9

—No quiero ir.

—Ya te he oído la primera vez, la segunda y la tercera. Ahora cállate y entra despacio en el camino de entrada. Vas a derramar el vino.

—Detesto las reuniones familiares.

Alexa le pidió al Señor que le concediera paciencia. Nick le recordaba a un niño en plena rabieta que prefería quedarse en casa jugando antes que ir a ver a su familia.

Las últimas dos semanas habían sido bastante apacibles, salvo por las cada vez más frecuentes quejas de Nick sobre la cena de Acción de Gracias. Maggie le había recordado a Alexa que para los Ryan el día de Acción de Gracias era una pesadilla terrorífica más que una fiesta, de modo que fue muy paciente con él, si bien se negaba a darle cuartelillo.

—No podemos hacer otra cosa. Como estamos casados, debemos asistir los dos. Además, no habrá mucha gente.

Nick resopló.

—Me aburriré como una ostra.

—Pues emborráchate.

Él frunció el ceño y enfiló el camino de entrada. Los platos y las botellas de vino que llevaban en el asiento trasero se movieron, pero se mantuvieron en su sitio. Alexa abrió la puerta, salió del coche y estiró las piernas. El frío viento de noviembre le agitó la falda corta y le acarició las medias tupidas que llevaba debajo. Se estremeció mientras observaba la fila de coches aparcados frente a la casa.

—Sabía que llegábamos tarde.

La expresión de Nick cambió y se tornó más íntima, más cariñosa. Las profundidades de sus ojos castaños brillaron, por los recuerdos de esa misma mañana. Sábanas revueltas, gemidos y besos tórridos. Alexa sintió que su cuerpo reaccionaba al instante. Se le endurecieron los pezones, que quedaron delineados bajo el jersey morado, y el deseo hizo estragos entre sus muslos.

Nick se acercó y le pasó un dedo por una mejilla, tras lo cual trazó el contorno de su labio inferior.

—Te pregunté muy claramente si querías seguir o no, ¿recuerdas?

Alexa se puso colorada.

—Es que no deberías haber empezado. Sabías que íbamos a llegar tarde.

—Podríamos haber pasado de todo esto y habernos quedado en la cama todo el día de Acción de Gracias.

Alexa sintió un nudo en el estómago al escuchar la invitación, pronunciada con una voz muy ronca.

—¿Qué te parece? —insistió él.

—Creo que intentas chantajearme.

—¿Y funciona?

—No. Vamos.

Echó a andar y oyó la risa de Nick tras ella.

Nick sabía que mentía. Siempre la tentaba. Después de dos semanas manteniendo una activa vida sexual, todavía no se había saciado de su marido, y un día en la cama con él le parecía el paraíso.

Cogió los platos de comida y él hizo lo propio con el vino. La puerta estaba abierta, de modo que no tardaron en sumergirse en el caos familiar, ya que los recibieron con alegres gritos, apretones de manos, copas rebosantes y muchas conversaciones.

—Hola, mamá —dijo Alexa mientras le daba un beso a su madre y olisqueaba con emoción el rollizo pavo relleno con salchichas. Las volutas de vapor se extendían por la cocina, rodeándola con su olor y su calidez—. Huele que alimenta. Estás muy guapa.

—Gracias. Es sorprendente lo mucho que relaja liquidar la hipoteca.

Alexa sintió un ramalazo de miedo y se inclinó hacia delante.

—Mamá, por favor. No lo menciones. ¿Se te ha olvidado que hicimos un trato?

Maria suspiró.

—De acuerdo, cariño. Pero estoy muy agradecida y me resulta extraño no decírselo.

—¡Mamá!

—Vale, mis labios están sellados.

Su madre le dio un beso fugaz y se dispuso a preparar la bandeja de los aperitivos.

Alexa cogió una aceituna verde.

—Yo la llevo.

—No te lo comas todo por el camino. ¿Dónde está Nick?

—En el salón, hablando con papá.

—Que el Señor nos pille confesados.

Alexa sonrió y se acercó a su marido. Él cogió una aceituna negra y se la llevó a la boca. «Típico», pensó. Si a ella le gustaban las verdes, a él le gustaban las negras. Eran polos opuestos en muchas cosas. En otras, eran idénticos.

Su sobrina apareció corriendo por el pasillo. El pelo rubio le caía desordenado por los hombros. Llevaba las piernas y los pies desnudos debajo del vestido verde, confeccionado con un grueso terciopelo y con mucho vuelo en la falda para que pareciera un vestido de princesa. La niña se lanzó a los brazos de su tía con un salto y Alexa la cogió con facilidad, tras lo cual se la colocó en una cadera.

—Hola, bicho.

—Tía Al, quiero helado.

—Más tarde.

—Vale. Quiero una aceituna.

—¿Verde o negra?

La expresión que apareció en su cara solo podía hacerla una niña tan pequeña.

—Las verdes están malas.

Alexa puso los ojos en blanco al percatarse del gesto triunfal de su marido. Nick cogió una aceituna negra bastante grande y se la colocó en la punta del dedo.

—La niña tiene buen gusto. Para ti —añadió mientras se la ofrecía y la observaba comérsela—. ¿Está rica?

—Mmm. ¿Puedo comer helado ya?

Alexa rio.

—Después de cenar, ¿vale? Ve a decirle a mamá que acabe de vestirte.

—Vale.

Taylor se marchó y los adultos siguieron bebiendo, comiendo y riéndose a carcajadas.

Alexa vio que Nick hacía caso de su consejo y comenzaba a beber pronto. Aferraba con fuerza un vaso de whisky con soda. Aunque asentía a algunos comentarios, mantenía un cierto distanciamiento que a ella le encogió un poco el corazón. Hasta que sus miradas se encontraron…

Y surgió el fuego.

El aire crepitó entre ellos. Nick meneó las cejas con picardía e hizo un gesto, señalando uno de los dormitorios.

Alexa meneó la cabeza y se echó a reír. Acto seguido, se dio media vuelta y se fue en busca de sus primas.

Nick observó a su mujer disfrutar de la cercanía de la familia y recordó las reuniones familiares que se celebraban durante su infancia en su casa. Su madre bebía sin cesar, mientras que su padre les tiraba los tejos a todas las invitadas que fueran atractivas. Él podía esconder todas las botellas de licor y todas las cajetillas de tabaco que quisiera, porque nadie le prestaba atención. Recordaba el enorme pavo con su excesivo relleno que cocinaba la doncella y era más que un símbolo para presumir, y los regalos de Navidad que abrían sin sus padres, ya que nunca estaban con ellos.

Los McKenzie parecían distintos. Bajo el habitual caos, había verdadero cariño. Hasta Jim parecía encajar de nuevo, aunque su cuñada hubiera tardado años en perdonarlo del todo. La familia de Alexa había sufrido un duro golpe, pero habían capeado el temporal y en esos momentos parecían mucho más fuertes.

Nick se esforzó por representar el papel de recién casado sin dejarse atrapar en el hechizo. La sensación de bienestar fue creciendo poco a poco, pero logró desterrarla sin miramientos. Esa no era su familia y solo los toleraba porque se había casado con Alexa. Necesitaba recordarlo. Sintió un dolor sordo en el pecho, pero se desentendió de él. Sí, parecían aceptarlo abiertamente, pero solo porque creían que el matrimonio entre ellos era real. Al igual que sucedía con todos los demás, dicha aceptación llegaría a su fin.

De modo que era mejor acostumbrarse a la idea con tiempo.

Jim le dio unas palmadas en la espalda y le dijo a su hermano:

—Charlie, ¿te has enterado de lo que Nick quiere hacer en la zona del río?

El tío Charlie negó con la cabeza.

—Su empresa es una de las que van a participar en la licitación para renovar todos los edificios. Es muy gordo —añadió, henchido de orgullo—. Ahora puedo presumir de un médico y de un arquitecto. No está mal, ¿verdad?

El tío Charlie asintió y ambos comenzaron a hacerle un montón de preguntas a Nick sobre su profesión. De repente, sintió algo en su interior. Aunque respondió a todas las preguntas, las defensas que protegían sus emociones comenzaron a resquebrajarse. Jim no le hablaba como si fuera su yerno, sino como si fuera su hijo, al compararlo con Lance. Maria se había percatado de cuáles eran sus platos preferidos y se los señaló con una sonrisa, mientras que él se ruborizaba al ser objeto de semejante atención. El tío Eddie lo invitó a su casa para enseñarle su flamante televisor de pantalla plana y ver juntos algún partido de los Giants, al parecer encantado de contar con otro miembro masculino en la familia.

Ansioso por disfrutar de un momento de paz para aclararse las ideas, se excusó y enfiló el pasillo en busca de un cuarto de baño. Al pasar por una de las habitaciones, vio a un grupito de mujeres hablando muy bajito y riéndose. Alexa tenía un bebé en brazos, el bebé de alguna de sus primas, supuso, y lo mecía con una elegancia natural y femenina. La conversación no se detuvo, y Nick captó un «el sexo es genial» justo cuando se detenía al pasar frente a la puerta.

En ese instante lo vieron y todas guardaron silencio mientras lo miraban.

Nick cambió el peso del cuerpo a la otra pierna al sentirse muy incómodo de repente bajo las miradas curiosas de las primas de Alexa.

—Hola. Esto… estoy buscando el cuarto de baño.

Todas asintieron, pero sin dejar de mirarlo de arriba abajo. Al final, fue Alexa quien le dijo:

—Utiliza el baño del último dormitorio del pasillo, cariño. Y cierra la puerta, ¿quieres?

—Claro.

Nick cerró la puerta y escuchó otra risilla tonta, tras lo cual el grupo entero estalló en carcajadas. Meneó la cabeza y siguió caminando hasta el final del pasillo. De repente, lo detuvo Taylor, que apareció prácticamente de la nada.

—Hola.

—Hola —replicó Nick. La niña lo miraba con los ojos como platos y él tragó saliva, preguntándose si debía entablar una conversación con ella y si sería aceptable que se limitara a rodearla para seguir con lo suyo—. Estoy buscando el baño.

—Yo también tengo que hacer pis —anunció la niña.

—Ah. Vale. ¿Y por qué no vas a buscar a tu mami?

—No está aquí. Tengo que hacer pis. Vamos.

Le tendió una manita y el pánico lo abrumó. Ni de coña iba a llevar a una niña pequeña a hacer pipí. No sabía qué hacer. ¿Y si había algún problema? Retrocedió un par de pasos y meneó la cabeza.

—Esto… no, Taylor. ¿Por qué no le dices a la tía Alexa que te acompañe?

La niña hizo un puchero.

—Tengo que ir ya.

—Espera aquí.

Se volvió y llamó a la puerta de la habitación donde estaban reunidas las mujeres. Al otro lado se hizo el silencio.

—¿Quién es?

—Nick. Esto… Alexa, tu sobrina quiere que la lleves al baño para hacer pis.

Se produjo un silencio.

—Cariño, estoy ocupada. Acompáñala tú, ¿quieres? No tardarás nada.

Acto seguido, se escuchó un murmullo y una carcajada. Nick se marchó, temeroso de admitir delante de un grupo de mujeres que analizaban cada uno de sus movimientos que era incapaz de manejar la situación. Regresó junto a la niña.

—Bueno, ¿puedes esperar un minuto más? ¿Y si le digo a la abuela que te acompañe?

Taylor negó con la cabeza, agitando sus rizos rubios, y empezó a dar saltitos.

—Tengo que ir ya, por favor, por favor.

—Un momento. —Corrió por el pasillo hacia la cocina, donde Maria estaba rellenando el pavo—. ¿Maria?

—¿Qué, Nicholas?

—Verás, es que Taylor necesita ir al baño y quiere que la acompañes.

Se limpió la frente con un brazo, pero siguió a lo suyo.

—Ahora mismo no puedo. ¿Por qué no la llevas tú? No tardarás nada.

Nick se preguntó qué pasaría si de repente se echaba a llorar. El espanto de la situación lo golpeó con fuerza y comprendió que no le quedaba más remedio que llevar a Taylor al baño o se haría pis encima, le echaría la culpa a él y entonces sí que se metería en un buen lío.

Corrió otra vez hacia el pasillo y la encontró dando saltitos a la pata coja.

—Vale, vamos. Aguanta, aguanta, aguanta —repetía una y otra vez mientras cerraba la puerta del baño y levantaba la tapa del inodoro.

Taylor se alzó el vestido y esperó, de modo que Nick supuso que necesitaba ayuda con la ropa interior. Cerró los ojos y le bajo las braguitas, tras lo cual la levantó para sentarla en el inodoro. La escuchó suspirar, aliviada, y al instante escuchó la confirmación de que todo iba bien. Recuperó la confianza. Podía hacerse cargo de una niña. No había nada que temer.

—Quiero helado.

«¡Mierda!», pensó.

Decidió repetir las mismas palabras que había usado Alexa y que tan bien habían funcionado.

—Después de cenar.

—No, ahora.

Respiró hondo y lo intentó de nuevo.

—Podrás comer helado, pero tendrás que esperar un ratito, ¿vale?

El labio inferior de Taylor empezó a temblar.

—Quiero helado y ya he esperado mucho; y te prometo que me comeré toda la cena si me das helado ahora. ¿Sí?

Nick se quedó boquiabierto al escuchar sus lacrimógenas súplicas. ¿Qué se suponía que debía hacer? Se recordó que era un arquitecto prestigioso. ¿Tan difícil era controlar a una niña?

Mantuvo la voz firme y dijo:

—Primero tienes que comerte la cena y después, el helado. Debes hacerles caso a tu madre y a tu tía.

El labio inferior tembló un poco más. Las lágrimas aparecieron en sus ojos azules.

—Pero mamá y la tía Al nunca me hacen caso. Te prometo de verdad, de verdad, de verdad de la buena que me lo comeré todo, pero quiero helado ahora. Puedes cogerlo del congelador sin que te vean, yo me lo como aquí y no me chivaré. ¡Y serás mi mejor amigo! ¡Por favor!

Nick se estremeció, aterrado, pero se mantuvo en sus trece.

—No puedo.

Taylor empezó a llorar.

Al principio, Nick creyó que podría hacerlo. Unas cuantas lágrimas, la tranquilizaría, la llevaría de vuelta con su madre y seguiría siendo el adulto que manejaba la situación. Sin embargo, la niña comenzó a sollozar con gran sentimiento mientras las lágrimas se deslizaban por sus sonrosadas mejillas. Los labios le temblaban tanto que Nick no pudo soportarlo más. Tras suplicarle que dejara de llorar sin que sus palabras tuvieran efecto alguno, hizo lo único que le quedaba por hacer.

—Vale, te traeré un poco de helado.

Taylor se sorbió la nariz con delicadeza. Las lágrimas le mojaban las pestañas rubias y seguían deslizándose por sus mejillas.

—Te espero aquí.

Tras dejarla en el baño, Nick volvió al pasillo, donde pensó que encontraría a su padre, a su abuelo o a alguna tía que lo detuviera. Sin embargo, al entrar en la cocina descubrió una escena caótica. Abrió el congelador y vio un polo. Esperó por si lo descubrían.

Nada.

De modo que tras quitarle el envoltorio al polo, cogió una servilleta y regresó al cuarto de baño.

Taylor aún estaba sentada en el inodoro.

Le ofreció el polo y ella extendió una manita regordeta mientras esbozaba la sonrisa más dulce que Nick había visto en la vida. Se le derritió el corazón al tiempo que Taylor lo miraba a los ojos y le prometía lo que quisiera.

—Gracias. ¡Eres mi mejor amigo!

El orgullo lo abrumó mientras la observaba comerse el polo. Los niños siempre tenían hambre, pensó, así que estaba seguro de que después se comería la cena, si bien decidió recordarle que todo el episodio era un secreto.

—¿Taylor?

—¿Qué?

—No te olvides que el polo es un secreto, ¿eh? Es nuestro secreto.

Ella asintió con la cabeza, muy seria.

—Emily y yo tenemos muchos secretos. Pero no podemos contárselos a nadie.

Nick hizo un gesto afirmativo con la cabeza, satisfecho.

—Exacto. Los secretos no se le cuentan a nadie.

Alguien llamó a la puerta.

—Nick, ¿estás ahí?

—Vete, Alexa. Estamos bien. Saldremos ahora mismo.

—¡Tita Al! ¿Sabes qué? —gritó Taylor—. ¡Me estoy comiendo un polo!

Nick cerró los ojos. Las mujeres eran únicas para romperle el corazón.

La puerta se abrió y Nick vio la escena desde el punto de vista de Alexa. Taylor estaba sentada en el inodoro, comiéndose el polo, mientras que él la miraba sentado en el taburete de mimbre con un trozo de papel higiénico en la mano.

—Mierda.

—Mierda, mierda, mierda, mierda —repitió Taylor con alegría—. ¿Has visto mi polo, tita? ¡Me lo ha dado él! Es mi mejor amigo.

Nick esperó el estallido. Las carcajadas. Cualquier cosa salvo el silencio que reinaba en el vano de la puerta. Cuando por fin logró reunir el valor para mirarla, descubrió que Alexa lo observaba con una mezcla de asombro, sorpresa y otra emoción que no supo identificar. ¿Ternura?

La escuchó carraspear antes decir:

—Esta vez sí que te has superado, bicho. Un mordisco más y me lo das.

—Vale.

Nick se preguntó por qué la niña no discutía con Alexa, y después supuso que debía sentirse agradecido. Su mujer envolvió el polo en un montón de papel higiénico y lo dejó en la papelera. Después, apartó a Nick y le quitó el trozo de papel de las manos para limpiar a su sobrina. Una vez listas, la bajó del inodoro, le subió las bragas, le bajó el vestido y ambas se lavaron las manos. Por último, Alexa le lavó la boca a la niña para borrar cualquier rastro del polo.

Alexa salió del baño con una niña de tres años muy contenta y un adulto confundido. De repente, se agachó al lado de su sobrina para decirle algo al oído. La niña asintió con la cabeza y corrió para reunirse con los demás invitados.

—¿Qué le has dicho? —quiso saber Nick.

Ella sonrió, ufana.

—Le he dicho que como diga una sola palabra sobre el polo, jamás le daremos otro. Confía en mí, esa niña habla nuestro idioma.

—¿No estás enfadada?

Alexa se volvió para mirarlo.

—¿Estás de broma? No sabes cuántas cosas le he dado a escondidas a ese angelito. Ha llorado, ¿verdad?

Nick se quedó boquiabierto.

—Sí, ¿cómo lo sabes?

—Conmigo lo hace siempre. Eras un caso perdido desde el principio. Ah, una cosa más.

—¿Qué?

—Me has puesto a cien y pienso demostrártelo con todo lujo de detalles cuando lleguemos a casa.

El asombro lo dejó pasmado.

—Te estás quedando conmigo.

Alexa lo besó con pasión y frenesí, metiéndole la lengua en la boca. Una vez satisfecha, se apartó con una sonrisa.

—No. Pero voy a quedarme contigo en cuanto estemos en casa.

Acto seguido, echó a andar contoneando las caderas, dejándolo empalmado y con expresión confundida.

Mujeres…

Dos semanas después Nick se preguntaba si los hombres perdían el poder en cuanto se acostaban con una mujer.

En la última reunión que mantuvo con Conte, el italiano le aseguró que tomaría una decisión a finales de año. La reunión fue un momento muy incómodo para él, ya que Conte le preguntó por Alexa de inmediato, pero consiguió salir airoso del trance. Los inversores habían reducido la lista a dos candidatos: StarPrises, un importante estudio de Manhattan, y él. Por delante quedaba una última reunión en Navidad donde revelarían la maqueta final del proyecto. Menos mal que contaba con el respaldo de Drysell, porque estaban a punto de librar la última batalla. Por desgracia, ignoraba de qué lado se inclinaba Conte, y esa incertidumbre lo tenía de los nervios.

Estaba deseando llegar a casa y disfrutar de una buena cena, tras lo cual vería el partido de los Giants. Y después se metería en la cama con su mujer. Sin intención alguna de dormir.

Abrió la puerta, estampó los pies en el suelo con fuerza para quitarse la nieve de los zapatos e intentó calcular cuánto tiempo tardaría en comer, en ver el partido y en llegar a la parte más importante de la velada… y de repente pisó una caca de perro.

Gritó, furioso, y levantó el zapato. Un zapato italiano cosido a mano que en ese momento lucía un tono más marrón que el original. Su precioso parquet estaba manchado. La casa olía a mierda en vez de a comida. Iba a matarla.

—¡Alexa!

La susodicha llegó procedente de la cocina, colorada ya fuera por la culpa o por la vergüenza, y se detuvo al verlo. Tras ella distinguió una sombra alargada. Nick entrecerró los ojos al ver al sucio sabueso que lo atormentaba desde que era pequeño. En ese instante decidió, que con sexo o sin sexo, esa mujer estaba fuera de control.

—Se larga. Ahora mismo.

—Pero…

—Lo digo en serio, Alexa. ¡Por el amor de Dios, quiero a ese perro fuera de mi casa! Mira lo que acaba de hacer.

Alexa desapareció y, cuando volvió con un paquete de toallitas húmedas y una bolsa de basura, se dispuso a limpiarlo todo. Nick se quitó el zapato con cuidado y rodeó la caca de perro mientras contemplaba que su mujer procedía a limpiar y a explicarle lo sucedido con idéntico fervor.

—Escúchame un momento. Sé que no podemos quedárnoslo. Ni siquiera voy a intentar convencerte. Es que me llamaron del refugio para decirme que se le había agotado el tiempo y que lo sacrificarían hoy. No sé por qué nadie quiere quedarse con él, es un perro precioso, y te prometo que si nos lo quedamos solo un par de días, le encontraré un hogar.

La sombra se mantuvo en el vano de la puerta de la cocina, con los ojos amarillentos carentes de emoción mientras aguardaba el veredicto. Nick gruñó, disgustado.

—Nadie lo quiere porque es el perro más feo que he visto en la vida. Incluso podría ser peligroso.

Alexa resopló.

—Es un encanto de animal, ni siquiera sabe gruñir. Los del refugio me han dicho que lo encontraron en una carretera desierta con una pata rota. Seguro que lo tiraron de algún coche.

«¡Mierda!», pensó Nick.

—Sé que está sucio, pero creo que es un perro inteligente y que el problema es que nadie lo ha educado. Lo mantendré en la habitación del fondo, lo limpiaré todo y te prometo que se irá dentro de un par de días. Nick, por favor, ¿sí? Dame solo un par de días.

Irritado por sus súplicas y por su propia reacción, se quitó el otro zapato y se acercó al animal. Como si quisiera desafiarlo, se plantó frente a él y esperó a que le demostrara algún signo de violencia o de comportamiento callejero a modo de excusa para echarlo de su casa.

No obtuvo la menor reacción. El perro no meneó el rabo, ni bajó la cabeza, ni le gruñó. Nada. Esos ojos amarillos se limitaron a observarlo con expresión vacía.

Sintió un escalofrío en la columna mientras le daba la espalda al animal, decidido a no dejarse afectar.

—Unos días. Y lo digo en serio.

Alexa parecía tan aliviada y preocupada que comenzó a preguntarse si en realidad todavía tenía algún poder sobre ella. De modo que decidió aprovecharse de su ventaja.

—¿Has preparado la cena?

—Ya casi está. Filetes de salmón con verduras de temporada y un pilaf de arroz. El vino está en el frigorífico. La ensalada está preparada. Tendrás tiempo de sobra para ver el partido de los Giants.

Nick ladeó la cabeza, impresionado por esa habilidad de darle a un hombre lo que quería justo después de haber claudicado. Dio un paso hacia ella.

—Creo que voy a ducharme antes de cenar.

—Te subiré una copa de vino. Si quieres, puedes comer viendo la tele.

—Es posible.

Alexa se apresuró a cogerle el abrigo, tras lo cual lo invitó a subir al piso de arriba. Nick decidió que unos cuantos días en compañía de un perro merecerían la pena si así era como Alexa iba a demostrarle su gratitud. Con esa agradable idea, entró en el dormitorio y se quitó la ropa.

Alexa acompañó a su perro temporal hasta la habitación trasera, que ya había cubierto con sábanas viejas que había cogido de su apartamento. Le dejó un comedero lleno y un cuenco con agua, tras lo cual se despidió de él besándolo en la cabeza. Se le rompía el corazón cada vez que lo miraba y veía que no meneaba el rabo. Jamás lo movía. Había algo en ese perro que la conmovía mucho, pero se contentaba con haberle proporcionado un poco más de tiempo para encontrarle un hogar donde lo quisieran.

Era el momento de satisfacer a su marido.

Sirvió una copa de vino y subió la escalera, desde donde escuchó el agua de la ducha correr. La emoción le provocó un delicioso nudo en las entrañas. Sintió que se mojaba así sin más, solo con la idea de hacer el amor con Nick. Se le endurecieron los pezones al abrir la puerta del cuarto de baño y descubrir una nube de vapor. Después de dejar la copa en el lavabo, comenzó a desnudarse.

—Cariño, tienes el vino en el lavabo.

—Gracias —replicó él, aunque su voz sonaba amortiguada.

Alexa apartó la cortina y se metió con él en el enorme plato de ducha con una sonrisa.

—De nada.

El asombro que sintió Nick fue tal que parecía que alguien le había dado un martillazo en la cabeza.

Alexa aprovechó la oportunidad para pasarle las manos por el cuello y se pegó a su cuerpo, enloqueciendo al sentir el roce húmedo de esos duros músculos y del vello de su torso. Al parecer, era insaciable en lo que a él se refería. Aunque nunca se habían duchado juntos, dado que aún no habían alcanzado ese nivel de intimidad, Nick se adaptó a las circunstancias sin protestar.

Y con gran rapidez.

Apenas dos segundos después tenía una palpitante erección. Gimió mientras la estrechaba con fuerza e inclinaba la cabeza para capturar sus labios, saborearlos y reclamarlos, provocándole una oleada de placer.

La besó con poca delicadeza y mucha pasión, mientras ella clavaba las uñas en su piel desnuda y se frotaba contra su cuerpo enjabonado. Entre tanto, el agua caía sobre ellos como si fuera una cascada, mojándole el pelo y aplastándoselo a ambos lados de la cara. Le devolvió el beso con frenesí, acariciándole la lengua con la suya, tras lo cual se apartó y se arrodilló frente a él.

—Alexa…

—Cállate —le dijo ella justo antes de abrir la boca y empezar a chupársela.

El agua le caía en la cabeza y en la espalda mientras se la acariciaba con la lengua, encantada con su sabor, con su textura y con las palabras malsonantes que él mascullaba y que dejaban bien claro hasta qué punto le gustaba lo que le estaba haciendo.

En un momento dado, Nick la instó a levantarse y la alzó en brazos al tiempo que separaba las piernas para guardar el equilibrio. Se demoró un instante para mirarla a los ojos y después la penetró hasta el fondo.

Alexa jadeó. Su cuerpo lo acogió con alegría, cerrándose en torno a él. El deseo la abrasó cuando Nick la aferró por las caderas y comenzó a moverla arriba y abajo. El placer le arrancó un gemido y a medida que el ritmo de los movimientos aumentaba, le mordió un hombro, echó la cabeza hacia atrás y gritó al llegar al orgasmo.

Nick la siguió poco después, si bien ella estaba ya desplomada contra su torso y temblorosa, besándolo una y otra vez, totalmente saciada. Nick la estrechó un buen rato bajo el agua y, cuando Alexa levantó por fin la cabeza, le echó el pelo hacia atrás.

—El perro puede quedarse una semana.

Alexa se echó a reír y trazó el contorno de su cara con los dedos, encantada al verlo tan relajado y bromeando con ella. Adoraba todas las facetas de ese hombre tan obstinado que era su compañero de negocios, su marido y mucho más.

—No he hecho esto por el perro. Ha sido por motivos totalmente egoístas.

—La mujer de mis sueños.

—Te he traído vino. La cena está preparada.

Nick guardó silencio y se limitó a contemplarla. Por increíble que pareciera, Alexa sintió que se le aceleraba el pulso y que se le endurecían los pezones. Un tanto avergonzada, hizo ademán de marcharse, pero él la detuvo con una sonrisa pícara mientras recorría su cuerpo con un dedo con el que acabó penetrándola.

Jadeó por la sorpresa mientras Nick le acariciaba el clítoris. Se agarró a sus hombros y negó con la cabeza, reacia a someterse al poder que tenía sobre ella.

—No puedo…

—Sí que puedes. Otra vez, Alexa.

La penetró hasta el fondo con el dedo, frotando la palma de la mano contra su sexo hasta que ella arqueó las caderas en su afán por sentirlo aún más. En cuanto la tuvo dura, Nick le separó los muslos y la penetró de nuevo. Alexa le hizo el amor con un abandono salvaje desconocido para ella hasta ese momento. Al cabo de un rato, una vez saciados y aún estremeciéndose por los rescoldos del placer, Nick la estrechó con fuerza, cerró el grifo y la secó con suavidad. Sus caricias fueron delicadas y no dejó de mirarla con los párpados entornados, como si quisiera esconder lo que sentía por ella. Alexa le permitió que guardara sus secretos, dispuesta a recibir con gran avaricia, con una desesperación que la asombraba, lo que estuviera dispuesto a darle. Pero Nick no tenía por qué saberlo. No tenía por qué vislumbrar siquiera lo profundos que eran sus sentimientos hacia él, ni tampoco tenía por qué descubrir el secreto que siempre había sospechado y que acababa de reconocer en ese momento.

Lo amaba.

Con toda el alma. Lo quería por completo, lo bueno y lo malo, quería a su amigo, a su amante, a su compañero y a su rival. Deseaba pasar el resto de la vida a su lado y entregarse por entero, aunque sabía que él no correspondía sus sentimientos. Enterró su descubrimiento en un lugar secreto de su corazón. Y después comprendió que aceptaría lo que él quisiera darle, aunque jamás fuera suficiente.

Lo besó, sonrió y se esforzó por mantener alejada la tristeza de su cara.

—¿Listo para cenar?

Nick la miró con cierto asombro, casi como si supiera que le estaba ocultando algo importante, pero acabó devolviéndole la sonrisa.

—Sí.

Nick la cogió de la mano y salieron juntos del cuarto de baño.

—Vete.

El perro lo miró con una expresión vacía. Nick estaba contemplando la nieve caer al otro lado de la ventana y le echó un vistazo al reloj. Locos por los Libros había cerrado unas horas antes y Alexa no había llegado todavía a casa. Las carreteras estaban cubiertas de placas de hielo y el informe meteorológico había anunciado que se trataba de una ventisca prenavideña. Todo el mundo estaba encantado con la posibilidad de disfrutar de unas Navidades blancas. Personalmente, a Nick le daba igual siempre y cuando mantuvieran las carreteras despejadas y no hubiera cortes en el suministro eléctrico.

Hizo una mueca al recordar que Alexa lo había llamado «señor Scrooge». Su alegría por las celebraciones lo desquiciaba, así como su afán por decorar la casa, su insistencia en conseguir un abeto natural, e incluso su disposición a hornear galletas. Unas galletas muy bonitas pero que no estaban muy buenas. Cuando le dijo la verdad, ella le tiró una a la cabeza. Al menos el perro se encargó de limpiar el suelo.

Nick miró de nuevo hacia la puerta. El delgaducho animal se encontraba en el rincón, mirándolo con sus ojos amarillentos. La semana estaba a punto de acabar, y el chucho se iría por fin. No le gustaba la costumbre del animal de seguirlo a todas horas y de estar pendiente de todos sus movimientos. No se comportaba como un perro normal y corriente que ladraba, meneaba el rabo y bebía agua de forma ruidosa. Ese perro le recordaba a un espectro. Alexa lo obligaba a comer, a beber y lo estaba acostumbrando a sacarlo a pasear con correa. El chucho lo aceptaba todo, pero con una mirada distante, como si estuviera esperando la hora de la verdad. Como si esperara que volviesen a dejarlo tirado en la carretera. Solo.

Meneó la cabeza, molesto por el escalofrío que le recorrió la espalda. Llevaba unos días soñando con el perro del que se deshizo Jed. Los sueños lo torturaban de tal manera que recurría a su mujer en plena madrugada para alejar esos recuerdos. Era consciente de que se había acostumbrado a hacerlo con frecuencia. Se enterraba en su cuerpo y se perdía en su calor y en su pasión, hasta que el frío gélido que llevaba en el interior se mitigaba un poco y se hacía más llevadero.

Al ver que llegaba el Volkswagen amarillo, lo inundó el alivio. Alexa abrió la puerta de la casa y estampó los pies en el suelo para limpiarse la nieve de las botas, riéndose a carcajadas al ver que le caían copos del pelo si sacudía la cabeza.

—¿A que es genial? ¡La semana que viene habrá otro temporal, así que tendremos una Navidad blanca!

—¿Por qué llegas tarde?

—¿Estabas preocupado?

Lo miró con expresión juguetona mientras se quitaba el abrigo.

—No, pero la semana pasada te dije que tu coche necesita un cambio de ruedas. ¿Lo has hecho ya?

—Todavía no.

—No puedes conducir con esta nieve si tienes las ruedas desgastadas. Te dije que cogieras el BMW y que dejaras tu coche aquí.

Ella hizo un mohín.

—Odio el BMW, me pone nerviosa. Además, he conducido en condiciones mucho peores que estas y con peores coches. Oooh, qué alegría estar tan cerca de la chimenea. —Se calentó las manos y estornudó—. Dichoso resfriado, no hay manera de librarse de él. ¿Tenemos vino especiado para la cena? Creo que ponen Qué bello es vivir a las nueve.

Nick frunció el ceño, consciente de que había cambiado el tema porque no quería seguir sus consejos.

—Esa película está muy vista. Llevas unos días sintiéndote mal. Deberías ir al médico.

—No tengo tiempo. Las vacaciones son la época más ajetreada en la tienda.

—Yo te acompañaré mañana. Después te dejaré en la librería y llevaré el coche al taller para que le cambien las ruedas. Deberías cambiarlo de todas formas. Comprarte uno nuevo.

Alexa resopló.

—Lo que tú digas, don Ricachón. Resulta que ahora mismo no puedo permitirme comprar un coche nuevo y, además, me gusta mi escarabajo.

—Yo te lo compraré.

—No, gracias.

La frustración amenazó con apoderarse de él. Alexa proclamaba a los cuatro vientos que se había casado con él por el dinero. En ese caso, ¿por qué no lo aceptaba? Le había ofrecido sus servicios profesionales de forma gratuita para la ampliación de la librería. Un coche nuevo. Ropa nueva, aunque para él estuviera perfecta con un saco de patatas. Todos los demás aceptaban su dinero, algo que para él era lo más sencillo de ofrecer. Pero ella no. Ella se negaba a aceptar un céntimo más de lo acordado en el contrato, y él se sentía culpable. Lo estaba volviendo loco.

—Eres mi mujer y, si quiero, puedo comprarte un coche.

—Un coche nuevo no entra en nuestro contrato.

—El sexo tampoco.

Nick esperó un estallido de mal humor por parte de Alexa, pero ella se limitó a reírse. Y después estornudó de nuevo.

—Sí, supongo que tienes razón. Pero que sepas que acepto el sexo y rechazo el coche.

Nick se acercó a ella caminando con brusquedad y el perro se encogió.

—Pues considéralo un regalo.

—Si quieres, puedes comprarme flores, pero no voy a deshacerme de mi coche. Hoy estás de un humorcito maravilloso, ¿eh?

—No estoy de ningún humorcito. —Mientras replicaba, su mal humor empeoró un poco más. Negarlo de esa forma reafirmaba el comentario de Alexa—. ¿Por qué no me dejas que tenga un detalle bonito contigo?

Alexa se sentó en el suelo, frente a la chimenea, se quitó las botas y lo miró.

—Deja que se quede.

Decidió hacerse el tonto.

—¿Quién?

—El perro.

—Alexa, te he dado tiempo. Me prometiste que se iría el viernes. No quiero un perro. No lo quiero.

Esperó a que Alexa se lanzara al ataque y se preparó para ganar la discusión utilizando la lógica.

Sin embargo, ella asintió con la cabeza y sus ojos adoptaron una expresión tristona.

—Vale. Se irá mañana.

Los remordimientos lo asaltaron con fuerza. Lo que quería hacer era coger al perro y llevarlo al refugio esa misma noche. En cambio, su mujer extendió los brazos y llamó al chucho para que se acercara a fin de hacerle carantoñas. El perro se acercó poco a poco a ella, hasta detenerse justo delante. Alexa se movió muy despacio y le colocó una mano bajo el hocico, tras lo cual empezó a acariciarle el cuello mientras le murmuraba tonterías. Al cabo de un rato, el animal dejó de temblar, se relajó y bajó las orejas. Alexa lo instó a acostarse en su regazo y siguió acariciándolo. Tenía el pelo más suave porque Alexa lo había bañado y estaba un poco más gordo, ya que lo obligaba a comer.

Nick observó la escena que se desarrollaba frente a sus ojos y sintió que el pasado y el presente se mezclaban. En su interior se libró una batalla entre la soledad y el riesgo a sufrir. Por primera vez desde que estaba con ellos, el chucho pareció rendirse un instante, pareció permitirse por un instante el lujo de disfrutar del cariño de alguien que aseguraba quererlo.

Y Nick vio que empezaba a menear el rabo.

Su mujer no se percató del leve movimiento, ya que estaba disfrutando de la calidez del fuego con dos almas heridas y descarriadas a su lado. Alexa no se entregaba para ganar algo a cambio, no tenía un objetivo en mente. El amor no era un premio, sino algo que llevaba en su interior y que compartía de forma generosa. Todas las noches compartía su cuerpo con él sin guardarse nada. La mujer con la que se había casado era una criatura feroz y orgullosa de la que se enorgullecía y ante la cual se postraba de rodillas. A la cálida luz del fuego, Nick comprendió que la quería.

Estaba enamorado de su mujer.

El descubrimiento fue como una riada que lo arrastró con fuerza, hundiéndolo antes de devolverlo a la superficie tosiendo y magullado, sacudiendo la cabeza mientras se preguntaba cómo narices había podido pasar. Se mantuvo en el centro de la estancia mientras ella pasaba de él, y observó su vida abandonar la autopista y enfilar una carretera secundaria llena de piedras, baches y matorrales. Abrumado por las emociones, retrocedió un paso, como si quisiera alejarse de todo ese lío.

«¡La madre que me parió!», pensó.

Estaba enamorado de su mujer.

—¿Nick?

Él abrió la boca para contestar, pero se limitó a tragar saliva y tuvo que intentarlo de nuevo.

—¿Qué?

—Si no quieres ver la película, proponme otra cosa. Se me ha ocurrido que podríamos emborracharnos aquí delante del fuego mientras vemos nevar; pero, si estás de mal humor, estoy dispuesta a escuchar tus sugerencias.

Alexa hablaba de películas mientras él acababa de experimentar la mayor crisis de su vida. Cerró los ojos y luchó contra las emociones que habían derribado el último muro de sus defensas, dejándolo tan solo con las ruinas esparcidas a su alrededor. Como si el perro reconociera a una víctima de la guerra, levantó la cabeza y lo miró.

Y en ese momento, Nick supo qué hacer.

Puesto que todo era demasiado nuevo como para expresarlo con palabras y estaba demasiado confundido como para planear de qué forma jugar sus nuevas cartas, las emociones, esas emociones delirantes y caóticas, lo abrumaron hasta dejarlo incapaz de hacer otra cosa que lo que hizo.

Atravesó la estancia y se arrodilló junto a Alexa. El perro gruñó, se levantó y se marchó a la cocina. Alexa lo miró con expresión interrogante mientras él le colocaba una mano en una mejilla y contemplaba su cara como si la viera por primera vez. Examinó cada uno de sus rasgos y se lanzó por el borde del precipicio.

—Quiero hacerte el amor.

Al escuchar las palabras de su marido, a Alexa le dio un vuelco el corazón, que después siguió latiendo desbocado. No sabía qué era, pero había algo distinto esa vez, como si hubieran llegado a una encrucijada y Nick hubiera elegido el camino menos transitado.

Desde que fueron a la fiesta de Michael habían hecho el amor todas las noches. A veces, despacio. Otras veces, con pasión y abandono. Nick le susurraba cosas eróticas y la halagaba; le decía que era preciosa y que la deseaba.

Sin embargo, jamás la había mirado a los ojos como si supiera quién era. En ese momento parecía haber arrancado las capas exteriores, de modo que la fruta escondida debajo había quedado expuesta. Así se sentía bajo su mirada. Contuvo el aliento y esperó a que él se apartara.

En cambio, Nick le tomó la cara entre las manos y le dijo, rozándole los labios:

—Eres mi mujer y quiero hacerte el amor.

Y entonces la besó. Fue un beso tierno, lento y abrasador que la derritió por completo, como si fuera caramelo líquido que vertiera sobre unas tortitas, hasta que su cuerpo cedió, separó los labios y sus lenguas se fundieron y comenzaron a moverse en una danza primitiva, bailada en millones de ocasiones por un hombre y una mujer.

Nick la invitó con delicadeza a tenderse en la alfombra y la desnudó, deteniéndose para saborear cada centímetro de piel que quedaba a la vista con una veneración que la excitó, la postró de rodillas y avivó el deseo que sentía por él.

Con una silenciosa orden, le separó los muslos y se arrodilló entre ellos, tras lo cual separó los pliegues de su sexo con suavidad. Y después la acarició con los labios y con la lengua, arrastrándola hasta el borde del abismo y desoyendo sus súplicas para que se apartara. Siguió acariciándola así hasta que se corrió y se arqueó bajo él. Sin embargo, la mantuvo inmovilizada y no se apartó de ella hasta que la escuchó sollozar y le suplicó que… que…

Se incorporó al instante y se detuvo justo cuando estaba a punto de penetrarla.

—Alexa, mírame.

Ebria de placer, ella abrió los ojos y miró al hombre que amaba con toda el alma, aguardando que la poseyera, aguardando para recibir lo que él pudiera entregarle.

—Siempre has sido tú. —Hizo una pausa como si quisiera asegurarse de que lo había escuchado, de que había entendido el significado de sus palabras. Un brillo intenso iluminaba las profundidades de sus ojos ambarinos. Entrelazó sus dedos con los de Alexa, en un intento por comunicarse con ella más allá de las palabras—. Y siempre serás tú.

Se hundió hasta el fondo en ella, arrancándole un grito.

Sin apartar los ojos de los Alexa y con los dedos entrelazados, comenzó a mover las caderas. Cada vez que salía y entraba en ella, reclamaba algo más que su cuerpo. Las apuestas habían cambiado y a esas alturas estaba dispuesto a conquistar su corazón mientras se entregaba a fondo a ella, amándola despacio y con un ritmo constante hasta dejarla al borde del abismo. En esa ocasión, cuando se dejó caer, Nick flotó con ella y ambos levitaron cogidos de las manos. Cuando volvieron a la realidad, la abrazó a la luz del fuego, la besó en una sien y ambos se sumieron en el agradable silencio que cayó sobre ellos como caía la nieve sobre el suelo en el exterior.

Alexa fue consciente de que algo había cambiado entre ellos, algo que Nick todavía no estaba dispuesto a compartir, de modo que se aferró a la esperanza, aunque al mismo tiempo se reprendió por pensar que su corazón le perteneciera.

Un rato después, adormecida por su delicioso calor corporal, lo oyó susurrar:

—El perro puede quedarse.

Alexa se incorporó de inmediato y se preguntó si lo había escuchado bien.

—¿Qué?

—Es mi regalo. El perro puede quedarse.

Abrumada, Alexa intentó buscar las palabras adecuadas para expresar lo que significaba lo que acababa de hacer, pero al igual que le había sucedido a Nick, fue incapaz. De modo que extendió los brazos, lo instó a bajar la cabeza y se lo demostró de otro modo.

Al día siguiente, Nick miró a su esposa enferma y meneó la cabeza.

—Te lo dije.

Ella gimió y se dio media vuelta para enterrar la cara en la almohada, tras lo cual tosió.

—Se supone que no debes decir eso. Necesito Frenadol.

Nick dejó a su lado una bandeja en la que le llevaba un tazón de caldo de pollo, agua y zumo.

—Ni de coña. Ya estás tomando antibiótico y jarabe con codeína para la tos. El médico me lo ha dejado muy claro. Además, nada de spray nasal. He leído un artículo sobre el tema.

—Quiero a mi madre.

Él se echó a reír y besó sus alborotados rizos.

—Tienes la televisión y el mando a distancia; una caja de pañuelos de papel; una novela romántica y el teléfono. Descansa un poco y dentro de nada estaré otra vez aquí.

—Tengo que ir a la librería. Maggie es pésima atendiendo a los clientes.

—Hoy tendrá que apañárselas sola. Piensa en todos los hombres a los que engatusará para que compren más libros. Tómate el caldo.

Alexa refunfuñó algo mientras él cerraba la puerta sin hacer ruido.

Se subió al Volkswagen con aire satisfecho. Con Alexa en la cama, por fin tenía la oportunidad de cambiarle las ruedas y el aceite a esa birria oxidada. La había acompañado al médico, había llevado las recetas a la farmacia para comprar los medicamentos y después la había metido en la cama.

Parte de él contemplaba la escena desde fuera y se percataba de que estaba actuando como un marido. Un marido de verdad, no ficticio. Lo peor de todo era la profunda satisfacción que le provocaba ese papel.

Cuando llegó a su destino, cogió los papeles del coche de la guantera y se dispuso a esperar. Esperaba que Alexa tuviera el historial mecánico del coche entre todo ese lío de papeles, de modo que comenzó a hojearlos.

La carta del banco lo dejó pasmado.

La leyó de arriba abajo y se fijó en la fecha. Era de hacía un mes. Mucho después de la boda. Después de que Alexa hubiera conseguido el dinero. ¿Qué narices estaba pasando?

Lo llamaron por teléfono y sintió la vibración de su Blackberry. Contestó distraído.

—¿Diga?

—Ya era hora de que me cogieras el teléfono.

Los recuerdos del pasado lo asaltaron de repente. Fruto de mucha práctica, el corazón se le heló de la misma manera que le sucedió a su voz.

—Jed. ¿Qué quieres?

Su padre se echó a reír.

—¿Ese es el saludo que me merezco por parte de mi hijo? ¿Qué tal estás?

Nick soltó la carta en su regazo y siguió hablando con su padre de forma automática.

—Bien. ¿Ya has vuelto de México?

—Sí. Me he casado.

Por cuarta vez. Nick pensó que su madre saldría de repente de su escondrijo para armar gresca. Ese era el patrón habitual. Maggie y él no eran más que peones que hacían el juego más interesante. Se le revolvió el estómago.

—Felicidades. Oye, tengo prisa y no puedo seguir hablando.

—Hijo, necesito discutir un asunto contigo. Quedamos para almorzar.

—Lo siento, estoy ocupado.

—Será una hora como mucho. Hazme un hueco.

La amenaza resonó con fuerza desde el otro lado de la línea. Nick cerró los ojos con fuerza mientras luchaba contra el instinto. Sería mejor hablar con él por si acaso Jed tenía la retorcida idea de ir a por Dreamscape e impugnar el testamento. Menudo lío.

—De acuerdo. Nos vemos a las tres en punto. En Planet Diner.

Cortó la llamada y clavó la vista en la carta.

¿Por qué le había mentido Alexa al decirle en qué había usado los ciento cincuenta mil dólares? ¿Estaría involucrada en algo que él jamás había sospechado? Si había solicitado un préstamo al banco para ampliar la librería y este lo había rechazado, ¿en qué había empleado su dinero?

Las preguntas siguieron asaltándolo, pero todas carecían de sentido. Por algún motivo, Alexa no quería que él descubriera la verdad. Si necesitaba dinero para algo, debería haber acudido a él a fin de que solicitaran el préstamo juntos, porque de esa forma se lo habrían concedido sin dudar. ¿Qué narices estaba pasando?

Como tenía que esperar hasta que el mecánico acabara con el coche, se marchó a la oficina para hacer tiempo. Llamó a Alexa para ver cómo se encontraba y preguntarle si estaría bien hasta que él acabara de almorzar con Jed. La tentación lo instaba a preguntarle cosas más serias, pero una parte de sí mismo dudaba, porque no tenía claro si quería saber la verdad. Aunque estuviera enamorado de ella, había algo básico que no había cambiado: no podía ofrecerle estabilidad ni niños. Al final, si Alexa seguía a su lado, acabaría odiándolo. La idea le provocó un pánico abrumador.

Jed lo esperaba sentado en un rincón del restaurante. Nick observó al hombre que le había dado la vida. El dinero y la ociosidad parecían sentarle bien. El sol mexicano le había aclarado el pelo y el bronceado de su rostro le otorgaba un carisma del que en realidad carecía. Era un hombre alto que siempre iba vestido con ropa de marca. Ese día llevaba un jersey rojo de Ralph Lauren y pantalones y mocasines negros. Sus ojos oscuros brillaban inducidos por el alcohol. Seguramente se había tomado un cóctel para poder enfrentarse al hijo que perdió hacía ya mucho tiempo. Cuando Nick se sentó a la mesa, analizó las similitudes entre ellos. La misma estructura ósea y los mismos rasgos faciales. Se estremeció. Enfrente tenía justo lo que más temía en la vida. La posibilidad de convertirse en su padre.

—Nick, me alegro de verte.

Jed le tendió una mano y se saludaron con un apretón, tras lo cual pasó unos minutos coqueteando con la camarera.

Nick pidió un café.

—Bueno, ¿qué te trae por Nueva York, Jed?

—Amber nació aquí. Estamos de visita. Se me había ocurrido instalarme de nuevo en la ciudad durante una temporada. Establecer mi hogar. ¿Te apetecería que pasáramos más tiempo juntos?

Nick comprobó el estado de sus emociones para ver si las tenía bajo control. Por suerte, no sentía nada.

—¿Por qué?

Jed se encogió de hombros.

—He pensado que podía pasar más tiempo con mi único hijo. Hace mucho que no nos vemos y eso. ¿Qué tal va el negocio?

—Bien. —Nick bebió un sorbo de café—. ¿Qué querías discutir conmigo?

—Me han dicho que te has casado. Felicidades. ¿Amor, dinero o sexo?

Nick parpadeó.

—¿Cómo dices?

Su padre soltó una carcajada.

—Que por qué te has casado con ella. Yo me casé con tu madre por amor y acabó siendo un desastre total. Con la segunda y la tercera, me casé por el sexo y tampoco funcionó. Pero con Amber es por el dinero. Por el dinero y por el respeto. Tengo la sensación de que este sí va a durar.

—Una teoría interesante.

—Bueno, ¿por qué te has casado tú?

Nick apretó los dientes.

—Por amor.

Jed se echó a reír mientras partía sus tortitas.

—Lo llevas crudo. Al menos el tío Earl te ha dejado un buen trozo de tarta. Me he enterado.

—Ni se te ocurra impugnar el testamento. Ya está todo hecho.

—Te veo un poco subidito, ¿no? En fin, creo que nos parecemos más de lo que crees. A ambos nos gusta el dinero y también nos gustan las mujeres. No hay nada de malo en eso. —Jed lo señaló con el tenedor—. No he venido para crearte problemas. Tengo mi propia fortuna y no necesito la tuya. Pero a Amber se le ha metido en la cabeza que tengo que acercarme a mis hijos. Había pensado que podíamos almorzar todos juntos. Ya sabes, con Maggie y contigo. Y con los hijos de Amber.

La situación era tan ridícula que Nick se quedó sin palabras por un instante. Recordó todas las veces en las que le había pedido a su padre que hablara con él, que almorzara con él. Y en ese momento, porque su flamante esposa lo presionaba, Jed pensaba que él estaba más que dispuesto a llevar a cabo el experimento de mantener una relación paternofilial. Una punzada de amargura resquebrajó el hielo. Una oferta insignificante. Que llegaba demasiado tarde. Y lo peor de todo era que a Jed le daba igual.

Apuró el café y dijo:

—Te agradezco el gesto, pero paso. No te he necesitado nunca y no te necesito ahora.

La expresión de su padre se tornó cruel.

—Siempre te has creído mejor que yo, ¿verdad? El niño bonito. Pues escúchame, hijo, la sangre es la sangre y pronto te darás cuenta de que estás destinado a cometer los mismos errores que he cometido yo. —Y añadió las siguientes palabras con un tono desdeñoso—: ¿Quieres saber la verdad? Me casé con tu madre por amor, pero ella solo quería mi dinero. En cuanto me olí la verdad, quise ponerle fin a todo, pero era demasiado tarde. Estaba embarazada. Así que me quedé atrapado. Por tu culpa.

Nick tragó saliva al contemplar la pesadilla que se abría ante él.

—¿Cómo?

Su padre soltó una risotada.

—Pues sí, fuiste su desesperado intento por retenerme y funcionó. Un niño conlleva una manutención y una pensión de por vida. Decidí quedarme e intentar que funcionara, pero jamás la perdoné.

Las palabras de su padre cobraron sentido a medida que las piezas encajaban. Jed jamás lo había querido. Ni tampoco había querido a Maggie.

—¿Por qué me cuentas todo esto ahora?

Su padre esbozó una sonrisa gélida.

—A modo de advertencia. Vigila bien a tu querida esposa. Si se ha casado por dinero y se percata de que te alejas, se las arreglará para que haya algún accidente, algún descuido. Te lo aseguro. Y acabarás atrapado. —Guardó silencio un instante—. Porque eres como yo, Nick.

Nick miró a su padre un buen rato. Aunque mantenía las emociones bajo control, distinguió la punzada del miedo al reconocer que el hombre que le había dado la vida ni siquiera respetaba a su familia. ¿Y si Jed estaba en lo cierto? ¿Y si había pasado años luchando contra sus genes en vano? ¿Y si estaba destinado a convertirse en otra versión de su padre, aunque tardara más tiempo en llegar hasta ese punto?

Las últimas semanas lo habían llevado a creer en cosas que no existían. El amor. La verdad. La familia. Alexa ya le había mentido con respecto al dinero. ¿Qué más mentiras le había contado? Sintió un escalofrío en la espalda. ¿Y si Alexa había planeado algo mucho más grande mientras él se enamoraba de ella?

Las dudas lo asaltaron con saña, pero las desterró mientras levantaba la cabeza.

—No nos parecemos en absoluto. Buena suerte, Jed.

Arrojó unos cuantos billetes a la mesa, pero las palabras que acababa de decir se burlaban de él con cada paso que lo alejaba de su padre.

Porque en el fondo de su corazón se preguntaba hasta qué punto eran ciertas. Se preguntaba si se parecía a Jed Ryan más de lo que pensaba.