públicamente a los hebreos y, a regañadientes y malhumorados, siguieron al Maestro hasta el interior del recinto. Yo permanecí unos instantes al pie del imponente muro sur del templo, observando cómo parte de los que le habían venido aclamando se dispersaba, mientras otros cientos se decidían finalmente por acompañar al Mesías.

Al penetrar en la gran explanada que rodeaba el santuario —y a pesar de haber visto aquel formidable «rectángulo» desde el aire— quedé sobrecogido por la magnificencia de la obra. Herodes se había jugado el todo por el todo en la construcción de aquel templo. Enormes bloques de piedra —meticulosamente escuadrados y encajados (los mayores de 4,80 X 3,90 metros)— constituían las hiladas inferiores de los sillares. El inmenso patio de los Gentiles, que rodeaba totalmente el santuario propiamente dicho, había sido cercado con una soberbia columnata. Una balaustrada aislaba el templo de la zona destinada a los no judíos (el mencionado atrio de los Gentiles). Sobre dos de sus trece puertas de acceso al interior, y en las que montaban guardia los levitas o policías al mando de siete guardianes permanentes, pude leer sendas advertencias —en griego— que, naturalmente, respeté en todo momento. Decían textualmente: «Ningún extranjero puede penetrar dentro de la cerca y muralla en torno al santuario. Todo el que sea sorprendido violando esta orden será responsable de la pena de muerte que de ahí se seguirá». Realmente, los historiadores como Josefo o Tácito no habían exagerado al describir aquella maravilla. Al ingresar en el gigantesco «rectángulo» —daba igual el acceso que se utilizase para ello— uno quedaba deslumbrado por el lujo. Todas las puertas —tanto la Probática como la Dorada o los pórticos Doble, Triple y el Real— habían sido recubiertas con planchas de oro y plata. (Sólo había una excepción, aunque no me fue posible verificarlo ya que se hallaba en el centro mismo del templo. Era la denominada Puerta de Nicanor. Según Josefo y la Misná, «todas las puertas que allí había estaban doradas, exceptuada la puerta de Nicanor, pues en ella había sucedido un milagro; según otros, porque su bronce relucía como el oro»).[57]

A aquellas horas del atardecer, con la luz solar incidiendo oblicuamente sobre Jerusalén, las agudas puntas que sobresalían en el tejado —enteramente bañadas en oro— relucían y destellaban, proporcionando al conjunto un halo casi mágico y fascinante.

El patio de los Gentiles —en especial toda la zona próxima a las columnatas del llamado Pórtico Regio— presentaba un movimiento inusitado. Buena parte de esta área sur del gran «rectángulo» del templo se encontraba atestada de tenderetes, mesas y jaulas con palomas. Teniendo en cuenta que dicha explanada medía en su parte más estrecha, justamente al pie de la columnata del Pórtico Regio, 735 pies[58], es fácil hacerse una idea del volumen de puestos de venta que —en tres o cuatro hileras— habían sido montados en la mencionada explanada. No llegué a sumarlas en su totalidad, pero dudo mucho que las mesas de los vendedores bajasen de trescientas o cuatrocientas.

En su mayoría se trataba de «intermediarios», que comerciaban con los animales que debían ser sacrificados en la Pascua. Allí se vendían corderos, palomas y hasta bueyes. En muchos de los tenderetes, que no eran otra cosa que simples tableros de madera montados sobre las propias jaulas o, cuando mucho, provistos de patas o soportes plegables, se ofrecían y «cantaban» al público muchos de los productos necesarios para el rito del sacrificio pascual: aceite, vino, sal, hierbas amargas, nueces, almendras tostadas y hasta mermelada. Y en mitad de aquel mercado al aire libre pude distinguir también una larga hilera de mesas de los llamados «cambistas» —griegos y fenicios en su mayoría— que se dedicaban al cambio de monedas. La circunstancia de que muchos miles de peregrinos fueran judíos residentes en el extranjero había hecho poco menos que obligada la presencia de tales «banqueros». Allí vi monedas griegas (tetradracmas de plata, didracmas áticos, dracmas, óbolos, calcos y leptones o «calderilla» de bronce), romanas (denarios de plata, sextercios de latón, dispondios, ases o «assarius», semis y cuadrantes) y, naturalmente, todas las variantes de la moneda judía (denarios, maas y pondios —todos ellos en plata— y ases, musmis, kutruns y perutás, en bronce, entre otras).

Estos «cambistas» ofrecían, además, un importante servicio a los hebreos, ya que les proporcionaban —«in situ»— el cambio necesario para poder satisfacer el obligado tributo o contribución al tesoro del templo. Su presencia en el lugar, por tanto, era tan antigua como tolerada. Y hago estas puntualizaciones previas porque, al día siguiente, lunes —3 de abril—, yo iba a ser testigo de excepción de un hecho histórico —la mal llamada «expulsión de los mercaderes del templo por Jesús»— que, a juzgar por lo que pude ver, no había sido descrita correctamente por los evangelistas.

Mientras el Maestro y sus discípulos paseaban por entre los puestos de venta, contemplando los preparativos para la Pascua, yo aproveché para cambiar algunas de mis pepitas de oro por moneda romana y hebrea, a partes iguales. En total, y después de no pocos regateos con uno de aquellos malditos especuladores fenicios, obtuve doce aureus[59] y cuarenta denarios de plata, así como algunos ases o moneda fraccionaria por casi la mitad de mi bolsa.

Al contemplar al rabí de Galilea, rodeado de sus amigos, departiendo pacíficamente con aquellos cientos de mercaderes, me asaltó una inquietante duda: ¿cómo podía mostrarse Jesús tan tranquilo y natural con aquellos «cambistas» e «intermediarios», cuando el evangelio afirma que, en una de sus múltiples visitas al templo, la emprendió a latigazos con ellos, haciendo saltar por los aires las mesas? La explicación —lógica y sencilla— llegaría, como digo, al día siguiente…

Poco a poco, la multitud que le había seguido, incluso, hasta la gran explanada que rodea el Santuario, fue olvidando al Nazareno, y el Maestro, en compañía de sus discípulos, penetró en el templo por el Pórtico Corintio, perdiéndose en su interior. Yo no tuve más remedio que esperar en el atrio de los Gentiles. Esta circunstancia me impediría estar presente en el conocido suceso de la viuda que, en aquellos momentos, debió acudir hasta uno de los «cepillos» donde los judíos depositaban su contribución para el sostenimiento del templo. A la salida del grupo, Andrés me refirió la lección que acababa de darles Jesús y que, en esencia, ha sido correctamente narrada por los evangelistas. Lo que yo no sabía es que esos «cepillos», en número de trece, estaban estratégicamente situados en una sala que rodeaba el atrio de las mujeres. (Las hebreas no podían salir de ese recinto y entrar en los patios de los hombres o de los sacerdotes). Eran recipientes en forma de trompeta —estrechos por su boca y anchos en el fondo— para protegerlos de los ladrones. El tercero de estos «cepillos» estaba al cargo de un tal Petajia, responsable de los sacrificios de las aves y que controlaba el dinero que se depositaba en dicho tercer «cepillo». (En lugar de realizar la ofrenda de los animales, el judío podía entregar el equivalente en dinero). Pues bien, este Petajía —cuyo verdadero nombre era Mardoqueo— había recibido este mote a causa de su extraordinaria facilidad como políglota: ¡Sabía setenta lenguas! (La palabra pataj significa «abría»; es decir, «abría» las palabras al interpretarlas). Aquella alusión de Andrés iba a resultar altamente provechosa para mí, ya que días después— el tal Petajía iba a jugar un papel destacado en una de las negaciones de Pedro… Mientras aguardaba la salida del grupo del interior del Santuario, me senté muy cerca de los mercaderes y pude asistir a un fenómeno que, al parecer, era frecuente en la compra-venta. Muchos de los «intermediarios» abusaban cruelmente de los hebreos más humildes, llegando a venderles una tórtola por nueve y diez ases. (Si tenemos en cuenta que el precio normal de estas aves en Jerusalén era de 1/8 de denario o 3 ases, las ganancias de estos usureros resultaban desproporcionadas)[60].

Pero lo más irritante es que aquel saneado negocio era propiedad de la poderosa familia de Anás, ex sumo sacerdote. Esto sí explicaba la tolerancia del comercio de animales para el sacrificio en aquel lugar, a pesar de la santidad del mismo. (También aquella observación iba a resultar importante para comprender lo que sucedería al día siguiente).

Indignado con aquellas miserables actitudes de los «intermediarios», procuré distraerme, fijando un máximo de detalles de cuanto tenía a mi alrededor. Conté, incluso, el número de columnas del Pórtico Regio: 162 esbeltas pilastras de estilo corintio. Las balaustradas habían sido trabajadas en piedra. Una de ellas —de tres codos de altura (157,5 centímetros)— separaban el atrio interior y el exterior, accesible a nosotros, los paganos. En algunas zonas de esta balaustrada exterior habían sido grabadas también las mismas advertencias que yo había leído sobre varias de las puertas de acceso al templo. Los pórticos que rodeaban esta inmensa explanada —cuidadosamente enlosada con piedras de diferentes colores— estaban cubiertos con artesonados de madera de cedro, traída posiblemente de los bosques del Líbano.

Cuando vi aparecer a los primeros discípulos, un grupo de griegos que había llegado en aquellos días a Jerusalén y que, por supuesto, habían oído hablar de Jesús, se acercaron a Felipe y le expusieron su deseo de conocer al Maestro. Jesús no había salido aún del templo y el discípulo fue a consultar al apóstol que, hasta después de la resurrección del Galileo, ostentaría la autoridad moral del grupo: Andrés, el hermano de Pedro. Este pescador me había llamado la atención desde un primer momento por su seriedad. Casi siempre aparecía silencioso, como preocupado y distante. Quizá esa introversión se debiera a su cultura rudimentaria o a su acentuada timidez. Era algo más delgado que su hermano, más o menos de la misma estatura (1,60 metros, aproximadamente), cabeza pequeña y cabello fino y abundante, a diferencia de Pedro, que sufría una extrema calvicie. Aparecía siempre pulcramente afeitado. Es de suponer que fuera algo mayor que Pedro, aunque la calvicie de aquél le hacía parecer más viejo.

Andrés escuchó en silencio el mensaje de su compañero y, tras observar al grupo de griegos, regresó con Felipe al interior del Santuario. Al poco aparecía Jesús quien, gustosamente, departió con aquellos gentiles.

Algunos de los griegos sabían del misterioso anuncio del rabí sobre su muerte y le interrogaron sobre ello. Jesús les respondió:

—En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo arrojado a la tierra no muere, se queda solo; pero si muere, produce mucho fruto…

—¿Es que es preciso morir para vivir? —preguntó uno de los gentiles visiblemente extrañado ante las palabras del Maestro.

—Quien ama su vida —le contestó Jesús—, la pierde. Quien la odia en este mundo, la conservará para la vida eterna.

—¿Y qué nos ocurrirá a nosotros —preguntaron nuevamente los griegos— si te seguimos?

—El que se acerca a mí, se acerca al fuego. Quien se aleja de mí, se aleja de la vida.

Uno de los que escuchaban interrumpió al Galileo, replicándole que aquellas palabras eran similares a las de un viejo refrán griego, atribuido a Esopo: «Quien está cerca de Zeus, está cerca del rayo».

—A diferencia de Zeus —comentó el Maestro— yo sí puedo daros lo que ningún ojo vio, lo que ningún oído escuchó, lo que ninguna mano tocó y lo que nunca ha entrado en el corazón del hombre. Si alguno de vosotros quiere servirme —concluyó— que me siga. Donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguien me sirve, mi Padre lo honrará…

Pero los griegos no parecían muy dispuestos a ponerse a las órdenes del rabí y terminaron por alejarse.

Jesús, sin poder disimular su tristeza, comentó entre sus discípulos: «Ahora, mi alma está turbada… ¿Qué diré? Padre, ¡líbrame de esta hora!…».

Sin embargo, el Cristo pareció arrepentirse al momento de aquellos pensamientos en voz alta y añadió, de forma que todos sus seguidores pudieran oírle:

—Pero para esto he venido a esta hora…

Y levantando su rostro hacia el encapotado cielo de Jerusalén, gritó:

—¡Padre, glorifica tu nombre!

Lo que aconteció inmediatamente es algo que no sabría explicar con exactitud. Nada más pronunciar aquellas desgarradoras palabras, en la base —o en el interior— de los cumulonimbus que cubrían la ciudad (y cuya altura media, según me confirmó Eliseo, era de unos seis mil pies) se produjo una especie de relámpago o fogonazo. De no haber sido por la potente y metálica voz que se dejó oír a continuación, yo lo habría atribuido a una posible chispa eléctrica, tan comunes en este tipo de nubes tormentosas. Pero, como digo, casi al unísono de aquel «fogonazo», los cientos de personas que permanecíamos en la gran explanada pudimos escuchar una voz que, en arameo, decía:

—Ya he glorificado y glorificaré de nuevo.

La multitud, los discípulos y yo mismo quedamos sobrecogidos. Al fin, la gente comenzó a reaccionar y la mayoría trató de tranquilizarse, asegurando que «aquello» sólo había sido un trueno. Pero todos, en el fondo de nuestros corazones, sabíamos que un trueno no habla…

Los hebreos volvieron a agolparse en torno al Maestro y éste les anunció:

—Esta voz ha venido, no por mí, sino por vosotros. Ahora es el juicio de este mundo: ahora va a ser expulsado el príncipe de este mundo. Y yo, levantado de la tierra, atraeré a todos los hombres hacia mí…

Pero, tal y como me temía, aquella turba no entendió una sola palabra. Los propios discípulos se miraban entre sí, como diciendo: «¿de qué está hablando?».

Algunos de los sacerdotes que habían salido del santuario al escuchar aquella enigmática voz, le replicaron «que ellos sabían por la Ley que el Mesías viviría siempre». Jesús, sin inmutarse, se volvió hacia los recién llegados y les contestó:

—Todavía un poco más de tiempo estará la luz entre vosotros. Caminad mientras tenéis la luz y que no os sorprenda la oscuridad: el que camina en la oscuridad no sabe a dónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz…

—Somos nosotros, los sacerdotes —arremetieron los representantes del templo, tratando de ridiculizar a Jesús—, quienes tenemos la potestad de enseñar la luz y la verdad a éstos…

El rabí, señalando con su mano derecha a la muchedumbre, replicó:

—¡Ciegos!… Veis la mota en el ojo de vuestro hermano, pero no veis la viga en el vuestro. Cuando hayáis logrado quitar la viga de vuestro ojo, entonces veréis con claridad y podréis quitar la mota del ojo de éstos…

Jesús, entonces, cruzó las murallas del templo, seguido por sus más allegados.

La noche no tardaría en caer y el Maestro, tal y como tenía por costumbre, cruzó el barrio viejo de Jerusalén, en dirección a la puerta de la Fuente, con el fin de descansar en Betania.

Durante la entrada triunfal del Nazareno en la ciudad la aglomeración había sido tal que, francamente, apenas si tuve oportunidad de fijarme en las calles y edificaciones. Ahora, en cambio, fue distinto. Al dejar atrás los 195 metros del muro exterior del hipódromo, el grupo se deslizó por las estrechísimas callejas —casi todas en declive— de la ciudad vieja. Jerusalén se dividía entonces en dos grandes núcleos: este sector por el que ahora circulábamos (conocido también como sûq-ha-tajtôn o Akra) y la zona alta o sûq-haelyon, ubicada al noroeste. Ambas «ciudades» estaban separadas por una depresión o valle: el Tiropeón. Aquella raíz —sûq— designaba la naturaleza de ambos lugares. Esta palabra significa «bazar». Y eso es lo que pude ver en este y en sucesivos recorridos por Jerusalén: un sinfín de «bazares» en los que se vendía de todo.

Cada uno de los sectores de la ciudad estaba cruzado por sendas calles principales, adornadas con columnatas: la gran calle del mercado, en la zona alta. Y la pequeña calle del mercado, en la ciudad vieja[61]. Estas dos «arterias» comerciales estaban unidas por un enjambre de calles transversales que constituían un laberinto. En esa red de callejuelas —la mayoría sin empedrar y sumidas en un pestilente olor, mezcla de aceite quemado, guisotes y orines arrojados al centro de las vías— se hacinaban miles de viviendas, casi todas de una sola planta y con las paredes desconchadas.

Pero el grupo, encabezado siempre por Jesús, evitó aquellas incómodas y oscuras callejas, dirigiendo sus pasos por una de las calzadas más anchas de esta parte baja de Jerusalén. Ante mi sorpresa, entramos de pronto en una calle de casi ocho metros de ancho, perfectamente empedrada, que desembocaba junto a la piscina de Siloé.

Las antorchas y lucernas —estratégicamente situadas sobre los muros de las casas empezaban ya a alumbrar la noche de la ciudad santa. Sin embargo, y a pesar de las súbitas tinieblas, el tráfico de peatones era incesante. A las puertas de los edificios de aquella calle, de más de doscientos metros de longitud, observé numerosos artesanos, enfrascados por entero en sus labores o en interminables regateos con los posibles compradores. En aquella zona baja o vieja se habían afincado las profesiones más nobles y consideradas de Jerusalén. Los paganos, prosélitos e «impuros», en cambio, tenían sus dominios en la parte alta. El fanatismo de los judíos en este sentido había llegado a tal extremo que, por ejemplo, el esputo de un habitante de la ciudad alta era considerado como impuro; cosa que no ocurría con las expectoraciones de los residentes en esta área de la ciudad. Andrés me explicó que, en el fondo, todo había arrancado a raíz de la instalación de los «bataneros» o blanqueadores de tejidos en dicha zona alta. Estos aparecían entre las profesiones «despreciables» de la comunidad israelita.

Junto a las más variadas tiendas o janûyôt se alineaban —siempre en la calle— sastres, barberos, médicos o sangradores, fabricantes de sandalias carpinteros, zapateros, vendedores de lámparas y de utensilios propios de cocina, artesanos del cobre y hasta fabricantes de vestidos de Tarso, sin olvidar a los solicitados vendedores de perfumes y de ungüentos. Aquello, en definitiva, constituía un espectáculo único, en el que los pregones de las mercancías, gritos infantiles, risas y el aroma de las frituras terminaban por envolverle a uno, cautivándole.

Fue en uno de aquellos puestos al aire libre donde, súbitamente, decidí adquirir un hermoso frasco de esencia de nardo. Sin ocultar su extrañeza, el bueno de Andrés —que me sirvió de oportuno mediador— consiguió una sustancial rebaja, pagando un total de 250 denarios por la preciada jarra. La vasija en cuestión había sido primorosamente labrada, por el antiquísimo procedimiento que los hebreos llamaban del «decantado de líquidos», de pulimento circular. El engobe y el bruñido habían reducido la porosidad de los vasos, con un pulimento tan brillante que, a primera vista, daba la impresión de un proceso de vidriado.

Alcanzamos al Maestro y a los restantes discípulos cuando pasaban bajo el arco de la puerta de la Fuente, en el extremo meridional de Jerusalén. Yo sabía que la ciudad, en especial en aquellos días previos a la Pascua, era un «nido» de mendigos, pero, al cruzar las murallas quedé impresionado. Decenas de leprosos se disponían a pasar la noche, envueltos en sus mantos y harapos, mientras una legión de cojos, lisiados, hinchados, contrahechos y ciegos nos salían al paso, suplicándonos una limosna. De no haber sido por Andrés, que tiró de mi sin contemplaciones, lo más probable es que mis 150 denarios restantes hubieran ido a parar a manos de aquellos supuestos desdichados. Y digo «supuestos» porque —según el hermano de Pedro— la inmensa mayoría eran simuladores «profesionales», que aprovechaban la fiesta para conmover los corazones de los forasteros y «no dar golpe…».

Creo que no me percaté bien del desconcierto general de los discípulos de Cristo hasta que hubimos caminado algo más de un kilómetro, rumbo a Betania. El Maestro, silencioso, encabezaba el grupo, tirando de los diez con sus características zancadas.

Ni uno solo abrió la boca en todo el trayecto. Aquellos galileos parecían confusos, deprimidos y hasta malhumorados. Pronto deduje cuál era la razón. Después de la apoteósica e inesperada recepción tributada al Maestro, los apóstoles no habían comprendido por qué Jesús no había aprovechado aquella magnífica oportunidad para proclamarse rey e instalar, definitivamente, su «reino» en Judea, extendiéndolo después a las restantes provincias. Al ver sus rostros no era difícil imaginar cuáles eran sus pensamientos.

Andrés, preocupado por su responsabilidad como jefe del grupo, era quizá el que menos valoraba aquel estallido popular en torno al Maestro.

La verdad es que, en los días sucesivos, algunos de los íntimos —en especial Pedro, Santiago, Juan y Simón Zelotes— tuvieron que hacer considerables esfuerzos para asimilar tantas emociones…

Simón Pedro fue posiblemente uno de los más afectados por la manifestación popular. Y, más que por el excitante recibimiento, por el incomprensible hecho de que el Maestro no se hubiera dirigido a la multitud o, cuando menos, que les hubiera permitido hacerlo a ellos. Para Pedro, aquélla había sido una magnífica oportunidad… perdida.

Mientras caminaba hacia Betania le noté afligido y triste. Sin embargo, su pasión por Cristo era tal que supo encajar el extraño comportamiento del Nazareno sin el menor reproche o signo de disgusto.

Los sentimientos de Santiago, el Zebedeo, eran muy parecidos a los de Simón Pedro. Su miedo inicial había ido esfumándose conforme bajaban por la ladera del Olivete. La vista de aquella multitud que aclamaba a su Maestro le había hecho concebir esperanzas de poder e influencia. Pero todo se había venido abajo cuando Jesús descendió del jumentillo, perdiéndose en el templo. ¿Cómo podía renunciar así, tan graciosamente, a una oportunidad de oro como aquélla?

Por su parte, Juan Zebedeo había sido el único que había intuido las intenciones de Jesús. El recordaba que el Maestro les había hablado en alguna ocasión de la profecía de Zacarías y, no sin dificultades, asoció aquella entrada triunfal con las verdaderas intenciones de Jesús. Aquello le salvó en buena medida de la depresión general que ocasionó el traumatizante final. Su juventud y ciego amor por el Nazareno le impedían, además, sospechar o imaginar siquiera que el Maestro se hubiera equivocado…

Felipe, el «intendente» y hombre «práctico» del grupo, había sufrido otro tipo de preocupación. Al ver aquella riada humana pensó por un momento que Jesús podía pedirle como ya había hecho en otras oportunidades— que les diera de comer. Por eso, al verle abandonar la procesión y pasear tranquilamente por el recinto del templo, sintió un profundo alivio.

Cuando aquellos temores desaparecieron de su mente, Felipe se unió a los sentimientos de Pedro, compartiendo el criterio de que había sido una lástima que Jesús no hubiera aprovechado aquella ocasión para instalar definitivamente el reino. Aquella noche, sumido en las dudas, se preguntó una y otra vez qué podían querer decir todas aquellas cosas. Pero su fe en el Galileo era sólida y pronto olvidaría sus incertidumbres.

Mateo, hombre cauto, aunque de una fidelidad extrema, quedó maravillado ante aquel estallido multicolor en torno al rabí. Sin embargo, su natural escepticismo se sobrepuso y no tardaría en olvidar aquellas emociones de la tarde del domingo. Sólo hubo un momento en el que Mateo estuvo a punto de perder su habitual calma. Ocurrió en plena explosión popular, cuando uno de los fariseos se burló públicamente de Jesús, diciendo: «Mirad todos. Ved quién viene: el rey de los judíos sobre un asno». Aquello estuvo a punto de sacarle de sus casillas y poco faltó —según me confesó días después— para que saltara sobre el sacerdote.

A la mañana siguiente, como digo, Mateo había superado la crisis general, mostrándose tan alegre como siempre. Después de todo, era un perdedor que sabía tomarse la vida con filosofía…

Tomás, como Pedro, caminaba aturdido. Su profundo corazón no terminaba de encontrar la razón de aquel festejo, absolutamente infantil, según su criterio. Jamás había visto a Jesús en un enredo como aquél y eso le había desorientado. Por un momento, el práctico y frío Tomás llegó a suponer que todo aquel alboroto sólo podía obedecer a un motivo: confundir a los miembros del Sanedrín, que como todo el mundo sabía— intentaban prender al Maestro. Y no le faltaba razón…

Otro de los grandes confundidos por aquel acontecimiento fue Simón el Zelotes. Su sentido del patriotismo le había hecho concebir todo tipo de sueños respecto al futuro político de su país. Él acariciaba la idea de liberar a Israel del yugo romano y devolver al pueblo su soberanía. Y Jesús, por supuesto, debía ocupar el derrocado trono de David. Al asistir a la entrada triunfal en Jerusalén, su corazón tembló de emoción y se vio ya al mando de las fuerzas militares del nuevo reino. Al descender por el monte de los Olivos imaginó, incluso, a los sacerdotes y simpatizantes del Sanedrín ajusticiados o desterrados. Fue, sin lugar a dudas, el apóstol que gritó con más fuerza y que animó constantemente a la multitud. Por eso, a la caída de la tarde, era también el hombre más humillado, silencioso y desilusionado. Tristemente, no se recuperaría de aquel «golpe» hasta mucho después de la resurrección del Maestro.

Con los gemelos Alfeos no existió problema alguno. Para ellos, despreocupados y bromistas, fue un día perfecto. Disfrutaron intensamente y guardaron aquella experiencia «como el día que más cerca estuvieron del cielo». Su superficialidad evitó que germinara en ellos la tristeza. Sencillamente, aquella tarde culminaron todas sus aspiraciones.

En cuanto a Judas Iscariote, nunca llegué a saber con exactitud cuáles fueron sus verdaderos sentimientos. En algunos momentos me pareció notar en su rostro signos evidentes de desacuerdo y repulsión. Es posible que todo aquello le pareciese infantil y ridículo. Como los griegos y romanos, consideraba grotesco y despreciable a todo aquel que consintiese cabalgar sobre un asno. No creo equivocarme si deduzco que Judas estuvo a punto de abandonar allí al grupo. Pero posiblemente le frenó el hecho de ser el «administrador» de los bienes. Eso significaba una permanente posibilidad de disponer de dinero y Judas sentía una especial inclinación por el oro.

Quizá uno de los momentos más dramáticos para el vengativo Judas fue poco antes de llegar a las murallas de Jerusalén. De pronto, un importante saduceo —amigo de la familia de Jesús se acercó a él y, dándole una palmadita en la espalda, le dijo: «¿Por qué ese aspecto de desconcierto, mi querido amigo? Anímate y únete a nosotros, mientras aclamamos a este Jesús de Nazaret, el rey de los judíos, mientras entra por las puertas de la ciudad a lomos de un burro».

Aquella burla debió de herirle en lo más profundo. Judas no podía soportar aquel sentimiento de vergüenza. Esa pudo ser otra razón de peso para acelerar su plan de venganza contra el Maestro. El apóstol tenía tan incrustado el sentido del ridículo que allí mismo se convirtió en un desertor.

Salvo muy contadas excepciones, los discípulos de Cristo demostraron en aquel histórico acontecimiento —a pesar de sus tres largos años de aprendizaje y convivencia con el Mesías— que no habían entendido nada de nada.

Comprendí y respeté el duro silencio de Jesús, a la cabeza de aquellos hombres hundidos y perplejos. Se hallaba a un paso de la muerte y ninguno parecía captar su mensaje…