VI. La ruta de los parterres
Es muy peligroso. —Beatriz no daba su brazo a torcer—. La policía ha detenido a muchos de sus compañeros y de algunos no hemos vuelto a saber nada.
Ferrer llevaba un buen rato intentando convencerla de que necesitaba hablar con su marido; Enrique sobrevivió a los combates y estaba escondido por miedo a las represalias. Ella temía que se expusiera a un riesgo innecesario.
—Creo que estoy tras una pista buena, pero necesito hablar con él para estar seguro de que no se trata de una simple casualidad. —Ferrer buscó la mirada de la mujer—. Confió en mí cuando me pidió que buscase a su hija y luego le prometí que perseguiría al asesino, ¿lo recuerda?
—La situación ya no es la misma. —La mujer desvió la vista—. Mi marido es ahora un desertor, un proscrito, y usted trabaja para el gobierno que le persigue.
—Pueden fijar el lugar y la hora que quieran; estoy dispuesto a aceptar cualquier condición que les dé mayor seguridad. No tengo ningún interés en detener o delatar a su marido; esa guerra no es la mía.
—No insista, Toni, por favor. Si Enrique aceptase entrevistarse con usted pondría en riesgo a sus compañeros y por ahí no pasará.
Ferrer cambió de estrategia. Si ella cerraba la puerta, entraría por la ventana:
—Respóndame a una última pregunta y me iré: ¿visitó su hija a Enrique cuando estuvo detenido?
—Sí... un día me acompañó; nos dejaron llevarle comida. —La alarma le dilató las pupilas—. ¿Por qué me lo pregunta?
El detective se mantuvo hermético.
—Aquella visita a la prisión está relacionada con la muerte de Agustina, ¿verdad? —Beatriz fue atando cabos hasta claudicar—. Hablaré con él, ¿qué quiere que le diga?
No llegó tarde por los pelos. Había quedado atrapado en el atasco provocado por un accidente de carro en la calle de Badal y no tuvo forma de escabullirse; un carretero calculó mal la altura del puente, se golpeó la cabeza y cayó con tan mala fortuna que murió arrollado por su propio vehículo. Los guardias tardaron una eternidad en dispersar a los curiosos y en volver a ordenar el tráfico.
Beatriz lo había citado en aquel portal, lo único que quedaba en pie de un edificio destruido por una bomba de aviación. En el muro medianero de la casa vecina se dibujaban los perfiles de las habitaciones desaparecidas y colgaban tuberías de plomo, rastros de vidas evaporadas. Una rata correteó entre los cascotes; si los víveres seguían escaseando, el bicho no tardaría en acabar en algún guiso. Tiempo al tiempo.
La vio acercarse con paso rápido, mirando a un lado y a otro.
—Vamos —dijo ella al llegar a su altura—. Sígame.
Caminaron por el dédalo de callejuelas que se extendía entre la playa, los tinglados del puerto y los talleres de la Maquinista Terrestre y Marítima. La concentración de industrias navales, siderúrgicas y mecánicas era un imán que atraía el fuego de los buques y de los aviones fascistas. En pocos meses, la Barceloneta se había convertido en uno de los lugares más peligrosos del mundo.
Un buen sitio para ocultarse.
—Esta noche vamos a desmontar el refugio y a trasladarnos. —Enrique se estaba secando las manos con un pañuelo—. No conviene estar más de tres días en el mismo lugar.
Había salido de un cuarto de aseo improvisado. Antes de que cerrara la puerta, el detective vio a Beatriz refrescándose la cara en una jofaina; tenía los ojos enrojecidos por el llanto.
—¿Cree que la policía los ha localizado o es que no se fía de mí? —preguntó Ferrer.
—A usted no lo tengo catalogado, aún; sin embargo, no estoy seguro de que sus compañeros de la policía no nos controlen y, antes de montar una redada, aguarden a que se nos sumen otros compañeros más significados en el partido. —Señaló el techo—. Ahí arriba hay cuatro fugitivos y no podemos jugar con fuego.
Ferrer se sorprendió cuando, al entrar en la casa, Beatriz apartó una alfombra y abrió la trampilla para bajar al sótano. Era una sala bastante más grande que el resto de la vivienda, un edificio pequeño con bajos y dos alturas.
—Por aquí hay muchos más lugares como éste —señaló Enrique—. En el barrio la gente se busca la vida como puede más allá de la pesca y le aseguro que los contrabandistas saben cómo ocultar las cosas.
—No tengo ninguna duda sobre eso.
—Mi mujer me ha dicho que ya tiene un hilo del que tirar para desenredar la madeja.
—No es nada definitivo, desde luego, pero señala un camino que quizá conduzca a la resolución de los crímenes. —Más evasivo, imposible. Ferrer la anguila.
Enrique parecía otra persona. Se había afeitado la barba y cortado las greñas; llevaba gafas con cristales de pega. Si la policía contaba con una foto reciente de él buscaría a un miliciano peludo y no repararía en un intelectual fornido.
—¿Para qué me necesita? —No había variado, en cambio, su forma de abordar los temas: directo a la yugular.
—Tengo que hacerle una pregunta.
—¿Sólo una? —Se cruzó de brazos y se apoyó en una mesita sobre la que quedaban restos de comida—. Eso quiere decir que tiene algo sólido.
—Lo bastante como para meterme en la boca del lobo.
Ferrer empezaba a hartarse de que lo tratasen como a un sospechoso.
—Tiene razón, perdóneme... se está comprometiendo más allá de lo profesional. —Enrique esbozó una sonrisa tímida—. Le agradezco que actúe como un amigo.
—Me alegra que lo reconozca.
Beatriz salió del lavabo. Había disimulado con polvos cosméticos el rastro de las lágrimas. Ferrer volvió a admirar su entereza.
—Quiero saber —continuó el detective— si entre los que le interrogaron en la checa había algún sudamericano.
—Sí. —No dudó ni un segundo—. Aunque no participó directamente. Oí su voz varias veces en la sala en la que aquellos cabrones se reunían. Por la noche, si no cerraban bien la puerta, podías escuchar sus conversaciones.
—¿Se fijó en algún detalle peculiar: su acento o la forma de hablar?
—Desde luego, no era argentino ni uruguayo, he convivido con muchos milicianos de allí. —Pensó un poco más—. Tampoco me pareció mexicano; los he tratado menos pero alguno conozco. Era un acento poco común.
Beatriz tomó la mano de su marido. El recuerdo de la niña muerta era doloroso para ambos y la huida permanente no ayudaba a cicatrizar las heridas.
Los caló en el paseo de Colón, aunque ya notó su aliento en la Barceloneta. Enrique y sus compañeros hacían bien en salir volados: los habían descubierto.
Eran dos, uno a cada lado de la calle. El más bajito le pisaba los talones por la acera de Capitanía, mientras que el otro se arriesgaba entre los raíles del tren que discurría en paralelo a los almacenes portuarios.
Apestaban a policía.
Vestían con colores apagados y sin estridencias que llamasen la atención. Se coordinaban, además, de una forma tan perfecta que hacía poco naturales sus movimientos; era difícil que le pasaran desapercibidos a un tipo con experiencia en seguimientos y con la mente algo paranoica desde que intentaron volarle la sesera.
Ferrer pasó de largo cuando llegó a la altura de su coche y continuó caminando hacia las Ramblas. Tuvo la tentación de girarse y mostrarles su identificación de los Servicios, pero no tenía preparada una excusa que justificase el encuentro con un desertor del frente de Aragón que había combatido en la retaguardia contra la legalidad republicana.
Al llegar a la Puerta de la Paz apretó el paso y se subió a un tranvía en marcha. La acción pilló desprevenidos a sus sombras, que corrieron tras él inútilmente.
Las dos figuras fueron empequeñeciéndose mientras el convoy enfilaba hacia la plaza de Cataluña haciendo sonar la campana.
Estaban tiesos como si se hubiesen tragado un palo, aunque el refranero era bastante menos respetuoso al indicar el lugar por el que se insertaba la madera en estos casos. La conversación discurría por derroteros de pura y fría cortesía burguesa. Ferrer tuvo que insistir mucho para que lo recibieran; movió, incluso, alguna influencia política en las Industrias de Guerra.
—¿Cómo prefiere el té, señor Ferrer? —la mujer le clavó los ojazos verdes.
—Con una cucharadita de azúcar y una nube de leche, por favor. —Era un lujo imprevisto—. Es muy grato encontrar las tres cosas juntas en el mismo lugar.
—Miguel trata con navieras extranjeras y siempre aparece con algún detalle, ¿verdad, cariño?
—Hmmssi... —respondió Cariño con el entusiasmo que había mostrado desde el principio.
Era una pareja guapa y si se juzgaba a ella por separado, el nivel de belleza ascendía hasta la categoría de despampanante; el elegante vestido de luto se ajustaba como un guante a su silueta curvilínea y combinaba muy bien con el cabello rubio y la piel clara.
Eros y Thanatos. Sexo y muerte.
Turbador.
Ambos estarían sobre la treintena, aunque él parecía algo mayor que su esposa. Vestían con ropa que les hubiese sido imposible lucir en la calle unos meses atrás. Miguel llevaba un brazalete negro cosido en la manga de la chaqueta, un buen ejemplar de sastrería a medida.
Controlaban el dolor con la misma aparente displicencia con la que servían el té a un convidado de circunstancias. Era algo que se mamaba desde la cuna en los hogares más pudientes. El desgarro estaba reñido con los buenos modales.
—Se parecía mucho a usted. —Ferrer decidió romper el cerco de cortesía y entrar en materia—. Es una fotografía muy bonita.
—Nos la hicieron el año pasado, en Londres... antes de que todo se viniese abajo. —La mujer tomó el retrato del aparador—. Era un encanto, un verdadero ángel.
Ferrer recordaba el cabello claro, el rostro pecoso y el cuerpo delgado en el barrizal de Can Tunis.
—Como le he comentado por teléfono, no tenemos nada que añadir a la declaración que hicimos a la policía. —Miguel, mucho más tenso que su mujer, miró la hora—. Tenemos que irnos enseguida, nos esperan en una recepción en el puerto.
—Mi marido dirige un taller de mecánica naval —le aclaró ella—. Revisan y reparan buques extranjeros. Nos han invitado a comer en un mercante inglés.
—La empresa era de mi familia hasta que los sindicatos la incautaron. —Él se sentía más cómodo hablando del trabajo que de la niña—. Luego la Generalitat la asoció a las Industrias de Guerra y me ofrecieron dirigirla de nuevo.
Algo en la puesta en escena no cuadraba.
Ferrer investigó durante dos décadas casos de compañías de seguros y entrevistó a docenas de familias rotas. Lo normal era que se abriesen en busca de consuelo, de una explicación racional a la muerte del ser querido; esa ansia se multiplicaba cuando el difunto era un niño.
Sin embargo, aquel matrimonio esquivaba sus preguntas y rehuía el tema.
Era insólito.
Entonces cazó una mirada de reojo de Miguel, casi un gesto reflejo. No era la primera. Ángela, su esposa, lo hizo antes. Ferrer miró en la misma dirección. Vio una puerta abierta un par de dedos. Daba a una habitación en la que no se apreciaba luz.
Curioso.
La casa era moderna y con amplios ventanales; todos estaban abiertos menos el del cuarto de marras.
¿Por qué?
Había varias explicaciones, pero sólo una de ellas justificaba el deseo de la pareja de eludir el encuentro, primero, y su tirantez y resistencia a que la conversación girase sobre la niña, después.
En un minuto, saldría de dudas.
—Discúlpenme, debo ir al baño. —Ferrer se dirigió a Miguel—: ¿Me acompaña?
Ya en el pasillo se detuvo frente a una litografía iluminada por un aplique eléctrico.
—¡Daumier! —dijo el detective en voz muy alta—. ¿Es original?
—Sí. —Miguel se quedó boquiabierto por la pregunta y por el cambio de actitud—. Se la regalé a Ángela durante nuestra luna de miel en París.
El hombre señaló otros dos cuadros:
—Es una serie corta de tres estampas; el precio era razonable y fue una buena inversión.
—¡Me encanta Daumier! —Ferrer seguía hablando en un tono elevado—. Hace unos años visité el museo de Luxemburgo en París para ver sus obras.
Se paró frente a la última litografía. Sin mirar a su anfitrión, añadió en voz muy baja:
—Hay alguien en la habitación que da al salón, ¿verdad?
Miguel asintió en silencio; levantó un dedo: una persona.
—Una luna de miel en París es una experiencia maravillosa —continuó Ferrer, y añadió en un susurro—: Quédese junto a la puerta del lavabo y hábleme del viaje... lo que se le ocurra.
Más alabanzas en voz alta a las litografías y nuevas instrucciones murmuradas:
—Le haré algunas preguntas; un parpadeo suyo será un sí, dos parpadeos, un no. ¿Lo ha entendido?
Un parpadeo.
El baño estaba al final del pasillo. Ferrer entró y dejó la puerta entornada. El intruso no podía verlos desde la habitación oscura, pero aun así no quería jugársela.
Miguel empezó a disertar sobre las bondades de la capital francesa y a repasar de pe a pa su luna de miel.
—La persona que está en el cuarto, ¿es un amigo o un conocido? —preguntó el detective a través del intersticio que quedaba entre la puerta y el marco.
Dos parpadeos.
—¿Un delincuente?
Dos parpadeos.
—¿Es un policía?
Un parpadeo.
—¿Ha estado usted detenido en alguna checa?
Un parpadeo.
—¿Fue su hija a verle en algún momento?
Un parpadeo.
—¿Recuerda si entre sus captores había un sudamericano?
Un parpadeo.
Acierto pleno en el caso. Cuatro sobre cuatro; no cabía la casualidad, tenía una pista.
Ferrer sintió el impulso de ir a la habitación y arrancarle la información al mamarracho que se ocultaba allí, pero no era una opción inteligente: se delataría y el tipo podía resultar un simple mandado.
—Después le pediré que escriba su teléfono en una de mis tarjetas. —Ferrer vació la cisterna del retrete—. En vez de eso, anote la dirección de la checa, si la recuerda. ¿De acuerdo?
Un parpadeo.
Regresaron al salón charlando sobre la torre Eiffel.
—Si alguna vez deciden vender los Daumier, avísenme. —Ferrer fue hacia el balcón—. Es tarde, no les molesto más.
Observó la calle.
Allí estaban. Los dos tipos del día anterior; iban tras sus pasos, no los de Enrique ni de los fugitivos de la Barceloneta.
No muy lejos, un tercer elemento aguardaba en un automóvil.
Conocían sus movimientos y hasta se le habían adelantado: sabían que iba tras el asesino de las niñas. Le costaba imaginar por qué la policía —si es que, en verdad, se trataba de la policía— se interesaba por sus pesquisas y se entrometía en la investigación.
—Les agradezco mucho el tiempo que me han dedicado. —Buscó una tarjeta en su cartera—. Miguel, ¿le importa darme el número de teléfono de su despacho por si tuviera que ponerme de nuevo en contacto con usted?
El hombre garabateó unas letras y se la devolvió.
Ferrer leyó la dirección de la checa. Era la misma que le habían dado en las otras visitas.
En El arte de la guerra, Sun Tzu, el eminente tratadista militar chino de la antigüedad, ensalzaba las virtudes del conocimiento del enemigo y del disimulo como pilares fundamentales de la buena estrategia.
Asumiendo estos principios, Ferrer ignoró a los supuestos policías que le seguían y caminó paseo de Gracia abajo hasta la calle de Aragón; en la esquina con Claris, a diez minutos de la Casa Sedó, estaba el Rugby. Fue uno de los pocos bares que desafió los combates de mayo y permaneció abierto en momentos críticos. Unos héroes.
—¡Buenas tardes! —Saludó a los camareros que atendían la barra—. ¿Puedo usar el teléfono?
La llamada duró menos de un minuto. Cuando colgó se sintió tan satisfecho que estuvo a punto de sonreír. Craso error. Los tipos que andaban tras él eran profesionales y hubiesen sospechado de un cambio de humor repentino.
De vuelta a casa dio un pequeño rodeo, pasando frente al hotel Continental. A partir de allí, una nueva persona se sumó a la comitiva.
Irene Bordoni, con su voz coqueta, le animaba a ser travieso y a portarse mal. El disco estaba algo deteriorado por los años pero el Let's Misbehave, de Cole Porter, seguía sonando igual de irreverente que cuando lo escuchó por primera vez en 1930.
Se sirvió un vaso del oporto que le trajo Regina y pensó en ella. La echaba de menos. Su relación era una sucesión enervante de encuentros y separaciones, una de esas óperas en las que el amor y la tragedia se daban la mano hasta que uno de los amantes la palmaba mientras cantaba un aria.
El teléfono lo sacó del ensimismamiento.
Corrió hacia el recibidor y descolgó. Era ella.
—Lo tuyo es telepatía, querida —la saludó.
No pudo continuar. Regina estaba muy nerviosa y necesitaba verle cuanto antes. El general Queipo de Llano había lanzado el mensaje radiofónico que tanto temía y no sabía cómo actuar sin comprometerse.
—No hagas nada hasta que yo llegue. Escribe todo lo que recuerdes del discurso. —A través de la puerta oyó el ruido del ascensor—. Tranquila, no tardaré... resuelvo un asunto y voy para allá. —Pasos en el rellano—. Lo despacharé enseguida.
Colgó un segundo antes de que llamaran al timbre.
—Hacía mucho que no usaba una entrada secreta —dijo un sonriente Eddy—. La tuya, además, es una de las más bonitas que conozco.
Había accedido al edificio sin pasar por el portal, saltando el muro del patio trasero desde los jardines de la Universidad; la ruta de los parterres, la llamaba Ferrer.
Ya en el salón, Eddy curioseó en el gramófono y encontró el disco de Irene Bordoni. Aplaudió con entusiasmo.
—Una mujer extraordinaria, Toni, y una buena amiga; la conocí a finales de los años veinte. —Accionó la cuerda del aparato—. Tiene los ojos más bonitos que yo haya visto, castaños e inmensos.
La voz afrancesada de la cantante volvió a sonar.
—En aquella época, Irene actuaba en el Music Box Theatre, en la calle 45. —Se recostó en el sofá mientras marcaba el ritmo con la mano; su mente estaba a miles de kilómetros de allí—. Yo residía algo más arriba, en la 63; a dos minutos en taxi.
Durante sus años de esplendor como ladrón de guante blanco, Fantômas fijó su residencia en Nueva York. Tenía una habitación reservada todo el año en el hotel Empire, donde Broadway tropezaba con Central Park. Para sus amigos norteamericanos, Eddy era el arquetipo de caballero español, un noble que dilapidaba sus rentas en la Gran Manzana.
—Me encantaba hacer travesuras con ella —suspiró cuando acabó la canción.
—No se te ocurra volver a poner el disco —le advirtió el detective—. Regina me está esperando.
Eddy bajó la tapa de madera del gramófono para no caer en la tentación y comenzó su informe:
—Os estuve siguiendo desde que pasasteis por delante del hotel. —Ferrer le había pedido que averiguara quiénes eran los individuos que le acechaban—. Son policías, cuatro agentes en total: dos a pie y dos en un automóvil.
—¿Cómo sabes que son policías?
—Dos de ellos han vuelto a la comisaría de Vía Layetana cuando ha acabado su turno; gente confiada, no se han girado ni una sola vez. —Señaló hacia el exterior—. Los otros dos continúan ahí fuera, en el coche.
Ferrer se acercó a una ventana y corrió el visillo. Vio el Ford en el chaflán.
—Tendré que salir por el jardín para despistarlos —dijo—. Como aparqué a un par de manzanas de aquí no me verán.
—Si no te importa que un viejo zorro te dé un consejo, mueve tus contactos en la policía y búscate un amigo. —Eddy le apretó el brazo con cariño—. A mí no me llegaría la camisa al cuerpo si fuese tan popular entre esa gente.
—Conozco a la persona indicada, un policía capaz de hacer las cosas como es debido. —Cabeceo de asentimiento—. Un profesional honrado en los tiempos que corren no es mala compañía.
Pisó el acelerador y pasó de largo sin que se inmutaran; un agente dormitaba mientras su compañero tenía un ojo puesto en el edificio y el otro en el bocadillo que se estaba zampando.
El relojero de los Servicios le había fabricado un mecanismo que permitía conectar o desconectar cualquier aparato eléctrico a una hora determinada. Ferrer lo había enchufado a una lámpara de forma que la apagase a medianoche. A pesar de las normas de oscurecimiento, dejó que se filtrara algo de claridad a través de las cortinas para convencer a los vigilantes de que seguía en casa.
Antes de escabullirse, había hecho caso a Eddy y telefoneó a su posible aliado entre las fuerzas del orden. Quedaron en verse al día siguiente, en la inauguración de la nueva temporada del complejo lúdico y deportivo Piscinas & Sports. Ambos sabían que, en caso de ir mal dadas, una multitud festiva era la mejor protección.
Regina estaba con el alma en un hilo.
El dique que durante semanas contuvo sus temores se había roto y un torrente de miedos arrastraba cuanto encontraba a su paso. Ferrer sabía que no podía luchar contra la crecida y que lo mejor era dejar pasar la riada para encauzar luego las aguas.
Ella se explayó, le habló de sus pesadillas y de sus dudas. Temía que en Biarritz la hubiesen desenmascarado y quisieran tenderle una trampa; por eso —sostenía— habían tardado tantos días en radiar el mensaje.
—Con la que está cayendo, tres semanas no es un plazo desmedido para comunicarse con un agente al que se ha enviado a territorio enemigo. —Ferrer notó que el momento más crítico había pasado—. Primero tenían que esperar a que llegases a la ciudad y pasaras los controles. Debían contar con que levantaras sospechas e, incluso, que la policía te retuviese unos días; tu perfil no es el de una revolucionaria, precisamente.
Acurrucada en su sillón favorito, ella le escuchaba atenta. El tamaño de la sala, los techos altos y los muebles grandes, oscuros y macizos, hacían que pareciera más pequeña y frágil.
—El final de ese margen de seguridad coincidió con los combates en la ciudad —continuó el detective—. Y no tuvieron más remedio que esperar a que se calmase la situación para lanzarte a las calles.
—Debes pensar que soy una boba —dijo medio en broma medio en serio.
—Claro que no. Éste es un juego en el que apuestas tu vida. —Ferrer se agachó junto a ella y le besó las manos—. Sin darte cuenta vas acumulando tensión y mucho miedo; el discurso de Queipo de Llano los ha hecho aflorar.
—Hablando del discurso...
De un salto, Regina fue hacia el aparato de radio para coger una hoja de papel.
—He anotado sus palabras textuales. —Carraspeó para aclararse la voz—: «A mis amigos de Barcelona les envío cinco rosas, una por cada mes de este año. Ya falta menos para que aplastemos a la pandilla de facinerosos que os chupan la sangre y nos podamos abrazar».
—Al menos no nos ha llamado chulos y pederastas.
—Sí lo ha hecho, pero he preferido no escribirlo. —Estaba recuperando el humor, buena señal—. Ojalá repitiera el mensaje para asegurarme de que lo he entendido bien: cinco rosas.
—No lo hará, sabe que estamos a la escucha y que una frase tan curiosa nos llamaría la atención. Ellos también oyen nuestras transmisiones. —Ferrer releyó el texto—. Me fío de tu oído y de tu letra. Lo peor que te puede pasar es que llames a un teléfono equivocado.
—Tienes razón... en fin, allá voy.
Cogió el teléfono y marcó el número que memorizó en Francia, acabado en 05.
—Hola, soy Rosa, ¿está tu hermana? —Le respondieron a la primera—. Quedamos en que nos llamaríamos hoy para ir mañana al cine. ¿A qué hora vuelve? —Con gestos perentorios pidió la pluma a Ferrer—. Un momento, que lo apunto. ¿Te ha dicho a qué cine quiere ir? —Escribió varias palabras más—. De acuerdo, muchas gracias.
—¡Misión cumplida! La Operación Flor ha empezado a rodar.
—¿He estado convincente?
—Hasta yo te he creído. —Ferrer puso los ojos en blanco—. Tengo unas ganas locas de conocer a tu amiga. ¿Es guapa?
Regina le sacó la lengua. Su desahogo era evidente.
—Voy a llamar al agente de guardia en los Servicios. —También él se sentía aliviado—. Citaré a mi equipo en la Casa Sedó a primera hora de la tarde para preparar el seguimiento.
Una nueva luz de alarma iluminó los ojos de Regina. La perspectiva de verse involucrada en una operación de calle le inquietaba.
—¿Con el número de teléfono no podéis averiguar las señas? —se extrañó.
—Sí, y pediré que lo intervengan esta misma noche. —Ferrer quería calmarla—. Lo que pasa es que no sabemos si el fulano que recogerá el libro en el cine es el mismo con el que has hablado; el del teléfono puede ser un simple enlace. Además, tenemos que comprobar si se queda el libro, se lo entrega a otra persona o lo deja en un buzón.
La mujer exhaló un suspiro resignado y abrió el mueble bar.
—Necesito algo fuerte. —Rebuscó entre las botellas—. No me cabe el corazón en el pecho, o me anestesio o no pegaré ojo.
Ferrer le besó detrás de la oreja.
—No hace falta que te tires a la bebida, querida —le susurró al oído—, puedo ayudarte a conciliar el sueño. Conozco métodos muy eficaces y placenteros para luchar contra el insomnio.
Ubicado en la zona de expansión urbana que articulaba la Diagonal y la carretera de Sarriá, el complejo lúdico Piscinas & Sports era el más importante de España en su clase. Fue inaugurado en 1935 y ocupaba diez hectáreas. Los usuarios disponían de piscinas, gimnasio, canchas de tenis y frontón, pista de patinaje y campos polideportivos.
A pesar del cielo nublado, aquel domingo miles de personas abarrotaban el recinto para participar en la inauguración de la nueva temporada de verano. Por una módica cantidad se podía disfrutar de las instalaciones deportivas, de un aperitif dansant al mediodía y de un baile con orquesta por la tarde.
Ferrer estaba sentado sobre la toalla con las piernas cruzadas. Vestía un bañador de una pieza y tirantes estrechos algo pasado de moda. Proyectaba el tronco hacia delante para leer la prensa.
Alguien tiró una toalla y un periódico a su lado.
—¿A qué tanto misterio, Ferrer? —soltó el recién llegado.
—Buenos días inspector. —Siguió leyendo, como si nada—. Relájese, este es un encuentro casual, no lo olvide.
Belmonte se quitó el albornoz. Estaba muy flaco; el maillot le colgaba de los hombros formando bolsas en el pecho y en la cintura. Era la suya una delgadez enfermiza cuyo origen —supuso el detective— iba más allá de la escasez alimenticia general para adentrarse en el terreno de las emociones, del abandono personal provocado por la tragedia que sufrió en Madrid.
—Su llamada de anoche me tiene intrigado. —El inspector también se sentó—. Espero que tenga una buena historia para justificar esta cita ridícula.
—Como le dije por teléfono, tiene que ver con el caso de las niñas asesinadas. —Lo miró por encima de las gafas de sol, poco útiles aquella jornada—. Y no debe considerarlo tan ridículo cuando ha venido.
Touché.
—¿No podíamos haberlo hablado en la comisaría?
—Es el último lugar al que iría. —Ferrer agregó unas gotas de suspense—. Algo se está cociendo entre sus superiores, inspector, y temo que mis indagaciones les está escamando.
—¿A qué se refiere?
—¿Quiere hacerme creer que no sabe nada? —Cerró el periódico—. Entonces es que tampoco se fían de usted.
—Déjese de adivinanzas y dígame de una vez de qué va todo esto.
—Cuatro de sus compañeros me han estado siguiendo los dos últimos días; no sé por qué. Es más, en un caso hasta se me adelantaron y me esperaban en casa de una familia con la que había concertado una entrevista.
Observó la reacción del inspector.
—¿Está seguro? —la sorpresa parecía legítima.
—¿De qué? ¿De que me seguían o de que eran policías?
—De lo primero no tengo duda, es usted un profesional demasiado bregado como para dejarse llevar por la imaginación. —Las implicaciones de las palabras de Ferrer le hicieron abandonar, por unos instantes, la actitud hostil—. De lo segundo, estará de acuerdo conmigo en que necesito pruebas o nombres.
El detective le describió los hombres que le siguieron a pie y lo poco que pudo ver de los del automóvil. Buscó la cartera bajo la toalla; sacó un papel.
—Es la matrícula del coche. Verifíquela. —Le dio la nota—. Hay un teléfono en las oficinas, seguro que no le ponen ninguna pega si les pide permiso para llamar a la jefatura de Vía Layetana.
Belmonte no tardó ni dos minutos en hacer las comprobaciones.
—El automóvil es de los nuestros —dijo al salir del despacho del gerente del complejo.
Ocuparon dos taburetes en un rincón de la terraza del bar, desde donde podían ver sin ser vistos.
Era temprano y el lugar estaba casi vacío. Sólo un trío de bebedores solitarios y una pareja joven ocupaban mesas alejadas.
—No sé por qué le siguen —empezó el inspector—. Estos días todos andamos entregados a la caza del fascista camuflado y usted no encaja en la categoría. —Sonó sarcástico—. Buscan culpables de los combates de la semana pasada; vamos a trincar a la mitad de los anarquistas y los del POUM que todavía quedan en libertad.
—Y, por tanto, han aparcado el resto de causas —completó Ferrer—. ¿No es eso?
Belmonte inspiró con fuerza:
—Ya le avisé de que la muerte de estas niñas sería difícil de esclarecer. —El detective le notó un poso de amargura—. Hay demasiado refugiado y demasiada gente de paso. Muchas posibles víctimas y mucho hijo de puta.
—Yo, en cambio, creo que sus superiores están dejando morir el caso, inspector.
—¿De qué estás hablando?
El policía se había pasado al tuteo de una forma inesperada y deliberada, marcando una posición de superioridad. Un truco de interrogador.
—Me has tomado por un lila. —Ferrer aceptó el duelo verbal—. Me mentiste de forma descarada cuando nos vimos en el barrizal con el último cadáver.
Belmonte no quiso escuchar más.
—Ocultarte información, quizá; mentirte, desde luego que no. Hasta ahora el único que ha mentido eres tú.
—¡Por favor, Belmonte! —Ferrer se indignó—. Te pregunté si os habíais encontrado con casos parecidos y me aseguraste que no.
—Y era verdad... no sé a dónde quieres ir a parar.
Ferrer se inclinó hacia delante para dar mayor énfasis a sus palabras.
—En marzo aparecieron los cuerpos de otras dos niñas muertas en las mismas circunstancias que Agustina y la chiquilla de Can Tunis.
Desconcierto durante unos segundos, cara de póquer después.
El inspector no sabía nada.
—Nadie me ha hablado ni he encontrado ningún informe o formulario en que se haga referencia a ellas —se defendió.
—Eso es porque alguien de muy arriba los ha enterrado en algún archivo.
El rostro del inspector se tiñó de rojo.
—Es una acusación muy grave, ¿cómo sé que no eres tú quien miente?
—Tienes mi palabra... o, si no te sirve, puedes hacer algunas averiguaciones. —Ferrer dejó a un lado el tono recriminatorio, ya no lo necesitaba—. Te daré los nombres de las dos primeras niñas; los papeles tienen que estar en algún cajón. El Laboratorio Criminalístico envió los informes a vuestros jefes.
—Con el desorden en el que vivimos instalados desde hace meses quizá se traspapelasen y no los llegaran a enviar. —Belmonte se agarraba a un clavo ardiendo.
—He revisado la documentación oficial e incluye copias de los recibos de entrega sellados y rubricados en las comisarías correspondientes.
Ferrer siguió acorralando al policía, notaba su vulnerabilidad y no quiso perder la ocasión de ponerlo de su lado:
—Tú mismo reconociste que estáis recibiendo mucha presión. ¿Te acuerdas?
Belmonte, a regañadientes, le dio la razón.
—Nos enfrentamos a cuatro asesinatos perpetrados por el mismo criminal, inspector. Los exámenes forenses son concluyentes: aparte de edades y de características físicas similares, las niñas presentaban heridas idénticas en los genitales, realizadas con el mismo cuchillo.
Dejó que Belmonte asentase los datos, tenía preparado el golpe final:
—He hablado con las familias de las pequeñas y hay un elemento en común entre todas ellas, los padres estuvieron detenidos en la misma checa de San Gervasio.
Belmonte abrió la boca pero no llegó a pronunciar una palabra.
La ruidosa irrupción en la terraza de un grupo de niños los distrajo y les dio un pretexto para poner fin a la conversación.
—No voy a insultar a tu inteligencia fingiendo que sabía algo, me temo que cada vez me cuesta más ocultar las emociones. —El inspector recuperó el habla—. Si lo que me has dicho es cierto, alguien en la Comisaría General está con la mierda hasta el cuello y voy a removerla a ver qué sale. —Miró a los niños, que se perseguían entre las mesas—. Según lo que encuentre, estudiaremos cómo podemos ayudarnos. Yo fijaré el día y el lugar de nuestro próximo encuentro, ya me pondré en contacto contigo.