27

El trayecto hasta la casa no me llevaría más de quince minutos, lo cual significaba que me quedarían tres cuartos de hora para mi cita con Cassie.

Recordando la extraña resistencia de Cindy al manifestarle yo mi deseo de ir más temprano, decidí dirigirme inmediatamente hacia allí y hacer las cosas a mi manera, para variar.

Cada salida de la 118 me acercaba más al aislamiento de las pardas montañas devastadas por cinco años de sequía. La séptima salida decía Westview y me dejó en una curvada carretera de arcilla roja oscurecida por la mole de la montaña. Minutos más tarde la arcilla se convirtió en dos carriles de asfalto reciente y pronto vi aparecer unas banderas rojas en lo alto de unos postes metálicos situados a intervalos de quince metros. En un desvío había una excavadora amarilla. No se veía ningún otro vehículo. Las laderas de la montaña y el cielo azul me llenaban los ojos. Los postes de las banderas pasaban fulgurando por mi lado como barrotes de una prisión. El asfalto terminaba en una superficie de treinta metros cuadrados de ladrillo a la sombra de unos olivos. Una alta puerta metálica estaba abierta de par en par y un letrero de madera a la izquierda decía en grandes letras de imprenta de color rojo URBANIZACIÓN WESTVIEW. Debajo había un artístico dibujo de una urbanización en tonos pastel en medio de un paisaje alpino excesivamente verde.

Me acerqué un poco más al letrero para poder leerlo. Debajo del dibujo se especificaban las características de las seis fases de la construcción, cada una de las cuales tendría «entre veinte y cien viviendas con jardín sobre unas parcelas de doscientos a quinientos metros cuadrados de superficie». Según las fechas que se indicaban, tres de las fases ya debían de estar terminadas. Miré a través de la entrada y vi unos cuantos tejados y mucha tierra. Los comentarios de Chip a propósito del incremento de la población me parecieron más un deseo que una realidad.

Pasé por delante de una caseta de vigilancia sin vigilante cuyos cristales todavía ostentaban la cinta adhesiva que les habían aplicado para protegerlos de la pintura y entré en un aparcamiento completamente vacío bordeado de gazanias amarillas. La salida del aparcamiento conducía a una ancha calle desierta llamada Sequoia Lane. Las aceras eran tan nuevas que parecían encaladas.

La parte izquierda de la calle estaba formada por un terraplén cubierto de hiedra. A la derecha se levantaban las primeras casas, un cuarteto de agradables y luminosas estructuras, inequívocamente quiero y no puedo a pesar de su apariencia.

Falso estilo Tudor, falso estilo casa de campo, falso Regencia y falso Rancho Ponderosa, todas ellas dotadas de unos patios frontales con parterres de plantas suculentas y gazanias. La parte de atrás de la casa Tudor lindaba con una pista de tenis mientras que, detrás de las parcelas sin cercar de las demás brillaban la azules aguas de una piscina. Unos letreros en las puertas de las cuatro casas decían VIVIENDA PILOTO. Un pequeño letrero plantado en el césped de la casa Regencia indicaba el horario de visita junto con el número de teléfono de la empresa inmobiliaria de Agoura. Más banderas rojas. Las cuatro puertas estaban cerradas y las ventanas a oscuras.

Seguí adelante, buscando Dunbar Court. Todas las calles laterales eran courts…, anchos callejones sin salida que arrancaban de Sequoia en dirección este. Había muy pocos automóviles aparcados en las aceras y las calzadas. Vi una bicicleta volcada en el centro de un césped medio marchito y una manguera de regar desenrollada como una soñolienta serpiente, pero ni una sola persona. Una brisa momentánea provocó un susurro de hojas, pero no alivió para nada el calor.

Dunbar era la sexta calle. La casa de los Jones se encontraba a la entrada y era un espacioso rancho de planta baja con los muros estucados de blanco y perfilados con ladrillo. En el centro del patio frontal, había una rueda de carro apoyada contra el tronco de un joven abedul, pero era demasiado liviana para poder sostenerlo. Unos floridos parterres bordeaban la fachada. Las ventanas resplandecían bajo el sol. Las montañas que se elevaban detrás del edificio le conferían el aspecto de una casa de juguete. En el aire se aspiraba el perfume del polen de las hierbas.

Una furgoneta Plymouth Voyager gris azulada estaba aparcada en la calzada. En la calzada de la casa de al lado había una camioneta de reparto llena de mangueras, redes y botellas de plástico cuya portezuela decía SERVICIO DE MANTENIMIENTO DE PISCINAS VALLEYBRITE. En el momento en que yo me acercaba al bordillo de la acera, la camioneta salió disparada. El conductor me vio y se detuvo en seco. Le indiqué por señas que siguiera. Un joven sin camisa y con el cabello recogido hacia atrás en una coleta asomó la cabeza por la ventanilla y me miró. Después esbozó una súbita sonrisa y me agradeció el amable detalle con una inclinación de la cabeza. Apoyando el bronceado brazo en el borde inferior de la ventanilla, terminó de salir y se alejó.

Me acerqué a la entrada de la casa. Cindy me abrió la puerta antes de que yo tuviera ocasión de llamar. Se apartó el cabello del rostro y consultó su Swatch.

—Hola —me dijo con voz entrecortada, como si le faltara la respiración.

—Hola —contesté sonriendo—. El tráfico estaba mucho mejor de lo que yo pensaba.

—Ah, claro. Pase.

Llevaba el cabello suelto, pero todavía ondulado por la trenza con que habitualmente se lo solía peinar. Vestía una camiseta negra y unos pantalones blancos muy cortos. Sus piernas eran suaves y pálidas, un poco delgadas, pero bien torneadas por encima de los delicados pies descalzos. Las mangas de la camiseta eran muy cortas y estaban cortadas al bies, por lo que dejaban al descubierto los finos brazos y una parte de los hombros. El borde inferior de la camiseta apenas le llegaba a la cintura. Se rodeó el tronco con los brazos y pareció turbarse. Porque me estaba enseñando más carne de la que hubiera querido, pensé.

Entré y ella cerró la puerta a mi espalda, cuidando de no hacerlo de golpe. El sencillo vestíbulo empapelado con un minidibujo azul cerceta tenía unos tres metros de longitud y en sus paredes colgaban por lo menos doce fotografías enmarcadas. Cindy, Chip y Cassie y un par en las que se veía a un precioso niño moreno, vestido con prendas de color azul.

Un niño sonriente. Aparté los ojos de él y los posé en una fotografía ampliada de Cindy y otra mujer. Cindy aparentaba unos dieciocho años. Vestía un top blanco y unos pantalones vaqueros ajustados remetidos en unas botas blancas y llevaba el cabello suelto. La mujer tenía un aspecto apergaminado, era delgada, pero de anchas caderas, vestía un jersey a rayas blancas y rojas sin mangas, unos pantalones blancos de punto y calzaba zapatos blancos. Se veían algunas hebras grises en su cabello oscuro y sus labios eran tan finos que apenas se distinguían. Tanto ella como Cindy llevaban gafas ahumadas y ambas sonreían. La sonrisa de la otra mujer era la propia de una persona muy poco aficionada a las bromas. El fondo de la fotografía lo formaban unos mástiles de embarcaciones y unas aguas verdigrises.

—Es mi tía Harriet —me explicó Cindy.

Recordando que se había criado en Ventura, le pregunté:

—¿Qué es eso, Oxnard Harbor?

—Pues sí. Las Channel Islands. Solíamos ir a almorzar allí los días que ella tenía libres… —Otra mirada al reloj—, Cassie todavía está durmiendo. Suele hacer la siesta a esta hora.

—Ha recuperado enseguida sus costumbres normales —dije sonriendo—. Eso está bien.

—Es una niña muy buena…, creo que pronto se despertará.

Me di cuenta de que estaba nerviosa.

—¿Qué le apetece beber? —me preguntó, apartándose de la fotografía de la pared—. Tengo té helado en el frigorífico.

—Muy bien, gracias.

Crucé con ella un salón de vastas proporciones flanqueado en tres de sus paredes por unas estanterías de nogal del suelo hasta el techo y amueblado con unos sofás de cuero color sangre de toro y unas cómodas butacas tapizadas en tela. En las estanterías abundaban los libros de tapa dura. Una manta afgana de estambre de color marrón cubría una de las butacas. La cuarta pared tenía dos ventanas protegidas por unos visillos y estaba empapelada con un dibujo a cuadros verdes y negros que oscurecían todavía más la estancia y le daban un inconfundible aire de club masculino.

¿Dominio de Chip? ¿O indiferencia por la decoración por parte de ella? La seguí, observando cómo sus pies desnudos se hundían en la mullida alfombra marrón. Una mancha de hierba le había ensuciado la parte posterior de los pantalones. Caminaba con paso rígido y mantenía los brazos pegados al cuerpo. Un comedor empapelado con un pequeño dibujo marrón conducía a una cocina de madera de roble y azulejos blancos, lo bastante amplia como para dar cabida a una mesa de pino y cuatro sillas. Los electrodomésticos tenían las puertas de metal cromado y estaban impecablemente limpios. Unas alacenas con puertas de cristal permitían ver los cacharros de cocina cuidadosamente apilados y las cristalerías ordenadas según los tamaños. El escurreplatos estaba vacío y en los mostradores no había nada.

La ventana de encima del fregadero era una especie de invernadero lleno a rebosar de macetas de barro pintadas en las que crecían flores y hierbas estivales. La ventana más grande de la izquierda daba al patio de atrás. Un patio embaldosado con una piscina rectangular cubierta con un plástico azul y protegida por una cerca de hierro forjado. Después, una larga y perfecta franja de césped, interrumpida tan solo por un equipo de juegos infantiles en madera. La franja terminaba en un seto de naranjos pegados a un muro de ladrillo. Más allá del muro, las omnipresentes montañas parecían un cortinaje. Quizás estuvieran a muchos kilómetros de distancia o quizá tan solo a unos metros. Traté de ver la perspectiva, pero no pude. La hierba me estaba empezando a parecer un camino de huida hacia la eternidad.

—Siéntese, por favor —me dijo Cindy.

Colocando un mantel individual delante de mí, depositó en él un vaso alto de té helado.

—Es una mezcla muy sencilla…, espero que le guste.

Antes de que yo pudiera contestar, regresó junto al frigorífico y tocó la puerta.

Lo probé, y dije:

—Está muy bien.

Tomó un trapo y lo pasó por los azulejos limpios del mostrador, evitando mirarme a los ojos.

Ingerí otro sorbo, esperé hasta que finalmente establecimos contacto y esbocé una sonrisa.

Me respondió con una rápida y tensa sonrisa y me pareció ver un ligero arrebol en sus mejillas. Se remetió la camiseta en los pantalones y mantuvo las piernas muy juntas mientras limpiaba un poco más el mostrador, colocaba el trapo bajo el agua del grifo, lo escurría y lo doblaba. Después, lo sostuvo con ambas manos como si no supiera qué hacer con él.

—Bueno, pues… —dijo.

—Bonito día —comenté, contemplando las montañas.

Asintió con la cabeza, volvió el rostro, miró hacia abajo y dejó el trapo sobre el grifo. Arrancó un trozo de papel de cocina de un portarrollos de madera y empezó a frotar el grifo. Tenía las manos mojadas. ¿Una cosa tipo lady Macbeth o simplemente su manera de hacer frente a la tensión?

La vi limpiar un poco más. Volvió a mirar hacia abajo y seguí la dirección de su mirada. Hacia su busto. Los pechos se distinguían con toda claridad a través de la fina camiseta negra de algodón, pequeños y erguidos.

Cuando levantó la vista, mis ojos estaban mirando hacia otro lado.

—Creo que pronto se va a despertar —dijo—. Normalmente duerme desde la una hasta las dos.

—Siento haber venido tan temprano.

—No se preocupe. De todos modos, no tenía nada que hacer.

Secó el grifo y arrojó el trozo de papel de cocina a un cubo de la basura que había debajo del fregadero.

—Mientras esperamos —dije—, ¿tiene usted alguna pregunta que hacerme sobre el desarrollo de Cassie o sobre alguna otra cosa?

—Pues… en realidad, no. —Se mordió el labio y siguió frotando el grifo—. Yo lo que quisiera es… que alguien me pudiera decir qué es lo que pasa… pero tampoco espero que me lo diga usted.

Asentí con la cabeza, pero ella no se dio cuenta porque estaba contemplando las plantas de la ventana.

De pronto, se inclinó sobre el fregadero y se puso de puntillas para modificar la colocación de una de las macetas. Estaba de espaldas a mí y, al hacerlo, la camiseta se le levantó, dejando al descubierto unos seis centímetros de cintura y de columna vertebral. Mientras arreglaba la maceta, su cabello se movía de un lado para otro, cual si fuera una cola de caballo. El hecho de estirarse hacia arriba la obligó a contraer los músculos de las pantorrillas y los muslos. Enderezó la maceta, hizo lo mismo con otra, se estiró un poco más y entonces una de las macetas se cayó y, golpeando el borde del fregadero, se rompió y fue a parar al suelo con toda la tierra.

Inmediatamente se agachó y empezó a recoger los trozos. La tierra le manchó las manos y los pantalones. Me levanté, pero, antes de que pudiera ayudarla, se puso en pie de un salto, corrió a un armario y sacó una escoba. Empezó a barrer con furia. En cuanto hubo guardado la escoba, arranqué un cuadrado de papel de cocina y se lo ofrecí.

Se había puesto muy colorada y tenía los ojos húmedos. Tomó el papel sin mirarme.

—Lo siento mucho —dijo, limpiándose las manos—…, tengo que ir a cambiarme.

Abandonó la cocina a través de una puerta lateral. Yo aproveché para pasear un poco por allí, abriendo y cerrando cajones y puertas y sintiéndome un imbécil. En los armarios no había nada sospechoso. Solo artículos de limpieza y de cocina. Salí por la puerta que ella había utilizado para retirarse y encontré un pequeño cuarto de baño y un porche de servicio. Los registré minuciosamente. Una lavadora y una secadora, armarios llenos de detergentes, suavizantes y abrillantadores… todo un tesoro de productos que prometían hacer la vida más resplandeciente y perfumada. Casi todos ellos tóxicos, pero ¿qué se hubiera podido demostrar con ello?

Oí unas pisadas y regresé rápidamente a la cocina. Entró vestida con un blusón amarillo y unos pantalones vaqueros holgados…, el uniforme que usaba en el hospital. Llevaba el cabello trenzado y me pareció que se había lavado la cara.

—Perdone. Menudo desastre —dijo.

Se acercó al frigorífico. No vi en su región pectoral ningún movimiento independiente de los pechos.

—¿Le apetece un poco más de té helado?

—No, gracias.

Sacó un lata de Pepsi, la abrió y se sentó de cara a mí.

—¿Ha sido agradable el viaje hasta aquí?

—Muy agradable.

—Cuando no hay tráfico, es estupendo.

—Pues sí.

—Olvidé decirle que habían cerrado el paso porque están ensanchando la carretera…

Siguió hablando de mil cosas. Del tiempo y de la jardinería.

Frunciendo el entrecejo y haciendo todo lo posible por comportarse con naturalidad.

Pero parecía una extraña en su propia casa. Hablaba de forma sincopada, como si hubiera ensayado las frases, pero no se fiara demasiado de su memoria.

Al otro lado de la ventana más grande, la vista resultaba tan fría y estática como la muerte.

¿Por qué vivían allí? ¿Por qué razón el único hijo de Chuck Jones había elegido la vulgar urbanización que él mismo estaba construyendo en el quinto pino, pudiendo permitirse el lujo de vivir donde quisiera?

No era posible que lo hubiera hecho por su cercanía al centro universitario. El extremo occidental del Valle estaba lleno de fabulosos ranchos y de comunidades de propietarios con sus clubes de campo particulares. Y Topanga Canyon seguía siendo una zona privilegiada.

¿Por una especie de rebelión tal vez? ¿Por razones ideológicas… porque Chip quería formar parte de la comunidad que pretendía construir? Era justo lo que un rebelde hubiera podido hacer para librarse del remordimiento que sin duda le provocarían los elevados beneficios de la operación. Si bien, a juzgar por el aspecto que ofrecía la urbanización, los beneficios quedaban todavía muy lejos.

Cabía otra posibilidad: los padres que maltrataban a sus hijos solían ocultar a sus familias de la curiosidad de los potenciales salvadores.

Oí la voz de Cindy, hablando de su lavadora y soltando un nervioso torrente de palabras. Raras veces la usaba, decía, prefería ponerse unos guantes y utilizar agua muy caliente para que los platos se secaran enseguida. Charlando por los codos, como si llevara mucho tiempo sin hablar con nadie.

Puede que así fuera. No me imaginaba a Chip escuchándola hablar de las tareas domésticas.

Me pregunté cuántos de los libros del salón serían suyos y qué tendrían ambos en común.

Cuando se detuvo para recuperar el resuello, le comenté sin que viniera demasiado a cuento:

—Tiene una casa muy bonita.

Al oír mis palabras se animó y esbozó una ancha sonrisa, mirándome con sus brillantes ojos oscuros. Me di cuenta de lo guapa que estaba cuando era feliz.

—¿Quiere que le enseñe el resto? —me preguntó.

—Me encantaría.

Regresamos al comedor donde sacó de una vitrina la vajilla de plata que le habían regalado al casarse y me fue mostrando las piezas una a una. Después pasamos al salón atestado de libros, donde me comentó lo difícil que había sido encontrar a unos expertos carpinteros capaces de hacer unas sólidas estanterías que no fueran de madera contrachapada.

—La madera contrachapada se estropea y astilla… y nosotros queremos que la casa esté lo más limpia posible.

Fingí escucharla mientras inspeccionaba los lomos de los libros.

Textos académicos: sociología, psicología, ciencias políticas. Un poco de narrativa, pero ninguna obra posterior a Hemingway.

Intercalados entre los libros vi varios certificados y trofeos. En una placa de cobre figuraba la siguiente inscripción: NUESTRA MÁS SINCERA GRATITUD AL SEÑORC. L. JONES III, CLUB DE ASESORAMIENTO PROFESIONAL DEL INSTITUTO DE LOURDES. USTED NOS HIZO COMPRENDER QUE LA ENSEÑANZA Y EL APRENDIZAJE FORMAN PARTE DE LA AMISTAD . Fechado diez años atrás. Debajo había un pergamino del Proyecto de Promoción de Yale a CHARLES CHIP JONES POR SU GENEROSA ENTREGA A LOS NIÑOS DE LA CLÍNICA DE BENEFICENCIA DE NEW HAVEN.

En un estante de más arriba había otro premio de una asociación estudiantil de Yale en reconocimiento de sus altruistas servicios. Dos placas plastificadas otorgadas por el Colegio de Artes y Ciencias de la Universidad de Connecticut en Storrs confirmaban las aptitudes de Chip para la enseñanza. Padre Chuck no había mentido.

Varios testimonios más recientes del Colegio Universitario de West Valley: una mención honorífica del departamento de Sociología, una placa del Consejo Estudiantil del Colegio Universitario de West Valley en agradecimiento al PROFESOR JONES POR SUS SERVICIOS COMO ASESOR, una fotografía del grupo de Chip con unas cincuenta muchachas sonrientes de una asociación estudiantil femenina en una pista de atletismo, en la que tanto él como las chicas lucían unas camisetas rojas con unas letras griegas bordadas. La fotografía estaba autografiada: «Con mis mejores deseos, Wendy». «Gracias, profesor Jones… Debra». «Con cariño, Kristie». Chip aparecía agachado en el suelo con cara de mascota del equipo, rodeando con sus brazos a dos de las chicas.

«La que lo tiene peor es Cindy. Yo puedo evadirme». Me pregunté en qué se debía de entretener Cindy, me di cuenta de que había dejado de hablar y, al volverme, vi que me estaba mirando.

—Es un profesor estupendo —me dijo—. ¿Quiere ver su estudio?

Muebles cómodos, estantes atestados de libros, trofeos de Chip en cobre, madera y plástico, un enorme televisor, un equipo de alta fidelidad, un soporte alfabetizado de discos compactos clásicos y de jazz.

La misma atmósfera de club masculino. La única franja de pared que no estaba cubierta de estantes permitía ver un papel a cuadros rojos y azules y dos diplomas de Chip. Debajo de ellos y colgadas tan bajo que tuve que arrodillarme para poder verlas bien, dos acuarelas.

Nieve, árboles sin hojas y graneros de madera. El marco de la primera decía INVIERNO EN NUEVA INGLATERRA. La que estaba justo por encima del zócalo llevaba por título LA ÉPOCA DE LA SANGRÍA. Sin firma. Tipo recuerdo turístico, pintadas por alguien que admiraba a la familia de pintores Wyeth, pero carecía de talento para imitar sus obras.

—Las pintó la señora Jones…, la madre de Chip —me explicó Cindy.

—¿Vivía en el este?

Cindy asintió con la cabeza.

—Hace años, cuando Chip era pequeño. Ay, me parece que oigo a Cassie.

Levantó un dedo índice como si estuviera comprobando la fuerza del viento.

De una de las estanterías estaba surgiendo un distante y mecánico lloriqueo. Me volví y localicé el sonido en una pequeña caja marrón colocada en una de las estanterías superiores. Un aparato portátil de comunicación.

—Lo pongo cuando duerme —dijo Cindy.

La caja volvió a llorar.

Abandonamos la estancia y recorrimos un pasillo alfombrado de azul, pasando por delante de un dormitorio que había sido transformado en un despacho para Chip. La puerta estaba abierta y un letrero de madera clavado en ella decía EL MAESTRO ESTÁ TRABAJANDO. Otro espacio con sofás de cuero y estanterías de libros.

Después vi el dormitorio principal en tonos azul oscuro y una puerta cerrada que debía de ser el cuarto de baño que comunicaba con la habitación de la niña y del que Cindy me había hablado en otra ocasión. La habitación de Cassie estaba al final del pasillo; era una amplia estancia decorada con papel de pared multicolor y cortinas blancas de algodón ribeteadas de rosa. Cassie estaba sentada en una cuna con dosel y llevaba un camisón de color de rosa, mantenía las manos cerradas en un puño y lloraba con cierta desgana. La habitación olía a dulzona colonia infantil.

Cindy tomó a la niña en brazos y la estrechó contra su pecho. Cassie apoyó la cabeza en su hombro y me miró, cerró los ojos e inclinó la cabeza.

Cindy pronunció unas palabras de consuelo. El rostro de Cassie se relajó y sus labios se entreabrieron. Después, la niña empezó a respirar rítmicamente mientras Cindy la acunaba.

Miré a mi alrededor. Dos puertas en la pared sur. Dos ventanas. Calcomanías de conejitos y patos en los muebles. Una mecedora de mimbre al lado de la cuna. Cajas de juegos, juguetes y libros de cuentos suficientes para un año de lectura a la hora de dormir.

En el centro, tres sillitas rodeaban una mesa de juegos redonda. Sobre la mesa había un montón de hojas de papel, una caja nueva de lápices de colores, tres lápices de punta muy afilada, una goma de borrar y un trozo de cartulina de camisa en la cual alguien había escrito a mano en letras de imprenta BIENVENIDO, DOCTOR DELAWARE. Los Conejitos Amorosos —más de una docena— estaban sentados en el suelo o apoyados contra la pared con tanta precisión como unos cadetes antes de la revista.

Cindy se acomodó en la mecedora, sosteniendo a la niña en sus brazos. Cassie se amoldó a ella como la mantequilla untada sobre el pan. No se observaba la menor señal de tensión en su cuerpecito.

Cindy cerró los ojos y acarició la espalda de Cassie, alisándole los mechones de cabellos húmedos de sudor. La niña respiró hondo, espiró, colocó la cabeza bajo la barbilla de Cindy y empezó a emitir unos estridentes chillidos de alegría. Me senté en el suelo con las piernas cruzadas y adopté la clásica posición analítica del loto que suelen utilizar los psiquiatras…, observando, pensando, sospechando e imaginando las peores posibilidades que se me pudieron ocurrir.

Al cabo de dos minutos, me empezaron a doler las articulaciones, me levanté y me estiré. Los ojos de Cindy me siguieron. Nos intercambiamos una sonrisa y después ella comprimió la mejilla contra la cabeza de Cassie y se encogió de hombros.

—Tómeselo con calma —le dije en voz baja mientras empezaba a pasear por la estancia, deslizando las manos por las superficies impecablemente limpias de los muebles, e inspeccionaba el contenido de la caja de juegos, procurando no parecer excesivamente fisgón.

Todo de la mejor calidad y muy apropiado para la niña. Los juegos y los juguetes no presentaban el menor peligro, eran de tipo educativo y resultaban adecuados para la edad de Cassie. Vi una cosa blanca por el rabillo del ojo. Los grandes dientes de uno de los Conejitos Amorosos. Bajo la tamizada luz de la estancia la sonrisa del bicho y las de sus congéneres se me antojaron perversas… y burlonas.

Recordé haber visto aquellas sonrisas en la habitación de hospital de Cassie y se me ocurrió una idea descabellada.

Juguetes tóxicos. Envenenamiento accidental.

Había leído los detalles de un caso en una publicación de pediatría…: unos animales de felpa de Corea que habían sido rellenados con las fibras de desecho de una planta química.

Delaware resuelve el problema y todo el mundo vuelve a casa contento.

Tomando el conejito que tenía más cerca —uno de color amarillo—, le apreté el vientre y noté la flexibilidad de la gomaespuma. Me acerqué el juguete a la nariz y no percibí ningún olor extraño. La etiqueta decía FABRICADO EN TAIWÁN CON MATERIALES NATURALES INCOMBUSTIBLES. Debajo había el sello de aprobación de una de las revistas de la familia.

Vi algo en una costura…, dos cierres. Tiré para abrirlos. El sonido indujo a Cindy a volver la cabeza y a mirarme con las cejas enarcadas.

Lo examiné todo detenidamente, no encontré nada, volví a cerrar la costura y dejé el juguete en su sitio.

—Alergias, ¿verdad? —dijo Cindy, hablando en voz baja—. El material de relleno… yo también lo pensé. Pero la doctora Eves lo hizo analizar y la niña no es alérgica a nada. Aun así, me pasé algún tiempo lavando diariamente los conejitos, todos los demás juguetes de tela y la ropa de la cama con Ivory Liquid. Es el detergente más suave que existe.

Asentí con la cabeza.

—Retiramos la moqueta por si hubiera moho debajo o por si algún componente de la cola le podía provocar alergia. Chip había oído decir que algunas personas se ponían enfermas en los edificios comerciales… «edificios enfermos» los llaman. Vino una empresa a limpiar las tuberías de la instalación de aire acondicionado y Chip mandó analizar la pintura por si hubiera plomo o alguna sustancia química. —Había vuelto a levantar la voz y parecía nerviosa. Cassie se agitó y ella la acunó para tranquilizarla—. Siempre estoy buscando —añadió—. Constantemente…, desde… el principio.

Se cubrió la boca con la mano. Retiró la mano y se comprimió con tal fuerza la rodilla que provocó el enrojecimiento de la pálida piel.

Cassie abrió los ojos.

Cindy la acunó cada vez más rápido, tratando desesperadamente de conservar la compostura.

—Primero uno y después otra —añadió en un sibilante susurro—. ¡A lo mejor, es que no merezco ser madre!

Me acerqué a ella y apoyé la mano en su hombro. Se apartó, se levantó bruscamente de la mecedora y me ofreció a Cassie. Las lágrimas rodaron por sus mejillas y las manos le temblaron.

—¡Tenga! Ya no sé ni lo que hago. ¡No merezco ser madre!

Cassie empezó a gimotear y a tragar aire.

Cindy me la volvió a ofrecer y, en cuanto yo la tomé en mis brazos, cruzó corriendo la habitación. Rodeé con las manos la cintura de la niña, la cual arqueó la espalda, llorando y tratando de huir de mí.

Intenté consolarla, pero no pude.

Cindy abrió una puerta y vi unos azulejos azules. Entró en el cuarto de baño y cerró ruidosamente la puerta. La oí vomitar y accionar el dispositivo del agua del excusado.

Cassie se agitó en mis brazos, gritando a pleno pulmón. La sujeté con fuerza por la cintura y le di unas palmaditas en la espalda.

—Calma, cariño. Madre sale enseguida. Calma.

Se agitó con más violencia, propinándome puñetazos en la cara sin dejar de maullar como un gato. Traté de sujetarle los brazos y de consolarla. Se puso intensamente colorada, echó la cabecita hacia atrás y empezó a aullar, agitándose con tal fuerza que a punto estuvo de librarse de mi presa.

—Madre vuelve enseguida, Cass…

Se abrió la puerta del cuarto de baño y salió Cindy, enjugándose los ojos. Pensaba que iba a tomar a Cassie en brazos, pero se limitó a extender las manos y a decir «Por favor», como si esperara que yo me quedara con la niña.

Le devolví a Cassie.

Abrazó a la niña y empezó a dar rápidas vueltas por la estancia, caminando a grandes zancadas con tanta energía que sus delicados muslos vibraron mientras le musitaba a Cassie unas palabras que yo no pude escuchar.

Al cabo de veinticuatro vueltas, Cassie empezó a calmarse y, al cabo de otras doce, se tranquilizó del todo.

Cindy siguió dando vueltas, pero, al pasar por mi lado, me dijo:

—Lo siento… créame que lo siento.

Tenía los ojos húmedos y las mejillas mojadas por las lágrimas. Le dije que no se preocupara. El sonido de mi voz volvió a alterar a Cassie.

Cindy siguió dando rápidas vueltas mientras decía:

—Nena, nena, nena.

Me acerqué a la mesa de juegos y me senté como pude en una de las sillitas. El cartel de bienvenida me miró cual si fuera una broma pesada.

Poco después, los gritos de Cassie fueron sustituidos por unos leves jadeos y sollozos. Al final, la niña se calló y yo vi que tenía los ojos cerrados.

Cindy regresó a la mecedora y dijo en voz baja:

—Lo siento muchísimo, de veras que lo siento. Soy una… Ha sido… ¡Dios mío, soy una madre horrible!

Hablaba en un susurro, pero la angustia de su voz hizo que Cassie abriera los ojos y emitiera un gemido.

—No, no, nena, tranquila. Perdona… no pasa nada. Soy horrible —añadió, mirándome.

Cassie rompió nuevamente a llorar.

—No, no, cariño, no pasa nada. Yo soy buena. Si quieres que sea buena, lo seré. Soy una madre muy buena, sí, muy buena… sí, cariño, todo va bien. ¿De acuerdo?

Miró a Cassie con una sonrisa y la niña levantó una mano y le acarició la mejilla.

—Eres una niñita muy buena —añadió Cindy con un hilillo de voz—. Eres muy buena con tu madre. ¡Eres muy buena, muy buena!

Ma-ma.

—Mamá te quiere.

Ma-ma.

—Tú eres muy buena con tu mamá. Cassie Brooks Jones es la mejor de las niñas, un encanto de niña.

Ma-ma. Mamama.

—Mamá te quiere mucho. Mamá te quiere muchísimo. —Cindy me miró y contempló la mesa de juegos—. Mamá te quiere mucho —añadió, hablando contra el oído de Cassie—. Y el doctor Delaware es un buen amigo nuestro, cariño. ¿Lo ves? —dijo, volviendo la cabeza de Cassie hacia mí.

Traté de sonreír, confiando en que mi sonrisa resultara tranquilizadora.

Cassie sacudió violentamente la cabeza y gritó:

—¡Nu!

—¿No recuerdas que es nuestro amigo, cariño? El que te hizo todos aquellos dibujos tan bonitos en el hospi…

—¡Nu!

—Los animalitos…

—¡Nu nu!

—Vamos, cariño, no tienes por qué asustarte…

—¡Nuuu!

—Bueno, bueno. Calma, Cass.

Me levanté.

—¿Se va usted? —preguntó Cindy con tono alarmado.

Señalé el cuarto de baño.

—¿Puedo?

—Faltaría más. Hay otro junto al vestíbulo de entrada.

—Ese está bien.

—Claro… entretanto, intentaré calmarla… Créame que lo siento.

Cerré la puerta y la que comunicaba con el dormitorio principal, eché el agua del excusado y respiré hondo. El agua era del mismo color que los azulejos. Contemplé ensimismado el pequeño remolino azul. Abrí el grifo, me lavé y sequé la cara y me miré al espejo. Mi expresión era de intenso recelo. Ensayé unas cuantas sonrisas y, al final, elegí una que no se pareciera demasiado a la empalagosa sonrisa de un vendedor de coches de segunda mano. El espejo era la puerta de un botiquín de medicamentos.

A prueba de niños. Lo abrí.

Cuatro estantes. Abrí al máximo el grifo y examiné rápidamente el contenido, empezando por el estante superior.

Aspirina, Tylenol, cuchillas de afeitar, espuma de afeitar. Colonia de hombre, desodorante, una piedra pómez, un frasco de líquido antiácido. Una cajita amarilla de cápsulas de gel espermicida. Agua oxigenada, un tubo de ungüento para disolver la cera de las orejas, loción bronceadora…

Cerré el botiquín. En cuanto cerré el grifo, oí la voz de Cindy a través de la puerta, pronunciando maternales palabras de consuelo.

Hasta el momento en que ella me había ofrecido a Cassie, la niña había aceptado mi presencia.

«A lo mejor, no merezco ser madre… Soy una madre horrible». Había forzado la situación más allá del punto de ruptura. ¿O acaso quería sabotear mi visita?

Me froté los ojos. Otro armario debajo de la pila. También con cierre a prueba de niños. Unos padres muy responsables que habían mandado levantar la moqueta y lavaban constantemente los juguetes…

Cindy estaba arrullando a Cassie.

Debajo del desagüe había varias cajas de pañuelos de celulosa y de rollos de papel higiénico envueltos en plástico. Detrás de ellas vi dos frascos de colutorio de menta y un envase de aerosol. Lo examiné. Desinfectante con aroma de pino. Al ir a colocarlo de nuevo en su sitio, se me escapó de la mano y extendí rápidamente el brazo para tomarlo y amortiguar el ruido. Lo conseguí, pero me golpeé el dorso de la mano con un objeto de cantos afilados. Aparté las cajas y lo saqué.

Una caja blanca de cartón de unos quince centímetros cuadrados con un logotipo de una flecha roja por encima de una estilizada escritura que decía LABORATORIOS HOLLOWAY. Por encima de esta, una etiqueta dorada adhesiva en forma de flecha decía: MUESTRA DE REGALO PARA: Doctor Ralph Benedict.

Retiré el cordel que cerraba la caja, abrí las solapas y vi en el interior una hoja de papel marrón acanalado. Debajo había unos cilindros blancos de plástico del tamaño de unos bolígrafos, alojados en un soporte de poliestireno. Cada cilindro llevaba una hojita impresa sujeta con una cinta elástica.

Saqué un cilindro. Tan ligero como una pluma. Un anillo numerado rodeaba la parte inferior. En la punta había un orificio rodeado por una rosca; en el otro extremo había un tapón que giraba, pero no se podía sacar.

Unas letras negras en el cilindro decían INSUJECT. Retiré la hojita impresa. Era un folleto cuyos derechos de propiedad se remontaban a cinco años atrás. La sede central de los Laboratorios Holloway estaban en San Francisco. El primer párrafo decía:

INSUJECT es un sistema ultraligero para la administración subcutánea de dosis variables de insulina humana o de insulina purificada de cerdo desde 1 a 3 dosis. INSUJECT debe utilizarse en combinación con otros componentes del sistema INSU-EASE, como las agujas desechables INSUJECT y los cartuchos INSUFILL.

El segundo párrafo explicaba las ventajas del sistema: fácil manejo, aguja ultrafina que reducía el dolor y el riesgo de abscesos subcutáneos, «facilidad de administración y precisión en el cálculo de la dosis». Una serie de dibujos ilustraban la forma de insertar la aguja, colocar el cartucho en el cilindro e inyectar la insulina por vía subcutánea.

«Facilidad de administración». Una aguja ultrafina dejaba una huella minúscula, tal como la que había descrito Al Macauley. Si la inyección se hubiera practicado en un lugar oculto, la señal hubiera podido pasar inadvertida.

Rebusqué en la caja para ver si había alguna aguja.

Ninguna, solo los cilindros. Busqué en el interior del armario, pero no encontré nada más.

Aquel lugar debía de ser lo bastante fresco como para almacenar la insulina, pero, a lo mejor, alguien tenía manías. ¿Y si los cartuchos Insufill estuvieran en el interior del frigorífico de puertas cromadas que había en la cocina?

Deposité la caja sobre el mostrador y me guardé el folleto en el bolsillo. El agua del excusado ya había dejado de caer. Carraspeé, tosí, volví a accionar el dispositivo del agua y miré a mi alrededor, buscando algún otro escondrijo. La única posibilidad que se me ocurría era el depósito del excusado. Levanté la tapa y miré. Simplemente unas cañerías y el envase del líquido que coloreaba el agua.

Aguja ultrafina… El cuarto de baño era un escondrijo ideal…, una vía de acceso perfecta desde el dormitorio principal a la habitación de la niña.

Un lugar ideal para preparar una inyección en mitad de la noche.

Cerrando la puerta de la suite principal para sacar el equipo de debajo de la pila del lavabo, ensamblar las piezas y entrar de puntillas en el dormitorio de Cassie.

El pinchazo de la aguja despertaría sin duda a la niña y la haría llorar, pero esta no sabría lo que había ocurrido.

Nadie más lo podría saber. Era normal que los niños de su edad se despertaran llorando. Y especialmente una niña que tan a menudo solía ponerse enferma.

¿El rostro del que sostenía la aguja habría permanecido oculto entre las sombras?

Al otro lado de la puerta, Cindy estaba hablando con dulzura.

Puede que hubiera otra explicación. Los cilindros estaban destinados a Cindy. O a Chip.

No… Stephanie les había hecho análisis por si sufrieran algún trastorno metabólico y ambos estaban sanos.

Contemplé la puerta del dormitorio principal y consulté mi reloj. Me había pasado tres minutos en aquella mazmorra de azulejos azules, pero se me antojaban un fin de semana. Abrí la puerta, crucé el umbral y pisé una mullida alfombra que amortiguó el rumor de mis pasos.

La habitación tenía las persianas cerradas y estaba amueblada con una cama de matrimonio muy grande y unos pesados muebles de estilo Victoriano. Encima de una de las mesitas de noche había varios libros amontonados, sobre los cuales descansaba el teléfono. Al lado de la mesita vi unos pantalones vaqueros colgados en un galán de noche de madera y latón. En la otra mesita había una reproducción de una lámpara Tiffany y una taza de café. La colcha estaba doblada cuidadosamente hacia atrás. La estancia olía al mismo desinfectante de pino que yo había visto en el cuarto de baño.

Mucho desinfectante. ¿Por qué?

Una cómoda cubría la pared que miraba a la cama. Abrí el primer cajón. Sujetadores, bragas, medias y un saquito de flores perfumadas. Rebusqué un poco, cerré el cajón, abrí el de abajo y me pregunté qué emoción le habrían deparado a Dawn Herbert los pequeños hurtos que esta solía cometer en la vivienda de sus caseros.

Nueve cajones. Ropa, un par de cámaras fotográficas, película y unos prismáticos. Más ropa, raquetas de tenis y cartuchos de pelotas, un aparato plegable de gimnasia, bolsas y maletas, más libros… todos de sociología. Una guía telefónica, varias bombillas, mapas de viaje y una rodillera. Otra caja de gel espermicida. Vacía.

Busqué en los bolsillos de las prendas, pero no encontré más que pelusilla. A lo mejor, los rincones más oscuros del armario ocultaban algo, pero ya llevaba demasiado tiempo allí dentro. Cerré la puerta y regresé al cuarto de baño. El agua ya no gorgoteaba y Cindy había dejado de hablar.

¿Le habría extrañado mi prolongada ausencia? Volví a carraspear, abrí el grifo y oí la voz de Cassie, protestando por algo, y nuevamente los maternales consuelos de Cindy.

Acercándome al portarrollos del papel higiénico, retiré el rollo y lo arrojé al interior del armario. Retiré la envoltura de plástico de un nuevo rollo y lo inserté en el portarrollos. El texto de la envoltura me pareció muy divertido.

Tomando la caja blanca, abrí la puerta de la habitación de Cassie, esbozando una sonrisa que me provocó dolor en los dientes.