XVI: Las tribulaciones de un chino

La noche de aquel mismo sábado, el chino Quiroga que aspiraba á crear un consulado para su nacion, daba una cena en los altos de su gran bazar situado en la calle de la Escolta. Su fiesta estaba muy concurrida: frailes, empleados, militares, comerciantes, todos sus parroquianos, socios ó padrinos, se encontraban allí; su tienda abastecía á los curas y conventos de todo lo necesario, admitía los vales de todos los empleados, tenía servidores fieles, complacientes y activos. Los mismos frailes no se desdeñaban de pasar horas enteras en su tienda, ya á la vista del público, ya en los aposentos del interior en agradable sociedad...

Aquella noche, pues, la sala presentaba un aspecto curioso. Frailes y empleados la llenaban, sentados en sillas de Viena y banquitos de madera oscura y asiento de marmol, venidos de Canton, delante de mesitas cuadradas, jugando al tresillo ó conversando entre sí, á la luz brillante de las lámparas doradas ó á la mortecina de los faroles chinescos vistosamente adornados con largas borlas de seda. En las paredes se confundían en lamentable mezcolanza paisajes tranquilos y azulados, pintados en Canton y en Hong Kong, con los cromos chillones de odaliscas, mujeres semidesnudas, litografías de Cristo femeniles, la muerte del justo y la del pecador, hechas por casas judías de Alemania para venderse en los países católicos. No faltaban allí las estampas chinescas en papel rojo representando á un hombre sentado, de aspecto venerable y pacífica y sonriente fisonomía, detrás del cual se levanta su servidor, feo, horroroso, diabólico, amenazador, armado de una lanza con ancha hoja cortante; los indios, unos lo llaman Mahoma, y otros Santiago, no sabemos por qué; los chinos tampoco dan una clara esplicacion de esta popular dualidad. Detonaciones de botellas de champagne, chocar de copas, risas, humo de cigarro y cierto olor particular á casa de chino, mezcla de pebete, opio y frutas conservadas, completaban el conjunto.

Vestido como un mandarin, con gorra de borla azul, se paseaba el chino Quiroga de un aposento á otro, tieso y derecho no sin lanzar acá y allá miradas vigilantes como para asegurarse de que nadie se apoderaba de nada. Y a pesar de esta natural desconfianza, cambiaba sendos apretones de manos, saludaba á unos con una sonrisa fina y humilde, á otros con aire protector, y á algunos con cierta sorna como diciendo:

—¡Ya sé! usted no viene por mí sino por micena.

¡Y el chino Quiroga tenía razon! Aquel señor gordo que ahora le alaba y le habla de la conveniencia de un consulado chino en Manila dando á entender que para ese cargo no podía haber otro que Quiroga, es el señor Gonzalez que se firma Pitilí cuando en las columnas de los periódicos ataca la inmigracion china. Aquel otro ya avanzado en edad que examina de cerca los objetos, las lámparas, los cuadros, etc. y hace muecas y exclamaciones de desprecio, es D. Timoteo Pelaez, padre de Juanito, comerciante que clama contra la competencia del chino que arruina su comercio. Y el otro, el de más allá, aquel señor moreno, delgado, de mirada viva y pálida sonrisa, es el célebre autor dela cuestion de los pesos mejicanos que tanto disgusto dió á un protegido del chino Quiroga; ¡aquel empleado tiene en Manila fama de listo! El de más allá, aquel de mirada fosca y bigotes descuidados, es el empleado que pasa por ser el más digno porque tiene el valor de hablar mal contra el negocio de los billetes de lotería, llevado á cabo entre Quiroga y una alta dama de la sociedad manilense. En efecto, si no la mitad, las dos terceras partes de los billetes van á China y los pocos que en Manila se quedan se venden con una prima de medio real fuerte. El digno señor tiene la conviccion de que algun día le ha de tocar el premio gordo y se enfurece al encontrarse delante de semejantes trapicheos.

La cena entretanto tocaba á su fin. Del comedor llegaban hasta la sala trozos de brindis, risas, interrupciones, carcajadas... El nombre de Quiroga se oía varias veces repetido, mezclado con las palabras de consul, igualdad, derechos...

El anfitrion que no comía platos europeos se había contentado con beber de cuando en cuando una copa con sus convidados, prometiendo cenar con los que no se habían sentado en la primera mesa.

Simoun había venido ya cenado y hablaba en la sala con algunos comerciantes que se quejaban del estado de los negocios: todo iba mal, se paralizaba el comercio, los cambios con Europa estaban á un precio exhorbitante; pedían al joyero luces ó le insinuaban algunas ideas con la esperanza de que se las comunicase al Capitan General. A cada remedio que proponían, Simoun respondía con una sonrisa sarcástica y brutal: ¡Ca! ¡tontería! hasta que exasperado uno le preguntó por su opinion.

—¿Mi opinion? preguntó; estudien ustedes porqué otras naciones prosperan y hagan lo mismo que ellas.

—¿Y por qué prosperan, señor Simoun?

Simoun se encogió de hombros y no contestó.

—¡Las obras del puerto que tanto gravan el comercio y el puerto que no se termina! suspiró don Timoteo Pelaez, una tela de Guadalupe, como dice mi hijo, se teje y se desteje... los impuestos...

—¡Y usted se queja! exclamaba otro. ¡Y ahora que acaba de decretar el General el derribo de las casas de materiales ligeros! ¡Y usted que tiene una partida de hierro galvanizado!

—Sí, respondía don Timoteo; ¡pero lo queme ha costado ese decreto! Y luego, el derribo no se hace hasta dentro de un mes, hasta que venga la cuaresma; pueden venir otras partidas...yo hubiera querido que se derribasen al instante, pero... Y además, ¿qué me van á comprar los dueños de esas casas si son todos unos más pobres que otros?

—Siempre podrá usted comprarlas casitas por una bicoca...

—Y hacer despues que se retire el decreto y revenderlas á un precio doble... ¡Hé ahí un negocio!

Simoun se sonrió con su sonrisa fría, y viendo adelantarse al chino Quiroga dejó á los quejicosos comerciantes para saludar al futuro consul. Este, apenas le vió, perdió su espresion satisfecha, sacó una cara parecida á la de los comerciantes y medio se dobló.

El chino Quiroga respetaba mucho al joyero no solo por saberle muy rico sino tambien por las susurradas inteligencias que le atribuían con el Capitan General. Decíase que Simoun favorecía las ambiciones del chino, era partidario del consulado, y un cierto periódico chinófobo le aludía al través de muchas perífrasis, indirectas y puntos suspensivos, en la célebre polémica con otro periódico partidario de la gente de coleta. Personas prudentísimas añadían entre guiños y palabras entrecortadas que la Eminencia Negra aconsejaba al General se valiese de los chinos para deprimir la tenaz dignidad de los naturales.

—Para tener sumiso á un pueblo, había dicho, no hay como humillarlo y rebajarlo á sus propios ojos.

Pronto se había presentado una ocasion.

Los gremios de los mestizos y de los naturales andaban siempre vigilándose el uno al otro y empleaban su espíritu belicoso y su actividad en recelos y desconfianzas. Un día, en la misa, el gobernadorcillo de los naturales que se sentaba en el banco derecho y era estremadamente flaco, tuvo la ocurrencia de poner una pierna sobre otra, adoptando una posicion nonchalant para aparentar más muslos y lucir sus hermosas botinas; el del gremio de mestizos que se sentaba en el banco opuesto, como tenía juanetes y no podía cruzar las piernas por ser muy grueso y panzudo, adoptó la postura de separar mucho las piernas para sacar su abdómen encerrado en un chaleco sin pliegues, adornado con una hermosa cadena de oro y brillantes. Los dos partidos se comprendieron y empezó la batalla: en la misa siguiente todos los mestizos, hasta los más flacos, tenían panza y separaban mucho las piernas como si estuviesen á caballo: todos los naturales ponían una pierna sobre otra aun los más gordos y hubo cabeza de barangay que dió una voltereta. Los chinos que los vieron, adoptaron tambien su postura: se sentaron como en sus tiendas, una pierna encogida y levantada y otra colgando y agitándose. Hubo protestas, escritos, espedientes, etc.; los cuadrilleros se armaron prestos á encender una guerra civil, los curas estaban contentísimos, los españoles se divertían y ganaban dinero á costa de todos, hasta que el General resolvió el conflicto ordenando que se sentasen como los chinos por ser los que más pagaban, aunque no eran los más católicos. Y aquí el apuro de los mestizos y naturales que por tener pantalones estrechos no podían imitará los chinos. Y para que la intención de humillarles fuese más manifiesta, la medida se llevó á cabo con pompa y aparato, rodeando á la iglesia un cuerpo de caballería, mientras dentro todos sudaban. La causa llego á las Córtes, pero se repitió que los chinos como pagaban podían imponer su ley aun en las ceremonias religiosas, aun cuando despues apostaten y se burlen del cristianismo. Los naturales y los mestizos se dieron por satisfechos y aprendieron á no perder su tiempo en semejantes futesas.

Quiroga con su media lengua y sonrisa la más humilde agasajaba á Simoun: su voz era acariciadora, sus genuflexiones repetidas, pero el joyero le cortó la palabra preguntándole bruscamente:

—¿Gustaron los brazaletes?

A esta pregunta toda la animacion de Quiroga se deshizo como un sueño; la voz de acariciadora se trasformó en plañidera, se dobló más y juntando ambas manos y elevándolas á la altura de su rostro, forma de la salutación china, gimió:

—¡Uuh, siño Simoun! ¡mia pelilo, mi aluinalo!

—Cómo, chino Quiroga, ¿perdido y arruinado?¡y tantas botellas de champagne y tantos convidados!

Quiroga cerró los ojos é hizo una mueca. ¡Jss! El acontecimiento de aquella tarde, la aventura de los brazaletes, le había arruinado. Simoun se sonrió: cuando un comerciante chino se queja es porque todo le va bien; cuando aparenta que todo va á las mil maravillas es porque prevé una quiebra ó se va á escapar para su país.

—¿Suya no sabe mia pelilo, mia luinalo? Ah, siño Simoun, ¡mia hapay!

Y el chino, para hacer más comprensible su situacion, ilustraba la palabra hapa y haciendo ademan de caerse desplomado.

Simoun tenía ganas de reírsele, pero se contuvo y dijo que nada sabía, nada, absolutamente nada.

Quiroga llevóle á un aposento cuya puerta cerró con cuidado y le explicó la causa de su desventura.

Los tres brazaletes de brillantes que había pedido á Simoun para enseñárselos á su señora, no eran para ésta, pobre india encerrada en un cuarto como una china, eran para una bella y encantadora dama, amiga de un gran señor, y cuya influencia le era necesaria para cierto negocio en que podía ganar en limpio unos seis mil pesos. Y como el chino no entendía de gustos femeniles y quería ser galante, pidió los tres mejores brazaletes que el joyero tenía, que costaban de tres á cuatro mil pesos cada uno. El chino, afectando candidez, con su sonrisa la más acariciadora dijo á la dama que escogiese el que más le gustase, pero la dama, más cándida y más acariciadora todavía, declaró que todos los tres le gustaban y se quedó con ellos.

Simoun soltó una carcajada.

—¡Ah, siñolía! ¡mia pelilo, mia luinalo! gritaba el chino dándose ligeras bofetadas con sus finas manos.

El joyero continuaba riendo.

—¡Huu! malo genti, ¡sigulo no siñola bilalelo! continuaba el chino agitando descontento la cabeza. ¿Cosa? No tiene biligüensa, más que mia chino mia siempele genti. Ah, sigulo no siñola bilalelo; ¡sigale la tiene más biligüensa!

—Le han cogido á usted, le han cogido á usted, exclamaba Simoun dándole golpecitos en el vientre.

—Y tolo mundo pile pilestalo y no pagalo, ¿cosa ese?— y contaba con sus dedos armados de largas uñas, —impelealo, opisiá, tinienti, sulalo, ah, siño Simoun, ¡mia pelilo, mia hapay!

—Vamos, menos quejas, decía Simoun; yo le he salvado de muchos oficiales que le pedían dinero... Yo les he prestado para que no le molesten á usted y sabía que no me podían pagar...

—Pelo, siño Simoun, suya pilesta opisia, mia pilesta mujé, siñola, malinelo, tolo mundo...

—¡Ya, ya las cobrará usted!

—¿Mía cobalalo? ¡Ah, sigulo suya no sabe! ¡Cuando pelilo ne juego nunca pagalo! Mueno suya tiene consu, puele obiligá, mía no tiene...

Simoun estaba pensativo.

—Oiga, chino Quiroga, dijo algo distraido: me encargo de cobrar lo que le deben los oficiales y marineros, déme usted sus recibos.

Quiroga volvió á gimotear: no le daban nunca recibos.

—Cuando vengan á pedirle dinero, envíemelos siempre á mí; yo le quiero á usted salvar.

Quiroga dió las gracias muy agradecido, pero pronto volvió á sus lamentaciones, hablaba de los brazaletes y repetía:

—¡Sigalela tiene más biligüensa!

—Carambas, decía Simoun mirando de reojo al chino como para estudiarle; precisamente necesitaba dinero y creía que usted me podía pagar. Pero todo tiene su arreglo, no quiero que usted quiebre por tan poca cosa. Vamos, un servicio y le reduzco á siete los nueve mil pesos que me debe. Usted hace entrar por la aduana todo lo que quiere, cajones de lámparas, hierros, vagilla, cobre, pesos mejicanos; ¿usted suministra armas á los conventos?

El chino afirmaba con la cabeza; pero él tenía que sobornar á muchos.

—¡Mía dale tolo á los Pales!

—Pues mire, añadió Simoun en voz baja: necesito que usted me haga entrar algunas cajas de fusiles que han llegado esta noche... quiero que los guarde en sus almacenes; en mi casa no caben todos.

Quiroga se alarmó.

—No se alarme usted, no corre usted ningun riesgo: esos fusiles se han de esconder poco á poco en ciertas casas, y luego se opera una requisa y se envían á muchos á la cárcel... usted y yo podremos ganar bastante procurando á los detenidos la libertad. ¿Me entiende usted?

Quiroga vacilaba; él tenía miedo á las armas. En su mesa tenía un revolver descargado que nunca tocaba sino volviendo la cabeza y cerrando los ojos.

—Si usted no puede, acudiré á otro, pero entonces necesito mis nueve mil pesos para untar las manos y cerrar los ojos.

—¡Mueno, mueno! dijo al fin Quiroga; ¿pelo pone pileso mucha genti? manda liquisa, ¿ja?

Cuando Quiroga y Simoun volvieron á la sala encontraron en ella á los que venían de cenar, discutiendo animadamente: el champagne había soltado las lenguas y excitaba las masas cerebrales. Hablaban con cierta libertad.

En un grupo donde estaban muchos empleados, algunas señoras y D. Custodio se hablaba de una comision enviada á la India para hacer ciertos estudios sobre los calzados de los soldados.

—¿Y quiénes la forman? preguntaba una señora mayor.

—Un coronel, dos oficiales y el sobrino de S. E.

—¿Cuatro? preguntó un empleado: ¡vaya una comisión! ¿y si se dividen las opiniones? ¿Son competentes al menos?

—Eso preguntaba yo, añadió otro: decía que debía ir un civil, uno que no tenga preocupaciones militares... un zapatero por ejemplo...

—Eso es, repuso un importador de zapatos; pero como no es cosa de enviar á un indio ni á un macanista y el único zapatero peninsular ha pedido tales dietas...

—Pero y ¿para qué habrán de estudiar el calzado? preguntó una señora mayor; ¡no será para los artilleros peninsulares! Los indios pueden seguir descalzos, como en sus pueblos.

—Justamente ¡y la caja economizaría más! añadió otra señora viuda que no estaba contenta de su pension.

—Pero, observen ustedes, repuso otro de los presentes, amigo de los oficiales de la comision. Es verdad que muchos indios van descalzos en sus pueblos, pero no todos, y no es lo mismo marchar á voluntad que estando en el servicio: no se puede escoger la hora, ni el canino, ni se descansa cuando se quiere. Mire usted, señora, que con el sol que hace á mediodía, está la tierra que cuece un pan. Y ande usted por arenales, por donde hay piedras, sol por arriba y fuego por abajo, y balas por delante...

—¡Cuestion de acostumbrarse!

—¡Como el burro que se acostumbró á no comer! En la presente campaña, la mayor parte de nuestras bajas son ocasionadas por heridas en las plantas de los piés... Digo lo del burro, señora, ¡lo del burro!

—Pero, hijo, replica la señora, considere usted tanto dinero perdido en suelas. Hay para pensionar á muchos huérfanos y viudas para sostener el prestigio. Y no se sonría usted, no hablo de mí que tengo mi pension aunque poca, muy poca para los servicios que prestó mi marido, pero hablo de otras que arrastran una existencia infeliz: no es justo que despues de tanta instancia para venir y despues de atravesar el mar, concluyan aquí por morirse de hambre... Lo que usted dice de los soldados será cierto, pero es el caso que cuento con más de tres años de país y no he visto á ninguno cojeando.

—En eso opino como la señora, dijo su vecina, ¿para qué darles zapatos si han nacido sin ellos? —¿Y para qué camisa?

—¿Y para qué pantalones?

—¡Figúrese usted lo que ganaríamos con un ejército en cueros! concluyó el que defendía á los soldados.

En otro grupo la discusion era más acalorada. Ben Zayb hablaba y peroraba, el P. Camorra como siempre le interrumpía á cada instante. El periodista-fraile, a pesar de todo su respeto á la gente de cogulla, se las tenía siempre con el P. Camorra á quien consideraba como un semi-fraile muy simple; así se daba aire de ser independiente y deshacía las acusaciones de los que le llamaban Fray Ibañez. Al P. Camorra le gustaba su adversario: era el único que tomaba en serio lo que el llamaba sus razonamientos.

Se trataba de magnetismo, espiritismo, magia, etc. y las palabras volaban por el aire como los cuchillos y las bolas de los juglares: ellos los arrojaban y ellos los recogían.

Aquel año llamaba mucho la atencion en la feria de Quiapí una cabeza, mal llamaba esfinge, espuesta por Mr. Leeds, un americano. Grandes anuncios cubrían las paredes de las casas, misteriosos y fúnebres, que excitaban la curiosidad. Ni Ben Zayb, ni el P. Camorra, ni el P. Irene, ni el P. Salví la habían visto aun; solo Juanito Pelaez estuvo á verla una noche y contaba en el grupo su admiracion.

Ben Zayb, á fuer de periodista, quería buscar una explicación natural; el P. Camorra hablaba del diablo; el P. Irene sonreía, el P. Salví se mantenía grave.

—Pero, Padre, si el diablo ya no viene; nos bastamos para condenarnos...

—De otro modo no se puede explicar...

—Si la ciencia...

—¡Dale con la ciencia! ¡puñales!

—Pero, escúcheme usted, voy á demostrárselo. Todo es cuestion de óptica. Yo no he visto todavía la cabeza ni sé como la presentan. El señor—señalando á Juanito Pelaez—nos dice que no se parece á las cabezas parlantes que se enseñan de ordinario—¡sea! Pero el principio es el mismo; todo es cuestion de óptica; espere usted, se pone un espejo así, un espejo detrás, la imágen se refleja...digo, es puramente un problema de Física.

Y descolgaba de los muros varios espejos, los combinaba, los inclinaba y como no le resultaba el efecto, concluía:

—Como digo, ni más ni menos que una question de óptica.

—Pero que espejos quiere usted, si Juanito nos dice que la cabeza está dentro de una caja que se coloca sobre una mesa...Yo veo en ello el espiritismo porque los espiritistas siempre se valen de mesas y creo que el P. Salví, como gobernador eclesiástico que es, debía prohibir el espectáculo.

El P. Salví estaba silencioso; no decía ni sí ni no.

—Para saber si dentro hay diablos ó espejos, repuso Simoun, ¡lo mejor es que ustedes vayan á ver la famosa esfinge!

La proposicion pareció buena y fué aceptada, pero el P. Salví y don Custodio manifestaban cierta repugnancia. ¡Ellos á una feria, codearse con el público y ver esfinges y cabezas parlantes! ¿Qué dirían los indios? Los podían tomar por hombres, dotados de las mismas pasiones y flaquezas que los otros. Entonces Ben Zayb, con su ingenio de periodista, prometió que suplicaría á Mr. Leeds no dejase entrar al público mientras estuviesen dentro: bastante honor le harían con la visita para que no se prestase, y todavía no les ha de cobrar la entrada. Y para contestar esta pretension decía Ben Zayb:

—¡Porque, figúrense ustedes! ¡si descubro la trampa del espejo delante del público de los indios! ¡Le quitaría el pan al pobre americano!

Ben Zayb era un hombre muy concienzudo.

Bajaron unos doce, entre ellos nuestros conocidos don Custodio, el P. Salví, el P. Camorra, el P. Irene, Ben Zayb y Juanito Pelaez. Sus coches les dejaron á la entrada de la plaza de Quiapí.