10
Eran las dos de la tarde cuando salí de nuevo a la calle.
Medité sobre el modo en que Hope, removiendo viejos recuerdos, había conseguido que a Julia Steinberger se le saltaran las lágrimas en el té de la facultad.
Hope sabía escuchar. Cindy Vespucci también lo había dicho.
¿Era capaz de comunicarse bien con las mujeres pero no con los hombres?
Lo más probable era que su ejecutor fuese un hombre. De pronto me di cuenta de que así pensaba yo en el asesinato: como en una ejecución.
¿Qué hombre?
¿Un sufrido esposo que había llegado a su límite? ¿Un perturbado desconocido?
¿O alguien que ocupase un punto intermedio en esa escala de intimidad?
Crucé la plaza, fui a sentarme a una mesa de piedra y estudié los horarios de clases que Milo me había dado.
A no ser que hubieran hecho novillos, Patrick Huang estaba en plena clase de termodinámica, Deborah Brittain se encontraría dando matemáticas, y Reed Muscadine, el estudiante graduado de arte escénico, estaría participando en algo llamado Seminario de Actuación 201B a un kilómetro de distancia, en MacManus Hall, en el extremo norte del campus. Pero la clase de psicología de la percepción que Tessa Bowlby estaba tomando en la torre de psicología terminaría dentro de un cuarto de hora.
Estudié la foto de la joven que había acusado a Reed Muscadine de violarla durante una cita. Cabello oscuro muy corto y rostro fino de mandíbula algo débil. Aun teniendo en cuenta la baja calidad de la fotocopia, su aspecto era de desánimo.
Los cansados ojos parecían pertenecer a alguien mucho mayor.
Pero su expresión no era debida al incidente con Muscadine. La foto fue tomada al comienzo del año escolar, hacía meses. Me tomé un rápido café de máquina y regresé a la torre de psicología para averiguar si la vida le había dado a la muchacha otro golpe bajo.
La clase terminó cinco minutos antes de la hora y los estudiantes salieron al pasillo como el agua de una presa. No me fue difícil localizar a Tessa. La muchacha se dirigió sola hacia la salida, cargando con una bolsa de tela vaquera atestada de libros. Se detuvo en seco cuando dije:
—¿Señorita Bowlby?
Dejó caer el brazo y todo el peso de la bolsa le cayó sobre el hombro. Pese a la barbilla débil y a unos cuantos granos, era una muchacha atractiva, de piel muy blanca y enormes ojos azules. Llevaba el pelo teñido de color negro ala de cuervo y desigualmente cortado, ya fuera por descuido o con toda intención. La punta y las aletas de la nariz estaban enrojecidas, como si estuviese resfriada o sufriera de alergia. Llevaba un holgado suéter ranglán con una manga recogida a medias, viejos y ceñidos vaqueros negros rotos por la rodilla, y botas de cuero con gruesas suelas.
Se pegó a la pared para dejar pasar a sus condiscípulos. Le mostré mi identificación y, cuando comencé a presentarme, alzó una mano como para protegerse.
—No, por favor. —Lo dijo con voz ronca y en tono de súplica. Su mirada buscó el letrero que indicaba la salida.
—Señorita Bowlby…
—¡No! —dijo más alto—. ¡Déjeme en paz! ¡No tengo nada que decir!
Corrió hacia la salida. Yo me quedé inmóvil un momento y luego la seguí a distancia y la vi salir por las puertas principales de la torre, corriendo, casi dando trompicones. Bajó la escalinata principal hacia la fuente que había frente a la torre. La fuente estaba seca y la riada de estudiantes convergía en las cercanías del sucio agujero para diseminarse luego de forma radial por todo el campus.
La muchacha corría torpemente, obstaculizada por la pesada bolsa. Una delgada y frágil figura, tan flaca que las nalgas no lograban llenar los ceñidos vaqueros.
¿Drogas? ¿Estrés? ¿Anorexia?
Mientras me lo preguntaba, Tessa se unió a la multitud de estudiantes y se perdió entre ellos.
La ansiedad —o, mejor dicho, el pánico— de la muchacha me hizo sentir deseos de hablar con el hombre al que Tessa había acusado.
Recordé los detalles de la queja: cine, luego cena, apasionados besos y caricias. Tessa aseguraba que él la penetró a la fuerza; Muscadine, que fue sexo consentido.
Algo que jamás podría probarse, ni en un sentido ni en otro.
Él se había hecho la prueba del sida, a la cual ella ya se había sometido.
Los resultados fueron negativos. Hasta el momento.
Pero ahora la muchacha estaba espectralmente pálida, flaca, fatigada.
La enfermedad tardaba tiempo en incubarse. Quizá la suerte de Tessa hubiera cambiado.
Eso podía justificar el pánico… pero la chica seguía asistiendo a clase.
Quizá Hope Devane hubiera sido su apoyo. Ahora, habiendo muerto Hope y encontrándose su propia salud en tela de juicio, tal vez la muchacha se estuviera derrumbando.
Los análisis se habían hecho en la clínica de estudiantes. Conseguir los resultados sin un mandamiento judicial resultaría imposible.
Echarle un buen vistazo a Muscadine parecía ahora más importante que nunca; pero el seminario de actuación era un curso de periodicidad semanal, duraba cuatro horas, y sólo iba por la mitad.
Mientras tanto, probaría con los otros. Patrick Huang saldría de clase en treinta minutos, y Deborah Brittain poco después. La clase de Huang se encontraba cerca, en el edificio de ingeniería. Cuando me disponía a echar a andar, una grave voz a mi espalda dijo:
—¿Husmeando por el campus, detective?
Casey Locking se encontraba varios peldaños por encima de donde yo estaba, y parecía divertido. Su largo cabello estaba recién lavado, y llevaba el mismo conjunto de trinchera de cuero con una camiseta negra debajo, vaqueros y botas de motorista. El anillo de la calavera continuaba en su dedo, pese a que el muchacho había dicho que pensaba librarse de él.
Reluciendo al sol, la cabeza de la muerte sonreía ampliamente, como dotada de vida.
La mano del anillo sostenía un cigarrillo. La otra, un maletín de cuero verde oliva, con las iniciales CDL sobre el cierre.
—No soy detective —dije.
Eso le hizo parpadear, pero el resto de sus facciones permaneció impasible.
Subí hasta su nivel y le mostré mi placa de consultor. Él la estudió, frunciendo los labios.
Así que Seacrest no le había dicho nada.
¿Significaba aquello que no existía demasiada intimidad entre ellos?
—¿Doctor en qué?
—En psicología.
—Vaya. —Sacudió la ceniza de su cigarrillo—. ¿Trabaja para la policía?
—A veces actúo como consultor.
—¿Cuál es exactamente su cometido?
—Eso depende del caso.
—¿Analiza las circunstancias del crimen?
—Todo tipo de cosas.
Mi ambigüedad no pareció molestarle.
—Qué interesante. ¿Le encomendaron la investigación del asesinato de Hope porque ella era psicóloga o porque consideran que el caso tiene implicaciones psicológicas?
—Por ambos motivos.
—Así que psicólogo de la policía. —Locking aspiró una larga bocanada y retuvo el humo—. Es curiosa la cantidad de salidas profesionales que no le mencionan a uno en la facultad. ¿Cuánto tiempo lleva usted trabajando para la policía?
—Varios años.
De los orificios de su nariz emanaron blancos vapores.
—En el campus sólo se habla de la vida académica. Miden el éxito por el número de estudiantes que consiguen puestos fijos en la enseñanza. Tales puestos están desapareciendo; pero siguen preparándonos para ellos. Aquí todo el mundo vive de espaldas a la realidad, pero supongo que esa es justamente la tradición universitaria. ¿Cree que el asesinato de Hope llegará a resolverse?
—No sé. ¿Usted qué piensa?
—No parece muy probable —dijo Locking—. Lo cual es una vergüenza. ¿Sigue el detective grandote ocupándose del caso?
—Sí.
Locking volvió a fumar y se rascó el labio superior.
—Psicólogo policial. Debe de ser un trabajo interesante. Ocuparse de los grandes temas: el delito, la depravación, la naturaleza de la maldad. Desde el asesinato, he pensado mucho en la maldad.
—¿Y ha llegado a alguna conclusión interesante?
Él negó con la cabeza.
—A los estudiantes no se nos permite sacar conclusiones.
—¿Ha encontrado usted ya nuevo tutor?
—Aún no. Necesito a alguien que no me haga comenzar desde cero ni me cargue con tareas absurdas. En eso Hope era estupenda. Si hacías tu trabajo, te trababa como a un adulto.
—¿Laissez-faire?
—Cuando hacía falta. —Aplastó el cigarrillo—. Hope conocía la diferencia entre el bien y el mal. Era una maravillosa persona y quienquiera que acabase con ella merece sufrir una muerte espantosamente lenta, inmensamente sangrienta e inconcebiblemente dolorosa.
Las comisuras de sus labios se volvieron hacia arriba, pero en esta ocasión el producto final no mereció el nombre de sonrisa. Dejó en el suelo su maletín y, echando mano bajo la trinchera, sacó un paquete duro de Marlboro.
—Pero es muy improbable que eso ocurra, ¿no? Porque, si de algún modo consiguen atrapar al culpable, siempre habrá tecnicismos y escapatorias legales. Probablemente, algún colega nuestro dirá que el muy capullo era víctima de una sicosis o de algún extraño desorden de conducta desconocido hasta el momento. Por eso me gusta lo que usted hace. Se encuentra usted en el bando adecuado. Mi campo de investigaciones es el autocontrol. Cosas sin importancia: experimentos con ratones y cosas por el estilo. Pero quizá llegue el día en que pueda establecer una relación entre mis investigaciones y el mundo real.
—¿Autocontrol y detección del crimen?
—¿Por qué no? El autocontrol forma parte de la civilización. Es su componente integral. Los bebés son bonitos, simpáticos y amorales. Y, desde luego, no resulta difícil enseñarles a ser inmorales, ¿no cree? —Hizo pistola con la mano libre—. Todo el mundo se escandaliza de que niños de doce años anden blandiendo Uzis, pero eso no es más que lo de Fagin y los golfillos de la calle, sólo que añadiéndole una buena dosis de tecnología.
—Falta de autocontrol —dije.
—Ese es el problema de nuestra sociedad. Si se suprimen los mecanismos de control externo y el proceso de internización, de desarrollo de la conciencia, ¿qué queda? Millones de salvajes dando rienda suelta a sus impulsos. Como el tipo mierda que mató a Hope. ¡Fue un acto tan asquerosamente estúpido…!
Sacó un encendedor y prendió otro cigarrillo. Las manos le temblaban un poco y las metió en los bolsillos de la trinchera.
—Le garantizo que, si pudiera, estudiaría la vida real, pero eso supondría pasarme en la universidad el resto de mi vida, lo cual terminaría anulándome. Hope sabía guiarme. Me decía que no tratase de conseguir el Premio Nobel, que me pusiera metas alcanzables y viviera mi vida.
Inhaló una profunda bocanada.
—Encontrar otro tutor no será fácil. Se me considera el fascista del departamento porque no soporto las blandenguerías y porque creo en el poder de la disciplina.
—Y eso a Hope le parecía bien.
—Hope era fantástica, una mezcla de tutora y madrina: firme, honrada, y lo bastante segura de sí misma como para dejar que uno siguiera su propio camino, siempre y cuando hubiese demostrado no ser un perfecto cretino. Lo miraba todo con ojos nuevos y se negaba a ser o hacer lo que todos esperaban que fuese o hiciera. Por eso la mataron.
—¿La mataron? ¿Quiénes?
—Ellos. Él. Algún babeante psicópata, algún salvaje que no sabe qué hacer con su vida.
—¿Se le ocurre a usted qué motivo específico pudo tener el culpable?
Locking volvió la vista hacia las puertas de cristal de la torre.
—He meditado mucho sobre ello y lo único que he conseguido ha sido calentarme la cabeza. Al fin llegué a la conclusión de que seguir dándole vueltas al asunto es un desperdicio de energías, porque carezco de datos y lo único que tengo son mis sentimientos. Mi abatimiento. Ese es el motivo de que me haya costado tanto reanudar mi trabajo de investigación y de que hasta anoche no me decidiera a seguir con él. Pero ha llegado el momento de ponerse otra vez en marcha. Eso hubiera deseado Hope. Ella no admitía excusas.
—¿A quién se le ocurrió el intercambio de favores? —quise saber—. Ya sabe: los apuntes de su trabajo de investigación a cambio de que usted se ocupara del Mustang.
Locking me miró fijo.
—Llamé a Phil, me dijo que estaba teniendo problemas para arrancar el coche, y me ofrecí a ayudarlo.
—¿Lo conocía usted de antes?
—Sólo por mi trabajo con Hope. En realidad, Phil es un hombre muy poco sociable… Bueno, ha sido un placer charlar con usted.
Recogió el maletín y comenzó a subir las escaleras.
Le pregunté:
—¿Cuál es su opinión acerca del Comité de Comportamiento interpersonal?
Locking se detuvo y sonrió.
—Otra vez eso. ¿Mi opinión? Fue una excelente iniciativa a la que no se le dieron suficientes atribuciones.
—Hay quien opina que el comité fue un error.
—Hay quien considera que la anarquía es sinónimo de calidad de vida.
—Así que, en su opinión, las sesiones hubieran debido continuar.
—Claro, pero eso era totalmente impensable. El padre de ese niño rico acabó con el comité porque este lugar se sustenta en los mismos pilares que cualquier otro sistema político: dinero y poder. Si la muchacha a la que el chico acosó hubiera sido hija de un pez gordo, en estos momentos el comité seguiría viento en popa.
Fumó el cigarrillo hasta el filtro, lo miró y lo arrojó lejos de sí.
—Lo importante es que las mujeres siempre serán más débiles físicamente que el hombre, y su seguridad no puede quedar a expensas de la buena voluntad de cualquier tarado provisto de pene. La única forma de fomentar la igualdad es por medio de normas y sanciones.
—Disciplina.
—Pues sí. —Se alisó la solapa de la trinchera—. Me está usted interrogando sobre el comité porque cree que tuvo algo que ver con la muerte de Hope. Piensa que alguno de esos niñatos de mierda decidió vengarse de ella. Pero, como dije, todos ellos eran unos cobardes.
—Los cobardes también asesinan.
—Pero yo formé parte del comité y, como puede ver, no me ha pasado nada.
La misma lógica que había aplicado Cruvic respecto a la posibilidad de que el asesinato hubiera tenido algo que ver con el movimiento antiaborto.
—Permítame preguntarle otra cosa —dije—. ¿Mencionó alguna vez Hope que ella hubiera sido víctima de abusos o malos tratos?
La mano del muchacho se crispó en torno a la solapa de piel.
—No. ¿Por qué?
—A veces, el trabajo de las personas está influido por sus experiencias personales.
Las negras cejas se fruncieron y los ojos relucieron fríamente.
—¿Pretende usted convertir en mera psicopatología todo lo que Hope hizo?
—Pretendo averiguar cuanto pueda acerca de ella. ¿Alguna vez le habló de su pasado?
Locking abrió la mano y dejó caer los brazos muy lentamente. Luego los alzó de nuevo con rapidez, casi como en un movimiento de artes marciales, y los cruzó sobre el pecho en actitud defensiva.
—Hope hablaba de su trabajo. Eso es todo. Lo que logré deducir sobre su personalidad, lo saqué de nuestras charlas profesionales.
—¿Y qué dedujo usted?
—Que Hope era extraordinariamente inteligente, consagrada a su trabajo y que sentía un enorme interés por lo que estaba haciendo. Por eso buscó mi colaboración. Porque la concentración es mi fuerte. Una vez que muerdo, difícilmente suelto. —Sonrió, y la sonrisa fue una exhibición de blanquísimo esmalte—. Hope valoraba como es debido el hecho de que yo fuera capaz de dar el paso hacia adelante y manifestar a las claras mis auténticos sentimientos, de decir que no me parece tolerable que la gente haga lo que le venga en gana. Por estos contornos, decir eso sigue siendo una herejía.
—¿Qué puede decirme de la otra estudiante, Mary Ann Gonsalvez?
—¿Qué pasa con ella?
—¿La concentración también es su fuerte?
—Lo ignoro. Apenas nos conocíamos. Ha sido un placer hablar con usted, pero ahora debo ir a realizar un experimento. Si alguna vez encuentran a ese tipo de mierda que la mató, condénenlo, senténcienlo a muerte, e invítenme a ir a San Quintín para hundirle la hipodérmica en la vena.
Hizo un vago ademán de despedida, subió el resto de los peldaños de la escalinata, y empujó una de las pesadas puertas de cristal. Esta, al abrirse, reflejó por un momento al muchacho, cuya delicada boca estaba crispada en un gesto que resultaba difícil de interpretar.