VII
—Una ración de ensaladilla bien picante y una cerveza. Anda, ricura, sé bueno con tu mujercita.
Lavinia Quero pellizcó su falda para sentarse y cruzó las piernas.
—Ya sabes —dijo Arturo— cómo te cae eso en el estómago.
—Si no fuera tan terriblemente tarde —dijo Daniel Sureda, de pie, quitándose el abrigo afelpado y corto hasta las rodillas que le daba un extraño aire de maniquí fugado de un escaparate—, y a mí no me reclamara ningún asunto urgente, podríamos haber ido un rato al Emporium. Hay una negra sensacional.
El Salduba estaba abarrotado. Un muchacho con gafas estudiaba y fumaba en una mesa arrinconada. Algunas chicas del Emporium, en grupo, tomaban café con leche y pastas. Obstruyendo el paso frente a la barra, un viejo gordo y congestionado ayudaba a un joven a ponerse el abrigo. Ellos estaban en una mesa junto a los cristales de la calle. Lavinia atacó su ensaladilla palmoteando como una niña.
—¡Te juro que me comería diez! Y cinco cervezas.
Daniel miró a través de los cristales.
—¡Hombre, no sé por qué me parece que este coche es el de la mujer de Soto!
—Cierto, esta abolladura de la puerta fue una de las primeras salvajadas de Guillermo —dijo Lavinia.
—Ahí les tienes, en la barra —murmuró Arturo con fastidio—, Guillermo y el sablista de Dot.
Lavinia alzó la mano: —¡Eh, chicos! Vaya sorpresa. Hacía mucho tiempo que no venían por aquí, ¿verdad, Arturo?… ¡Hola!
Ellos se habían vuelto a mirarla. Estaban de codos en la barra comiendo unos bocadillos. Se miraron un instante entre sí, sin dejar de masticar, y volvieron los ojos a Lavinia. Sus rostros oscilaban tras la gasa verdiazul de la atmósfera como dos cabezas de búho.
—Juraría que llevan ya una botella de gin en el estómago —dijo Daniel con un brillo de desprecio en los ojos.
Miguel se limpió los labios con la servilleta de papel, cogió su vaso de cerveza y le dio a Soto con el codo.
—Vamos.
Soto le seguía, alto y doblado hacia adelante, con la americana abierta colgándole como si llevara plomo en los bolsillos.
—También está el pelmazo de Sureda —dijo en voz baja. Y tendiéndole la mano a ella, sonriendo—: ¡Querida Lavinia, cuánto tiempo! Arturo, qué tal… Peí…, digo Daniel.
Lavinia señaló dos sillas, corriendo la suya hacia un lado. Se las arregló para que Miguel se sentara a su lado sin que pareciese poco natural.
—Guillermo, monstruo, siéntate. Tú deja el vaso aquí. Miguel. ¿Qué estáis tramando juntos, se puede saber?
—¿Qué supones?
—Vaya casualidad, ¿no? —dijo Daniel.
—Parece ser que este individuo —manifestó Soto señalando a Miguel— tiene la virtud de reunirnos de vez en cuando. No sé para qué diablos. Siempre lo ha hecho.
—Pues me alegro muchísimo —dijo ella—, porque yo opino que nos vemos poco. Se lo estaba diciendo a Arturo. ¿Qué estás bebiendo? ¿Cerveza? ¿Cómo está María José?
—Bien, tostadita.
—Oye, Guillermo —intervino Arturo—. Tienes que explicarme qué significa ese coche otra vez en tus manos.
—Es peligro ciudadano —bromeó Daniel.
Guillermo se volvió a él.
—Lo mismo que tú con ese peinado de marica que llevas. Pero menos, porque mi coche es cosa de unos días.
Daniel Sureda miró a los demás y meneó su cabecita de huevo con el invertido y delicado peinado:
—Éste no tiene remedio. ¿Has dicho cosa de días?
—Sencillamente, Mari y yo hacemos pactos. No es apto para menores.
—¿Por cuánto tiempo, Guillermo?
—Sólo por unos días, ya lo he dicho. Creo que conseguiré una prórroga, esta vez.
Se echaron a reír. Arturo vigilaba la posible presencia de algún conocido. Guillermo le clavó una brevísima mirada centelleante.
—¡Asombroso! —chilló Daniel.
—Siempre dije que estabas mal de la cabeza, Soto.
—Eres un filósofo.
Lavinia, riendo, intentaba encender un cigarrillo.
—Miguel, di algo, hombre.
—¿Sabéis la gran noticia? —dijo Guillermo—. Dot se ha vendido a las desatadas fuerzas peliculeras del país. Está a punto de conseguir trabajo en una revista de amor y de lujo.
—¡No me digas!
—Muy bien hecho, Miguel —opinó Arturo.
—Oh, Miguelito… —rezongó Lavinia, simulando una sorpresa—. ¿Es cierto?
—Como lo oís —añadió Soto—. A este chico ya no se le puede invitar a vino.
Miguel sonreía desganadamente con sus ojos anegados de frío. Miró la calle al otro lado del cristal. La Gran Vía estaba siendo barrida por el viento y los tonos cárdenos y grises del atardecer. Los troncos de los árboles parecían palpitar con su verde y su primavera dentro. Se encendían algunas luces.
—Absolutamente cierto —dijo mirando a Lavinia—. Supongo que yo también tengo derecho a echarle comida a la bestia.
—Lo siento, —repuso ella—, pero un hombre con esos ojos no tiene derecho. —Se cruzó de brazos. No tenía ganas de iniciar otra discusión sobre el tema; ya en su momento había hecho los imposibles por disuadir a Miguel; pero quería burlarse un poco—: ¡Qué lástima! Todos habíamos creído que tenías más aguante, que jamás te venderías.
Arturo se reía bajito. Daniel invitó a cigarrillos haciendo pasar el paquete. Guillermo lo tuvo un rato en las manos y luego se lo metió en el bolsillo.
—Bueno, bueno. Contadme algo. ¿Qué hay de vuestras apacibles y bien remuneradas vidas? Lavinia, he oído algo de un negocio en Rosas.
—No me hables. Tengo un trabajo horrible. No hago más que ir y venir. Tengo ganas ya de que llegue el buen tiempo y quedarme definitivamente allí. Bueno, todo el verano. Ahora necesito mantones de Manila, sombreros para la playa y pañuelos de seda. Tengo ya una bonita colección de cositas; allí me divierto mucho. Éste —señaló a Arturo con la cabeza— dice que estoy loca…
—Sencillamente, me está desplumando.
—… pero yo sé que lo pasaré espléndido los veranos. Y ganaré dinero: os daré a todos una sorpresa. Tú te irás a Tamariu, supongo que para quedarte ya, el mes que viene, ¿no? Ya estamos en primavera.
—Ah, pero ¿llega la primavera? —dijo Guillermo—. Bien, entonces hay que beber algo fuerte para celebrar este irremediable encuentro. La primavera, además de granitos en la cara, me trae una tristeza muy grande, muy grande.
Daniel Sureda hizo una señal al camarero. Soto añadió:
—Permíteme. Yo pediré lo que hay que beber. ¿Me dejas? —Miró a Lavinia—. A ver si esta mujer exquisita se da cuenta de una vez por todas de cuánto me alegra habérmela tropezado. Oiga, tráiganos picón a estos amigos y a mí, y a la señora lo que quiera.
Lavinia reía. Miguel se recostó en la silla. Daniel dijo:
—A mí me trae un whisky. ¿Tú quieres picón, Arturo?
—Me es igual.
—¡Arturo, estás desconocido! —exclamó Lavinia—. Pues yo, lo mismo que Daniel. —Clavó una breve mirada en su marido—. Uno sólo, cielo.
Soto se volvió a Miguel, que permanecía derrumbado en la silla mirando la calle.
—Tú bebes también, ¿verdad?
—Bueno.
En seguida aparecieron Pedro Sagnier y Gabriela. Pedro estaba pálido y excitado. No quiso sentarse y dijo que se iba volando. Gabriela estaba muy hermosa con una especie de boina blanca, un traje sastre gris muy ajustado y un ligero abrigo de entretiempo echado sobre los hombros. Miguel se levantó para que ella se sentara.
—No puedo quedarme —decía Pedro—, tengo que ver a papá en seguida. Daniel, ven conmigo.
—¿Qué ocurre?
—Lo de siempre, qué va a ser. Papá se empeña en arreglar las cosas a su modo. —Hablaba a Arturo, como si sólo él pudiera entenderle, lo cual hizo pensar a Miguel que se trataba de negocios—. Es inútil, no sé ya qué hacer. Ya te contaré. Date prisa, Daniel.
Las mujeres y Guillermo se habían puesto a hablar. Aprovechando un momento en que Gabriela le estaba diciendo algo a Guillermo, Lavinia se inclinó tras ella y asomó la cabeza para decirle a Miguel con una sonrisa maliciosa:
—Tengo que hablar contigo. Mañana.
Miguel no dijo nada. Guillermo Soto estaba haciendo reír a Gabriela. Daniel se disponía a irse en compañía de Pedro.
—Luego pasaré a recogerte —decía éste a Gabriela—. Hombre, Guillermo, ¿qué hay? No te había visto. Perdona, pero hoy no sé dónde tengo la cabeza. —Se volvió a su mujer—. Gabriela, a ver que yo sepa dónde vas a estar.
—Si no me encuentras aquí es que estoy en casa de Lavinia. Y por lo que más quieras, tranquilízate.
—Eso es —dijo Arturo—. Podemos cenar juntos y me contarás lo ocurrido.
Miguel apuró su vaso, se levantó pesadamente y dijo a Pedro:
—Oye, podrías dejarme en casa, te coge de paso.
—De acuerdo, pero date prisa.
Se despidieron. Pedro Sagnier conducía con muy poca prudencia. Miguel se había sentado a su lado y Daniel detrás. Durante el trayecto, Pedro le puso al corriente de lo que pasaba: su padre había convocado una reunión urgente de la junta ejecutiva en su casa de la Bonanova. Naturalmente no iban a poder asistir todos, era otra idea descabellada del viejo; pero esperaba encontrar por lo menos al jefe de Tráfico y hablar con él. Daniel Sureda iba en calidad de abogado de la Compañía. La situación era delicada, aunque no nueva, y los hechos que la habían provocado los siguientes: los cobradores y conductores de la Compañía se habían empeñado en conseguir un aumento en el tanto por ciento de los beneficios anuales. En principio se les dijo que no —nunca, sin embargo, se había dejado la cuestión totalmente de lado: se estaba estudiando—, y ellos, que al parecer no han oído hablar jamás de la virtud de la paciencia, han puesto en práctica un plan para fastidiar a la Compañía. Los autobuses «Chausson» donde cumplen servicio son, naturalmente, de plazas limitadas, pero en las horas punta siempre se ha permitido el exceso de pasaje, el lleno total. Pues bien; ahora llevan ya varios días observando la ley que regula la cantidad tope de pasajeros sentados y de pie con una escrupulosidad ridícula. ¿Que si lo hacen adrede? ¡Hombre, tú no conoces a esa gente! Y me gustaría saber por qué te ríes… Bien. El caso es que la compañía pierde una considerable cantidad de dinero diariamente. Las autoridades, de momento, no se han metido con ellos: observan la ley, a fin de cuentas. Si algún usuario arma un escándalo, el cobrador le señala la placa donde se puede leer en letras muy claras «tantos pasajeros de pie, tantos sentados».
—En términos generales —añadió Pedro— el problema es éste. Y no es nuevo. Hace cuatro años ocurrió algo parecido. No hay que decir que a los usuarios no les interesan en absoluto los problemas del personal de la Compañía y que arman unas broncas fenomenales en las paradas y en el interior de los coches. —En este punto, Pedro pareció animarse—. Ahí está precisamente donde nosotros podemos solucionar la cuestión, puesto que las autoridades acabarán viéndose obligadas a tomar cartas en el asunto en nombre del orden público. Los enlaces sindicales, que son los que llevan la batuta, protestan, pero no tienen más remedio que claudicar.
—Te supongo enterado de lo ocurrido ayer —dijo Daniel.
—Recibí el aviso en seguida. La cosa ha empezado a ponerse fea. Ayer el público estacionado en una parada, que llevaba una hora esperando subir a algún coche, se cansó de verlos pasar sin el completo y arrojó piedras a uno rompiendo cristales además de herir al cobrador.
Miguel pensó que, decididamente, a las masas les faltaba una educación para casos como éste: las piedras debieron ser lanzadas contra las ventanas de las oficinas de la Compañía y no contra los cobradores. Maldijo mentalmente a Pedro Sagnier, a su cerebro de hormiga. Se le ocurrió que su sueldo como director de la Empresa debía exceder de las sesenta mil con beneficios de más de un millón al año; en cuanto a Daniel Sureda, abogado de la misma, no menos de treinta mil sin contar las minutas y las trifulcas para estafar al Estado, de seguro bien gratificadas. Miguel se sintió de pronto rabiosamente interesado por todo aquello y en menos de un minuto concibió un plan que justificara una visita al viejo Sagnier.
—A propósito, Pedro —dijo—. Quisiera hablar con tu padre. Es muy importante…
Sabía que don Felipe formaba parte de la Comisión Organizadora de los Festivales de S’Agaró. Dijo que le habían encargado escribir un reportaje sobre ello y que necesitaba ponerse de acuerdo con don Felipe para hacerle una entrevista. De paso aprovecharía para saludarle, después de tanto tiempo. A Pedro no le gustó nada la idea, dijo que ahora no era el momento más apropiado, pero acabó accediendo ante la insistencia de Miguel. Durante el resto del trayecto permaneció mudo. Antes de llegar detuvo el coche y recogió en su casa a la secretaria particular de su padre, una mujer de rostro agradable que empezó a preguntar en seguida con aire experto y capacitado que, a ver, cómo está todo eso. Se sentó junto a Daniel, que dijo:
—Supongo que querrá dictarle alguna cosa.
Estaba oscureciendo. Cuando llegaron, mientras cruzaban el jardín que rodeaba el chalet de estilo ochocentista, de dos plantas, un perro empezó a ladrar desde alguna parte y en seguida apareció dando saltos. La grava crujía bajo los zapatos y les llegaba el olor de los rosales.
Don Felipe Sagnier y Bartra, cuyo nombre podía leerse ya en el anuario financiero del año 45 encabezando veintisiete Sociedades en nueve de las cuales era presidente, vicepresidente en cuatro y en las restantes consejero, con unos ingresos anuales de varios millones, había sido siempre eso que la gente llama un hombre de carácter cuando designa públicamente a un energúmeno acaudalado. Miguel le recordaba siempre viejo. Un anciano alto y robusto, de cabellos plateados y tez roja, que ahora estaba sentado en una pequeña butaca verde de brazos muy altos, en el saloncito, con una manta de lana sobre las piernas. Quizá porque no quería que le vieran así se levantó tan bruscamente en cuanto les vio entrar. La manta resbaló al suelo.
—Vaya, por fin —dijo. Señaló una butaca a la secretaria—. Siéntese, Rosa, y perdone que la haga venir a estas horas. Luego la voy a necesitar. —Ahora clavó los ojos en Miguel, unos segundos, con expresión ceñuda—. ¿Tú no eres el hijo de Dot?… Creí que habías muerto, muchacho. Alguien me lo dijo. En un accidente de coche o cosa parecida.
Miguel sonrió, tendiéndole la mano.
—¿Cómo está usted don Felipe?
—Perfectamente. ¿Qué hace el inútil de tu padre? La última vez que lo vi me estafó cinco duros. Me hizo comprar una revista llena de tonterías, una verdadera tomadura de pelo ideada por cuatro desocupados. Espero que tú no tengas nada que ver con aquello. —Erguido como un palo, las manos hundidas en los grandes bolsillos del batín, hablaba con una voz monótona y ronca: su ironía consistía en una ausencia absoluta de matiz—. Vamos, digo yo.
—Oh, desde luego, no señor —Miguel no pudo evitar una sonrisa al imaginar a su padre recomendando la revista a sus amigos. ¡Demonio de viejos arrepentidos! Cualquiera les entiende. Don Felipe seguía mirándole a los ojos y él sostenía su mirada, sin pestañear, con las manos en el bolsillo.
—Y bien —dijo Don Felipe, con expresión contrariada e impaciente.
—Disculpe esta visita tan inoportuna —dijo Miguel—. Sé que está usted muy ocupado. Pero, se lo estaba diciendo a Pedro, tengo que hacer un trabajo sobre los Festivales de S’Agaró para el periódico de papá… —Se sentó, extendió las piernas y siguió mintiendo descaradamente—. Papá me ha dicho que usted puede darme la información que necesito.
—Mal momento. —Estuvo un rato observando a Miguel. Luego añadió—: No tienes muy buen aspecto. Me han contado muchas cosas de ti, pero siempre he dicho que no las creía… Pedro, ¿qué estás esperando para servirnos un jerez? —Cuando Pedro se levantaba, añadió—: No, deja, lo hará María. Usted siéntese, Rosa, haga el favor. Esperemos que Mir no llegue con mucho retraso. —Hizo sonar una campanilla, con fuerza—. ¿Necesitas esta información hoy mismo?
—Tiene que salir mañana —dijo Miguel con voz segura.
—Bien, no sé qué podría decirte… Eso está un poco lejos todavía —chasqueó la lengua, con fastidio. Pedro, hundido en su butaca y con los brazos cruzados, miraba a Miguel con visibles muestras de desagrado. Miguel hacía como quien no ve nada. Empezó a sacar sus papeles, pero desvió la conversación. Preguntó por la señora de Sagnier y por el resto de la familia, se interesó por la salud de todo el mundo y luego comentó algunas cosas sin importancia. Finalmente dijo:
—En fin, si tienen ustedes que hablar de sus cosas, yo puedo esperar. Mientras tanto prepararé un pequeño cuestionario.
Simuló enfrascarse en los papeles.
—Quiero esperar a Mir —dijo don Felipe mirando a su hijo. Se encaminó hacia la mesita e hizo sonar la campanilla otra vez. En seguida apareció una sirvienta de cierta edad, pausada e indiferente, y dejó sobre la mesita una bandeja con una botella de jerez y las copas—. Gracias, María. Oye Miguel, el otro día tuve el placer de saludar a tu madre. Teme que no te cuides lo bastante.
—¿Una copita?
—Gracias. Sí, la pobre siempre está con algún temor. Es inevitable.
—Vaya —dijo don Felipe—. Es consolador comprobar que las izquierdas disculpan todavía ciertas debilidades de las madres.
Miguel se echó a reír de buena gana. Pedro y la secretaria discutían en voz baja cerca de la ventana que daba al jardín. Ella rehusó el jerez sin muchos cumplidos, pero aceptó, en cambio, un cigarrillo que le ofreció Daniel Sureda.
—Papá —dijo Pedro—, antes que llegue Mir quisiera hablar contigo.
—¿Sí? Pues yo quiero que me escuches a mí primero —repuso don Felipe. Había permanecido de pie todo el rato y ya no volvió a sentarse. Se encaró con su hijo, con las manos en la espalda. Se volvió un momento para mirar a Miguel, frunciendo los labios, y le vio con la cabeza inclinada sobre los papeles. Luego cogió a Pedro del brazo y dio unos pasos por la habitación—. Preferiría esperar a Mir. Sé muy bien todo lo que vas a decirme. Tal vez tengas razón, pero te repito que no me interesa. En lo que se refiere a los pormenores de este asunto, que en el fondo son muy importantes, careces de información suficiente para juzgar lo que de inmediato conviene. No es un reproche, hijo; me refiero, desde luego, al aspecto privado de la cuestión. Tú no estás todavía lo bastante relacionado, y me parece natural. —Pedro dejó escapar un suspiro de impaciencia—. De modo que no insistas… Sí, ya sé que esa gente no parece dispuesta a volverse atrás. Además, ayer tarde destrozaron un coche y el cobrador resultó herido. Como era de esperar, he recibido el primer aviso del gobernador diciendo que hay que acabar con esta situación o de lo contrario pone el asunto en manos de la fuerza pública. Repito que lo esperaba…
—Eso —repuso Pedro, interrumpiéndole— es dejar que las cosas vayan otra vez al terreno de siempre, papá. Ya sé cuál es esa solución, pero si me escuchas un momento creo que cambiarás de opinión.
Su padre se había vuelto y miraba a Miguel.
—Lamento que tengas que aguantar una conversación que no te interesa.
Resultaba una clarísima alusión, aunque respetuosa, a la innecesaria presencia de Miguel.
—Oh, por favor… —dijo él, y cogió una revista de encima de la mesa. Se acomodó, con aire ausente—. Olvídense de mí.
Se sentía violento, pero estaba decidido a permanecer allí justificándose en el asunto que le había traído. Sin duda, el periódico de su padre pesaba mucho en el ánimo de don Felipe. La secretaria también hojeaba revistas, pero su aire de indiferencia resultaba desde luego más convincente. Era real. Daniel parecía dormitar, tumbado en su butaca. Pedro se había llevado a su padre a un extremo del saloncito, cerca de la secretaria y de Daniel, y Miguel quedó un tanto alejado del grupo.
—Te diré lo que vas a hacer, Pedro —decía el viejo Sagnier—. Convocarás una reunión con esos cuatro o cinco enlaces y, hala, al Sindicato a ver qué pasa.
Pedro se encogió de hombros.
—Haz lo que quieras. Supongo que te alegrará saber que ya han puesto una pareja de la policía armada en cada unidad. Sólo para que se respete el orden, claro.
—Mira, hijo; durante veinte años he llevado los asuntos de la Compañía a mi modo y así seguirá siendo. No te he hecho venir para discutir nada, sino para decirte lo que hay que hacer mañana mismo sin falta.
Pedro se hizo a un lado, avanzó unos pasos, abatido, con un aire de escepticismo atroz. Su padre se volvió hacia Daniel Sureda y preguntó con dureza:
—¿Y tú qué opinas, abogado?
—Pues lo mismo que Pedro. Lo mejor es darles lo que piden. En primer lugar, se evita que vuelva a plantearse ese eterno problema. Inmediatamente después retiramos las gratificaciones, que es un puro regalo que la Compañía no tiene por qué hacer, y las cosas quedan más o menos igual. La medida puede aplicarse incluso al personal de oficinas. Eslo más conveniente, puesto que, en realidad, tienen derecho a este aumento desde el año 57. Seamos prácticos.
Don Felipe echó una ojeada a Miguel, el cual, siempre con los papeles en la mano, se había levantado para llenarse de nuevo la copa de jerez. Después de una larga pausa, durante la cual todos estuvieron pendientes de sus palabras, don Felipe volvió los ojos hacia Daniel Sureda y dijo:
—Eso no es jugar limpio. Si realmente la ley está de su parte, ya haré que cobren hasta el último céntimo a partir del 57. Pero sólo cuando la Compañía esté en condiciones para ello. Imposiciones, no. Y otra cosa voy a deciros…
Siguió hablando, aludiendo a aquella extraña y curiosa honradez de la Compañía. Don Felipe hablaba y hablaba, con su voz grave y carente de matiz, la barbilla ligeramente apoyada sobre el pecho, las manos en la espalda y la mirada fija al frente. Mientras le escuchaba, Miguel observó detenidamente aquella figura gigantesca, casi de leyenda, recia y congestionada, que aún debía distinguirse con elegancia en el Patio de los Naranjos de la Diputación o en el Salón de Ciento en medio de sus amigos concejales, jueces, secretarios, abogados y notarios ilustres que al mismo tiempo eran presidentes de clubs de fútbol o de ciclismo y de extrañas Federaciones regionales y juntas ejecutivas de Copas de Ferias y cosas por el estilo. La vaca tiene cincuenta, cien tetas.
—¿Y tú qué opinas, Miguel?
Se sobresaltó ligeramente. Don Felipe Sagnier estaba ahora frente a él, de pie, con la copa de jerez en la mano. Miguel le miró un instante con la cabeza ladeada y esbozó una leve sonrisa. Estaba claro que la pregunta no tenía otra finalidad que la de romper un rato la tensión, despejar el ambiente, ni siquiera podía pensarse que don Felipe esperase de él una opinión más o menos razonada: la pregunta debía de ser solamente una invitación al chiste. Pues bien:
—Yo opino, señor, que, en vez de apedrear a los cobradores y a los conductores, los usuarios deberían apedrear las oficinas de la Compañía.
El viejo Sagnier le miró un instante en silencio. Su sonrisa se iba ensanchando muy lentamente. Después rompió a reír. Es un anciano muy listo, se dijo Miguel, pero se irá de este mundo sin enterarse de nada. Se irá de repente, cualquier día, empujado rabiosamente por el infarto o la embolia, sin tiempo a comprender nada. Así sea, pero qué lástima.
Se levantó. Había llegado un hombre de aspecto decidido, delgado, de facciones duras y ojos saltones, y avanzaba hacia don Felipe con la mano tendida igual que si una terrible fuerza invisible tirase de él. Entonces fue cuando el viejo Sagnier rogó a Miguel y a la secretaria que hicieran el favor de esperar en la biblioteca. Cuestión de media hora.
—Rosa, recuerde que luego tengo que dictarle unas cartas… —Se volvió hacia Miguel—. Tendrás que esperar, hijo. Tu padre debió advertirte que desde hace años no dispongo de mi tiempo.
Miguel decidió despedirse ahora. Todo aquello había empezado a fastidiarle y el sabor dulzón del jerez le daba náuseas. Necesitaba beber un doble de gin en compañía de Guillermo.
—Don Felipe —dijo tendiéndole la mano—, mire, creo que lo mejor es dejarlo para mañana, o la semana que viene. Usted está muy ocupado. Se lo explicaré a papá…
Saludó a los demás y salió. Acompañó a la secretaria hasta la biblioteca, donde ella empezó a revolver libros, y, de un modo inesperado, se mostró muy interesada por él y quería saber a qué se dedicaba. Miguel habló poco, con la mano siempre en la puerta y a punto de irse. Le cruzó por la cabeza la idea de que, con un poco de suerte, no le importaría dedicar parte de la noche a la mujer aquella. Sería, en cierto modo, manosear un objeto que casi pertenecía al mundo de los Sagnier. Aquella idea le hizo gracia y se rió en voz alta.
—¿De qué se ríe? —dijo ella, acercándose con un libro abierto en las manos. No, no parecía capaz. Tenía un rostro que él había visto en alguna parte, un rostro de anuncio de crema para la playa o de anuncio de gafas para chica guapa.
—De nada —dijo—. Discúlpeme. —Le tendió la mano—. Tengo que irme. Adiós.
Encontró a Guillermo en la barra del Choto, jugando a los dados con Palmita. Se hizo preparar gambas a la plancha y pidió unos vasos de vino, sentado junto a ella, que estaba muy interesada en el juego. Guillermo agitaba el cubilete con aire aburrido, sosteniéndose el mentón con la mano.
—¿Dónde has estado? —preguntó. Y sin esperar respuesta—: ¿Sabes que Gabriela Fontalba me ha causado una impresión lamentable? Jamás lo hubiese creído. ¿Dónde has estado?
Miguel le contó su visita al viejo Sagnier, sin mucho interés al principio. Luego se fue extendiendo, animado por el vino y por la risa de Palmita.
—… ¡Conque ya ves lo importante que es afinar la puntería! Porque una asquerosa vez que se animan a hacer algo, lo hacen al revés. Bueno —añadió enjugándose los labios—, dame un cigarrillo.
—Fuma del mío —dijo Palmita, que estaba deseando que terminara de hablar para seguir jugando. Guillermo tenía el cubilete en la mano, inmóvil, y miraba a Miguel. Ella añadió—: Juega, te toca a ti.
Guillermo agitó el cubilete, apartó los ojos de Miguel.
—Yo no tomo nunca el autobús; no me he enterado de nada.
Miguel había pedido más vino.
—La verdad es que yo tampoco —dijo con una voz que se le antojó miserable—. Y uno no podría hacer nada aunque se enterara, uno es lo que es por la cunita de mamá y todos estos años bailando el burguestón, ¿no te parece?
Guillermo se echó a reír y le palmeó la espalda. Palmita, en medio de ellos dos, estuvo a punto de caer del taburete. Se enfadó seriamente y dijo que nunca más jugaría con Guillermo, que no comprendía aquellas bromas de Miguel y que los dos eran un par de veletas y un caso perdido. Las chicas del mostrador empezaron a gastarle bromas pero ella las hizo callar inmediatamente diciendo un par de tacos bastante gordos. Luego Miguel la invitó a un gin-fiz y se empeñó en llevarlos a un bar de la Carretera de Sarriá, donde les presentó a una muchacha que dijo había sido sirvienta de sus padres y que habiéndose al fin aprendido la dolorosa lección de la dulce esclavitud doméstica, había terminado por dejarles lanzándose a la vida. Cuando la chica se cansó de que le tomaran el pelo se fue, y entonces Guillermo, que ya estaba borracho, organizó por su cuenta otro pequeño lío con la dueña, una rubia pequeña y sin cuello, de cara redonda y hombros de madera que se recostaba de lado en el mostrador y fumaba cigarrillos emboquillados. Habló acerca de la necesaria fantasía que deberían tener las chicas para el oficio, pero la otra no le entendía una palabra y amenazó con echarle si armaba escándalo. Miguel entabló conversación con un inspector de policía que se tenía muy bien de pie aunque estaba bebido, un tipo de cara ancha y surcada de arrugas que hablaba un castellano perfecto y siniestro y no hacía más que invitarle: «Quita ahí, ésta corre de mi cuenta. Y tú, nena, ya estás llenando otras dos…». Bebían coñac. Hablaban de aquella vida de bares modernos y los dos estaban de acuerdo en que era muchísimo mejor el ambiente de las tabernas. De pronto a Miguel, que apenas si podía ya ligar una idea, se le ocurrió que estaba haciendo el memo junto a aquel tipo y se despidió secamente. Guillermo bebió ginebra hasta sudarla y de pronto desapareció con Palmita.
Después de media hora de decir barbaridades a una muchacha que había invitado, Miguel empezó a sentirse solo, a enfriarse y a maldecir aquel lugar. La muchacha le dijo varias veces que lo mejor era ir a la cama con ella. Él decía que sí, que lo sabía muy bien, pero no se movía. Finalmente se quedó mudo del todo, hundido en el asiento, con los ojos muy abiertos. Ella aseguró que le conocía de vista y que confiaba en él, que si deseaba acompañarla y no tenía dinero ya le pagaría otro día. No obtuvo respuesta.
Más tarde él se levantó a llamar a Lavinia por teléfono. Quería irse con ella a Rosas, estaba decidido. Tardaron mucho en contestar. Por fin respondió una voz de mujer. Era la sirvienta, hablaba en un tono quebrado y somnoliento. La señora y el señor habían salido a cenar fuera, con unos amigos. No, la señora no había dejado ningún recado para nadie. Miguel colgó y se fue sin decirle nada a la prostituta. La noche era tranquila, muy clara, él no deseaba irse a dormir por nada del mundo, o mejor, no se veía con fuerzas. Pensaba en todo eso mientras vagaba con las manos en los bolsillos por las calles desiertas de Sarriá, con árboles, verjas y gatos encelados que soltaban largas voces de persona herida desde la sombra de los portales.
Sin darse cuenta volvió a encontrarse frente al bar.
Estaban cerrando. En la acera, sola, de pie, como si no supiera qué dirección tomar, la muchacha se ponía unos guantes blancos. Sonrió con aire inseguro. Sí, sabía que él era así, un despistado. No, no estaba enfadada. A Miguel le pareció bonita, ahora y aquí, bajo la noche y en medio de la calle desierta. Le pareció que su frente tenía un aire triste y que sus dientes eran perfectos. No fueron muy lejos. Ella estuvo cálida y contenta. Miguel se durmió en seguida, acunado por unas extrañas, vagas promesas de empezar a trabajar firme.