16 DE ABRIL, DOMINGO

Aunque sólo sea por una vez, debo felicitarme y felicitar a mis instructores por el entrenamiento recibido. A pesar de lo que sabíamos respecto a nuestro destino, nada varió en el programa de la operación. Al alborear el sábado, 15 de abril, ambos habíamos «olvidado» nuestra común tragedia y nos enfrascamos en los complejos preparativos del próximo despegue de la «cuna», del vuelo a las inmediaciones del lago de Tiberiades y del descenso en el nuevo «punto de contacto». Reprogramamos a Santa Claus y, cuando todo estuvo a punto, sometimos el plan de exploración propiamente dicho a un último y exhaustivo repaso. Y así, como si nada hubiera ocurrido, vimos desaparecer el sábado.

Hacia las 06 horas de la mañana siguiente –18 minutos después del orto solar—, descendí del módulo, poniéndome en camino hacia Jerusalén. Los datos climáticos recogidos en la nave cambiaron ostensiblemente. El viento del este había cesado, siendo sustituido por una ligera brisa del noroeste que presagiaba no muy lejanos frentes borrascosos. La temperatura en la cima del Olivete descendió hasta 7 °C. Esta, muy probablemente, fue la causa de la espesa niebla que me recibió y que se deslizaba rápida, barriendo la «base madre» y el promontorio del sur en dirección este-sureste. La fuerte radiación del día anterior había calentado el aire, haciéndolo menos denso. Éste había trepado por las laderas —en un típico movimiento «anabático»—, condensándose y dando lugar a tan incómoda niebla. El valle del Cedrón, en cambio, se hallaba despejado. Y protegiéndome del frío con el holgado manto, elegí la senda que conducía a la puerta Dorada, en el muro oriental del Templo. Crucé el atrio de los Gentiles, casi desierto todavía, y, sin prisas, busqué la casa de los Marcos. La ciudad, como cada día, empezaba a desperezarse al ritmo obligado de la molienda del grano.

No disponíamos de muchos datos sobre la segunda de las apariciones de Jesús de Nazaret a los suyos. Juan cita en su Evangelio que tuvo lugar «ocho días después» de la primera, sucedida en la noche del domingo último, 9 de abril.

Si el evangelista estaba en lo cierto, esa nueva presencia se produciría el primer día de la semana; es decir, el lunes. Y por prudencia, decidí presentarme en Jerusalén veinticuatro horas antes. Mi plan no era complicado… Nada más pisar la mansión de mi buen amigo Elías Marcos, trataría de averiguar el paradero de Tomás, el discípulo «desertor». A continuación intentaría encontrarle y conversar con él. Era el único con el que no había podido sostener una entrevista sobre los últimos sucesos. Después, a ser posible antes del ocaso, retornaría a la ciudad y esperaría el lunes. Pero, como casi siempre, todo saldría al revés…

Mis proyectos se fueron a pique cuando, nada más traspasar la puerta de la residencia de los Marcos, vi a Tomás en el patio, calentándose al fuego y dando buena cuenta de su desayuno.

María, el resto de su familia, los discípulos y, sobre todo, el benjamín de la casa me recibieron con la mejor de las sonrisas. La madre del niño, nada más verme, dejó en el suelo la artesa de madera que transportaba sobre su cabeza y que contenía la masa fermentada para el pan, y pasó a examinar mi frente. La verdad es que ni yo mismo recordaba el golpe… Tuve que prometerle que no me marcharía, al menos hasta que no regresase su esposo. Y, con gusto, acepté un cuenco de madera con una leche de cabra, hirviente y de sólida nata. Al sentarme frente a Tomás procuré observarle con disimulo. Los agitados y frenéticos acontecimientos de aquella larga semana —contando mi primera exploración— no me habían permitido, como hubiera sido mi deseo, estudiar a fondo a cada uno de los doce. ¿Qué sabía de sus vidas, de sus familias, de sus deseos e inquietudes? Prácticamente nada. Sólo conociendo a los seres humanos se les puede comprender y amar. Y Tomás, como el resto, era un misterio. Con su reducida pero atlética talla, y por lo poco que fui espigando en su carácter, quizá encajase en el temperamento «enequético» que describen Kretschmer, Mauz y Minkowska. Es decir, un hombre poco nervioso, que reaccionaba con parvedad ante los estímulos, de hablar lento y cadencioso —yo diría que era todo un «filósofo»—, con una tendencia a la perseverancia muy poco común, gran trabajador, lógico— analítico y de una pulcritud sobresaliente.

Sirva como ejemplo de esto último el sintomático hecho de que, a diferencia de sus hermanos, sus uñas se hallaban siempre limpias y sus cabellos perfectamente peinados y recogidos en una «cola de caballo».

Me miró en varias ocasiones, pero no dijo nada. Se limitó a bajar su renegrida, casi egipcia, tez, extendiendo las palmas de las manos hacia el gratificante hogar. Tomás no había podido superar su timidez, agravada por el estrabismo que padecía en su ojo izquierdo.

No intenté siquiera interrogarle. No me pareció el momento oportuno. Parecía sumido en difíciles reflexiones. Y con acierto por mi parte, me dirigí al piso superior, allí seguía la totalidad del grupo. El ambiente general era muy distinto al de los días precedentes. Había optimismo y no se hablaba de otra cosa que de los preparativos para el viaje a Galilea. Muchos de aquellos hombres, en especial los hermanos Zebedeo y Simón Pedro y Andrés, tenían a su gente en las poblaciones situadas a orillas del lago y ardían en deseos de volver a verles. Juan me hizo mil preguntas sobre su madre y David, su otro hermano, a quienes yo había dejado en la casa de Lázaro. Y aproveché la ocasión para interrogarle, a mi vez, sobre el estado de Tomás.

El Zebedeo movió la cabeza con preocupación. Era el único que seguía resistiéndose a la ya aceptada idea de la resurrección del Maestro.

—Ayer, sábado —me explicó el joven Zebedeo—, cansados de esperar, Pedro y yo decidimos salir en su búsqueda. Juan Marcos lo había visto en Betania y hacia allí nos fuimos. A eso de las nueve o nueve y media de la noche dimos por fin con él. Estaba en la casa de Simón, «el leproso». Pero tuvimos muchos problemas para convencerle de que regresara a la ciudad…

—¿Por qué?

—La muerte del rabí le tenía, y le tiene, trastornado. Y no hace más que repetir la misma pregunta: «¿por qué se dejó matar?» En su angustia, según lo poco que hemos podido sacarle, se lanzó al monte y así ha pasado toda la semana. Nada más amanecer abandonaba la casa de Simón y deambulaba como un espíritu por las colinas que rodean Jerusalén. Ni siquiera se bañaba…

Y Juan acompañó aquella afirmación con un gesto de incredulidad. Sí, realmente debía hallarse muy abatido para olvidarse, incluso, de su meticuloso aseo personal.

Conozco a Tomás —prosiguió con indulgencia— y sé que, en el fondo, estaba deseando unirse a nosotros. Pero es tímido y seguramente esperaba que diéramos el primer paso y que le suplicásemos. Como así ha sido. Te diré un secreto. Pedro estaba dispuesto a arrastrarlo… Pero no fue preciso.

—¿Por qué lo buscasteis exactamente? El Zebedeo me miró asombrado.

—¿Es que no lo sabes? Tú estabas aquí cuando Jesús se presentó y nos dijo que marchásemos al norte…

—Sí, claro —fingí—, no lo recordaba. El viaje… ¿Y cuándo será la partida?

—Mañana, al alba… Primero pasaremos por Betania. Seguramente se nos unirán María, la madre del Maestro y otros familiares. En cuanto a mi madre y a David, no sé cuáles son sus planes…

Yo sí podía aclararle aquel punto. Por lo que había escuchado en Betania, David tenía planeado permanecer junto a Marta y María y, una vez liquidados los negocios de éstas, escoltarlas hasta Filadelfia (la actual ciudad de Amán), donde se reunirían con su hermano Lázaro.

—¿Y qué opina Tomás sobre las apariciones del rabí?

Mi joven amigo volvió a mover la cabeza, dándome a entender que no había nada que hacer… —Es testarudo y frío y dice que «tiene que ver para creer»…

Esa misma tarde, poco antes de la cena, el escéptico discípulo se unió a los diez y, como era de prever, mientras dábamos buena cuenta del excelente guisado de borrego con lentejas que había cocinado María, varios de los apóstoles sacaron a colación la última de las «presencias» de Jesús y la misteriosa convocatoria en la Galilea. Tomás les escuchó en silencio pero, al final, sin poder contenerse, en una de las escasas crisis de irritabilidad que le vi protagonizar, les tachó de locos. La polémica se encendió nuevamente y alguien mentó a las mujeres, recordándole que también ellas le habían visto.

Fue el colmo para Tomás. Y en su aversión al sexo femenino —consecuencia casi segura de su timidez y del defecto en su vista—, arremetió con acritud contra la de Magdala, recordando, incluso, las palabras de los profetas en el Antiguo Testamento:

Esas son todas ridículamente vanidosas, voluptuosas y perversas, como dice Isaías.

Yo no conocía la misoginia del galileo y seguí la disputa entre divertido y atónito— llenas de duplicidad, según Jeremías y Ezequiel, y golosas, perezosas, celosas y peleadoras. Así son las mujeres —sentenció Tomás—, además, escuchan detrás de las puertas.

Y pletórico concluyó su parecer sobre las hebreas con un viejo y mordaz aforismo, muy popular entre los rabíes.

—¿Es que no conocéis lo que pensó el Altísimo, bendito sea su nombre, cuando se decidió, en mala hora, a crear a la mujer? Escuchad, ingenuos… «¿De qué parte del hombre la sacaré? —se dijo el Omnipotente—. ¿De la cabeza? No, será demasiado orgullosa. ¿Del ojo? No, será demasiado curiosa. ¿De la oreja? Tampoco —reflexionó Yavé, bendito sea su nombre—. Escuchará detrás de las puertas. ¿De la boca? Charlará. ¿De la mano? No, porque será pródiga. Por último, tomó una parte del cuerpo, muy oscura y muy oculta, con la esperanza de hacerla modesta…» Pero, ya veis, le salió mal.

Los discípulos protestaron con energía, saliendo en defensa de la Magdalena y del resto.

Y Mateo Leví, uno de los más instruidos, le respondió con otro apólogo, atribuido al rabí Gamaliel.

—Un emperador le dijo a un sabio: «Tu Dios es un ladrón: necesitó, para crear a la mujer, robarle una costilla a Adán, cuando estaba dormido.» Y como al sabio le costase responder, la hija de éste tomó la palabra y replicó: “Traigo una queja. Unos ladrones se introdujeron en casa durante la noche y robaron un aguamanil de plata, dejando en su lugar un aguamanil de oro.

«Y el emperador contestó: así tuviera yo cada noche visitas semejantes!». «Pues bien —sentenció Mateo—, eso fue lo que hizo nuestro Dios. Le quitó al primer hombre una simple costilla, pero, a cambio, le dio una mujer.»

Los comensales rieron y aplaudieron rabiosamente. Y Tomás, sin inmutarse, se limitó a dejar bien sentado que él no creería en esa superchería de la resurrección mientras «no viera al Maestro y no tocara con sus dedos las heridas de los clavos».

El destino estaba a punto de jugarle una mala pasada…

Creo que los cronómetros del módulo debían señalar las 18 horas, aproximadamente. La servidumbre de los Marcos hacía rato que había prendido las lámparas de aceite y, como decía, nos encontrábamos en plena cena. En esta ocasión, a petición de los íntimos de Jesús, la señora de la casa había accedido a adelantar la última comida de aquel domingo, 16 de abril. El grupo se proponía madrugar y era lógico que tratara de reponer fuerzas antes del largo viaje a la Galilea. Pero surgió lo que nadie podía prever…

Recuerdo que, siguiendo mi costumbre, había ido a acomodarme en uno de los divanes del extremo de la mesa, Tomás se hallaba reclinado entre Pedro y Bartolomé, en el mismo «brazo» de la «U» en el que yo comía y departía plácidamente con Juan. Aún resonaban en la habitación los ecos de la polémica cuando, de repente, las candelas amarillentas de las lucernas oscilaron ligeramente.

Se hizo un silencio de muerte. Instantáneo. Y supongo que el mismo escalofrío que me recorrió de pies a cabeza, sacudió igualmente a los otros once. Más de uno se quedó con la cuchara de madera a medio camino entre el plato y la boca. Hubo un vertiginoso relampaguear de las miradas y los corazones se detuvieron.

En esta ocasión, alertado por el doloroso llamear de las lámparas, eché mano de mi cayado, dispuesto a todo. No tuve que esperar. Frente a mí, como salido del otro lado del muro, avanzó una figura alta y corpulenta, difuminada por la penumbra de la cámara. Las llamas recuperaron la verticalidad y yo, espantado, creí que mi corazón se partía en dos.

El «hombre» —porque en esta ocasión no hubo fenómenos luminosos ni extraños— se detuvo entre los divanes ocupados por Santiago y Mateo Leví, frente por frente al lugar de Tomás.

Era Él! Vestía su familiar atuendo: manto color vino y la inmaculada túnica blanca. Creo que fui el único que se puso en pie, impulsado por una feroz descarga de adrenalina. El resto, pillado por sorpresa, no reaccionó. Y con los nervios a flor de piel, sin reparar siquiera en las «crótalos», activé los dispositivos de la «vara de Moisés», en especial el squid[193], apuntando a ciegas hacia aquel cuerpo… absolutamente humano! Esa fue, al menos, mi impresión. Era el mismo Jesús que había conocido en vida! Pero, ¿cómo podía ser si yo le había visto muerto? Mis ojos se clavaron en su rostro, en sus cabellos, en su torso, en sus brazos, en las sandalias… Todo era normal!

¿Normal? ¡Dios mío!, qué locura!, además, ¿por dónde demonios había entrado? Y al plantarse frente a los mudos y casi hipnotizados discípulos, les saludó así:

—Que la paz sea con vosotros…

No cabía duda. Aquélla era su voz. Y articulaba las palabras como cualquier ser humano… Su faz se hallaba seria.

He esperado una semana —continuó, moviendo la cabeza a todo lo largo de la mesa y dirigiendo así una mirada general—, hasta que estuvierais todos reunidos, para aparecer de nuevo y daros, una vez más, la orden de recorrer el mundo divulgando el evangelio del reino…

El tono era apacible. Reposado. No advertí signo alguno de artificialidad ni sonoridad o eco metálico que pudieran infundir sospechas sobre el origen de dicha voz.

Os lo repito: lo mismo que el Padre me ha enviado al mundo, yo os mando. Lo mismo que he revelado al Padre, vosotros vais a extender el amor divino, no sólo con palabras, sino también con vuestras vidas cotidianas. Os envío, no para amar las almas de los hombres, sino para amar a los hombres. No basta que proclaméis las alegrías del cielo. Es preciso también demostrar las realidades espirituales de la vida divina en vuestra experiencia diaria. Sabéis por la fe que la vida eterna es un don de Dios. Cuando tengáis más fe y el poder de arriba (el Espíritu de la Verdad) haya penetrado en vosotros, no ocultaréis vuestra luz. Aquí, tras las puertas cerradas, daréis a conocer a toda la Humanidad el amor y la misericordia de Dios. Por miedo, huís ahora ante una desagradable experiencia. Pero, al estar bautizados del Espíritu de la Verdad, iréis felices y alegres a propagar las nuevas experiencias de la vida eterna en el reino del Padre…

Por un instante desvié la vista de la «aparición» —¿o no debería llamarla así?—, concentrándome, en la medida que me lo permitía mi turbación, en la activación de los ultrasonidos y de la tele-termografía, que resultarían también de notable utilidad en aquel primer y apresurado análisis del increíble «hombre».

—… Podéis permanecer aquí o en Galilea durante un corto periodo —les manifestó, relajando ligeramente el timbre de la voz— así podréis reponeros del golpe de la transición entre la falsa seguridad de la autoridad del tradicionalismo y el nuevo orden de la autoridad de los hechos, de la verdad y de la fe en las realidades supremas de la viva experiencia. Vuestra misión en el mundo se basa en lo que he vivido con vosotros: una vida revelando a Dios y en torno a la verdad de que sois hijos del Padre, al igual que todos los hombres. Esta misión se concretará en la vida que haréis entre los hombres, en la experiencia afectiva y viviente del amor a todos ellos, tal y como yo os he amado y servido. Que la fe ilumine al mundo y que la revelación de la verdad abra los ojos cegados por la tradición. Que vuestro amor destruya los prejuicios engendrados por la ignorancia. Al acercaros a vuestros contemporáneos con simpatía comprensiva y una entrega desinteresada, les conduciréis a la salvación por el conocimiento del amor del Padre. Los judíos han exaltado la bondad. Los griegos, la belleza. Los hindúes, la devoción. Los lejanos ascetas, el respeto. Los romanos, la fidelidad… Pero yo pido la vida de mis discípulos. Una vida de amor al servicio de sus hermanos encarnados.

Tras este discurso, el Maestro hizo una breve pausa. Y concentrando en los de Tomás aquella mágica luz y aquella afilada fuerza que seguían irradiando sus ojos, le dijo sin reproches:

—Y tú, Tomás, que has dicho que no creerías a menos que me vieras y pusieras tus dedos en las heridas de los clavos de mis muñecas, ahora me has visto y oído…

Miré de soslayo al perplejo discípulo. Estaba lívido. A pesar de que no veas ninguna señal de clavos…

Y Jesús acompañó aquellas palabras con un movimiento de sus brazos. Los alzó hasta que las palmas quedaron a la altura de su rostro y, por efecto de la gravedad —otro detalle a tener en cuenta—, las amplias mangas se deslizaron al momento hacia abajo. Los antebrazos y muñecas, en efecto, no presentaban cicatrices o señales de las pasadas torturas.

Las miradas de todos —como las de un solo hombre— se centraron en las extremidades superiores del rabí, que permaneció unos segundos en la misma posición. ¡Fue desconcertante! Su piel aparecía tersa, con el mismo y abundante vello de antes y con los vasos perfectamente marcados.

—… ya que ahora vivo bajo una forma que tú también tendrás cuando dejes este mundo —reanudó su importante aclaración—, ¿qué les dirás a tus hermanos?

El mismo Jesús respondió a su pregunta… —Reconocerás la verdad, ya que, en tu corazón, habías empezado a creer, a pesar de manifestar con insistencia tu incredulidad. Es justo el momento en que las dudas empiezan a desmoronarse… Tomás, te pido que no pierdas la fe. Sé creyente… Sé que creerás con todo tu corazón.

Al ver las muñecas de su Maestro y escuchar estas palabras, Tomás se alzó del diván, cayendo de rodillas sobre el entarimado. Y asustado, exclamó:

—Creo, mi Señor y mi Maestro!

Fue la única vez que vi sonreír a Jesús. Fue una sonrisa fugaz pero clara. Y el «hombre» replicó:

—Has creído, Tomás, porque me has visto y oído. ¡Benditos sean en los tiempos venideros…!

La sangre se me heló en las venas. Jesús giró ligeramente su rostro, mirándome a los ojos. Y repitió:

—… Benditos sean en los tiempos venideros los que crean sin haberme visto con los ojos de la carne, ni oírme con los oídos humanos!

Una mezcla de emoción, miedo y ganas de gritar me inundó el alma, dejándome como muerto.

Finalizadas estas históricas frases caminó hacia el extremo en el que me hallaba y, al llegar a mi altura, se volvió hacia los boquiabiertos testigos. Y los sistemas electrónicos de la «vara» lograron chequearlo a todo lo largo y ancho de sus grandes espaldas.

Entonces, a manera de despedida, les comunicó:

—Ahora, id todos a Galilea. Allí os apareceré muy pronto.

Se volvió nuevamente hacia mí, me sonrió y caminó despacio, sin prisas, hacia la penumbra de la pared por la que le habíamos visto surgir. Y dejamos de verle. Simplemente, se esfumó…

Y yo, con los dispositivos conectados, permanecí en pie, como una estatua, tan ensimismado, perplejo y confuso como los demás. Ni siquiera me percaté del inmediato y tumultuoso embrollo que estalló en la cámara. Claro que, al regresar a la nave y proceder a las «lecturas» del squid y de los restantes sistemas ultrasónicos de resonancia magnética nuclear y teletermográficos, mi turbación fue aún mayor… Aquel «cuerpo», entre otras incomprensibles «características», tenía dos que iban contra todos los principios físicos establecidos: carecía de sangre y de aparato digestivo…

¡Dios de los cielos, dame fuerzas para proseguir mi relato!