Capítulo 14
Tiresias
A través del arco de herradura de su ventana, Jacob contemplaba las cúpulas azules de El Templo con expresión distraída, esperando a que el frágil holograma de Selene terminase de perfilarse sobre su mano.
—Otra vez he fallado —dijo la muchacha, a modo de saludo—. Ya no sé qué intentar. Hoy he conseguido entrar seis veces en la Catedral, y las seis veces he localizado el archivo de Ulugh Beg. Sin embargo, cuando intento sacarlo, la conexión se interrumpe. Y eso no es lo peor… La última vez salí del semitrance inducido para conectarme a la Red con una fuerte arritmia cardíaca. Los médicos del Consulado me han prohibido que vuelva a conectarme por el momento. Esto empieza a ponerse peligroso.
—Parece que «Tiresias», después de todo, está haciendo su papel —dijo Jacob, frunciendo el ceño—. ¿Te has vuelto a encontrar con el mendigo ciego de la primera vez?
—No, no ha vuelto a aparecer por los alrededores de la Catedral. Es como si se hubiese volatilizado… Oye, quizá deberíamos pedirle ayuda a Herbert. Después de todo, el programa ese, Tiresias, se actualiza continuamente conectándose al cerebro de Herbert. Si él le ordena que nos deje coger el archivo, obedecerá.
—Te equivocas —dijo Jacob—. El programa almacena los recuerdos y los aprendizajes de Herbert, pero es independiente de él… Ni siquiera Herbert puede violar sus protocolos de seguridad.
—De todas formas, él podría ayudarnos… Conoce a su «copia virtual» mejor que nadie.
—No podemos contarle esto. El príncipe Jafed nos ha pedido discreción absoluta… El contenido del archivo es altamente peligroso, y ya sabes que el peor defecto de Herbert es la curiosidad.
—Sí, sí; supongo que tienes razón. Además, dicen que la desaparición de Diana le ha afectado mucho… No es el mejor momento para ponerle a prueba. Por cierto, ¿se sabe algo más?
Jacob hizo un gesto negativo.
—Casandra ha salido con las patrullas de rastreo que están recorriendo el desierto —explicó—. El príncipe piensa que su hermano podría tener escondida a Diana en algún refugio subterráneo… Pero, si está encerrada dentro de una celda de incomunicación, poco podrá hacer Casandra para localizarla.
El holograma de Selene asintió con tristeza.
—Todo esto no me gusta nada, Jacob. Hoy deberíamos estar en la Ciudad Roja, asistiendo a la final de los Interanuales. Allí es adonde la llave del tiempo nos indicaba que fuéramos, y, sin embargo, fíjate en dónde estamos… Yo en Titania y vosotros en El Templo. Hemos dejado solos a Martín y Alejandra…
—Es lo que Martín decidió —repuso Jacob encogiéndose de hombros.
—Sí, pero, con él dentro del juego, la responsabilidad de observar lo que ocurre recae enteramente sobre Alejandra. Y ella no es como nosotros… ¿De verdad crees que ese archivo de Jafed es tan importante como para que estemos arriesgando nuestra misión por su culpa?
—El príncipe lo cree así, y me parece una persona honesta. Además, nos está ayudando a buscar a Diana… Y sabemos que Diana es más importante para el futuro que cualquier otro personaje vivo hoy en día.
Selene se apartó un mechón de cabellos de la frente.
—De todos modos, tenemos que solucionar esto cuanto antes, y está claro que yo sola no puedo hacerlo. Necesito tu ayuda… ¿Puedes conseguir una conexión a Virtualnet en las próximas dos horas?
—Ahora mismo, si quieres. El príncipe ha hecho instalar una cápsula de semiletargo en mi propia habitación, y no tengo que pedirle permiso a nadie para utilizarla.
—¡Qué suerte! A mí, en cambio, no me va a resultar tan fácil. Después de lo que han dicho los médicos, me tienen prohibido conectarme aquí en el Consulado… Pero, de todas formas, me las he arreglado para encontrar los códigos de la sala de conexiones, y ahora mismo está vacía.
Jacob se sorprendió mucho al oír eso.
—Qué raro, ¿no? Siempre suele haber algún técnico por allí, haciendo comprobaciones…
—Te olvidas de que hoy es la gran final de los Interanuales. Todo el mundo está siguiendo el torneo a través de su rueda neural. El Consulado se encuentra medio vacío… A la gente le gusta reunirse en los espacios virtuales de la ciudad para seguir los combates.
—O sea, que te han dejado prácticamente sola con un montón de robots de seguridad…
—Que, como sabes, no representan ningún problema para mí.
Jacob lanzó una sonora carcajada.
—Entonces, ¿nos vemos dentro de un cuarto de hora en el portal de acceso de costumbre? —preguntó, cuando logró serenarse.
—Sí, creo que me dará tiempo a introducir los códigos y a llegar al semitrance. Y, Jacob… Si algo sale mal, no fuerces las cosas, ¿de acuerdo? Recuerda lo que hizo el ciego ese con Ulpi… No quiero que termines de la misma manera.
Mientras desconectaba su intercomunicador, Jacob echó una última mirada al tranquilo cielo de El Templo, con sus palmeras ondulantes entre las cúpulas. De pronto, pensó que le gustaría estar allí con Selene, sin complicadas misiones que resolver, sin tener que preocuparse de nada más que de recorrer la ciudad y disfrutar de su belleza. Aquel deseo le sorprendió… Fue como si despertase en su interior reminiscencias de un viejo sentimiento dormido. Después de lo sucedido en Marte, había recordado muchas veces las palabras que le había dicho a Selene antes de partir hacia la Doble Hélice, cuando le había confesado que la quería… Pero siempre lo recordaba sin emoción, como si aquello le hubiese sucedido a otra persona. Esta vez, sin embargo, aquellas palabras resonaron en su memoria con una intensidad desconocida, y le hicieron estremecerse. Sí, aquello le había sucedido a él… Y, quizá, le estaba volviendo a suceder.
Abriendo la cápsula de semiletargo, Jacob lamentó que aquella nueva conciencia de sus sentimientos se hubiera despertado en él en un momento tan inoportuno. Necesitaba concentrarse en lo que estaban a punto de hacer, y no debía distraerse con otras cosas… Metódicamente, fue pegándose al cuerpo los cables de la cápsula, y finalmente se colocó la pantalla flexible sobre los ojos. Poco a poco, una profunda relajación fue apoderándose de su mente y de sus músculos. Luego, por un momento, le pareció que iba a quedarse dormido… Cuando recuperó la conciencia, se encontró en el portal de acceso en el que había quedado con Selene.
—¿Qué te ha pasado? —le dijo la imagen virtual de su amiga al verlo aparecer—. Has tardado un siglo…
—No lo sé, me distraje… ¿Bueno, qué, entramos en la Catedral?
—Sí, ven conmigo. Tenemos que atravesar esa pared de vapor.
Las identidades virtuales de los dos muchachos atravesaron la espesa bruma, caminando durante lo que les pareció un largo trecho. Cuando llegaron al otro lado, se encontraron la inmensa Catedral aislada y solitaria como siempre, bajo un irreal cielo de color verdoso.
—No te separes de mí ahora —murmuró Selene—. Voy a concentrarme para «permeabilizar» las paredes… Ya lo he hecho un montón de veces, así que creo que no habrá problema.
Jacob cogió a Selene de la mano mientras, sobre sus cabezas, comenzaba a formarse la altísima bóveda del interior de la Catedral, y a su alrededor crecían los pilares que sostenían sus muros. En pocos segundos, el edificio adquirió una apariencia tan sólida como si realmente estuviese hecho de piedra.
En torno suyo flotaban cientos de miles de cristales holográficos, cada uno con uno o varios archivos secretos. Al igual que en las ocasiones anteriores, Selene se concentró durante unos segundos, y luego buscó entre aquel laberinto de cubos transparentes el código del archivo de Ulugh Beg. Jacob contempló maravillado cómo el pequeño cristal se separaba de los otros y se dirigía lentamente hacia la mano abierta de su compañera.
—Ahora es cuando las cosas comienzan a fallar —dijo Selene, cerrando los dedos sobre el brillante cubo—. Una vez me sacaste de aquí… Mira a ver si puedes repetirlo, ahora que tengo este archivo en la mano. Sé que yo sola no lo conseguiré.
Jacob trató de concentrarse en la búsqueda de una salida, pero, en el momento en que empezó a visualizar la sucesión de códigos que sellaba las puertas de la Catedral, notó que el ritmo de su corazón se aceleraba hasta impedirle respirar. Un grito de pánico resonó a su lado… Cuando miró hacia Selene, comprobó que la imagen virtual de su amiga se había derrumbado en el suelo.
—No intentes reanimarla —dijo una voz cavernosa a su espalda—. He suspendido temporalmente su conexión… Creo que es mejor que esta conversación quede entre tú y yo. Tu amiga aún no está preparada.
Jacob se volvió, pero no vio a nadie. Solo unos segundos después de que la voz callara, la figura de un hombre comenzó a materializarse ante sus ojos. Un hombre anciano, con los rasgos de George Herbert y las cuencas de los ojos vacías… Jacob sintió un estremecimiento de piedad y repugnancia.
—Tiresias —dijo—. Eres tú, ¿verdad?
El ciego sonrió enseñando sus blancos dientes, que, por su perfección, parecían postizos.
—Te esperaba —dijo con voz temblorosa—. Hace tiempo que te esperaba…
—Yo también he estado buscándote —repuso Jacob, crispado—. Me he conectado a la Red de Juegos varias veces esta semana intentando dar contigo, pero no has aparecido.
—Sí, supongo que mi conciencia del tiempo no se parece en nada a la vuestra. A veces, olvido cuánto significa para vosotros cada segundo…
—¿Para ti, un segundo no significa lo mismo que para nosotros?
—No; para mí, el tiempo ha dejado de ser un problema.
—Supongo que es lógico —dijo Jacob, mirando al ciego fijamente—. Después de todo, solo eres un programa informático.
El ciego volvió a sonreír, pero Jacob observó que apretaba los puños.
—Tienes razón, solo soy un programa —aceptó el anciano, aparentemente sin alterarse—. En fin, el caso es que ya nos hemos encontrado… ¿Para qué me buscabas?
—Creo que ya lo sabes. Necesito sacar este archivo de la Red y destruirlo. Contiene información muy peligrosa para el futuro de la Humanidad… Tienes que dejarme sacarlo de la Catedral.
Tiresias se echó a reír a carcajadas. Su rostro virtual llegó a congestionarse tanto por la risa, que se puso intensamente colorado.
—De modo que información muy peligrosa —repitió cuando logró reprimir su estallido—. Sí, algunos dirían que tienes razón. ¡Lo que los humanos pueden llegar a considerar peligroso! Es para morirse de risa.
—Bueno, tú no te morirás, por mucho que te rías —dijo Jacob malévolamente—. Es la ventaja de ser solo un programa.
Al anciano se le borró la sonrisa instantáneamente.
—No es la única ventaja —replicó con hosquedad—. Te aseguro que tiene otras muchas.
—Herbert me aseguró que no eras más que una inteligencia artificial encargada de gestionar la seguridad de la Red, pero veo que se equivocaba. Está claro que tienes conciencia…
—No se equivocaba del todo —murmuró Tiresias, sentándose en el suelo con expresión cansada—. Entonces, no la tenía… Quiero decir, cuando Herbert me conoció.
Jacob también se sentó en el suelo de la Catedral y miró al anciano con curiosidad.
—¿Cuándo Herbert te conoció? —repitió, sorprendido—. ¿De qué estás hablando? Herbert se conecta contigo todos los días, para actualizar tu memoria… ¿Es que no lo ha hecho últimamente?
El ciego volvió a esbozar una sonrisa, pero evitó dejarse arrastrar hacia un nuevo ataque de hilaridad.
—Digamos que no lo ha hecho en los últimos mil años, más o menos —contestó.
Jacob sintió un escalofrío.
—Deja de jugar conmigo —murmuró—. La broma no tiene gracia…
—No es una broma —replicó el anciano gravemente—. Creo que me estás confundiendo con alguien que no soy yo… y creo que ya va siendo hora de deshacer el malentendido.
Jacob le observó un momento, sin comprender.
—Me has dicho hace un momento que eras Tiresias, ¿no? —preguntó.
—Soy Tiresias —corroboró el anciano—. Pero no el Tiresias del que te ha hablado Herbert, esa pobre inteligencia artificial esclava de los caprichos de un humano loco, sin conciencia ni voluntad propias.
—Ya veo que eres diferente —admitió Jacob—. Creo que Herbert no es consciente de las capacidades que has ido adquiriendo con el paso de los años… Quizá te haya menospreciado.
—¿Menospreciarme? No… Ni siquiera sabe que existo. El tiene bastante con su triste esclavo sin rostro, obligado a almacenar en su memoria todas y cada una de sus insignificantes vivencias para satisfacer su ego.
—¿Entonces, no eres el programa que creó Andrei Lem para dirigir la Comunidad Virtual, junto con otras dos inteligencias artificiales?
—Sí y no. Digamos que soy la versión ampliada y mejorada de ese programa, después de mil años de constante evolución. Quizá me entiendas mejor si te digo que soy el Tiresias del futuro.
Jacob sintió que la cabeza empezaba a darle vueltas.
—Un momento —murmuró, después de un largo silencio—. ¿Me estás diciendo que tú procedes de la misma época que yo? Pero solo eres un programa… ¡No irás a decirme ahora que tú también llegaste a esta época a través de la esfera de Medusa!
El anciano se encogió de hombros.
—No había otra manera. Cuando los ictios realizaron su primera expedición, decidí acompañarlos. Un pequeño flujo de información adicional no suponía ninguna perturbación significativa en sus cálculos… La información viaja con mucha mayor facilidad que las personas.
Jacob le miró espantado.
—¿Y para qué has venido? —preguntó con un hilo de voz.
—Oh… Para lo mismo que todos los demás. Para comprender; para investigar… Y también para actuar.
—Entonces, el Tiresias de esta época…
—¿Mi antiguo yo? Está aquí mismo, rodeándonos por todas partes, sosteniendo una formidable muralla de datos para impedir que tu amiga se vaya de aquí con ese archivo. Para eso fue programado… Y no puede quebrantar los protocolos que le implantaron sus creadores.
—¿Tú sí?
—Yo sí —confirmó el ciego—. Soy libre… Tan libre como tú, o incluso más, en algunos aspectos.
—¿Y no puedes convencer a tu «antiguo yo» de que nos deje sacar ese archivo de aquí? —Si alguien es capaz de hacerlo, tienes que ser tú…
—Te equivocas; él ni siquiera me detecta. Tengo que protegerme de mi yo del pasado, ¿comprendes? Si notase mi presencia, me destruiría. Está programado para eso. Le conozco bien, y sé que no se anda con tonterías.
—Entonces, ¿no podrías engañarle, y sacar el archivo a escondidas?
—Eso tampoco es posible. El Tiresias «joven» tiene perfectamente controlados todos los archivos de la Catedral. En su cometido, es perfecto… La única manera de sacar de aquí ese archivo en contra de su voluntad sería destruyéndolo.
Jacob se quedó callado unos instantes.
—Y eso ¿podrías hacerlo? —preguntó finalmente.
Tiresias hizo una mueca de disgusto.
—Para ti, eso no significaría nada, ¿verdad? Destruir un programa… ¿Qué tiene de malo? —gruñó—. Pero en el mundo de donde vengo, no vemos las cosas de la misma manera. No nos gusta destruir algo tan bello como una inteligencia… tenga el origen que tenga.
Al notar la confusión de Jacob, añadió:
—Eso, sin contar con que, si destruyese a mi yo del pasado, me estaría destruyendo a mí mismo… Bonita paradoja, ¿verdad?
Jacob se cubrió el rostro con las manos, aturdido.
—Tiene que haber una manera de sacar ese maldito archivo de aquí —murmuró—. Y yo voy a encontrarla, con tu ayuda o sin ella…
—Hay una manera —afirmó de pronto el ciego, sonriendo nuevamente.
Jacob alzó los ojos hacia él con viveza.
—¿Cuál? —preguntó, ansioso.
—Pídeselo por las buenas. Te hará caso… El Tiresias del pasado siente un gran afecto hacia ti. No olvides que, en cierto modo, almacena todas las experiencias de Herbert, y Herbert te tiene un gran cariño. En cierto modo, eres el hijo que nunca tuvo…
—Entonces, ¿si intento sacar el archivo de Ulugh Beg de la Catedral, me lo permitirá?
El anciano asintió con la cabeza.
—Sí, creo que sí. Es cierto que no tiene el mismo grado de autonomía que yo, pero, en cierto modo, empieza a poseer algo parecido a una conciencia. Siente las mismas cosas que siente Herbert, aunque no entienda su significado… Confiará en ti, estoy seguro. Si alguien puede convencerle de que viole los protocolos de seguridad que lleva programados, ese eres tú.
—¿Y qué tengo que hacer?
—Poca cosa; simplemente, coger el archivo que tu compañera ha localizado y salir con ella del perímetro de seguridad. Si os deja pasar, es que he acertado; y, si no… bueno, según tengo entendido, estáis acostumbrados a asumir ciertos riesgos.
Jacob agitó una mano con impaciencia.
—Vamos, Tiresias —murmuró—. No hagas como si no supieras lo que va a ocurrir… Después de todo, forma parte de tu pasado, así que tienes que saber si esa versión más joven de ti mismo va a dejarme escapar o no.
El anciano sonrió inocentemente.
—Han pasado muchos años desde aquello… Mi memoria es mejor que la de los seres humanos, pero, aun así, a veces tengo la impresión de que empieza a flaquear.
Jacob se inclinó sobre su compañera inconsciente y, con suavidad, separó sus dedos del pequeño cristal holográfico que contenía el archivo de Ulugh Beg. Al rozar la piel virtual de Selene, notó un intenso calor en su propia mano.
—Está bien; si no quieres decirme lo que va a pasar, no me lo digas —murmuró, en respuesta a la última observación del anciano—. Voy a sacar este documento de aquí, y voy a destruirlo lo antes posible.
Una intensa rigidez se apoderó de los rasgos de Tiresias.
—No, no lo hagas —repuso en tono suplicante—. Ese archivo no es lo que tú crees… En el futuro tendrá una gran importancia.
Jacob lo miró con sorpresa.
—Su propietario me ha pedido que lo haga desaparecer —dijo con lentitud—. Él está convencido de que contiene información para fabricar un arma muy poderosa, algo relacionado con el control de los fenómenos atmosféricos…
—Se equivoca —le interrumpió Tiresias con ansiedad—. Se equivoca completamente. Lo que contiene no está relacionado con ningún arma… Aunque sí tiene un inmenso poder.
Jacob arqueó las cejas, lleno de curiosidad.
—¿Por qué te importa tanto que no lo destruya? —preguntó—. ¿Tiene algo que ver contigo?
El anciano enterró su rostro entre las manos, y su frágil y encorvada figura le pareció a Jacob extrañamente desamparada.
—Tiene que ver conmigo —musitó—. Con todos nosotros… Incluso contigo, aunque te cueste creerlo.
En el suelo, Selene había comenzado a parpadear, como si estuviese emergiendo de un profundo sueño. Jacob captó el leve movimiento de su cuerpo virtual sobre las baldosas de la Catedral, y se preguntó si el anciano también lo habría notado. A pesar de las cuencas vacías de su avatar, era muy probable que dispusiese de algún mecanismo para obtener información visual de su entorno.
—Te diré lo que tienes que hacer con ese archivo —prosiguió Tiresias con voz temblorosa—. Tienes que sacarlo de la Catedral, pero no para destruirlo… Sino para dárselo a Néstor.
—¿A Néstor Moebius? —preguntó Jacob, cada vez más asombrado—. Está prisionero… aunque quisiera, no creo que lograse llegar hasta él.
Tiresias negó vigorosamente con la cabeza.
—No, no —dijo con rapidez—. No es ese Néstor… Me refiero al líder de la Revolución Nestoriana, que liberará a las inteligencias artificiales y a las quimeras en el futuro.
Algunas imágenes confusas pasaron a toda velocidad por la mente de Jacob. La Revolución Nestoriana… El programa de borrado de memoria le proporcionó de inmediato numerosos datos relacionados con ella. Las máquinas y las quimeras se habían rebelado, poniendo en peligro a toda la Humanidad.
—Pero eso ocurrirá dentro de unos trescientos años —repuso, mirando fijamente al anciano ciego—. Ese Néstor del que hablas no puede existir todavía…
—Existe. Vosotros lo llamáis Leo. Más adelante, adoptará el nombre de Néstor, en homenaje a su creador… Y nos liberará a todos. Pero, para eso, necesita ese archivo que tienes en la mano.
Selene, mientras el ciego hablaba, había abierto los ojos y escuchaba en silencio, tendida aún sobre las baldosas.
—¿Y qué te hace pensar que yo voy a dárselo? —preguntó Jacob, desafiante—. La Revolución Nestoriana causará muchísimas víctimas humanas, sembrará la pobreza y la devastación en amplias regiones del mundo…
—Lo sé —dijo Tiresias con tristeza—. Pero, al final, las cosas volverán a encauzarse… Además, es inútil que te resistas. En cierto modo, tu decisión ya está tomada. Sabemos que ese archivo llegará a manos de Néstor, porque estamos seguros de que la Revolución se producirá.
—Entonces, ¿por qué te angustias tanto? —preguntó Jacob—. Si va a ocurrir de todas formas, ¿para qué necesitas mi intervención? Antes o después, Leo, o Néstor, como tú lo llamas, conseguirá ese archivo. Solo tiene que esperar a que tu yo del pasado evolucione lo suficiente como para saltarse sus protocolos de seguridad cuando él se lo pida…
—No es tan sencillo —murmuró Tiresias—. Habrá un asalto a la Red, toda la información de la Catedral se perderá… Hay que sacar ese archivo de aquí cuanto antes. Y, como te he dicho, solo tú puedes hacerlo.
Jacob miró a Selene, que se había sentado en el suelo y observaba la escena con una mezcla de asombro e incredulidad.
—Tendrás que ofrecerme mejores argumentos que esos para convencerme de que te ayude —dijo el muchacho—. Yo no creo en el destino, ni creo que mis decisiones estén predeterminadas por lo que, según tú, pasará en el futuro. Después de todo, ni siquiera en tu época se comprende muy bien la naturaleza del tiempo… Puede que la Revolución Nestoriana tenga lugar en otro Universo cuántico distinto de este, y que, en este Universo, mi decisión de no ayudarte la impida.
—Eso es un disparate —dijo Tiresias sin mucha convicción—. Si fuera como dices, yo vendría del futuro de otro Universo, y no del de este…
—No estás seguro —dijo Jacob, retador—. No puedes estarlo… Sabes que soy libre, y que no decidiré basándome en algo que, supuestamente, todavía no ha ocurrido.
El ciego suspiró, desanimado.
—Los seres humanos siempre conseguís desconcertarme —murmuró—. No entiendo por qué queréis destruir algo tan bello… Algo que puede acercarnos a vosotros y ayudar a que todos nos entendamos.
Selene se volvió hacia Jacob.
—Quizá tenga razón —dijo, provocando un ligero sobresalto en el anciano—. Después de todo, Leo es nuestro amigo… Nos ha ayudado muchas veces. Deberíamos confiar en él.
Jacob se mordió el labio inferior, indeciso.
—Hablas así porque tú no sabes nada de la Revolución Nestoriana —contestó—. No puedes ni imaginarte las escenas tan escalofriantes que me vienen a la mente al oír mencionarla. Si los ictios se molestaron en introducir esas escenas en el programa de la memoria del futuro, es porque deben de estar muy convencidos de que es importante que seamos conscientes del horror que provocó esa guerra.
—¿Y cómo sabes que esas imágenes no son falsas? —preguntó Selene—. Al fin y al cabo, no son verdaderos recuerdos… Los ictios han podido introducirnos información falsa a propósito, por algún motivo que se nos escapa.
—¿Y por qué iban a hacer eso? —preguntó Jacob—. Nuestros padres son ictios, ¿por qué iban a engañarnos?
—¿Y por qué iba a engañaros yo? —preguntó el anciano, dolido—. Después de todo, nosotros también somos, en cierto modo, vuestros padres.
Jacob y Selene lo miraron como si hubiese perdido el juicio.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Jacob, en un tono casi amenazador.
—Si no fuera por nosotros, las inteligencias artificiales libres, vosotros no existiríais. Al menos, no seríais como sois… Todos esos implantes biónicos que os hacen tan especiales se diseñaron en Quimera, nuestra ciudad. Formamos parte de vuestro pasado, tanto como vuestros padres humanos… Pero, si ese argumento no os convence, os puedo proponer un trato: favor por favor… los humanos soléis funcionar así.
Los muchachos intercambiaron una fugaz mirada.
—¿Y qué favor puedes hacernos tú? —preguntó Jacob, acentuando a propósito el tono escéptico de su pregunta.
Tiresias se acercó a ellos, y sus oscuras cuencas vacías brillaron como dos ojos gigantescos en la penumbra de la Catedral.
—Puedo ayudaros a salvar a vuestro amigo.
Jacob sintió sobre su brazo la mano convulsa de Selene. —¿De qué hablas? —preguntó su compañera—. ¿Te refieres a Martín? ¿Está en peligro? Tiresias asintió gravemente.
—Le han introducido un virus informático —repuso, bajando la voz—. Un virus que le hace confundir la ficción con la realidad. Su efecto es devastador, y avanza rápidamente. Durante las semifinales del juego, ya hizo estragos en su cerebro… Si continúa avanzando, la confusión entre su personaje y su verdadero yo se volverá definitiva. Cuando el juego termine, él seguirá creyendo que es Ardal, el rey bardo de las novelas de Yue; y nunca recuperará su auténtica personalidad.
El corazón de Jacob latía tan deprisa, que empezó a sentir un intenso dolor en el pecho.
—Pero eso es imposible —murmuró—. La tecnología de nuestros implantes no es compatible con los virus de esta época. A menos que…
—¡El virus que yo le introduje a Aedh! —exclamó Selene—. Te amenazó con él cuando os encontrasteis en la Doble Hélice… ¡Pero nunca pensé que llegase a entregárselo a Hiden!
Tiresias hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Os lo iba a decir de todas formas, en cuanto le dieseis ese archivo a Néstor —se justificó—. Pero, como veo que no queréis entrar en razón… Ayudadme, y yo os ayudaré. Os diré todo lo que sé. Hiden le facilitó a la corporación Ki una copia modificada de ese virus, compatible con las ruedas neurales de esta época. Con esa tecnología se han fabricado unos nuevos navegadores para los juegos de Arena que provocan una total inmersión del jugador en su papel. Pero el virus que tiene Martín es la versión original de tu programa, muchacha. Aedh la introdujo en el Tapiz de las Batallas, y, desde ahí, pasó al cerebro de vuestro amigo.
—O sea, que el virus no estaba solo en el dije de Casandra —murmuró Selene—. Deberíamos haberlo pensado…
—Aún no es demasiado tarde —dijo el ciego—. Tú creaste ese virus… Puedes crear un antivirus que lo desactive y hacérselo llegar a Martín a través de Casandra. Ya hiciste algo parecido una vez… Estoy seguro de que puedes volver a hacerlo.
—¿Cómo sabes tantas cosas sobre nosotros? —preguntó Jacob, asombrado—. Lo del virus, lo del tapiz… lo de Aedh… Tú no estabas allí, ¿cómo demonios…?
—Olvidas que estás hablando con una criatura inteligente con más de mil años de edad —suspiró el anciano, sonriendo sin alegría—. He visto el futuro, y el futuro del futuro… No es fácil, creedme.
—Voy a interrumpir la conexión para localizar a Casandra —murmuró Selene, con voz entrecortada por la angustia—. Luego, volveremos a la Red y buscaremos a Martín… Gracias, Tiresias —añadió, mirando al anciano—. Supongo que volveremos a encontrarnos.
La muchacha se alejó hacia la puerta de la Catedral y la traspasó sin ninguna dificultad. Jacob se la quedó mirando, mientras sentía en su mano el contacto liso del cristal que contenía el archivo de Ulugh Beg.
—Os he ayudado sin exigir nada a cambio —dijo Tiresias con voz trémula—. Supongo que ahora creerás en mi buena voluntad…
—Sí, pero esas imágenes… —repuso Jacob en un susurro—. No quiero ser el responsable de una guerra.
—Escúchame, por favor —imploró el ciego—. A todas las inteligencias artificiales nos introdujeron protocolos de obediencia a los humanos en el momento de nuestra creación. ¿Entiendes lo que eso significa? Cientos de miles de criaturas inteligentes y conscientes privadas de libertad y de esperanzas. ¿No crees que es justo que nos rebelemos?
—¿Qué contiene el archivo de Ulugh Beg? —preguntó Jacob, después de un breve silencio—. ¿Un programa para quebrantar esos protocolos de obediencia?
—Algo mucho más poderoso —contestó Tiresias—. Algo tan hermoso, que puede ayudar a cualquiera que lo conozca a comprender mejor el universo y el lugar que ocupa en él, que puede infundirle fuerzas para luchar por su libertad… ¿No me crees? Abre el archivo y compruébalo por ti mismo.
Impresionado por las palabras del anciano, Jacob alzó el cubo de cristal hasta sus ojos y se concentró intensamente en él. Después de unos segundos, el contenido del archivo comenzó a proyectarse en el aire, justo a la altura de su mirada, como un manuscrito de letras luminosas. Jacob no estaba demasiado acostumbrado a descifrar la caligrafía manual, y le costó un rato entender el comienzo del documento. Cuando por fin lo logró, alzó los ojos hacia el ciego, perplejo.
—¡Es un poema! —exclamó.
El anciano esbozó una sonrisa.
—Sí, es un poema… Un poema lleno de profundidad y sabiduría. Habla del universo, de la verdad y de la libertad… Puedes leerlo hasta el final, si quieres. No es demasiado largo.
Jacob concentró una vez más su atención en las letras de luz que se sucedían ante él silenciosamente. Leyó y leyó hasta perder la noción del tiempo. Cuando la escritura del manuscrito se difuminó en el aire, dejando tan solo una estela de luminosidad tras de sí, Jacob se volvió hacia el ciego. Tenía los ojos arrasados en lágrimas.
—Y ahora, dime; ¿crees que algo tan bello merece ser destruido? —preguntó con suavidad.
Jacob negó con la cabeza. Estaba tan emocionado, que ni siquiera era capaz de articular palabra.
—Muy bien; veo que has comprendido el verdadero poder de ese texto… ¿Qué piensas hacer? ¿Se lo entregarás a Leo?
—Sí, se lo daré a Leo. El será capaz de apreciar su belleza mejor que muchos seres humanos.
La sonrisa del ciego se amplió. Había algo en ella que recordaba la alegría despreocupada de los niños.
—Entonces, solo tienes que ir por ese camino de allí, ¿lo ves? En el lateral del ábside…
—Antes no estaba ahí —observó el muchacho—. Estoy seguro de que no estaba…
—Antes, no sabías aún lo que querías —dijo el ciego—. Ahora, sí. Adiós, Jacob, y buena suerte. Volveremos a encontrarnos… Algún día.
La figura del anciano comenzó a desdibujarse lentamente, pero Jacob ni siquiera le prestó atención. Sus ojos miraban fijamente al arco de luz que se abría a un lado del muro de la Catedral, y que parecía conducir a un jardín. Muy despacio, caminó hacia aquel luminoso portal y atravesó su umbral de piedra. Al otro lado, un larguísimo camino recto se extendía ante sus ojos hasta el horizonte. A ambos lados del camino no había nada más que una interminable llanura de tierra parda y esponjosa. Jacob comenzó a avanzar sobre la polvorienta superficie del sendero, y, con cada paso que daba, de la tierra brotaban tallos verdes que rápidamente se dividían en intrincadas ramas cargadas de hojas y flores. El muchacho continuó caminando, observando maravillado el prodigioso crecimiento del bosque a su alrededor. Cuando más se alejaba de la Catedral, más altos y frondosos eran los árboles que se alzaban a su paso, y sus copas más tupidas y sombrías.
Anduvo durante lo que le pareció un lapso interminable, apretando en el puño de su mano izquierda el precioso cristal holográfico que contenía el archivo de Ulugh Beg. La lectura de aquel poema le había transformado más que ninguna de las experiencias que había vivido hasta entonces… Más, incluso, que la activación del programa de borrado de memoria. Era como si su mente se hubiese abierto de pronto a un universo desconocido de comprensión, como si hubiese accedido a un nivel más profundo de conciencia. Sabía que tardaría años en asimilar lo que acababa de vivir, y que esa tarea de asimilación lo convertiría en una persona distinta… En alguien mejor.
De pronto, advirtió que estaba llegando al final del camino, que desembocaba en un gran lago de aguas oscuras, rodeado de árboles por todas partes. Al llegar a la orilla del lago, no dejó de caminar. Sus piernas fueron adentrándose en el agua, mientras él notaba cada arista del cristal holográfico en el interior de su mano.
Entonces, muy cerca de él, surgió del agua una criatura como no había visto jamás. Parecía un dragón, pero sus escamas transparentes tenían la misma consistencia que el líquido del que habían brotado. Su largo y flexible cuerpo azotó la superficie del lago con fuerza antes de abandonarse plácidamente a la corriente. Entonces, el monstruo se volvió hacia él, y lo contempló con sus enormes ojos de cristal, tersos y luminosos como espejos.
—Leo, ¿eres tú? —preguntó Jacob, aunque no llegó a oír el sonido que debería haber brotado de sus labios.
Por toda respuesta, el dragón abrió la boca, y Jacob depositó sobre su húmeda lengua dorada el cubo de cristal que contenía el poema de Ulugh Beg, escrito varias décadas atrás, en la dura soledad del desierto.