Capítulo 5
Joanna supo que había llegado la hora mucho antes de que el mandarín dijera una sola palabra, pero su mente todavía no había aceptado la situación totalmente. Estaba encerrada en una habitación. Le habían lesionado la garganta de manera que no podía emitir sonido alguno y ni siquiera respirar profundamente sin sufrir un terrible dolor. Y una mujer pretendía que ella y este hombre practicaran juntos unos ejercicios que involucraban la manipulación de las zonas más privadas de una persona.
El concepto era extraño y la situación, todavía más. Sin embargo, ahí estaba Joanna, mientras que un hombre le decía con toda tranquilidad que era hora de quitarse la bata. Ella había oído hablar sobre ese tipo de perversiones. Había rumores y chismes sobre muchachas atrapadas y vendidas como esclavas sexuales. Aunque su situación no correspondía exactamente a lo que había oído, Joanna pensaba que eso era lo que le había ocurrido.
De hecho, es lo que todo el mundo supondría que le había ocurrido aunque lograra escapar con la virtud intacta.






Por desgracia la reputación no era el problema más acuciante. El cautiverio. La lesión. El inmenso dolor. Todos ellos eran más urgentes.
Joanna tuvo la tentación de caer en un ataque de histeria, permitir que el dolor la dejara inconsciente para no tener que soportar lo que estaba por llegar. De hecho, la inconsciencia parecía una excelente opción en ese momento. Lástima que no estuviera interesada en lo más mínimo en quedarse insensible.
Era realmente una estupidez y Joanna se sintió muy decepcionada de sí misma por su cobardía. La verdad era que le daba mucho miedo obligarse a sí misma a desmayarse. ¿Qué le pasaría? ¿Qué le harían? ¿A qué la someterían? La muchacha se dio cuenta de que no quería estar ciega y sorda, además de muda. Podría perder una oportunidad para escapar o para encontrar una clave sobre esta situación tan extraña.
Buscar la inconsciencia sería rendirse a la desesperanza. Y ella no se podía rendir tan fácilmente. Lo que significaba que tenía que conservar los cinco sentidos. Lo que significaba…
Que tenía que quitarse la bata.
—No —trató de susurrar Joanna, pero el dolor interrumpió el sonido antes de que pudiera hacer otra cosa que negar con la cabeza.
Los ojos del mandarín se volvieron más severos.
—Me lo prometió, Joanna Crane. ¿Acaso quiere que vuelva a atarla?
Joanna negó con la cabeza. No podía hacer nada cuando estaba atada. Entonces señaló el manuscrito. Tal vez si supiera lo que iba a pasar tendría mejor capacidad de elección. Después de todo, siempre podía forzar un desmayo respirando profundamente unas cuantas veces, ¿no? Así que tal vez si podía ver el manuscrito, entender lo que hacía que esas mujeres fueran tan hermosas…
Zou Tun se lo alcanzó y lo abrió de par en par sobre el regazo de Joanna.
—Mire —dijo con el mismo tono suave y tranquilizador que había usado para apaciguar a la yegua —. Se lo leeré para que entienda que no hay nada que temer.
En realidad Joanna podía leer el texto bastante bien por sí misma. Después de una década en este país había aprendido mucho. Pero cuanto más tiempo hablara el chino, mayor sería el retraso. Así que Joanna asintió y sonrió ligeramente en señal de agradecimiento.
—«Lo que es viejo volverá a ser joven» —comenzó Zou Tun —. «Lo que cuelga se volverá firme. El loto florecerá y el rocío brillará como perlas entre pétalos». —Luego el hombre señaló el dibujo de una mujer desnuda, que estaba sentada con la pierna derecha doblada —. Tiene que sentarse así, con el pie haciendo presión contra la cueva bermellón.
Joanna frunció el ceño sin saber si había entendido bien.
—La cueva bermellón —repitió el chino lentamente —. Es aquí. En la unión de los muslos de una mujer. La llamamos así debido a su particular aroma.
Joanna sintió que la cara se le ruborizaba de vergüenza. Nadie le había mostrado nunca dibujos como éstos y mucho menos había hablado sobre ellos con tanta franqueza. Pero el manchú prosiguió. Pasó al dibujo de una mujer con las manos sobre los senos.
—«Para purificar, trace sobre los senos setenta y dos círculos, comenzando desde el centro y moviéndose hacia fuera. La recuperación comienza al mover las manos en la dirección opuesta, comenzando desde el exterior y moviéndose hacia el centro». —En ese momento el hombre dejó de leer, pero Joanna no. Ella siguió leyendo mentalmente las palabras, tratando de entender.
Luego Joanna sintió que la mano del hombre le levantaba suavemente la cabeza para obligarla a mirarlo a los ojos.


—¿Para los bárbaros es importante la pureza de una mujer? —preguntó. Luego frunció el ceño y negó con la cabeza —. No, la pureza no. La virginidad. ¿Ustedes los bárbaros aprecian mucho la virginidad de una mujer?
Joanna logró asentir, aunque sentía que la cara le ardía de vergüenza.
—Nosotros los chinos también. Por esa razón las Tigresas nunca permiten que el dragón de un hombre entre en su cueva. Porque distiende la abertura y les roba los fluidos de la juventud.
Joanna parpadeó, absolutamente perdida. Volvió a mirar el manuscrito y tocó el dibujo de un tigre —no, una tigresa —, cuyo cuerpo se extendía a lo largo de la página como el de un gatito que se estuviera despertando de una siesta. La actitud era evocativa y atrajo su atención desde el comienzo.
—Sí. Aquí a las mujeres se las llama Tigresas. Los hombres son Dragones. Los mejores, creo, se llaman Dragones de jade. Nosotros vamos a aprender esa disciplina.
La mirada de la muchacha buscó enseguida los ojos de Zou Tun. La pregunta era obvia. ¿Por qué?
Zou Tun vaciló un momento y Joanna pudo ver en su rostro una terrible indecisión interna. ¿Le diría la verdad o no? Estaba a punto de rebelarse para exigirle sinceridad, cuando el hombre encogió los hombros en señal de que aparentemente había decidido decirle la verdad.
—Estoy aquí para pagar una deuda y la Tigresa Shi Po decidió que éste sería mi castigo.
Joanna abrió los ojos. ¿Este entrenamiento era un castigo para él? Pero si Zou Tun percibió la pregunta, de todas formas no la respondió. En lugar de eso, se inclinó hacia delante y le agarró la mano.
—Usted está aquí porque yo no puedo dejarla ir. No puedo permitir… que cierta gente sepa que estoy aquí. Así que, mientras yo esté en Shanghai, usted deberá permanecer aquí y guardar silencio.
Joanna se enderezó, deseando con desesperación poder hablar, poder encontrar las palabras que lo convencieran de que ella no diría nada. Pero, claro, él lo sabía. Ella se puso las manos en la garganta y luego sobre la boca. No podía decir nada. ¿Acaso no lo entendía?
Zou Tun asintió con la cabeza.
—Sí, por esa razón cerré sus cuerdas vocales. Para que no pudiera hablar. —Luego suspiró —. Pero puede leer ¿no? Y escribir.
Joanna se quitó las manos de la boca y comenzó a negar. Pero antes de que pudiera mover la cabeza el hombre la detuvo nuevamente levantándole la mandíbula. Se la sostuvo con firmeza y sus ojos parecían más negros que la tinta del manuscrito que descansaba entre ellos.
—No me diga mentiras, señorita Crane. Eso envenenaría la confianza entre nosotros; y me temo que así nunca terminaríamos el entrenamiento. Estaríamos atrapados en esta diminuta habitación para el resto de nuestras vidas.
Joanna frunció el ceño, segura de que eso no podía ser cierto. A estas alturas seguramente su padre ya sabía que estaba perdida. Y era probable que registrara con guardias cada casa y cada burdel de la región sur de China. No se detendría hasta encontrarla. Lo único que ella tenía que hacer era sobrevivir hasta que su padre llegara. Sobrevivir y buscar la oportunidad de escapar.
Entretanto los dedos de su compañero se estaban cerrando con fuerza sobre su mandíbula.
—Usted está esperando una oportunidad para escapar. Es natural. Pero yo soy su único aliado en este lugar. Usted podrá golpearme, pero no podrá huir de ellos.






Joanna estudió la expresión del hombre mientras hablaba y vio que no mentía. Pero él habló como si las mujeres, la Tigresa y sus criadas, fueran las enemigas de Joan na. Tal vez eran enemigas de él, pero ella no había hecho nada malo. Excepto hablar un poco de más en un camino a las afueras de Shanghai. Sin embargo, Joanna no sabía qué había dicho Zou Tun a la Tigresa sobre ella. ¿Qué era exactamente lo que le harían si huía? ¿Quién era más peligroso? ¿Más sincero?
—Le juro, señorita Crane, que yo no le haré daño. No destruiré su virginidad. Sólo quiero practicar esta religión con usted, hasta que ambos podamos irnos. Si usted es honesta conmigo, seré fiel a esta promesa. Pero si me miente, no me interpondré cuando la Tigresa la venda a un jardín perfumado, donde la volverán adicta al opio y la venderán al mejor postor. ¿Entiende lo que digo?
Joanna tragó saliva de nuevo, pues sabía que el hombre no le mentía. Peor aún, sospechaba que también decía la verdad respecto al futuro que le esperaba. No era éste un burdel como esos sobre los que ella había oído hablar. Y si no quería ir a parar a uno, tendría que hacer todo lo posible por quedarse aquí. Con él.
La muchacha asintió con la cabeza, aunque los ojos se le llenaron de lágrimas. Pero él no permitió que las lágrimas brotaran. Se las secó suavemente con los pulgares antes de que se derramaran.
—Me gusta que no use maquillaje —comentó y había un tono de sorpresa en su voz —. Eso me permite ver que usted es de carne y hueso y no un espíritu fantasma. Eso hará que las cosas sean más fáciles para los dos.
Joanna parpadeó, asombrada y molesta por el comentario del hombre. ¿De verdad creía que a ella le importaba si él quería que usara cosméticos o no?
—Así está mejor —dijo Zou Tun y una sonrisa le suavizó los rasgos —. Usted tiene mucho fuego dentro. No debe disminuirlo con lágrimas.
A Joanna le costó entender al principio. Cuando por fin lo consiguió, no podía creer que hubiese oído correctamente. ¿Acaso le estaba tomando el pelo? ¿Para que no llorara? Pero ¿por qué?
—Yo no soy un monstruo, Joanna Crane —dijo con amabilidad —. Soy…
¿Quién? Joanna lo interrumpió de repente al ponerle la mano sobre el pecho. Luego pronunció nuevamente la palabra sólo con los labios. ¿Quién? ¿Quién es usted?
El hombre vaciló. Era obvio que no quería decirle la verdad. En especial después de haber tratado de esconder su identidad con tanto esmero. Pero no era un monje; eso ya lo había descubierto. Así que Joanna comenzó a especular, pronunciando las palabras con los labios lo mejor que podía.
¿De la corte imperial?
Zou Tun no respondió, pero tampoco necesitó hacerlo, pues ella pasó enseguida el dedo por la nariz larga y recta. Definitivamente era un manchú. Probablemente del linaje real.
¿Príncipe?
Zou Tun le agarró la mano y la apartó de su cara.
—Sin Nombre. Puede llamarme Monje Sin Nombre.
Joanna le dedicó una sonrisa, pero él no se detuvo allí. Le cogió las manos y se las puso sobre el borde de la bata con una actitud rápida y profesional.
—Quítesela para que podamos comenzar.
Se le había acabado el tiempo. Zou Tun no toleraría más demoras. De hecho, al ver que Joanna vacilaba, puso a un lado el manuscrito y le empujó las piernas para que se acomodara.
—No tiene que quitarse esta parte siempre y cuando se siente correctamente. —Y diciendo eso, mantuvo cerrada la bata mientras le empujaba la rodilla derecha.



La muchacha se acomodó lo mejor que pudo y dobló la pierna de manera que los muslos quedaron abiertos, (entretanto él mantuvo la bata cerrada para que nada que dará expuesto. Nada que él pudiera ver, claro. Pero Joanna sí podía sentirlo. Sentía el aire y las sábanas. Sentía que la cadera se ladeaba un poco y sus partes innombrables, esa zona que ya no tenía vello, vibraba con una sensibilidad desacostumbrada.
Aún se ruborizó y se acaloró más, pero ni una lágrima le nubló la visión. En lugar de eso Joanna se concentró en su rabia. Rabia hacia él, el Monje Sin Nombre, por haberla traído a este lugar. Rabia porque un príncipe imperial tratara de esconder su propia identidad y, sin embargo, lo hiciera tan mal que la primera desconocida con la que se cruzó lo descubrió enseguida. Y rabia de que cualquier hombre, en especial un incompetente espía imperial, pudiera ordenarle con toda tranquilidad que abriera las piernas y descubriera los senos.
No obstante, Joanna estaba obedeciendo. Dobló la rodilla y dejó que él le empujara el talón del pie derecho contra la ingle. Sentía esa zona caliente al contacto con el pie, caliente y recubierta de una humedad que ella nunca antes había sentido, pero que sabía exactamente cuándo había aparecido. Apareció mientras lo observaba realizar su propio rito de purificación. Todavía estaba húmeda y sintió una vibración cuando él le empujó el talón. Ese cambio en su cuerpo hizo que Joanna se pusiera aún más furiosa.
—Debe descubrirse los senos —afirmó Zou Tun de manera tajante. Luego agregó con un tono más suave —: Encuentre su centro. Eso hará que todo sea más fácil.
Joanna no entendió qué quería decir, pero tampoco le importó. En lugar de eso, se quedó mirándolo, deseando tener verdadero fuego en los ojos. Lo fulminaría con la mirada y lo reduciría a cenizas exactamente donde estaba. Ella…
Fantasear no le serviría de nada ahora, así que Joanna se detuvo abruptamente. Él se estaba inclinando para desnudarla, pero ella le retiró las manos de un golpe. El hombre retrocedió y pareció enfurecerse, pero a ella no le importó. Él tendría que entender. No es que ella se negara hacer la tarea, pero tenía que hacerla ella sola. A su tiempo. Y con sus propias manos.
Joanna dudó antes de retirarse la bata de los hombros lentamente con manos temblorosas. La bata se deslizó con facilidad hasta los codos, pues ella tenía los brazos sobre el pecho, tratando de cubrirse. Pero era un gesto estúpido. Tendría que descubrirse totalmente si pretendía hacer los ejercicios de los círculos. Tendría que sacar los brazos de las mangas.
Respiró pero no muy profundamente porque las lágrimas le habían cerrado la garganta y le habían cortado el aliento. Y ya no quería ahogarse. Aún no. No ahora. No cuando acababa de recuperar un poco el control.
Joanna se preparó para hacer lo que tenía que hacer. Le temblaba todo el cuerpo mientras trataba de sacar lenta pero inevitablemente los brazos de las mangas. Después dejó que la tela se deslizara hasta la cintura.
Estaba desnuda de la cintura para arriba frente a un hombre que no era su esposo. En ese momento le flaqueó el valor. Tenía la cabeza inclinada y los largos rizos se le arremolinaron sobre la cara. Se cubrió el pecho con los brazos desnudos y se agachó casi hasta tocar las rodillas.
Sin importar lo que se dijera a sí misma, Joanna no podía hacer más.
Luego sintió la mano del hombre, suave y tranquilizadora, sobre el hombro.




—Estamos en una habitación pequeña y yo no puedo salir, pero no tengo que estar aquí, frente a usted. —Joanna sintió que el hombre se levantaba de la cama y luego oyó el susurro del aire cuando pasó y se detuvo detrás de ella —. Tal vez si me siento aquí, con los ojos cerrados, esto sea para usted como un baño. En la privacidad de su propia recá mara. Sólo que en lugar de limpiar su cuerpo estará limpiando su yin. ¿Se sentiría mejor?
Zou Tun no levantó la mano del hombro de la muchacha ni siquiera mientras se desplazaba. Y aunque Joanna sintió en la espalda el cosquilleo del aire, la mano del hombre la mantuvo quieta. Su tibieza le ayudó a mantener la cordura. Al final Joanna pudo asentir e irse incorporando lentamente mientras trataba de aferrarse a lo que él le había dicho.
Estoy en mi propia recámara. Estoy sola. Sólo me estoy aseando.
Joanna se repitió esas palabras una y otra vez, pero, pese a lo mucho que lo intentó, no pudo convencerse de esa ilusión. La verdad era que no estaba sola. Él estaba con ella. Y ella estaba desnuda y… se estaba tocando a sí misma.
—Tiene el cuerpo como el hielo —susurró él desde atrás —. Ni siquiera la estoy tocando y aun así puedo sentirlo. —Zou Tun suspiró —. Señorita Crane… Joanna. Por favor, esto sólo es un ejercicio. Como sentarse o caminar. Un acto del cuerpo. No debe sentir vergüenza y, aunque su modestia es muestra de su virtud, no le servirá de nada ahora.
Joanna no tenía respuesta para eso, ni siquiera aunque hubiese podido hablar. Pero paradójicamente la voz del hombre y su misma presencia hicieron posible lo que ella necesitaba para facilitar las cosas. Después de un momento pudo incorporarse mientras él seguía hablando en tono coloquial.
—Muchas mujeres en China creen que el cuerpo está diseñado para ser adornado, para ser hermoso, para ser apreciado por los hombres, pero nunca tocado. Como si fuera una flor que sólo se puede contemplar. Si uno la toca, se marchita y muere. Pero yo nunca le he visto sentido a eso. Nuestro cuerpo es parte de nuestro ser. Una herramienta si quiere. Y si la herramienta es agradable, tanto mejor. Pero, como todas las herramientas, al cuerpo hay que hacerle mantenimiento. Hay que atenderlo, cuidarlo y perfeccionarlo.
Zou Tun se inclinó hacia delante y Joanna sintió su aliento en la oreja como una ráfaga caliente que le producía escalofríos.
—Quizá las Tigresas tengan razón en eso. Un cuerpo debe ser tocado. Incluso las abejas y las mariposas cuidan de las flores, igual que la mano del jardinero o el placer de un niño. Tal vez el cuerpo de una mujer también deba ser tocado para alcanzar su plenitud.
Joanna sabía que él iba a tocarla. La presencia del hombre le produjo un cosquilleo en la espalda que comenzó mucho antes de que sintiera el roce de sus dedos.
—Quiero ayudar, Joanna. Quiero facilitarle este proceso. Ayudarla a entender que no es malo, sólo un nuevo camino de estudio. Yo no me muevo por ningún interés perverso en su cuerpo. Mi único deseo es que esté más cómoda. Señorita Crane, ¿puedo ayudarla?
Joanna casi sonrió al oír la formalidad del tono del hombre. Parecía estarle ofreciendo una mano para ayudarla a bajar de un carruaje o escoltarla a una fiesta. Pero él no le estaba ofreciendo nada tan apropiado. Y la idea de las manos del hombre sobre su cuerpo provocó…
¿Qué provocó? ¿Lágrimas en los ojos? Nada de eso. ¿Rabia en el corazón? No. Ya no. Joanna había visto a la Tigresa Shi Po y creía que la mujer era el verdadero enemigo aquí. Estaba de acuerdo en eso con el Monje Sin Nombre. Él de verdad quería ayudar.
Joanna sintió que el hombre le ponía las dos manos sobre la espalda, exactamente entre los omoplatos. Luego las fue abriendo lenta y suavemente, dejando que los dedos recorrieran los hombros y bajaran por los brazos hasta envolverla con el calor de su cuerpo.



—Las manos heladas sólo asustarán a su yin. Podría consumirse en el frío y retener los agentes contaminantes.
Diciendo eso, el hombre ahuecó las manos y las puso sobre las de Joanna, levantándolas un poco mientras trataba de calentarlas. Pero el frío de la muchacha provenía de lo profundo de su ser y no se podía calentar tan fácilmente. Zou Tun esperó un momento, dejando que ella se acostumbrara a él. Joanna sintió las callosidades de la parte exterior de sus manos, la aspereza de su piel y la exquisita suavidad de su tacto.
—Déjeme guiarla —susurró Zou Tun, y entonces le llevó lentamente las manos hasta el pecho y le puso los dedos sobre el esternón.
Joanna no estaba lista para ese tipo de cosas y se encogió hacia atrás, tratando de alejarse de sus propias manos, que todavía estaban cubiertas por las de Zou Tun. Pero, como no tenía adonde ir, ese movimiento sólo la hizo adentrarse más entre los brazos del hombre. También quería alejarse de él, pues Zou Tun todavía tenía el torso descubierto. Ese pecho fuerte y esculpido todavía estaba expuesto a la vista de quien quisiera ver. Y Joanna había visto. Y le gustó lo que vio.
Pero ver una pintura bonita era una cosa y tener el pecho desnudo de un hombre contra la espalda era otra cosa totalmente distinta. Así que Joanna trató de achicarse, alejándose del pecho de Zou Tun, que tenía detrás, y de las manos que tenía enfrente. Sólo que las manos no eran las del chino. Eran sus propias manos. Él sólo se las estaba guiando. Y así, finalmente, la muchacha permitió el contacto.
Se enderezó para separar la espalda del pecho de Zou Tun, pero ese movimiento acercó más los senos a sus manos. Unas manos pequeñas, rodeadas por las manos mucho más grandes del hombre. Esas manos inmensas, que se recreaban a la piel de Joanna pero no llegaban a tocarla. A menos que ella se moviera rápido, inesperadamente.
Así que la muchacha trató de no hacer ningún movimiento brusco. Se sentó extremadamente quieta, mientras las manos enormes del hombre iban conduciendo las suyas.
—Debemos hacer setenta y dos círculos de esta manera —dijo, y movió las manos hacia arriba, desde el centro del hueso, y las separó al llegar a la parte superior de los senos. Luego le llevó las manos hacia los lados, abriéndoselas a medida que rodeaban las suaves protuberancias de las redondeces que había debajo.
Joanna sólo sentía el contacto de sus propias manos sobre los senos, pero lo que las movía era el calor de Zou Tun, su aliento y su poder. Sus manos unidas fluían por en una, alrededor y debajo de los senos, levantando y masajeando lo que hasta ahora sólo eran unas carnosas excrecencias de su cuerpo, un par de montículos de grasa que tenían menos importancia que las piernas o los brazos.
Pero no era eso lo que sentía ahora. Después del primer círculo, y luego otro y otro y otros más, Joanna comenzó a sentir su piel, su aliento, su centro, como dos pequeñas llamas que estaban justo debajo de la superficie. Y con cada círculo esas llamas se estabilizaban. No crecían, pero dejaban de titilar. Lo que al comienzo eran dos titilantes rayos de luz se fue convirtiendo poco a poco en pequeños carbones de color rojo opaco, calientes pero no hirvientes, que desprendían calor pero no fuego. Así era como sentía sus senos ahora. Como si fueran el símbolo externo de esos dos pequeños carbones.
Setenta y dos.


Las manos del manchú se quedaron quietas, justo en el centro del pecho de Joanna, entre los senos. La muchacha parpadeó y se dio cuenta de que finalmente se había relajado y había terminado recostada entre los brazos del hombre. Que la cabeza del chino reposaba junto a la suya y sus mejillas casi se tocaban pero no llegaban a hacerle especialmente porque él era más alto que ella, tenía lo brazos más largos y las piernas dobladas de una manera extraña detrás de su espalda.
—Ahora debe cambiar la posición de la pierna —murmuró el chino.
Joanna había olvidado cómo estaba sentada, con la pierna derecha doblada para que el pie quedara haciendo presión contra la ingle, sólo que, en la medida en que ella había tratado de alejarse de las manos de él, se había corrido hacia atrás y el talón ya no hacía tanta presión.
—Debe de ser difícil mantener la presión contra la cueva bermellón —dijo el hombre mirando por encima del hombro de Joanna. Ella todavía estaba tapada, pero él debió de haber entendido lo que había pasado —. Si usted apoya la espalda contra mi pierna, eso la ayudará a mantener el equilibrio.
Joanna se giró y vio que él estaba sentado igual que ella. Con una pierna extendida hacia el suelo y la otra doblada para ofrecerle a ella un apoyo sólido sobre el cual recostarse. Levantó la vista para mirarlo a la cara y estudiar su expresión, temiendo lo que podía encontrar en ella. Pero los rasgos del hombre estaban relajados y la cara se veía tranquila y completamente impasible.
¿Realmente era posible que un hombre permaneciera tan tranquilo cuando estaba casi tocando los senos de una mujer? Su vieja niñera diría que no, pero al ver a este hombre Joanna creía que sí. Mientras que el corazón y la cabeza de la muchacha todavía estaban debatiéndose en un torbellino, la mirada del hombre permanecía serena y tranquila. Cualquiera que fuera la identidad de este hombre, ciertamente parecía ser tan asexual como un monje. O tal vez era un hombre que había encontrado el centro del que hablaba.
Joanna dejó deslizar la mirada hacia la parte inferior del hombre. Ella conocía la anatomía masculina. Y si no la conocía desde antes, él acababa de enseñársela hacía menos de una hora. Pero la posición del chino hacía que la tela de sus pantalones quedara tensa y lejos de su cuerpo. De manera que podría estar listo para expulsar el líquido blanco nuevamente y ella ni siquiera lo notaría. Así que la muchacha volvió a mirar la cara del hombre y nuevamente trato descubrir sus intenciones.
—Si quisiera violarla, señorita Crane, no la habría desatado. —La voz de Zou Tun tenía un tono irónico, como si se estuviera burlando tanto de él como de ella. Pero luego el tono se hizo más profundo y desapareció cualquier rastro de humor, ya fuera sarcástico o genuino —. Prometí protegerla lo mejor que pudiera. Y no faltaré a mi palabra.
Joanna tomó aire y volvió a mirar largamente al hombre, tratando de descubrir si el cuerpo o la cara reflejaban algún indicio de mentira. Pero no encontró nada. Así que asintió con la cabeza, sonrió en señal de agradecimiento y ajustó su posición. Movió el cuerpo hacia él de manera que la parte baja de su espalda quedó firmemente apoyada contra la pierna del hombre. Luego levantó la trenza de los hombros, la enrolló y volvió a ponerla en su lugar.
Joanna lo sintió inclinarse hacia delante para ayudarla a meter la pierna izquierda debajo del cuerpo. Ella no quería hacerlo, pero él insistió.
—Debe detener el flujo de energía ahí. No es hora.
Así que la muchacha lo ayudó a colocar el pie contra su… ¿cómo la había llamado? Su cueva bermellón. La sensación de la dureza del talón contra un lugar que estaba tan suave, húmedo y abierto era muy extraña. Joanna no pensó que le gustara, pero había un cierto placer en la sensación, así que le permitió que le apretara la pierna un poco más.

—Todavía tiene las manos heladas. Antes no era tan importante. Los primeros círculos pueden ser más fríos, en la medida en que están destinados a dispersar los agentes contaminantes. Pero ahora estamos atizando el fuego. El frío no será de mucha ayuda ahora.
Joanna se miró las manos, que todavía estaban cubiertas por las de él. Parecían tan pálidas, tan pequeñas contra la piel más oscura y bronceada del hombre. Era evidente que este monje había pasado mucho tiempo al aire libre. La muchacha también vio por qué los chinos, que eran tan supersticiosos, podían tachar a los blancos de fantasmas. En efecto, sus manos parecían insustanciales al lado de las de él.
Y mientras ella observaba él le levantó las manos y se las acercó a la boca.
—Sóplelas —le pidió —. Caliénteselas.
Ella hizo lo que él le decía, aunque sabía que eso no ayudaría. El frío le venía del alma, las manos no se calentarían hasta que no recuperara el calor interno. Y después de un rato él también lo entendió.
—Mis manos están calientes —dijo el hombre con voz cautelosa —. No quiero asustarla, pero puedo realizar este ejercicio por usted si desea que la ayude.
Joanna sabía que debía oponerse. Sabía que debería haber hecho muchas otras cosas, comenzando por quedarse en casa, Así que ¿qué suponía otro error más en una sucesión de equivocaciones? Si había que realizar estos ejercicios, entonces había que hacerlos correctamente. De una manera que no causara daño.
Joanna asintió con la cabeza y dejó deslizar sus manos lentamente.
—Cierre los ojos —le pidió él —. Recuéstese contra mí y mantenga la mente en blanco, sin pensar ni sentir ninguna emoción. Si siente placer, acéptelo. Si siente miedo, acéptelo. Ambos son parte de usted y pueden existir sin cambiarla. Permita existir a sus emociones y aprenderá que, si no encuentran resistencia, ellas fluirán a través de usted y la dejarán en paz. ¿Entiende lo que digo?
No, Joanna no entendía. Pero estaba dispuesta a intentarlo. Así que mintió y asintió con la cabeza mientras cerraba los ojos.
—Respire —susurró el hombre y sus palabras adquirieron un tono lento y monocorde —. Inhale. Exhale. Inhale. Exhale. Regularmente. Con tranquilidad. Sin temor.
Luego comenzó.
Joanna se sorprendió cuando la tocó, pero no como ella esperaba. Había pensado que el hecho de que un hombre la acariciara la haría sentir extremadamente incómoda, como cuando uno soporta la prueba de un traje nuevo. Extraña. Tal vez avergonzada. En todo caso, la sensación de algo que hay que aguantar hasta que se termina.
Pero esto iba mucho más allá. Esto significaba tener las manos de un hombre sobre los senos. Primero dos, luego tres, luego cuatro dedos hicieron presión sobre el hueso que había entre los senos. Después el hombre comenzó a trazar círculos, moviéndose por debajo y alrededor, luego encima y entre los dos senos. Era un flujo estable, pero que iba trazando una espiral cada vez más cerrada.
—Respire —ordenó el hombre y el soplo de su aliento contra el oído la hizo jadear.
—De manera estable.
Joanna asintió, pues sabía lo que él quería, pero no sabía si podría lograrlo. Las manos del hombre iban subiendo cada vez más, de manera más cerrada, acercándose al pezón, y esa sensación la hacía estremecer.
—¡Quédese quieta!
Esta vez la voz del hombre la volvió a centrar, pero era extremadamente difícil obedecer. Joanna sentía que los senos le palpitaban, pero no de manera pareja. El ritmo seguía los movimientos de las manos del chino y lo sentía más fuerte a medida que el círculo se iba cerrando.
Joanna no quería que él le tocara los pezones, así que comenzó a respirar lo más profundamente que pudo, tratando de empujar las manos del hombre hacia fuera. Pero luego tenía que exhalar y, cuando lo hacía, el círculo se volvía a cerrar. Era algo tan extraño. Sin embargo, no era distinto de cuando ella misma había hecho los círculos. La única diferencia era la dirección. Y las espirales. Y que las manos del hombre eran como viento caliente que soplaba de manera estable sobre los carbones que había detrás de los senos.
Con esos círculos cada vez más cerrados los carbones se fueron poniendo más rojos, irradiando más calor, más poder, más… todo. Joanna no era capaz de entenderlo. No sabía cómo sentirse al respecto.
—Usted está oponiendo resistencia —afirmó el hombre de manera tajante —. Eso detendrá el flujo y traerá más problemas. Abrace su confusión. Acepte el miedo. Así pasará a través de usted.
¿Abrazar la confusión? Joanna estaba confundida. No estaba abrazando nada. ¿Aceptar el miedo? ¿Cómo podía uno aceptar el hecho de estar asustado? Ella estaba asustada y no quería estarlo. Así que… luchaba contra eso.
A eso precisamente se refería él, así que ella le agarró las muñecas y mantuvo las manos quietas mientras luchaba contra el pánico que le causaban unos senos que de repente se sentían ajenos a su cuerpo. Joanna mantuvo quietas las muñecas del hombre y así pudo sentir bajo los dedos el ritmo regular de su pulso, pero sobre todo su calor y su paciencia.
Su serenidad.
Para él era fácil estar tranquilo. No tenía a nadie haciéndole inflamar y palpitar el cuerpo. Sólo que él había vivido este mismo proceso antes. Mientras ella lo observaba. Y ese recuerdo la hizo distraerse mucho más.
—No corra hacia otros pensamientos. Quédese con su cuerpo. Quédese con lo que está pasando aquí. Esconderse sólo detiene el flujo del qi.
Joanna frunció el ceño con irritación. Nunca se había escondido de nada en la vida. Por desgracia él debió de pensar que su expresión tenía otro significado, porque comenzó a explicar.
—Qi es la palabra china que denomina la energía. Tanto masculina como femenina. Yang para la masculina y yin para la femenina…
Joanna sacudió la cabeza e interrumpió la molesta explicación del hombre. Se giró para mirarlo y vio que tema la mandíbula tensa, aunque los ojos seguían impasibles.
La muchacha tenía la fuerte sospecha de que no era la única que estaba tratando de evitar pensamientos indeseables. Pero eso no serviría de nada a ninguno de los dos.
Joanna había leído lo suficiente del texto sobre el yin como para saber que se suponía que debía concentrarse en la purificación durante los primeros setenta y dos círculos, y luego en la creciente marea del yin. Pues bien, las imágenes relacionadas con agua no le funcionaban bien a ella. Nunca lo habían hecho. Así que decidió quedarse con la imagen de los carbones que ardían con cada inspiración y cada círculo.
Eso es lo que ella iba a abrazar. No el miedo ni la vergüenza, y ni siquiera la confusión. Ésos eran males necesarios derivados de la situación. Haría que el ejercicio fuera lo más eficaz posible para que terminara cuanto antes.
Así que tomó aire tan profundamente como se lo permitía la garganta lesionada. Y cuando exhaló, soltó las manos del mandarín y dejó que volviera a comenzar. Entre tanto la muchacha mantuvo en su mente la imagen de unos carbones calientes. Calientes carbones de yin. Fuego yin, que le ardía bajo los senos.
Por Dios, Joanna estaba ardiendo. Los senos, las costillas, todo su cuerpo crepitaba de calor. La muchacha arqueó la espalda para dar a los senos todo el espacio posible, todo el aire, todo el lugar que podía, mientras que las manos del chino seguían atizando círculos calientes de energía dentro de ellos.
Nuevamente el movimiento de las manos del chino se fue haciendo más cerrado, la espiral, más estrecha, más íntima, más cercana a la cima. Joanna descubrió que ya no tomaba aire tan profundamente para resistirse a los movimientos del hombre; en lugar de eso soltaba todo el aire, deseando que sus manos llegaran cada vez más arriba. Que la tocaran más de cerca.
Joanna ni siquiera sabía adonde quería que él llegara. Su mente estaba consumida por el fuego, por el flujo de las manos del hombre, que agitaban la energía alrededor. Cada vez más alto. Más caliente.
¿Qué era lo que quería alcanzar?
—Setenta y dos.
No lo dijo Joanna. Lo dijo otra persona. ¿Acaso el mandarín? Las manos del hombre dejaron de moverse y los dedos quedaron haciendo presión justo sobre la parte interna de cada pezón erguido.
Pero Joanna no quería que se detuviera. Quería más.
Quería saber…
Pero ¿por qué la Tigresa Shi Po estaba mirándola desde arriba?