7
Al día siguiente desayuné con Milo en una cafetería de Beverly Hills, y luego nos dirigimos a la consulta del doctor Cruvic en Civic Center Drive.
Interesante ubicación para la consulta privada de un médico. La mayor parte de las consultas médicas de Beverly Hills se encuentran en los elegantes edificios neofederales de North Bedford, Roxbury y Camden, así como en las grandes torres de Wilshire.
Civic Center marcaba el límite norte del pequeño distrito industrial de la ciudad, unas cuantas manzanas de edificios de anónimo aspecto que corrían paralelas al bulevar de Santa Mónica, aunque quedaban ocultas a los ojos de los automovilistas por altos setos y zonas de eucaliptos. Vías de tren en desuso atravesaban diagonalmente la calle. Al otro lado de los raíles había un complejo de oficinas de granito rosa, el edificio de cristal deslustrado de una compañía de discos, el centro municipal neo-retro-post-lo-que-fuera que albergaba el Ayuntamiento de Beverly Hills, la biblioteca, y los departamentos de policía y bomberos.
El desarrollo aún no había llegado al otro lado de los carriles, donde el edificio de estuco rosa de Cruvic se alzaba entre un surtido de pequeñas estructuras, entre miserables y pintorescas, de una o dos plantas de la época de la primera guerra mundial. Los vecinos inmediatos a la consulta eran un salón de belleza, un servicio de contestación telefónica y un anónimo edificio con plataforma para carga y descarga. El edificio rosa carecía de ventanas en la parte delantera, donde sólo había una inmensa puerta de madera y hierro de las que pueden verse en España, Italia y Grecia, que conducía a los patios interiores. Un timbre de metal negro tenía encima una placa de bronce deslustrado, tan diminuta que era como si quisiera pasar inadvertida y que anunciaba: M. CRUVIC, DOCTOR EN MEDICINA.
Milo apretó el timbre y quedamos a la espera. Salvo por el rumor del tráfico en Santa Mónica, en la calle reinaba un lánguido silencio. Las ventanas del salón de belleza tenían maceteros con geranios. En todos los años que yo llevaba en Los Angeles, nunca había tenido motivo para visitar aquella zona.
Milo se dio cuenta de lo que yo estaba pensando.
—Parece que son muchos a los que les gusta la intimidad.
Frotándose el labio superior con los dientes inferiores, apretó de nuevo el timbre.
La contestación fue un zumbido eléctrico y el chasquido del cerrojo al descorrerse. Mi amigo empujó la pesada puerta y entramos.
Nos encontramos en un despejado patio con losas en el suelo y donde se veían tiestos con Platanus, plantas de lino y azaleas. Una pequeña mesa de hierro y dos sillas. Sobre la mesa, un cenicero con dos colillas manchadas de lápiz de labios. El edificio interior tenía dos plantas, rejas en las ventanas y balcones de hierro forjado. Dos puertas. La derecha se abrió y en ella apareció una mujer que vestía uniforme azul claro.
—Por aquí. —Voz grave. Señalaba hacia la izquierda.
La mujer tenía alrededor de cincuenta años, y era una esbelta morena de amplios pechos, tez bronceada y piernas de bailarina. La piel del rostro parecía artificialmente lisa, como estirada.
—¿Detective Sturgis? Soy Anna, pase. —Sonrió durante un segundo, señaló hacia la izquierda y abrió la puerta—. El doctor Cruvic los recibirá ahora mismo. ¿Quieren café? Tenemos una máquina exprés.
—No, gracias.
Nos llevó por un corto y bien iluminado corredor. Puertas de madera oscura, todas ellas cerradas, y una mullida alfombra color tabaco que amortiguaba el sonido de nuestros pasos. Las blancas paredes parecían recién pintadas. La mujer abrió la cuarta puerta y nos franqueó el paso.
La habitación era pequeña y tenía el techo bajo. Sobre una alfombra negra había dos sillones de tapicería beige de algodón, un diván a juego y una mesita auxiliar de cromo y cristal. Por un par de altas ventanas se veían los muros de ladrillo del edificio del salón de belleza. No había escritorio, ni libros, ni teléfono.
—La consulta del doctor Cruvic está en la otra parte del edificio, pero el doctor prefiere que permanezcan ustedes aquí para no perturbar a los pacientes. ¿Seguro que no quieren café? ¿O té?
Milo volvió a rechazar el ofrecimiento con una sonrisa.
—Bueno, entonces pónganse cómodos. El doctor los atenderá en seguida.
—Bonito edificio —dijo Milo—. Y antiguo. Debe de ser agradable disponer de un lugar como este en Beverly Hills.
—Sí, está muy bien —dijo ella—. Creo que antes lo usaban como establo. Por aquí, en los viejos tiempos, se disputaban carreras de caballos. Creo que Mary Pickford tenía sus cuadras en esta zona, o quizá fuese otra de las grandes estrellas del cine mudo.
Yo pregunté:
—¿Opera el doctor Cruvic aquí mismo o lo hace en Cedars o Century City?
Con fría expresión, la mujer replicó:
—Casi todos nuestros pacientes son de ambulatorio. Ha sido un placer conocerlos.
Salió, cerrando tras ella. Milo aguardó unos momentos y luego abrió la puerta y salió. En cuatro zancadas llegó hasta el extremo del pasillo y a una puerta marcada AL ALA OESTE. Trató de hacer girar el picaporte. Cerrada. Al volver a la habitación, trató de abrir las otras puertas. Todas cerradas.
—No sé si será que estoy un poco paranoico porque no me gustan nada las consultas de los médicos, pero me pareció que a la enfermera no le hizo la menor gracia que le preguntases dónde hace el doctor sus operaciones.
—Sí que puso mala cara —dije—. Lamento haber sometido su estirado facial a esa tensión.
—Sí, puede que le hayan hecho un arreglo en la cara. Pensé que se estaba reponiendo de una insolación, pero con esos pechos, es muy probable que tengas razón… Por cierto: ¿querías café? No era mi intención convertirme en portavoz de la clase.
—No; esta habitación me pone más nervioso que diez tazas de café.
Milo se echó a reír.
—Cálida y acogedora, ¿eh? ¿Realizarías aquí tus sesiones de terapia?
—Yo hago terapia donde sea, pero si es posible, prefiero sitios menos inhóspitos.
—Quizá esta fuera la consulta de Hope.
—¿Por qué lo dices?
—Porque esto está separado del ala oeste. Recuerda: no hay que perturbar a los pacientes. En el caso, claro está, de que la profesora Devane trabajara aquí. Lo cual no resulta del todo descabellado: Cruvic le pagaba casi cuarenta mil dólares, y no hemos encontrado historiales de pacientes en ninguna otra parte.
Se abrió la puerta y entró un hombre por ella. Amplísimos hombros, metro sesenta y cinco de estatura, cejas marcadamente fruncidas.
Aparentaba unos cuarenta años y llevaba el poblado y canoso cabello cortado casi a cepillo. Tenía las orejas pequeñas y muy pegadas a la cabeza. Los ojos eran oscuros, penetrantes y rasgados, casi orientales.
Su rostro era redondo, de altos y sonrosados pómulos, nariz recta de anchas aletas, y mentón fuerte, cubierto, ya tan de mañana, por una sombra de barba.
Vestía chaqueta blanca cruzada sobre camisa azul. Corbata negra de crepé de seda adornada con volutas de color escarlata y dorado. Las perneras de los impecables pantalones negros caían sobre unos finos zapatos bicolores de cuero negro y gamuza gris. Tendió la mano, dejando ver el puño de la camisa, abrochado con un gemelo de oro con forma de barril. La muñeca era gruesa y estaba cubierta de vello negro.
—Mike Cruvic. —Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, como si hubiéramos alcanzado un consenso. Aún inmóvil, el hombre parecía lleno de energía nerviosa.
—Doctor —dijo Milo. Cambiaron un apretón y luego Cruvic me tendió la mano. Dedos firmes, pero palma blanda. Uñas lustradas.
—Gracias por atendernos.
—Encantado de hacerlo, aunque la verdad es que no se me ocurre de qué modo puedo ayudarles a encontrar al asesino de Hope. —Meneó la cabeza—. ¿Qué tal si nos sentamos? Tuve la mala ocurrencia de correr con unas zapatillas nuevas y tengo una ampolla en el talón. No sé cómo hago esas tonterías. —Se golpeó en la frente con los nudillos tres veces y se dejó caer en el diván—. La verdad es que jamás se me ocurrió que tendría que hablar con la policía de un asesinato. Y del asesinato de Hope, menos aún.
Se metió un índice por entre el zapato y el pie, y se frotó al tiempo que hacía una mueca. Sus amplios hombros eran reales y no producto de unas hombreras. Su complexión era perfecta, y tenía el estómago como una tabla de lavar. Me lo imaginé al amanecer en el gimnasio de su casa, saltando, pedaleando y haciendo flexiones. Uno de esos madrugadores que se levantan con ganas de noquear el día en sólo dos asaltos.
—¿Bueno, qué desean saber? —preguntó, una vez hubo dejado de hurgarse el zapato.
—Según nuestros informes, el año pasado le pagó usted a la doctora Devane treinta y seis mil dólares —dijo Milo—. ¿Realizó la profesora trabajos para usted?
Cruvic se pasó la palma de la mano sobre las puntas del cabello cortado a cepillo.
—No he echado la cuenta, pero debe de ser una cifra así. Utilizaba a la doctora Devane como consultora profesional.
—¿Consultora profesional de qué, doctor?
Cruvic se pasó un dedo por el amplio y pálido labio superior.
—A ver cómo se lo explico con claridad y sin ser indiscreto para con mis pacientes… ¿Está usted al tanto de lo que hacemos aquí?
—Obstetricia, ginecología y fertilidad.
De un bolsillo interior de la chaqueta blanca, Cruvic sacó una tarjeta profesional. Milo le echó un vistazo y luego me la tendió.
—Antes era tocoginecólogo, pero en los últimos años he limitado mis actividades al terreno de la fertilidad.
—¿Fue por el horario? —preguntó Milo.
—¿Cómo?
—A los niños se les ocurre venir al mundo a las horas más intempestivas.
Cruvic se echó a reír.
—No, eso nunca fue problema, yo no necesito dormir mucho. El motivo es que me gusta el trabajo de fertilidad. Aquí viene gente que no tiene absolutamente ningún motivo médico para ser estéril. Y no tener hijos los destroza. Hay que analizar cada caso, encontrar la solución adecuada… —Sonrió ampliamente—. Supongo que me considero a mí mismo algo así como un detective. —Consultó su reloj.
—¿Qué cometido cumplía la profesora Devane en todo eso?
—Recurría a Hope en caso de duda.
—¿De duda respecto a qué?
—Respecto a la madurez psicológica de los pacientes. —Cruvic arrugó la frente y los cortos y canosos cabellos se inclinaron hacia abajo—. Los tratamientos de fertilidad son un proceso agotador, tanto física como psicológicamente. Y a veces no obtenemos el más mínimo resultado. Siempre que hablo con un posible paciente, lo primero que hago es advertirle de ese riesgo; pero no todos son capaces de encajar el fracaso. Con pacientes así, lo mejor es renunciar al tratamiento. A veces, yo mismo me doy cuenta de cuáles son los casos inadecuados. Cuando no estoy seguro, recurro a expertos.
—¿Utiliza a otros psicólogos, además de a la profesora Devane?
—En el pasado, los utilicé. Y algunos pacientes tienen sus propios doctores. Pero en cuanto la conocí, Hope se convirtió en mi consultora favorita.
El hombre apoyó las manos en las rodillas.
—Era extraordinaria —siguió—. Sumamente perspicaz. Una gran juez de las personas. Y trataba admirablemente a los pacientes. Y es que, a diferencia de otros psicólogos y siquiatras, ella no ganaba nada reteniendo a los pacientes en inacabables tratamientos.
—¿Y por qué no?
—Le sobraba trabajo.
—¿Por su libro?
—El libro, las clases. —Juntó sonoramente las manos—. Rápida, al grano y aplicando la menor cantidad posible de terapia, así era ella. Como un cirujano, que es mi segunda gran vocación.
Las carnosas mejillas habían adquirido un tono casi escarlata y los ojos parecían distantes.
Cruvic se echó hacia adelante y se frotó un poco más el pie.
—Fue una gran pérdida para la profesión. Hay montones de psicólogos que están más locos que sus pacientes; pero Hope no. Hope sabía hablar a la gente de forma que todos la entendieran. Era fantástica.
—¿Cuántos casos le envió usted?
—Nunca llevé la cuenta.
—¿Hubo algún paciente que no quedase satisfecho con ella?
—No, ninguno… Vamos, no hablará usted en serio. No, no, no, detective, totalmente imposible. Aquí tratamos con personas civilizadas, no con psicópatas.
Milo se encogió de hombros y sonrió.
—Dispense, pero tenía que preguntárselo… Dígame una cosa: ¿me equivoco, o ahora hay más problemas de infertilidad que antes?
—No, no se equivoca. La cosa se debe en parte a que la gente tiene los hijos más tarde. Para una mujer, la edad ideal de concebir es desde la adolescencia hasta los veintitantos años. Retrase esa fecha diez o quince años, y se encuentra con el útero envejecido y con las posibilidades de fecundación sumamente disminuidas.
Se puso una mano sobre cada rodilla y sus pantalones se tensaron sobre unos muslos gruesos y musculosos.
—Nunca le diría esto a los pacientes, porque ellos ya tienen bastantes angustias personales, pero parte del problema radica también en los excesos de promiscuidad que hubo en los años setenta. Reiteradas infecciones subclínicas, endometriosis… Todo va dejando sus cicatrices internas. Para eso utilizaba a Hope entre otras cosas: para que ayudara a mis pacientes a enfrentarse a sus angustias y a sus complejos de culpa.
—¿Por qué le pagaba a ella directamente en vez de cobrar ella sus propios honorarios?
Cruvic echó hacia atrás la cabeza. Las manos dejaron las rodillas y fueron a posarse en el cojín del diván.
—Por los seguros —dijo Cruvic—. Lo intentamos de los dos modos y resultó que era más fácil recuperar el pago de una consulta ginecológica que el de un tratamiento de psicoterapia.
Otra palmadita al corto cabello.
—Según mi contable, todo está dentro de la más estricta legalidad. Ahora, si me disculpan…
—¿La doctora también se llevaba bien con los maridos? —pregunté.
—¿Y por qué iba a llevarse mal con ellos?
—Sus opiniones sobre los hombres eran bastante polémicas.
—¿A qué se refiere?
—Al libro.
—Ah, ya. Bueno, aquí nunca se mostró polémica en ningún sentido. Todos estábamos encantados con ella… Naturalmente, yo no soy nadie para decirle cómo debe enfocar usted la investigación; pero creo que se equivoca de medio a medio. El asesinato de Hope no tuvo nada que ver con el trabajo que hacía para mí.
—Estoy seguro de que tiene usted razón —dijo Milo—. ¿Cómo la conoció?
—En otra clínica.
—¿Dónde?
—En una clínica de beneficencia de Santa Mónica.
—¿Cuál?
—El Centro Femenino de Salud. Una institución con la que colaboro desde hace tiempo. Una vez al año, celebran una fiesta para reunir fondos. Hope y yo coincidimos en ella, y trabamos conversación.
Se puso en pie. Tenía la corbata un poco torcida y se la enderezó.
—Si me disculpan, ahí fuera tengo unas damas que desean ser mamás.
—Claro. Muchas gracias, doctor. —Milo también se puso en pie. Bloqueando la puerta—. Otra cosa. ¿Guardaba aquí la profesora Devane los historiales de sus pacientes?
—Ella no llevaba historiales propios, sino que tomaba notas en los míos. Eso nos permitía comunicarnos con mayor facilidad. Guardo bien mis papeles, así que su confidencialidad estaba garantizada.
—Pero ella recibía aquí a los pacientes.
—Sí.
—¿En esta sala, por casualidad?
—Sí, es posible —dijo Cruvic—, pero no estoy seguro, porque de asignar las consultas no me ocupo yo, sino la encargada de personal.
—Pero la doctora Devane trabajaba en esta ala —dijo Milo—. Por discreción.
—En efecto.
—Este es un sitio de lo más discreto, desde luego. Me refiero a su emplazamiento. Lejos de las zonas concurridas.
Los grandes hombros de Cruvic subieron y bajaron.
—A nosotros nos gusta.
Trató de pasar junto a Milo.
Al tiempo que simulaba hacerse a un lado, Milo sacó su cuaderno.
—¿Hace usted trabajos de fertilidad para ese centro femenino?
Cruvic tomó aire y se obligó a sonreír.
—La fertilidad no es un tema que suela preocupar a los pobres. En el centro, contribuyo con mi tiempo a atender los diversos problemas de las mujeres.
—¿Abortos incluidos?
—Con el debido respeto, no creo que eso venga a cuento.
Milo sonrió.
—Probablemente, tiene usted razón.
—Le supongo al corriente de que no puedo hablar de los casos de los que me ocupo. Hasta las pobres tienen derecho a que se respete su…
—Dispense, doctor. No le preguntaba por casos específicos. Sólo quería enterarme más o menos de lo que hace usted allí.
—¿Y por qué tiene que mencionar los abortos? ¿Con qué intención lo ha hecho, teniente?
—El aborto, aunque esté legalizado, es un tema polémico. Y ciertas personas defienden sus opiniones respecto a él incluso con violencia. Así que, si usted realiza abortos, y si la profesora Devane también estaba metida en ello, tal vez eso arroje una nueva luz sobre nuestra investigación.
—Por Dios —dijo Cruvic—. Lo mismo que Hope, yo apoyo el derecho de la mujer a elegir, pero si alguien quisiera tomar represalias, lo haría contra el responsable directo de las operaciones. —Se golpeó el pecho—. Y aquí estoy, vivo y coleando.
—Sí, claro —dijo Milo—. Hágase cargo: esa pregunta también era obligada.
—Me hago cargo —dijo Cruvic, ceñudo—. Comprendo que mi opinión no vale gran cosa, pero creo que a Hope la asesinó un psicópata. Un tipo que odia a las mujeres, y que sólo la eligió porque era famosa. Un chiflado. No un paciente de aquí ni del Centro Femenino.
—No diga eso, doctor. Valoramos mucho su opinión.
Eso es justamente lo que nos hace falta. Opiniones de personas que la conocieron.
Cruvic enrojeció y se tocó la corbata.
—Sólo la conocía profesionalmente. Pero creo que su muerte es un claro indicio de lo mal que andan ciertas cosas en nuestra sociedad.
—¿A qué se refiere?
—Al éxito y a los enfermizos resquemores que suscita. Adulamos a las personas de talento, las encumbramos, y luego nos divertimos derribándolas de sus pedestales. ¿Por qué? Porque nos sentimos amenazados por su éxito.
Sus mejillas tenían un tono escarlata vivo.
Rodeó a Milo, se detuvo en el umbral y se volvió a mirarnos.
—Los perdedores castigan a los triunfadores, caballeros. Si eso sigue así, todos saldremos perdiendo. Buena suerte.
—Por si recuerda usted algo… —dijo Milo, tendiéndole una tarjeta. La versión seria de la tarjeta, no la que los detectives se pasan entre ellos y que dice: ROBO-HOMICIDIOS: NUESTRA JORNADA COMIENZA CUANDO LA DE USTEDES TERMINA.
Cruvic se la guardó en un bolsillo. Luego echó a andar pasillo abajo, abrió la puerta que daba al ala oeste, y desapareció por ella.
—¿Alguna hipótesis? —preguntó Milo.
—Bueno —dije—, se sonrojó al decir que sólo la conocía profesionalmente, así que tal vez hubiera algo más entre ellos. Y también se puso un poco nervioso cuando habló de los pagos, así que también ahí puede haber gato encerrado. Tal vez se llevara parte de los honorarios de Hope, tal vez le cobrase comisiones, tal vez facturase como consultas ginecológicas las que en realidad eran psicológicas para obtener un reembolso más rápido de las compañías de seguros… Lo que sea. La mención de los abortos lo alteró mucho, así que probablemente los realiza en el centro. Y puede que también aquí, para quienes pueden pagar altos precios. En tal caso, a Cruvic no le gustaría que la cosa se supiera, y no sólo porque el aborto sea un tema polémico, sino también porque a un paciente sometido a un tratamiento de fertilidad puede resultarle incómodo encontrarse bajo el cuidado de alguien que también se dedica a destruir fetos. Pero Cruvic tuvo razón al decir que el blanco lógico de cualquier represalia hubiera sido él mismo. Y yo insisto en lo que dije de que un asesino con motivaciones políticas habría hecho público algún tipo de manifiesto.
Cuando llegamos a la puerta de salida, Milo dijo:
—Si se estaban acostando juntos, lo de la consultoría podría haber sido un modo discreto de pasarle fondos a una amante.
—Ella no necesitaba esos cuarenta mil. El año pasado ganó seiscientos de los grandes.
—Se conocieron antes de que se publicara el libro. Quizá estuvieran enredados desde hacía años. Y Seacrest se enteró. Ya sé que es un poco cogido por los pelos, pero recuerda las heridas en el corazón, los genitales y la espalda. Una traición. ¿No te parece que Cruvic se apasionó excesivamente al hablar de ella?
—Sí; pero puede que el tipo sea así, apasionado.
—Pues nuestro apasionado doctor dijo lo mismo que Seacrest: «La cosa no tuvo nada que ver conmigo».
—Nadie quiere verse implicado en un asesinato —dije.
Milo frunció el ceño y abrió la puerta que daba al patio. La enfermera Anna estaba sentada a la mesa de jardín, fumando y leyendo el periódico. Alzó la vista y nos saludó con la mano.
Milo también le entregó a ella una tarjeta. La mujer meneó la cabeza.
—Sólo veía a la doctora Devane cuando ella venía aquí a trabajar.
—¿Y cada cuándo era eso?
—No tenía días fijos. De vez en cuando.
—¿Tenía ella su propia llave?
—Sí.
—¿Y siempre pasaba consulta en la sala en la que estábamos nosotros?
Anna asintió con la cabeza.
—¿Era simpática? —preguntó Milo.
Una brevísima pausa.
—Sí.
—¿Tiene algo que decimos acerca de la doctora Devane?
—No —contestó Anna—. ¿Qué les iba a decir?
Milo se encogió de hombros.
Ella hizo lo mismo, aplastó el cigarrillo, recogió su periódico y se puso en pie.
—Se terminó el descanso. Vuelta al trabajo. Buenos días.
Anna regresó al edificio mientras nosotros recorríamos el sendero de losas. Cuando abrimos la gran puerta que conducía a la calle, ella aún nos observaba.