Tres días más tarde, los mercenarios iniciaban la réplica.

La operación «Ponche al ron» no había causado ni muertos ni heridos, a excepción del dobermann de Justin Pimuriaux.

La réplica ocasionó derramamiento de sangre y provocó en el mundo violentas reacciones.

La manifestación del 3 de septiembre inauguró la era de la violencia y, al mismo tiempo, hizo aparecer como aceptables ciertas medidas que, hasta entonces, O'Maley creía incompatibles con la misión de paz de la ONU.

Otros incidentes continuaron enrareciendo la atmósfera y le condujeron a endurecer sus posiciones y a montar, esta vez, una vasta operación militar que debía acabar para siempre con la secesión katangueña. Le dieron el extraño nombre de MORTHOR. Morthor no es ningún dios escandinavo o gaélico, sino que significa «golpear» en hindi, lengua federal de la India.

Fue el general indio Siddartha quien lo escogió.

Después de «Ponche al ron», La Ronciére no se atrevía a salir de su refugio, pues sabía que le buscaban.

Vivía agazapado en el fondo de un pequeño pabellón del barrio africano de Kenya, detrás de la fábrica de la «Lubumbashi».

Al coronel no le gustaban aquellas hileras de casitas trazadas a cordel, sus paredes de ladrillo, sus tejados de chapa y sus jardines minúsculos y mal cuidados. Era una mala copia de la ciudad de los blancos, una copia reducida. Pero la lepra negra se había introducido con su mugre, su hormigueo de niños, sus detritus y también sus olores: el del mijo machacado, del sudor y de la cerveza agria.

El coronel, aunque poco aficionado a lo pintoresco, hubiese preferido vivir en el fondo de la selva, en una choza, y que por la noche los tam-tam le impidiesen dormir, más bien que los transistores y altavoces.

Si O'Maley o algún emisario de la ONU le hubiese propuesto regresar a Francia sin tropiezos, quizás habría aceptado.

El presidente Kimjanga, esta vez sin escolta ni motoristas, fue a verle por la noche, completamente deshecho, pensando sólo en dejarlo correr todo y refugiarse en Rhodesia.

El hombre, presa de pánico, era lamentable, pero al mismo tiempo exasperante, pues lo que buscaba en La Ronciére eran buenas razones para huir.

El coronel también pensaba que ya no podía esperarse gran cosa, que los acontecimientos habían ido demasiado de prisa para que fuese posible afrontarlos. La gendarmería, sin sus mandos belgas, ya no existía. El puñado de mercenarios escondidos en Jadotville o Kolwezi no tenía ni el temple, ni la capacidad, ni la disciplina que hubieran podido permitirle sustituir a la par a los funcionarios y á los militares belgas.

Sin embargo, La Ronciére se complació bastante rehusando al presidente las excusas que éste venía a buscar.

Extensamente, recordó a Kimjanga todos los apoyos que le quedaban en el mundo, tanto en Francia como en Inglaterra, en Bélgica, o en Africa misma, en Rhodesia, en Brazzaville, en Africa del Sur...

Para que estos apoyos se manifestasen, bastaba procurarles un pretexto.

Fue entonces cuando tuvo la idea de organizar una manifestación que demostrase la solidaridad del pueblo katangueño y de su presidente.

Un azar —una vez suficientemente excitada la gente— podría transformar aquella manifestación en motín contra la ONU.

El coronel evitó evocar este punto con Kimjanga. No era el momento de asustarle. Simplemente le hizo prometer que volvería a su palacio y, dentro de algunos días, pronunciaría un gran discurso ante la multitud reunida en la plaza de la Central de Correos.

A medida que olvidada su miedo, el presidente se acordaba de su humillación.

Cuando La Ronciére, para convencerle de que resistiera, le dijo: «¿Qué pensaría el pueblo?», el argumento surtió efecto. Pues Kimjanga creía que el pueblo tenía su pensamiento, porque solía confundir a este pueblo con las contadas personas que constituían su camarilla.

La Ronciére sintió que esta vez mantendría sus promesas con tal que el esfuerzo no durase mucho y que el logro no tardase.

El coronel durmió muy mal.

En la pared de su habitación había prendidas fotos de mujeres desnudas recortadas de revistas ilustradas. Los únicos libros eran álbumes de «Tintín» u obras burdamente pornográficas, lo cual daba una elevada idea de las preocupaciones del propietario de la choza, Su Excelencia Bongo.

Jamás La Ronciére se había sentido tan desalentado.

Jenny le había invitado a pasar unos días en la plantación de su padre en Fort Jameson, en Rhodesia del Norte.

Incluso le dio a entender que se reuniría con él:

—Quizá podría acompañarte..., pero mi marido tiene muchas preocupaciones. A su manera, también defiende a Rhodesia. A veces me pregunto si esa manera no será más eficaz que la tuya. Ha bastado que O'Maley golpee la mesa para que todos tus mercenarios cargados de granadas se esfumen en la selva.

A causa de Jenny, para conservar su estima y seguir interesándole, La Ronciére debía intentar algo.

El «material humano» del que podía disponer era inconsistente, fluido, maleable.

Pero, al mismo tiempo, él era inestable, como la nitroglicerina. Un gran choque le dejaba insensible, pero el más pequeño tropiezo le hacía estallar. Ahora bien, no conocía las leyes que regían sus reacciones; ¿quizá no existía otra ley que la del azar?

La Ronciére siempre había soñado con poner a punto cierto número de recetas que permitirían condicionar perfectamente a una multitud. Había creído lograrlo en Argelia.

Jamás se había sentido tan solo como aquella noche. Cuando estaba en el Ejército, podía contar con hombres que tenía a sus órdenes, o jefes que aceptaban asumir ciertas responsabilidades.

Bastaba coger el teléfono, llamar a la Radio, pegar una voz para que la máquina se pusiera en marcha, los oficiales actuasen y las tropas se pusieran en movimiento.

Fonts apareció al día siguiente a las nueve de la mañana, rozagante, recién afeitado, completamente vestido de blanco, como si se fuese a jugar al tenis.

—¿Te has divertido mucho? —preguntó con acritud La Ronciére.

—Bastante. Esos buenos belgas comienzan a ponerse nerviosos. El perro de Pimuriaux se ha convertido en el primer mártir de la causa katangueña. Por algo hay que empezar.

—¿Qué quieres hacer de tus belgas?

—Nada. Todavía no están a punto. Por lo demás, todo lo que viniese de ellos sería mal recibido. ¡Si hubieses visto la cara de Ryckers echado a zapatazos de su Consulado!

»Creo que por el momento hay que limitarse a echar aquí y allá un poco de aceite en el fuego.

—Vamos a organizar una gran manifestación contra la ONU.

—Un millar de blancos que abucheen a O'Maley frente a «Clair Manoir», ¿qué crees que puede importarle? Muy al contrario, le facilitarás un argumento más para demostrar que Katanga es ante todo los blancos..., puesto que los negros no rechistan.

—¿Quién te ha hablado de blancos? Los negros son 180.000 ó 200.000 aparcados en esta cuadrícula. Los blancos, escasamente 10.000 en toda la ciudad europea.

»Hay que hacer mover a esos negros. Detrás de este decorado de cartón piedra de la barriada africana, se ha reconstituido otra ciudad, agrupada en tribus y en familias que obedece a sus jefes y a sus hechiceros.

»Quizá valiéndonos de esos jefes y esos hechiceros podríamos conseguir resultados. Bongo sólo busca camorra: está frenético.

»Tomemos lo que encontremos, hechiceros o agitadores, igual da, con tal de que hagamos algo.

—Cálmate, Jean-Marie.

—¡Qué gracioso eres! Estoy aquí enclaustrado. Ni siquiera tengo teléfono, y mi única compañía es un dueño de tasca, bautizado de agregado de gabinete, que me trae bebida y comida, pero que es incapaz de encontrarme papel o un periódico.

—No es ninguna razón para mandar una partida de negros contra la ciudad europea. Nunca se sabe hasta dónde llegarán. Tu manifestación igual puede abocarse al exterminio de todos los blancos. Imagínate a tres mil blancos despanzurrados en las calles.

—Podemos tomar precauciones. Si no nos oponemos a la ONU, sólo nos queda hacer las maletas.

»¿Te apetece, Thomas, hacerte echar por un puñado de turistas suecos dirigidos por un pequeño universitario irlandés que se considera Napoleón? Para montar esa manifestación, necesitamos un pretexto simple, brutal, que las duras seseras de nuestros negros puedan comprender.

—Las atrocidades de la ONU.

—¿Cómo? ¡Oye, Jean-Marie, no hay que exagerar! ¿Qué atrocidades han cometido los turistas? Algunos vasos rotos en las tascas, algunas reyertas con paisanos que les buscaban las pulgas, algunas reflexiones lisonjeramente guarras al paso de las damas..., las más de las veces en una lengua que ellas no comprendían. Todas esas imbecilidades sólo afectan a los blancos.

—Las atrocidades..., las violaciones..., las inventamos.

—¿Te imaginas a un sueco violando a una bantú de gordas nalgas que apesta a aceite de palma?

—¡No entiendes nada sobre la guerra psicológica! La violación sigue siendo una de las motivaciones más poderosas, no solamente de los primitivos, sino también de ciertos civilizados, que les impulsa a la guerra, a la represión, al pogrom, a la matanza, al saqueo. ¿Qué afectó a las multitudes en los sucesos del Congo? Más que el pillaje, las violaciones.

«Acuérdate de Argelia y de ciertos linchamientos en América. Una violación a menudo hace más que una aldea arrasada.

—Gracias por tu pequeña conferencia. Pero me pregunto: ¿de qué servirá tu manifestación? ¿Tanto te divierte escribir un discurso que Kimjanga deletreará ante un micro?

La Ronciére se paseaba de un lado a otro ante la pared cubierta de mujeres desnudas, con los ojos brillantes, el rostro enflaquecido y mordisqueando la boquilla del cigarrillo.

Fonts, retrepado en un sillón, los pies sobre la mesa, repitió:

—¿De qué te servirá esa manifestación, aparte los enormes riesgos que vas a correr? Tendrás tres líneas en los periódicos.

—No, si causa muertes: quiero que las tropas de la ONU disparen sobre esa muchedumbre, con preferencia sobre mujeres y niños.

Fonts silbó entre dientes:

—El barrio africano no te sienta bien.

—No seremos nosotros quienes asesinen a esas mujeres y esos niños, sino la ONU, los defensores del orden y de las gentes de color, los poseedores del tercer mundo y de la buena conciencia.

»De todas maneras, habrá muertos si los soldados del ejército congoleño desembarcan en Elisabethville en los aviones de la ONU: mujeres violadas, niños despachurrados, hombres despedazados... y para nada. ¡Ya verás, ni siquiera se hablará de ello!

—¿Has decidido correr el riesgo?

—¡Desde luego! ¡No te creía tan sensible, mi pequeño Thomas! Si no recuerdo mal, sin embargo, en Indochina, en Argelia, tenías menos escrúpulos para enviar muchedumbres contra las ametralladoras.

—Improvisaba...

—¿Qué dices?

—Preparar metódicamente, por anticipado, una operación de este tipo en todos sus detalles, saber quiénes son los que designas a la muerte, a qué hora han de caer..., eso es lo que me molesta.

»Parece que estemos organizando una ejecución capital como jueces o fiscales.

—Es lo que nos separa a ambos: tú improvisas, lo cual te permite hallar excusas. Después, tus buenos amigos pueden decir, encogiéndose de hombros: «¡Thomas ha vuelto a ser un poco ligero!», siendo así que has llenado calles de cadáveres.

»Yo miro las cosas de frente y no hago trampa. Mato por una razón precisa, en función de un objetivo preciso, a los pocos hombres cuya muerte me parece necesaria para la ejecución de mis planes.

¡Luego, me acusan de ser un criminal de guerra!

—Jean-Marie, tú puedes matar y hacer matar sin pasión, yo no. No pongo ninguna pasión en la salvación de Katanga. Que gane Kimjanga u otro... ¿qué puñeta me importa?

»En Indochina y en Argelia no era lo mismo.

—Razonas como una mujer, Thomas: amo, por lo tanto tengo todos los derechos, hasta el de matar... No amo, ¡ya nada interesa!

»Katanga me importa un comino, como a ti..., pero soy lógico. Quiero ensayar aquí ciertos métodos. Además, soy concienzudo; he sido contratado para luchar y, por lo tanto, ganar.

—Jean-Marie, tú razonas como una cacerola. Dejemos, por favor, los sentimientos a un lado. No es igual la sangre que corre por nuestras venas; la tuya es fría, la mía es ardiente.

»Esta vez, has de trabajar con negros, el problema es nuevo.

»¿No has visto nunca a una multitud africana en delirio?

—No.

—Yo la he visto y he pasado miedo..., ese miedo irracional que te encoge las tripas.

—¿Y las muchedumbres que arrojamos contra el Forum? ¿Primero los pieds-noirs y luego los musulmanes?

—Dominábamos a esa multitud, y, además, ella creía en un milagro.

»Los negros que echaremos a las calles de Elisabethville no creerán en milagros. Se burlan de eso y sólo quieren, matando y saqueando, liberarse.

—¿De qué?

—Vete a saber. ¡De ser negros!

—No tengo opción. Estoy en esta cabaña como una rata en la ratonera. Los cascos azules están en el candelero. Quiero que se vuelvan a sus guaridas. Provocando esa manifestación, les daremos miedo..., y si disparan, y quiero que disparen, los desconsideramos a los ojos del mundo.

»No hemos venido aquí a hacer el boy scout. Tu pequeña crisis de conciencia llega un poco tarde, Thomas. Nos queda escasamente una semana para cambiar la situación.

—Al fin y al cabo, eso es cuenta tuya. Te traeré a Bongo esta noche. ¿Cuál será mi trabajo?

—No quisiera ensuciar tus blancas manitas. Te encargarás de la Prensa. Para ella montamos esta puesta en escena. Ya sabes lo que debes hacer: no dejar a tus amiguetes ni a sol ni a sombra, y llevarles al espectáculo. Cuando corra la sangre, les metes las narices dentro. Quiero que esos meadores de artículos se empapen de sangre. Y fotos, sobre todo fotos, y cine, televisión. Que los señores Durand o Smith, sentados en un sillón ante su pantalla de París o de Londres, queden salpicados de sangre, esa sangre que la ONU habrá hecho correr.

»Te daré minuto por minuto el programa de los festejos, desde el discurso hasta el motín. El presidente Kimjanga se reintegrará mañana a la Presidencia.

—¿No será demasiado pronto? Empezaba a decirse que se había largado con la caja. O'Maley querrá verle.

—El presidente no podrá recibirle: estará muy ocupado y no se encontrará en casa cuando acuda el delegado de la ONU. Me ha dado su palabra.

—¿Crees en su palabra?

—Bongo estará a su lado.

»Búscame otro refugio con teléfono.

—No es posible. Tu foto ha sido distribuida a todo el mundo, y como el Gobierno Kimjanga se tambalea, muchas personas no vacilarían en delatarte, funcionarios u oficiales belgas que te acusan de no haberles avisado de la gresca, mercenarios que con gusto cobrarían una prima, ministros de Kimjanga o policías que se preguntan si ya no es hora de jugar la carta de Léopoldville.

—Y tú, ¿qué haces?

—No me toman en serio: soy un civil. Los civiles no inquietan a los militares de la ONU..., por ahora. Pierdo el tiempo en los bares, salgo con chicas, sobre todo con la hija del cónsul americano.

—Week-end en Katanga! ¡El agente secreto que se da una panzada!

»¿Tienes noticias de Chaudey? Todas las noches debes dar parte cumplidamente al Elíseo.

—Vete a la porra, Jean-Marie La Ronciére. No hago ningún informe. Me han puesto a tu lado para impedir que siguiendo tu condenada lógica cometas tonterías demasiado gordas... y también para alejarme, como a ti, de París y de Argelia, donde hubiéramos podido tener tentaciones.

»No eres mi amo, ni yo soy el tuyo. Estamos hechos para ayudarnos. Tú eres quien echa los dados con tu manifestación. Te apoyo, y cuando me toque tirarlos, no me dejarás en la estacada.

«Pienso que era conveniente dejar las cosas bien sentadas de una vez por todas. Ahora, ¡a tus órdenes, mi coronel!

—¿Adonde vas?

—A la piscina.

—¿Es todo lo que puedes hacer?

—Allí encuentro periodistas... Les cuento jugadas, y como Donat me hace una reputación de lo más lisonjera, creen en ellas. ¡Adiós, Maquiavelo!

—¡Adiós, Fantasio!

El 2 de septiembre por la noche, todas las barriadas africanas comenzaron a agitarse. Los hombres se apiñaban en torno a determinados cafés, determinadas casas que servían de residencia a jefes, hechiceros o también a policías, que a menudo eran ambas cosas.

De momento, no hubo sino palabreos más o menos animados cuyo tono subía insensiblemente, mientras el gentío iba aumentando como un enjambre de moscas sobre un detritus.

Los pequeños cafés servían cerveza y, por una vez, los dueños no parecían tener prisa por cobrar las consumiciones.

En medio de cada grupo, un agitador a sueldo de Bongo empezaba a moverse, soltando gritos entreverados de eslóganes: «Quieren robarnos nuestro país y nuestras riquezas.» «La ONU quiere hacer asesinar a nuestro presidente Kimjanga.» «Kimjanga nos necesita.»

Los circunstantes repetían los eslóganes, y se emborrachaban con ellos como con alcohol. Empezaron a resonar tam-tams, grandes tambores de ritmo lento y obsesionante.

Los brujos inventaban himnos de guerra, que la concurrencia acompañaba primero con murmullos y luego con palmas:

Au-a-hau-a,

Kimjanga, nos has llamado

para defender a nuestras mujeres

y a nuestros niños de pecho

contra los malvados de la ONU

que han venido a degollarlos.

Au-a-hau-a,

Kimjanga, nos dices que acudamos

a defender Katanga y sus riquezas

contra los malvados de la ONU

que quieren saquear y quemar nuestras casas

y violar a nuestras mujeres.

Au-a-hau-a,

con nuestras azagayas, nuestros fusiles,

nuestros cañones y nuestros aviones,

nosotros, los valerosos guerreros bantúes,

echaremos a esos malvados blancos

y les perseguiremos hasta Léo,

donde habitan los comunistas,

Au-a-hau-a.

Taparrabos y pieles de animales sustituían a los shorts y las camisetas de los buenos empleadillos de la «Unión Minera».

El almacenero Ologo Joseph, a quien citaban como modelo por su piedad y su calma, se tocaba con dos cuernos y llevaba la espalda pintarrajeada de colores chillones; pero guardaba el rosario en su bolsillo: un amuleto más.

Los tam-tams no paraban de redoblar.

La noticia corrió de boca en boca. Mañana, nadie iría a trabajar en la fábrica «Lumumbashi», pero la jornada se cobraría de todos modos.

Los obreros de la «Unión Minera» eran treinta mil en las barriadas africanas, y cien mil parásitos vivían a sus costillas.

Au-a-hau-a,

mataremos a todos esos perros

con nuestras manos, con nuestros dientes.

Las mujeres, mantenidas aparte al principio, se mezclaban con los hombres y mostraban a sus crios, qué chillaban de espanto.

El deseo excitaba a los varones, que querían aparecer todos como temibles guerreros. Hechiceros vendían amuletos como para ir a la guerra: cien francos, quinientos francos, mil francos, según preservasen de golpes, de cuchilladas o de balazos, si eran de piel de rana, si habían sido mojados en sangre de buey o en sangre de un casco azul. No había muerto ningún casco azul, lo cual no quitaba que los hechiceros pretendiesen haber recogido sangre de varios de ellos.

Salían de sus casas hombres con palos herrados, machetes, fusiles pu-pu o viejos sables.

Impasible, con chaqueta cruzada y corbata, Bongo estaba tumbado en una gandula delante de su choza. Incesantemente acudían emisarios a informar, le murmuraban al oído y luego se volvían a la oscuridad en la que ardían hogueras.

Apoyado en una pared cuya pintura se cuarteaba, ajeno, inútil, pues Bongo se empeñaba en manejarlo todo, La Ronciére, con la garganta seca, escuchaba arreciar la cólera, el deseo de violencia, de sangre y de muerte de la vieja África.

—Todo va bien —dijo Bongo, mostrando sus dientes resplandecientes—, pero es preciso que esta noche no duerman ni se acuesten con sus mujeres. Se olvidarían del porqué están encolerizados.

Asustado, asqueado, el coronel se encerró en su habitación y, con ambas manos en los oídos, trataba de no oír el estruendo de los tam-tams, entreverado de prolongados alaridos.

A medianoche, un oficial del batallón sueco, el capitán Álterman, hubo de bordear la barriada africana cuando regresaba a la villa que ocupaba con dos camaradas. Oyó el ruido profundo de los tam-tams, ruido que le recordó un documental que había visto en Estocolmo. Intrigado, quiso acercarse al centro de la barriada, pero apedrearon su coche y dio media vuelta, lo cual probablemente le salvó la vida.

El capitán quiso comunicar por teléfono con su jefe directo, el coronel Qste, comandante de su batallón, pero sin éxito. Oste pasaba la noche en casa de una gentil y joven prostituta alemana, Trude, cuyos favores compartía con un oficial belga y un mercenario rhodesiano, con los cuales mantenía relaciones amistosas.

Tras bastantes titubeos, Alterman creyó tener que advertir al propio O'Maley.

Despertado bruscamente y de muy mal humor, el representante de la ONU rogó al capitán que bebiese un poco menos y que dejase en paz a los negros cuando querían divertirse por las buenas entre ellos.

—No era muy por las buenas, Sir —puntualizó el capitán—. Me han tirado piedras.

—No tenía usted que hacer nada en las barriadas africanas. He prohibido cruzarlas a todo el personal de la ONU. Estamos en Katanga para mantener el orden y no para excitar las pasiones. Bastante nos acusan ya de meternos en lo que no nos importa.

Fonts acompañó a Joan al cine. La muchacha quería absolutamente ver un filme francés, Hiroshima mon amour. Sus contadas audacias y su verborrea seudopoética la encantaron, mientras que a Fonts le pusieron de muy mal humor.

—Sólo aguanto los western —díjole, al salir del local.,

—¿Necesita usted tiros de revólver, sheriffs, indios y forajidos? Signo de infantilismo.

—El pacifismo me exaspera cuando es borreguil; no es más que un esnobismo, un truco. ¡Vivan los sheriffs y los pioneros!

»Conocí a un tío que decía: "El pacifismo huele a matadero visto por los corderos"[17].

—¿Era un matarife?

—No, un médico.

Cuando Fonts dejó a Joan, la besó en la mejilla, como si ya no sintiese ningún deseo por ella, sino solamente amistad.

—Mañana, quédese en casa —la instó.

—¿Por qué?

Pero ya había desaparecido, con ambas manos en los bolsillos, silbando una vieja tonada de western.

En el «Mitsouko», Pérohade sermoneaba a Kreis, que estaba bebiendo coñac en la barra.

—Me dirás que eso no me importa. También me dirás que no es la primera vez que mamá Gelinet echa una cana al aire, ¡pero es que los dos estáis exagerando!

»Traerla aquí, como acabas de hacer... ¿Estás loco? ¿Y si papá Gelinet se entera? Yo quiero mucho a Gelinet. Es un carota, pero no tiene canguelo.

Kreis se levantó pesadamente y pagó su consumición:

—Vete a la porra —dijo—. Me cisco en todos vosotros.

Y salió.

Kreis sufría de no tener ya compañeros con quienes pasar la noche bebiendo. Un compañero le era más necesario que una mujer, por muy bien que esa mujer hiciese el amor.

Hortense empezaba a fastidiarle: era ella quien ahora estaba enamorada y la que se pegaba a él como esos mariscos que en Argelia llaman «arapettes» y que llegan a agujerear las rocas.

Mañana se presentaría al coronel, le prometería no hacer más el imbécil y le pediría que volviese a mandarle con los pará-comandos. Su trabajo era preparar hombres para la guerra. Pero en Katanga jamás habría guerra. Katanga era como un azucarillo sobre el que cae agua y se derrite.

Al día siguiente, a las ocho de la mañana, una muchedumbre muy excitada empezó a reunirse en los diferentes barrios de la ciudad, agitando pancartas ingenuas o insultantes:

«ONU, vuélvete a casa.» «Libertad o muerte.» «ONU, asesinos.» «ONU, te cascaremos.» «La ONU está jodida.» «Katangueños, unios.» «La ONU es comunista.»

Los hombres blandían fusiles, cachiporras, trozos de tubo, barras de hierro y machetes.

Lo que primero impresionó a La Ronciére cuando, escoltado por dos policías negros, se aventuró en los barrios indígenas, fue el ruido estridente, irritante, de miles de machetes que estaban afilando en las aceras.

Los hombres solían ir con el torso desnudo y pintarrajeado, y las mujeres vestían sacos de yute. Un olor penetrante y salvaje se elevaba de aquella multitud ya sudorosa.

En dos o tres ocasiones, La Ronciére sorprendió las furiosas miradas que le dirigían. Era el blanco, se convertía en el enemigo. Todo se simplificaba peligrosamente.

Por precaución, había mandado situar a las dos compañías de pará-comandos en reserva detrás de Correos.

Kreis, acompañado por un policía, se le había presentado a las siete de la mañana, rígido y dando un taconazo:

—A sus órdenes, mi coronel.

La Ronciére, que no tenía demasiado tiempo para reprenderle, le encomendó que vigilase a los pará-comandos.

—Estarás al lado de ellos, de paisano, como quien no quiere la cosa, y si hay follón trata de sujetarlos.

—Comprendido, mi coronel. Si la ONU interviene, intervengo a mi vez.

—Nada de eso. Tú estás ahí para velar por los europeos. El resto no te importa. Debes prohibir a los manifestantes las tres avenidas que desembocan en los barrios blancos.

La Ronciére temía que la manifestación derivase en motín en la ciudad europea, y que policías, gendarmes y pará-comandos se pusiesen al lado de sus hermanos de color.

Pero los dados estaban echados, como decía Fonts. Era demasiado tarde para recogerlos. Aquella multitud que iban a hacer que se echase a la calle no había sido orientada según métodos científicos, encuadrada por sus jefes de claque encargados de hacerla vociferar eslóganes. Bongo había pasado la noche despertando sus instintos homicidas y de pillaje, su racismo latente, su odio al blanco.

Dentro de una hora, la presa se abriría y sus aguas negras y salvajes podían arrastrarlo todo, causar miles de muertes.

La víspera, Bongo le había presentado a Mandefu, un viejo policía astuto y cargado de vicios.

—No tienes más que decirle lo que quieres: es muy listo... y sabe que puede ganar mucho dinero... o tener un tropiezo.

La Ronciére se llevó al tío aquel a su habitación; sacó un plano de la ciudad y le indicó la Central de Correos.

—¿Conoces eso?

Mandefu, para reírse, enseñó sus dientes rotos.

—¿Tienes reloj?

El policía llevaba un gran reloj de pulsera chapado de oro. Se arremangó la mugrienta camisa para exhibirlo.

—Escúchame bien. Todo el mundo estará en la plaza de Correos para oír el gran discurso del presidente Kimjanga. Hablará de diez a once. Tú te encargarás de las mujeres. Estarán situadas a la izquierda.

—Está bien, jefe.

—A las once, los manifestantes se dispersarán. No habrá más que una avenida para regresar al barrio africano, la de Sankuru, que no estará acordonada. Sankuru, ya sabes, está a la derecha de Correos. Todo el mundo pasará por ahí. Tú no. Con tus mujeres, echas por la avenida Royale; ahí habrá un cordón de policía, pero tendrá órdenes de dejarte pasar. ¿Has comprendido? A las once.

»¿Conoces el hospital auxilar de la ONU, detrás de Correos? Pasarás por delante con tus mujeres. Las haces parar, gritar y tirar piedras. Estáis un cuarto de hora, pero no más.

»Serán las once y veinte. Entonces tomas la avenida de Saio y la subes.

—¿Y si una patrulla de la ONU quiere impedir el paso?

—No te arredras. Estás en tu casa, en Katanga. Ellos no van a disparar sobre mujeres y niños. Vociferas muy fuerte y haces gritar a las mujeres. Eso es para los periodistas y el cine.

Mandefu siguió a La Ronciére y se detuvo ante Bongo. El ministro se sacó del bolsillo un fajo de billetes de cien francos.

«Lo menos hay veinte», pensó Mandefu, que raramente había visto tanto dinero.

Alargó la mano, pero Bongo apartó los billetes y, delante del viejo policía asombrado, los rompió por la mitad.

—Si te portas bien —le dijo—, tendrás el resto. Si te portas mal, nada... y muchos fastidios. ¿Has comprendido lo que te ha dicho el coronel? ¡Repítelo!

Mandefu repitió las consignas de La Ronciére, se rascó la tripa y, renqueando, se perdió entre un grupo de gente ya agitada.

—Entonces, ¿está todo listo? —preguntó Bongo—. ¿Está usted contento? Pero, bueno, ¿qué es lo que quiere usted hacer?

—Necesitamos cadáveres, Excelencia. Se trata de fabricarlos. La muchedumbre que se manifestará mañana estará sobreexcitada, y usted se encarga de que lo esté. Tomamos de esa muchedumbre un millar de mujeres y niños. Conducidos por Mandefu, los llevamos frente al hospital. Gritos, pedradas. El puesto de la ONU se asusta y pide refuerzos.

»Según mis cálculos, esos refuerzos necesitan de diez a quince minutos para llegar al lugar. Sólo pueden acudir por la avenida de Saio. Topan forzosamente con las mujeres y niños, siempre conducidos por Mandefu.

—¿Todo está a punto?

—No, tenemos el barril de pólvora; falta la mecha y el fósforo.

»Las mujeres no deben conformarse con insultar a los soldados de la ONU, es menester que se les echen encima, que intenten arrancarlos de sus asientos y quitarles las armas.

»Para impulsar a esas mujeres, quiero algunos chicos seguros y muy excitados. Mandefu es demasiado viejo: tendrá miedo. Ellos serán la mecha. ¿Puede usted encontrármelos?

—Muy fácil.

—Y ahora, la cerilla, que es lo más delicado. Esta vez necesito un hombre particularmente hábil, en el que descansará todo. Llevará pistola, y cuando se inicie la reyerta disparará...

—¿Sobre quién?

—No sobre los soldados de la ONU. Los cascos azules no han de tener muertos ni heridos. Si ese hombre es cogido, sobre todo con una pistola, todo está perdido.

Bongo no rechistó. Ahora consideraba al coronel con cierta estima, y casi con tono confidencial le aseguró:

—¡El hombre no se dejará coger y jamás hablará! Es de mi tribu.

—¿Responde usted de él?

—Hizo algo mucho más difícil que lo que usted pide, una cosa que podía haberle reportado mucho dinero, si hubiera sido charlatán: no ha hablado.

Mientras se afilaban los machetes, La Ronciére trataba de recordar el rostro del viejo Mandefu, quien, por dos mil francos katangueños, debía llevarse a las mujeres hacia la avenida de Saio. No veía más que una cara arrugada y labios que se abrían sobre dientes cariados. ¿Quiénes eran los otros negros escogidos por Bongo para lanzar a las mujeres contra los tanques? ¿Cuál sería el que dispararía? De esos hombres que nunca hablan.

Eran los pistoleros de Bongo ligados a él por ritos secretos, juramentos, intercambios de sangre. ¿Estuvieron con él cuando asesinó a Lumumba?

Muchos azares podían hacer fracasar el plan. Mandefu podía haber olvidado que sólo debía permanecer diez minutos frente al hotel auxiliar, las mujeres no seguirle, los pistoleros de Bongo haberse emborrachado toda la noche y roncar todavía en un arroyo.

Pero ya no cabía hacer nada; los dados rodaban.

A las nueve, diez mil africanos desembocaban en largas columnas vociferantes frente al blanco edificio de Correos. Un estrado adornado con grandes banderas katangueñas se alzaba ante la pequeña escalinata. El presidente Kimjanga, Bongo y los principales ministros estaban de pie. Periodistas tomaban fotos, conectaban micros o pensaban en las musarañas.

Dorat cogió del brazo a Fonts:

—Oye, tú, para esa sesión no valía la pena molestarse. Una vez más, me has tomado el pelo. Discursos de Kimjanga, te los puedo fabricar por docenas, siempre los mismos.

El presidente Kimjanga, con un papel en la mano, se acercó al micro:

—Hermanos katangueños —dijo en francés con su hermosa voz de bajo—, nosotros queremos paz, pero en Léopoldville quieren guerra. La ONU al servicio de los comunistas...

—¡A la porra! Me largo —declaró Dorat.

Fonts lo agarró:

—¡Espera, leñe!

Kimjanga continuaba:

—Los comunistas quieren esclavizamos. La ONU no puede soportar que aquí blancos y negros se entiendan tan bien...

—Muy importante —voceó Decronelle, muy atareado—, es muy importante esa declaración del presidente sobre el entendimiento de blancos y negros.

Dorat, que estaba quemado, gruñó:

—Otra vez más, camelos. ¿Cómo quieres que interese, tu comunidad multirracial? A tu agencia le importa un pito.

—Es falso, Monsieur Dorat.

Se precipitó hacia Correos para enviar su primer flash:

«En el curso de una importante manifestación de masas, el presidente Kimjanga ha confirmado de nuevo las excelentes relaciones que blancos y negros mantienen en Katanga.»

El presidente había doblado su papel. Ahora hablaba en swaelí.

Entonces, aquella multitud, que se había calmado poco a poco, empezó a inflarse, a agitarse y a debatirse como si estuviera encadenada y las palabras de Kimjanga le golpeasen en la cara.

—Nos amenazan —decía éste, retorciéndose las manos—, atacan nuestra independencia, nuestra vida. La ONU desembarca cada día mercenarios que tienen orden de anegar nuestra libertad en sangre, de exterminar a nuestras mujeres y nuestros hijos. Traen cañones y aviones, pero sabremos defendernos, sabremos morir y la ONU comprenderá..., pues también nosotros tenemos armas, nuestras flechas, nuestros cuchillos... y, además, cañones y aviones.

—Pero, ¿qué pasa? —preguntó Dorat, prestando atención de pronto.

—El presidente traduce su discurso al swaelí —declaró Decronelle, que volvía de Correos.

—Me estás tomando el pelo. No son palabras de apaciguamiento, eslóganes sobre la amistad entre blancos y negros las que excitan a toda esa gente.

»¡Fíjate, imbécil! Esgrimen porras y fusiles; una mujerona se pone a chillar. Y todos esos micos que agitan sus machetes...

—Hay blancos que están aquí para ayudarnos —continuaba el presidente—, que lucharán con nosotros, pero otros también, que son traidores y están aquí solamente para defender riquezas que no son suyas, que son nuestras.

Un prolongado alarido le respondió. Redoblaron los tambores. Gordas mujeres, con los pechos al aire, se agitaban, se arañaban la piel, se golpeaban los muslos, en tanto que bajo el saco de yute meneaban sus enormes nalgas.

Ya no era el buen presidente Kimjanga de sonrisa infantil quien vociferaba ahora desde el estrado, oprimido por su corbata blanca. Con los ojos inyectados de sangre, alzaba al cielo sus puños cerrados y lanzabaa la multitud gritos roncos y ritmados. Se repetían sin cesar los mismos eslóganes. «Quieren matarnos... Los asesinos de la ONU. Los malvados blancos que traicionan a Katanga.»

Agotado, afónico, se apartó del micro. Bongo tomó la palabra para dar a la multitud consignas de dispersión.

Una veintena de periodistas y fotógrafos contemplaban, decepcionados, cómo discurría la riada negra. No había pasado nada. Palabras, siempre palabras. Fotos de muchedumbre; tenían carretes enteros.

—Estás de capa caída —dijo Dorat a Fonts—; nos habías prometido algo importante. Nada, ¡cháchara y sanseacabó!

—No, gordo Fifi, eso empieza.

—¿Dónde?

Fonts indicó el hospital:

—Yo, en tu lugar, me quedaría; mira ese rebaño de mujerucas que acaba de romper el cordón.

Kreis se acercó a la compañía de pará-comandos. Dio una orden. En dos filas, los hombres se desplegaron a ambos lados del monumento a los caídos, acordonando la Avenida Royale y la Avenida de la Estrella, que conducían a la ciudad europea.

La multitud, blandiendo sus estacas, sus fusiles y sus machetes, giró sobre sí misma, y al encontrar como única salida la Avenida Sankuru que llevaba a las barriadas africanas, se metió en ella como un torrente embravecido.

Pero Mandefu, según la consigna, enfiló la Avenida Royale, arrastrando consigo un grupo de setecientas u ochocientas mujeres. Hombres y niños lo siguieron, todos sumamente excitados.

Las mujeres se habían enharinado la cara, lo cual es, entre los bantúes, señal de luto. Aquella pasta blanca, diluida por el sudor, acentuaba sus labios morados haciéndoles una máscara horrible y grotesca en la que los ojos se abrían como oscuros agujeros. Sus pechos desnudos colgaban hasta el vientre. De jovencitas, según una vieja tradición, les habían cortado los músculos que los sostenían. Sus cabellos, untados de aceite de palma, estaban trenzados en rodetes de unos diez centímetros.

El hospital auxiliar de la ONU estaba instalado en un antiguo hotel. Su entrada, una simple puerta de dos hojas, estaba guardada por seis suecos armados.

Al ver a aquellas mujeres desatadas, y para evitar cualquier incidente, los centinelas, por orden del sargento, se metieron en el hospital y atrancaron las puertas.

Mandefu, gesticulando, mostró la gran bandera azul de la ONU, luego se sacó una piedra del bolsillo y la tiró a una ventana. Tres o cuatro hombres que le acompañaban sacaron piedras a su vez y le imitaron.

Cristales rotos cayeron en la acera.

Asustado, el sargento irlandés que mandaba la guardia miraba desde el primer piso a aquella multitud hormigueante que se apiñaba en torno del hospital. Una piedra había lesionado ya a un enfermo, y un médico recibió un trozo de vidrio.

Comprendió que si las puertas eran derribadas no podría hacer nada, ni disparar siquiera.

Por teléfono, llamó al C.G. y topó con el oficial sueco que estaba de guardia:

—Aquí el hospital auxiliar. Un millar de mujeres nos ataca.

—¿De veras? ¿Tienen esa suerte?

—Un millar de mujeres enfurecidas, Sir, que tiran piedras, que van a derribar las puertas, quizá a pegar fuego. Tengo treinta enfermos y heridos. Ellas van con esos machetes... y garrotes... Los degollarán, y a nosotros con ellos.

—Tiene usted un puesto de guardia, incluso lo hemos reforzado.

—Somos seis frente a mil furias. También hay hombres con ellas. ¡Dese prisa, o cascamos todos!

Por la voz angustiada del sargento, el oficial comprendió que ya no era hora de bromas.

Llamó por interfono al campamento indio de la carretera del aeródromo y al capitán que estaba al mando de la compañía de alerta, Dokkal Singw.

—Alerta... El hospital es atacado. Corra allí con dos secciones. Tome también una «bañera», eso les impresionará, y desalójeme el edificio. Sobre todo, nada de estropicios; se trata de mujeres.

Al ruido de los cristales rotos, periodistas y fotógrafos acudieron. Los fotógrafos se acercaban, hacían dos o tres fotos y se batían en retirada, mientras los periodistas, apartados, observaban.

Los perros viejos como Dorat, que desconfiaban de los movimientos de multitudes, guardaban distancias y se habilitaban caminos de retirada.

—¿Es todo? —le dijo a Fonts—. ¡Llevo dos horas aquí sudando y me das un alboroto de estudiantes con tres vidrios rotos!

—¡Bueno, pues vete con viento fresco!

—Si has montado otro golpe, dime dónde será.

—Las mujeres suben por la avenida Saio en dirección al campamento indio. Por esa avenida llegarán los cascos azules. Yo me las piro. ¡Salud!

A las once y media, Mandefu arrastraba a las mujeres hacia la avenida Saio. A las once cuarenta, éstas desembocaban en ella y se desparramaban por la calzada, siempre acompañadas de los periodistas. Cinco minutos más tarde, el capitán Dokkal paraba su jeep a cincuenta metros del vociferante rebaño. Detrás de él, la «bañera» sueca y cuatro «GMC» llenos de gurkhas.

Dokkal encontraba absurdo y degradante que se hubiesen desplazado un capitán del Ejército indio y dos secciones de gurkhas, tropas de élite, para dispersar a unas cuantas comadres. ¡Otra vez se habían asustado aquellos pobres suecos! Verdad es que no habían hecho mucho la guerra desde Carlos XII.

Dokkal se puso en pie sobre su asiento y, con la fusta, hizo signo a las mujeres de que despejaran el camino.

Ellas seguían avanzando hacia el jeep: era un pulular de hormigas, un río de fango que discurría despacio, irresistiblemente. Dokkal quiso calmarlas. Hizo signo a un intérprete africano, un baluba, que estaba detrás de él, quien tradujo sus palabras:

—Ahora debéis volver a vuestras casas. Tenéis que respetar el orden y dejar paso a mi destacamento.

Las mujeres le insultaban sin dejar de avanzar:

—¿Qué están diciendo? —preguntó el capitán al intérprete.

El rostro del baluba se hendió en una ancha sonrisa:

—Que tu madre es puta, que todos nosotros somos impotentes y asesinos.

—Dígales que les doy dos minutos para que se aparten en las aceras; de lo contrario, por muy impotente que sea, les paso sobre el vientre con mis camiones.

El intérprete se llevó las manos a la boca haciendo bocina, pero no conseguía hacerse oír.

Las mujeres que seguían avanzando pateaban y se arrimaban al jeep.

Dokkal, al ver aquellos miles de bocas abiertas, de paladar rosado, de dientes agudos; aquellos rostros deformados por el odio, empezó a tener miedo. Una mano negra le asió del pantalón. La apartó de un fustazo y la mujer se puso a chillar.

El intérprete le agarró de la charretera. Su rostro estaba ceniciento, y farfulló: «Sir... Sir... atención.»

El capitán se volvió. Detrás de él, el río de fango había discurrido hasta los camiones y la «bañera» y los engullía.

Un hombre, señalando a Dokkal, chilló:

—Es él, lo reconozco. ¡Él fue quien ayer mató a nuestro hermano Bonzogo!

Dorat y Pérohade se habían subido a una azotea, lo cuál les permitía estar a resguardo y ver mejor.

—Esto se está poniendo feo —dijo Pérohade.

—Es lo que querían tus amiguetes.

—Ya está: las mujeres atropellan al capitán indio. ¡Fíjate en la gorda abuelita que le ha birlado la fusta, como el negro que le birló el sable al rey Balduino el día de la independencia!

En torno al segundo camión, mujeres más excitadas se agarraban a las piernas de los gurkhas tratando de tirarlos al suelo y éstos se defendían a culatazos.

Un suboficial vociferó una orden y los soldados amartillaron sus fusiles. De vehículo en vehículo, se pasaban la consigna: «Preparaos: una descarga al aire para abrirnos paso.»

—¿Cómo? ¿Van a disparar? —preguntó Dorat.

—¿No lo estás viendo? Pero al aire. Suele producir un efecto inmediato. Sólo que las balas rebotarán y verás cómo hay más heridos.

Un pequeño gurkha que escasamente pesaba sesenta kilos, enganchado por una gorda matrona, basculó del camión. Unas mujeres se abalanzaron sobre él y empezaron a desgarrarle el uniforme, mientras pedía auxilio debatiéndose.

El sargento dio la orden:

—¡Fuego!

La descarga fustigó el aire, pero dos tiros de pistola se unieron a la descarga; una mujer, la gorda matrona y un hombre, Mandefu, se retorcían en el suelo desangrándose.

—No lo entiendo —dijo Pérohade—, los indios han disparado al aire, lo he visto perfectamente, y hete aquí que un viejo y una mujer acaban de cascar, y además en serio.

Las mujeres que habían empezado a refluir avanzaron de nuevo, y aferrándose a los adrales, se arrojaban esta vez sobre los fusiles, aún calientes, de los gurkhas.

El capitán dio orden de soltar una segunda descarga al aire. Pero la mayoría de los gurkhas tenían sus fusiles asidos por mujeres o apuntados al suelo, y otros habían perdido el equilibrio. Cuatro cuerpos se desplomaron.

Dorat vio un niño que escapaba corriendo y que, alcanzado por una bala, daba una voltereta como un conejo.

Los camiones quedaron despejados. Los gurkhas cargaban sus armas y, esta vez, apuntaban a la muchedumbre. Uno de ellos indicó al niño desplomado al pie de un árbol, y Dorat, por un instante, creyó que el hombre estaba orgulloso de su disparo.

Las mujeres, alzando los brazos, huían en todas direcciones. Algunas, tropezando en el cuerpo de un herido, habían caído y podía creerse que también estaban heridas.

En dos minutos, la avenida quedó desierta frente a la columna india. El capitán Dokkal, estupefacto, contaba diez cuerpos tendidos en torno de sus camiones.

A tres metros de él, un fotógrafo le encuadraba al lado del cadáver del niño.

—Despeje —gritó—, le prohíbo tomar fotografías.

El fotógrafo, que era americano, se enfureció como un loco:

—¡Cállate la boca, pedazo de cochino asesino! Sólo mujeres y chiquillos. ¡Despeja tú!

Acudieron otros fotógrafos y periodistas.

—¿Por qué habéis disparado contra la multitud? —preguntó un corresponsal sudafricano.

—Hemos disparado al aire —replicó el indio, desconcertado—. ¡Os doy mi palabra de oficial!

—¿Disparado al aire, asqueroso embustero? ¿Y todos esos muertos?

—Le ruego que sea correcto, o le hago prender.

—¡Basura! ¡Marica! ¡Mal blanqueado!

Las sirenas de las ambulancias empezaron a ulular. En los balcones, hombres y mujeres chillaban: «¡Asesino, asesino!»

Dorat miraba al capitán y él mismo se sorprendía del odio que le estaba invadiendo contra aquel pobre pelele. Lo vio buscar su fusta, recogerla junto a un cadáver y luego, tranquilizado, como si nada hubiese ocurrido, dar orden al convoy de arrancar.

—Esta vez voy a ponerlos como un trapo a esos canallas de la ONU. ¿Lo ves, Pérohade? Nuestro amigo Fonts estaba bien enterado.

—La verdad, se diría que lo había previsto todo.

—¡Es lo que me fastidia un poco en toda esta historia, que lo haya previsto todo!

—¿Qué quieres decir?

—Nada, monín.

Por la tarde, La Ronciére cruzó la barriada africana y bordeó la fábrica de «Lubumbashi» para alcanzar por el Sur Kasumbalesa, el puesto fronterizo. Le habían dicho que siguiendo aquel trayecto no peligraba demasiado toparse con una patrulla de la ONU. Los cascos azules tardarían en aventurarse por la barriada.

El coronel se sentía calmado como después de un baño caliente. Misteriosamente, sus nervios se relajaban y se disipaba su dolor de cabeza. Por fin, había podido abandonar aquella choza-prisión que no tenía teléfono, pero que traspasaban los gritos de los negros, sus cantos, el fragor de sus tambores. Escapaba a sus cuatro paredes amarillentas cuajadas de cagadas de mosca, a las fotos agresivas de chicas desnudas, a las risas complacientes e idiotas de su portero-carcelero, a Bongo, que ahora le consideraba cómplice suyo. ¿Acaso no tenían ambos la misma sangre en las manos?

La barriada estaba en ebullición. Frente a las casitas, de ladrillo rojo peroraban grupos gesticulantes. Los hombres, con vasos de cerveza en la mano, hacían cola a la entrada de los cafés. El coronel se dio cuenta, al igual que por la mañana cuando hizo su última inspección, que le miraban con hostilidad. Se veía obligado a conducir muy despacio, traqueteando en las calles llenas de baches. Pensó en lo que le dijera Gelinet:

—Tenga mucho cuidado con las muchedumbres africanas. Si se os desmandan, es terrible: tenéis enfrente a hombres que sólo piensan en mataros, simplemente porque tenéis la piel blanca.

La Ronciére recordó a los manifestantes de la mañana, con sus pinturas de guerra, su olor salvaje y sus machetes. ¿Qué habría ocurrido si hubiesen arremetido contra la ciudad europea? El coronel rechazó este pensamiento. Su golpe había tenido éxito: sólo esto contaba. Pensó que dentro de tres semanas estaría en Rhodesia, en Kitwé.

John Ligget, el cónsul británico, lo había arreglado todo. ¿John o su mujer? ¿Cuáles eran, entonces, sus verdaderas relaciones? ¿Indiferencia, complicidad? ¿Quién era el cornudo? ¿John Ligget o Jean-Marie La Ronciére?

Se acordó de aquel inglés, siempre borracho o drogado, que se encontraba en los bajos fondos de Saigón y que decía burlonamente que era periodista. Era el más sutil, el más penetrante de los agentes británicos. Aquel guiñapo se le reveló a él cuando cayeron juntos en una emboscada, cerca de Mytho. Dio pruebas de decisión, de sangre fría, de un asombroso aguante. Durante las dos horas que duró el difícil trance dejó de farfullar y mostró su verdadero rostro: el del hombre que había vendido su alma a su país..., y le había sacrificado el hígado, pero que recobraba, cuando hacía falta, todas sus cualidades de soldado. Pues aquel borrachín seguía siendo un soldado.

¿Quién era John Ligget? ¿Quién era Jenny?

Dos horas después del tiroteo, Jenny había ido con Fonts a buscarle a la choza de Bongo.

Le hubiera gustado poseerla en aquel catre para borrar el recuerdo de los cuatro días de prisión en aquella atmósfera húmeda y recalentada.

Jenny paseó una mirada divertida por la pared y sus mujeres desnudas, tapó el catre con la sucia sábana y luego se volvió:

—Mi querido Jean-Marie, no puede usted quedarse en Katanga después de lo que acaba de ocurrir. Todos los servicios de informaciones de la ONU han recibido orden de encontrarle a toda costa... Es preciso que no lo consigan. Su cónsul y mi marido están absolutamente de acuerdo sobre este punto.

La Ronciére quiso discutir, pero Fonts intervino:

—Jenny tiene razón. Ligget ha visto al cónsul americano, y Musaille ha recibido un telefonazo muy vehemente del propio Riverton. O'Maley sospecha que ha caído en una trampa. Siddartha pretende que si te coge sabrá hacerte hablar.

—¿Y si te coge a ti?

—No soy ninguna prueba. Hace tres días que no me aparto de los periodistas.

—Pero, ¿adónde iré?

—A Rhodesia —dijo Jenny—. Allí estará a resguardo el tiempo que sea necesario.

—No acostumbro, después de un... follón..., largarme para ir a esconderme como un vulgar pistolero. He tendido un lazo, es verdad. O'Maley ha caído en él, ¡tanto mejor! Quizá tengo sangre en las manos, pero a él le ha salpicado de la cabeza a los pies.

Jenny volvió a tutearlo:

—Oye, Jean-Marie, déjate de esas jactancias de hombría. Cuando se hace tu oficio, hay que olvidarlas. Siempre me has hablado de eficacia. Sé eficaz.

—No se trata solamente de esconderte —prosiguió Fonts—. Tendrás trabajo. Los rhodesianos están muy preocupados por el cariz que toman los sucesos de Katanga. No quieren a ningún precio que dentro de seis meses o un año algún O'Maley vaya a instalarse en su país.

—Entonces... —atajó La Ronciére.

—Ligget piensa que sería buena cosa que tomases contacto directamente con ellos. Los rhodesianos lo desean y se lo han hecho saber.

—Smith ha telefoneado a mi marido —confirmó Jenny.

—¿Smith? ¿Qué Smith?

—No le conoces. Está encargado por Sir Roy Welensky, el líder rhodesiano, de seguir los asuntos katangueños; merodea en la frontera. Creo que es una especie de... ¿cómo decís en francés? Alguien que se ocupa de servicios secretos. ¡Ah! un barbouze.

—Soy absolutamente partidario de ese viaje —continuó Fonts—. De un tiro matas dos pájaros: desapareces de la circulación durante cierto tiempo, y puedes obtener de los rhodesianos una ayuda que nos será muy útil si O'Maley intenta esta vez el golpe fuerte. ¡Y es posible que sí lo intente!

La Ronciére dudaba, pero sabía que Fonts llevaba razón: una cooperación más activa con los rhodesianos sería, en efecto, muy útil. Sólo tenía un deseo: dejar aquella choza hedionda y sórdida, escapar a la viscosidad de la negritud, a las incertidumbres de una política de antojos y de cabezonadas como las de Kimjanga y las de su alegre equipo.

Pero era abandonar a Jenny en el momento que ella ponía al descubierto otro aspecto de sí misma, cuando, desconcertante, se volvía mucho más atractiva prometiendo ser la amante perfecta: la cómplice y, mañana, quizá la enemiga...

—¿Y usted, Jenny —preguntó—, sigue teniendo intención de ir a descansar a Rhodesia?

Fohts se echó a reír:

—Mi querido Jean-Marie, tienes una manera un poco directa de sugerir a una dama que debería reunirse contigo.

Jenny detestaba aquel tipo de broma. Le paró los pies a Fonts:

—Se ríe usted neciamente, Thomas. Ocurre que desde hace mucho tiempo me propongo ir a pasar algunos días en mi casa, cerca de Fort Jameson. Mi padre posee allí una gran plantación de tabaco. Sería muy importante para Jean-Marie conocerle.

Fonts movió la cabeza, abrumado:

—¡Hasta Jenny se toma por Lawrence de Arabia!

—Ya está bien, Thomas.

Fonts saludó militarmente:

—Bueno, mi coronel, volvamos a las cosas serias. Propongo que te vayas esta tarde. Podrías pasar la noche en Kitwé, donde hay un buen hotel, el «Royal». Tal vez se podría prepararte una cita con Smith mañana mismo.

Echó a Jenny una mirada interrogativa.

—Sí. John tiene que telefonearle esta noche.

—Bien. Bueno, todo está arreglado. Acompañaré a Lawrence de Rhodesia a su casa. Tras lo cual, me daré una vuelta por casa de Kimjanga para ver qué tal le va.

La joven tendió un papel a La Ronciére.

—Es la dirección de mi padre, Ralph Conway, Spring Falls Estate, Fort Jameson, North Rhodesia. Le telefonearé mañana para avisarle tu llegada en el curso de la semana. Serás bien recibido.

—Lo que me interesa es saber cuándo estarás tú allí.

Jenny le sonrió, irónica, pero sus ojos brillaban:

—Dentro de tres días, tal vez. Pasearemos a caballo por las colinas. Iremos a pescar.

Al estrechar la mano de La Ronciére, Fonts añadió:

—Descansa bien; te estás volviendo nervioso.

La Ronciére le miró a los ojos y luego cogió del brazo a Jenny:

—Me gustaría mucho conocer algún día a un verdadero cónsul. Poco importa la nacionalidad..., un cónsul que sólo se ocupe de su Consulado, cuya mujer fabrique niños y tartas de cereza. ¿Todavía quedan?

Luego rozó con un beso la mano de Jenny.

Esperó a que Jenny y Fonts se alejasen, que el ruido del motor de su coche se desvaneciese, y luego subió a un «403» que le aguardaba ante la puerta.

Un chófer negro le entregó las llaves, la tarjeta gris, saludó y desapareció.

El coche pertenecía a la «Unión Minera», tal como atestiguaban los papeles.

La Ronciére paró en seco el coche. Cuatro hombres cortaban la carretera. El primero, vestido con una camisa de nylon verde manzana y tocado con una especie de sombrero rojo de cowboy, se inclinó a través de la portezuela.

—¿ONU? —preguntó.

La Ronciére se echó atrás, repelido por un violento olor a sudor mezclado con relente de cerveza.

—No —dijo—; ONU, no, sino consejero del ejército katangueño.

El negro no comprendió y agarró al coronel de la manga:

—¡Baja en seguida!

Una docena de hombres rodeaban el coche. Dos mujeres gordas miraron al coronel riendo burlonamente. Unos chicos recogían piedras.

La Ronciére se sacó despaciosamente del bolsillo el salvoconducto con los colores katangueños firmado por el presidente Kimjanga. El hombre del sombrero no sabía leer, pero de todos modos conocía los colores de su bandera. Gritó algo en swaelí. En un segundo, la atmósfera había cambiado: las dos mamás se empujaban por estrecharle la mano. Los niños, decepcionados, soltaban sus guijarros y los hombres gritaban de alegría.

—Entonces, está bien —dijo el hombre del sombrero—. Voy contigo.

—Pero, ¿adonde vas? Yo voy a Rhodesia.

—Es igual. Me dejarás en el camino.

Soltó una carcajada y añadió:

—Me gusta correr en coche. Además, así iré a ver a mi primo Boluto. Me darás un buen matabiche, ¿verdad?

Resignado, La Ronciére embarcó al energúmeno y embragó.

A las siete de la tarde, tras una hora de discusiones absurdas y perpetuamente vueltas a empezar, cruzaba la frontera rhodesiana. El policía no quería dejarle pasar. Para salir de Katanga era menester, decía, una autorización especial del ministro Bongo. Entonces, ¿no era válido el salvoconducto firmado por Kimjanga? La Ronciére cometió el error de levantar la voz, lo cual no arregló nada. Afortunadamente, un gendarme intervino en favor suyo; él nunca comprendió el porqué, quizá para fastidiar al policía o para hacer alarde de su importancia.

Cien metros más lejos estaba el puesto de Aduana, un barracón de tablas.

El jefe de puesto no estaba, y su adjunto, agarrado a la valla que cortaba la carretera, repetía obstinadamente:

—El jefe se ha ido, tú no pasar. Cuando el jefe volvió arrastrando los pies, no exigió ningún papel, ni siquiera abrió el portaequipajes del coche, pero pidió al coronel que a su regreso le trajese carne y cigarrillos:

—Allí es menos caro —dijo simplemente, indicando el puesto fronterizo rhodesiano.

Al llegar a Rhodesia, La Ronciére se sintió invadido por un extraño bienestar, como si despertase de una pesadilla. Súbitamente, acababa de encontrar de nuevo el orden blanco al cabo de tres meses pasados en el caos katangueño.

«Este orden quizá no sea el mejor —pensó de pronto—; incluso puede ser injusto para los negros, pero, al fin y al cabo, es el mío.»

Todos los oficiales de Inmigración, los encargados de la Aduana, eran europeos, con uniformes blancos, impecables, recién afeitados y competentes. Los africanos, vestidos de caqui y con sombrero de selva con el ala levantada, eran chóferes o secretarios. Cuando un blanco les dirigía la palabra, rectificaban la posición y saludaban reglamentariamente. Todo se desenvolvía en la calma y el silencio.

Las formalidades de Aduana y de Policía fueron tramitadas en cinco minutos. El oficial de Inmigración aguardó a que La Ronciére hubiese salido de su despacho para avisar a su superior, en Kitwé.

El coronel corría ahora a través de una comarca llana entreverada de sabanas. Cada diez o veinte kilómetros se alzaban las instalaciones de una mina de cobre.

Kitwé era una ciudad edificada por los blancos para la comodidad de los blancos. El coronel entró en ella a las ocho de la noche.

Gentlemen en shorts demasiado largos, con una raqueta bajo el brazo, regresaban de su club para vestirse antes de los primeros cócteles de la noche. En la terraza de los cafés, mujeres rubias, con vestidos color bombón acidulado, sorbían con pajas longs drinks.

En el «Hotel Royal», La Ronciére encontró un mensaje a su nombre. Mr. Smith se disculpaba de no poder verlo la misma noche. Una importante conferencia le retenía en Lusaka, capital de Rhodesia del Norte. Le rogaba se reuniese con él allí, al día siguiente por la tarde, para entrevistarse con una «personalidad que se interesaba mucho por los asuntos de Katanga». Cita en el «Hótel Península» a partir de las dieciséis horas.

El coronel tomó un baño bebiendo un mint-julep helado. Los muertos de la mañana, los peligros que había corrido lanzando los negros a la ciudad europea, la choza asfixiante, sus tentativas por organizar un país que no podía serlo, aquella tela de Penélope vuelta a empezar cada día, todo se difuminaba por fin.

La Ronciére se vistió y bajó al restaurante. La cocina era mejor de lo que había esperado. El vino de África del Sur era decoroso, tan bueno como un beaujoláis casero cuya uva hubiese madurado en las llanuras de Orania. Los comensales hablaban en voz baja. Se fijó en dos o tres lindas muchachas, altas, rubias, de largas piernas. Fonts le había dicho que tenían la reputación de no ser muy esquivas. Un maitre de chaqué rechazaba implacablemente a las personas que no llevaban corbata.

Después de cenar, La Ronciére pidió un coñac francés, pero demasiado fatigado, sólo pudo beber un sorbo. Decidió volver a la habitación.

Cuando entraba en los servicios, una mano se posó sobre su brazo. El maitre le miraba de hito en hito, con expresión reprobadora.

—Pero, Sir, son los servicios para indígenas. Los servicios para blancos están al otro lado.

Se percató de pronto de que estaba ante un extranjero, probablemente francés por el acento. Conocía la extraña manía que tenían los comedores de ranas de indignarse ante "aquel tipo de cosas. Por lo que explicó:

—No es racismo, Sir. Es una simple medida de higiene.

Luego, bajando la voz:

—Esas gentes son todas sifilíticas.

O'Maley había desplegado sobre su mesa treinta periódicos de Europa y de América. Ninguno tomaba su defensa. Todos repetían los mitos fáciles y los lugares comunes tranquilizadores. Kimjanga volvía a ser el Padre de su pueblo y las tropas de la ONU «salvajes agresores» venidos a Katanga para sembrar el desorden y el odio.

Un periódico rhodesiano le trataba de «carnicero de Elisabethville» y de «asesino a las órdenes de Nehru». Las tropas indias eran comparadas a las unidades SS de exterminio.

Aquel periódico no era más que un papelucho, y su influencia fuera de Salisbury casi nula.

Pero todos los grandes diarios de Londres eran casi unánimes en condenar en términos severos la actitud de los cascos azules.

O'Maley hojeó varios números desplegados ante él. En todos ellos, enormes titulares en primera plana:

«Las tropas de la ONU disparan sobre mujeres y niños africanos.»

«Matanza en Elisabethville.»

«Salvaje agresión contra civiles desarmados.»

La Prensa americana, generalmente favorable a la política de O'Maley, le atacaba sin contemplaciones.

Un gran semanario, una de las mayores tiradas del mundo, había publicado una gran foto que mostraba al capitán Dokkal de pie en su jeep, con la fusta en la mano y el semblante aparentemente tranquilo y sereno. En primer término, a tres metros del jeep, el cuerpo de un niño tendido, cubierto de sangre, con un brazo extrañamente torcido.

Debajo, este epígrafe cruel:

«Un oficial indio restablece el orden y la paz en Katanga.»

Los diez muertos de la manifestación del 3 de septiembre reducían a la nada tres meses de una labor difícil. Durante todo este período, él se había dedicado a socavar los apoyos de Kimjanga.

Comenzaba, por lo demás, a tener algunas dudas acerca del carácter accidental del tiroteo.

Entre los muertos, se había identificado a un tal Mandefu, a quien el coronel Degger, jefe de los servicios, de Seguridad de la ONU, conocía sobradamente. Pertenecía a la Seguridad katangueña y, de vez en cuando, a cambio de una decorosa retribución, aportaba al coronel informaciones interesantes. ¿Qué hacía un policía al frente de una manifestación de mujeres? En su cadáver se había hallado un fajo de billetes cortados por la mitad.

Degger no pagaba mucho, pero sus billetes eran enteros.

Otros testigos señalaban la presencia, entre los periodistas, de un hombrecillo moreno con traje claro. Era Thomas Fonts. Diez minutos antes de que estallase el tiroteo, le habían visto instando a periodistas y fotógrafos a no volver a sus hoteles, sino a personarse cuando los primeros gritos ante el hospital y la avenida Saio.

O'Maley había celebrado varias entrevistas con el capitán Dokkal. Dokkal rechazaba toda responsabilidad en aquel asunto. Se atenía firmemente a esta tesis: sus hombres, amenazados y en situación de legítima defensa, dispararon al aire. Si unos manifestantes habían sido alcanzados, lo lamentaba, pero, después de todo, eran ellos los que habían buscado camorra.

O'Maley propuso entonces a Siddharta que adoptase una sanción contra él y lo «pusiese a disposición del Ejército indio». Aunque sólo fuese para calmar a la opinión.

Siddartha se negó rotundamente. O'Maley lo volvía a ver sentado frente a él, en su despacho, golpeando rabiosamente con la fusta el brazo de su sillón.

—No será adoptada ninguna sanción contra el capitán Dokkal —gritaba el general—. No hay nada que reprocharle. En su lugar, yo habría obrado exactamente como él. Esos salvajes han tenido lo que buscaban.

Y añadió:

—No es Dokkal el responsable de ese incidente. Los verdaderos responsables son los que se conforman con medias tintas y no tienen valor para liquidar de una buena vez a Kimjanga y su camarilla de colonialistas.

O'Maley le preguntó:

—¿Qué quiere usted decir, Siddartha?

—Lo sabe usted perfectamente, Sir. Después de «Ponche al ron», le advertí que Kimjanga se rajaría. Hace cuatro días, estaba a merced nuestra. Se le podía obligar a capitular y mandarlo a la fuerza a Léopoldville. Usted le dio tiempo a rehacerse y preparar su réplica. Hoy, estamos en el atolladero. Le tengo a usted por responsable.

»Un simple capitán que no ha hecho sino acatar órdenes recibidas no tiene que pagar las culpas de usted. Lo siento, Sir, pero eso es lo que pienso.

Tras «Ponche al ron», O'Maley había recibido del secretario general de las Naciones Unidas un telegrama de felicitación por su «acción enérgica y espléndidamente ejecutada». El incidente del 3 de septiembre había provocado en el edificio de cristal de Nueva York una reacción muy diferente. O'Maley tenía aún ante los ojos el mensaje recibido la víspera por la noche:

«Secretario general vivamente impresionado lamentables incidentes con víctimas civiles. Stop. Ruego mande urgentemente informe explicando detalladamente circunstancias tiroteo y estableciendo claramente responsabilidades.»

Ni siquiera lo firmaba el secretario general, sino un subalterno cualquiera de su gabinete. O'Maley conocía demasiado los recovecos de palacio para ignorar lo que significaba el procedimiento: buscaban una víctima propiciatoria, y él peligraba mucho ser esta víctima. Él había intentado sacrificar al capitán Dokkal. Siddartha había salvado la cabeza de Dokkal. ¿Quién tomaría la defensa de O'Maley en Nueva York?

Sonó el teléfono: era el coronel Degger. El jefe de los Servicios de Seguridad parecía muy excitado:

—Señor alto representante, tengo el informe sobre la autopsia de las víctimas.

—Bien —dijo O'Maley—. ¿Y qué?

—Muy interesante. De los diez cadáveres, sólo hay ocho muertos por bala de fusil. Los otros dos fueron alcanzados por balas de pistola, calibre 7,65.

—¡Y a mí qué quiere usted que me importe si murieron a tiros de pistola o de arcabuz; eso no cambia nada en el hecho de que tenemos diez cadáveres a cuestas!

La voz cortés de Degger cobró un tono más oficial. Degger desaprobaba la violencia, las explosiones verbales, los malos modos y la falta de control del alto representante. A su parecer, un diplomático o un militar hubiera ocupado mejor su puesto que aquel universitario rebullente que pensaba demasiado aprisa, obraba torcidamente y caía fácilmente en las trampas que le tendían sus adversarios.

—Permita me que no esté de acuerdo, Sir. En el grupo que mandaba el capitán Dokkal, nadie llevaba pistola, con excepción del capitán. Ahora bien, él no desenfundó su arma; todos los testigos y todas las fotos dan fe de ello.

O'Maley silbó:

—Entonces, ¿qué?

—Pienso personalmente que ya no cabe ninguna duda: Mandefu y la mujer no fueron muertos por nuestros soldados. Los mató alguien que estaba detrás de ellos, en la multitud de manifestantes, es decir, un katangueño. Esto prueba que...

—He comprendido —atajó O'Maley—. Le doy las gracias, coronel.

O'Maley colgó. Alguien había lanzado deliberadamente mujeres y niños contra la columna de cascos azules. Este hombre quería cadáveres, y para estar seguro de que los cascos azules dispararían, fríamente había encargado a un pistolero que se cargase a dos manifestantes.

O'Maley recordó el rostro helado de La Ronciére, las sonrisas cínicas de Fonts, y a Bongo convulso de odio.

Llamó a su secretaria:

—Georgia, búsqueme a Félicien Dorat. Pídale que venga cuanto antes, a cualquier hora.

Desplomado en un sillón, Dorat miraba ascender el humo de su cigarrillo. Tenía calor, y le guardaba rencor a O'Maley por haberle citado precisamente después de comer, a la hora de su siesta. La siesta era para él una vieja costumbre contraída en Extremo Oriente.

Si al menos el irlandés le hubiese dado una noticia sensacional, la de su dimisión, por ejemplo... Pero, como de costumbre, si le había citado era para quejarse de la actitud de los queridos colegas y de la suya. Después de veinte años de correr mundo, en todas partes donde los hombres se mataban entre sí, Dorat había vivido cientos de veces la misma escena: un hombre importante, embajador, ministro residente, alto representante, general, delegado, empezaba diciendo cómo despreciaba a la Prensa y sus métodos, hacía una pirueta... «Pero usted, amigo mío, que no es como los demás...»

Lo que se ponía interesante era la continuación: o Dorat se hacía tratar de basura, de vendido, y luego se hacía echar a la calle, o el tío importante se echaba a sollozar hablando de la justicia de su causa, lo cual todavía era más molesto y duraba mucho tiempo.

Al cabo de veinte años de guerras, de complots o de revoluciones, Dorat apenas creía en las causas justas. Los «liberadores» no solían valer mucho más que los «opresores». Los «liberadores» presentaban, por si fuera poco, el inconveniente de ser muy susceptibles y se comportaban las más de las veces de la misma manera que los «opresores», pues no existía, desgraciadamente, más que una forma de conducir al mundo: siendo canalla. Estos métodos habían sido codificados por un florentino perspicaz, hacía más de cuatro siglos.

O'Maley leía con voz sarcástica el artículo que había escrito Dorat:

«Elisábethville, 3 de setiembre.

»Acabo de llevar al hospital a un chiquillo de unos diez años. Tiene dos balazos en el hombro, y su brazo izquierdo, casi arrancado, sólo sé sostiene por unos jirones de piel. No comprende lo que le pasa. Sólo sabe una cosa: hombres con casco, botas altas, cargados de armas, pertenecientes, dijese, al ejército de la paz y encargados de hacer reinar el orden, le dispararon...»

Dorat le interrumpió:

—No se canse, sé lo que dice.

—No nos tenía usted acostumbrados a una afición tan pronunciada por lo sensacional.

—Digo que los indios de la ONU mataron a diez personas, que dos niños resultaron heridos y que había sangre en todas partes. ¿Es un hecho, o bien me lo he inventado?

»¡Pero, por Dios, mire esas fotos! ¿Qué se ve en ellas? Mujeres y niños que corren bajo las balas. ¿Quiénes son los que disparan esas balas? Gurkhas de pintas poco tranquilizadoras, nepaleses que sirven como mercenarios en el Ejército indio y que tienen con razón o sin ella, una sólida reputación de ferocidad.

»He escrito lo que vi; estoy aquí para eso.

—Pero, ¿qué vio usted? Un incidente aislado que ha prendido usted con alfileres. Ha hecho como todos sus colegas. Se ha puesto a chapotear en la sangre y ha salpicado con ella su papelucho para impresionar a las porteras y solteronas. Sólo que no ha intentado ni por asomo explicar los motivos del incidente. El mundo entero se entera bruscamente de que los indios asesinan a una población indefensa, simplemente porque se manifestaba en favor de Kimjanga. No es un trabajo decoroso, Dorat, créame.

Dorat se dejó llevar bruscamente por la cólera:

—¡Ah, sí! ¡Porque mujeres y niños despachurrados es un trabajo decoroso! Es usted como todos los hombres que ostentan una pizca de autoridad. Sólo aguantan la coba. La menor crítica le saca de quicio. Cuando se quiere evitar las críticas, se procura no hacer tonterías. Y le diré algo más. En ese lío, estoy casi seguro de que se ha dejado usted tomar el pelo como un monaguillo.

—Mis servicios de Información me afirman que mantiene usted excelentes tratos con ciertos mercenarios...

—Conozco a varios, en efecto, y uno de ellos al menos es un amigo. Son más o menos tan tolerantes como usted.

Dorat encendió otro cigarrillo que, con su desparpajo habitual, había tomado del paquete de O'Maley, y luego miró a éste de reojo como un gato viejo que por fin hace caso a un ratón:

—¿Sabe usted, O'Maley, que me recuerda mucho al coronel La Ronciére?

—Me hace usted demasiado honor. ¡Ese infecto personaje...!

—Ambos piensan que los periodistas pertenecen a una especie nociva que se debería fusilar o al menos meter en chirona.

Dorat se levantó:

—Y ahora, sobre todo, no me hable de moral. Si hubiese podido usted crear ese incidente a favor suyo, lo habría hecho... en nombre de su moral. La Ronciére, pues estoy seguro de que la idea sale de él, ha obrado en nombre de su moral..., o, más bien, según su técnica. La Ronciére ha ganado, usted ha perdido. Trate de no desperdiciar sus últimas posibilidades.

El mismo día, La Ronciére se reunía con Mr. Smith en el bar del «Hótel Península» de Lusaka.

Mr. Smith era una especie de coloso entre cuarenta y cincuenta años, con ojos azules ligeramente inyectados de sangre y mejillas color de rosbif cruzadas por un bigote pelirrojo.

«A ti te gusta el whisky», pensó La Ronciére. Pero no se llamaba a engaño: Smith era un hombre eficaz y peligroso. Había echado tripa, sudaba, pero era el tipo mismo de esos agentes competentes y tenaces que Inglaterra había diseminado en el mundo para velar por los intereses de la corona.

Smith estaba admirablemente informado sobre los asuntos katangueños. Conocía perfectamente la psicología dé Kimjanga.

—Un conejo que han disfrazado de león —dijo—. No es nada fácil trabajar con muñecos así, ¿verdad? Nosotros también tenemos dificultades con nuestros negros, pero en Rhodesia todavía somos los amos. Me pregunto, además, por cuánto tiempo. Es cómodo ser el amo: cuando es necesario, puede utilizarse el látigo.

Mr. Smith había acogido al coronel con gran cordialidad.

—Ha hecho usted un buen trabajo —le dijo, estrujándole la mano.

Luego, guiñando el ojo, añadió: —La jugada de la manifestación fue muy bien llevada.

—¿Cómo dice?

—Vamos, vamos, mi querido colega, estamos entre nosotros: es inútil andarse con misterios. Sé cómo se monte ese tipo de cosa. Y ahí, en verdad que se jugó muy bien.

La Ronciére estaba turbado. Que Smith conociese con exactitud los efectivos de la ONU y los del ejército katangueño, era normal. Que no ignorase las dificultades que encontraban los mercenarios para cumplir su cometido, ya era más sorprendente. Pero, ¿cómo sabía que era él, La Ronciére, quien había maquinado el incidente del 3 de septiembre?

Seguramente Ligget le había informado. Pero únicamente Jenny estaba al corriente de ciertos detalles, y estos detalles, Smith parecía conocerlos.

Nuevamente La Ronciére se preguntó cuál era la intención de la joven cuando insistió en que se fuese inmediatamente a Rhodesia. La Ronciére había creído en la reacción preocupada de una mujer enamorada. Pero la actitud de Jenny era más matizada. Quizá tenía otros móviles.

Mr. Smith vació su vaso.

—Es hora de irnos. Tenemos cita con Lawson a las siete. Después, espero que me hará usted el honor de cenar conmigo. ¡Estupendo, Lawson, ya lo verá usted; un poco esnob, pero estupendo!

La Ronciére prefirió no preguntar quién era Lawson.

El coche traspuso una verja y se paró frente a una casa blanca de estilo «colonial».

Dos centinelas con guerrera de paño azul abotonada hasta el cuello montaban la guardia. Una docena de coches con banderín estaban aparcados bajo los árboles.

—Es el Palacio del Gobierno —dijo Smith—, Hoy se celebra una conferencia muy importante en la que toman parte Sir Roy Welensky y Mr. Caldicott, ministro de Defensa de la Federación. Lawson, a quien va usted a ver, es el jefe de gabinete de Caldicott.

Lawson era lo contrarío de Smith: tez pálida, vestido con rebuscada elegancia y esforzándose en parecer más brillante de lo debido. Su acento de Oxford era tan afectado, que el coronel no comprendía ni la mitad de lo que decía y a regañadientes tuvo que recurrir a la ayuda de Smith.

—Encantado de conocerle —dijo Lawson—. Smith me ha dicho que ha efectuado usted una labor notable en Katanga. Como sabe, nosotros seguimos muy detenidamente la evolución de la situación. Sir Roy ha venido a Lusaka con Mr. Caldicott con objeto de estudiar las medidas a tomar para proteger nuestra frontera. Por eso quise verle a usted.

Encendió un cigarrillo.

—¿Cuál es la situación en Katanga?

—Tan buena como es posible —respondió La Ronciére—. Pero me temo un mal trance. O'Maley se pone nervioso. Como usted sabe, es de carácter ardoroso. Pienso que si consigue luz verde de las Naciones Unidas, intentará solucionar el problema con la fuerza.

Lawson preguntó tranquilamente:

—¿Qué ocurrirá?

La Ronciére dudó un segundo: no quería poner sus cartas boca arriba antes de conocer el juego del adversario. Respondió:

—O'Maley se romperá los dientes: somos de talla como para rechazarlo...

—Futesas —gruñó Smith.

—Por favor, Smith —atajó Lawson—. Continúe su exposición, mi coronel.

—Somos de talla como para rechazarlo, a condición de que se nos ayude —prosiguió La Roncié-

Re—. Es lo que iba a decir cuando he sido interrumpido.

»Me gustaría mucho, a mi vez, hacer algunas preguntas: si O'Maley actúa, ¿qué harán, ustedes por nosotros? ¿Está dispuesta Inglaterra a acudir en nuestra ayuda?

Lawson carraspeó:

—Es decir —comenzó—, que el problema no se plantea exactamente de esa manera. Usted sabe lo que pasa: para conservar buenas relaciones con sus otros territorios africanos, Londres está dispuesto a aflojar respecto a Katanga, y también probablemente respecto a Rhodesia.

—Entonces... —dijo La Ronciére.

—Entonces, es con nosotros, los rhodesianos, con quienes debe usted contar. Sir Roy está firmemente decidido a hacer todo por salvar a Katanga. Es el tapón indispensable entre la negritud y nuestra Rhodesia. Puedo afirmar en su nombre que está dispuesto a prestarle toda la ayuda necesaria.

»Incluso estoy autorizado a decirle más: si Katanga es realmente amenazada por la ONU, estamos decididos a enviar tropas a Katanga, a condición, desde luego, de que el presidente Kimjanga lo solicite.

—No creo que sea necesario —replicó, secamente, La Ronciére—. Somos perfectamente capaces de defendernos solos.

Smith hacía rato que se agitaba en su silla, deseoso de tomar la palabra. No pudo aguantarse:

—Oiga, Sir, ya es hora de poner los puntos sobre las íes.

Se volvió hacia La Ronciére:

—Usted sabe muy bien, coronel, que si la ONU decide echar el resto, no tienen ninguna posibilidad de resistir. La gendarmería se desbandará en algunas horas. Se quedará usted solo con sus mercenarios.

»¿Cree que podrá aguantar con un centenar de hombres contra varios batallones? Se largará porque no podrá hacer otra cosa. Tras lo cual, regresará a su país y dejará que nos las apañemos con los salvajes en nuestra frontera.

Descargó un fuerte puñetazo sobre el escritorio:

—Y todo eso porque quiere hacer de Katanga un coto cerrado para los franceses. Siempre pasa lo mismo con vosotros. No pensáis más que en vuestros intereses.

La Ronciére empezaba a divertirse: recordaba que por lo menos diez veces Jenny le había acosado por saber si era cierto que el general De Gaulle tenía intención de instalar en Katanga a los franceses, que, tarde o temprano, se verían obligados a abandonar Argelia.

Lawson agitaba manos conciliadoras:

—Señores, señores, estamos aquí para llegar a un acuerdo.

Se volvió hacia La Ronciére y dijo en tono confidencial:

—No le enseñaré nada, coronel, si le digo que los rhodesianos tienen vínculos históricos muy estrechos con Katanga. Normalmente, Katanga hubiera debido corresponder a la corona de Inglaterra más que al rey Leopoldo de Bélgica.

Para los rhodesianos, el problema no era solamente político —y esto La Ronciére lo sabía—, no se trataba únicamente para ellos de crear un estado-tapón entre Salisbury y Léopoldville. Intereses económicos considerables pesaban en la balanza: Katanga producía aproximadamente el 8 % del cobre mundial, casi el excedente que cada año se volcaba en el mercado. Estas 800.000 toneladas de más hacían bajar las cotizaciones. Si Rhodesia conseguía apoderarse de Katanga, se haría a un tiempo con el control de su cobre y obtendría de la operación provechos financieros.

—Creo —prosiguió el coronel— que todavía no es el momento para nosotros de que vuestras tropas intervengan. Por supuesto, si ello fuese necesario, apelaríamos a vosotros. Mientras tanto, podríais aportarnos una ayuda eficaz sin correr riesgos tan grandes.

—¿Qué pide usted? —atajó Lawson.

La Ronciére reflexionó un instante:

—Ante todo, facilidades de comunicación. Si somos atacados por sorpresa, nos hará falta material y municiones. Lo más sencillo es que vengan de Rhodesia.

—De acuerdo —dijo Lawson—. ¿Y luego?

—Pienso que un despliegue de tropas en la frontera impresionaría a la ONU. Smith intervino:

—Ya está previsto. Mañana mismo enviamos tres batallones que acamparán frente a los puestos fronterizos. Organizaremos también patrullas aéreas.

—Si la ONU ataca —continuó La Ronciére—, necesitamos un lugar de repliegue, aunque no fuese más que para guarecer a Kimjanga. Lo más cómodo sería mandarle a Kipushi, que sólo dista treinta y cinco kilómetros de Elisabethville. ¿Está usted dispuesto a concederle el derecho de asilo?

Lawson vaciló:

—Es bastante comprometedor.

—Menos que mandar sus tropas a Katanga.

—Bueno —suspiró Lawson—. De acuerdo respecto a Kimjanga. ¿Qué más hace falta?

—Me gustaría que fuese usted menos quisquilloso referente al paso de nuestros mercenarios por Rhodesia: repetidas veces, mis hombres han sido molestados porque no tenían el visado en regla.

Lawson se levantó:

—Oiga, coronel, pienso que podría arreglar todos esos detalles con Smith. Espero que no se equivoque usted sobre sus posibilidades de resistencia. En cualquier caso, ¡buena suerte!

Tendió la mano:

«Tú —se dijo La Ronciére— estás furioso: no todo ha ido como esperabas.»

En el rellano, se volvió hacia Smith. Con gran sorpresa suya, el coloso estaba risueño. Le sacudió una enorme palmada en el hombro:

—¡Condenado frenchy, más terco que un bülldog británico! Creo que vamos a trabajar bien juntos. Mientras tanto, vamos a tomarnos la copa de la amistad.

La Ronciére supo que Smith estaba dispuesto a colaborar con él hasta que, por supuesto, los intereses de su país le obligasen a dejarlo tirado, si no a romperle los cuernos.

Era un tipo de hombre al que podía comprender.

La Ronciére despertó con un ligero dolor de cabeza. La velada con Smith se había prolongado hasta las tres de la madrugada y se vio obligado a beber. El gordo rhodesiano le contó toda clase de historias sobre las tribus instaladas a caballo en la frontera, pero el coronel ya no recordaba muy bien los detalles de este enredo étnico.

Esta mañana se sentía de vacaciones.

Se hizo subir una botella de agua mineral y telefoneó a Fort Jameson para anunciar al padre de Jenny que llegaría sobre las cinco.

Smith le había desaconsejado hacer el trayecto por carretera.

—Ochocientos kilómetros de mala pista, old boy, ya no es para nuestra edad. Además, el paisaje es aburrido. Tome un avión-taxi.

A quinientos metros de altitud, el pequeño «Piper» sobrevolaba un monótono paisaje de sabanas. A trechos, el terreno se elevaba y la sabana daba paso a planicies peladas. Se veían muy pocos poblados.

—No es rico todo eso —dijo La Ronciére.

El piloto gritó para cubrir el ruido del motor:

—No. En Rhodesia del Norte se han ocupado ante todo de las minas. Apenas el 1% del territorio está cultivado. Los indígenas se han agrupado en el copper belt, o bien emigrado a Rhodesia del Sur para trabajar en las granjas.

El avión dio un amplio rodeo a fin de evitar una bandada de buitres.

—¡Malditos sean! —rezongó el piloto—. El otro día, un compañero chocó con una carroña de ésas y por poco se rompe la crisma. ¿Va usted a casa del tío Conway, creo?

—Sí. ¿Le conoce usted?

—Todo el mundo lo conoce. Es uno de los colonos más antiguos. Nació en Fort Jameson y no se ha movido nunca. Hace treinta años que es dueño de su plantación de tabaco. ¡Vaya tío! Ya no se fabrican como él.

—Conozco a su hija, Jenny. La conocí en Katanga.

—¿Jenny? Vaya chica guapa, ¿verdad?

El piloto guiñó el ojo:

—Parece ser que le arde mucho la sangre, como al viejo Conway. ¿Sabe que éste se ha casado cuatro veces? Los antiguos de la colonia cuentan que ha plantado bastarditos un poco en todas partes.

La Ronciére se arrellanó en su asiento y calló. Sabía que Jenny había tenido cierto número de aventuras, pero no le gustaba que aludiesen a ellas delante de él.

El piloto paró el motor y se posó en la pista de laterita. Detuvo el aparato frente al modesto barracón que servía de estación aérea. La Ronciére saltó a tierra y cogió al vuelo su maleta. Quedó un poco sorprendido al no ver a nadie. Sin duda, Conway se había retrasado. Un «Land Rover» llegaba a toda marcha, levantando una polvareda roja. Paró delante de él.

—Hola —dijo Jenny, como si fuese completamente normal que ella estuviese allí y que fuese ella quien acudiese a buscarle.

—Cuánto me alegro...

Nunca lograba encontrar el tono justo con el que hablarle.

La Ronciére hizo ademán de abrazar a la joven, pero se contuvo a tiempo: el piloto, que volvía hacia su aparato, le saludó irónicamente con la mano.

Jenny llevaba botas de media caña de cuero leonado, un viejo pantalón de mahón caqui y una camisa de hombre cuajada de bolsillos. Este atuendo le daba aires de muchacha.

—He pensado —dijo con tono grave— que mi deber era venir a acoger en la casa de mis antepasados al héroe encargado de defender a los desventurados colonos amenazados. Ayer tomé un avión en Elisabethville, y aquí estoy.

Se inclinó hacia Lá Ronciére, le rozó la mejilla y, en voz baja, dijo:

—Me gustaría besarte. Pero soy una mujer decente. Cuido mi reputación.

—Espero que estés dispuesta a mancharla un poquitín.

—Más tarde. Mientras tanto, sube. La plantación está a treinta kilómetros y mi padre te espera con impaciencia. Arde en deseos de darte su opinión sobré el futuro de África, los políticos de Londres y la ridícula pretensión de los negros a la independencia.

—Piedad —dijo La Ronciére—. Tengo ganas de no oír hablar de África por lo menos unos cuantos días.

—¿Qué sabes tú... de nuestra África..., la de los blancos?

La finca Conway tenía una extensión de tres mil hectáreas. La granja se alzaba en una colina plantada de jacarandás y de franchipanieros. Era un gran edificio de una planta, achaparrado, sólido, que debió de haber sido edificado en varias etapas.

«África en tiempos de la guerra de Secesión», pensó La Ronciére.

Los negros que estaban trabajando en los inmensos tabacales o maizales iban con el torso desnudo, en shorts. Se erguían a su paso para saludarlos.

—Los conozco a casi todos —dijo Jenny—. Habitan en dos poblados que dependen de la plantación. Algunos trabajaban ya con mi abuelo.

—¿Y antes?

—Se mataban entre sí. La paz dé los blancos...

—Y ahora el odio a los blancos.

—Uhuru..., la independencia, que en swaelí significa también la libertad. Habría que encontrar otra palabra. Independencia y libertad a menudo no tienen relación alguna.

Criados de blanco, con chaquetas de botones dorados, pero descalzos, acudieron a recoger el equipaje.

En una gran sala de estar, de vigas aparentes, que evocaba una vieja morada del Yorkshire, un hombre sesentón, muy enjuto, de pelo blanco, bebía gin leyendo un periódico.

Ralph Conway se estiró como un largo alambre, besó a su hija, estrechó la mano de La Ronciére y en seguida estalló:

—Coronel, ¿sabe usted lo que escriben en este papelucho?

Mostró el Rhodesian Observen.

—Elecciones en Kenya este año, ¿me oye usted? ¡Esos malditos simios van a votar! ¡Los mau-mau que incendiaban granjas y despanzurraban mujeres elegirán a otros mau-mau, a los que dirigían la revuelta en secreto en las ciudades! ¡Con la bendición de Su Majestad, Jomo Kenyata, que hubieran debido ahorcar, acabará de Sir con la Orden del Baño!

—Oye, papá, no te pongas nervioso todavía: ¡sólo son las seis!

—¿No crees que hay motivos para ponerse nervioso? En Kenya, se vota. Aquí, los negros empiezan a agitarse.

—¿Hay calma aquí?

—¡Llámeme Ralph, coronel. Todo el mundo me llama Ralph, el viejo Ralph, hasta mi hija. ¿Si hay calma? Mis negros me conocen, conocían a mi padre. Si no viniesen canallas de las ciudades para calentarles la cabeza, serían buenos chicos. Los jóvenes se excitan, pero los ancianos los calman. —Sonrió con sarcasmo—: A veces también les dan de beber mala tisana, que los calma para siempre.

Hasta el final de la cena, el viejo no paró de despotricar. La Ronciére encontraba de nuevo todos los argumentos con que le machacaran los oídos en Indochina, pero sobre todo en Argelia: «La independencia no traerá más que miseria y, en el fondo de ellos mismos, los indígenas no la desean, pues volverán a caer bajo el yugo de otros jefes de tribu bautizados diputados o ministros...»

Conway le indicó la llanura.

—Cultivar tabaco, coronel, no es tan sencillo, no se trata solamente de meter semillas en la tierra. Hay que seleccionar los plantones, hacerlos crecer en vivero... y escardar, escardar sin tregua. Luego, hay la selección, el secado... También sembramos maíz; cultivos hortícolas, un poco de ganadería.

»Los negros, lo he aprendido a mi costa, no ven más allá de su nariz. Son incapaces de un trabajo cualquiera si no están seguros de un beneficio inmediato.

»Cuando mi padre llegó aquí, esto era la selva. Si los blancos se van, la selva volverá y se tragará mis plantaciones de tabaco, mi maíz. Uhuru..., pero se morirán de hambre. Yo quiero mucho a mis negros. Lo que me asusta no es que sean independientes. Es que son incapaces de organizar su independencia.

»¡Incompetencia y engreimiento!

»Entienden de todo, de economía, de política, de agricultura. La economía, cuatro monedas en sus bolsillos, y se compran orinales rosas, taparrabos y se beben el resto. La política, la confunden con él palabreo. La agricultura, pegan fuego al bosque, arrojan algunas semillas y, si crece algo, ¡tanto mejor! Pero el bosque dejará de existir, las lluvias se llevarán la tierra. Uhuru...

»Conway bebe mucho, y este vicio —pensó La Ronciére— no puede chocarle en su yerno.»

En cambio, el hecho de que ese yerno fuese metropolitano y diplomático no parecía agradar mucho al viejo Conway:

—Lo que necesitamos son soldados —decía—, no oxonianos muy acicalados con ideas idiotas en la sesera.

Jenny, en salto de cama, acudió tranquilamente a reunirse con La Ronciére en su habitación.

—¿Y si tu padre se diese cuenta de algo?

—Fuera de su tabaco, de su pesadilla que se llama Uhuru, el resto le trae sin cuidado. Somos, ¿cómo lo diría?, muy tolerantes a ese respecto en el África de ¡os blancos. Los boys murmurarán mañana. Aunque no hubiese venido a verte, lo dirían.

—Están acostumbrados, ¿no es eso?

—Somos un puñado de privilegiados odiados y envidiados y rodeados por millones de negros. Nuestro bunker: algunas colinas en medio de África. La fidelidad, los celos no aguantan el ambiente del bunker, salvo algunos ritos, como vestirse por la noche para cenar. Tenemos prisa por gozar de la vida y de nuestros últimos privilegios, pues peligramos perderlo todo en los meses venideros.

—Eres muy pesimista.

—¿Sabes cuánto valía la plantación Conway hace cinco años? Casi un millón de libras. Ahora, mi padre no encontraría comprador por cien mil libras a causa del Uhuru: la plantación está lejos de la ciudad y requiere una mano de obra muy importante.

»Jean-Marie, aquí comprendemos a los franceses de Argelia..., a los colonos, por supuesto. Sabemos el porqué de que se aferren a su tierra y estén dispuestos a cometer toda suerte de tonterías a sabiendas de que todo está perdido. Rhodesia pronto estará perdida para los blancos, y nosotros no podemos hacer nada. Sin embargo, he persuadido a John Ligget, cuyos hijos deberían heredar esta plantación, de que debe ayudarnos. Tú también nos ayudarás a defendernos. Antes de irnos, quizá también nosotros cometeremos toda clase de tonterías.

»Tú no puedes saber lo hermosa que es esta Áfricaa de los blancos. Mañana haré que veas el lago Nyassa ert Bandawee, donde tenemos un cottage. Es muy hermoso: aguas claras y verdes, montañas azules, un aire ligero... y perfumado, ¡tan hermoso que no debe perderse!

El 5 de septiembre, O'Maley convocaba en la «Villa des Roches» a la Prensa local y extranjera. La tensión no cesaba de aumentar, y de envenenarse las relaciones entre los soldados de la ONU y la población. Los corresponsales se apresuraron.

O'Maley entró acompañado por un hombre estilo affreux, con barba y melena. El hombre tenía los ojos inquietos, el mentón huidizo, y parecía afectado de una violenta emoción.

—Señores —dijo O'Maley—, tengo una noticia muy grave que comunicarles: el coronel La Ronciére y los mercenarios franceses han decidido asesinarme, así como al general Siddartha. Tenemos todas las pruebas del complot. He aquí el hombre a quien encomendaron preparar el atentado, un francés de ese equipo, el capitán Judet.

O'Maley oyó:

—¿A qué viene este lío? ¿Es para hacer que se olviden los muertos del 3 de septiembre?

Él forzó la voz:

—¿Os extraña? Los oficiales franceses pasados a la OAS demuestran, en Argelia, que no vacilan en emplear esos métodos. La misma ralea actúa aquí.

»Éste es el capitán Judet. Su profesión: mercenario, él os lo dirá. Haced las preguntas que queráis.

Con voz baja, vacilante, que sonaba a falso, el capitán Maurice Judet contó su historia:

El coronel La Ronciére le mandó al ministro del Interior, Bongo, quien había solicitado un hombre de confianza para una misión muy particular. Bongo le recibió en su domicilio y le pidió que preparase un atentado contra O'Maley y el general Siddartha. Le ofreció quinientos mil francos belgas y amenazó con hacer que se lo cargasen si hablaba o si rehusaba aquella misión.

Judet aceptó, pero tan pronto pudo pidió asilo en la ONU.

O'Maley intervino:

—Judet se puso bajo la protección de nuestras tropas ayer a las cinco. Dos horas más tarde, recibí la visita del fiscal de la República y de un funcionario del ministro del Interior, belgas ambos, que insistieron vivamente para que les entregase a Judet.

»Lo acusaban, escúchenme bien, señores, de tráfico de divisas; siempre hay tráficos en este mundo, pero intuí otra cosa. Verdaderamente, porfiaban demasiado. Entonces pedí ver al personaje. Nuestros servicios de Seguridad también sospechaban. Amenacé a Judet con entregarlo a las autoridades katangueñas y me lo confesó todo.

Pérohade se levantó con aire cohibido:

—¿Puedo decir algo?

—Hable.

—Bueno, pues, conozco muy bien a su capitán Judet. Primeramente, no es capitán, sino sargento; luego, no es francés, sino belga. Es uno de los vagabundos que el coronel La Ronciére despachó.

Sonaron risas en la sala. Contento de su efecto, Pérohade cargó las tintas. Se volvió hacia el seudo-capitán:

—Oye, Mollard, tienes una bonita cuenta en mi casa. Sube ya, espera, ¡a cinco mil francos!

O'Maley intentó desquitarse:

—Señores, por favor, Mollard o Judet, poco importa: todo el mundo tiene aquí tres o cuatro identidades diferentes. Permanece que ese hombre me ha confesado que le encargaron asesinarme, que Bongo quiere hacerme matar. Personalmente me amenazó.

El corresponsal de la «Associated Press», John Spencer, golpeó la mesa con la palma de la mano. Las palabras silbaban entre sus dientes apretados:

—Señor alto representante, importa que se llame Mollard y no Judet. En las circunstancias presentes, no solamente no puedo creer el relato rocambolesco de ese individuo, sino que he de preguntarme si no le ha pagado usted mismo y si no ha montado usted ese cuento con un propósito inconfesable.

—Cállese, Spencer. Le haré...

—¿Qué?

O'Maley sintió refluirle la sangre del rostro. Todos los periodistas se habían levantado y le miraban en silencio. De pronto, se sintió convertido en acusado, y cuando aquéllos abandonaron la sala, uno tras otro, tuvo la impresión de que se retiraban para dictar sentencia.

—¿Qué voy a hacer yo? —preguntó el falso capitán.

O'Maley le miró de hito en hito con desprecio:

—Será repatriado cuando me haya dicho la verdad: ¿dirección París o Bruselas?

El hombre bajó la cabeza:

—Bruselas.

El MIR dio al día siguiente sus primeras señales de vida.

Por la noche, cierto número de inscripciones fueron pintadas en la calzada o en las paredes:

«El MIR vigila, el MIR ejecuta a traidores y colaboradores.»

Al mismo tiempo, cierto número de belgas, pero también todos los Consulados, lo cual era la mejor manera de llegar a la ONU, recibieron octavillas multicopiadas.

Llamamiento a las Organizaciones de la Resistencia belga y francesa de la guerra 1940-1945.

Camaradas:

Los katangueños, negros y blancos, sufren en la hora presente lo que soportasteis durante los nefastos años de 1940 a 1945. Estamos sometidos contra nuestra voluntad a los peores métodos gestapistas por parte de los mercenarios de la ONU:

Detenciones arbitrarias, registros, controles de identidad, amenazas, incluso disparos sin dar él alto.

TODOS AQUI ESTAN OBSESIONADOS POR EL MIEDO

La resistencia que opusisteis VICTORIOSAMENTE a los nazis durante la última guerra mundial ha dictado nuestra línea de conducta, pues estamos dispuestos a morir por la independencia de nuestro país. Katanga es libre y DEMOCRATICO. Los disturbios son provocados únicamente por la presencia de los mercenarios de la ONU.

Camaradas, os lanzamos un vibrante llamamiento: NO DEJÉIS QUE NOS APLASTEN. Ayudadnos moralmente y manifestaos en vuestras comarcas, vuestras ciudades y. pueblos. ¡Protestad contra nuestro avasallamiento y nuestro asesinato!

VIVAN LOS MAQUISARDS FRANCESES, BELGAS y KATANGUEÑOS.

Coronel ALAIN.

Comandante de la Organización clandestina MIR.

Otra octavilla estaba redactada en estos términos:

Katangueños blancos:

La ONU se propone practicar registros en vuestras casas para saber si poseéis armas.

¡Poneos en guardia, no os dejéis atropellar! Mantened vuestra confianza absoluta en Katanga. Venceremos porque somos los más fuertes.

EL MIR.

La primera octavilla había sido redactada por Fonts, que no estaba muy satisfecho de ella, pero tenía prisa. La segunda, por Pérohade, quien, por el contrario, estaba muy orgulloso: hasta la fijó sobre el bar de su establecimiento.

Las inscripciones fueron pintadas en las paredes por policías katangueños, y las octavillas multicopiadas en el propio despacho de Gelinet, en su fábrica de cerveza.

Los Servicios de Información de la ONU hicieron una indagación, y como no daba ningún resultado creyeron habérselas con una organización clandestina particularmente bien montada. En los salones de E'ville fue de buen tono dar a entender que se pertenecía al MIR, como al «Golf Club».

Periódicos y agencias de Prensa se interesaron por el MIR. Se publicó incluso una entrevista del misterioso coronel Alain, y una lista de personas sospechosas de colaboración con el enemigo.

La desaparición y luego la ejecución de Albrecht, conserje del «Hótel Léo II», que informaba a la ONU, fue atribuida al MIR y provocó una nueva indagación que, una vez más, no dio ningún resultado.

Únicamente Bongo y sus pistoleros eran responsables: Albrecht, que era aficionado a los jovencitos africanos —lo cual le había valido el apodo de él Egipcio— fue, al parecer, atraído a la barriada africana y luego degollado. Su cadáver fue hallado cerca del campo de golf.

O'Maley quería absolutamente que detuviesen a Bongo. Enviaba telegrama tras telegrama a la «Casa de Cristal». Llegó una respuesta que no lo era:

«Mande detener a Bongo, pero solamente si es cogido en flagrante delito de incitación a la guerra racial.»

—¿Qué es eso de guerra racial? —preguntó O'Maley a Siddartha.

Por una vez, el indio dio muestras de humor:

—Pero, Sir, las guerras raciales son las que los blancos hacen a las gentes de color; las otras son guerras de liberación. Por tanto, Bongo no puede ser acusado en ningún caso de guerra racial, sino sólo de asesinato, de robo, de violación, de depredación...

La dirección de la «Unión Minera» hizo saber que se vería obligada a evacuar a mujeres y niños si la situación se agravaba a consecuencia de las actividades de la ONU.

Esta notificación contribuyó considerablemente al desconcierto general. Arnold Riverton telefoneó a Van der Weyck para preguntarle qué mosca le picaba:

—Tengo también mis «ultras» —respondió el director general.

—¿Podríamos vernos?

—Me parece difícil actualmente.

—¿El MIR vigila?

—Sobre todo, mis colaboradores. Incluso desde hace algunos días están muy atentos a mis actos y palabras, y encuentran que en estas dramáticas circunstancias jugar al golf con el cónsul de América, o simplemente jugar al golf, es una provocación.

Van der Weyck estuvo a punto de decir algo más, pero colgó.

Un comité de vigilancia acababa de ser constituido en la «Unión Minera», cuyo responsable era aquel joven cretino de Ravetot.

Van der Weyck medía ahora el error que había cometido al introducir en Katanga al pequeño grupo de mercenarios franceses. Con sus técnicas, que no se preocupaban ni de las realidades políticas ni de las realidades económicas, arrastraban a Katanga hacia la guerra civil y quizás a la «Unión Minera» a su perdición.

Justin Pimuriaux se lo había chillado por teléfono, tres horas antes de que le embarcasen en el avión.

El 9 de septiembre, el presidente Kimjanga dio una conferencia de Prensa, y a su vez se valió de un complot...

O'Maley, tenía pruebas, pero se excusó de no poder presentarlas aún; quería detenerle, así como a Bongo, ministro del Interior, desarmar a la gendarmería y traer a E'ville al ejército congoleño, «los saqueadores, los borrachínes, los violadores de mujeres del campamento de Thysville».

Los gurkhas seguían llegando por aviones completos: «Globemasters» americanos, lo cual otorgaba a la tesis de Kimjanga cierta veracidad.

El 10 de septiembre, unos manifestantes arrojaron piedras contra los cristales del Consulado americano, y una hora más tarde, en Correos, Fournier, un ayudante de O'Maley, fue violentamente atacado por un comisario de policía belga.

El 12 por la mañana llegaba a Elisábethville un tunecino llamado Brahimi, alto funcionario de la ONU, adjunto del representante de las Naciones Unidas en el Congo.

En compañía de O'Maley, fue a ver inmediatamente al presidente Kimjanga y le conminó a entrevistarse el día siguiente en Léopoldville con el secretario general de las Naciones Unidas que iba a llegar allí.

Kimjanga no intentó esta vez buscar subterfugios. Se negó en redondo y habló del derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos.

Brahimi insistió, recalcó que esto vez el secretario general estaba determinado a acabar con la secesión katangueña y que se daba al presidente su última oportunidad de llegar a un acuerdo honroso con el Gobierno central del Congo.

Si rehusaba, la ONU estaba decidida a emplear todos los medios.

Kimjanga rogó a Germaine que acompañase a «esos señores». No les había estrechado la mano; no les había invitado a sentarse.

Cuando se iban, la greña de Fonts asomó entre dos puertas, y Bongo, al cruzarse con ellos en la antesala, fingió no verlos.

Kimjanga estaba sólidamente amarrado.

Brahimi entregó entonces a O'Maley cinco órdenes de comparecencia firmadas por el fiscal general de Léopoldville y extendidos a nombre de Kimjanga, Bongo, Evariste Kasingo y otros dos ministros, culpables de «torturas y de asesinatos».

Aunque le había irritado la manera como había sido recibido, el elegante Brahimi, diplomático sutil, recomendó a O'Maley que no se detuviese a Kimjanga.

—El secretario general desea vivamente evitar toda efusión de sangre. Le gustarla que obligase usted a Kimjanga a capitular, como el 28 de agosto. Convendría que él hiciese un llamamiento por la radio para recomendar calma a la población. Después, nos lo manda usted a Léopoldville, donde veremos lo que deberá hacerse de él.

—¿Y si se niega?

—Enseñe la orden de comparecencia.

—¿Y si se defiende?

El tunecito apartó sus manos:

—Haga lo que más convenga. No olvide, sin embargo, que la situación de nuestro secretario general es actualmente delicada, incluso difícil.

—¿Me da usted luz verde?

—Tiene usted las órdenes de comparecencia... Sin embargo...

Hizo un gesto envolvente:

—¡Si todo pudiese desenvolverse bien y no suscitase en el mundo reacciones demasiado vivas... Ese tiroteo del 3 de septiembre..., molesto...

—Fueron los mercenarios franceses.

—Por supuesto. Estoy admirablemente situado para conocer ese tipo de hombres sin escrúpulos, pero no sin habilidad. Nuestro pobre secretario general se encuentra a algunos meses de su reelección. Todos nosotros queremos que sea reelegido. Es raro que haya podido enemistarse a la par con rusos y franceses. Está muy deseoso de no tener a los ingleses en contra suya.

—Los franceses también son enemigos de ustedes. Bizerta...

—Digamos viejos enemigos, lo cual es muy diferente. Hay viejas enemistades que en ciertos aspectos parecen amistad.

A las seis de la tarde, O'Maley citó al general Siddartha:

—«Morthor», mañana a las cuatro de la mañana.

El rostro del general se iluminó con una sonrisa.

Tres años atrás, Patrick O'Maley era un joven profesor de economía política en la Universidad de Dublín.

Una buena mañana había sentido la necesidad de evadirse de aquel mundo jerarquizado, conformista dentro de su anticonformismo de principio, para encontrar de nuevo hombres que no fuesen solamente grandes ideas y pequeñas codicias.

Su padre, ligado a un miembro del Gobierno por una vieja y huraña amistad, le hizo ingresar en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Las codicias continuaban, complicadas con esnobismo y engreimiento. En cambio, se ignoraban las grandes ideas. Tampoco había hombres. ¿Dónde estarían?

O'Maley logró que le pusieran a disposición de la ONU, esperando que en este gran organismo, donde se codeaban todas las razas, escaparía por fin a la estrechez de las causas nacionales y descubriría a quienes él buscaba. Nada más llegar a la «Casa de Cristal», se dio cuenta de que los funcionarios de la ONU tenían todos los defectos de los universitarios y todos los de los diplomáticos, sin contar diversas clases de susceptibilidades nacionales o étnicas.

Pero cuando hubo obtenido un puesto de responsable en Katanga, cuando tuvo por fin soldados a su mando y decisiones importantes que tomar, O'Maley descubrió esa droga que es la acción.

Apretando un botón, O'Maley había desencadenado «Morthor», y el impasible Siddarta había mudado de expresión. El coronel Degger, manoseando los botones de su uniforme, había exhalado un suspiro, y, a su vez, cesaba de tener trabados los pies en toda suerte de dificultades y de inquietudes. Había pasado a la acción. Había cambiado de mundo.

O'Maley se hizo conducir a casa del cónsul de Estados Unidos. Arnold Riverton le había propuesto:

—Venga a cenar en familia. Seremos tres: usted, mi hija y yo, delante de nuestros cristales rotos.

Riverton le esperaba, con el vaso en la mano: estaba solo y ligeramente achispado.

—Entonces, Patrick, ¿cómo anda el asunto? —preguntó el cónsul.

O'Maley se sirvió un whisky e hizo tintinear el hielo en su vaso.

—Ahora hace falta que reviente, mi querido Arnold. Cuanto antes, mejor. Nos encontramos en una situación equívoca, entre la intervención y la no intervención. Nos negamos a reconocer la secesión katangueña, sin dejar de llamar «señor presidente» a Kimjanga y «Excelencia» a Bongo. Enfrente, no tenemos más cosa sólida que ese puñado de mercenarios. Todo debería volver al orden, y muy pronto.

—¿Qué orden? —preguntó Riverton—. ¿El de Léopoldville? Es, sobre todo, un buen desorden. En fin, es el desorden que hemos escogido. He aquí otro país, Katanga, en el que nos haremos aborrecer.

»Jugamos con mala suerte al través del mundo..., los «Ungly americanos». A veces la culpa es nuestra. Con mayor frecuencia aún, culpa de la Historia, que nos da, por el momento, el liderato de medio mundo.

»Cuando rompieron nuestros cristales, había belgas mezclados con los africanos. ¿Va a constituirse la comunidad multirracial a costa nuestra?

»Cuando los ingleses y los franceses dirigían el mundo, ¡cuán fácil era acusarlos de faltas imperdonables!

»¿Estima usted entonces, mi querido Patrick, que no tiene enfrente más que ese puñado de mercenarios? Ha atrapado usted a unos cuantos; los otros han huido.

—¡Me río de esos presumidos pistoleros, de esos barbudos de western qué hemos recogido en nuestros camiones! Me hacía falta ese coronel La Ronciére, y también ese pequeño gángster de Fonts.

Joan entró en el momento en que O'Maley, paseándose de arriba abajo, decía:

—¡Son unos asesinos!

Joan, con los ojos brillantes, frunciendo su graciosa naricilla llena de pecas, preguntó:

—¿Quiénes son esos asesinos, Patrick?

—Me refiero a La Ronciére y a ese amiguete de usted, Thomas Fonts.

—¡Es de locura la de asesinos que hay! Todo el mundo también le trata a usted de asesino. Hasta los periódicos americanos, y sé perfectamente que usted no es ningún asesino.

—¡Es innoble!

—Ocuparse de lo que a uno no le importa y hacer política en casa ajena es siempre un poco innoble.

—¿Acaso se hace usted adoctrinar, Joan?

—Trato de conservar un poco de buen sentido en esta casa de locos. Tengo mucha hambre. ¿Vamos a la mesa?

—¿De dónde vienes? —preguntó Riverton.

—Estuve en casa de Jenny.

Acababa de dejar a Thomas Fonts. Una vez más, la besó en el coche... con mucha convicción. Joan quería imaginarlo desamparado, lo cual la llevaba a creer que lo estaba. Pronto, ella sería ese punto de amarre al que él se asiría. Entonces, pues los hombres son muy indecisos, ella debería tomar por él cierto número de decisiones, y resolver para él cierto número de problemas, pues los hombres son muy perezosos.

El nombre de Jenny, su recuerdo candente, hicieron más agresivo aún a O'Maley. Jenny se había pasado al clan enemigo, y Joan también, no por alguna razón, sino simplemente por un romanticismo absurdo; las mujeres preferían los forajidos a los gendarmes, y él, el hijo de un sinn-feinn, se encontraba hoy al lado de los gendarmes.

—¿Qué piensa Jenny de todo eso? —preguntó, con voz ahogada.

—Como sabe, su marido es inglés, y creo saber que los ingleses no están de acuerdo con lo que hace usted. En cuanto a ella, es rhodesiana, y los rhodesianos están menos de acuerdo aún.

Como O'Maley empezaba a exasperarla, se tomó malévola:

—También siente por ese coronel La Ronciére, ¿cómo lo diría?, simpatía... No, más bien atracción y cierta estima.

—¿Acaso cree que él ha venido a defender Rhodesia en Elisabethville? Solamente a ganarse la paga, que debe de ser importante, a traficar..., lo hacen todos..., y a entregarse a una de sus abominables experiencias con material humano. A eso se le llama la guerra psicológica, Joan.

—Un poco somero, ¿no le parece?

—En mi opinión, Thomas Fonts es peor aún: se ríe mucho de África, de Argelia, quizás hasta de su paga. Ese chaval de cuarenta años se aburre. A los veinte años, debió de leer algunos de esos libros románticos: Malraux o Lawrence. Además, ha querido fabricarse un personaje, pues sufría de ser bajito.

»El resultado ya lo sabe usted: tres mil muertos en el río Lukugo, y en Elisabethville mujeres muertas en la calle, niños... y un conserje de hotel hallado ayer degollado por un seudomovimiento de resistencia: el MIR.

—¡Es falso!

—Vaya usted a preguntárselo, pues tal vez sepa dónde está, cuando mis servicios y yo mismo lo ignoramos.

Joan tiró su servilleta sobre la mesa:

—Voy en seguida. Si me ha mentido usted, Patrick, nunca se lo perdonaré; si Fonts me ha mentido, le juro que me las pagará.

—Quédate —dijo Arnold Riverton—, no es el momento de pasearte por las calles con el «soy americana» escrito en tus greñas pelirrojas.

—Daddy, para mí, mi asunto es un asunto grave, al igual que vuestro asunto es acabar con Katanga. Salió dando un portazo.

O'Maley tenía el estómago agarrotado. Se disculpó:

—Arnold, estoy muy nervioso. Quiero mucho a Joan, y ese Fonts...

—A mí tampoco me gusta nada saberla en compañía de ese chico, sobre todo en las circunstancias presentes. Ahora que, ¿no exagera usted? La pasión le arrebata...

—Jenny no tiene nada que ver con eso.

—Está usted tan excitado como mi hija. Me refería a la pasión política; ahora bien, la buena política, me lo han repetido incesantemente en el departamento, se hace sin pasión.

Riverton se sacó una fotografía del bolsillo y la tendió a O'Maley:

—Se llamaba Sunnarti y era indonesia. Por ella estuve a punto de echar a perder mi carrera y mi vida..., y hoy no sé ya siquiera por qué.

Al irse, O'Maley le dijo:

—Mañana por la mañana, quédese en casa e impida a su hija que salga. Luego, ya lo verá usted, todo será más sencillo.

—¡Buena suerte, Patrick!

Joan telefoneó desde el «Hótel Léo II» al número que le había dado Fonts.

—Oiga, Thomas, ¿está usted en casa? Necesito verle inmediatamente. No, no me interesa dejarme ver en una boite como el «Mitsouko», hacer de «dama de mercenario», como escribe su amigo Dorat. En casa de Musaille, por nada del mundo. En su casa, ¿por qué no? Sólo que ignoro dónde vive, dónde está su escondite, como dice usted. ¿No le estoy diciendo que es muy importante? El gran edificio de la «Société Générale», detrás de Correos, sexto piso, puerta izquierda. Estoy ahí dentro de cinco minutos.

Joan llamó. Thomas Fonts acudió a abrir. Iba en mangas de camisa, arremangado y sostenía un libro. Como ella miraba el libro, se lo mostró: La filosofía bantú, del R.P. Placide Tempels.

—Como ve, codorniz mía, mientras usted está convencida de qué me paso las noches pegando tiros de pistola o levantándoles las faldas a las chicas, me instruyo.

»¿Qué es lo que no marcha bien, Joan?

Fonts parecía divertirse; le brillaban los ojos, lo cual exasperó a la muchacha. Sin embargo, se había jurado guardar la calma.

Joan se echó en un sillón y sacó un cigarrillo de un paquete que casi rompió, pero no logró que prendiese su encendedor, lo cual acrecentó su enfado. Fonts le acercó lumbre.

—Thomas, no tengo costumbre de ir a buscar por la noche en su casa a los chicos.

—¡Qué buena costumbre, sin embargo!

—No tengo tiempo de bromear. Quisiera hacerle tres preguntas: ¿Es usted el causante de la matanza del río Luguko? ¿Provocó usted el tiroteo de la avenida Saio? ¿Es usted ese coronel Alain que dirige el MIR y que ha hecho asesinar a ese pobre conserje suizo?

—¿Cómo se responde a esas preguntas?

—Diciendo sí o no.

—No respondo... Sí... no..., es demasiado sencillo.

—Entonces es usted culpable. O'Maley decía la verdad.

La ironía de Fonts dio paso súbitamente a esa forma de cólera que llaman blanca porque retira la sangre del rostro.

—Joan, no le debo a usted nada y no le he prometido nada. Si piensa que soy un asesino y esto le molesta, ¿qué está haciendo aquí? No tengo ninguna cuenta que rendirle. No soy ni su amante ni su marido, Y aunque lo fuese, no le rendiría cuentas. En mi país somos así. Hago mi guerra, O'Maley y el padre de usted hacen la suya en el otro bando, una guerra igualmente asquerosa. Usted y yo nos encontramos en territorio neutral, así es que no hablemos de eso.

»Si esta situación la encuentra desagradable... pásese a un bando, tome posiciones, sea tan idiota como todas esas tías que se empeñan en meterse en lo que no les importa. Está, creo, dentro del estilo americano.

Joan estaba sofocada de indignación. Se puso en pie:

—Le prohíbo...

—Qué, codorniz mía? ¿Que toque la bandera americana?

—No es usted más que un infecto individuo, un pobre desgraciado, un enfermo, un desequilibrado...

—No trago, codorniz mía: la compasión, las excusas de las buenas mujeres para el hombre que no es sino un niño enfermo... No. Es como los galenos, tipo mundano: le dicen a un tío resfriado que está gravemente enfermo, que es psicosomático, que ha de ponerse en manos de su especialista. Cuando el especialista le tiene bien sujeto, bien anestesiado, le vacía la cartera. Las mujeres buenas despellejan al hombre bueno.

—¡Usted está loco! Para usted, el mundo sólo está poblado de mujeres chupópteras, de gangsters y de médicos ful. Mi pobre Thomas, ¿qué hombres, qué mujeres ha encontrado usted hasta ahora?

«Conozco hombres que viven en paz con su conciencia, que aman a su mujer...

—Sí, pero con ésos mía se aburre, ¿verdad?

De repente, la tuteó:

—Oye, Joan, en Francia, cuando una chica abronca, sin razón, a un hombre es porque está chalada o tiene ganas de acostarse con él.

—¡Oh!

Un sollozo le subió a la garganta, y se deshizo en lágrimas, lágrimas entreveradas de hipos que semejaban ladridos de un gozque:

—Para ti, una mujer sólo sirve para la cama; nunca has pensado que podía existir... otra cosa.

Joan ni siquiera se dio cuenta de que también le había tuteado.

La cólera de Fonts se había esfumado. Ahora ya no era más que un bobalicón de hombre, cohibido, sin saber qué hacer, henchido de ternura y de compasión.

Cogió del hombro a Joan y la llevó despacio hacia el diván.

—Toma una copa, cálmate, te lo ruego. Te acompañaré a casa.

Joan, mientras se tapaba la nariz con un ridículo pañuelito, descubría el arma verdadera de todas las mujeres; eran las lágrimas, no la cólera o la indignación.

Al principio sincera, comenzaba a fingirlo: era tan nuevo... tan fácil y eficaz. El orgullo de los hombres resistía a los golpes, pero algunas lágrimas lo hacían derretir.

Sin dejar de sollozar, pero forzándose un poco, mojó los labios en el vaso de whisky que sostenía con ambas manos. Fonts se había sentado a sus pies. Esta vez, ella no debía dejar que el niño se le escapase, como en España.

Dejó el vaso y le acarició el pelo, aquella recia greña a la vez ondulada y rebelde.

Él se le acercó, volvió a cogerla del hombro y la atrajo hacia sí.

Fue Thomas quien pidió:

—Quedémonos todavía un poco en terreno neutral.

Ninguna ironía ya en su voz; era casi un ruego. El niño no se iría.

Thomas le acarició la nuca, besó sus mejillas, que las lágrimas habían salado, y luego los labios estremecidos. De una patada mandó a rodar en el suelo la lamparita de cabecera que estaba junto al diván.

Ella sabía ahora que, desde hacía mucho tiempo, anhelaba aquel momento.

Jamás supo Joan cómo fue a parar a aquella cama, cómo se encontró tendida, desnuda, junto a Thomas, apenas tapada con una sábana empapada en sudor.

Cuando él se levantó, sin el menor pudor, para ir a ducharse, silueta nerviosa y dura, de olor penetrante, no se sintió asombrada por lo que antes considerara como algo extremadamente chocante.

Pues el milagro se había producido: se había oído gemir y quejarse, «morir de placer», pues el placer y el anonadamiento se mezclaban íntimamente. Había descubierto que un cuerpo de hombre podía pertenecerle como si formase parte de ella misma.

Cuando Thomas la dejó, no había sentido aquel asco que la hacía rehuir a Davis, bajo un pretexto cualquiera. Le seguía gustando el olor de Fonts, su sudor, y hasta cierta parte de él mismo que decían vergonzosa. Cansada y maravillosamente sosegada, no planteándose ya ningún problema, olvidando que él no había contestado a sus preguntas, se dijo:

«Y pude haberme perdido... la comunión de los cuerpos. He aquí que reencuentro todos los clisés de los libros a cuatro cents.

«¿Qué tiene Thomas de diferente de los otros... y por qué yo he sido diferente?»

Sabía hacer mejor el amor, era atento, pero no pasaba de ser un poco de técnica y no explicaba aquel gozo profundo, impúdico, desordenado que se había adueñado de ella.

¡Qué fácil resultaba entonces hablar! Las palabras ya no hacían daño: rozaban, y también acariciaban.

Thomas le contó una extraña historia. Tenía dieciocho años, era el final de la guerra de España. Quinientos mil refugiados abandonaban Cataluña. Mujeres y niños dignos y andrajosos, hombres derrengados, cubiertos de polvo, que tiraban sus armas a las cunetas.

Thomas fue a la frontera con su padre para esperar a unos parientes y evitar que les condujeran hacia los campos de concentración de Argelés o de otros sitios.

Un hombre, un viejo español, antes de entrar en Francia recogió un puñado de tierra y fue, con el puño cerrado sobre aquella tierra, como cruzó la frontera. Un guardia móvil con casco, de rostro brutal e innoble, le hizo soltar, burlándose, a culatazos, aquella tierra, y todos los demás guardias se echaron a reír.

—Pero —le dijo, acariciándole la sien—, ahora son mis compañeros los que cuidan del orden en Francia, pero no consigo avezarme a ello. El desorden les sentaba mucho mejor.

Luego volvió a hacerla suya, pero, ¿por qué decir que era él quien la poseía? También ella le poseía, y el milagro se repitió.

Así como Fonts había borrado la imagen del pequeño español que huía, así también ella borraría la imagen del guardia móvil haciendo soltar el puñado de tierra al viejo refugiado.

Entonces, ambos serían felices. Juntos, abandonarían Katanga, mañana, cuanto antes... Se casarían porque así resultaba mucho más sencillo. Liberado de su odio al orden, Fonts aceptaría de sus amigos, que eran dueños del orden en Francia, una situación honrosa. No tendría más que decirles:

—He olvidado al guardia móvil de la frontera española: la prueba está en que me he casado con esta chica pelirroja cuyo padre es cónsul de América.

Fonts dormía, con la mano junto a la cara de ella. La rozó con un beso y, feliz, colmada, vencida y victoriosa a la vez, cayó en un sueño profundo, sosegado y tibio como una laguna de Oceanía.