8

Levántate, Bell. Se ha ido, ¡maldita sea! Era Madre, irrumpiendo en la cabaña.

— ¿Qué? ¿Qué ocurre?

— Se llevó mi caballo, maldición. Mi maldito roano.

— ¿Cómo...?

— Mi caballo y el Winchester de Hart. También se llevó la brida y la montura.

Pateó hacia un rincón las mantas que ella había utilizado.

— ¿La chica?

— ¡Joder, Bell! ¿De quién coño crees que hablo? ¡La mexicana! ¡La maldita mujer!

No podía creer que ella tuviera la fuerza suficiente para ensillar el caballo y montarlo. No de la forma en que estaba herida. Luego recordé lo que había visto la noche anterior.

— ¿Dónde está Hart?

— Afuera. Si yo fuera tú revisaría mi ropa para ver si falta algo. Eres el más pequeño, y dudo que ella se haya marchado desnuda. Me gustaba ese caballo, maldita sea.

Tenía razón. Una camisa y un par de pantalones habían desaparecido de mi mochila. No eran mis mejores prendas, aunque tampoco las peores. No era nada comparado con el caballo de Madre o el rifle de Hart, pero lo suficiente como para también sentirme traicionado por ella. Si me los hubiera pedido, se los habría regalado. Pero no lo hizo.

Hart estaba sentado en el portal, en calzoncillos largos y con las botas puestas, fumando un cigarrillo y jugueteando con los dados. Me senté a su lado con una taza de café en la mano y miré al corral a los dos nuevos e inquietos mustangs. Ya hacía calor y era un día despejado. Di un sorbo al café y reflexioné.

— Anoche, ¿Hart? ¿Junto al fuego?

— Sí. ¿Qué hay con eso?

— Joder, no sé. No sé qué decir. Fue increíble, ¿no crees? Ella estaba...

— Ella estaba curándose, Bell. Curándose a la usanza de los indios. ¿Te ha gustado la forma en que lo hacía?

— Para ser sincero, no. La verdad es que me asustó.

Sonrió, pero sin rastro de humor en su cara.

— Tienes buen instinto, hijo. Nunca hagas tratos con mexicanos, sigue tus instintos.

Se incorporó, tiró el cigarrillo y se giró hacia la cabaña.

— ¿Qué haremos ahora?

Se detuvo a pensar en ello durante un momento.

— Bueno, Madre tiene otros caballos, pero yo no tengo ningún otro Winchester. Así que supongo que iremos tras ella.

Pensé en decirle que podía quedarse con el mío. Una forma de demostrarle lo poco que me gustaba la perspectiva de esta empresa. Pero no le dije nada.

Le seguimos el rastro durante toda la mañana hasta la tarde. Fuimos más allá de la floreciente yuca y de los arbustos, de los nopales y de los altos cactus saguaro; atravesamos los montes tupidos y ralos, por sobre la hierba y los tréboles rojos. Vimos un par de liebres apareándose y halcones volando por encima de nosotros en busca de las corrientes térmicas. En el terreno seco y polvoriento, sus huellas eran visibles. Si no para mí, al menos para Madre y Hart.

¿Quieres decirme qué demonios está haciendo? -preguntó Madre.

Madre, tú sabes lo que hace -dijo Hart-. Regresar por donde vino.

La encontramos al atardecer tumbada en medio de una arboleda, recostada contra un árbol, con el roano atado a su lado y el Winchester de Hart apoyado sobre el regazo. Parecía agotada y enferma —casi tan enferma como la primera vez que la vimos— y algunas de sus heridas habían comenzado a sangrar otra vez bajo mi camisa y los vendajes que Madre le había hecho. No dijo nada cuando nos detuvimos; solo le dirigió una mirada feroz a Hart y observó cómo este desmontaba de su caballo negro de cara blanca, cómo se acercaba a ella y cogía el rifle, cómo volvía a su caballo y guardaba el arma en la funda, para luego volver e inclinarse junto a ella, cogerle de las mejillas con los dedos y apretar.

Tenía profundos cortes allí, y debió haberle dolido una barbaridad, pero no dijo nada.

— Por si no lo recuerda, mujer —dijo-, su amiguita murió anoche. ¿Es importante para usted? ¿O acaso no le importa una mierda? No creo que sea así. ¿De esta manera nos paga por ayudarle?

Apretó más fuerte. La sangre se filtró por el vendaje por debajo de su pulgar.

— Ya está bien, Hart —dije-. ¡Joder, Hart!

Era una ladrona, pero estaba herida y era una mujer. Estaba a punto de desmontar de Suzie cuando Madre se estiró para detenerme.

— Déjalo, hijo.

— Hazle caso, Bell —dijo Hart, y luego se dirigió a ella-: ¿Va a hablarme o no? Porque estoy un poco cansado de que me dirija esa mirada de apache, si comprende lo que le quiero decir. Me ha robado a mí, y le ha robado a Madre y a Bell, y quiero saber por qué, y si no empieza a explicarse ya, tal vez coja al roano y la deje aquí tirada bajo la sombra de este maldito árbol para que la cojan los lobos y los coyotes esta noche. Porque se está comportando de una manera estúpida.

La soltó y se puso de pie. Finalmente, ella asintió.

— ¿Podría darme un poco de agua? —dijo. Las primeras palabras en español que le escuchábamos decir.

— ¡Coño! —dijo Madre-, puede cenar si lo desea. Todos lo haremos. Y hablaremos luego. ¿Estás de acuerdo, Hart?

— Está bien, Madre.

»Ahora, ¿cómo cuernos se llama? -preguntó él, y ella le respondió.

La subimos al caballo y cabalgamos bajo la luz del atardecer hacia un riachuelo que conocíamos, y al que a los mustangs les gustaba ir a beber por las tardes. Nos dijo que quería darse un baño, que le haría sentir mucho mejor, y ninguno intentó disuadirla. Hart dijo que la acompañaría. Los caballos necesitaban agua, dijo, y debíamos llenar nuestras cantimploras. No me parecía lo más apropiado que la acompañara, pero tampoco intentamos disuadirlo. Ni siquiera ella. Supuse que no le importaba no tener privacidad.

Madre había traído vendas nuevas, así que no habría inconveniente en cambiárselas después que ella terminara de bañarse.

Los observamos bajar la cuesta hacia el arroyo; Hart llevaba nuestros caballos, y Elena el que le había robado a Madre; y luego nos pusimos a recolectar la leña que los escasos arbustos a nuestro alrededor nos podían ofrecer.

— ¿Cuál es su problema, Madre? —le pregunté, cuando ya casi habíamos acabado la tarea.

— ¿De quién? ¿De Hart? ¿Quieres decir con la mexicana?

Asentí.

— Diablos, Hart conoce muy bien a los mexicanos. Como sabes, la mayoría de ellos todavía son indios. Así que tienes que demostrarles que tienes cojones. Hacer que te respeten. De lo contrario, son capaces de cortarte la yugular una noche simplemente porque les gusta cómo brillan tus botas. Ya sabes que Hart fue vaquero durante la campaña de Win Scott en Puebla.

Respondí que no lo sabía. De hecho me sorprendía escucharlo y se lo dije: yo había estado con Scott, y Hart lo sabía. Pero si él también había estado con Scott, ¿por qué nadie me lo había dicho?

— Diablos, yo también estuve ahí —dijo Madre-. Y tampoco te lo dije.

— ¿Por qué?

— Nunca me lo preguntaste, Bell. De cualquier manera, ahí fue donde Hart y yo nos conocimos. En el verano del cuarenta y siete, poco después de que Santa Anna se rindiese ante Scott en Cerro Gordon, y poco antes de la ofensiva a Ciudad de México.

— ¿Formabas parte de las tropas? ¿Allí en Puebla?

— No. listaba en el sector de abastecimiento. Una mala época para todo el mundo, sin importar en qué lugar estuvieses.

— Lo sé. Por un lado Santa Anna intentaba a toda prisa reclutar gente y reunir dinero de cualquier parte, mientras que nosotros simplemente nos limitábamos a esperar sentados que llegasen los refuerzos mientras llenábamos los malditos hospitales de heridos. Durante meses estuvimos perdiendo unos doce hombres al día en esa guarnición a causa del calor y la disentería, y lo único que se podía hacer era envolverlos en las mantas manchadas de mierda en las que morían y tirarlos a los fosos que había en las afueras. ¡Qué cerebro militar ese Scott! El cabrón no paraba de disciplinar a esos chicos a los que apenas se les daba media ración de comida. Estuvo esperando la llegada del Noveno Regimiento de Nueva Inglaterra que yo pensaba que venía a engrosar sus malditas filas, pero, en cambio, él los aniquiló en la plaza de armas del pueblo. Chiflado, hijo de puta.

— Sin embargo, tú no viste lo peor de todo, Bell.

— Vi Ciudad de México.

— Eso fue terrible, lo sé. Pero lo peor fueron las guerrillas. Como te decía, yo estaba en el sector de abastecimiento. Hart era un pastor. Vimos lo que hacían muchos de esos hijos de puta. Primero te robaban todo y luego te mataban por el mero placer de hacerlo. Le arrancaban a un hombre el corazón y la lengua, le cortaban la polla y colgaban todo de la rama de un árbol y después apuntalaban el cuerpo debajo. Supuestamente para darte un susto de muerte cuando lo vieras, y créeme que lo conseguían.

Calculamos que teníamos suficiente enebro seco y maleza para la fogata, así que empezamos a recolectar piedras con qué protegerla.

— ¿Te interesa escuchar una historia; una historia de cuando Hart estaba allí?

— Por supuesto.

Tenía tanta curiosidad por Hart como siempre. Aún era un misterio para mí. Sabía algunas cosas sobre Madre. Era de Missouri y nunca se había casado; su padre era un predicador presbiteriano descendiente de una mezcla de escoceses e irlandeses, un hombre aferrado a la botella. Su hermana y sus dos hermanos continuaban en el Este. En cambio, lo único que Hart contaba era que había estado deambulando de un lado a otro. Cualquier luz que arrojaran sobre él era bienvenida.

— Bueno, esto fue un par de meses antes de que yo lo conociera, a mí me contó la historia un tercero.

»Hart está conduciendo el ganado y a un carro lleno de tasajo y mendrugos a través de un arroyo, unos pocos kilómetros al norte de Puebla. Lo han contratado por tres dólares el día, un buen dinero, ¿no? Su jefe se llama Charles Berry —él fue el que me contó todo, así que tienes que creer que no es una historia inventada-, el tío es de Rhode Island, se podría decir que es un empresario por naturaleza, que se ha dado cuenta de cómo hacer un poco de dinero gracias a la caballería de Estados Unidos. Hay otros dos pastores además de Hart, y cincuenta cabezas de ganado.

»Entonces aparece un mexicano que viene bajando a caballo por el arroyo. Un tío pequeño vestido con toda la pompa —-botas altas con espuelas de plata, gran sombrero blanco, pantalones de montar de cuero de búfalo, camisa blanca, faja de seda roja alrededor de la cintura, las bridas y la montura cubiertas con tachas de plata— que cabalga sonriente sobre un hermoso semental castaño. Berry piensa que este hombre no traerá problemas, que este mexicano tiene la palabra terrateniente escrita en su aspecto. Así que detiene el carro y comienzan a conversar.

»Hart está cuidando el ganado y observando. Enseguida se da cuenta de que el mexicano ya no ríe y que señala arroyo arriba. Ve que Berry mira en esa dirección, así que mira él también, y, en efecto, hay siete u ocho hombres allí arriba que les apuntan con sus carabinas del ejército. Hablan un poco más, pero ya no de una manera despreocupada, y Berry se baja del carro y se acerca tranquilamente hacia nosotros.

»-Muchachos —dice-, se llevarán nuestras mercancías y el ganado; no se me ocurre cómo podríamos detenerlos. Supongo que lo que haremos ahora será alejarnos; con esto quiero decir que seguiremos con vida. Hart, yo cabalgaré contigo. —Hart le tiende la mano para ayudarlo a subir al caballo y se largan. Berry, sintiéndose afortunado de tener la lengua y la polla todavía en su sitio, no se preocupa por el ganado.

»A1 atardecer ya se encuentran aproximadamente a un kilómetro de distancia. El terreno es parecido a este, mitad pradera, mitad monte. Encuentran agua para los caballos y un sitio donde pasar la noche, y calculan que llegarán a Puebla temprano por la mañana. Pero entonces Hart les hace una propuesta.

»Lo ha estado pensando, dice, y si Berry va a perder quince dólares además de sus tres dólares de salario diario, entonces él recuperará el rebaño y el carro de tasajo. Lo único que tienen que hacer es permanecer donde están por tres o cuatro noches. Quedarse allí y esperarlo. "De acuerdo", dice Berry. Así que Hart toma prestada una escopeta de doble cañón de uno de los pastores, la carga con dieciséis cartuchos, monta en su caballo y desanda el camino por el que vinieron.

Colocamos las piedras formando un círculo pequeño; Madre las acomodó a su gusto y después comenzó a amontonar yesca y madera dentro.

— Después de medianoche consigue encontrar el rebaño. Están instalados en un claro. Hart había estado conduciendo este rebaño durante unas buenas dos semanas hasta ese momento, así que el ganado lo conoce, está acostumbrado a él, y no se alborota con su presencia. Así que se acuesta entre las vacas. Se acuesta justo en medio del ganado con la mirada hacia las estrellas y la escopeta sobre su pecho. Espera y el ganado se apiña un poco.

»Al poco rato uno de los vaqueros mexicanos se acerca a caballo lo suficiente como para que Hart le descargue un cañón entero; ese es el fin del vaquero. Naturalmente, el rebaño comienza a agitarse. Dan patadas, resoplan y se ponen tremendamente nerviosos con la ráfaga de disparos, y el olor a pólvora y a sangre, y Hart se da cuenta de que están a punto de salir en estampida, pero eso todavía no sucede.

»Entonces aparece un segundo vaquero cabalgando en dirección al tiroteo, maldiciendo a su colega y, sin duda, preguntándose qué demonios le ha llevado a hacer una cosa tan condenadamente estúpida como disparar en medio de un rebaño de vacas. Hart se pone de pie y le descarga el cañón que le quedaba haciéndolo caer del caballo. Luego se marcha hacia los matorrales que están al otro lado del campamento.

»Entonces se produce la estampida. Y mientras los mexicanos corren de un lado a otro, atrapan los caballos, les ponen la montura y los hacen correr a galope tendido para detener el maldito caos, Hart enrolla su manta para darle forma de almohada y se echa a descansar.

»A la noche siguiente, lo mismo.

»Aunque esta vez el segundo jinete es lo suficientemente listo como para escapar una vez que Hart le ha disparado al primero. Así que tiene que darle caza en medio del caos del ganado enloquecido que se ha visto perturbado por los disparos dos malditas noches seguidas. Sin embargo, Hart consigue matarlo.

»A la tercer noche solo consigue matar al primero, pero no está nada mal, porque ahora se han reducido a tres jinetes de los ocho iniciales, y no han llegado muy lejos en sus intentos de atraparlo; están bastante desanimados. Así que a la mañana siguiente Hart dice: «Al diablo con todo"; ellos están atravesando un bañado cuando él los alcanza, con el arma apoyada en el brazo, y les dice a los mexicanos que conducen el carro que él es el que ha matado a sus colegas y que le devuelvan el ganado y el carro o ajustará cuentas allí mismo.

»Al día siguiente vuelve adonde se encuentran esperando Berry y los demás con el rebaño excepto cuatro cabezas de ganado. Berry dice que eso se lo deben a los mexicanos —eran unos malditos hijos de puta pero eran vaqueros bastante buenos como para haber logrado que en tres estampidas solo se les escapen cuatro vacas. Para entonces, Hart está exhausto, así que Berry envía a los otros dos muchachos a que busquen el carro con las provisiones, y lo encuentran exactamente en el lugar en que Hart dijo que lo había dejado, y eso que nada habría podido evitar que los mexicanos se lo llevaran.

»Excepto, claro, el temor de que Hart pudiera perseguirlos.

Una historia increíble, pensé. Si no se hubiera tratado de Hart de quien me hablaba, si no de alguna otra persona desconocida para mí, lo hubiera escrito tan pronto como consiguiera papel y lápiz. Pero no creía que a Hart le fuera a gustar ser el protagonista de una historia en el New York Daily.

— Sin embargo, eso no lo explica —dije.

— ¿Explicar qué?

— La forma en que él la trata. Los problemas que tiene con los mexicanos.

— Los mexicanos mataron a su hermanastro en Churubusco. Un chaval de tu edad, si estuviera vivo.

Vi a Hart trayendo los caballos desde el arroyo. El caballo de Elena también. Ella no estaba entre ellos. Hart, con su mano libre, jugueteaba con los dados.

— Nunca he conocido a un hombre al que le gusten tanto los dados.

Madre rió y arrojó una cerilla a la leña.

— Diablos, pertenecían a su mujer. Trabajaba de crupier en una taberna en San Antonio cuando se conocieron. Era una mujer fuerte, y muy guapa. Enérgica, supongo que dirías tú. Un poco como esta que tenemos aquí, pero blanca. Creo que se fugó con un tío que jugaba al veintiuno.

Interesante, pensé. Había aprendido más sobre Hart en una simple conversación, de lo que lo había hecho en los últimos dos meses. La información me venía de manera rápida y abundante, y pensé que Elena era, de algún modo, el catalizador de todo eso. Elena, y lo que fuera que escondiera.

— Nunca me lo habría imaginado casado —dije.

— No está casado, hijo. Ya no. Salvo conmigo, tal vez.

Lo vi pasar junto a nosotros, saludar con la cabeza y atar los cuatro caballos; yo me preguntaba si sabría que habíamos estado hablando de él al vernos en silencio, y si eso de algún modo le preocupaba. Me estiré para alcanzar unas ramas de la pila detrás de nosotros cuando él puso el pie encima.

— Será mejor que lo dejes —dijo.

— ¿Qué?

— Retrocede.

Me puse de pie y retrocedí; Hart le dio una patada a la pila y escuché el tintineo del cascabel de la serpiente antes de verla enrollarse en sí misma en un apretado ovillo mortal; dirigió su atención hacia mí, que estaba frente a ella, y en ese momento cayó la bota de Hart, que le aplastó la cabeza.

— ¡Joder, Hart!

— La acabo de ver metiéndose allí. Debes ser más cuidadoso, Bell.

— Has pisado a la maldita cosa. Muerden, ¡maldita sea!

— No, si las pisas primero.

Había estado a la distancia ideal para morderme. Yo temblaba. Una mordedura de serpiente no era normalmente algo mortal si la atendías enseguida, pero nunca se sabía y nadie hubiera querido tentar la suerte.

— Demonios, Hart. ¿No te gusta la vida?

— Probablemente no más de lo que le gustaba a la serpiente. Aunque tampoco me disgusta.

Me di la vuelta y vi a Elena subir la cuesta. Tenía la ropa mojada, al igual que el pelo, y parecía descansada, más joven y más encantadora. Madre sonrió.

— Alcánzame la serpiente, Bell —dijo-. El señor Hart acaba de complementar nuestras raciones. Es hora de cenar.

La serpiente asada a las brasas estaba muy sabrosa y combinaba perfectamente con las judías, el tasajo y el mendrugo. Cuando Elena terminó de comer pensé que parecía más fuerte. Estaba asombrado por su poder de recuperación. Su pelo largo brillaba a la luz del fuego. Limpié el plato con el último pedazo de pan y recogí los otros platos para llevarlos al río. Hart me detuvo.

— Es hora de que hablemos —dijo.

Miró a Elena, y yo me senté de nuevo y esperé. Hart abrió la botella de whisky que tenía a su lado y nos la pasamos el uno al otro. Elena la rechazó con un ademán.

En cambio, bebió un poco de agua de la cantimplora y comenzó a contarnos su historia.

Sabía perfectamente que poco tiempo después de la guerra, extensos territorios de México habían sido colonizados por cientos de inmigrantes blancos atraídos por la tierra, el bajo costo de vida y la idea de llevar una vida de conquistadores. También sabía que los conquistadores no tenían la costumbre de ser amables con los conquistados. En especial, el tipo de soldados que estuvo de campaña en México.

Si él era un militar de carrera, probablemente habría peleado ya en las guerras contra los indios en algún momento u otro del pasado reciente, y para él, un mexicano era solo otro apache mestizo. La violación había sido común en los dos bandos durante los enfrentamientos bélicos, y algunos hombres —demasiados hombres— habían desarrollado un gusto por ella, por la violencia, y por las mujeres que les permitían hacer cualquier condenada cosa que ellos quisieran porque sabían que eso era necesario para seguir con vida.

Era un gusto que ellos habían traído a México del otro lado de la frontera.

Además, tenían dinero en sus bolsillos. Podían pagar por lo que querían.

Había una demanda entre ellos que crecía rápidamente como las malas hierbas en un cementerio, y las Valenzuras satisfacían esa demanda.

Elena, su hermana Celine y la joven mujer cuyo nombre ella nunca supo, habían intentado escapar de esa suerte.

Ella había cortado las ataduras con un cuchillo de cocina sin punta que había afilado mientras las demás dormían y que había ocultado en su falda; luego ellas se habían escondido en unos matorrales en el lado del cerro que llamaban Garganta del Diablo, hasta que se hizo de noche e intentaron salir corriendo. Lo más lejos que pudieron llegar fue al río.

— Le quité, a la chica americana, a uno de ellos que tenía encima, y le aplasté el cráneo con una piedra junto a la orilla del río. Pero para entonces ellos ya le habían hecho varios cortes con el cuchillo; a mí también. Les pareció gracioso que hubiésemos intentado escapar. Como una broma. Así que juguetearon con nosotras con sus cuchillos. No creo que tuvieran intención de matarnos —representábamos dinero para las hermanas-, pero estaban borrachos y era de noche. La última vez que vi a mi hermana la arrastraban hacia el otro lado del río. No podía volver a buscarla desarmada, pero ahora sí lo haré. Si no puedo quedarme con el caballo y el rifle, los robaré en algún otro lado y volveré y los mataré hasta que me maten o hasta que recupere a mi hermana.

No creo que ninguno de nosotros supiera qué decir a todo esto.

Solo lo pensamos durante un rato mientras nos pasábamos la botella.

— Solo por curiosidad, señorita —dijo Hart, finalmente-. ¿De cuántas personas está hablando?

— Doce, tal vez quince, y las tres hermanas. A menos que haya compradores. Es muy probable que haya compradores. Comenzaron a asearnos la noche anterior a marcharme. En ese caso es más probable. No sabría decir cuántas personas habrá.

— ¿Guardias?

— Solo uno. El asentamiento está en un cañón, rodeado por colinas al norte, al sur y al oeste. No creen necesitar más que uno— en el lado este y un centinela en cada colina. Aunque creo que el guardia de anteanoche todavía debe tener un fuerte dolor de cabeza.

— ¿Quiénes son estos compradores exactamente? —preguntó Madre.

— En su mayoría son dueños de cabarets. Pero también hay clientes privados, que son los peores. Los compradores no tienen importancia. Al primero que mataré será a Paddy Ryan.

— Ha mencionado a ese caballero anteriormente, señora. Un asqueroso hijo de puta que lleva la letra D marcada en su mejilla, ¿no es verdad?

Ella asintió. Madre se giró hacia mí.

— El único en este territorio dejado de la mano de Dios que es más grande y malvado que yo. Diablos, probablemente hayas escrito algo de él, Bell, pero no lo recuerdes. Ryan estuvo en Churubusco, uno de esos cretinos católicos irlandeses del Batallón de San Patricio que se pasó al bando de los mexicanos. El condenado casi detiene el avance del viejo Scott. Uno de los únicos siete que sobrevivieron para contarlo. La D es de desertor, señora.

— Ahora lo recuerdo. Por supuesto que sí. En el tribunal militar nadie se atrevió a declarar en su contra —dije.

— ¿Tú lo harías? ¿Cómo podrías estar seguro de que lo colgarían por tus declaraciones?

También recordaba que me habían dicho un tiempo atrás que Hart había perdido un hermano en Churubusco. Como dijo Madre, los desertores estuvieron a punto de cambiar la suerte de la guerra. Me preguntaba cómo se sentiría Hart respecto de eso. No podías darte cuenta con solo mirarlo.

— Así que ahora Ryan ejerce de proxeneta —dijo-. Al fin ha encontrado su dios.

— Creo que ahora tiene muchos dioses —dijo Elena-. No lo hace solo por dinero.

— ¿Qué quieres decir?

— Las hermanas... rinden culto a los antiguos. Ryan también, aunque a su manera.

— ¿Y quiénes son los antiguos?

— Los antiguos dioses de México. Quetzalcoatl, la serpiente emplumada. Tezcatlipoca, el dios de la luna y de la noche. El rey sol Huitzilopochtli. Tlazoltéotl, la devoradora de mugre. Xipe, la señora de los despellejados. Los antiguos dioses profesan obediencia. Profesan el acatamiento de las leyes de la tierra y del cielo. Sangre por su generosidad, sangre por la lluvia. Una vez fue la tierra la que nos oprimió. Ahora lo hacen los hombres. Es lo mismo. Para mucha de mi gente los antiguos nunca murieron. ¿Por qué habrían de hacerlo?

Al escuchar estos nombres reconocí la lengua que le había oído utilizar la noche pasada junto al fuego, y sentí el mismo escalofrío al escucharlos de nuevo. Nos habló de su padre, un simple granjero. Pero me preguntaba quién habría sido su madre y qué terrible sabiduría le habría impartido a su hija.

— Les conté lo que Ryan le hizo a ese niño en la Garganta del Diablo. Pero he visto cosas peores.

— ¿Como qué? —preguntó Hart.

— He visto cómo matarán a mi hermana si se les resiste. Cómo tal vez ya esté muriendo. Porque ellos se toman su tiempo. Siempre lo hacen.

Esperamos que dijera algo más. Pero no dio ninguna otra explicación.

— ¿Me darán el caballo y el rifle? —preguntó.

Nos miramos el uno al otro por encima de las llamas de la fogata.

— ¿Madre? —dijo Hart-. Es tu caballo.

— Es tu rifle —dijo Madre.

Los dos la miraron y asintieron con la cabeza, le tendieron el whisky y, esta vez, ella bebió.

Al amanecer la vimos montar a caballo y alejarse al galope. La observamos hasta que no fue más que una pequeña mancha en el inmenso y vacío horizonte.

— ¿Estás seguro que no te recuerda a nadie? —preguntó Madre.

Hart jugueteó con sus dados unos instantes más, se dio la vuelta y arrojó su café al fuego.

— Maldito seas, Madre —dijo.