Capítulo 10
MIÉRCOLES, 22 DE JUNIO DE 1977
64
LA casa de Florencio también estaba igual, como la de Blas, solo que aún más vieja, situada en uno de los extremos de la zona antigua del pueblo, lindante ya con el bosque que se abría por aquel lado. No tuvo que llamar a la puerta porque antes de llegar a ella se la abrió Martina, como si le esperase o le hubiese visto llegar.
—Gracias —dijo la hija de Florencio Velasco.
—No hay de qué.
—Espere, voy a avisarle.
—Bien. —No la dejó marchar sin más—. Ya he hablado con Blas.
Martina se volvió rápido.
—Lo celebro. —Suspiró—. Creo que era importante que lo supiera de una vez.
—Me ha contado todo.
Captó la doble intención de sus palabras. Todo era «todo».
Ella alzó la cabeza con orgullo.
—Ya ve —dijo encogiéndose de hombros.
Continuó su camino y él esperó. Oyó unas voces cercanas, imprecisas, que hablaban en voz baja. Casi al instante, por la puerta que comunicaba la entrada con el resto de la casa, apareció Eloísa.
Florencio había sido el primero en casarse, muy joven. Martina había nacido un año antes de empezar la guerra. En aquellos días Eloísa era una chica graciosa, llena de encanto, menuda y frágil. Con el tiempo la fragilidad parecía haber desaparecido para dar paso a una fortaleza que se intuía en sus rasgos firmes, sus ojos duros, sus manos grandes habituadas al trabajo y la resistencia.
Ahora esos ojos lloraban.
—Rogelio…
Se abrazaron en silencio, con fuerza, y dejaron que sus emociones hablaran por ellos. Tampoco había muchas palabras que gastar, solo las precisas.
—¿Cómo estás?
—preguntó él.
—Bien.
—¿Y Florencio?
—Loco. —Esbozó una sonrisa de ánimo.
—Ya lo estaba antes.
—Sí, ¿verdad?
—Por eso te enamoraste de él.
Eloísa se llevó una mano a los labios. Ya no pudo decir nada porque Martina regresó a la escena.
—Pase —le invitó a seguir.
—Luego te veo. —Rogelio se separó de la mujer.
—¿Te quedarás a cenar? —preguntó sobreponiéndose a su emoción.
—No he dicho nada en casa. Depende de lo que hablemos tu marido y yo.
—Entonces estaréis toda la noche.
Siguió a Martina. Pensaba que Florencio le esperaría en el comedor, o en el patio trasero, bajo la calma de la noche. Pero su hija le condujo hasta un agujero en la pared de una de las salitas que daba al pasillo, frente a la cocina.
Un agujero tras el cual se veía una habitación, una cama, un armario, una mesa, libros…
A Rogelio se le encogió el corazón.
—Está ahí dentro —dijo Martina.
Le costó dar el paso.
Le costó porque sintió el horror agazapado en su alma.
—¿Ahí?
—Sí. —Fue rotunda la mujer.
—Siempre he sentido aversión a los espacios cerrados —confesó.
Martina no dijo nada. Sus ojos lo expresaron todo.
—Vamos, Rogelio, entra. —Escuchó la voz de su amigo—. No tengo todo el tiempo del mundo.
Socarrón, hiriente, afilado.
Era él.
Rogelio se resignó. Agachó su cuerpo, cruzó aquel umbral angustioso y se encontró en una especie de cueva perfectamente acondicionada, techo alto, relativamente espaciosa a pesar de todo y con una especie de microclima estable, ninguna humedad, ninguna sensación de sequedad.
La cárcel perfecta.
Florencio le esperaba de pie. Había dos sillas junto a la mesa, una para cada uno, pero él le esperaba de pie, serio, convertido en una momia viviente porque la luz le incidía de lado y alteraba sus rasgos, por otro lado casi irreconocibles tantos años después. Lo único que conservaba casi igual era el brillo de la mirada, tan penetrante e incisiva como entonces.
El abrazo con Eustaquio había sido fraternal. El abrazo con Blas, liberador. El abrazo con Florencio fue el de la amargura convertida en identidad.
Ellos, los auténticos supervivientes.
Cada uno en un extremo de la balanza.
—Hijo de puta… —Oyó que le susurraba Florencio al oído.
Tardaron en separarse. Tardaron mucho. Cuando lo hicieron se miraron con fijeza, buscando lo indefinible, hasta que Florencio se dejó caer sobre una de las sillas y le invitó a que ocupara la otra.
Todavía esperaron unos segundos antes de abrir la boca.
Y fue Rogelio el que pronunció las primeras palabras.
—¿Por qué aquí?
—Morbo.
—¿Y me acabas de llamar hijo de puta a mí?
—Creo que esta es mi casa ya —dijo Florencio—. Más que la de afuera.
—No seas bestia.
—Tengo sesenta y cuatro años y pasé casi treinta y cinco aquí dentro. ¿Quieres que te diga exactamente cuántos meses, semanas, días…?
—No.
—No quería que vieras esto por venganza, que conste.
—Siempre fuiste un poco sádico.
—Necesitaba que estuvieras aquí, Rogelio.
—Tengo claustrofobia.
—No me vengas con chorradas.
—¿Por qué no saliste en el 69, cuando la amnistía?
—¿Hablas en serio? —Su rostro reflejó asco—. ¿Va el Franquito el 31 de marzo del 69, un día antes del 1 de abril, fecha del 30 aniversario de su gloriosa victoria y fin de la guerra —lo pronunció con agudo énfasis—, y nos dice que todo ha terminado y que los delitos han prescrito? ¡La puta madre que lo parió, Rogelio! ¡Y una mierda iba a salir yo para entregarme y que me fusilaran!
—Otros lo hicieron y no les pasó nada. Mira la de topos que salieron a la luz. Debes de ser el que más tiempo ha estado encerrado, porque he oído hablar de algunos que han pasado hasta treinta y cuatro años, pero casi treinta y cinco…
—¿Y por qué no volviste tú entonces?
—Es distinto.
—No, tenías miedo, como todos. Hasta que no se ha muerto él y ha venido la democracia, tan cagado como el resto.
—Ya tenía una vida. Tú en cambio estabas aquí.
—Pero muy marcado. Me signifiqué demasiado. Podían imputarme la hostia de cargos. Encima salir no era garantía de libertad o vida, porque incluso en el pueblo, treinta años después, uno podía dispararme de noche por venganza y si te he visto no me acuerdo. —Tomó aire—. Que no, que no. Me dije que hasta que no la palmara él, yo no salía. Y así fue.
Rogelio respiró con más fuerza que él, dominando sus ganas de salir corriendo.
—Cuando mi hermana me dijo que estabas vivo y habías salido a la luz…
—Pues imagínate cuando me enteré yo de que tú también estabas vivo y volvías al pueblo.
—¿Cómo pudiste…? —Abarcó aquella cueva.
—Mejor esto que ser fusilado en una cárcel de aquel cabrón. Porque a mí me habrían fusilado, en serio, Rogelio. A mí sí. Al acabar la guerra y a los treinta años de ella. De no haber estado fuera cuando aquí os detuvieron y os llevaron al monte, yo estaría en esa fosa. En el fondo tuve suerte.
—¿Cómo te metiste aquí?
—Escapé en los días finales de la lucha, cuando ya estaba perdida y nos íbamos en desbandada. Y de llegar a la frontera, nada. Fue un largo viaje, no creas. Estuve oculto en los montes, viviendo como una bestia, medio loco y sin saber nada. Cuando comprendí la situación y que no había nada que hacer, me vine aquí, eludiendo controles, caminando más de noche que de día. Finalmente conseguí llegar una noche, disfrazado con las ropas de una mujer que conseguí robar. Solo quería ver a Eloísa y a mi niña, despedirme de ellas. Pero una vez en casa no me resigné a morir.
¡Qué coño! ¿Iba a entregarme como si tal cosa? Me oculté unos días, muerto de miedo, y entonces decidí emparedarme. Ese agujero era mucho más pequeño, de apenas unos metros. Al comienzo cabía el colchón y nada más. Los primeros meses, años, los dediqué a irlo haciendo más grande y confortable. —Señaló cuanto le rodeaba—. Eloísa sacaba un capacho de tierra cada día en la cesta de la compra. Yo salía de noche, vivía, y el resto del tiempo… Lo peor fue no poder decirle nada a Martina durante los primeros años, porque era una cría. Me pasaba muchas horas viéndola dormir, nada más.
—¿Y cómo lo resististe?
—Primero el tiempo transcurrió muy despacio, con Franco haciendo de las suyas, esperando… qué sé yo, que acabara la guerra en Europa, que los aliados vinieran a echarlo y todo eso. No veas lo que tuvo que soportar mi mujer por ser esposa de un rojo, y mi hija, que creció casi despreciándome porque le decían que su papá había sido malo y estaba en el infierno. Le sucedió igual a tu hermana y a tu prima. Eloísa lo resistió todo por mí, claro. Poco a poco las dejaron en paz, lo justo, lo suficiente, y nos apañamos como pudimos para sobrevivir con apenas nada. Lavaba y planchaba ropa, vendía huevos, cosas así. El mejor día fue cuando le contamos a Martina la verdad. Pero vivir con miedo fue lo peor. Si me hubieran detenido a mí también las habrían matado a ellas. Nadie podía verme. Se compraba para dos y teníamos que comer tres. ¿Ponerme enfermo? Ni loco. Cualquier cosa grave habría sido mi sentencia de muerte. Si venía alguien a verlas, yo no podía ni toser. Quieto, quieto. Y así día tras día y año tras año. Irremisiblemente comprendí que ya no iba a pasar nada, que Europa y América tragaban con Franco, que esto seguiría así, y me resigné, aunque no me rendí. Le dije a Eloísa que yo viviría más que él. Y lo cumplí. Mira, es una larga historia. —Hizo un gesto perdido dando por terminado el apretado resumen de su historia—. El 20 de noviembre del 75 fue el día más feliz de mi vida. Luego resultó que no era el único loco, que los topos éramos la tira. Increíble de verdad.
—¿Por qué le dijiste a tu hija que te lo debía, que viniera a verte yo a ti?
—Porque me lo debes, Rogelio. Piénsalo. Por mal que lo hayas pasado, tú has estado cuarenta y un años ahí afuera. Eso es toda una vida. La misma que yo he pasado aquí adentro. —Apretó las mandíbulas—.
Claro que me lo debes. Quiero que me lo cuentes todo, que seas mis oídos y mis ojos. Todo, todo, todo. Cómo escapaste, qué hiciste después, cómo llegaste a América, cómo coño te has hecho rico, ¡encima!
—Cómo escapé acabo de averiguarlo hace un rato.
—¿Ah, sí? —Se sorprendió.
—Me salvó Blas.
—¿Blas? ¿Ese cabrón traidor…?
—Todos tenemos golpes ocultos.
—Pues bien que hizo la guerra con Franco. Él, José María…
—Yo le debo la vida. —Frenó su rabia—. Se apuntó al pelotón de fusilamiento, se colocó delante de mí y disparó al aire. Era un albur, pero salió bien. Yo caí a la fosa, tenía las manos libres porque sujetaba a mi padre. Mientras ellos se fumaban un cigarrito, otra idea de Blas, yo me arrastré fuera y me oculté en el bosque.
Florencio parpadeó impresionado.
Y volvió a repetirlo.
—Blas…
—Vamos, Florencio. Algunos teníamos ideales, y estábamos dispuestos a morir por ellos. Otros simplemente tuvieron que escoger, un bando u otro, cara o cruz. Escoger en unos minutos, horas. ¿Recuerdas al padre de Blas?
—Nada que ver con él.
—Exacto. Le tenía muy dominado, y Blas le idolatraba. Su padre le puso un arma en la mano y eso fue todo.
Pero se mantuvo leal a los amigos. Al menos.
—De acuerdo, te salvaste, pero viste morir a tu padre y a tu hermano.
—Sí, pero te repito que yo estaría en el monte con ellos de no ser por Blas. —Pensó en Martina y agregó—: Es un buen tipo, honrado, y lleva todos estos años con su propio secreto a cuestas.
—Y su culpa.
—También, pero ahora ya… ¿No crees que es momento de olvidar?
—Mira esto. —Volvió a abarcar la cueva con ambas manos—. ¿Tú lo olvidarías?
—¿Por qué la mantienes abierta? Tápiala, hombre. Olvídate de que existe. Llénala de tierra o… Lo que sea pero bórrala de tu memoria.
—¿Y si hay otro golpe de Estado?
—Joder, Florencio.
—¿Crees que los militares se van a estar quietecitos? Mientras mande la derecha, tenga el nombre que tenga, no pasará nada, pero a la que haya la menor oportunidad de un gobierno de izquierdas… ¡Sacarán los sables! ¡Esto es España, Rogelio, la maldita España de siempre!
—¿Y tú qué, volverías a meterte dentro? ¿Ahora que todo el mundo sabe que existe ese agujero?
Florencio bajó la cabeza.
—Ahora ya me da igual —manifestó.
—No seas burro. Te quedan muchos años. Están tu mujer y tu hija. Justo cuando tenemos una esperanza de futuro no vas a rendirte.
—¿Sabes lo que me gustaría?
—¿Qué?
—Coger a Ricardo Estrada por los huevos y pegarle un tiro. —Sonrió fríamente—. Por su padre, por él, por todos nosotros. Pegarle un tiro o cortárselos, para que no diera más por el culo.
—No digas barbaridades.
—¿Le has visto?
—No.
—Piensa en tu padre y en tu hermano cuando le veas.
—Hay otras formas de… —Se detuvo.
Todavía no quería contárselo.
—¿De qué?
—Tengo sed. Dame un poco de agua.
—¡Martina!
Era como si ella estuviese al otro lado del agujero que separaba los dos mundos, porque apareció de inmediato.
—Tráenos agua —le pidió su padre.
65
Esperanza sirvió los platos de la cena en silencio, y en silencio se sentó frente a su marido, hurtándole la mirada, como si sintiera una vergüenza inesperada. Solían cenar así casi siempre, como mucho comentando alguna incidencia del día, los hijos o los nietos. Pero esta vez era distinto. Con Ezequiel fuera, estaban solos.
Y de pronto allí había alguien más.
Invisible pero muy presente.
Rogelio.
El televisor, a un lado, parecía funcionar para nadie con el volumen apenas audible. La noticia del día era el asesinato de Javier de Ybarra por parte de ETA. Otro más. Secuestrado el 21 de mayo, muerto un mes y un día después. Acababan de encontrar su cadáver en el puerto de Barazar. Más retos para la democracia. Más provocaciones. El telediario de las nueve se había despachado a fondo con el tema. Ahora comenzaba ya otro programa, Tensión.
—¿De qué va eso? —rompió el silencio José María.
—No sé. Luego dan Raíces —dijo ella.
—¿Lo de la música, la danza y lo demás?
—Sí.
José María apenas veía la televisión. Esperanza sí. Cada noche. Por lo general se quedaba dormida, salvo que el programa le interesase mucho o se lo pasara bien, como los viernes con el Un, dos, tres…
—Pues esto de Tensión tiene buena pinta. —Le echó un vistazo él.
En la pantalla salía el título de la película en inglés. The next victim. Una voz en off lo tradujo debidamente: “La nueva víctima”.
—¿Y en la Segunda que dan?
—Ay, José María, yo qué sé —se quejó ella.
—Pensaba que lo habías mirado.
—Ahí tienes el periódico.
El hombre alargó la mano e inclinó el cuerpo, sin levantarse. Consiguió atrapar el periódico con dos dedos. Lo puso sobre la mesa y buscó la información televisiva.
—La Redacción de noche y luego Jazz en vivo —leyó.
—No pongas más noticias, que seguro que hablan del pobre hombre ese.
—No será tan pobre cuando lo ha secuestrado la ETA.
—José María, por Dios.
—Me refiero a que tendría dinero.
—Qué manía tienes con el dinero —protestó Esperanza.
Su marido cerró el periódico.
—Jazz en vivo. —Suspiró.
—¿A ti te gusta el jazz?
—No, pero… Lo de Raíces… Estoy harto de Coros y Danzas.
Dejaron de hablar un minuto, dos. La película iba de un desequilibrado mental que tenía en jaque a la policía de Londres después de estrangular a varias mujeres, todas jóvenes.
—Qué manía con matar putas, como el Jack el Destripador —comentó él.
—No han dicho que sean putas, solo mujeres jóvenes —le hizo ver ella.
Ahora sí se miraron.
El detonante.
Y sintieron el peso de una carga que necesitaban expulsar de sí mismos.
Esperanza dejó el cuchillo y el tenedor en el plato, sin terminarse la tortilla de patata, y reunió el valor que necesitaba para decírselo.
—José María.
—¿Sí?
—Voy a ir a verle.
El hombre asimiló la noticia.
La esperaba.
Así que fue muy lacónico.
—Bien.
—¿Te importa?
—No.
—Tengo… —se esforzó por continuar ella.
—Lo sé, tranquila.
Fue como si le abriera una ventana, o una puerta, y al otro lado luciera el sol. Alargó una mano por encima de la mesa y se encontró con la suya.
Entrelazaron los dedos. Se comunicaron más en unos segundos que en horas o días.
Sobre todo desde la noticia del regreso de Rogelio.
—Te quiero. —Quiso tranquilizarle.
—Lo sé.
—Es que por un lado me alegro de que esté vivo, pero por el otro… No sé, pienso que después de tantos años hubiera sido mejor olvidarlo todo.
—Supongo que sí.
—Se lo debo, José María.
—Ya te he dicho que está bien, que lo entiendo.
Esperanza continuó con los dedos unidos a los suyos.
Se los apretó con más fuerza.
—No nos ha ido mal, ¿verdad? —Sonrió con dulzura.
—No, nada mal.
—Aunque se me murieran dos hijos tenemos tres y son estupendos.
—No se te murieron a ti, cariño. Se nos murieron a los dos. —Quiso dejarlo claro él con un leve atisbo de dolor.
Los ojos de la mujer se dirigieron al brazo ausente.
El brazo y la mano que nunca la habían tocado ni acariciado.
—Maldita guerra —susurró.
De vez en cuando, José María sentía un hormigueo en aquel lugar. No importaba el paso de los años. Lo sentía. Ahora lo experimentó en el estómago y en la mente.
—Escucha, Esperanza. —Consiguió reunir su propio valor, como había hecho ella con el suyo—. Yo ya he ido a verle.
—¿Cuándo? —Se sorprendió.
—Esta tarde.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—No lo sé. —Fue sincero—. Ha sido… Bueno, ya está, he ido y punto. ¿Qué más dan las razones?
—¿De qué habéis hablado?
—¿De que querías que hablásemos después de tantos años? Del pasado, del tiempo… Tan raro todo. —Esbozó una mueca que pretendió ser una tímida sonrisa—.
Dos extraños que un día fueron más que amigos.
—¿Cómo está?
—Bien, mayor, como todos, pero se le nota que le ha ido estupendamente y ha tenido una buena vida, al menos estos últimos años.
—Así que perdió la guerra pero ganó la paz.
—¿Qué quieres decir?
—Que tú la ganaste pero no has tenido paz.
—No digas eso.
—Soy tu mujer, ¿recuerdas? —se lo expresó con dulzura—. Te conozco. Has vivido cuarenta años con un peso que nunca he podido quitarte de encima.
—Cállate, por favor.
—No —objetó ella—. Llevamos demasiado tiempo callando, conformándonos con seguir día a día y punto. —Hizo una pausa para tomar aire y decírselo, por primera vez en la vida, marcando cada palabra con determinación—. Era tu mejor amigo, y yo su novia, pero eso fue entonces. —Puso toda su vehemencia al servicio de sus palabras tras la nueva pausa—. Eres un buen hombre, cariño. Lo eres. Me has querido, me has respetado, has sido un buen marido, un buen padre…
—Estaba loco por ti.
—Lo sé.
—Lo malo es que todo tiene un precio, Esperanza. Todo.
—Sea lo que sea, ya pagamos por ello.
Se encontró con sus ojos endurecidos. Endurecidos pero también haciendo vías de agua por todas partes, como un Titanic humano que se hundía despacio.
—No, algunos no —dijo él—. Algunos seguimos pagando.
66
Florencio se arrellanó en su silla, cruzó los brazos y lo taladró con una de sus miradas inquisitivas y penetrantes.
—Cuéntamelo todo, con pelos y señales.
—¿Que te cuente qué?
—Tu vida, desde que te largaste de aquí aquella noche.
—Estás loco. Es muy largo.
—Tengo todo el tiempo del mundo. —Se arrellanó aún más.
—No seas…
—Rogelio…
Cuando eran jóvenes y le amenazaba, no podía con él. No solo eran los tres años de diferencia. También era su persistencia y su tenacidad. En ese sentido no había cambiado en absoluto. Quizá por ello había sobrevivido tanto tiempo en aquel agujero.
—No me gusta recordarlo.
—Pues lo harás. Por mí. Quiero saber en qué andabas mientras yo me convertía en un topo bajo tierra.
Llenó los pulmones de aire. No sabía si se lo debía o no, pero eso ya daba igual. Muchas noches todavía soñaba que estaba en Argelès, o en Mauthausen, o en las trincheras de las dos guerras, la de España y la Mundial. Lo soñaba y despertaba sudando antes de ver a Anita a su lado y volver a tumbarse invadido por la única paz posible para enfrentarse a sus temores: la paz del amor.
—¿Por dónde quieres que empiece?
—Por el comienzo, cuando te largaste de aquí.
—Vagué un par de días por las montañas, sin atreverme a bajar a ningún pueblo porque no sabía quién había ganado. Me daba que la sublevación, contando con la Guardia Civil, triunfaba por todas partes.
—Siempre fuiste pesimista.
—¿Yo? Para nada. —Se puso serio—. Pero con el miedo en el cuerpo, el peso de lo de mi padre y Carlos… ¿Qué querías? ¿Olvidas que tenía veinte años? Por Dios, era un crío. Hubiera seguido más días vagando por el monte de no haberme encontrado con un destacamento del ejército republicano. Vi la bandera y bajé hasta ellos. Les conté lo sucedido y así me enrolé.
—¿Hiciste toda la guerra?
—Sí, toda.
—¿Y saliste bien librado?
—Ni un rasguño. Teruel, el Ebro… ¿Quieres un diario pormenorizado?
—¿A cuántos facciosos mataste?
—¡Y yo qué sé! Desde las trincheras disparábamos a bulto. Nunca le apunté a nadie. Si le di a alguno fue de casualidad.
—Menudo héroe.
—¿Quién te ha dicho que fuese un héroe?
—Podrías mentir, ¿no?
—Vete a la mierda —rezongó.
—Sigue, va.
—Al acabar todo estaba en Barcelona, derrengado, muerto de hambre y frío. Quedaban dos opciones:
irme a Valencia a resistir y morir o largarme con los exiliados que se iban a la frontera. Y escogí esto último porque no quería morir. Sentía tanta rabia… Me fui, por el camino nos bombardearon, nos masacraron como a perros pese a que la mayoría no eran más que mujeres, niños y ancianos. Creíamos que en Francia estaríamos a salvo. —Hizo una mueca de desdén—. Hijos de puta gabachos…
—He leído que os metieron en campos de refugiados.
—¿Campos de refugiados? —Se burló—. Menudo eufemismo. Aquello eran campos de prisioneros, o más duros, porque no se nos trató con ninguna dignidad. Los guardias eran negros, africanos, y ríete tú de eso que llaman racismo. En Argelès había ochenta mil personas arrinconadas frente al mar, con un viento helado que venía del Mediterráneo en febrero y te cortaba la piel. Los que no morían por el frío lo hacían por enfermedad, y los que no, por hambre. Hervíamos arena para hacer sopa y eso nos provocaba unas diarreas espantosas. Lo peor era el terror. La guerra perdida por atrás, y ningún futuro por delante. Muchos se volvieron locos. Un soldado sabe a lo que se expone, pero un civil, verse enfrentado a esa pesadilla… Niños llorando, padres convertidos en espectros, abuelos enloquecidos, desolación y muerte, eso era todo.
—¿Teníais noticias de España?
—Pocas, las que nos daban los guardias, que encima se reían de nosotros. Y todas malas, claro. Así perdimos las escasas esperanzas que nos quedaban. Por eso muchos nos apuntamos a la Legión, los Batallones de Marcha o las Compagnies de Travailleurs Étrangers —lo dijo en francés—.
Lo que fuera con tal de salir de allí y comer algo.
—¿Tú adónde fuiste?
—A la Legión no, desde luego. Solo los más locos se alistaban en ella. Yo me apunté a las Compagnies. No veas lo que era levantarte cada día al amanecer y cuadrarte para escuchar la Marsellesa. ¡Cojones con la Marsellesa! No sabes lo que he llegado a odiar ese himno. Si ya no me gustaba el nuestro, con tanto tachín-tachín, imagínate ese.
—Así que peleaste en la guerra europea.
—Peleé y nos dieron por todas partes. Nosotros en nuestra guerra éramos bestias, pero luchábamos con alpargatas y escopetas. Los alemanes no. Bien equipados, disciplinados, una formidable maquinaria bélica… Qué voy a contarte, seguro que lo has leído. —Señaló los libros del refugio—. A las primeras de cambio me hicieron prisionero.
Me interrogaron y al saber que era español ni sé cómo acabé en Mauthausen.
—¿El campo de exterminio nazi? —Levantó las cejas Florencio.
—Sí.
—Joder, Rogelio. —Hubo un deje de admiración en su voz.
—¿Has leído algo acerca de él?
—Sí.
—¿Lo de la escalera que subíamos y bajábamos cada día con piedras que pesaban una tonelada?
—Sí, y que muchos guardias se lo pasaban de coña echando a algunos desde arriba.
Sostuvieron sus respectivas miradas.
Rogelio en un denso silencio.
—Joder —volvió a exclamar Florencio.
—No sé ni cómo aguanté.
—Con dos. —Quiso darle ánimos.
—Allí no se trataba de tener huevos, amigo. Se trataba de ser listo. La diferencia entre la vida y la muerte era día a día cuestión de un leve matiz. —Se pasó la lengua por los secos labios—. Una mañana llegó un blockführer, un SS encargado de vigilar los barracones. Nos escogió a otro y a mí. Se llamaba Pascual Soteras. Nos llevó a presencia del lagerkommandant, el responsable de la seguridad exterior y el orden interior en el campo, y este nos dijo que quería un voluntario para hacer un servicio al otro lado de las vallas. Muchos soñábamos con eso, con salir, aunque fuera unas horas, para no ver esa maldita escalera que era la seña de identidad de Mauthausen. Supongo que el tipo pensaba que los dos nos pelearíamos por ello, pero yo recordé algo. Recordé que a veces oíamos disparos desde el exterior y… bueno, una campanita me hizo guardar la calma. Pascual Soteras dio el paso y se mostró muy feliz de ser el elegido. Yo volví a mi barracón, y pasé el día subiendo y bajando la escalera cargando piedras.
—El Soteras ya no volvió.
—No. De vez en cuando liberaban a un preso para diversión de los guardias. Le decían que si llegaba al bosque sería libre y mientras él corría ellos practicaban la puntería.
—Cabrones.
—Es solo un ejemplo de lo que te he dicho, la diferencia entre vivir y morir era más delgada que un papel de fumar.
—Pero tú sobreviviste.
—Cuando liberaron Mauthausen era piel y huesos, una sombra, con la cabeza del revés. No me tenía casi en pie. Fue cuestión de días. Tras eso siguieron semanas, meses de incertidumbre. ¿Regresar a España, con Franco aquí? No, ni hablar. Por lo menos era joven y me recuperé bastante bien. Me las ingenié aquí y allá para conseguir un pasaje hasta América. La mayoría de refugiados españoles habían ido a parar a México gracias al SERE, el Servicio de Emigración para Refugiados. Un día subí a un barco y… adiós, Europa. Llegué a México, trabajé, me fui a la Argentina, trabajé, me largué a Colombia, trabajé. No era feliz en ninguna parte, me metí en muchos líos, pedía que me pegaran un tiro sin darme cuenta. Y volví a tener suerte, porque no me lo pegaron aunque lo merecí en varias ocasiones. No sé qué habría sido de mí de no encontrar la oportunidad que hallé en Medellín. Primero lo de las flores, algo en lo que demostrar mi poco ingenio. Después conocer a Anita.
—Las mujeres sacan siempre lo mejor y lo peor de nosotros, ¿verdad?
—Para mí hay un antes y un después.
—Encima eres un potentado.
—Veinte años de infierno. Veinte de paz y amor. —Bebió un poco de agua ante el silencio de Florencio—. Una persona no sabe de lo que es capaz hasta que se enfrenta a ello.
—Todos necesitamos esa oportunidad —dijo Florencio.
—Pues ya ves.
—Y mientras, yo aquí encerrado.
—Me sigue pareciendo asombroso.
—Ya ves que no he sido el único. Desde lo de la amnistía del 69 resulta que ha habido muchos.
—¿Y si tu mujer hubiera quedado embarazada?
—Pues la habrían llamado puta.
—¿Qué hacías? —Rogelio miró los libros.
—Primero volverme loco. Después leer, oír la radio cuando pudimos tener radio, y cuando llegó la tele… ver la tele, aunque aquí, con interferencias, era bastante duro. —Se rio—. Acabé acostumbrándome. Incluso escribí cosas.
—¿En serio? ¿Tú?
—Sí, ¿qué pasa? Para escribir no hace falta ser Cervantes, basta con poner una palabra detrás de otra. —Volvió a reírse—. Lo peor cuando veía la tele era que aparecía Franco a cada momento, y yo entonces me ponía a gritar y a insultarle. Eloísa venía a darme la bronca porque casi se oía desde la calle. Ese hijo de puta me sacaba de mis casillas.
—Sigo pensando que deberías tapiar esto. —Se estremeció Rogelio.
—¿Sabes que los de la tele quieren entrevistarme y hacerme un reportaje? Bueno, los de la tele y un par de revistas. Incluso me pagarían.
—¿Y por qué no lo haces?
—¿Tú lo harías?
—Sí.
—¿En serio? ¿Y la dignidad?
—La dignidad es gritarle al mundo que has resistido, que no te rendiste, que Franco no te pudo ganar. Y encima sacarle un beneficio a eso. Tú dirás, claro que lo haría. Que te paguen algo por ello, hombre.
—Desde luego… —Pareció no poder creerle.
—Piénsalo. No es sensacionalismo, es justicia. Y lo bien que te iría el dinero, ¿qué?
—Eso sí, ¿ves?
—Pues ya está. De todas formas quería preguntarte algo.
—Dime.
—¿Quieres volver a trabajar?
—¿Yo? —Alucinó con la pregunta—. Pero si tengo sesenta y cuatro años, Rogelio. Estoy para que me jubilen, no para trabajar.
—¿Has estado media vida aquí encerrado como un topo, tocándote los huevos, sin dar golpe, y ahora hablas de jubilarte?
—¿Y en qué quieres que trabaje?
—Siempre hay un lugar para alguien como tú.
—¿Dónde?
—Aquí.
—Rogelio… ¿es que vas a quedarte en el pueblo?
—No —fue sincero—, mi vida está en Medellín, pero voy a hacer inversiones, y pronto, así que necesitaré a gente de confianza para controlar, supervisar, incluso trabajar un poco —lo mencionó en plan chiste—. ¿De quién voy a fiarme si no es de los amigos?
Florencio se enfrentó a su socarronería.
Supo que hablaba en serio.
Se dejó caer hacia atrás en su silla.
—La madre que te parió… —dijo envuelto en la sorpresa.
—Dame un par de días y te lo cuento. —Levantó las dos manos a modo de pantalla para que no le atosigara a preguntas—. Ahora, de lo que quiero hablar antes de irme es de otra cosa.
—¿De qué?
Se lo dijo sin ambages.
—¿Quién pudo traicionarnos, Florencio? ¿Quién?
67
Terminaban de cenar. Los postres habían completado la deliciosa comida. Quedaban los rescoldos de su larga conversación alterna y cada vez se reían menos para mirarse más.
O devorarse.
Ezequiel se acercó a ella para decirle algo al oído.
—Tienes a Ernesto loco.
—No seas malo.
—Ya verás.
Levantó una mano para llamar al camarero. Cada vez que se acercaba, para traerles un plato, servirles más agua o ponerles pan en el platito de su izquierda, se quedaba embelesado con Marcela. Lo más duro era no mirar el escote desde lo alto.
—¿Todo bien?
—Perfecto, sí. Puedes traer la cuenta.
—Al momento.
Miró a la chica y se retiró.
—¿Lo ves?
—Me voy a poner roja.
—No creo.
—¡Eh! —Le dio un golpe en el brazo.
—Aquí no hay mujeres como tú. —Fue explícito él.
—Porque es un pueblo.
—Yo estudio en Madrid —le recordó.
—Entonces no debes despegar los ojos de los libros, porque yo sí vi mujeres muy lindas.
—Me gusta cómo hablas. Empleas palabras tan poco usuales.
—Hablo paisa.
—¿Y cómo es?
—No sé, papá me comenta a veces las diferencias.
—Dime algunas.
—Pues… nosotros decimos que algo está maluco cuando está mal o te pones enfermo, en lugar de chaqueta o jersey decimos saco o saquito, a los sujetadores los llamamos brasiers, esto —señaló el flequillo que le caía a él sobre la frente— es la capul. Y así muchas más cosas, no sé. Tampoco es que sea muy distinto.
—En Madrid conocí a un mexicano que se escandalizaba si decías culo. En su país es algo muy fuerte. Lo mismo que concha en Argentina.
—Algún día viajarás y conocerás todo eso. —Le alentó ella.
—Ojalá.
Reapareció Ernesto con la cuenta. La dejó sobre la mesa, en el interior de un pequeño estuche de piel negra. Contrariamente como había hecho con las demás, porque eran los últimos del restaurante, no se alejó de ellos. Esperó a que Ezequiel comprobara los platos y pusiera el billete de cien pesetas en el estuche. Se lo llevó para traerle el cambio.
—Voy al baño. —Se levantó Marcela.
La vio caminar con su paso firme y decidido, etéreo. No solo era la chica más bella que jamás hubiese visto. No se trataba únicamente de su exotismo. También era su naturalidad, su frescura, su simpatía innata, nada creída, llena de serenidad y confianza. Si primero había estado nervioso, por la cita y por la revelación de su hermano Vicente, nervios aumentados al encontrarse a Elvira por la calle, poco a poco esa sensación había desaparecido para transmutarse en otra mucho más normal. Sentimientos aparte, eran dos personas adultas cenando juntas.
Ella parecía feliz.
Mientras la esperaba, Ernesto le trajo el cambio. Le dejó una buena propina. Esta vez no hablaron. La última mirada por parte del camarero fue de admiración. Ezequiel se sintió importante.
Y también ridículo.
Si los demás le veían de otra forma por salir con una chica guapa…
No pudo evitarlo. Pensó en su madre.
En su madre con diecinueve años y en Rogelio Castro con veinte, cuando iban a casarse y la guerra lo impidió.
Un amor por el que ella había intentado quitarse la vida.
Marcela no sabía nada de ello.
Un secreto.
Aunque… ¿por qué la sensación de que la chica tenía a su vez los suyos?
Cuando hablaban del pueblo, del futuro, de…
La vio regresar. Caminaba con soltura sobre sus zapatos de tacón, no muy altos, pero sí lo suficientemente elevados como para que destacara y se elevara por encima de la media. La falda hasta unos centímetros por encima de las rodillas permitía ver sus bien torneadas piernas. Llevaba los brazos al descubierto desde los hombros. Un cinturón negro y ancho ceñía su breve cintura. El resto era un regalo visual, rostro, cabello, manos…
A lo lejos, Ernesto babeaba.
Ezequiel se puso en pie.
—Han de cerrar —dijo—. ¿Nos vamos?
—Sí, bien. —Sonrió ella con placer—. Gracias.
—¿Por qué me las das?
—Por la cena, por el lugar, por invitarme, por todo.
—Debería darte las gracias yo a ti por aceptar.
—Entonces empatamos.
Todavía no se habían puesto en marcha. Marcela miró el valle, ya oscuro, como para despedirse de él.
—Ahora me gustaría enseñarte algo —propuso Ezequiel.
—¿Qué es?
—Bueno, si no es tarde para ti o si no tienes prisa.
—No soy una cenicienta —se lo aclaró—. No he de estar en casa a una hora, al contrario. Me gusta disfrutar las cosas.
—Entonces vamos. —La tomó del brazo.
—¿No me dirás adónde?
—Es una sorpresa. —Sonrió lleno de misterio él.
68
Era la última vez que le seguía, ya estaba harto.
Si aquel hombre era un peligro, como temía el alcalde, o disimulaba muy bien o se tomaba su tiempo para hacer lo que llevara entre ceja y ceja.
Saturnino García le observó una vez más desde la distancia, amparado en la oscuridad, mientras Rogelio Castro, el causante de tanta alarma, caminaba con la cabeza baja y el paso plácido de cualquier persona de sesenta años o más.
Todavía no puso en marcha el coche.
Sí la radio.
No había música. Un parte informativo hablaba del último muerto de ETA. Instintivamente miró la pared bajo la cual había detenido el vehículo. La propaganda electoral seguía pegada en los muros, con los candidatos sonrientes y sus promesas convertidas en olvido.
Una vez llegados al poder, cada cual tiraba por donde podía.
O le dejaban.
Saturnino García sacó su bloc de notas. En la última página había anotado las vicisitudes del día, para no olvidarlo. Párrafos escuetos, simples: Tarde: le visita Martina Velasco brevemente. Luego José María Torralba, el del estanco. Va a ver a Blas Ibáñez. Va a ver a Florencio Velasco, el que pasó treinta y cinco años oculto. Regresa a su casa.
Reencuentros y poco más.
Aunque por la mañana, en el monte, se hubiera reencontrado con el pasado, la fosa de su padre, su hermano y los restantes caídos al empezar la guerra en el pueblo.
¿Qué podía decirle a Ricardo Estrada?
¿Que era un paranoico?
Rogelio Castro ya había desaparecido de su vista. Por si acaso, solo por si acaso, puso el coche en marcha y lo dirigió hacia la casa de los Castro. Dio un pequeño rodeo, sin correr, pero llegó a tiempo de certificar que, en efecto, su presunto sospechoso se metía en ella.
Fin de su servicio.
Y al diablo con el alcalde.
Esta vez aceleró un poco más, porque era tarde y se sentía cansado. ¿Cuántas horas llevaba en pie, de servicio? El locutor de la radio glosaba la figura de Javier de Ybarra, «un hombre bueno», y le daba un repaso a los asesinos de ETA sin ahorrarse palabras, improperios e incluso insultos de grueso calibre.
Pensó en su primo Leandro, destinado en el País Vasco.
Como se descuidase e incordiase mucho a los Ricardo Estrada de turno, él también acabaría en el norte, jugándose la vida, y a Luisa entonces le daría algo.
Leandro era soltero.
Llegó a la Casa Cuartel en cinco minutos. Aparcó el coche y se dirigió a su vivienda sin pasar por la comandancia. No quería ver a nadie. Sentía una extraña sensación en la boca del estómago. Lo que más necesitaba se lo dio su mujer nada más abrir la puerta.
Un beso y un abrazo.
Cálido.
—Hola, cariño.
—Hola.
—¿Todo bien?
—¿Has oído lo de ese hombre?
—Sí.
—Se va a volver a liar, ya lo verás.
—Mostró su preocupación ella.
—No seas tonta. ¿Y las niñas?
—Acabo de acostarlas, pero todavía deben de estar despiertas. Ve a verlas mientras te pongo la cena.
—No tengo mucha hambre.
—¿Has picado algo? —dijo con disgusto.
—No, pero no tengo apetito.
—Ay, Señor… —Cambió la cara al recordar algo—. Te han llamado hace un rato.
—¿Quién?
—De Madrid. Manuel Rojas.
—¿Te ha dicho qué quería?
—Hablar contigo, nada más.
—Pero…
—Llámale, ¿a mí qué me preguntas? ¿Crees que les dicen las cosas a las mujeres?
Vaciló. Las gemelas podían dormirse y entonces se perdería sus besos de cariño, pero si le había llamado Rojas…
—¿Y si es…?
Luisa puso cara de circunstancias.
Si se metía en la habitación de las niñas, no saldría en un buen rato. Y era tarde. Así que caminó hasta el teléfono, de pared, y tras dejar el tricornio en la mesa descolgó el auricular. No tuvo que buscar el número. Se lo sabía de memoria. Al otro lado de la línea Manuel Rojas debía de estar pendiente de ello o, simplemente, seguir en su puesto, trabajando.
Cada vez que ETA mataba a alguien sonaba un silencioso toque de queda general.
—¿Sí?
—¿Mi capitán?
—Ah, hola, Saturnino, ¿cómo estás?
—Bien, señor.
—¿Has oído lo de Ybarra?
—Sí.
—Qué bien vives aquí, hombre. No sé por qué pides traslados.
—Bueno, mi mujer tiene familia en Barcelona, es eso. Lo hace por las niñas.
—¿Te imaginas que todos pidieran un traslado a la carta? Desde luego a las Vascongadas no iba nadie.
—¿Entonces…?
—De momento nada. —Se lo soltó de manera directa—. Me lo han rechazado. Quizás en un año, o dos. Tú haz bien las cosas aquí y ya se verá, que todavía te quedan muchos años de servicio. Tiempo tendrás para ascender y todo.
—No era por ascender.
—Ya lo sé, pero confía en mí. Sabes que si puedo, lo hago. Pero no voy a pasarte por delante de nadie ni comprometerme, que no es mi estilo y ahora los políticos están a la que salta. Lo vigilan todo. Hay que dar ejemplo.
—Claro, capitán.
—Pues eso. Tú tranquilo, ¿eh?
—Lo estoy, lo estoy.
—¿Qué tal los nuevos?
—Bien, adaptándose rápido a esto.
—Me alegro. —Inició la despedida—. Saluda a Lucía de mi parte.
Iba a decirle que no era Lucía, sino Luisa.
Pero se calló.
A un capitán mejor no corregirlo.
—Buenas noches, señor. Y gracias.
—No hombre, no, que tampoco ha salido bien. Ya me las darás cuando lo consigamos. Buenas noches.
Colgaron los dos al unísono y él se quedó mirando el negro aparato de pared.
Le llegaron dos voces.
La de su esposa:
—¿Qué quería? ¿Algo del traslado?
Y la de una de sus hijas:
—¡Papá, papá, ven!
69
Martina observó a su padre mientras empezaba a cenar.
Parecía de buen humor.
La primera vez que no refunfuñaba, ni protestaba, ni hablaba mal de nada y hasta sonreía un poco, aunque fuera en silencio y para sí mismo.
La televisión apagada.
—¿Qué tal tu charla con él? —acabó preguntando.
—Bien, bien.
—Desde luego… si eres más expresivo igual te da un patatús —protestó su hija.
—Coño, que ha ido bien, ¿qué quieres?
—No sé, algo te habrá contado, digo yo, que os habéis tirado la de Dios es Cristo ahí adentro dale que te pego.
—Desde luego… —Florencio miró a su mujer—. No puede negarse que ha salido a ti.
—Ya. —Resopló Eloísa.
El hombre sorbió otra cucharada de sopa, sin abstenerse de hacer ruido.
—Me ha contado lo que hizo en la guerra y luego en el campo de refugiados, y en la otra guerra y en el otro campo.
—¿Qué otro campo?
—El de exterminio, de los nazis.
—¿En serio? —No pudo creerlo su esposa.
—Mauthausen.
—No sé qué es eso. —Vaciló ella.
—Auschwitz, Mauthausen… Todos eran lo mismo. Entrabas a pie y salías convertido en humo por la chimenea.
—¡Ay, calla, va! —Se estremeció y miró la carne con aprensión.
—Vosotras habéis preguntado. —Siguió con la sopa.
—¿Cómo fue a parar a un campo de exterminio si no era judío? —Se extrañó Martina.
—¿Qué te crees, que solo gaseaban a los judíos? Anda que no hicieron lo mismo con los gitanos, los homosexuales y todos los que no les caían bien a los rubios teutones.
—¿Pero está bien? —insistió Eloísa.
—¿Cómo no va a estar bien? No hay mal que cien años dure. Se fue a América y ya ves: rico y feliz. Siempre fue listo el Rogelio. Mucho. Y aún tiene cuerda para rato.
—¿Por qué lo dices?
—No sé, pero me da en la nariz. Tiene planes para el pueblo, ya veréis.
—Buena falta nos haría —asintió Martina.
—¿Y de lo que le hicieron? —preguntó Eloísa.
Florencio dejó la cuchara en el plato.
—Ya no queda nadie de aquellos días. No ha venido aquí a meterse en líos. A mí me ha dejado muy convencido.
—Y contento. —Le hizo ver su hija.
El hombre las miró. Primero a una, luego a otra. Era un momento tan bueno como otro cualquiera, así que se lo dijo:
—Voy a hacer ese reportaje.
Su mujer abrió la boca. Su hija, los ojos.
—Qué coño —siguió él—. Rogelio tiene razón. Primero, que paguen. Segundo, publicidad, que vean que Franco no pudo con todos. Y tercero, que eso va a quedar en los papeles, porque si no, dentro de cincuenta o cien años, ya nadie se acordará. Y como este país no aprende nunca y habrá más guerras…
—¡Florencio, tú y las guerras! —se quejó Eloísa.
Martina pasó de este último comentario.
—Bien, papá, bien —dijo admirada.
—Ha tenido que venir uno de fuera para que te decidieras —lamentó su mujer—. A nosotras ni caso, pero, ah, viene su amigo Rogelio, cuarenta años después, y hala.
—Eloísa que no lo hago.
—No, no, por mí…
—Papá, te mereces decir lo que piensas ahora que puedes, sin quedarte nada dentro. Soltarlo todo.
—Yo ya lo soltaré, ya. Ahora a ver si lo publican o no lo cortan por la tele.
—¿Por qué no iban a hacerlo? Ahora, con destape, sin censura, todo está ya permitido, ¿no?
—Una cosa es enseñar las tetas en una revista, y otra mentar al diablo. —Puso cara de circunstancias él—. Pero bueno… —Suspiró feliz—. Ya se verá.
Cenaban tarde, fuera de hora, pero aun así les extrañó escuchar unos golpes en la puerta. Se miraron los tres con el interrogante en sus ojos.
—¿Y ahora quién coño…? —farfulló el hombre.
—Ya voy. —Se levantó Eloísa antes que su hija.
No hablaron mientras ella estaba fuera. Tampoco oyeron mucho. Solo unos susurros breves. Cuando Eloísa reapareció estaba muy seria. Casi pálida.
Miró a su hija antes de dirigirse a su marido.
—Florencio, que… piden por ti.
—¿Quién es?
—Blas Ibáñez.
Martina, que bebía agua en ese momento, se atragantó de golpe y empezó a toser. Nadie acudió en su ayuda. Su madre porque seguía petrificada. Su padre porque era víctima de la sorpresa.
Martina tosió más y más.
—¿Y qué quiere? —logró decir Florencio.
—No sé, hablar, supongo. —Abrió las manos Eloísa con impotencia.
El hombre miró a su hija.
La mujer estaba roja, congestionada, intentando llevar aire a sus pulmones.
—Pero bueno, ¿qué pasa hoy? ¿Es día de confesiones? Rogelio, Blas…
—¿Sales o no? —Se impacientó Eloísa cuchicheando sus palabras.
El dueño de la casa se puso en pie. Hubo algo de imponente en su figura, erguida, recia, como si sacara pecho, como si, pese a las palabras de Rogelio, cuarenta años de odio manteniendo una creencia no fueran capaces de ser borrados en cuarenta minutos de certezas.
No dijo nada. Caminó hacia la entrada de su casa.
Allí estaba Blas, gorra en mano.
Respetuoso.
Los dos hombres se miraron. En otras circunstancias, él habría ido a por la escopeta.
Claro que, en otras circunstancias, Blas ya no se habría atrevido a estar allí.
¿Sabía Blas que Rogelio le había contado la verdad?
Aunque con verdad o sin ella, Blas Ibáñez había hecho la guerra con ellos, con Franco.
—¿Blas?
—Buenas noches, Florencio.
Se detuvo a menos de un metro. La puerta de la calle estaba entreabierta.
—¿Qué quieres? —le espetó con sequedad.
—Hablar con tu hija.
—¿Con Martina?
—Sí, claro, con Martina.
—¿Y por qué no pides por ella directamente?
—Porque quiero hacerlo con tu permiso.
Los ojos de Florencio se empequeñecieron. Tardó un par de segundos en comprender.
Reaccionar.
—¡Martina! —gritó.
La mujer apareció a la carrera. Se detuvo en el umbral. Seguía roja, congestionada por el atragantamiento de un momento antes. Miró al aparecido con expresión alucinada. Luego a su padre. Se tranquilizó un poco, solo un poco, al verle con las manos abiertas.
Cuando se enfadaba cerraba los puños.
—Hola, Martina —la saludó Blas.
—Este quiere hablarte —anunció Florencio.
Ella no supo qué decir.
Su padre sí.
Taladró al recién llegado con los ojos.
—Blas, voy a hacerte una pregunta.
—Bien.
—¿Es cierto lo que me ha contado Rogelio?
Sabían de qué hablaban.
—Sí —se limitó a decir.
Florencio siguió quieto. No le cambió la cara. Mantuvo su tono adusto, su porte recio, su semblante pétreo.
Casi podían escucharse los latidos de sus corazones.
—De acuerdo —asintió Florencio regresando al comedor sin dejar de parecer circunspecto.
Eso fue todo.
Se quedaron solos.
Entonces sí, Martina se le echó encima como una gata.
—¿Qué haces aquí? ¡Estás loco! ¿Quieres que me mate? ¡Por Dios, Blas, que me pierdes!
Él no le hizo caso.
—He de hablarte —dijo.
—¿A estas horas? ¿Y vienes a mi casa?
—Sí, Martina, a estas horas y en tu casa.
—¡No!
—Pues sal afuera.
—¡Estamos cenando!
—Yo te espero, acaba.
—¡Mañana!
—¡No! —Fue terco—. ¡Mañana puede haberse hundido el mundo y no me da la gana! Ahora. Ya has visto que tu padre ha dicho que sí.
—¿Sabe lo del fusilamiento?
—Ya lo has oído. Por lo visto Rogelio se lo ha contado, sí. Supongo que seguiré siendo uno de los que luchó con Franco, pero al menos…
—¡Ay, Dios! —Se le doblaron las rodillas a Martina.
Blas retrocedió un paso, hasta la puerta.
—Te espero en la calle —fue lo último que le dijo a ella.
70
Blas no tuvo que esperar mucho rato. Tres minutos, aunque se le hicieron eternos. Martina salió al exterior abrazada a sí misma, en un claro gesto de autoprotección.
—¡Estás loco! —le increpó.
—¿Qué te ha dicho tu padre? —Quiso saber él.
—¡Nada, ha seguido cenando como si tal cosa! ¡Pero ya verás luego, o mañana!
—Eso ya no importará.
—¿Por qué? —Se alarmó todavía más—. ¿Se puede saber qué te pasa?
La sujetó por los brazos, para que se callara.
Y ella abrió todavía más los ojos.
—Martina, ¿tú me quieres?
La sorpresa la desarboló por completo. Fue una conmoción. Pese a todo la respuesta fue rápida.
Demasiado.
—No.
—Mejor, menos problemas. Cásate conmigo.
—Ay, Señor… —Pareció que se desmayaba.
Blas la sujetó con más fuerza.
—¿Me has oído?
—¿Estás borracho? ¿Cómo voy a casarme contigo?
—Pues por lo civil, o por la iglesia, que aunque no soy creyente a mí eso me da igual, como quieras tú.
—¡Digo que cómo se te ocurre semejante barbaridad!
—¿Barbaridad, después de siete años? ¡La barbaridad es seguir así, o dejar de vernos por el qué dirán o por tu padre!
—¡Blas, que tienes sesenta y tres años!
—Y tú cuarenta y dos, no te fastidia.
—¡Lo digo porque te estás comportando como un crío!
—El amor siempre es cosa de críos. —Se atrevió a sonreír. Y la sujetó de nuevo con fuerza para agregar—: Mira, Martina, nos entendemos bien, nos necesitamos, lo pasamos bien en la cama… ¿Qué más se necesita?
—Amor.
—¡Pero si yo te quiero! ¡Y tú a mí, o no te encamarías conmigo, que tú no eres de esas!
Martina desparramó sobre él una mirada asustada.
—Tú no me quieres —dijo.
—Que sí. —Alargó la «i» varios segundos.
—¡Anda ya, que a la necesidad la llamas amor!
—¿Y qué es el amor, sino una necesidad del cuerpo, el alma, la mente?
—¿Dónde has leído tú eso?
—Martina. —Siguió revestido de paciencia—. Eres guapa, muy mujer, y te estás desperdiciando.
¡Ya está bien de visitas nocturnas, callado y mordiéndome los puños mientras me corro para no despertar a nadie! También eres seca, obstinada, pero eso es normal, con un padre como el tuyo y todo lo demás.
—¿Qué es todo lo demás, si puede saberse? —Se picó.
—Venga, no me hagas hablar.
—No, no, tú lo has dicho. ¿Qué es todo lo demás? —insistió.
—Cariño, ya sé que soy un pellejo, que no te llevas ninguna joya, que tengo la edad de tu padre y que encima estuve en el bando equivocado —lo expresó con cansancio—. ¿Y qué? Piénsatelo, por favor.
—Yo ya lo he pensado, aunque sigues sin decirme que es eso de «todo lo demás». ¿Soy una de esas a las que se le pasa el arroz? ¿Me haces un favor? ¿El pueblo me señalará con el dedo?
—¡No!
—Blas que te mato.
—¡Que no!
—De acuerdo, entonces está bien.
Fue un comentario tan rápido que le pillo de sorpresa.
—¿Qué es lo que está bien?
—Que sí, que me caso.
Le tocó el turno a él de abrir los ojos.
—¿En serio?
—¿Qué pasa, que ahora no te lo crees o porque te digo que sí te desinflas?
Blas no supo qué hacer o decir. Se le quedó colgando la mandíbula.
—Coño, Martina.
—Esa lengua.
—Si es que eres…
No sonreía, solo le miraba fijamente a los ojos. Blas buscó la forma de recomponerse.
—Tampoco te ha costado tanto —dijo ella—. Bien mirado…
—Es que me estabas diciendo que no y de pronto…
—¿Te has visto la cara? No quiero recordarla el resto de nuestra vida juntos. Venga, no me hagas perder el tiempo.
—Menudo matrimonio nos espera. —Suspiró.
—Es lo que hay. De joya a joya. Sé que tengo mi carácter, pero a ti te gusta o no estarías aquí ni vendrías a follarme cuando te aprietan las ganas.
—Por mí vendría cada noche.
—Sí, hombre. Míralo, el cabestro.
—Y no es verdad que tengas mal carácter. Eso es una fachada.
Martina miró hacia atrás, por si descubría a su madre espiando.
—Bueno, ya está, ¿no? —Le endilgó a Blas.
—Pues… —no supo qué decir—, sí, supongo que sí, de momento. A no ser que quieras que me arrodille y todo eso.
—No seas cursi y vete, anda. Mañana hablamos.
No le hizo caso.
—¿Me das un beso?
—¿Aquí en medio? Bastantes comentarios saldrán mañana, que seguro que más de una comadre nos está echando el ojo encima.
—Pues da igual, ¿no?
Martina elevó los ojos al cielo y puso cara de resignación.
—Si es que eres…
Se acercó a él y se besaron. Primero mantuvo la boca cerrada. Luego Blas la abrazó y despacio, poco a poco, se la fue abriendo con la lengua.
—¿Ya empezamos? —gruñó Martina.
—Cállate.
—Por lo menos te has lavado, te has puesto ropa limpia y hueles bien —consideró.
Otro beso.
Largo, de verdad.
Se miraron a los ojos al separarse. Había ternura en los de él, todavía el aliento de la sorpresa en los de ella. Se dieron cuenta al unísono de que el corazón les latía rápido.
—Menudo apaño. —Sonrió por primera vez Martina.
—¿Se lo dices tú a tus padres o quieres que hable yo con ellos?
—Se lo digo yo, no sea que coja la escopeta a pesar de todo.
—Ya no creo.
—Hoy estaba de buen humor.
—¿Ves?
Ha sido por Rogelio.
—Pues bendita sea su llegada.
Martina dio un paso atrás. Luego otro. Se detuvo en la puerta de su casa sin llegar a entrar.
—¿Blas?
—¿Sí?
—¿A qué ha venido eso ahora?
El hombre deslizó los ojos arriba y abajo de la calle. Volvió a centrarlos en ella envueltos en un halo de apacible nostalgia.
—El tiempo pasa, se nos come, nos devora —dijo—. Todos merecemos algo, y si ese algo no viene, hay que ir a buscarlo. Nadie debería envejecer solo, ni morir solo. Especialmente si hay alguien que te quiere o a quien quieres.
—Pareces diferente —reconoció Martina.
—Será porque estoy en paz por primera vez en muchos años —admitió él.
Martina entró en la casa.
—Buenas noches, novio. —Sonrió ahora abiertamente.
—Buenas noches, novia.
—La correspondió Blas.
71
Ezequiel detuvo el coche a unos veinte metros de la plaza mayor, en una esquina oscura a la que no le llegaban las luces de las farolas que envolvían el lugar. Marcela no le preguntó la causa del misterio, ni tampoco adónde iban. Estaba claro que su compañero no deseaba ser visto por ningún noctámbulo despistado que regresara tarde a su casa. Además, antes de bajar le dijo:
—A partir de ahora no hagas ruido. Al salir cierra despacio.
La chica asintió con la cabeza, expectante pero también divertida. Hizo algo más que cerrar poco a poco la portezuela del 600. También se quitó los zapatos, cómplice, para que los tacones no repicaran al andar. Los colgó de dos dedos de su mano izquierda.
Ezequiel la tomó de la derecha.
No llegaron a salir de las sombras, ni a entrar en la plaza. Caminaron pegados a la pared lateral de la iglesia y se detuvieron frente a una puerta de madera, Ezequiel miró a ambos lados de la calle, y también a las ventanas de las casas de enfrente, por si alguien estaba asomado a alguna de ellas.
—Vamos —susurró.
La puerta de madera estaba semiabierta, porque a Ezequiel le bastó con darle un empujón. Se escuchó un chasquido y la madera gruñó lastimera sobre sus goznes.
—¿Qué haces? —Se asustó la chica.
—No pasa nada.
—¿Cómo que no pasa nada?
—No hay cura. Se murió y no han mandado a otro. No hay nadie, tranquila.
Seguía cogiéndola de la mano. No la soltaba. Tiró de ella y la hizo cruzar aquel umbral oscuro.
En la mano libre de Ezequiel apareció una pequeña linterna, seguramente cogida del coche antes de bajar.
Un haz de luz silueteó un círculo blanco al frente. La puerta volvió a su lugar y ellos caminaron apenas dos o tres metros, hasta una escalera de caracol hecha de piedra que se dirigía a las alturas.
—¿Lo ves? —Siguió hablando en voz baja—. Nadie.
—Estás loco. Como alguien nos vea…
—No nos va a ver nadie. Solo dos o tres conocemos esto.
—¿Y traéis aquí a las incautas?
—Que no es eso, mujer. —Se puso un poco rojo aunque en la oscuridad no se notó—. Solo quiero que veas algo.
Inició la subida. Tuvo que soltarla de la mano. Marcela vaciló un segundo, luego le siguió. La escalera no era muy ancha, pero tampoco resultaba angosta. Peldaños de piedra, paredes de piedra. No encontraron un ventanuco hasta bastante después. Entonces ella se dio cuenta de que estaban subiendo al campanario.
El punto más alto del pueblo.
Se relajó.
Cada ventanuco suponía una elevación, y con cada vista, la postal se hacía más hermosa. Las escasas luces tachonaban la villa dándole un aire de misterio y abandono, con sus calles vacías. Lo más iluminado era la plaza, sin movimiento en las ramas de los árboles, el tiempo detenido. Tampoco era muy tarde, pero sí lo suficiente como para que la mayoría de mortales descansara ya en sus casas. Ningún bar abierto. Silencio.
—Mañana, en la verbena, todo estará lleno —dijo Ezequiel—. Habrá una fogata y se tirarán petardos. Te gustará, ya lo verás.
Marcela no dijo nada.
No sabía si era una nueva invitación o no.
Cuando llegaron al campanario y se asomaron a los cuatro vientos, supo por qué Ezequiel la había traído hasta allí.
La vista era preciosa.
El pueblo de su padre.
Su origen.
—¿Te gusta? —Quiso estar seguro él.
—Mucho.
—Bueno, me alegro.
—Y esta paz…
Ezequiel la observó. Además de ser preciosa, en ese momento estaba radiante.
Jamás había visto nada igual.
Marcela se dejó mirar.
Quieta.
Sabía lo que estaba a punto de suceder y tenía que decidir en un segundo si lo deseaba o no, si le apetecía o no, si valía la pena o no.
Se estremeció.
Y ese fue el detonante para que él le pasara un brazo por encima de los hombros.
—¿Tienes frío? —le susurró.
—No.
—Marcela…
Volvió el rostro hacia su compañero. Los separaban apenas unos centímetros. Los ojos suplicaban, los labios brillaban cálidos en la penumbra.
Creía que iba a hacerlo, sin más.
Pero lo que hizo fue preguntarle:
—¿Puedo besarte?
Le pareció extraordinario.
Se lo estaba suplicando.
—¿Aquí pedís permiso?
—Yo sí.
—¿Por qué?
—Porque no quiero meter la pata ni que pienses…
Fue ella la que se acercó a él y depositó los labios en los suyos.
Apenas un primer roce.
—No lo digas —musitó.
—Bueno.
Volvieron a besarse, esta vez los dos, despacio, hasta fundirse en un largo, muy largo abrazo.
Por encima de ellos, la campana formaba una bóveda negra sobre su cielo.
Para ellos lucía el sol.