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Volvió la cabeza y se encontró con él. La misma sonrisa, el mismo semblante, la misma ropa que aquel día de diciembre, en Chichén Itzá.

—¡Papá!

Repitió el abrazo dado a su madre, y tuvo las mismas sensaciones. Incluso el olor, dulce, como si saliera de una ducha. Todo estaba allí, real, tangible.

Julián Mir le besó la cabeza.

—Perdóname —le susurró.

—Lo comprendí. Sabes que lo comprendí —dijo ella.

—No tenía que haberte dejado sola.

—Todo está bien ahora —suspiró Joa temblando—. Estáis juntos, sois felices, y yo tengo algo que hacer.

—¿Cómo está David? Alzó la cabeza para mirarle. Sonreía.

—Bien —se rindió a la evidencia de su propio amor.

—Celebro tanto que tengas a alguien… —la cubrió con una mirada de cariño y alivio.

—¿Y tú, cómo estás, papá? —se resistió a abandonarle.

—He llegado donde ningún ser humano ha llegado jamás. Tengo los secretos del universo a mi alcance, mundos extraordinarios, respuestas a preguntas que parecían imposibles de ser respondidas… Joa, he aprendido más que en mil vidas.

—Te darán el Nobel cuando vuelvas —quiso parecer jovial y despreocupada.

—Lo prodigioso es que tú estés aquí.

—Un amigo tuyo encontró la puerta.

—¿Quién?

—Gonzalo Nieto.

—¡Bendito sea! ¿Cómo está? Me gustaría preguntarte tantas cosas… ¡Incluso de fútbol! —se rió de su ocurrencia.

No quiso decirle que el precio de su hallazgo había sido la muerte. Ni hablarle de que ella seguía bajo tierra, con David y Amina, sin tener la menor idea de cómo saldrían de la cruz del Nilo cuando regresara.

—Papá, mamá me ha contado… ¿Crees que podré hacerlo?

—Si estás aquí, si has hecho este enorme viaje tú sola, claro que podrás encontrar esos cristales y llegar a Stonehenge antes de que sea inevitable. Eres fuerte.

—No, no lo soy.

—¡Lo eres! Fuerte y tozuda. Y tienes los genes de una civilización superior. No lo olvides.

—No quiero mis poderes, papá. Nunca los he querido.

—¿De qué tienes miedo?

—De ser un monstruo.

—Sólo se es un monstruo cuando uno olvida la razón de vivir y antepone el egoísmo a todo lo demás, cuando se aniquilan en el alma términos como la honradez, el respeto, la esperanza… Utiliza sabiamente tus poderes. No hacerlo, renunciar a lo que eres, seria una cobardía.

—¿Y si no existe un límite?

—Existe.

—¿Y si es una carga que no quiero?

—Las cargas no las escogemos nosotros. Nos vienen impuestas. La clave es convertirlas en voluntad para dominarlas y utilizarlas de la mejor forma posible.

—Hija, has de irte —los interrumpió su madre.

—Tiene razón —manifestó él.

—Un poco más…

—Ahora, hija. Ahora.

Los vio juntos. Juntos como tantas veces había soñado.

—No me dejéis toda la vida sin…

—Te lo prometemos.

Quiso abrazarlos por última vez.

Pero su imagen perdía fuerza.

Consistencia.

Joa sintió que una poderosa fuerza tiraba de ella, hacia atrás, apartándola de la luz.

Continuó mirando a sus padres, empequeñecidos en la distancia.

Hasta que desaparecieron, y la luz con ellos.

Cerró los ojos y supo que no volvería a abrirlos hasta llegar a su destino.