28
Lemuel Eccles, hijo, también llamado Lee, tenía treinta y ocho años, mandíbula prominente, espaldas rollizas, unos ojos azules que tendían a desviar la mirada y un cabello castaño claro, más bien largo, que al llegar a las puntas se aclaraba para volverse rubio.
El típico surfero que se ha hecho mayor. Este llevaba buena manicura, un traje marengo con raya de color blanco de dos mil dólares, corbata morada de Hermès, pañuelo amarillo canario y violeta en el bolsillo del pecho.
Según su tarjeta, era un abogado especializado en propiedades inmobiliarias.
—¿Alquileres e hipotecas? —preguntó Milo.
—Antes sí —contestó Eccles—, ahora son desahucios y ejecuciones hipotecarias. En pocas palabras, soy un buitre.
Tenía una sonrisa bonita, bien entrenada, pero le faltaba continuidad. Llevábamos menos de un minuto en la sala de interrogatorios. Eccles había pasado casi todo ese tiempo echándole miraditas a Petra Connor.
Era fácil entender por qué, sobre todo al ver la competición. Comparada con el día anterior, Petra tenía los labios más húmedos, la mirada despejada, el tono de piel más cálido. Llevaba una cadena de oro sencilla y pendientes de botón con un brillante. La tela de su traje pantalón negro era mejor incluso que la del traje de Eccles.
Las primeras veces que pilló a Eccles echándole una mirada fingió no haberse dado cuenta. Al final le sonrió y se acercó a él.
Petra tiene una relación de compromiso con un antiguo agente llamado Eric Stahl, pero cada uno usa las herramientas que tiene a su disposición.
Milo olió la química desde el principio y dejó que ella llevara el interrogatorio.
—Lee —dijo ella, como si paladeara el nombre—, lamentamos mucho lo de su padre.
—Gracias. Se lo agradezco. —Eccles se soltó un botón de la chaqueta—. Supongo que no debería sorprenderme del todo porque llevaba lo que ustedes llamarían una vida de alto riesgo. Aun así…
—No hay manera de prepararse para algo así, Lee.
A Eccles se le humedecieron un poco los ojos. Tenía cerca una caja de pañuelos de papel. Petra no se la ofreció. No tenía ningún sentido poner en evidencia su vulnerabilidad.
Eccles sacó el pañuelo que llevaba en el bolsillo de la chaqueta para enjugarse deprisa, se tomó el tiempo necesario para volverlo a doblar y meterlo de nuevo en el bolsillo de tal manera que asomaran cuatro puntas.
—¿Qué pasó exactamente?
—Mataron a su padre y nosotros estamos decididos a atrapar al malo. Cualquier cosa que pueda contarnos será de gran ayuda.
—Lo primero que han de saber —dijo Eccles— es que estaba loco. Lo digo en un sentido literal. Esquizofrenia paranoide, se la diagnosticaron hace años, poco después de nacer yo. Él y mi madre se divorciaron cuando yo tenía cuatro años y apenas lo veía. Cuando terminé Derecho, consiguió dar conmigo y se me presentó en la oficina. Fui tan iluso como para llevármelo a casa. No tardó mucho en complicarse la cosa. Desde el principio asustó a Tracy, mi mujer. Y al final acabó asustándome a mí también.
—¿De qué manera, Lee?
—No es que llegara a ser violento, pero en torno a él siempre se cernía la amenaza de la violencia de una manera que aún lo hacía peor. Su mirada, aquella manera de guardar silencio de repente en medio de una conversación. Y entonces, una vez, le dejamos quedarse a dormir y se puso a dar puñetazos a la pared. Nos despertó en plena noche, estábamos aterrados. Cuando fui a ver qué pasaba, me lo encontré sentado en el suelo, acurrucado en un rincón, decía que había echado a un intruso. Pero teníamos puesta la alarma y no había entrado nadie. Al final lo calmé y me fui. Al cabo de un rato lo oí llorar en la cama.
—Vaya suplicio —dijo Petra.
—Descubrí que empeoraba al beber. El problema es que eso pasaba a menudo. Al final, Tracy y yo nos pusimos de acuerdo: no más visitas, necesitábamos verdaderamente deshacernos de él. Cuando volvió a aparecer se lo dijimos y se cabreó mucho y nos insultó. Le ofrecí pagarle un motel mientras le hiciera falta y le dije que podríamos seguir viéndonos, pero de día. Eso le molestó más todavía y se largó hecho una fiera. Al cabo de unas semanas apareció y trató de colarse en casa a la fuerza; yo aguantaba la puerta y él empujaba desde fuera. Fue entonces cuando decidí hacerlo ingresar. Lo intenté en tres ocasiones distintas. Por su bien, tanto como por el nuestro, necesitaba que alguien cuidara de él en un contexto supervisado, en vez de ir a la deriva por las calles. Cada vez que llegábamos a juicio, aparecía algún buenazo de cualquier institución de ayuda legal a los desamparados para neutralizarme. Algún gilipollas que afirmaba defender sus derechos pese a que ni siquiera lo conocía. Se ve que revisan todos los casos e incluso cuando sólo pides una retención de setenta y dos horas vienen a buscarte problemas.
—Vaya, hombre —dijo Petra.
—Hablo de esos capullos financiados con impuestos, que se conocen todos los trucos y manejan a los jueces mamones, a los que probablemente invitan a comer. Yo soy abogado, y sin embargo no lo conseguí. Al tercer intento, hablé con un colega que lleva casos médicos y me dijo que no perdiera más tiempo y dinero, que no lo iba a conseguir mientras no asaltara físicamente a alguien, obligatoriamente con sangre derramada, o intentara suicidarse. Y aun entonces, lo único que hacen es meterlos un par de días en un almacén y luego los sueltan.
—No había un peligro inminente —dijo Petra.
—Vaya gilipollez. El mero hecho de vivir en la calle lo ponía en situación de peligro inminente. Como es obvio. —Su fuerte mandíbula se desplazó hacia un lado. Volvió a su lugar—. ¿Saben lo que me gustaría hacer? Llevar a empujones a uno de esos santurrones a la morgue y enseñarles lo que han conseguido con sus interferencias. —Dio un tirón al nudo de la corbata—. ¿Tienen alguna idea de quién le ha hecho esto?
Ni papá, ni papi, padre, el viejo, nada.
—Todavía no, por desgracia, Lee. ¿Y usted?
—Ojalá. ¿Dónde lo mataron?
—En un callejón cerca de Hollywood y Western.
—Dios mío —dijo Eccles—. Justo donde lo dejé cuando lo saqué de la cárcel bajo fianza.
—¿Cuándo fue eso, Lee?
—Hará cosa de un mes. Lo habían encerrado por darle un empujón a alguien mientras mendigaba. Usó la llamada a que tenía derecho para suplicarme que lo sacara de ahí. Pensé que acabaría saliendo igual y encima estaría cabreado conmigo por no ayudarle, así que pagué la fianza, lo recogí y lo dejé donde él me pidió que lo soltara. Donde me ordenó que lo llevara. Como si fuera el conductor de su limusina. Entonces, ¿fue allí?
—Cuando lo dejó allí, ¿se fijó hacia dónde iba?
—No, me largué tan rápido como pude.
—¿Vio que entrara en contacto con alguien?
—No. Pero se me acaba de ocurrir algo. Puede que sólo sea una alucinación psicótica, pero será mejor que se lo diga. Cuando íbamos hacia allí desde la cárcel se puso a despotricar sobre un tipo que lo acosaba y dijo que tenía miedo. Luego se puso paranoico conmigo, que yo era un maldito abogado y los abogados manejan todo el sistema, que si le podía ayudar. Le dije que si tenía miedo le podía encontrar dónde alojarse. Se puso hecho una fiera, me acusó de querer encerrarlo en un manicomio y tirar la llave, dijo que era como todos los abogados, pura escoria. «El que se queja de que alguien lo persigue eres tú», le dije. «Yo sólo intento ayudarte». Eso le hizo cerrarse como una ostra y ya no me hizo ni caso. Cuando llegué a donde quería, dijo: «Párate», se bajó del coche y ni siquiera miró atrás.
—¿De quién dijo que tenía miedo?
—Créame, eran imaginaciones suyas. Un rollo que viene de muy atrás.
—¿Qué quiere decir?
—Ese tipo del que se quejaba no existe. Lleva toda la vida quejándose de él. Según mi madre, desde que lo encerraron en un hospital psiquiátrico.
—¿En cuál? —preguntó Petra.
—En un sitio que ya no existe —dijo Lee Eccles—. El estatal de Ventura, lo encerraron por un periodo indefinido, pero según mi madre salió al cabo de poco tiempo. En esa época era más fácil encerrar a alguien, un juez lo metió allí porque le partió la mandíbula a alguien en un bar, se subió a una mesa y explicó que el tipo le estaba implantando unos altavoces de radio en la cabeza.
—¿Cuánto hace de eso, Lee?
—A ver, yo tenía trece… No, catorce, jugaba a béisbol, o sea que estaba ya en el instituto. Así que hace veintitrés años. Recuerdo lo del béisbol porque siempre estaba preocupado por si aparecía en algún partido y me hacía pasar vergüenza.
—Entonces, ¿qué es eso que imaginaba su padre?
—Mientras estuvo encerrado allí, se supone que uno de los guardias mató a su esposa. No a mi madre, ni siquiera a una verdadera esposa, una mujer con la que había vivido, una borrachina como él.
—¿Dónde vivía antes de que lo encerrasen?
—Oxnard. Nosotros estábamos en Santa Monica, que parece bastante lejos, pero por las cosas que me contaba mamá, yo siempre temía que apareciese. Y ella también, porque nos trasladamos al condado de Orange para poner distancia entre nosotros.
—Esa mujer a la que se supone que mataron… —dijo Petra—. ¿Alguna vez dijo su madre cómo se llamaba?
—Creo que mamá la llamaba Rosetta. O Rosita. No sé. Pero no pierda el tiempo, agente. Esa historia era una locura. ¿Cómo iba un guardia a envenenar a alguien? ¿A intentarlo siquiera? Ni estoy seguro de que esa mujer existiera. Y si existió, dudo que pasara lo que él le dijo a mamá.
—¿O sea?
—Que Rosita fue a visitarlo y al salir cayó muerta en el aparcamiento. Que él sabía que lo había hecho aquel guardia para fastidiarle. No me pregunten por qué. En cualquier caso, cuando lo saqué de la cárcel se suponía que esa misma persona lo estaba molestando en Hollywood y que yo debía hacer algo porque soy abogado.
—Esa persona imaginaria tendrá un nombre.
—Petty —dijo—. O a lo mejor era Pitty. Mi padre era de Oklahoma. Tenía un gangueo que empeoraba cuando se ponía nervioso. Según él, el tipo se le aparecía en la calle y le daba, entre comillas, rayos X. La historia ya era ridícula en su tiempo y no mejoraba al volverla a contar, pero supongo que es bueno que lo sepan todo.
—Se lo agradezco, Lee —dijo Petra—. ¿Le importa que hablemos con su madre? Es sólo para rellenar los detalles.
—Me encantaría que pudieran hablar con ella porque eso significaría que está viva. Por desgracia, la enfermedad de Parkinson decidió algo bien distinto.
—Cuánto lo siento.
—Yo también, agente. Dicen que no maduramos hasta que perdemos a nuestros padres. Francamente, yo preferiría seguir sin madurar.
La madre de Petra había fallecido en el parto. El padre había muerto un par de años antes.
—Eso dicen —contestó.
Eccles se levantó, corrigió las arrugas del pañuelo.
—Supongo que tendré que hacerme cargo del cuerpo.
* * *
Un agente de uniforme acompañó a Eccles hasta la puerta.
—No tiene ni idea de lo que nos acaba de dar —dijo Petra—. Marlon Quigg trabajaba en el hospital en la época en que encerraron a Lem Eccles. Parece que tenías razón al pensar que esta historia venía de lejos, Alex.
—Puede que así fuera para esos dos, pero no veo la conexión de Vita y de Glenda Usfel con el Ventura hace tanto tiempo. Usfel era una niña y Vita se crio en Chicago.
—De acuerdo —dijo Milo—. Entonces sus problemas con el señor Pelliza son más recientes, estamos ante un destripador que cree en la igualdad de oportunidades.
—El hijo de Eccles es un tipo amargado —dijo Petra—. A ese niño no le gustaba su papá. No puedo culparlo, pero tiene suerte de que el asesinato de su padre forme parte de una serie, porque si llega a ser un caso suelto yo lo habría escogido a él como primer sospechoso. Y si Eccles consiguió cabrear de esa manera a su hijo, imagínate lo que podría provocarle a un maniaco homicida. Sobre todo si su relación viene desde los tiempos del Ventura.
—Señor Loco —dijo Milo—, le presento al señor Raro. ¿Y qué hacemos con ese tal Pitty-Patty-Petty? Si hay algo de verdadero en todo eso, tenemos un problema, porque Pelliza es demasiado joven para haber trabajado como guardia allí hace veintitrés años.
—La historia podría ser verdadera sólo en parte. Eccles conoció hace años a alguien llamado Pitty y se convenció de que lo perseguían. Luego se da cuenta de que alguien lo está acechando y resucita a su hombre del saco particular.
—¿Te crees lo del acecho? —preguntó Petra.
—A Eccles lo mataron.
—Es como la frasecita esa que se pone la gente en un adhesivo en el coche.
—¿Qué?
—Hasta los paranoicos tienen enemigos.
Petra se rio.
—Aun si existiera Pitty —dijo Milo—, es probable que Alex tenga razón y sea irrelevante. Eccles era esquizo, tenía una fijación y regresó a ella. O Pitty es un calamar vestido con un traje de tres piezas, o cualquier otro producto de su imaginación. En cualquier caso, tenemos múltiples avistamientos de Pelliza.
—Si Pelliza era un paciente del Ventura, tal vez seamos capaces de dar con alguien que tuviera relación con él, un familiar, cualquiera que pueda llevarnos hasta él. ¿Has vuelto a saber algo del psiquiatra, Alex?
—No.
—He conseguido su dirección justo antes de que apareciera el hijo de Eccles —dijo Milo—. Archivos de la seguridad social. No preguntes.
—Excelente —respondió Petra—. Hagámosle una visita, grandullón.
—No sé. No tiene ninguna obligación de dejarnos entrar en su casa, y mucho menos de dar información de ningún paciente. Si nos ponemos demasiado duros, él invocará el rollo de la confidencialidad. Así que yo voto por dejar que primero lo pruebe Alex, de loquero a loquero.
Petra me miró.
—De acuerdo, aunque a mí también me puede rechazar —dije.
Milo rebuscó hasta dar con un trocito de papel y me lo pasó. Era una dirección de Van Nuys, con una línea de teléfono 818.
—Mientras tanto, podemos pedir a Shimoff que haga un retrato mejor con Banforth y forzar que los medios de comunicación lo publiquen con más información. Tengo a Sean y Moe vigilando quioscos y librerías a ver si alguien recuerda a un gilipollas que haya comprado libros de pasatiempos.
—Raul ha ido preguntando por la calle —explicó Petra—, pero de momento no ha salido nadie que tuviera una bronca especial con Eccles, aunque por lo general todo el mundo pensaba que era un pesado. —Sonrió antes de continuar—: Le voy a decir que busque un cefalópodo con traje.
—El último arresto de Eccles —dije—, cuando lo sacó su hijo pagando la fianza, fue por acosar a un turista. ¿Habéis echado un vistazo a la ficha de su arresto?
—Leí el resumen. El típico caso de un ciudadano contra un zumbado.
—¿El ciudadano tenía nombre?
—No lo apunté. ¿Por qué?
—A lo mejor merece la pena. Por la muy lejana posibilidad de que fuese Pelliza.
—¿Zumbado contra zumbado? —preguntó Milo.
—Psicópata flagrante contra alguien capaz de mantener una apariencia de control —contesté—. ¿De qué se le acusó exactamente?
—Eccles intentó sacarle dinero a un turista —explicó Petra—. El turista se resistió y Eccles se puso a gritar, empujar y dar tirones.
—¿El turista llamó por teléfono para denunciarlo?
—No, llamó alguien que pasaba por esa calle y había un coche patrulla a una manzana de diferencia, como mucho.
—Pensad en lo que se encontrarían los oficiales. Una de esas peleas de tu palabra contra la mía entre un joven tranquilo y un alcohólico rabioso, con un historial de mendicidad agresiva, a quien el barrio considera una molestia.
—Pelliza es capaz de aparentar normalidad —dijo Milo.
—Cinco asesinatos sin dejar ni una prueba física demuestran que es organizado, meticuloso, capaz de entrar y salir sin disparar ninguna alarma. A Hedy le pareció excéntrico, pero no le dio miedo. A John Banforth le pareció que tenía un comportamiento extraño, pero no se preocupó demasiado por él hasta que se enteró del asesinato de Vita. Así que hablamos de alguien que no aparenta ser una amenaza abrumadora. Comparado con los ataques de Eccles, ya sabemos quién consideraron los polis que era el atacante.
—Un monstruo vence a un maniaco —dijo Petra—. De acuerdo, miraré el informe completo. Y mientras ponemos los puntos sobre las íes me voy a llamar a la policía de Oxnard para ver si consigo averiguar algo sobre esa tal Rosetta. —Nos guiñó un ojo—. Adhesivos en los coches, y tal.
Nos encaminamos los tres hacia la salida.
—Qué locura —dijo Milo—. La locura sólo me gusta en la canción de Patsy Cline.