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Eso

 

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abían pasado diez días desde que Esther subió las escaleras hasta el rellano de la casa frente al estadio de béisbol Wrigley Field. Henson despegó el celo amarillo que sellaba la casa e indicaba que allí se había cometido un asesinato. Abrió la puerta con una llave. Se hizo a un lado y esperó a que entrase Esther. Ella titubeó un instante, luego cruzó el umbral y se detuvo en el recibidor para escuchar el extraño silencio de la casa. Había un olor como a lana vieja y húmeda que saturaba el ambiente. Esther fisgó la alta escalera que subía desde el recibidor. El ventanuco que había en el descansillo proyectaba sobre el papel descolorido un triángulo de luz multicolor que parecía un blasón. Se tambaleó y cerró los ojos.

—¿Te encuentras bien? —dijo Henson, y la sujetó por el codo.

—La pelea fue peor de lo que yo recordaba —dijo, tomando aliento, y se quedó mirando la sala de estar.

—¡Vaya! —dijo Henson—. Rateros. Esto no estaba así.

Henson tomó a Esther por el antebrazo y la situó detrás de él con delicadeza. Luego entró con cautela en la sala. Alguien la había registrado de forma sistemática. El viejo sofá y el confidente estaban volcados. Los cojines, destripados. Los cuadros, descolgados y los marcos, desencajados. Las mesillas, patas arriba y los cajones, desparramados frente al radiador que había debajo de las cortinas de la ventana.

Henson se agachó y metió la mano por la bocamanga del pantalón. Sacó una pistola automática de la funda que llevaba al tobillo.

—Quédate junto a la puerta. Si oyes cualquier cosa, te vas de aquí y tecleas «asterisco uno» para pedir refuerzos —le indicó, al tiempo que le entregaba su teléfono móvil.

Esther lo vio desplazarse pegado a la pared, echar una ojeada por la escalera que daba al sótano y avanzar después hacia la parte de atrás. Esto se me da mejor que a él, pensó, y se echó hacia atrás para no ser un blanco evidente en el umbral de la puerta. El aturdimiento de la convalecencia se le disipó en el acto, como si hubiesen activado un interruptor. Tenía los cinco sentidos puestos en cada ruido de la casa. Las tablas del suelo crujían como los huesos de un viejo con los pasos de Henson moviéndose por las habitaciones del fondo, pero no había sonidos que delatasen ninguna otra presencia.

—La cocina está igual —susurró al volver—, hecha trizas.

Henson apuntó la pistola hacia arriba mientras subía por las escaleras a la planta superior. Esther oía las pisadas sobre su cabeza y las heridas le latían al unísono con el corazón. Después de unos minutos, Henson apareció en lo alto de las escaleras, con el arma colgando a la altura del muslo.

—¿También arriba?

—Sí, por supuesto. El chico fue escrupuloso —dijo él.

Esther se miró las manos temblorosas, sorprendida como si acabase de descubrir que tenía manos.

—¿Cómo sabemos que fue él?

—Esto no lo han hecho un puñado de gamberros que destrozan una casa sólo por divertirse.

Esther sabía que tenía razón. Los objetos habían sido desplazados de un lado a otro pero no destrozados al azar. No se había pasado por alto nada que pudiese contener algo. Los cojines estaban rajados pero los instrumentos para la chimenea colgaban del soporte en el lugar de costumbre. Un vándalo habría usado el atizador como herramienta. Los jarrones estaban hechos añicos, pero no había agujeros perforados al azar en la pared.

—¿Crees que encontró lo que buscaba?

—No veo cómo lo habría evitado —dijo Henson.

Ella se le acercó.

—Pudo tratarse de otra persona. Pudo ser un grupo. Tal vez el celo amarillo atrajese a alguien.

—Tiene que haber sido la misma persona —dijo Henson.

—¿Sabes de quién se trata?

—No estoy del todo seguro. Pero un hombre corpulento se presentó en la sala de urgencias.

—¿Qué dices? ¿Me buscaba a mí?

Henson la miró a los ojos.

—Tal vez quería acabar contigo. Pero puede que quisiese averiguar si tú tenías «eso», sea «eso» lo que fuere. Algo lo ahuyentó. Los centros importantes de traumatología como Cook County disponen de un servicio de seguridad bastante bueno. Hay muchos aspirantes a genio que quieren rematar una chapuza. Cuando alguien se presenta allí y empieza a hacer preguntas sobre un paciente, los de seguridad prestan atención. Quisieron descubrir de quién se trataba, pero el personaje se les escapó. La grabación en la que aparece en el exterior de la sala de urgencias es borrosa, pero tenemos una vaga descripción, y parece que se trata de tu hombre.

—¿Cuándo crees que hizo este registro?

Henson se encogió de hombros. Esther se inclinó y pasó el dedo por la peana del teléfono, que estaba tirada en el suelo. Luego la levantó para que Henson la examinase.

—No ha cogido polvo desde que cayó al suelo —dijo ella—. Como mucho, un día; anoche tal vez.

—Bueno. Veamos si pasó algo por alto.

Esther asintió con un movimiento de la cabeza.

—¿Qué buscamos?

—«Eso» —dijo Henson—. El hombre al que tu padre llamaba Stock quería «eso». ¿No hablaron de nada más?

—¿No te parece que ya me he formulado muchas veces esa pregunta?

Henson asintió. Esther se agarró al poste del balaustre para apoyarse y miró la bombilla de bajo consumo que iluminaba el recibidor. Un viejo que ahorraba unos céntimos en electricidad, pensó. Henson le tocó el brazo con delicadeza.

—¿Prefieres sentarte?

Esther se apartó.

—Estoy bien. ¿Por dónde empezamos?

—De abajo arriba, o de arriba abajo.

Trató de pensar a toda prisa qué alternativa la mantendría más tiempo alejada de la sala y luego hizo acopio de valor.

—Primero, lo más difícil —dijo, y se dirigió a la escena del asesinato.

Henson descorrió las cortinas. Una gran mancha de sangre cubría uno de los extremos de la chimenea y luego se extendía por el suelo de roble, formando una curva oblonga hasta el borde de una alfombra oriental dada vuelta. Esther recordó su resbalón al pisar la sangre de su padre. Cuando apartó la vista de la mancha vio que había salpicaduras de sangre en el brazo del sofá.

Primero, Stock le había tirado a Meyer en la rodilla, el punto más doloroso, sin ser mortal, donde recibir un balazo. Tal vez quería dejarlo tullido, pero lo más probable era que fuese para que hablara. Fue entonces cuando Esther atacó. Tras arrojarla por las escaleras del sótano, Stock le había acertado tres veces. Una bala patinó por la tercera costilla y se aplastó contra el suelo de cemento. Otra le atravesó el pecho izquierdo por la base y, al salir, produjo un desgarro en forma de flor justo debajo de la axila. «No es peor que un corte grave», le había dicho el cirujano de ojos legañosos. El tercer disparo la había alcanzado en la parte superior del pecho. Ese podía haber sido el más letal, pero tomó una trayectoria ascendente y se alojó detrás de la clavícula, sin tocar ningún órgano vital. Tal vez el broche deslizable del tirante del sostén había frenado un poco la trayectoria de la bala, especulaban los médicos. La pieza de corsetería había penetrado en la caja torácica y se había alojado a un lado de la herida. Los cirujanos casi se olvidaron de extraerlo. Después de valorar las radiografías estaban más preocupados por el golpe que se había dado en la cabeza contra el suelo de hormigón que por las heridas de bala. Esther recordaba la frase de un instructor del ejército que decía «los balazos, como las fincas, se valoran según su ubicación».

Tras darla por muerta, Stock había silenciado a Samuel Meyer con dos tiros en pleno rostro y había huido por la puerta de atrás, mientras los oficiales de la policía de Chicago abrían la puerta principal a golpes. Si no hubiese sido porque dos casas más allá, los jugadores de hacky-sack oyeron los disparos, puede que Stock hubiese bajado las escaleras para cerciorarse de su trabajo y, tras comprobar que Esther estaba inconsciente pero viva, la hubiese rematado. También habría torturado a Meyer hasta obtener lo que buscaba, «eso» tan misterioso.

Henson rodeó con precaución el charco de sangre, cogió los cojines del sofá y los estrujó y les clavó los dedos, uno detrás tras otro. Puso en pie el sofá y metió las manos por los pliegues. Extrajo parte de un periódico con un crucigrama a medio resolver, algo de calderilla y un peine rojo de la marca Pep Boys. Esther cogió del suelo una figura de porcelana que representaba a una lechera, que se había caído de la repisa de la chimenea o de la mesa de café. Uno de los cubos de leche de la figurilla se había roto. Sobre la repisa todavía quedaba uno de los dos candelabros de metal barato, como de plomo, bañados en algo que imitaba la plata. No había nada en el agujero ni en la base.

Varios objetos habían ido a parar cerca del radiador: un cenicero desconchado con un grabado de la Torre Sears, un álbum de cupones, una Menorah de bronce macizo, con uno de los brazos forzado recientemente. Una raja en la superficie permitía ver el metal más claro. No tenía huecos a la vista, pero había una marca en la base, un sello y unas palabras grabadas: «Steinitz, Nîmes».

Estaba a punto de dejarla a un lado cuando pensó: Es una Menorah. Del sur de Francia. ¿Era esa otra prueba más de que Meyer era Meyerbeer? ¿Sería tan frío Meyerbeer como para quedarse con una Menorah robada a una de sus víctimas? Los psicópatas a menudo guardan trofeos de sus hazañas. La miraría, la tocaría, recordaría la época en la que tenía poder sobre la gente y podía dar palizas y enviarlos a la muerte. La ironía era que podía haberla conservado para demostrar su judaísmo, como medio para ocultar su condición de traidor de los judíos. Era una broma diabólica de su parte el tenerla a la vista, si en realidad era Meyerbeer. En cambio, si era Samuel Meyer, el refugiado, podría ser simplemente una divisa de su fe. Esther puso la Menorah sobre el alféizar de la ventana, con intención de llevársela.

Henson examinaba las revistas atrapadas bajo el televisor volcado.

—Dr. Elihu Winston. Charles Goldman, Doctor en Medicina.

Miró a Esther.

—Meyer se llevaba revistas de las consultas de los médicos. Puede que ellos nos revelen algo más sobre él.

Sintió el impulso de defender a su padre y después se avergonzó de ello. ¿Por qué? ¿Qué clase de padre había sido? No dijo nada, se inclinó para observar una fotografía de grupo que estaba en el suelo. Tenía el cristal rajado y habían roto el marco por una esquina para abrirlo. Recorrió con la mirada las viejas paredes para ver si encontraba el emplazamiento de aquella fotografía, luego se agachó y quitó los fragmentos de cristal con cuidado.

—Los Chicago Cubs de 1929 —leyó ella—. Campeones de la Liga Nacional.

—Ha pasado mucho tiempo desde que fueron campeones de algo —dijo Henson, mientras con una diminuta linterna iluminaba la parte trasera del televisor.

—Carl «Driver» King —leyó Esther— «Spider» Woodsprite. Ernest Brown.

—En aquella época los jugadores de béisbol tenían nombres pintorescos —dijo Henson. Cogió otro marco, también roto, que había sostenido un cuadro con unos patos nadando entre aneas.

—Béisbol del de antes. Foxx con dos equis, Cobb con dos bes.

En el dorso de la fotografía había una serie de veinte números en hileras desiguales, seguidos de letras. En casi todos los casos era un grupo de tres letras, a veces cuatro, detrás de tres dígitos.

—¿Qué piensas de esto? —preguntó.

Él echó una mirada.

—¿Promedios de bateo? Eso es lo que parece.

—¿Promedios?

—El porcentaje de golpes de un bateador. Uno, doce —dijo, señalando una de las filas—. Bastante malo. Ummm. Cinco, diecisiete.

—Comienzan por una pe. Al menos dos series comienzan por una pe.

—Debe de ser el promedio de carreras completas. La pe será de pítcher, el que lanza la pelota. Nadie puede batear cinco, diecisiete. No es un promedio bueno que digamos. Apostaría a que vendieron al jugador.

—¿Crees que podría ser algún código? ¿Cuentas bancarias o algo así?

Esther pasó los dedos por la fotografía y por la trasera de cartón para ver si algo más se había escondido en el marco, algo que hubiese dejado una marca.

—Quédatela si quieres —dijo Henson—, pero para mí sólo son estadísticas de béisbol. Los aficionados al béisbol siempre se han vuelto locos por las estadísticas. De todos modos, lo comprobaremos.

Henson estaba más interesado en el grabado que tenía en la mano, y miraba la vegetación que rodeaba a los patos.

—¿Has visto alguna vez los dibujos de Al Hirschfeld? Escondía el nombre de su mujer, o puede que fuera el de su hija, en todos sus dibujos: Nina.

Esther asintió aunque no sabía de qué hablaba. Puso la fotografía de los Cubs sobre el radiador, y apoyó la Menorah encima.

—Han destrozado todo lo que se podía destrozar.

—Pues tú podrías haber vendido todo esto. Eres la única heredera.

—¿Yo? ¡No lo quiero! ¡No lo querría ni aunque estuviese en perfecto estado!

Henson se sobresaltó por la brusquedad de las palabras y la observó mientras ella recorría el rodapié con la mirada. Esther colocó una copa de vino intacta en el alféizar y luego sacó de debajo del radiador una polvorienta trampa para ratones con un trozo de cebo seco y duro.

Oh sí, todo aquello era suyo. Todas aquellas cosas eran lo que Samuel Meyer le quería dar. Un legado de mobiliario barato. Queso momificado. Una herencia de traición.

Entonces recordó que su madre a veces entrecerraba los ojos y decía que el peor hombre era el que traicionaba a su propia gente. Esther sabía que, aunque Rosa generalizaba, en realidad se refería a Meyer, pero pensaba que su madre lo decía sólo porque él las había traicionado a ella y a su hija. ¿Lo decía porque sabía que Samuel Meyer era, en realidad, Stéphane Meyerbeer? ¿Se sentía incapaz de dar el paso de entregarlo? ¿Permaneció en silencio para proteger a Esther?

—Voy a la parte de atrás —dijo ella.

—Tápate la nariz —dijo Henson.

La cocina era tan austera y triste como la sala de estar. Bajo el olor a basura y a comida descongelada que se pudría tirada en el suelo, notó un aroma a jabón de oferta. Meyer guardaba tarros vacíos de mayonesa y los usaba para guardar cosas. El de azúcar y el de harina estaban volcados. ¿Tendría Meyer un cadáver en el patio trasero? Era una posibilidad. Junto a la puerta había una bolsa de basura, que estaba hecha jirones, como si un San Bernardo se hubiese enzarzado con ella. Había seis o siete latas entre la basura, tres de ellas eran de cerdo con alubias. Meyer no observaba los preceptos, advirtió ella. Una botella de zumo de ciruelas. Periódicos viejos.

Los armarios eran tan deprimentes como la basura, aunque la mayor parte de la comida estaba envasada y no había sido abierta. Arenques en salsa de vino, macarrones con queso, en cajas delgadas; espaguetis en lata. Fideos, casi todos con sabor a carne de vaca. Sobre la encimera, tabletas de Maalox, varios tipos de laxantes y un frasco de tabletas elaboradas por receta, etiquetado con la indicación: «MS Cont, para el dolor».

Henson examinó el congelador del viejo frigorífico, de estructura redondeada arriba, como en los años 50. Estaba desenchufado.

—¿Qué es esto? —preguntó Esther, sosteniendo las tabletas en la mano.

—Morfina —dijo Henson—. Ya veo. Eso implica que el registro no fue para robar drogas, ¿me equivoco? Bien pensado.

—No me refería a eso —dijo ella—, pero tienes razón.

¿Cuán fuerte será esta medicina? ¿Cuánto dolor sentía?

Henson leyó la expresión de su rostro al estudiar la etiqueta.

—Estaba mal —dijo él, compasivo.

—Por lo menos, en eso no mintió.

—No —dijo Henson, y levantó un periódico que tapaba un trozo de carne gris—. La metástasis se había extendido por todo el cuerpo. En eso no mintió.

Esther se agachó para mirar debajo del fregadero y vio unos utensilios de cocina esparcidos. La bandeja del horno estaba a medio sacar, tenía manchas de grasa quemada. Se enderezó y miró la habitación.

—Esto es un error —dijo—. Un hombre nunca escondería algo importante en la cocina. Puede que una mujer, sí, pero un hombre, no.

—Tu padre vivió solo más de treinta años.

—Me voy al sótano —dijo ella.

—Como quieras.

Esther abrió la puerta y miró hacia abajo, al lugar donde estaba tumbada cuando Stock le pegó tres tiros. Se había salvado por la mala iluminación, la curiosidad de los jugadores de hacky-sack y por el penacho de sangre que se le extendió por el pecho cuando el proyectil le atravesó el pecho izquierdo. Debió de parecer una herida en el corazón y el golpe que se dio en el cabeza hizo que se quedase inmóvil. La bala le habría atravesado el corazón si no hubiese estado en esa posición.

Se llevó la mano a la cara. ¿Qué hacía, reviviendo aquellos momentos de terror? En cuanto se hizo la pregunta, apareció la respuesta. Actuaba exactamente como se hacía en el Mossad cada vez que se daba parte de una misión. Era automático. Cada detalle se revisaba y examinaba con rigor para comprender el éxito o el fracaso. ¿Por qué no estaban las armas escondidas donde decía el confidente? ¿Cómo quedó atrapado el niño en el fuego cruzado? ¿Cómo averiguó la policía secreta el modo que tenían de pasar el dinero? La diferencia esta vez era que Esther había sido el objetivo. Bueno, no exactamente; dejando a un lado la vanidad lo cierto era que el objetivo había sido Meyer. Esther fue sólo un estorbo. Stock no se habría separado de Meyer hasta obtener la información deseada o hasta matarlo, lo que implicaba que fuera lo que fuese «eso» que Stock buscaba, Meyer sabía qué era, y con su muerte alguien dejaba de tener problemas. Además, Stock iba claramente detrás de algo. Debía de sopesar las consecuencias de dejar a Meyer con vida o de no conseguir «eso» que Meyer tenía. Tal vez a Stock le entrase pánico, pero también era posible que pensase en buscarlo después, y de ahí, el allanamiento de morada. ¿Sería «eso» que Stock andaba buscando lo mismo que su padre quería darle a ella? ¿Lo había encontrado Stock?

Esther notó que el dolor punzante de las heridas aumentaba al acelerársele el pulso. Se vio escaleras abajo, la cabeza sangrando por la caída, luchando por mantener la conciencia, apoyándose en los brazos para ver la oscura figura que la apuntaba desde arriba.

Stock no se había atrevido a bajar las escaleras. No se atrevió a dejar a Meyer solo, aunque estuviese lisiado por el tiro en la rodilla. De un modo extraño su padre le había salvado la vida.

Le rechinaron los dientes. ¡Que lo zurzan! No quería nada de Samuel Meyer. Nada. Ni siquiera su propia vida. Lo más frustrante era que no había tenido elección. Él le había dado la vida, había huido y, años más tarde, quizá se la había salvado.

Esther se agarró a la barandilla y bajó lentamente por las escaleras. En el sótano, sorteó las manchas de su propia sangre y buscó a tientas el cordel de la luz. Había una gruesa capa de polvo por todas partes: las herramientas del banco de trabajo, las latas de pintura, las cajas de clavos, los tornillos, unas cuantas bisagras, los retales de cuero para algún fin indeterminado. La antigua caldera, reconvertida de carbón a gas, estaba instalada en un rincón, como si aquello fuese un almacén. Detrás no había más que telarañas. Stock no había registrado el sótano a fondo porque de ser así no habría tanto polvo. Había señales de que se había metido bajo el banco y había hurgado en la caja de herramientas. Había removido el polvo en la parte superior de la caldera. Puede que «eso» estuviese allí abajo. Esther se fijó detenidamente en todo lo que Stock no había tocado, pero a la larga se rindió y subió las escaleras. Oía los pasos de Henson en la planta superior.

En un primer momento a Esther le pareció que el dormitorio estaba lleno de posibilidades, pero al final reveló únicamente que allí había vivido un anciano. Había prendas de vestir, que Meyer llevaba años sin usar, arrancadas del armario y tiradas por el suelo. Media docena de paraguas estaban apoyados en un rincón detrás de lo que seguía colgado. El cajón del escritorio tirado en el suelo aún contenía un par de relojes averiados. Esther dio una patada a un montón de calzoncillos viejos. Gemelos viudos. Un tarro de mayonesa con calderilla.

Cajas llenas de papeles, volcadas, cubrían una esquina de la habitación. Libretas de cheques de veinte años atrás, formularios de impuestos. Meyer había trabajado para la Compañía Municipal del Agua y se había jubilado. Lo habían operado en marzo y luego lo habían tratado con radioterapia y quimioterapia. Un folleto informaba a Meyer de que había muchas maneras de «encontrar alivio para las secuelas de la cirugía masculina». Debajo de esos papeles había unos cuantos cupones y un rectángulo pequeño de papel amarillento.

—Le escribió una carta al director de un periódico —dijo Esther, levantando con circunspección el recorte de prensa.

—¿Sobre qué? —dijo Henson, mientras metía la mano hasta el fondo del armario y sacaba un puñado de libros de bolsillo: novelas de cowboys.

—Se quejaba de la instalación de los focos de iluminación nocturna. No le dejaban dormir. El ruido era ya bastante molesto cuando jugaban de día, pero desde que instalaron los focos tenía que soportarlo también por la noche.

—¿Wrigley Field? Instalaron las luces hace años. Se resistieron durante mucho tiempo. Fue el último estadio en instalarlas.

—Pues a él no le gustó. Califica al béisbol de «juego tonto».

—Todos los juegos son tontos —dijo Henson— ¿Adonde quieres llegar?

Esther revisó unos cuantos cupones más, todos caducados, y un calendario de 1985.

Henson cruzó la habitación hasta la mesilla de noche y abrió el cajón.

—¿Has visto estas fotos? —dijo, con dos viejas fotografías en la mano. Una de ellas llevaba la fecha «julio 1966» en el margen. Un bebé dormía con el puño en la boca.

—¿Eres tú? —preguntó Henson.

—Esa es mi manta. Mi madre todavía la conserva en un cofre de cedro.

—Debía de tener esta foto junto a la cama.

—Debió quedársela cuando mi madre emigró —Esther se la metió en el bolsillo del vestido—. ¿Y la otra?

—Una mujer.

La segunda fotografía era mucho más antigua. Una mujer delgada, de sonrisa lánguida y manos enguantadas, estaba de pie colgada del brazo de Meyer. El iba con un traje cruzado, el pelo peinado hacia atrás, y sonreía de oreja a oreja.

—¿Tu madre? —preguntó Henson.

Esther asintió con un gesto. Miró en el cajón y vio otra fotografía vieja. También era de su madre. Rosa estaba delante de una alambrada de espino, con un policía italiano a la derecha y dos hombres a la izquierda. Uno de ellos era casi un esqueleto viviente, escuálido hasta tal punto que Esther se extrañaba de que pudiese mantenerse en pie y sonreír. El otro era un anciano pero parecía saludable. Rosa también sonreía. El vestido negro que llevaba parecía fuera de lugar en aquel escenario. Esther recordó que su madre a menudo decía que los italianos habían sido amables con ella y le habían regalado un vestido para que se quitase la ropa llena de piojos que llevaba puesta. En el reverso estaba escrito: «Trieste, 17 de marzo de 1946» en una caligrafía conocida como «italiana». Esther se la metió en el bolsillo junto con la fotografía del bebé.

—¿No quieres la foto de la boda?

—Quédatela tú —le dijo.

—¿Sabes? —dijo Henson, aclarándose la garganta—, al parecer son las únicas fotos que hay aquí.

—Y los Cubs de 1929 —dijo Esther.

—Me refiero a fotos personales.

—El «juego tonto» debía de ser más importante que nosotras.

—Eso es difícil de creer. Puede que el malo se llevase todas las demás.

—Eso es un despropósito —protestó Esther—. Tendría que haberme ido en ese avión.

Henson estudió a Esther por un momento, decidió callarse y movió los demás objetos que había por el suelo con el pie. Monedas, sujetapapeles, inhaladores. Morfina. Tabletas color naranja sin nombre. Un clip para billetes con siete de un dólar.

—No hay ni rastro de cinta adhesiva debajo de los cajones —dijo Henson— así que no los usaba para esconder cosas.

Entre los cupones, Esther vio escritura hebrea. Un sello de Israel en un sobre pequeño. Al darle la vuelta comprobó que su madre se lo había enviado por correo aéreo a su padre en 1973. Con manos temblorosas, extrajo la carta del sobre.

—¿Qué es eso? —preguntó Henson.

Esther no respondió. Se sentó en la cama y leyó la breve misiva.

 

No vuelvas a escribir. No intentes ponerte en contacto conmigo ni con mi hija nunca más. Comprende, por favor, que no puedo mirarte a la cara sin que me atormenten los recuerdos. Dices que nos quieres. Deja que Esther tenga una vida por delante. Tú sólo puedes hacerle daño. Si a mí no me quieres, por favor piensa en ella.

 

Rosa ni siquiera había firmado la carta.

Tú sólo puedes hacerle daño.