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—CAUSA E-357: El Sistema contra Djub Ehr Nort. Preside el Honorable Juez Orion 1–27. Todo el mundo en pie.
Orion 1–27 era ciertamente impresionante. En otro tiempo lo hubieran llamado «robot», porque era un ser enteramente metálico a imagen y semejanza humana. Pero ese tiempo quedaba ya muy lejos en el pasado. Ahora, en el presente, Orion 1–27 pertenecía a la Clase 1, la de los Dirigentes, e impresionaba ante todo por su enorme tamaño; además, su naturaleza revelaba un avance tecnológico extraordinario. Medía cerca de tres metros, y su cuerpo lo constituían un cúmulo de ordenadores unidos entre sí, dominados por el cerebro electrónico que formaba la cabeza. En su rostro, bañado de luces, la expresividad casi rozaba la humanidad, a pesar de la carencia de rasgos netamente humanos. Tenía dos ojos integrados por multitud de micropuntos de luz, una boca plástica que profería las palabras que su facultad de habla le indicaba, y también una nariz cónica, dos cejas que reflejaban su estado de ánimo y dos canales auditivos perfeccionados. Sus dos brazos semejaban troncos de árbol, y sus dos piernas lo eran. Se movía con enorme dificultad y, tanto por su tamaño como por su edad, era ayudado por un asistente, un humano que hacía las veces de lazarillo.
—Cielos…, parece terrible —musitó Djub Ehr.
—Lo es —afirmó Hal Yakzuby—. Su fama le precede: es inflexible, duro, justo, con una experiencia que se remonta a tres siglos y una larga lista de peculiaridades. Su índice de errores es increíble: 0,00000000000000000000000000000000000000001 por ciento. Y no sé si me olvido de algún cero.
Orion 1–27 avanzó lentamente por la parte superior del estrado. En la rebosante sala, todo el mundo permaneció quieto, inmóvil, cautivado por la presencia del más mítico componente de la Corporación Legislativa del Sistema. Cuando el juez alcanzó su asiento y se inclinó para sentarse en él, muchas respiraciones humanas se contuvieron, y muchos circuitos maquinales se interrumpieron.
Hal Yakzuby miró tras de sí. Era parte de la historia, pero no sentía la menor satisfacción. Siempre deseó ser un protagonista, pero en unos niveles en los que no entraban escándalos o publicidades gratuitas. Ahora se sentía un poco como la vedette de una primitiva comedia. En la sala de grandes dimensiones, cuadrada, el clímax rozaba la tensión. Las cámaras del canal del televisor retransmitían, momentáneamente, aquella primera sesión. Separando la parte pública de la que ocupaban el juez, el fiscal general y el abogado defensor, con el acusado, se levantaba una pared de cristal que no afectaba para nada la permeabilidad sónica del recinto.
Flavia Ehr estaba sentada en primera fila, con Len a su derecha y Tura a su izquierda. No había querido dejarlos fuera. Quería que fuesen testigos de todo. Hal Yakzuby pensó, una vez más, que era una mujer extraña, aunque sobresaliente. Más allá de la esposa del acusado, vio a viejos o nuevos conocidos: Kein 4–917 en la tercera fila, Giandelián 3–893 y un enlace de Zebal en la cuarta, algunos alumnos y discípulos del Instituto de Investigaciones, un primo de Ena al que no veía desde hacía meses… Rostros y más rostros, humanos y mecánicos.
En el silencio de la sala, mientras Orion 1–27 se acomodaba, se escuchó el clamor exterior.
—Esto es el cisma —murmuró Ark 6–1117.
Su voz mostró una preocupación que su rostro no revelaba. Hal Yakzuby le sonrió con afecto. Ark había insistido en ser su ayudante en el juicio. La importancia de que una máquina ayudase a un hombre que actuaba en la defensa de otro hombre acusado de haber asesinado a una máquina revestía caracteres muy especiales que los visores de noticias y la vídeo-prensa no cesaban de destacar. Para los extremistas significaba un toque de alarma, y para los observadores una evidencia de libertad del Sistema. Nadie era culpable hasta que no se probara lo contrario. Ésa era una máxima tan antigua como el mundo, y seguía rigiendo en la actualidad.
Ark seguía creyendo en la culpabilidad de Djub Ehr, pero estaba allí, a su lado, ayudándole.
El clamor creció más allá de la sala. La calle estaba prácticamente tomada. Por primera vez en años, decenios…, siglos incluso, tenía lugar una manifestación. Grupos de seres humanos portando pancartas y gritando en favor de Ehr rodeaban la sede de la Corporación Legislativa. Vigilantes, robots policías esperaban sin intervenir. Ark tenía razón: el cisma estaba a punto de producirse.
Orion 1–27 también debía de saberlo.
—Pueden sentarse —indicó el alguacil—. Antes de iniciarse la vista, el Honorable Juez desea dirigirles algunas palabras previas.
Se hizo de nuevo el silencio, y los asistentes se acomodaron en sus asientos. Orion 1–27 esperó a que el último estuviese inmóvil. Paseó su mirada fría por los expectantes rostros, y se apoderó de todas las voluntades con su gravedad. Cuando comenzó a hablar, su voz fue una marea creciente, plácida pero peligrosa a la vez, dura aunque medida.
—Este juicio —dijo— tiene unas connotaciones que para todos son obvias y que yo no deseo citar aquí. No pretendo minimizarlas ni desorbitarlas supravalorándolas. Aquí estamos reunidos libremente para defender la ley y hacer justicia. Un fiscal intentará aducir unas razones y un abogado defensor intentará rebatirlas. Cada uno de ellos peleará con lo mejor de su capacidad para conseguir llevar adelante su verdad. Y yo, finalmente, tengo la autoridad para emitir el veredicto definitivo. Sin embargo… —la voz acentuó la gravedad; los ojos se llenaron de azul—, lo que aquí hagamos o digamos es importante, no ya para nosotros, sino para las Comunidades y su Unidad, e incluso para la historia. Si cada generación es responsable del futuro, nuestra responsabilidad puede alcanzar grados insospechados a partir de este momento. Por ello, yo quisiera exhortar a los dos letrados, al fiscal general de la Comunidad Kisseian 3–52 y al profesor Yakzuby, a que no hagan de este juicio una batalla personal ni un reflejo de un estado de ánimo que, si existe, debe debatirse fuera de esta sala. Seré inflexible con ambos si se extralimitan en sus funciones e intentan sobrepasar los límites permisibles de tolerancia en un caso como el que nos ocupa, y lo mismo si atentan contra la paciencia de mi persona. Quiero y exijo un juicio rápido aunque justo. Quiero y exijo que cada uno se limite a presentar sus pruebas con minuciosa brevedad, sin dilaciones ni pérdidas de tiempo. Quiero y exijo un total silencio en esta sala, o la haré desalojar…
Hal Yakzuby echó una rápida mirada al fiscal general de la Comunidad, Kisseian 3–52. Era un androide flexible, ágil y listo, de rostro mefistofélico y probada reputación. Ahora tenía la cabeza levantada con orgullo. Había dicho, en unas declaraciones formuladas el día anterior, que nunca tuvo un caso tan sencillo como aquél, y que actuaría con la misma decidida determinación con que lo hacía siempre, sin importarle la naturaleza racial del acusado.
Orion 1–27 terminaba su alocución.
—… por ello confío en la capacidad de cuantos estamos aquí reunidos, en nuestro compromiso y en nuestra responsabilidad. Se juzga a un ente de nuestra Comunidad, no a la Comunidad. Se juzga a un ser, no a todos los seres, humanos o máquinas, y existe una víctima que, al margen de su naturaleza, es a su vez un ente individual. Se juzga por último un hecho, no el Sistema.
Al decir estas palabras, miró a Hal Yakzuby.
—La causa queda abierta —sentenció el Honorable Juez Orion 1–27, golpeando su mesa con un martillito metálico.
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Kisseian 3–52 se puso en pie en el momento en que, en el exterior, se producían las primeras descargas policiales. El ahogado murmullo de voces humanas, protestando y repitiendo determinadas frases sobre la legalidad del juicio y la inocencia de Ehr, se convirtió en un grito cerrado de dolor y desbandada. Los fusiles de ondas eléctricas de la policía iluminaron el día con sus haces de colores tras los ventanales. En la sala hubo un movimiento de nerviosismo, y algunos humanos estuvieron a punto de decir algo.
Mientras Kisseian 3–52 se dirigía al centro del estrado, el tumulto exterior terminó con la misma rapidez con que se había iniciado, levemente envuelto en un deshilachado murmullo que se ahogó a sí mismo.
El silencio adquirió una presencia fantasmal, y el fiscal general se embebió de él antes de iniciar su alegato de exposición.
—Señoría —dijo con firmeza, y su voz atronó el espacio—, quisiera comenzar mi intervención agradeciendo las palabras con que acabáis de abrir esta causa. Es evidente que la naturaleza de la misma se presta, en primer lugar, a una controversia que es necesario evitar a toda costa, y en segundo lugar, y dada la inexperiencia del que hoy es mi colega en el banco defensor, a una interminable búsqueda de pruebas que sólo contribuirían a prolongar su desarrollo. Por fortuna, y apoyando la necesidad de emitir un veredicto rápido y justo, nos hallamos ante un caso cuya resolución, cuando menos para este Cuerpo Judicial, es no sólo sencilla, sino también inequívoca. Y es deseo de este mismo Cuerpo Judicial probarlo para obtener un veredicto de culpabilidad, veredicto que consideramos no ya justo, sino necesario por esas mismas características que, sin haber sido citadas, son de todos conocidas y tienen carta de naturaleza primordial. Se trata de un incalificable asesinato, repito: asesinato, en el cual la víctima es una máquina y el acusado un hombre. Pero —su voz aumentó de tono y alcanzó el máximo de su escala—, pero, repito, la gravedad del hecho no sería mayor ni menor en el supuesto de que los acontecimientos se hubiesen producido a la inversa. La ley es igual para todos. Cuando este Cuerpo Judicial demuestre, sin apelativos ni lugar a dudas, que el asistente de vuelo Djub Ehr Nort mató a sangre fría a su capitán de nave, Ludoz 7–521, exigiremos el máximo castigo y el máximo rigor que esa ley nos permite.
Kisseian dejó de hablar al juez y, girando el cuerpo, se dirigió al banco ocupado por el acusado, a cuyos lados se hallaban Hal Yakzuby y Ark 6–1117.
—Como fiscal general de la Comunidad, pienso probar que el asistente de vuelo Djub Ehr Nort, por una causa todavía desconocida pero presumible, mató al capitán Ludoz 7–521 en el transcurso del vuelo designado como A-795 y a bordo de una nave Doble Delta de las fuerzas espaciales de la Unidad de Comunidades. Como fiscal general de la Comunidad, demostraré que el asistente de vuelo Djub Ehr Nort —la repetición del nombre tenía un cierto toque de desprecio— abusó de su posición y de su amistad con su superior para ganarse su confianza y tener acceso a unos conocimientos que el propio capitán Ludoz le facilitó. Como fiscal general de la Comunidad, probaré que el asistente de vuelo Djub Ehr Nort era y es un hombre violento que, tras ser acusado de «subversivo» en su juventud, recibió del Sistema una segunda oportunidad, oportunidad que él no sólo no supo aprovechar con un buen fin, sino que se sirvió de ella durante años, hasta consumar sus planes y plasmar sus instintos. Como fiscal general de la Comunidad, por último —sus palabras fueron ahora premeditadamente lentas—, demostraré lo siguiente: que a bordo de la nave Doble Delta A-795, ocupada únicamente por el capitán Ludoz 7–521 y el asistente de vuelo Djub Ehr Nort, se desarrollaba con normalidad una misión adscrita a la base de Ezebel 2, cuando en el Espacio Exterior se avistó «algo», un planeta, asteroide u objeto, que mereció el interés del jefe de la expedición. Recalada la nave en la superficie de ese objeto no identificado, el asistente de vuelo Djub Ehr Nort vio satisfecho el deseo que años atrás lo llevó a solicitar su inclusión en el departamento de vuelos espaciales: apoderarse de una nave y dedicarse a la piratería interestelar o bien apoderarse de dicho objeto, en caso de que fuera algo material, o bien quedarse en el asteroide o mundo descubierto, por razones que ignoramos pero podemos intuir, dada la habitual codicia humana, característica tan afín al sistema de los seres humanos como su primitiva, y hoy aparentemente controlada, violencia. No me cabe la menor duda de que fue esa parada en el vuelo de la Doble Delta A-795 la que determinó el cambio de actitud del asistente Ehr. Fuese lo que fuese lo descubierto, intentó apoderarse de ello, o vivir en ello. ¿Un mundo de riquezas insospechadas? ¿Un planeta poblado por seres inferiores en el que podría ser rey?… Un misterio. Lo cierto es que tras abandonar el hallazgo, de regreso a la base de Ezebel 2, el asistente Djub Ehr Nort comete una serie de fechorías: en primer lugar asesina a su capitán, desconectando sus circuitos vitales; en segundo lugar intenta robar la nave. ¿Por qué no lo consigue? Por la sencilla razón de que su fantasía supera la realidad. El capitán Ludoz 7–521 consigue conectar los dispositivos automáticos antes de morir, y el asistente de vuelo Ehr desconoce su manejo. Quizá sepa manejar una Doble Delta, pero ignora cómo desconectar un sistema que no se ha preocupado de investigar. Por eso, viéndose atrapado y de vuelta a la base, donde se sabe perdido, este hombre inteligente y despiadado borra la memoria de la nave, se introduce en la cápsula de sueño letárgico, y espera…, espera…, confía en que alguien crea lo imposible: la presencia de un tercer elemento desconocido o cualquier causa atribuible a los siempre complejos fenómenos del Espacio Exterior. O confía, quizá, en que en un juicio como éste… salga absuelto.
Djub Ehr, que había escuchado toda la disertación del fiscal general, tenía el rostro rojo de ira. Hal Yakzuby le cogió de un brazo antes de que el hombre gritara algo. Como si se hubiera establecido un puente, la energía del acusado desapareció gradualmente. Fijó sus ojos en los de su abogado, y sus pupilas lanzaron mil destellos al inundarse de lágrimas.
—No… es cierto —balbuceó—. Nada de lo que ha dicho es cierto… Está loco…, loco…
Kisseian 3–52 había mostrado sus cartas. Hal Yakzuby reconoció que su historia tenía un buen argumento central, y consistencia legal. Lo justificaba todo y no dejaba nada al azar, aparentemente. Era improbable en casi todos sus puntos, salvo en el más importante: la eterna soledad del hombre y la máquina en la nave. Improbable. ¿Cómo demostraría una sola de sus aseveraciones?
¿Y como demostraría él lo contrario?
El empate siempre dejaba el caso de vuelta a lo evidente: una víctima y un único testigo.
—Para situar el caso, la personalidad del muerto y del acusado, y llegar al punto crucial, el asesinato producido en la nave Doble Delta A-795, este Cuerpo Judicial abre ya los interrogatorios y llama a su primer testigo —anunció Kisseian 3–52—: Henz Alesak Far.
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Un hombre avanzó hacia el estrado. Parecía completamente normal, salvo por sus movimientos. Su forma de caminar tenía algo peculiar, mecánico. Movía las piernas con una rigidez extraña. Tendría entre 45 y 50 años, pero su rostro mostraba las arrugas y el dolor de una persona de 70, un hombre con la muerte ante sí… o tal vez con la muerte demasiado cerca en su pasado. Cuando tomó asiento en la silla de los testigos, el alguacil le acercó la Constitución.
—¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, en cuanto se le demande en este juicio, por el Sistema y la Unidad?
—Juro —dijo el hombre.
El alguacil se retiró. Kisseian 3–52 se aproximó a su primer testigo con actitud reflexiva. Hal Yakzuby reconoció la habilidad del fiscal, presentando como testigo de la acusación, en primer lugar, a un ser humano.
—¿Sabe quién es? —le preguntó a Djub Ehr.
—Su nombre me es familiar, pero nunca lo he visto antes.
Un ser humano. Aquél sería también un caso guiado por la astucia, un juego en el que podía triunfar el mejor psicólogo o el que lograra más puntos a favor. Hal Yakzuby pensó en su poco triunfal viaje a Gessaria, en su limitación humana frente al poderío tecnológico de las máquinas…
—¿Cuál es su nombre y ocupación? —preguntó Kisseian 3–52.
—Mi nombre es Henz Alesak Far. Actualmente estoy retirado.
—¿En qué trabajaba usted antes de retirarse, señor Far?
—Era asistente de vuelo.
—¿Conocía al capitán Ludoz 7–521?
—Sí, claro —afirmó el hombre con un cierto toque de orgullo—. Yo era su asistente. Lo fui en más de doscientas misiones, y por ello tengo la Mención de Honor del Sistema en plata… y en oro…
Kisseian no le dejó seguir. Hal Yakzuby imaginó que quería guardar las sorpresas. Cada cosa a su tiempo.
—Háblenos del capitán Ludoz, por favor —indicó el fiscal general de la Comunidad.
Hal Yakzuby estuvo a punto de levantarse para protestar, pero se contuvo. Si provocaba la animosidad del juez a las primeras de cambio, le sería difícil mantenerse cuando los ataques fueran directos y las preguntas, o su intención, excesivamente venenosas.
Henz Alesak dulcificó su expresión. Parecía un anciano recordando una infancia, un hijo, un nieto.
—¿Qué quiere que le diga? ¿Por dónde quiere que empiece? —preguntó—. Hay tanto que decir…
—Díganos, por ejemplo, cómo era él, en su condición de camarada y de superior —ayudó Kisseian.
—Era un gran oficial y una gran máquina —aseguró Henz Alesak—. Ante todo, un compañero. Su experiencia fue siempre una gran ayuda para mí. Raramente ordenaba algo, en el sentido estricto de la palabra. Formábamos un buen equipo allá arriba —señaló por encima de su cabeza, con nostalgia—, y éramos amigos aquí abajo. Tenía un elevado sentido del deber, un alto concepto de lo que hacía, de cómo lo hacía y de por qué lo hacía, con un grado de responsabilidad absoluto. Era… casi humano.
Hal Yakzuby se estremeció. Djub Ehr le había dicho lo mismo al hablar de Ludoz. El asistente se acercó a él.
—Ese hombre fue el anterior ayudante de Ludoz. Yo tomé su puesto. Le…
Hal Yakzuby no le dejó seguir.
—¿Diría usted que el capitán Ludoz podía hacer algo equivocado, mal, conscientemente? —preguntaba en aquel momento Kisseian.
—Protesto, señoría —dijo Hal Yakzuby poniéndose en pie—. La opinión del testigo no significa nada en lo que nos ocupa.
El Honorable Juez Orion 1–27 se tomó tres segundos para meditar.
—Aceptada la protesta —anunció al fin.
—Cambiaré la pregunta —convino el fiscal general—. ¿Hizo algo equivocado, mal, conscientemente, el capitán Ludoz, en el tiempo que sirvió usted a sus órdenes, señor Alesak?
—Protesto, señoría —volvió a decir Hal Yakzuby—. El testigo no tiene la cualificación necesaria como para saber si su superior cometió errores o no en las diversas misiones en las que lo acompañó.
No deseaba convertirse en protagonista, pero no podía permitir que Kisseian obtuviera la menor ventaja de tipo psicológico. El fiscal general de la Comunidad debió de comprenderlo, porque hizo un evidente gesto de fastidio.
—Aceptada la protesta —repitió Orion 1–27—. ¿Desea el representante del Cuerpo Judicial formularla en otros términos?
—No —dijo Kisseian con aspereza—. En realidad no importa —avanzó hacia su testigo como si deseara terminar pronto—. Volviendo a la personalidad del capitán Ludoz y a usted —dijo—, ¿por qué dejaron de formar equipo? ¿Acaso se pelearon, pidió usted el traslado, lo echó su superior…?
—No fue nada de eso. Tuve un accidente.
—¿Le dieron por él la Mención de Honor del Sistema de oro?
—A mí sí, en oro, porque a causa del accidente tuve que dejar el cuerpo. Al capitán Ludoz se la dieron de platino, y la merecía.
—¿Podría referirnos qué clase de accidente lo apartó del servicio activo, y el motivo de esas menciones honoríficas?
Como si esperara una nueva protesta, Kisseian 3–52 miró a Hal Yakzuby, pero éste continuó quieto en su sitio. El fiscal general se permitió un gesto de satisfacción.
—Íbamos en la Doble Delta, la misma en la que ahora ha sucedido todo esto —contó el hombre—. Regresábamos a la base cuando se nos notificó que un cohete experimental había caído en un asteroide y debíamos ir a él para averiguar los daños y recoger la memoria electrónica. El capitán Ludoz me despertó del sueño letárgico e hicimos las maniobras de aproximación y descenso. Nos posamos en el asteroide en cuestión, a menos de un kilómetro del cohete experimental caído, y bajamos a tierra. El cohete estaba destrozado casi por completo, y sus restos diseminados por los alrededores. Comenzamos a buscar la memoria electrónica. Se produjo una explosión, y el capitán Ludoz se vio envuelto en ella. Cayó al suelo y quedó sepultado bajo un montón de hierros. No tenía ninguna avería, pero estaba inmóvil; así que comencé a quitarle cosas de encima, y, al ver que no podía, volví a la Doble Delta y cogí un láser para cortar el metal que lo aprisionaba.
—¿Había riesgo de nuevas explosiones? —interrumpió Kisseian.
—Sí, lo había.
—¿Le ayudó usted porque, si Ludoz moría, no tendría medios de subsistencia?
—No. Le ayudé porque era mi deber. Además, se trataba de mi amigo. En caso de morir el capitán, yo no tenía más que llamar por radio a la base y esperar en mi cápsula de sueño letárgico la llegada de una misión de rescate.
—Puede continuar, señor Alesak. Quería que quedara claro este punto.
—Pues… volví con Ludoz, corté con el láser los hierros que tenía encima, y en el instante en que se ponía en pie…, maldita sea, se produjo la segunda explosión. Y ésta me alcanzó a mí de lleno.
Henz Alesak se detuvo. Una sombra de dolor cubrió su faz. Los recuerdos lo enfrentaban en lo que probablemente era el drama de su vida. En la sala, respiraciones humanas y engranajes de máquina quedaron en suspenso.
—La segunda explosión… —tanteó Kisseian.
—Fue muy fuerte, y apenas recuerdo nada. Una luz, un golpe… y sangre, mucha sangre. El capitán Ludoz me llevaba en brazos hacia la nave. Mi traje estaba perdiendo presión, sentía frío… Pude ver que tenía las piernas destrozadas y el traje hecho jirones, pero Ludoz me había practicado unos torniquetes con el fin de evitar que muriera. Todavía no sé cómo pudo hacerlo, pero lo hizo, y fue lo bastante rápido para salvarme la vida. Una vez en el interior de la nave perdí el sentido y ya no volví a recuperarlo hasta llegar al hospital de Ezebel 2. Allí me dijeron que Ludoz me había salvado la vida dos veces: primero evitando la descomposición de mi traje espacial; luego, operándome en la nave y manteniendo mis constantes vitales durante el viaje de regreso. Además, Ludoz condujo la Doble Delta por encima de sus posibilidades, con riesgo de desintegración, y en una acción suicida, apuró cada segundo y llegó a Ezebel en un tiempo récord.
—¿Cómo están hoy sus piernas, señor Alesak?
El testigo se puso en pie. Miró al frente y luego se dobló hacia delante. Levantó su túnica hasta la altura de los muslos y mostró dos prótesis metálicas activadas con energía procedente de sus propias corrientes cerebrales.
Un murmullo de admiración sobrevoló la sala. Henz Alesak dejó caer su túnica y volvió a sentarse, visiblemente afectado.
—¿Ha pensado alguna vez que habría sido mejor morir en aquel accidente, señor Alesak? —preguntó Kisseian.
—¡Oh, no…; no, señor fiscal! —respondió el hombre—. La vida es lo bastante hermosa como para vivirla de cualquier forma. El capitán Ludoz se portó como un héroe y como el amigo que era, y hubiéramos muerto los dos cuando él condujo la nave como lo hizo, por ayudarme, si él no hubiera sido lo que era: un ser especial…, muy especial.
Kisseian 3–52 le dio la espalda a su primer testigo. Había probado sobradamente la capacidad de Ludoz 7–521, su alto sentido del deber, su fuerza, su solidaridad, su amistad, su valentía y su comportamiento con aquel asistente de vuelo o con otros.
—He terminado con el testigo, señoría —dijo con firmeza, sentándose en su sitio.
El Honorable Juez Orion 1–27 miró a Hal Yakzuby.
—No haré preguntas —dijo el abogado defensor sin moverse de su puesto.
28
Kisseian 3–52 volvió a levantarse. Aunque no se trataba de un testigo capital, al fiscal le causó cierta sorpresa la negativa de su rival a interrogarle. Mientras Henz Alesak regresaba a su sitio entre el público, el fiscal general de la Comunidad tomó posición en mitad del espacio libre frente al estrado que coronaba y presidía la mole de Orion 1–27.
—Señoría —comenzó de nuevo con fuerza—, era intención del Cuerpo Judicial presentar una serie de testigos cuyo testimonio no tenía otra finalidad que perfilar la personalidad del asesinado…
—¡Protesto! —gritó Hal Yakzuby.
El juez no tuvo que intervenir. Kisseian rectificó casi inmediatamente la intención de sus palabras.
—… la personalidad del capitán Ludoz, víctima mortal en el caso que nos ocupa y por el cual se juzga a su presunto asesino. Sin embargo, en respuesta a la demanda de brevedad, ecuanimidad y síntesis que se nos ha formulado, no voy a llamar al resto de los humanos y máquinas que tenía citados al respecto. El capitán Ludoz 7–521 fue un modelo de oficial y una máquina de rara perfección. El jefe de servicios, Sel 4–7598, encargado del Centro de Control, donde fue completado el androide Ludoz antes de ser destinado al Cuerpo Expedicionario, podría decirnos las cualidades concurrentes en él, y el grado de perfección y refinamiento obtenido en sus circuitos y sistemas. El comandante Rentash 3–922, su inmediato superior en la base de Ezebel 2, podría referirnos su carrera, su brillante hoja de servicios, que pongo a disposición de la sala —dejó un pliego de cuartillas en una mesita destinada a pruebas testificales—, y un sinfín de detalles que confirmarían lo que ya es evidente después de la interesante declaración del señor Alesak: que nos encontramos ante una máquina privilegiada, superdotada, en la que no tenía cabida el odio y sí muchos valores encomiables. Renunciando a estos testigos, que no harían sino repetir lo que ha manifestado el señor Alesak, creo contribuir al mejor desarrollo de esta vista y confío en que mi colega sepa tomarlo en consideración.
—Este tribunal es quien debe tomarlo en consideración, fiscal general —dijo el juez Orion 1–27—. Y así lo hace constar en sus registros.
Kisseian 3–52 se inclinó cortésmente. Hal Yakzuby reconoció su habilidad, un tanto meliflua, sutil. El fiscal parecía actuar ante un público imaginario, aunque en la sala ese público era real.
—¿Qué objeto tiene establecer la personalidad del capitán Ludoz? —continuó Kisseian—. Probar que el móvil del presunto asesinato no fue otro que la premeditación brutal y consciente del acusado. Un hombre que, como este representante del Cuerpo Judicial probará a continuación, es uno de los llamados entes «subversivos» ocultos bajo una capa de respeto y lealtad —tomó aire antes de decir—: Mi siguiente testigo es Ulr Konstah Zeiie, director para el personal humano de la Escuela de Adiestramiento de Gessaria.
Un nuevo hombre, y esta vez conocido por Hal Yakzuby. Había estado con él en Gessaria dos días antes, sin demasiado éxito. Konstah parecía un incondicional del Sistema y rozaba el servilismo frente a las máquinas. Su puesto tenía cierta importancia, y no se hallaba en él por casualidad, aunque no parecía probable que lo ocupase por méritos. Subió al estrado sabiéndose protagonista de algo importante, con la peculiar arrogancia de quienes utilizan la miseria ajena para su fin y sacar de todo provecho personal. Djub Ehr dibujó en su rostro una expresión de asco.
El alguacil tomó el juramento. Ulr Konstah Zeiie lo pronunció con gravedad. Respondió con igual tono a las dos primeras preguntas de Kisseian sobre su nombre y ocupación. En la tercera, el hombre era ya un actor engolado, que disfrutaba segundo a segundo representando su papel.
—¿Tuvo usted a sus órdenes, en la Escuela de Adiestramiento, a Djub Ehr Nort, cuando éste tenía 15 años?
—Sí. Exactamente fue en el Centro de Instrucción Complementaria, en el último curso. El señor Ehr tendría 16 años si no recuerdo mal, porque el año siguiente, con 17, se incorporó ya a la base de Gessaria 2. Había entrado en la Escuela de Adiestramiento a los 14 años…
Kisseian 3–52 cortó la locuacidad de su testigo. Ulr Konstah parecía llevar la lección bien aprendida.
—Dado el tiempo transcurrido, y como mera precaución, para evitarle un esfuerzo inútil al abogado defensor, ¿reconoce usted a Djub Ehr Nort en esta sala?
Ulr Konstah señaló hacia él.
—Es el hombre que está sentado entre el abogado defensor y su ayudante, con uniforme blanco. No ha cambiado demasiado en estos años.
—Volvamos al pasado, señor Konstah —pidió Kisseian complacido—. ¿Fue el entonces estudiante Ehr un alumno…, digamos, normal?
—En lo que se refiere a capacidad, sí, y competente. Mostró inteligencia, deseos de superación y un afán de llegar muy lejos…
—¿Definiría usted este afán con la palabra «ambición»?
—Sí, desde luego era ambicioso. Como humano, debo admitir que tenía muchas de nuestras lacras, entre ellas el egoísmo y un ímpetu que hacía que se detuviera ante pocas cosas… o, mejor dicho, ante nada.
—Posiblemente, el alumno Ehr era un joven como tantos. En la adolescencia, la sangre humana hierve… —soslayó Kisseian.
—Había en la Escuela de Adiestramiento dos mil alumnos por entonces, y únicamente a él se le abrió expediente de mala conducta, siendo amonestado por ello.
Kisseian 3–52 fingió extrañeza.
—¿Expediente de mala conducta? —repitió—. Eso es algo grave, suficiente para ser expulsado. ¿Y recibió tan sólo una amonestación?
—Era un alumno brillante, y el Consejo Superior le dio una oportunidad, que él, desde luego, aprovechó.
—Este Consejo Superior, ¿lo formaban humanos o máquinas?
—Máquinas, señor fiscal.
—¿Por qué se le abrió expediente al alumno Ehr?
—Subversión —la palabra flotó unos segundos, solitaria y contundente, por entre los asistentes. Tras ellos, Ulr Konstah continuó—. El alumno Ehr intentó cambiar las cosas, a su modo. Pretendía ser piloto, realizar el trabajo de una máquina. No niego que haya humanos que lo hacen, pero todo el mundo sabe que, en la investigación espacial, la única función de los seres humanos es la asistencia. Djub Ehr creó un comité estudiantil, una especie de sociedad secreta. Recibimos una confidencia después de que llevaran a cabo un par de reuniones, y abortamos aquello antes de que tomara mayores proporciones. Siendo así, no había cargos contra el alumno Ehr, salvo el de intento de subversión. Un comité disciplinario le abrió expediente y recomendó su expulsión, pero el Consejo Superior revocó la orden.
—Es decir: las máquinas contra las que había querido luchar Djub Ehr, ¿perdonaron su grave falta?
—Protesto, señoría —dijo Hal Yakzuby.
Kisseian 3–52 impidió que Orion 1–27 llegase a hablar.
—¿Qué trata de ocultar, señor Yakzuby? —gritó el fiscal general—. ¡Djub Ehr odiaba a las máquinas siendo joven, y ellas lo humillaron dándole una segunda oportunidad! Su defendido guardó ese odio y esa humillación durante años hasta que…
—Así pues, ¡las máquinas que lo perdonaron se equivocaron! —gritó a su vez Hal Yakzuby.
El Honorable Juez Orion 1–27 dejó caer su martillito de metal sobre un cuadro sónico instalado en la mesa. El eco de su impacto se llevó los gritos de los dos litigantes. Su voz fue mucho más plácida, aunque grave, al decir:
—No consentiré bajo ningún pretexto que esta audiencia se convierta en un pugilato, ni que ustedes, fiscal general y abogado defensor, se extralimiten en sus funciones y se comporten como dos mujeres histéricas. La protesta queda admitida, y el miembro del Cuerpo Judicial puede continuar su interrogatorio.
Hal Yakzuby se dejó caer sobre su asiento. Sabía que nada ni nadie podría evitar el enfrentamiento de los dos conceptos que allí se barajaban: humanos y máquinas, su raíz, su dependencia, sus relaciones…, pero no esperaba que la explosión se produjera tan pronto.
Kisseian 3–52 fijó sus ojos en Djub Ehr al volver a hablar.
—Quiero una respuesta sucinta y rápida para mi última pregunta, señor Konstah. En su cargo de director de la Escuela de Adiestramiento, y puesto que tuvo al acusado bajo sus órdenes durante cuatro años, tiempo en el que imagino pudo llegar a conocerlo bien, ¿fue éste un ser violento, proclive a disputas, peleas y acciones agresivas, o por el contrario mostró un talante opuesto a ello?
—Era un alumno violento —respondió Ulr Konstah.
29
—Señor Konstah, ¿qué edad tiene usted?
El testigo abrió ligeramente los ojos. Siguió la figura de Hal Yakzuby, que caminaba con paso lento, con la cabeza baja, por el espacio abierto delante del estrado.
—Pues… 57 años.
—¿Sabe usted que, pese a los logros obtenidos en el proceso de prolongación de la vida, y alcanzándose hoy fácilmente los 100 años de edad, los seres humanos suelen ser retirados de los cargos públicos, o de los puestos de relieve, a los 50 años?
—Sí, lo sé.
—¿A qué atribuye usted su larga permanencia en el puesto que detenta, y a que ésta exceda en siete años del plazo fijado para el retiro?
—Señoría —dijo Kisseian 3–52—, no veo qué objeto puede tener esto para la causa que…
—Señor Yakzuby —habló Orion 1–27—, ¿podría simplificar las cosas explicándonos qué trata de demostrar?
La voz de Hal Yakzuby fue un hielo cuando, tras abrir los brazos, y las palmas de las manos, comenzó a decir:
—Intento poner de relieve algunos puntos que, estoy seguro, no habrán escapado a su señoría ni a los asistentes. El principal reside en el hecho de que este testigo carece de voluntad propia y, por tanto, de credibilidad: su animadversión hacia los de su raza corre pareja con su sumisión a las máquinas, que roza la bajeza de la esclavitud… ¡Algo que en su cargo es importante para el Sistema y que, sin duda, es debidamente recompensado!…
El revuelo de la sala formó una espiral de voces que se rompieron tensamente cuando Orion 1–27 volvió a descargar su martillito sobre la placa sónica. Las protestas del fiscal general de la Comunidad, lo mismo que las últimas palabras de Hal Yakzuby, quedaron ahogadas en el silencio que sobrevino.
—Señor Yakzuby —dijo el Honorable Juez—, temo que su falta de experiencia no le haya permitido ver o apreciar la terminología judicial y que, por eso, pueda extralimitarse en sus funciones. Pero es mi deber recordarle que su falta de competencia legal no debe ser óbice para que yo, en mi calidad de juez, pueda sancionarlo si desacata mi autoridad, promueve escándalos, o falta al respeto a los testigos que suban al estrado. Ahora, estoy seguro de que el señor Konstah aceptará sus disculpas, pues es humano como usted y está formado por nervios traicioneros, y seguirá respondiendo a sus preguntas, en caso de que desee proseguir su interrogatorio.
Hal Yakzuby llevó aire a sus pulmones. Como científico sabía el valor de la palabra «paciencia», pero como abogado… se sentía igual que un niño. Deseaba llegar al fondo de todo, a la verdad, y olvidaba el camino, aunque las evidencias, como la de Ulr Konstah Zeiie, fueran claras.
—Le ruego me disculpe, señor Konstah —dijo.
El director de la Escuela de Adiestramiento movió levemente la cabeza.
—Continúe, señor Yakzuby —indicó Orion 1–27.
—¿Qué entiende usted por violencia, señor Konstah? —preguntó con suavidad Hal Yakzuby.
—Bueno… —Ulr Konstah volvió a su posición de protagonista. Su rostro mostraba cierto aplomo después de que el juez hubiera puesto «en su lugar» al hombre que tenía delante en aquel momento—, hay alumnos que se dedican íntegramente a su trabajo, buscando un aprovechamiento absoluto. El Espacio Exterior obliga a mucho, y no todos son útiles en él. Para algunos muchachos, viajar a las estrellas sigue siendo un sueño. Frente a ese tipo de estudiantes siempre hay otro tipo, tal vez igualmente capacitado, pero con menos dedicación intelectual. Los hay fantasiosos, que esperan miles de aventuras, los hay perezosos, jóvenes convencidos de que la vida es algo sencillo, y los hay violentos: son los que gritan, cometen faltas, se pelean… Djub Ehr era de estos últimos.
—Sin embargo, era un buen estudiante…
—Sí —reconoció el testigo.
—¿Cree usted que la violencia es algo inherente a la naturaleza humana, algo que todavía se manifiesta abiertamente en los jóvenes?
—Sí.
—Usted odia la violencia, ¿no es así?
—Así es.
Hal Yakzuby se dirigió a su mesa. Ark 6–1117 le tendió un papel.
—¿Por qué odia usted la violencia, señor Konstah? —le preguntó desde allí.
—Es… obvio —exhaló el testigo con extrañeza—. Es una lacra social.
—¿No será porque, en su época de estudiante, un grupo de compañeros le dio una paliza y le hizo pasar dos meses en el hospital?
—No soy rencoroso. Cierto que fue así, pero entonces era demasiado joven. Las personas cambian al crecer…
Ulr Konstah miró a Ehr y calló súbitamente. Hal Yakzuby estuvo tentado de continuar, diciendo a la sala que a Konstah le habían dado la paliza por considerarlo como un confidente del grupo de máquinas encargadas de la dirección del centro. Pero aquello era ya innecesario. La presunta violencia de Ehr en su juventud había quedado, cuando menos, tamizada, o puesta en su debido lugar. No era mucho, pero siempre significaba algo. La batalla no había hecho sino comenzar.
—¿Me había visto ya en otra ocasión, señor Konstah? —siguió preguntando.
—Sí…, fue en mi despacho, en Gessaria, hace dos días —musitó débilmente el testigo intentando recobrarse del efecto causado por sus últimas palabras.
—¿Recuerda de qué hablamos y qué me dijo usted?
—Bueno, hablamos de… muchas cosas.
—Y usted no estuvo precisamente amable. Me pidió que abandonara su despacho, negándose a decirme nada.
—Tenía un día muy duro, y usted tampoco se comportó…
—Yo quería información sobre Ehr, para ayudar a mi defendido. Usted dijo que no quería ayudarme a torpedear el Sistema y que, por un humano loco, no iban a pagarlo los demás. ¿Es así?
Ulr Konstah miró a Kisseian 3–52 esperando la protesta del fiscal general. Ante su silencio, hizo lo propio con Orion 1–27. Los micropuntos luminosos de los ojos del juez permanecieron impasibles.
—¿Es así? —repitió Hal Yakzuby.
—Me negué a ayudar a Ehr porque creo que es culpable, no por miedo a una represalia del… del…
—¿Del Sistema? —manifestó el abogado defensor—. ¿Desde cuándo toma represalias el Sistema, señor Konstah?
—¡Yo no he dicho eso, lo ha dicho usted! —chilló el hombre—. ¡Soy un fiel servidor…, un leal…! —no encontró las palabras adecuadas y acabó barbotando—: ¡Soy una persona honrada!
Hal Yakzuby estaba ya sentado en su silla. Ulr Konstah tardó en comprender que su intervención en el caso había terminado. En su cabeza flotaba únicamente una duda: ¿cuánto tardaría en ser relevado de su cargo por «haber superado la edad permitida con generoso exceso»?
30
—¿Puede decirnos su nombre y ocupación?
—Suprashar Xeia Senghei, teniente de las fuerzas interplanetarias de la Unidad destacado en la plataforma Ganímede, actualmente en proceso de construcción en el Espacio Exterior.
—¿Fue usted el primer ser viviente, humano o máquina, que entró en la nave Doble Delta A-795, tras abrirse su compuerta de acceso, el día en que fue recogida por los sistemas de la plataforma?
—Sí.
—¿Entró usted solo?
—No, por supuesto. Yo fui el primero, pero detrás de mí entraron dos oficiales más, con sus armas preparadas. No se advertía ninguna señal de vida en el interior de la nave, y teníamos que estar en guardia para una emergencia.
—¿Fue abierta inmediatamente la compuerta de acceso?
—Hubiera sido prematuro, y arriesgado. Cualquiera sabe que, cuando una nave regresa del Espacio Exterior, debe ser sometida a un cuidadoso análisis, para evitar contaminaciones externas o internas. La Doble Delta estuvo aproximadamente 13 punto 500 horas en posición, mientras se procedía al estudio de sus componentes. Tan sólo cuando tuvimos certeza de que no había nada ajeno en su exterior ni interior procedimos a entrar en ella.
Kisseian 3–52 dejó que la respuesta del teniente Xeia fuera asimilada por todos. Recalcó la importancia del tema con una nueva pregunta.
—Diría usted, pues, que la Doble Delta no trajo del Espacio Exterior nada extraño, ningún tipo de vida animal, vegetal, ningún agente…
—Nada; no había restos de una presencia ajena a la de sus ocupantes capaz de ser registrada por los laboratorios automáticos del aparato.
—¿Qué encontró usted al penetrar en la Doble Delta, teniente?
—En primer lugar asistimos a sus ocupantes. El capitán Ludoz se hallaba en su asiento de mando, quieto, como si todavía mirara por el ventanal de visión directa. Comprendimos que estaba muerto cuando no apreciamos ningún movimiento ni vimos ninguna luz que mostrara que alguno de sus componentes funcionaba. Tras esto abrimos la cápsula de sueño letárgico y en ella encontramos al asistente Ehr, dormido. Sacamos a los dos de la nave y los trasladamos al complejo asistencial de la plataforma.
—¿Qué más hicieron en la nave antes de abandonarla?
—¡Ah, sí, por supuesto! —recordó el teniente Xeia—. Abrimos la memoria de la nave, para llevarla al mando de la plataforma, y vimos que estaba borrada. Alguien la había desconectado. Al comprobar esto, echamos un vistazo al resto de componentes primarios. Fue entonces cuando vimos que la nave había aterrizado en alguna parte del Espacio Exterior y que la compuerta de acceso había sido abierta y cerrada una vez. Eran los únicos datos existentes en la Doble Delta. El resto desapareció al ser desprogramada la memoria.
—Para las personas o máquinas no familiarizadas con una Doble Delta, teniente, ¿por qué los datos de esa apertura de la compuerta de acceso y los de ese aterrizaje no pudieron ser anulados como la memoria?
—Es imposible hacerlo. De hecho, es asombroso, por la complejidad y por el tiempo necesario para llevarlo a cabo, que se anulara esa memoria, pero lo otro… La puerta lleva un sistema especial que consume un determinado bloque de energía cada vez que es accionada. Y algo parecido ocurre con el aterrizaje y el despegue. Hay un sistema de combustión distinto del que se emplea a velocidad normal o de luz, y para la propulsión se utilizan elementos irrecuperables una vez empleados. La Doble Delta tuvo que detenerse en alguna parte, y alguien del interior tuvo que salir de la nave, es indudable.
—Gracias, teniente —dijo Kisseian 3–52—. No le haré más preguntas.
Suprashar Xeia Senghei hizo ademán de levantarse de su silla.
Detuvo su gesto cuando Hal Yakzuby se puso en pie y avanzó hacia él con el ceño fruncido. Esperó cerca de un minuto la primera pregunta del abogado defensor.
—Teniente Xeia, ¿tiene usted idea de la duración del vuelo de la Doble Delta A-795?
—No por la memoria de la nave, señor; pero posteriormente he sabido que estuvo fuera veintiún días de nuestro tiempo.
—¿Cómo se podría saber si la cápsula de sueño letárgico fue abierta en estas tres semanas?
—Una vez más… por medio de la memoria de la nave. Sin ella, es imposible. Lo que sí puedo asegurarle es que el asistente Ehr estaba bien dormido cuando abrimos la cápsula…
La sonrisa del teniente se quebró en sus labios cuando Orion 1–27 se inclinó hacia él.
—Por favor, responda tan sólo a las preguntas que le hagan y absténgase de apreciaciones personales.
El oficial asintió con la cabeza. Hal Yakzuby acudió en su ayuda formulándole una nueva pregunta.
—¿Quién se hizo cargo de la nave cuando la abandonaron ustedes?
—Un equipo especial.
—¿Qué clase de equipo especial?
—No lo sé. Yo llevé al muerto y al superviviente al complejo asistencial y ya no hice nada más al respecto, ni sé qué sucedió después.
—¿Cuál era la misión de ese equipo especial?
—Imagino que buscar cualquier…
—Lo que el testigo imagine no viene al caso, señoría —sentenció Kisseian poniéndose en pie un momento.
—Ha lugar —aprobó Orion 1–27.
—¿Cuál era su misión en la plataforma Ganímede en los instantes de producirse los acontecimientos, teniente Xeia? —preguntó Hal Yakzuby, variando la dirección de su interrogatorio.
—¿Mi situación?
—Le pregunto si estaba usted cumpliendo algún servicio rutinario o, por el contrario, realizaba algún cometido fuera de lo común.
—Comprendo —anunció el oficial—. Formaba parte de un destacamento de primera necesidad.
—¿Qué es un destacamento de primera necesidad, teniente?
—Una especie de maniobra. La plataforma está en construcción, y el personal realiza misiones de prevención, defensa, ataque, evacuación… para estar en forma.
—¿Estaba usted al mando de este destacamento, teniente Xeia?
—No, señor. El mando corría a cargo del capitán Arch.
—¿Cuál era la misión, real o ficticia, del destacamento?
—Avistar algún posible peligro en el espacio.
—¿Gracias a ello detectaron la Doble Delta mucho antes de lo normal?
—Sí.
—¿Le sorprendió a usted que una misión rutinaria como la suya se prolongara por espacio de tantos días?
—Bueno…, un poco sí.
—¿Continuó la misión, después de ser hallada la Doble Delta y extraídos de ella los cuerpos de sus ocupantes?
—No; recibimos órdenes de…
Kisseian 3–52, que había escuchado el interrogatorio con visibles muestras de incomprensión, volvió a ponerse en pie.
—Señoría —dijo—, lamento insistir en que no comprendo qué persigue mi colega ni capto el velado hilo de sus intenciones, si es que las tiene más allá de perder el tiempo y confundir esta causa con minuciosidades que no vienen al caso.
—¿Señor Yakzuby? —inquirió Orion 1–27.
Hal Yakzuby dio la espalda al teniente Xeia. Mientras caminaba hacia su mesa fijó los ojos en el fiscal general de la Comunidad.
—Mi intención —explicó— era demostrar que el destacamento de primera necesidad fue formado al regresar el jefe de la plataforma Ganímede de un precipitado viaje a la base de Ezebel 2, y que su misión no era vigilar ni la intención de la orden someter a un ejercicio de prácticas a parte del personal en activo. Mi intención era demostrar que en Ezebel 2, y en Ganímede, se esperaba a la Doble Delta A-795… y que ya se sabía entonces que algo había sucedido en su interior. Sin embargo, el teniente Xeia no tiene por qué conocer estos datos, así que puedo dar por finalizado su interrogatorio.
Hal Yakzuby se sentó. Kisseian 3–52 tardó bastantes segundos en reaccionar y de hecho no lo hizo hasta que Orion 1–27 aplazó la vista de la causa hasta la mañana siguiente.
31
—Hola, papá.
—Hola, Gidd.
Esperaron un instante. Probablemente fuesen una imagen reconfortante el uno para el otro. En aquel momento era como si no se hubiesen hablado en mucho tiempo.
Y se necesitaban.
—¿Cómo estás?
—Creo que bien. Yo diría que mejor de lo que cabía esperar después de la jornada de hoy.
—No he podido seguirla enteramente, porque tenía que atender mis «obligaciones» —Gidd hizo un gesto de resignación—, pero he visto un amplio resumen a mediodía, y han dado todos los detalles.
—¿Qué han dicho en concreto?
—No demasiado. La información es verdaderamente aséptica y parece estar pasada por un tamiz muy ajustado. Apenas han mencionado los incidentes que se han desarrollado fuera del juicio, y aquí arriba nos consta que han sido importantes. No sólo ha habido altercados en Ezebel. También se han registrado enfrentamientos entre grupos de manifestantes y fuerzas del orden en Gessaria, Besaleb, Naom, Ohr y otras Comunidades.
—Este juicio ha despertado conciencias, y puede que haya prendido una chispa difícil de apagar.
—Conoces mi teoría sobre las inevitabilidades. Creo que esto debía suceder, y que lo práctico es extraer conclusiones beneficiosas. Las máquinas deberán reprocesar algunas de sus teorías. La práctica va a obligarlas.
Hal Yakzuby sintió un ramalazo de frío.
—¿Desde dónde llamas, Gidd?
—No temas. Estoy en la habitación de un compañero.
—Pero la conversación será grabada igual…
—¿Y qué? —el tono del muchacho era desafiante—. Estamos en un mundo libre y civilizado. Suponiendo que se me vigile, cosa que no he notado por ahora, no tengo por qué avergonzarme de mis ideas ni de que tú seas mi padre y yo te apoye.
—El brazo de Balhissay es largo —indicó Hal Yakzuby.
—Pero la realidad es corta —sentenció Gidd.
—¿De verdad no tienes problemas en la plataforma?
—No. Han querido hacerme una entrevista los de la vídeo-prensa y algunas cadenas videofónicas, para conocer mi opinión, pero me he negado amparándome en que estoy de servicio aquí arriba. Todo legal.
—Bien, bien… —exhaló el hombre.
—Te noto cansado, papá.
—No, no es eso —justificó Hal Yakzuby—. Intento digerir la sesión de esta mañana y me es difícil. El antiguo asistente del capitán Ludoz ha impresionado a la sala, y al juez. El tipo ese de Gessaria ha demostrado que Ehr era un joven agresivo, aunque luego he logrado neutralizar el efecto de sus palabras en cierta medida, quizá demasiado sutilmente. En cuanto al oficial de Ganímede…, ha estado en su sitio, ni bien ni mal. Ha dicho lo que vio al entrar, lo que ya sabemos. Lo malo es que nadie puede contar lo que no sabemos.
—¿No crees que has hecho mal en mostrar tus cartas, papá? —inquirió Gidd—. Al final has dicho que en la plataforma se esperaba a la Doble Delta, y has hablado del equipo de primera necesidad… y de que todo eran órdenes de Ezebel 2. Si Balhissay 2–15 tiene las respuestas, estará sobre aviso.
—No quería decir nada de eso, porque temo que sepan que he conseguido la información gracias a ti, pero no pienso que haya hecho mal revelando mis sospechas. Voy a llamar a declarar a Balhissay 2–15 cuando sea mi turno.
—¡Balhissay 2–15, testigo de la defensa! —silbó Gidd—. ¡Querría estar ahí para verlo!… En lo tocante a la información no tengas miedo. La vídeo-prensa ha dado todos estos detalles, y son de dominio público. Creía que los conocías ya. ¿Crees que Balhissay dirá la verdad? Para él es fácil decir que la Doble Delta cumplía una misión rutinaria.
—Sea cual sea esa misión rutinaria, en la terminología espacial todo tiene un nombre en clave. Si logro asustarlo haciéndole creer que sé más de lo que él imaginaba…
—La Doble Delta tenía las siglas A-795. El número indica el orden de vuelo dentro de la misión, y la letra la característica, como ya sabes.
—¿Por qué no se usó la inicial E, correspondiente a Ezebel? La nave no tenía nada que ver con la Comunidad de Arequian.
—Hace ya tiempo que en los vuelos espaciales no se usan las siglas o iniciales de las Comunidades, papá. Creo que has estado demasiados años encerrado en tu laboratorio.
—Tú eres ingeniero técnico. ¿Qué podría significar la A?
—Quizá una clave para designar la misión de la nave.
—¿Qué misión puede ser ésa, capaz de alcanzar 795 unidades?
Gidd meditó la cuestión. Pareció darse cuenta de algo.
—Evidentemente tiene que ser algo importante, y si es así…, bueno, tal vez me equivoque, pero en esto tenemos la suerte de que las máquinas funcionan con lógica y son imperturbables: cuando adquieren un hábito, lo mantienen. En la jerga espacial, las investigaciones importantes suelen ser designadas con el simple nombre de «Proyecto». Aquí arriba, en la plataforma, tenemos en marcha el Proyecto AZ, que indica la necesidad de completar la plataforma Ganímede en un tiempo récord; de ahí la A y la Z, comienzo y fin, y también el Proyecto AEE, es decir, Almacenamiento de Energía Espacial.
—Siendo así… —tanteó Hal Yakzuby—, la Doble Delta podría formar parte de algo llamado Proyecto A. ¿Qué significaría entonces la A?
—Cualquier cosa que empiece por esa letra… o tal vez nada, simplemente algo muy importante, crucial, capaz de merecer la primera letra del alfabeto por su dimensión.
—Djub Ehr piensa que podrían estar buscando un nuevo mundo, por si se repite el Gran Holocausto.
—Buscar un nuevo mundo es factible, papá —opinó Gidd—, pero el peligro de un nuevo Gran Holocausto es absurdo, y lo sabes. Ya no hay energía atómica, ni guerras. Eso pasó.
—El Proyecto A… —musitó Hal Yakzuby.
—Tiene su lógica. Ya sabes que es lo suyo.
—Su lógica —repitió el hombre—. ¿Sabes una cosa, Gidd? A veces creo que las máquinas tienen cada día algo más de humanidad de lo que pretenden hacer creer o de lo que nosotros pensamos. Hace siglos hubiera sido absurdo pensar en que una máquina pudiera mentir. No era «lógico». Hoy, en cambio, «lo lógico» es que puedan hacerlo para preservarse a sí mismas de peligros o para preservar al ser humano, al mismo Sistema.
—Hemos avanzado, papá —sonrió el muchacho.
—Sí, hemos avanzado. La mayoría de las máquinas son todavía reales, legítimas, y no pueden mentir, pero cuanto más elevada es la clase, más se perfila esta necesidad. A fin de cuentas… no se puede ser Dirigente sin mentir de cuando en cuando. Algo hemos heredado de la antigüedad.
—Debo irme, papá —anunció Gidd Yakzuby—. Es mejor conservar mi aparente imparcialidad y mi lejanía. Espero haberte ayudado, especialmente si lo del Proyecto A resulta válido. Suerte mañana.
—Gracias, Gidd.
La comunicación se cortó cuando ambos desactivaron las teclas correspondientes. Hal Yakzuby no se movió de donde estaba en unos minutos. Su cabeza daba vueltas en torno a lo que acababa de hablar con su hijo, y el latido de su corazón le dijo que estaba cerca, muy cerca.
Seguía teniendo su instinto.
—El Proyecto A…
No era mucho, pero sí más de lo que tenía un poco antes. Por la mañana comenzaría de nuevo la batalla, y lo más probable era que él pudiera presentar ya a sus primeros testigos. El fiscal general todavía había manifestado su intención de presentar a un último testigo por su parte. ¿Quién? No podía saberlo. Había mostrado la honestidad y capacidad del capitán Ludoz y, al mismo tiempo, había intentado desacreditar a Ehr presentándolo como un joven agresivo. Por último, se había ceñido a lo sucedido en el momento de abrir la compuerta de la nave. El teniente Xeia fue explícito: nadie salvo el muerto y el asistente Ehr. ¿Qué otra cosa necesitaba? Kisseian se ceñía al canon y a la rapidez. ¿Qué otro testigo podía necesitar la acusación?
Llamaron a la puerta y reaccionó. Por el panel transparente vio a Ark 6–1117. Pulsó un botón, y la puerta se abrió. Su ayudante entró en la vivienda y, tras localizarlo, se acercó a él. No hizo falta un saludo.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó Hal Yakzuby.
—No demasiado bien. La nota de amonestación que figura en el expediente del capitán Ludoz sigue siendo un misterio. Haría falta preguntárselo a su superior… o a 2–15.
—¿Y Marzho Obenzey Fissan?
—He conseguido localizarlo. Estaba en su laboratorio y no oía la llamada del videofono. En esto… tiene a quién parecerse —dijo Ark—. Todos los científicos sois iguales. Ha dicho que mañana estará en la vista y subirá al estrado cuando tú lo llames, aunque se ha sorprendido un poco. Le he contado que necesitabas su juicio y ha dicho que de acuerdo. Se ha encogido de hombros y ha seguido trabajando.
Hal Yakzuby movió la cabeza verticalmente. Ark 6–1117 esperó ante él sin decir nada durante cerca de un minuto.
—¿Por qué no descansas un poco? —sentenció finalmente.
—Sí, lo necesito —concedió el hombre—; sólo que es tan duro… Me siento como… como si tuviera mil cosas que hacer, y ninguna idea de cómo empezar a realizarlas. Yo no soy abogado, y todo lo que sé sobre juicios lo he leído en la historia. Pero la vida de un ser humano está en juego, y también un interrogante que pende sobre nuestro modelo de sociedad. No hay nada que la moderna tecnología no pueda hacer, y sin embargo… yo sólo soy un pobre hombre, limitado, luchando con un único recurso: la voluntad. La verdad debe de estar en algún sitio, y puedo pasar muy lejos de ella… o acercarme bastante, aunque no lo suficiente para verla.
Como si la palabra «verdad» le hubiera formado un juego de asociación, Ark 6–1117 preguntó:
—¿Interrogarás a Ehr en el juicio?
Hal Yakzuby se levantó y puso una mano sobre el hombro sintético de su amigo. Su gran amigo pasado y quizá el único que tendría después de aquello. Tuvo que reconocer que ningún humano habría hecho lo que Ark.
—Si lo hago —razonó—, Kisseian lo acosará, y un hombre que ha pasado durmiendo el punto crucial de su vida, poco podrá decir. A pesar de todo, tal vez no tenga más remedio, y Orion 1–27 llegue a un veredicto percibiendo la inocencia en el fondo del espíritu de Djub Ehr.
32
—Llamo a declarar al jefe de la base de Ezebel 2, Balhissay 2–15.
Hal Yakzuby supo que se había quedado sin sangre, y que aquel corazón quieto, suspendido en el interior de su pecho agitado, era el suyo. Lo mismo que si alguien le acabase de hundir un cuchillo en la espalda, sintió una punzada en ella. Tuvo que respirar para llevar aire a sus pulmones, y aparentar indiferencia. Kisseian 3–52 sonreía con superioridad frente a él.
Balhissay 2–15, a fin de cuentas, declararía en el juicio, y el enfrentamiento se produciría. Sin embargo, ya no sería testigo de la defensa…, sino de la acusación.
Sólo un pequeño cambio.
Pero tan importante.
Centró su atención en Balhissay 2–15, que avanzaba pesadamente por el corredor del margen izquierdo de la sala. Los modelos S, integrados por células microprocesales, tenían algo de mágico en su aspecto. Enormes, complejos, lo mismo que hombres extremadamente gordos, parecían estar revestidos de una capa de goma del color de la carne humana. Pero Balhissay 2–15 superaba a otros modelos S. Su configuración casi humana, su feroz expresión facial, su insultante perfección unida a su peculiar metodología de acción y su personal visión de la realidad, el pasado, el presente y el futuro, le conferían un halo de misterio y leyenda.
Hal Yakzuby recordó que lo había admirado… y probablemente aún lo admiraba. Como científico tenía que reconocer y respetar a un prodigio de la técnica. Como ser humano, a un ente viviente con capacidad propia.
Aunque hubiese sido construido por un ser humano, o un grupo de seres humanos, como él mismo.
Balhissay 2–15.
—Hal, ¿qué vas a hacer? —cuchicheó Ark a su lado.
Djub Ehr miraba la imponente figura de aquella máquina legendaria. Tuvo que hacer un esfuerzo para apartar sus ojos de ella y fijarlos en su abogado.
—Nada —dijo Hal Yakzuby—. Esperar.
—Puede que haya venido a decir lo que pasó, adónde iba la Doble Delta… —expresó el acusado.
Hal Yakzuby no contestó. Balhissay 2–15 llegó al estrado, saludó al juez Orion 1–27 con una inclinación cortés y tomó asiento. El alguacil puso la Constitución ante él, y el juramento se produjo en medio de un silencio sepulcral. Cuando el alguacil se retiró, Kisseian avanzó hacia su testigo.
Sin embargo, no llegó a decir una sola palabra.
—Señoría…
La voz de Balhissay 2–15 era como un trueno ahogado que se acercaba por el firmamento. Comenzaba como un rumor y alcanzaba una rápida plenitud. Surgía de lo más profundo de su engranaje celular microprocesal y se expandía fuera de su propio universo para estremecer los mundos adyacentes. Era una voz posesiva, grave, gutural y firme que a veces temblaba en las crecidas, lo mismo que una ola que se disgrega en espuma. Y por encima de ella, los ojos la consolidaban y le abrían un frío camino de luz.
La luz silenciosa que irradiaba Balhissay 2–15.
—¿Desea algo el testigo? —preguntó el Honorable Juez Orion 1–27.
Balhissay 2–15 miró al público, a Kisseian 3–52 y por último a Hal Yakzuby. El contacto de los cuatro ojos, dos humanos y dos dotados de vida maquinal, fue especialmente intenso. Duró apenas un segundo, pero reveló algo situado más allá de la razón.
Para Balhissay 2–15, fue como percibir una piedra situada en mitad de un camino. Su camino. Y Hal Yakzuby lo comprendió así.
Para Hal Yakzuby fue como llegar al final de un camino cerrado, que era preciso abrir a cualquier precio. Sólo que no era su camino, sino una alternativa. Y también Balhissay 2–15 lo comprendió así.
—Quiero decir, antes de someterme al interrogatorio del fiscal general de la Comunidad —comenzó a hablar Balhissay 2–15, ahora con la mirada concentrada en sí mismo—, que he venido a esta causa por voluntad propia y sin haber sido citado como testigo. El delegado del Cuerpo Judicial, lo mismo que mis superiores y yo, sabe que mi presencia aquí es muy delicada, y muy delicado es también lo que, sometido a juramento, puedo verme forzado a decir, a pesar de que las leyes constitucionales me amparan en todo aquello que sea materia de primer orden o reservada como estricta para la seguridad de la Unidad y del Sistema. Sin embargo… —la voz subió de tono—, como miembro de esta Comunidad, me siento responsable ante ella, tanto como ante el Sistema o la Unidad. Lo que aquí se juzga es la inocencia o culpabilidad de un hombre, y algo más: el nombre de un fiel servidor de la sociedad que ya no está aquí. Me refiero, por supuesto, al capitán Ludoz 7–521. Dado que la nave Doble Delta, en la que se produjeron los hechos, estaba bajo mi mando, solicité del fiscal general que me llamara a declarar. Asumo gustoso un riesgo, que no lo es tal si miramos lo que está en juego: una vida, aunque ninguna vida valga lo que el Sistema o la Unidad. He querido dejar bien sentada mi actitud antes de responder a la primera pregunta, para que nadie se llame a engaño.
Hábil. Inteligente. Espectacular. Medido. Hal Yakzuby no encontró otros adjetivos para calificar la alocución de Balhissay. Tenía que haber sido su comodín, y ahora era el comodín de sí mismo. ¿Se había enterado Balhissay 2–15 de que pensaba llamarlo a declarar, mediante la conversación de la noche anterior con Gidd? No, imposible. El fiscal había expresado ya su intención de llamar a un último testigo. Balhissay tenía que haber tomado una determinación mucho antes…
Giró la cabeza. Giandelián 3–893 desvió los ojos fingiendo no verlo. Kein 4–917 estaba pendiente de las palabras del jefe de la base de Ezebel 2. El comandante Dor le sonrió con sutil ironía. Todos y ninguno. De cualquier forma, Balhissay 2–15 estaba allí.
La verdad o la mentira podían nacer o morir con él.
—Este Cuerpo Judicial —comenzó a decir Kisseian 3–52— agradece en grado extremo el alto sentido del deber y el espíritu de colaboración y solidaridad del testigo. En atención a ello, y dado que él sabe mejor que nadie qué datos pueden tener interés para este caso, no voy a realizar un interrogatorio clásico: permitiré que sea Balhissay 2–15 quien exponga cuanto crea necesario.
Confabulación o juego. Por la mente de Hal Yakzuby desfilaron algunas de las frases que acababa de oír: «… las leyes constitucionales me amparan en todo aquello que sea materia de primer orden o reservada como estricta para la seguridad de la Unidad». ¿Una advertencia para él? Lo más probable. Balhissay había iniciado la partida, mostrándole un jaque directo.
Si era mate, lo sabría muy pronto.
—El testigo puede empezar —rogó el Honorable Juez Orion 1–27.
Ahora Balhissay 2–15 miró a Hal Yakzuby. Pareció dirigirse exclusivamente a él, como si intentara convencerlo de algo. El abogado defensor supo comprender, sin embargo, que más que un convencimiento, el brillo de los ojos metálicos de su oponente mostraban una sutil ironía, casi un destello de burla.
—La nave Doble Delta A-795 salió de la base de Ezebel 2 con destino al Espacio Exterior tres semanas antes de su regreso. Sé cuán importante es en este caso saber hasta dónde llegó y dónde se posó; pero, por desgracia, no podemos averiguarlo, porque, como todos sabemos ya, la memoria fue borrada. La misión de la nave podría desvelar estos puntos, pero la Doble Delta no tenía una misión fija —los ojos de Balhissay volvieron a brillar; Hal Yakzuby sabía que, incluso para un Dirigente o Clase 2, la mentira era un proceso peculiar y extremadamente complicado—. La idea que sustento, privadamente, es que el universo tiene multitud de recursos que nos pueden ser útiles, en caso de ser hallados, y el capitán Ludoz buscaba esos recursos en su misión A-795. De ahí también el elevado número que forma la sigla de la Doble Delta en este caso.
Un nuevo brillo de ojos. Menor. Balhissay 2–15 se estaba habituando a sus mentiras, o se sentía más cómodo ante él, más seguro y dominante. Pronto dejaría de tener sus células microprocesales en contra. Incluso podría llegar a creerse lo que decía. La verdad podía perderse en los millones de metros de sistemas y circuitos que formaban su cuerpo.
—El capitán Ludoz 7–521 estaba al frente de…
Balhissay 2–15 continuó hablando, pero Hal Yakzuby dejó de escucharle. Sabía ya que no iba a revelar nada, aunque hablara durante muchos minutos, horas o días. El silencio de la sala sintonizaba aquel día con el silencio exterior. El juicio parecía estar suspendido de un hilo de seda, o hallarse en el Espacio Exterior, haciendo compañía al misterio de la Doble Delta A-795.
33
—¿Me recuerda, Balhissay?
—Lo recuerdo, señor Yakzuby. ¿Fue en el Aula de Ensayos y Perspectivas donde nos conocimos siendo usted joven?
—Así es. Celebro su buena memoria.
—No del todo. En realidad ha sido su carrera posterior la que ha ayudado a mantener este recuerdo. Entonces usted tenía talento y apuntaba a lo más alto. El Sistema depositó en usted sus esperanzas, y usted no las defraudó. Hoy es una gloria de nuestra Unidad de Comunidades. Bueno…, no me refiero al «hoy» real, sino al presente, ya que hoy, en términos de actualidad, su papel de abogado defensor es algo nuevo.
—Y todavía incierto, ¿verdad?
—Es posible.
Kisseian 3–52 se movió inquieto. Sus ojos denotaban sorpresa. Evidentemente ignoraba qué sucedía, y de qué estaban hablando su testigo y su colega. A pesar de ello no protestó, cauteloso. Balhissay 2–15 no daba la impresión de sentirse molesto, al contrario. Y aquello no perjudicaba en nada la causa.
—¿Diría que, en estos años pasados, hemos sido amigos? —preguntó Hal Yakzuby.
—Diría que sí —respondió el jefe de la base de Ezebel 2—, no en el sentido corriente de la expresión, pero sí en otro sustentado en una relación de trabajo, contactos, discusiones científicas, conferencias y un largo etcétera.
—¿Por qué entonces no quiso hablar conmigo cuando lo llamé a la base?
El tono cordial y coloquial del interrogatorio hizo que la pregunta cogiese a Balhissay a contrapié. Su actitud relajada se perdió en el envaramiento súbito de sus organismos. Pero se recuperó al instante.
—Lo que usted quería preguntarme iba a exponerlo yo aquí, en este juicio. Decidí que no valía la pena perder el tiempo. Imagino que los científicos juegan con él, ya que un experimento puede ser cuestión de años… o de segundos, pero nosotros no tenemos esa suerte. Nuestro tiempo es oro.
—¿A qué «nosotros» se refiere? ¿A los Dirigentes?
—Sabe que no soy Dirigente, señor Yakzuby.
Hal Yakzuby iba a agregar «todavía», pero se contuvo. Había destilado un poco de veneno contra su oponente. No sabía si una máquina de la Clase 2 podía excitarse, o recalentar sus circuitos, pero estaba dispuesto a intentarlo. Si Balhissay 2–15 perdía un poco de su calma…
—¿Cree que el asistente de vuelo Djub Ehr mató al capitán Ludoz?
—¡Protesto!
El grito de Kisseian 3–52 salió excesivamente fuera de registro. Antes de que Orion 1–27 pudiera intervenir, Balhissay 2–15 tomó de nuevo la palabra para dirigirse al fiscal general de la Comunidad.
—Ruego al representante del Cuerpo Judicial —pidió suavemente— sea benévolo con su colega, aunque sé que no es ésta mi competencia, por supuesto —agregó, dirigiéndose por un instante a Orion 1–27—. Creo que todos buscamos la verdad, y querría exponer todo cuanto sé… o cuanto creo, sin interrupciones. ¿Me es lícito pedirlo?
Hal Yakzuby valoró aquel gesto. Balhissay acababa de «ordenar» a Kisseian que no interrumpiera su interrogatorio, dejando entrever que él tenía suficiente habilidad para enfrentarse al abogado defensor o para no responder a aquello que creyese fuera de lugar. Y algo más: a pesar de ser el juez una máquina de la Clase 1, un Dirigente, Balhissay parecía mostrar mucha mayor autoridad.
—Puesto que es un testigo de la acusación —dijo Orion 1–27 pausadamente—, el fiscal intenta tan sólo proteger sus intereses y también a su persona, respetando su integridad e intentando que el abogado defensor también la respete. Sin embargo, si es su deseo responder a las preguntas libremente, este representante del Cuerpo Legislativo no lo impedirá, a menos que observe en las preguntas o en las respuestas un tono fuera de lo común o que en ellas se emitan juicios improcedentes. Todo ello en atención a la verdad que se persigue, y al deseo del testigo de prestar declaración y de someterse al interrogatorio del letrado defensor sin la protección fiscal.
Kisseian se sentó, todavía dudoso. Balhissay agradeció la deferencia con un leve gesto. Orion mantuvo su dignidad suma. No era usual… pero nada semejaba ser usual, y Hal Yakzuby era el que menos podía juzgarlo. Tenía una pequeña baza…
Aunque si 2–15 se la había facilitado…
—¿Cuál era su pregunta, señor abogado defensor? —solicitó el jefe de la base de Ezebel 2.
—¿Cree que el asistente de vuelo Ehr mató al capitán Ludoz?
Balhissay abrió sus manos en un gesto elocuente.
—Es una alternativa. Una. Pero la pregunta es si quedan muchas más. Descartada la posibilidad de un tercer elemento en la nave… Yo no soy quién para juzgar, pero tampoco tendría mucho donde elegir, y desde luego muy poco que buscar. ¿Piensa usted en otra posibilidad?
Hal Yakzuby comprendió el motivo de que Balhissay deseara un interrogatorio libre. La máquina quería ridiculizarlo, poniendo en sus labios lo que el abogado defensor pensaba. Era una evidencia que lo marginaba por completo, y lo situaba en un ángulo destacado de oposición a la lógica de las máquinas. Hal Yakzuby supo que no tenía otra alternativa.
—Suicidio —dijo.
No era la primera vez que la palabra surgía, pero ahora se produjo un leve clamor en la sala. El juez levantó su martillito metálico, pero no llegó a dejarlo caer sobre la placa sónica. El rumor cesó.
Balhissay 2–15 sonrió.
—¿Suicidio? ¿Por qué habría de suicidarse una máquina? —expuso.
—Eso puede que lo sepa usted.
—¿No estará usted refugiándose en un imposible, que lo es, por lógica, para salvar a su defendido a toda costa, sin olvidar que con ello mancilla el buen nombre de un oficial íntegro y valiente, hecho probado aquí ayer, que ya no puede defenderse?
—No ha contestado a mi sugerencia —dijo Hal Yakzuby sin caer en la trampa verbal de la máquina.
—¿Me ha hecho una sugerencia?
—¿Conoce usted la causa del suicidio?
—No.
—No conoce la causa, pero hubo un suicidio.
—Mi negativa atendía a toda la extensión de la frase.
Comenzaban a dar vueltas. Balhissay mostraba calma. El interrogatorio estaba convirtiéndose en un diálogo tenso pero nada más, en el que cada uno intentaba cazar al otro sin conseguirlo del todo. Hal Yakzuby puso la pregunta clave, que comenzaba a quemarle en la mente, en la punta de su ánimo…, aunque antes formuló otra.
—¿Qué significa la nota de amonestación, única, que figura en el expediente del capitán Ludoz?
—¿Una amonestación…?
Hal Yakzuby caminó hacia su mesa. Antes de llegar a ella, Ark 6–1117 le tendió el expediente de Ludoz 7–521. El abogado lo llevó hasta la silla de los testigos y lo dejó en las manos de Balhissay 2–15.
—Está en clave, según creo.
El jefe de la base de Ezebel 2 miró el expediente. Vaciló.
—Bajo juramento, cualquier oficial puede revelarme qué significa esto —siguió Hal Yakzuby—. Podría ahorrarnos tiempo, ya que ha dicho que es oro, si usted, como superior más alto del capitán Ludoz, nos lo explica.
La máquina hundió sus ojos enrojecidos en él.
—El capitán Ludoz fue amonestado por defender a un humano.
—¿Es eso justo?
—Defendió a un hombre frente a otra máquina…
—¿Es eso justo? —repitió Hal Yakzuby, cortando aposta las palabras de Balhissay.
—No me interrumpa ni use triquiñuelas, Yakzuby —dijo ahora con aspereza Balhissay 2–15, prescindiendo de formalismos—. El capitán Ludoz defendió a un humano frente a otra máquina en una cuestión que no admitía dudas ni alternativas.
—¿Era una cuestión… de lógica?
—Sí.
—¿Y un capitán del Cuerpo Expedicionario se opuso a la lógica de otra máquina?
—El capitán Ludoz tenía fatiga estructural, según se demostró luego; de ahí que el hecho figurara tan sólo con esa leve amonestación en su expediente. Era un oficial competente y con un elevado sentido del deber…
Casi humano…
Lo había dicho Djub Ehr y Henz Alesak. Aquello podía tener un significado, pero Hal Yakzuby supo que no era el momento adecuado. Todavía no.
Pero sí para la pregunta que le ardía ya en la impaciencia.
Su disparo al azar o…
—¿Qué es el Proyecto A, Balhissay?
34
No fue un disparo al azar. Hal pudo percibir con meridiana claridad el efecto de su pregunta sobre los circuitos de Balhissay 2–15, sobre el mismo cuerpo y la piel, que vibró sacudida por una tensa descarga interior. Los ojos no se movieron, pero los destellos de sus luces cobraron vida propia. Se iluminaron un instante y volvieron a su remota estabilidad casi al mismo tiempo, aunque ahora con la sensibilidad en guardia.
Hal Yakzuby pudo sentirlo todo, muy cerca, puesto que se hallaba a menos de un metro de la máquina, y casi le llegó su energía, lo mismo que una bocanada de aire cálido que te envuelve y pasa. Pero nadie más notó nada.
Nadie más.
Hal Yakzuby pensó que no era necesario.
El Proyecto A existía.
Balhissay 2–15 mantuvo una sorda lucha interior. La verdad contra la necesidad. Con voz grave, acusando el golpe y menos rápidamente de lo que hubiera deseado, logró decir:
—¿El Proyecto A, señor Yakzuby?
—¿Sabe de qué le estoy hablando?
Era una pregunta aún más directa. Las luces se estremecieron en los ojos de la máquina.
—No —dijo.
Hal Yakzuby se sintió ligeramente desconcertado. Balhissay lograba mantener su equilibrio. Únicamente él, que lo sabía, podía asegurar que su oponente mentía. Había avanzado, pero ahora chocaba con la imperturbable reciedumbre de 2–15. Sus engranajes perfectos eran ya los de un Dirigente.
—¿Acaso no era la Doble Delta una nave adscrita a lo que en Ezebel 2 llama usted Proyecto A?
—No.
—¿Acaso la letra A no indica máxima prioridad, o misión especial, de primer orden, y el número 795 la cifra de vuelos que ella ha requerido?
—La Doble Delta A-795 cumplía la misión asignada de búsqueda de recursos en el Espacio Exterior.
Se produjo un leve lapso de silencio en el que la tensión creció entre el hombre y la máquina. Con sus miradas fijas, quietas cada una en los ojos del contrario, eran como dos animales agazapados a la espera de una acción que no llegaba. Balhissay se serenaba. Hal Yakzuby sintió la llegada de una sorda ira.
—¿Por qué miente usted, 2–15?
En el banco del fiscal general, Kisseian 3–52 se levantó airado, pero se sentó de nuevo sin hablar. El Honorable Juez Orion 1–27 fijó sus ojos en la figura del jefe de la base de Ezebel 2, pero la aparente calma de éste lo desarmó.
—Yo no miento, señor Yakzuby —dijo pausadamente Balhissay—. Pero quiero que sepa una cosa: aun suponiendo que usted hubiera rondado algo, si ese algo estuviese declarado como secreto, la Constitución ampara mi silencio y me protege, como protege todos los esquemas de Máxima Seguridad.
—¡Estamos hablando de la vida de un hombre! —gritó ahora Hal Yakzuby.
—Si hubiese algo que decir, aun siendo secreto, yo lo diría, pero por supuesto al Honorable Juez en privado. Él lo valoraría y lo juzgaría junto con las demás pruebas. Pero no habiendo nada que agregar…
—¿Afirma que no sabe dónde se posó la nave, ni que lo hizo de acuerdo con un plan establecido y conocido como Proyecto A?
—No sé dónde se posó la nave, y el llamado Proyecto A no existe.
Luces. Luces. Nada más. Hal Yakzuby comenzó a paladear el sabor de la derrota. Ahora tardó demasiado en reaccionar.
—Señor abogado defensor —intervino Orion 1–27—. Me temo que su interrogatorio ya es, de por sí, bastante irregular como para someterlo a dilaciones o excesivos rodeos. Le pido concreción, si es que desea seguir interrogando al testigo.
La derrota. Existía el Proyecto A, pero también existía Balhissay. Había tropezado con un muro de plomo, infranqueable. Ya no podría coger a 2–15.
Buscó aire y serenó sus ideas. Derrotado o no, tenía preguntas en la mente, y allí estaba la máquina para responderlas.
—Continuaré con el interrogatorio, señoría —dijo—, aunque lamento que el Sistema se proteja a sí mismo mediante una Constitución que prefiere arriesgar la vida de uno de sus integrantes, aunque se trate de un simple asistente de vuelo, a correr el riesgo de que se desvele un secreto…
Iba a continuar, formulando una nueva pregunta a Balhissay, cuando Orion 1–27 se lo impidió. El juez había captado el desafío de Hal Yakzuby. Desde su enorme estatura metálica, su voz fue un látigo buscando su blanda carne humana.
—El Sistema, señor Yakzuby, no es democracia ni dictadura. Es, simplemente, el Sistema. Y a él hemos llegado después de siglos de historia, aprendiendo cuanto hemos podido del pasado, y asimilándolo para nuestro futuro. Los grandes imperios de la antigüedad, el romano, el griego, el español, el ruso o el de los Estados Unidos de Norteamérica, sobrevivieron siglos, pero cayeron. Nosotros, gracias al Sistema, hemos superado sus marcas y hemos evolucionado… como ha evolucionado la vida desde su aparición en el universo. Se dijo en su día que la evolución natural se detenía en el ser humano, y que la tecnología sería un retraso; sin embargo, la tecnología ha constituido el siguiente paso natural en esa evolución humana. Hay máquinas con cerebros humanos, y seres humanos con componentes metálicos en sus cuerpos. Ciegos que ven con cerebros electrónicos visuales, personas que tienen por corazón un ordenador, selectores de estímulos que dan habla a los mudos… El ser humano y la máquina se han fundido y son uno, como reza la Constitución —Orion 1–27 dejó pasar cinco segundos antes de continuar con su exposición final—. Una vida es importante, sea la de un simple asistente de vuelo, como usted ha llamado al acusado, o la de un capitán del Cuerpo Expedicionario; pero nada, ¿entiende?, nada es más importante que el Sistema y la Unidad. Y es a nosotros, a los Dirigentes y a los componentes del Cuerpo de Mandos, las máquinas de la Clase 2, a quienes nos toca el difícil papel de valorar en determinadas ocasiones la realidad… para tomar una decisión que siempre, siempre, pensamos es justa.
—¿Por qué no le pregunta, en privado, por supuesto, a Balhissay 2–15 en qué consiste el Proyecto A? —dijo Hal Yakzuby.
—Señor Yakzuby —Orion 1–27 volvió a su tono paciente pero tenso—, este Cuerpo Legislativo ha sido muy tolerante con usted, y mucho me temo que no pueda serlo más. El testigo ha manifestado ignorar la existencia del citado Proyecto A, y no tengo por qué poner en duda su palabra. Ahora le ruego continúe su interrogatorio, pero le prevengo que será destituido de su cargo si persiste en su actitud de desafío.
Flavia Ehr le envió una mirada de súplica desde la primera fila de asientos correspondientes al público. Hal Yakzuby comprendió que estaba convirtiendo aquello tanto en un problema personal como en lo que era en realidad: un juicio. Eran sus dudas, sus recelos, lo que salía a la superficie. Y Djub Ehr merecía algo más.
No conseguiría nada sobre el Proyecto A allí dentro, pero disponía de una posibilidad fuera si lograba que la vista durase dos días más, al menos. Pensó en Gidd, en su riesgo, y se sintió solo y perdido en el estrado de la sala. Orion, Balhissay, Kisseian y su ayudante, el propio Ark…
Los únicos dos corazones que latían con un sentimiento eran los de Djub Ehr y el suyo.
Acusado y defensor de una causa perdida.
35
—Una semana y media antes del contacto con la Doble Delta, ¿ordenó usted al jefe de operaciones Denisey, al mando de la plataforma Ganímede, que se reuniera con usted en Ezebel 2?
—El jefe de operaciones Denisey viaja regularmente a la base de Ezebel 2 para celebrar reuniones, informar sobre el progreso de la construcción y recibir nuevas órdenes. Una semana y media antes del contacto con la Doble Delta, efectuó uno de esos viajes rutinarios, en efecto.
—¿Le ordenó que pusiera en marcha un dispositivo especial, un destacamento de primera necesidad?
—Así es. Forma parte del tema de nuestras reuniones decidir el plan de adiestramiento del personal de la plataforma, creando misiones, realizando maniobras, procurando, en suma, que haya una actividad constante.
—¿Por qué se ordenó una maniobra como ésa? ¿Esperaban acaso algo del Espacio Exterior?
—Se ordenó ésa como podía haberse ordenado otra, y por supuesto no esperábamos nada del Espacio Exterior. Si asocia usted la orden con la súbita aparición de la Doble Delta A-795, puedo decirle que la nave no era esperada en Ezebel 2 hasta pasadas otras tres semanas de nuestro tiempo. Y se la esperaba en la base, no en la plataforma. El éxito de su localización, evitando quizá una desgracia, prueba la efectividad del destacamento y lo vital de este tipo de operaciones, así como la importancia de las plataformas.
Balhissay 2–15 había respondido a la pregunta y se había apuntado un tanto cuando menos notable. Hal Yakzuby varió el rumbo del interrogatorio.
—Pienso llamar a declarar a un médico y a un científico después, cuando abra mi turno de testigos, y ellos expondrán los aspectos técnicos de lo que me interesa. Ahora, sin embargo, quiero preguntarle algo, Balhissay. En el caso de que el capitán Ludoz hubiera sido desconectado, ¿cuánto tiempo tarda en producirse el irreversible fin de sus circuitos?
—Una hora, aproximadamente.
—¿Pudo, en este tiempo, llamar a la base de Ezebel 2?
—Si lo hizo el acusado, es decir, si lo desconectó él, es lógico pensar que no se lo permitió. Una máquina es más fuerte que un ser humano, pero en proceso de desactivación… También es posible que el capitán Ludoz prefiriera salvar la nave, o poner el sistema automático para que ésta regresara a la base con su asesino. En cualquier caso, todo esto es andar en círculos, ya que no podemos saber qué pasó. Únicamente podemos suponer los hechos, y juzgar la evidencia.
—¿Mantuvo conversaciones la Doble Delta con Ezebel 2?
—Sí, regularmente.
—¿Se conservan estas conversaciones?
—Por supuesto, y están a disposición del Honorable Juez.
—¿Sólo de él?
—En algunas cintas hay datos confidenciales.
—¿Qué clase de datos?
—No puedo revelárselos o, al menos, no puedo hacerlo en público. Sabe que está prohibido el uso de naves interplanetarias privadas, a pesar de lo cual, y gracias a la técnica, cualquiera puede construirse un cohete. Ya hay bastante piratería espacial como para fomentarla más. El capitán Ludoz informó de algunas estrellas peculiares en las que los aparatos de la nave detectaron materias primas, minerales y componentes de primer orden. Si se conociera la ubicación de esos planetas y estrellas en el mapa espacial, serían saqueados antes de que pudiéramos hacer nada.
De nuevo el bloqueo. Existían conversaciones grabadas, pero Balhissay se guardaría mucho de entregar las importantes si es que, en alguna, el capitán Ludoz dijo algo vital para el caso. Su admiración por Balhissay 2–15 creció al mismo ritmo que su odio. Y ambos sentimientos se encontraban en el cenit de su expresión. Balhissay era al Sistema lo que el Sistema era al proceso: un bloque imperturbable. Como le dijo una vez, en otro tiempo, «no se cometerían más errores».
Nada ni nadie les arrebataría el futuro.
—Se ha dicho aquí —dijo de nuevo Hal Yakzuby— que el capitán Ludoz 7–521 era… casi humano. Lo ha manifestado el asistente de vuelo Henz Alesak, y en el expediente del desaparecido oficial consta una amonestación por defender a un hombre, dándole la razón en una cuestión de lógica que, aparentemente, no ofrecía duda, y enfrentándose por ello a otra máquina. ¿Qué clase de máquina?
—Un comandante del Cuerpo Expedicionario.
—¿Se enfrentó el capitán Ludoz a un superior para darle la razón a un hombre? —insistió Hal Yakzuby.
—Como se ha dicho, el capitán Ludoz tenía fatiga…
—¿Lo hizo?
—Sí.
—El capitán Ludoz tenía cierta inclinación por el género humano, según parece.
Fue un comentario al azar, mordaz e hiriente. Balhissay 2–15 se mantuvo imperturbable. Volvía a estar en guardia.
—¿Cree usted que era así?
—El capitán Ludoz era una buena máquina. No lo conocía a fondo para decir más al respecto.
Hal Yakbuzy volvió a dirigirse a alguien situado dentro de su propia cabeza, mirando al suelo.
—Sí, y hasta es posible que un día los seres humanos seamos fríos como las máquinas y las máquinas alcancen el grado de sensibilidad total de los humanos, con lo cual la evolución habrá alcanzado su grado máximo de perfección…
Orion 1–27 iba a decir algo. Hal Yakbuzy lo percibió. Intentó evitarlo con una rápida pregunta. Ahora volvía a sentir una llamarada cálida en su interior.
—¿Podía ser tan humano ya el capitán Ludoz como para suicidarse?
Balhissay hizo un gesto de cansancio.
—Ya se ha tocado el tema, señor Yakbuzy. El capitán Ludoz era una máquina, y en una máquina no tiene ningún sentido el término «suicidio». Ninguna está programada para ello, ni acepta la autodesconexión, por lógica.
—La Constitución dice lo contrario: el ser humano y la máquina son iguales. ¿Quién se equivoca, Balhissay, la Constitución o esa lógica a la que tanto acuden las máquinas?
—Señor Yakzuby…
Hal Yakzuby no permitió que el juez interviniera. Estalló definitivamente, y sus gritos rompieron el emocionado equilibrio de la sala. Nada ni nadie logró detenerlo hasta que expulsó cuanto le oprimía.
—¡Presuponer que una máquina, hoy, precisamente por el grado de evolución que hemos alcanzado, no pueda suicidarse, coloca a nuestro Sistema en el mismo nivel que cuando se daba por descontado, en la historia antigua, que un blanco era superior a un negro!… ¡Miles de negros fueron ajusticiados tras juicios fraudulentos sin la menor posibilidad, porque se enfrentaban al hombre blanco, y miles de blancos cometieron tropelías incalificables por su desprecio a los negros! ¿Sigue siendo hoy el hombre un animal? ¿Sigue siendo la máquina tan fría que en siglos de evolución no ha alcanzado o ha asimilado, aunque sólo sea ligeramente, la sensibilidad humana, el valor de la vida y la muerte, lo incongruente de la eternidad?… Y si es así, ¿cómo pueden mandar unos seres sin la capacidad de sentir hasta todos sus límites, sin la capacidad de valorar una sola emoción?
Las palabras formaban una densa nube sobre el ánimo de todos los presentes. Latidos de corazones humanos y conexiones microprocesales, luces y símbolos. Las nubes se cerraron con negra firmeza. Era una gigantesca tormenta sin agua, de efectos todavía desconocidos. Rostros estupefactos ofreciendo la palidez de la muerte y luces titilantes acosadas por el grito de la furia.
Hal Yakzuby los miró a todos, jadeante, y los desafió en silencio.
36
—¿Papá?
—Hola, hijo.
—¡Cielos!… —el tono de Gidd era de sorpresa, y también de alivio—. No creí encontrarte en casa después de lo de hoy. Pensé que te habrían enviado directamente a un centro de rehabilitación.
—Ya ves: estoy aquí, en casa. Y bien.
—No han podido contigo.
Hal Yakzuby sonrió débilmente a la imagen de la pantalla videofónica.
—Pueden, y podrán si quieren; pero no ahora. No les interesa. Sería una represalia demasiado clara.
—Pero has puesto el dedo en la llaga. Lo sabes tú y lo saben ellos. Y en este momento lo saben las 26 Comunidades. Hay manifestaciones pidiendo un juicio justo, celebrado por humanos, y choques en una docena de ciudades. La situación podría llegar a ser grave.
—También lo sé, hijo. Puede ser el gran cisma, y aunque lamentaría haberlo desatado…, bien, es difícil saber cómo será el futuro, con él o sin él. De momento, el juicio aún no ha terminado.
—Han dicho que has sido amonestado severamente y que te habías reunido con el juez y el fiscal tras la interrupción de la vista. ¿Qué ha pasado?
—¿Desde dónde hablas, Gidd? —preguntó Hal Yakzuby.
—Estoy en la habitación de otro compañero, y éste es el responsable de las comunicaciones. Se ha asegurado de que no había ninguna interferencia. Puedes hablar con tranquilidad. ¿Qué ha pasado?
—En realidad, no demasiado… Después de mi acusación el juez ha detenido el juicio, me ha llamado aparte y ha dicho que podría detenerme, encerrarme por subversión y una decena de cargos más. Luego ha apelado a mi sentido común y me ha preguntado si pretendía desencadenar una guerra. Le he dicho que no, que únicamente pretendía llegar a la verdad y que creía sinceramente que Djub Ehr era inocente. Ha llamado al fiscal general y le ha preguntado si continuaría la acusación. El fiscal le ha dicho que sí. Entonces Orion 1–27 ha decidido apartarme del caso, de mi puesto, pese a las repercusiones que esto supondría. Todo estaba listo cuando ha recibido una comunicación y se ha ausentado unos minutos. A su regreso las cosas habían cambiado ciento ochenta grados: yo volvía a ser confirmado en mi puesto de defensor, pero con un expediente por insubordinación y subversión, al que tendré que responder, quizá en juicio, cuando termine la causa contra Ehr. Todo depende de cómo me comporte mañana y pasado, o los días que dure esto, y de lo que diga.
—¿Seguirás en la misma línea?
—Pienso que no, que no me conviene. Además, mis testigos no serán como Balhissay. No creo que tenga motivos para exaltarme.
—¿Por qué habrá cambiado el juez de opinión con respecto a ti?
—Pienso que detrás de todo esto sigue estando Balhissay. Es una vaga impresión…, mi instinto.
—Ahora él ha sido testigo de la acusación.
—Sí, Gidd; pero al menos sabemos que el Proyecto A existe, y que no es lo que él ha dicho. Pueden aplastarme cuando quieran, pero no les será fácil, y menos en estos momentos. El propio 2–15 está en guardia. Si consiguiera saber algo más de ese Proyecto A…
—Papá —le interrumpió Gidd—, tengo alguna información más para ti, y puede ser de interés.
—Te estás exponiendo demasiado —dijo Hal Yakzuby—. Pueden acusarte de espionaje o incluso, dado tu puesto, de sabotaje.
—No voy a dejarte solo en esto, y más ahora que estamos cerca del fin. Nunca me había sentido mejor.
«Estamos», Gidd hablaba en plural. Hal Yakbuzy sintió una profunda satisfacción. Se dio cuenta de que era la primera vez que él y su hijo trabajaban juntos. Si Ena viviera podría sentirse muy orgullosa. Por encima de todo, del pasado o del futuro, del Sistema o del riesgo de su postura, eran padre e hijo.
—De acuerdo —concedió el hombre—. ¿Qué has averiguado?
—Anoche tuve servicio con uno de los que tomaron parte en la misión de primera necesidad. Me dijo que no vigilaban todo el Espacio Exterior, sino sólo un cuadrante, y que por él apareció la Doble Delta. Otra cosa, y más importante: los que entraron en la nave tras el aterrizaje en la plataforma fueron directamente a revisar la memoria de a bordo, prescindiendo de Ludoz y de Ehr. Al ver que la memoria había sido borrada, se ocuparon de ellos… pero más tranquilos. El teniente Xeia tenía órdenes concretas de coger la memoria para entregársela a Denisey.
—Podrían decir que lo fundamental era la memoria, pero es interesante saberlo. Sigue probando que Balhissay sabía lo que sucedía en la Doble Delta o, en todo caso, conocía la existencia de alguna irregularidad.
—Tengo algo más, papá.
—¿Qué es?
—Todavía no lo sé, pero espero tenerlo. ¿Cuántos días puede durar todavía el juicio?
—Tal vez mañana acabe yo con mis testigos y se dé el veredicto, pero sería demasiado precipitado. Pueden darlo pasado mañana. En realidad estoy intentando ganar tiempo, para ver si doy con una pista que me conduzca al maldito Proyecto A, aunque…, bueno, no tengo nada.
Gidd Yakzuby mostró una amplia sonrisa de satisfacción.
—Entonces estamos en lo mismo: yo también voy tras algo que nos lleve a ello.
—¿Cómo?
—Todo lo que había en la nave fue guardado en una urna de seguridad para su inspección. Ya sabes, pertenencias personales de Ludoz, quizá algún objeto de Ehr…, en fin, todo lo que no pertenecía de hecho a la Doble Delta.
—Dijiste que, si se había encontrado algo, debería de estar en poder de Balhissay 2–15…
—Y así es. Sin embargo, en alguna parte de la plataforma debe de existir una copia, un informe. Nada de lo que sucede aquí, por extraordinario que sea o por nimio que resulte, se pasa por alto. Alguien debió examinar lo que se encontró, calibrar su importancia o valor, precintarlo y enviarlo a Balhissay. Pero antes de ese envío, se redactaría un informe o suministrarían los datos a una terminal, bien de procesamiento, bien de archivo. Sea lo que sea, te repito que la relación de los objetos hallados en la nave ha de estar en algún lugar de la plataforma.
Hal Yakzuby meditó las palabras de su hijo. Comprendía sus intenciones, y dudaba si el riesgo compensaría la utopía de un posible hallazgo revelador.
—Las claves son qué es el Proyecto A y dónde aterrizó la nave. No veo qué relación puede haber entre estas dos preguntas y lo que se encontró en la Doble Delta.
—Es remota, lo sé; pero ¿se te ocurre otra cosa? No creo que volviendo a preguntarle a Balhissay obtengas mejores resultados. Yo creo que había algo y que era lo bastante importante como para que se lo remitieran a él.
—Y crees que podrás hallar ese informe, la relación de los objetos encontrados en la nave…
—Sí, papá; así es —afirmó Gidd Yakzuby—. Por supuesto, necesitaría tiempo, y no lo tenemos; pero, en una plataforma en construcción no todo es perfecto. Sé adónde hay que ir y con quién tengo que vérmelas. No digo que lo consiga, pero… tengo posibilidades.
No podía dejar que lo hiciera. No podía arriesgar a su hijo en aquella empresa, en aquella especie de locura; pero… ¿tenía otro camino? De pronto comprendió que era un viejo aferrado a una idea difusa de lo bueno y lo malo, lo ético y moral. Un Quijote moderno, subido a un rayo de luz buscando justicia. Sólo que, ¿dónde estaba la justicia? Había perdido la vida en laboratorios e investigaciones, alejado del mundo, y ahora sacaba la cabeza con el riesgo de perderla. Podía hacerlo, ya no tenía mucho por lo que desear mantenerla sobre los hombros. Pero Gidd…
—Hijo, yo… —intentó decir.
Gidd le guiñó un ojo, como cuando de niño se confabulaba con él para confundir a su madre.
Hal Yakzuby pensó que, en el fondo, los humanos nunca crecían del todo, y que eso era bonito.
—Resiste lo que puedas, papá —dijo el muchacho—. Dame un par de días y puede que te dé, si no la eternidad, sí el futuro. La base del cambio más importante desde el Gran Holocausto.
No pudo decir nada más. Gidd cortó la comunicación, y sobre la pantalla flotaron unas líneas blancas por espacio de unos segundos. Cuando también él pulsó la tecla de cierre, la pantalla quedó ciega, igual que un ojo cansado y vencido.
37
—¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, en cuanto se le demande en este juicio, por el Sistema y la Unidad?
—Juro.
El alguacil volvió a su lugar con la Constitución entre las manos. Hal Yakzuby no se movió de su asiento hasta que la calma y el silencio se adueñaron de la sala. Cuando hubo aprovechado el último segundo de tiempo, se levantó y recorrió lenta y cansinamente los escasos metros que lo separaban de su testigo. Su primer testigo. Un observador imparcial habría notado en el hombre el abatimiento de una derrota prematura, o de un peso insoportable sobre los hombros tras la dura batalla del día anterior. Sólo Ark y Djub Ehr sabían que el último cartucho tenía ya la mecha encendida y que la longitud de ésta retrasaría la explosión final, y la solución, favorable o contraria.
Llegó frente al testigo, un robot de no más de un metro, lleno de antenas y luces, brazos y tentáculos. Orion 1–27 esperaba. Kisseian 3–52 esperaba. El público esperaba.
Hal Yakzuby inició el interrogatorio.
—¿Cuál es su nombre, por favor?
—Yorguinoi 6–16193.
—¿Cuál es su actividad?
—Médico analista, cirujano y responsable de los centros asistenciales de la plataforma Ganímede.
—¿Recuerda al hombre que está sentado allí? —señaló hacia Djub Ehr con vaguedad.
—Sí, lo recuerdo —afirmó Yorguinoi 6–16193.
—¿Cuándo lo vio por primera vez?
—Hace unos días, en la plataforma. Lo llevaron a mi laboratorio para investigación y análisis.
—¿Cuál era su estado en ese momento?
—Mostraba los efectos del sueño letárgico. Acababa de ser retirado de la cápsula de sueño letárgico de una nave Doble Delta.
—¿Recuperó la conciencia en presencia de usted?
—Así es.
—¿Con qué resultados?
—Los habituales…: preguntar dónde estaba, si todo había salido bien…
—¿Le informó usted de que el capitán Ludoz había sido hallado muerto en la nave?
—Sí.
—¿Cuál fue su reacción?
El robot mantuvo un breve silencio. Movió una antena metálica por delante de una pantalla de recepción visual y encendió una luz roja de duda.
—¿Cuál fue su reacción? —volvió a preguntar Hal Yakzuby.
—Es difícil de precisar…, bueno, los sentimientos humanos no son fácilmente asimilables ni justificables.
—Inténtelo, por favor —solicitó Hal Yakzuby con exquisita amabilidad.
—Yo diría que… estupor, incredulidad, desconcierto… Después arrojó agua por sus ojos.
—Lloró.
—Sí, eso. Tuve que practicarle un secado de emergencia y aislarlo.
—¿Lloró mucho?
—Mucho.
—¿Piensa que sinceramente?
—Protesto, señoría —dijo Kisseian 3–52—. El testigo no está capacitado para responder a esta pregunta.
—Se acepta —otorgó Orion 1–27.
—¿Dio a entender el asistente de vuelo Ehr, en algún momento, que conocía ya la suerte de su capitán?
—No.
—¿Se sorprendió?
—Sí.
—¿Qué dijo o qué hizo exactamente al conocer la noticia?
—Pues… primero lloró, como ya le he dicho. Cuando se tranquilizó preguntó datos. Le dije dónde estaba y el tiempo de duración de su misión. Quiso llamar a su mujer. Entonces el teniente que le había traído le preguntó por qué había matado al capitán Ludoz.
—¿Seguía el teniente Xeia allí?
—Sí. Necesitaba conocer el estado del asistente para presentar su informe o comunicárselo directamente a su superior.
—¿Cuál fue la reacción del asistente de vuelo Ehr ante la pregunta del teniente Xeia?
—Primero abrió los ojos, luego preguntó qué quería decir, y cuando el teniente contestó que el capitán Ludoz había sido desconectado, entonces… se puso como loco. Gritó que no era posible…
—Usted, como médico experto en el comportamiento de las máquinas y los humanos, ¿diría que estaba fingiendo?
—Protesto, señoría —volvió a proferir Kisseian 3–52.
—Ha lugar —sentenció Orion 1–27—. El testigo no tiene suficientes argumentos como para calibrar la verdad o la mentira en la reacción del acusado, y su opinión sería meramente subjetiva y personal.
—¿Examinó usted detenidamente al asistente Ehr, pasados esos primeros minutos de shock?
—Lo hice, y asistido por otros dos eminentes médicos, Livran 6–4215 y Tedei 6–8075.
—¿Era más viejo, por haber pasado fuera de la cápsula de sueño letárgico un período no determinado de tiempo durante el viaje?
—No hallamos en él ninguna transgresión molecular. Tenía la misma edad que cuando salió de Ezebel, al menos en lo que respecta a años. No había en él ningún cambio físico, aunque, como usted sabe, si hubiera estado fuera de la cápsula un día, una semana, o incluso más tiempo, ello sería inapreciable médica y científicamente.
—¿Tenía pérdida de memoria?
—No.
—Pero se investigó en su subconsciente mediante rayos analizadores, ¿no es cierto?
—Sí, con resultado negativo.
—También se utilizó la hipnosis.
—Sí…, en fin, es un método rudimentario, pero todavía útil para ver en la mente humana.
—¿Revelaron estos exámenes alguna conexión con lo sucedido en la nave?
—No.
—Como usted sabe, la Doble Delta se detuvo en algún lugar del Espacio. ¿Hay alguna forma de averiguar si el asistente Ehr abandonó la nave?
—Sin los datos de la memoria, no.
—Así pues, la reacción a los análisis efectuados indicó en todo momento normalidad.
—Normalidad en los análisis sí, aunque el asistente Ehr mostraba síntomas evidentes de desasosiego.
—¿Cree que, si hubiera sido culpable, habría respondido igual a los análisis efectuados?
Por tercera vez a lo largo del interrogatorio, Kisseian 3–52 se levantó para protestar. Antes de que Orion 1–27 ratificara la protesta, Hal Yakzuby regresó a su asiento.
—He terminado con el testigo, señoría —dijo.
El fiscal general de la Comunidad se encaminó ahora hacia el médico, con gestos vivos. La última escena de su colega, dejando por sentado un hecho evidente, lo había cogido a contrapié. Hal Yakzuby imaginó que intentaría contrarrestar esta evidencia.
—Doctor —comenzó sin perder un instante Kisseian—, a pesar de la técnica actual, de muchos aparatos creados al efecto, usted, como experto, ¿diría que se ha conseguido algún éxito definitivo en la investigación de la mentira como arma de la voluntad humana?
—No —dijo Yorguinoi 6–16193—; seguimos a oscuras en este terreno, sin olvidar que la ley impidió el desarrollo de máquinas más perfectas, con el fin de preservar la intimidad de los seres humanos.
—¿Conoce las características de un recurso, o enfermedad humana, llamado autismo?
—Sí.
—¿Podría referirlas, por favor?
—El autismo, en otro tiempo una enfermedad mental humana por la que se internaba a los pacientes en los llamados manicomios, es una facultad con que la mente elimina los hechos desagradables sin dejar rastro. Los bloquea. Si se trata de un enfermo mental, el autismo puede confinarlo para toda la vida a un estado casi vegetativo. Si es un ser normal, el autismo actúa como defensa contra una determinada situación.
—Señoría —dijo Hal Yakzuby—, no se ha demostrado en ningún momento que el asistente de vuelo Ehr haya estado enfermo antes o después de ser despertado en la plataforma Ganímede. Es más, se supone que los miembros del personal de vuelos interplanetarios han sido sometidos a rigurosos exámenes médicos.
—Señor juez —intervino Kisseian 3–52—, no se está acusando al asistente de vuelo Ehr de hallarse enfermo, sino buscando una fórmula que justifique su reacción al serle notificada la muerte del capitán Ludoz. En el supuesto de ser honesta su reacción, cosa que pongo en tela de juicio, todavía cabría la posibilidad de que, comprendiendo su acción, su mente humana se agarrotara ante ella. Eso explicaría sus lágrimas y sus muestras de terror.
—Señoría… —trató de hablar Hal Yakzuby.
—Denegada la protesta —dijo el Honorable Juez Orion 1–27.
—El fiscal general está utilizando una posibilidad remota como…
—El abogado defensor tomará asiento y permitirá la continuación de la vista —pronunció Orion.
Hal Yakzuby vaciló, pero finalmente tomó asiento.
—Sólo una última pregunta, señor juez —indicó Kisseian—, y para formularla apelo a la experiencia del doctor Yorguinoi. La reacción del acusado, negando su implicación en la muerte del capital Ludoz, ¿hubiera sido la misma, siendo inocente ante la gravedad de la situación, que siendo culpable, por miedo ante el delito cometido?
La respuesta del médico fue terminante.
—Sí —dijo.
Kisseian 3–52 volvió a su banco, visiblemente satisfecho.
38
—¿Su nombre es Marzho Obenzey Fissan?
—En efecto.
—¿Y es profesor, científico, experto en procesos de fabricación de componentes, erudito y una eminencia en todo lo concerniente a las máquinas, de todo tipo, de forma que en muchos casos ha llegado a actuar como médico, o ha dictaminado enfermedades de tiempo, taras, defectos y un largo etcétera?
—Dejémoslo en un largo etcétera —dijo el hombre.
Hubo un eco de risas en la sala. El Honorable Juez Orion 1–27 se inclinó levemente hacia el testigo.
—Responda sí o no a las preguntas, por favor —ordenó.
Marzho Obenzey Fissan giró la cabeza para verlo mejor. Era un anciano de blanca barba y apenas un poco de cabello largo sobre ambas orejas y la nuca. Una especie de residuo, entre artístico y antiguo. Superaba los 100 años, pero los ojos mostraban el claro reflejo de su vitalidad interior. Tenía algo de cómico, pero infundía mucho respeto.
—¿Desde cuándo me hablas de usted? —gruñó airado—. No estabas tan ceremonioso hace una semana, cuando te cambié aquel microprocesador deteriorado y te pusiste amarillo de angustia…
Esta vez la carcajada fue general. Orion 1–27 dejó caer el martillito metálico sobre la capa sónica.
—Los asuntos de nuestra vida privada —argumentó el Honorable Juez— no son óbice para que yo mande aquí, lo mismo que usted en su laboratorio, y me veré obligado a actuar en consecuencia si persiste en su actitud, señor Obenzey.
Orion 1–27 estaba serio, aunque no tanto como en otras ocasiones a lo largo del juicio. Marzho Obenzey Fissan y él se miraron por espacio de diez segundos. Finalmente el hombre, tras hacer un gesto evidente de fastidio, giró el cuerpo y se enfrentó a Hal Yakzuby.
—Está bien —protestó—. De todas formas, siempre has sido un pedazo de hierro pomposo.
Las risas fueron acalladas por la nueva pregunta del abogado defensor.
—¿Me conoce, señor Obenzey?
—¿Tú también, hijo? —resopló—. Pues claro que te conozco.
—¿Diría que somos amigos?
Marzho Obenzey Fissan ladeó la cabeza, meditando la pregunta.
—Sí, diría que sí; pero también nos peleamos por nuestras teorías, y más de una vez nos hemos mandado mutuamente a la mierda… —miró a Orion 1–27 y agregó—: ¡Oh, perdón, señor juez, excelencia, señoría…, perdón, es una… una expresión de lo más humana, como debe de saber!
El Honorable Juez no dijo nada.
—Señoría, no veo el objeto de este diálogo… —dijo el fiscal general de la Comunidad.
—Intento, antes de que mi colega lo saque a colación, dejar bien sentado que el testigo es amigo mío; pero también quiero mostrar que, al margen de que en esta vista se halla bajo juramento, es un hombre peculiar, intachable y honesto, cuyas palabras, opiniones y afirmaciones son siempre lúcidas y verdaderas, sin el menor asomo de duda —justificó Hal Yakzuby.
Kisseian 3–52 acusó el golpe y mostró un leve resentimiento.
—Nadie pone en duda la capacidad del profesor Obenzey, por otra parte bien conocida por la Unidad de Comunidades.
—Puede continuar, señor Yakzuby —ofreció Orion 1–27.
Marzho Obenzey Fissan miró a todos, divertido. Murmuró algo que nadie pudo entender y se repantigó en su asiento lo más cómodamente posible, apoyando la espalda y la cabeza en el respaldo y estirando las piernas.
—Señor Obenzey —dijo Hal Yakzuby—, ¿cuándo está oficialmente muerta una máquina?
—Cuando transcurridas unas 100 punto 000 horas…, o sea, un día, o sea, lo que antes eran 24 horas, después de su comienzo de desconexión, sus últimos circuitos dejan de estar activados.
—¿En qué momento es irreversible el proceso?
—Desde el primer momento, pero dicho así parece que la muerte de una máquina es lo más fácil del mundo, y todos sabemos que no lo es, al contrario. Es algo complejo, delicado, que requiere técnica y elevados conocimientos, y también habilidad. Sin olvidar que en teoría no hay una máquina igual a otra, y cada cual tiene un cuadro distinto.
—¿Sería fácil o difícil desconectar a un miembro del Cuerpo Expedicionario?
—Muy difícil. Son máquinas muy preparadas. Han de estar sometidas a mil peligros allá arriba en el espacio, así que tienen un sistema terriblemente complejo.
—¿Puede ser desactivada una máquina, y ya que hemos citado al capitán Ludoz, pongamos de su tipo?
—¿Desactivada, cómo, por un accidente, manualmente…?
—Perdone la imprecisión de mi pregunta, profesor —se excusó Hal Yakzuby.
—No te preocupes, muchacho —dijo el testigo—, siempre fuiste torpe manejando la lengua.
Hubo otro murmullo. Marzho Obenzey Fissan miró de reojo a Orion 1–27, pero el juez mostraba ahora una impasibilidad cetrina. Hal Yakzuby prefirió continuar. Necesitaba a su testigo, y necesitaba el tiempo que él mismo estaba perdiendo.
—Quería decir que si el capitán Ludoz pudo ser desactivado, desconectado…, como quiera llamarlo, accidentalmente.
—Bueno, es imposible determinar qué cosas suceden en el Espacio Exterior. Aquí se borró la memoria, y el oficial de la nave murió. Sin embargo, yo diría que tal posibilidad es remota: una entre un millón. Ni aun atravesando un campo de energía enorme, al máximo de capacidad, un ente como el capitán Ludoz se habría visto excesivamente afectado. Todo lo más dañado, alterado, pero nunca en situación fatal. Y con la memoria de la Doble Delta sucede lo mismo. Un campo de energía no la habría borrado; tal vez la habría enloquecido o llevado al caos, pero no anulado. La misma nave habría registrado de alguna forma el fenómeno. Y quien dice un campo de energía dice otra cosa… No, me resulta difícil pensar en un accidente.
—Imposible pensar en un accidente —repitió Hal Yakzuby—. De acuerdo. Veamos ahora la posibilidad número dos: Djub Ehr —señaló hacia él—. ¿Ve usted bien al acusado, profesor Obenzey?
—Vamos, vamos, Hal —se burló el testigo—. Ya sabes la edad que tengo; pero también sabes que, a pesar de ella, nunca he necesitado retoques en los ojos, cosa que no todos pueden decir.
—Lo celebro, profesor —concedió Hal Yakzuby inclinando levemente la cabeza—. Volviendo al tema que nos ocupa, le ruego mire atentamente al asistente de vuelo Ehr y nos diga si un hombre como él pudo desconectar a su capitán.
—¡Protesto! —gritó Kisseian 3–52.
—¡Oh, haga el favor de callarse! —gritó también Marzho Obenzey con visibles muestras de contrariedad—. Acabo de decir algo que le favorece, así que déjeme decir ahora algo que favorezca a la defensa.
—Señor Obenzey… —comenzó a decir Orion 1–27 antes de que cambiara el tono y profiriera con cansancio—: ¡Marzho, por favor, quieres dejar de salirte de tu papel!
—¡Diablos, cuando dije que no pudo matar a Ludoz un tercer elemento, él no protestó! —replicó el hombre.
—Señor Obenzey —el Honorable Juez recuperó su tono de dignidad—, será desalojado de este estrado, y multado, si persiste en su actitud negativa.
Marzho Obenzey Fissan miró a Hal Yakzuby. Captó en los ojos de éste la muda súplica que le dirigía. Comprendió que, por encima de todo, lo necesitaba, a favor o en contra, pero lo necesitaba. Con un hilo de voz pidió disculpas.
—¿Dónde estábamos? —preguntó Orion 1–27.
—Mi protesta… —dijo Kisseian 3–52.
—Ah, sí…, denegada —reaccionó el juez.
Kisseian se sentó con la boca muy abierta, lo mismo que los ojos, bañados de luces blancas.
—¿Quiere contestar ahora a mi pregunta, profesor Obenzey?
—La contestaré: es prácticamente imposible que un hombre como Djub Ehr desactivara al capitán Ludoz. En primer lugar, Ludoz, como máquina, era más fuerte que él. En segundo lugar, hay que descartar el factor «sorpresa» porque, como he dicho antes, no es tan fácil desactivar un sistema como el de Ludoz. No basta pulsar un botón. Y en tercer lugar, y quizá sea lo más importante y definitivo, un asistente de vuelo no tiene los conocimientos necesarios para emprender tal acción, y mucho menos para borrar la memoria de una nave interestelar.
39
Hal Yakzuby dejó que las palabras de Marzho Obenzey Fissan penetraran en las mentes de los asistentes y, muy especialmente, en los sistemas de asimilación de las máquinas. El Honorable Juez permaneció quieto, contemplando todo desde su altura.
—Estoy seguro de que el fiscal general le preguntará después si Ehr pudo estudiar y adquirir esos conocimientos —continuó Hal Yakzuby.
—Es posible, sí; pero sería el más fantástico de los casos. Aun suponiendo que dispusiera de tiempo y paciencia, ¿dónde realizaría sus prácticas de adecuación, proyección, asimilación, programación, estudio de controles y todo lo demás?
—Imaginemos lo inimaginable: que pudo tener los conocimientos. ¿Podría entonces?
—Repito que es imposible. Las razones por las que no pudo hacerlo con el capitán Ludoz son evidentes, como acabo de decir; en cuanto a la memoria de la nave, no tuvo tiempo de hacerlo, y el tiempo no engaña. Si el asistente Ehr no había envejecido cuando fue sacado de la cápsula de sueño letárgico, significa que no pasó más de un día, una semana o un mes fuera de la mencionada cápsula. Cierto que la adecuación del tiempo espacial con el nuestro requiere un amplio estudio comparativo. El viaje duró tres semanas de nuestro tiempo, y en cambio no sé cuántos años luz del tiempo espacial. Pero si Ehr hubiera estado fuera de la cápsula, el tiempo espacial se le habría acumulado al suyo, y para borrar la memoria de la Doble Delta hubiera necesitado un mínimo de dos meses, dada la cantidad de componentes. Dos meses de tiempo espacial… que equivalen, en un ser humano, a un centenar de vidas… o más. El asistente Ehr se hubiera convertido en polvo al abrir la cápsula de sueño letárgico.
Esperó otra decena de segundos antes de formular la siguiente pregunta.
—El fiscal general le preguntará después si esto es categórico y definitivo…
El testigo se encogió de hombros.
—Todo lo definitivo que puede ser hablar de hechos que todavía escapan a nuestra comprensión. Hay un cien por cien de garantías de que lo que he dicho es exacto… y otro cien por cien de que algo no encaje, y con ello todo se venga abajo. Si la nave estaba parada en…, digamos, una laguna de tiempo, o un espacio retroactivo…, entonces el asistente dispuso de una eternidad para consumar la desactivación de la memoria, pero… en fin, esto es tan fantástico como imaginar que tuvo la idea de hacerlo y que además encontró la fortuna de lograrlo.
El silencio era ahora tan denso que Kisseian 3–52 no protestó ni mostró intención alguna de interrumpir el interrogatorio cuando Hal Yakzuby dijo:
—¿Queda algún otro camino, profesor Obenzey?
El hombre reflexionó. Hundió la cabeza en su pecho y sin moverse, como si hablara ahora exclusivamente con Hal Yakzuby, exhaló:
—¿El suicidio?… Bueno, ellas no lo creen posible, y tienen su razón, su maldita lógica.
—¿Y usted?
La respuesta tardó más en producirse. Kisseian 3–52 buscó los ojos de Orion 1–27. Cuando los encontró, uno y otro se miraron separados por una distancia extraña. Marzho Obenzey Fissan, su aspecto venerable, su voz flagelada de emociones frías, a veces tajante y a veces olvidada de tiempos mejores, y sobre todo su carisma peculiar, se había apoderado de la conciencia de la sala.
—Yo he visto demasiado —dijo el hombre—. Mi capacidad de asombro se ha visto colmada en muchos aspectos, pero moriré insatisfecho por otros. No sé qué creer ni del ser humano ni de la máquina, salvo que están destinados a encontrarse más y más en el futuro. Un día, las máquinas tendrán capacidad para concebir… ¡Oh, sí…, lo harán!, y también podrán fecundar. No sé si será primero lo uno o lo otro, pero llegará. Y la especie humana…, o la especie viva en general, llegará a una nueva era sin fronteras. ¿Qué será el primer recién nacido? ¿Humano o máquina?… Puede que tengamos que encontrar un nombre, y ése será el comienzo. Un nombre. Ese nuevo ser alcanzará la dimensión del más allá, y rebasará todo lo inimaginable. Yo…, ¿sabes Hal?, querría estar presente cuando esto sucediera, pero no creo que llegue a verlo, de la misma forma que cada generación ha soñado con las fantasías de la siguiente, y ha pasado al olvido sin alcanzar más que el pálido reflejo de sus ansiedades. Un día el hombre viajó a la primitiva Luna, y surgió el sueño espacial… al que pocos tuvieron acceso. ¿Y hoy? Tenemos todavía tanto por atrapar que tiemblo ante ello. Me siento como un niño pensándolo, y como un viejo negándolo. Es lo mismo que con ese nuevo ser… ¿Tendrá un corazón como el nuestro y arterias de metal, o un ordenador surgido del núcleo celular y un cuerpo formado de carne? ¿Cómo será su cerebro? ¿Poseerá todos los secretos de la vida?…
Marzho Obenzey Fissan vaciló. Tenía los ojos húmedos y se había aislado por completo, lo mismo que un anciano ante los recuerdos. Levantó la cabeza muy lentamente y vio a Hal Yakzuby enfrente. Entonces volvió a reaccionar, aunque su aspecto siguió siendo el mismo.
—¿Suicidio?… Sí…, sí, claro que sí, Hal. ¿Por qué no? Alguna máquina ha de ser la primera en dar el pequeño gran paso, o el salto. Ya nos han atrapado en todo, y nos han vencido. Y no me quejo…, no; al contrario: son superiores. Y puesto que lo son, ¿por qué no humanas? ¿Qué les falta?… ¿Perder su maldita lógica? Tal vez sí, o simplemente…, no sé, tener un motivo, algo como sentir, amar, darse cuenta de la importancia del ser y del no ser, y de lo que es nacer y morir, no ser creadas artificialmente, programadas y perdurar por años, siglos, tal vez la eternidad… —su voz se hizo más y más débil—, ser, existir… ¡Oh, cielos…, y sentir! ¿Por qué no? ¿Por qué no? Puede que no sea demasiado tarde, ni siquiera para mí, y que a pesar de todo vaya a presenciar el último milagro… o la última maldición. Ellas no se dan cuenta, pero yo sí: nos han alcanzado. ¿Suicidio?… Ésa sería la respuesta final, el último engranaje que falta. Ellas no lo reconocen, porque todavía no entienden. Son superiores, pero en el fondo necesitan parecerse a sus creadores, al ser humano… Niegan, pero ahora tienen una respuesta y no la aceptan. Yo diría que las máquinas soñaron desde el primer día con ser humanas… ¡Ah, pero tienen lógica!…, y eso es su cáncer. Comprenden que los humanos somos complicados, y se enorgullecen de ser distintas. Pero ¿distintas de qué? El ser humano ha sido el cenit de la creación desde el origen, así que… lo que desean intrínsecamente por un lado lo rechazan por otro, y viceversa. Y ahora se produce esta situación, este juicio…, este juicio de locos…
La voz del profesor Obenzey era ya un hilo apenas perceptible, y sus palabras un denso monólogo de razones y expectativas, de reflexiones y valoraciones. Hal Yakzuby comprendió que tenía ante sí el despertar de una conciencia dormida. Quizá de todas las conciencias dormidas. Por primera vez comprendía que no era el cisma…, sino el advenimiento de un posible orden nuevo.
Y nadie podría haberlo expresado mejor que Marzho Obenzey Fissan. Máxime en aquella situación.
El hombre cerró los ojos.
—¿Suicidio? —volvió a musitar en un suspiro final—. Sí, por supuesto que sí. Alguna máquina tenía que ser la primera en desafiar a la lógica para dar el primer paso…, para mostrar que pueden ser tan débiles como el ser humano y al mismo tiempo resaltar su grandeza singular…
40
Hal Yakzuby intentó concentrarse durante el breve tiempo en que Kisseian 3–52 interrogó a Marzho Obenzey Fissan, pero no lo consiguió. En realidad, el fiscal general luchaba ahora contra un fantasma, contra el espíritu de un viejo que, postrado en una silla, había hecho un rápido testamento de sus esperanzas. Hal Yakzuby sabía que nada de lo que dijera el hombre cambiaría el efecto de sus palabras anteriores y que nada de lo que preguntara el miembro del Cuerpo Judicial abriría una fisura en aquella singular razón. Las preguntas de Kisseian eran meros dardos, disparos al azar, y Marzho Obenzey Fissan las respondía con cansancio, perdida su lucidez inicial, su agudeza, incluso su comicidad espontánea y visceral.
A pesar de todo… no se había conseguido demasiado. Era la opinión de un hombre, de un hombre viejo, aunque se tratase de un genio. Había sido ya bastante importante conseguir que sus palabras llegasen a oídos de la sala, del juez, sin que una protesta del fiscal general lo detuviera. Era mucho, pero no lo suficiente para liberar a Djub Ehr de su aprieto.
Las máquinas continuarían actuando con lógica.
—Lógica.
Pero lo que ahora embargaba a Hal Yakzuby no era precisamente la sensación de que su defendido tenía la causa perdida ni la frustración de no poder demostrar lo indemostrable, dadas las circunstancias del hecho acaecido en la Doble Delta A-795. Lo que flotaba en su mente, y se le escapaba todavía como el humo en una jaula, era la sensación de haber encontrado una extraña piedra filosofal. Todas sus dudas, todas sus vaguedades, surgidas, almacenadas, fomentadas y estérilmente razonadas durante años, las había resumido Obenzey en unos segundos. Hal Yakzuby se sentía perdido y vacío, y al mismo tiempo orgulloso y satisfecho. Una mezcla compleja. Muchas veces había obtenido éxitos imprevistos en su laboratorio, inesperados, y nunca supo juzgar si había intervenido la suerte o el destino, su lucidez o su instinto. Eran éxitos y así debían ser aceptados. Pero aquello era distinto.
Especialmente porque Marzho Obenzey Fissan tenía razón. El ser humano y la máquina, a pesar de sus errores, estaban condenados a entenderse.
Tarde o temprano.
Si Ludoz 7–521 se suicidó…
—Yakzuby, Yakzuby…
Despertó. Kisseian 3–52 protestaba en aquel momento por la vaguedad e imprecisión del testigo en sus respuestas. El viejo profesor era una sombra de sí mismo; estaba agotado, atravesaba uno de sus períodos de obnubilación mental. Quizá también para él, sus palabras habían sido una revelación. Alguien las había dicho en voz alta, y ese alguien era él.
Un dedo cálido en la llaga abierta y sangrante de la duda.
La duda.
Djub Ehr le apretaba el brazo. Intentó concretar la imagen borrosa en sus ojos y lo consiguió. El asistente lo miraba preocupado.
—¿Qué le sucede?
—Nada —dijo Hal Yakzuby.
—Kisseian no puede con él. ¿Cree que hemos ganado?
El hombre bajó la cabeza.
—No, Ehr —se sinceró—. No lo creo.
—Pero su amigo…
—Mi amigo ha dicho cosas que les harán pensar; pero no ha aportado una evidencia para el caso.
—¿Entonces?
—Me queda un último testigo, aunque no confío mucho en él. Después, si todavía necesito tiempo, tendré que llamarle a usted a declarar.
Djub Ehr apretó los dientes y lanzó una mirada de odio a todo lo que había a su alrededor, especialmente al juez y al fiscal.
—Por lo menos me oirán —masculló.
Era su derecho. Hal Yakzuby no se lo recriminó.
—… usted y todas las máquinas quieren sentenciar a ese hombre para sentirse más tranquilas, y lo harán cuando acabe esta farsa. ¿Por qué no lo hacen de una vez y dejan que vuelva a mi casa? —decía en aquel momento Marzho Obenzey Fissan.
El griterío, la voz airada de Kisseian, el golpear del martillito de Orion 1–27 y la sensación de caos lo apartó de todo otra vez. No lamentaba haber llamado a declarar a su viejo colega, aunque sabía perfectamente que aquello tendría repercusiones sobre todos, y no pensaba en las externas, sino en las internas. Eran científicos, pensadores… ¿Quién puede detener el proceso de una mente humana?
—Hal. ¡Hal!
Ark 6–1117 estaba arrodillado junto a él. Kisseian gritaba. Orion seguía golpeando la placa sónica con su martillito de metal. Marzho Obenzey Fissan estaba lívido.
—Hal…, sácalo de ahí, no dejes que continúe esto.
Ahora sí reaccionó. Poniéndose en pie, logró que su voz superara el desconcierto.
—¡Señoría, pido un aplazamiento del juicio para permitir que mi testigo se recobre! Obviamente no está en condiciones de…
Los murmullos de la sala se calmaron. Kisseian 3–52 intentó decir algo, pero una ácida mirada del Honorable Juez lo disuadió. El martillito golpeó por última vez, y las ondas de sonido rebotaron por las paredes hasta morir en el silencio.
Orion 1–27 esperó todavía un poco antes de hablar.
—No puedo acceder a su petición, señor Yakzuby, y usted lo sabe. Este juicio no puede convertirse en una causa personal, y terminaría siéndolo en caso de que se prolongara excesivamente…, si no lo es ya, a pesar de mis esfuerzos. ¿Cuántos testigos le quedan por interrogar?
—Un testigo más, señoría, y mi defendido, Djub Ehr…
Se produjo un nuevo murmullo, pero se apagó por sí mismo. Flavia Ehr abrazó a sus hijos y se mordió el labio inferior. Djub Ehr le envió una sonrisa de valor envuelta en amor.
—Siendo así —continuó el Honorable Juez—, tendrá que presentar a su último testigo en esta sesión, tras lo cual la vista se reanudará mañana por la mañana para escuchar el testimonio del acusado. Concluido éste, el representante del Cuerpo Judicial y usted presentarán sus conclusiones definitivas, y se emitirá el veredicto, aunque la citada sesión de mañana se prolongue durante todo el día.
Kisseian 3–52 parecía más tranquilo. Observó a su colega con aspecto crítico y trató de adivinar si tenía algo oculto todavía. Sin embargo, la subida de Ehr al estrado para declarar era su mejor y más definitiva baza. Al comprenderlo, sonrió y se tranquilizó del todo.
—¿Continúa el fiscal general de la Comunidad interrogando al testigo? —le preguntó Orion 1–27.
—No, señoría —dijo Kisseian—. He terminado con él.
41
—Jefe de operaciones Denisey, ¿estaba usted al mando de la plataforma Ganímede durante los días en que se produjeron los acontecimientos que aquí se están relatando?
—Lo estaba y sigo estándolo en la actualidad.
—¿Quién es su jefe inmediato?
—Balhissay 2–15, en la base de Ezebel 2.
—¿Fue Balhissay 2–15 quien le ordenó poner en marcha un dispositivo de primera necesidad en su último viaje, antes de ser avistada la Doble Delta A-795?
—Así es.
—¿Por qué?
Denisey mostró perplejidad.
—¿Por qué no? —espetó.
—¿Le importaría responder a mi pregunta con argumentos?
—Son corrientes los ejercicios tácticos, las maniobras, las misiones especiales, todo cuanto pueda servir para mantener activo al personal, y más en una plataforma espacial en construcción, todavía limitada de recursos.
—Sin embargo, un destacamento de primera necesidad… ¿no es como poner a una sección en pie de guerra?
—Sí.
—¿No le sorprendió la orden?
—No.
—¿Ni siquiera que tuviera como objetivo vigilar un único cuadrante del Espacio Exterior?
—No.
—¿Tampoco se sorprendió cuando apareció por ese cuadrante la Doble Delta A-795?
—No.
—¿No ató cabos ni pensó que esa nave pudiera ser esperada? ¿O tal vez usted sabía ya, lo mismo que Balhissay, que iba a llegar?
—¡Protesto, señoría! El abogado defensor está acusando implícitamente al testigo y a un honorable miembro del Cuerpo de Mandos —indicó Kisseian 3–52.
—Se acepta la protesta —concedió Orion 1–27.
—¿Intentó establecer contacto con la Doble Delta, tras ser detectada?
—Sí.
—¿Lo consiguió?
—No.
—¿Y antes?
—¿Antes de qué?
—Antes de ser avistada.
—¿Cómo iba a intentar comunicarme con ella si desconocía su existencia? —resopló Denisey—. Aun en el caso de que la propia nave hubiera establecido comunicación, tenía línea abierta con la base de Ezebel 2, no con nosotros. Sólo conociendo la clave hubiéramos podido captar sus señas procedentes del Espacio Exterior.
—Antes de abrir la compuerta exterior de la nave, se analizó su interior, en busca de elementos extraños, y no se halló nada en ella. Entonces, ¿por qué llevaban armas los hombres que entraron en la Doble Delta?
—Por mera precaución. Nuestros sistemas no están preparados para todo lo que pueda existir en el Espacio Exterior.
—¿No sabían que el capitán Ludoz se hallaba desconectado ni que el asistente Ehr estaba dormido?
—¿Cómo íbamos a saberlo?
Hal Yakzuby estudió a su testigo. Sus ojos eran firmes, y no percibió en ellos el brillo de ningún color. O mentía mejor que Balhissay, o decía la verdad y no sabía nada, ni era más que un simple peón a las órdenes del jefe de la base de Ezebel 2. En cualquiera de los casos, su interrogatorio no llevaba a ninguna parte.
—¿Es cierto que una vez retirados los cuerpos de los dos ocupantes un equipo especial revisó la nave, en busca de objetos no pertenecientes a la misma?
—Sí.
—¿Se encontró algo?
—No.
—Entonces, ¿por qué se enviaron a la base de Ezebel 2, directamente a Balhissay 2–15, los objetos hallados en la Doble Delta?
—Lo que se envió a la base fueron las pertenencias del capitán Ludoz, y las de su asistente de vuelo, por si había en ellas algo que permitiera esclarecer lo sucedido.
—¿Lo había?
—No, que yo sepa.
—¿Puede referirnos las pertenencias que se encontraron en la nave?
—Se trataba de simples objetos personales.
—¿Puede referirlos?
—No hay inconveniente en lo que respecta a los del asistente de vuelo Ehr; pero los del capitán Ludoz eran privados y no afectaban al caso.
—¿Cómo sabe que no afectaban al caso?
—Se investigaron en la plataforma, y lo mismo se hizo en Ezebel 2.
—¿Cómo se examinaron en la plataforma, con equipos procesales, con analizadores de materias, por sistema de micronucleización?
—No era necesario. Su examen fue simplemente visual.
—¿Visual? —gritó Hal Yakzuby—. Con una muerte inexplicada, ¿es suficiente un examen visual de los objetos personales del fallecido?
—Le repito que eran, como usted ha dicho, objetos personales. Recuerdos, algunas fotografías holográficas, piezas extraídas en alguna operación que suelen guardarse… No había nada misterioso. Es absurdo aferrarse a ridiculeces para justificar algo como la desconexión manual de una máquina.
En esta ocasión, Hal Yakzuby pasó por alto la acusación del jefe de operaciones Denisey. No quería desviar en ningún momento el quid de la cuestión más importante que le quedaba.
—¿Sabe que si solicito la presencia de estos objetos en este juicio, apelando al Cuerpo Judicial y a la misma Corporación Legislativa, la ley amparará mi petición?
—Sí.
Había ahora un tono de desafío en la voz de Denisey. Hal Yakzuby no supo adivinar el motivo.
—¿No sería más sencillo facilitar las cosas, en bien de la rapidez de la causa?
—Puedo presentarle, si se me ordena, una relación de esos objetos, pero no mostrarlos aquí.
—¿Porque están en Ezebel 2 y ha perdido usted su pista?
—No —sentenció Denisey—. Porque, según la costumbre, las pertenencias del capitán Ludoz, dado que murió en acto de servicio, fueron desintegradas con él durante su cremación, según me informó Balhissay 2–15.
42
—Señor Yakzuby…, ¿puedo hablar con usted?
Intentó sonreír sin conseguirlo.
—Claro, Flavia. ¿Aquí mismo?
—No, por favor. Prefiero ir fuera…, caminar un poco, si es posible.
—De acuerdo. Sígame.
Abandonaron la sede de la Corporación Legislativa por una de sus muchas puertas laterales. Las cámaras y los representantes de los servicios de información permanecían frente a la entrada principal, confiando en que el afán de protagonismo de humanos y máquinas fuera más fuerte que su deseo de pasar inadvertidos. Así, Flavia Ehr y Hal Yakzuby alcanzaron la cinta azulada de una calle y se perdieron por ella, dejándose envolver por la corriente del tráfico, igual que si se tratara de un río singular. Se incorporaron a una cinta de transporte y, en unos segundos, se confundieron entre la multitud de mediodía.
—¿Quiere comer algo?
—Gracias, pero me temo que no podría.
—Yo tampoco tengo hambre —reconoció el hombre.
Era un día agradable, al margen de la temperatura ambiente, siempre estática. Por encima de la cúpula superior brillaban las luces del cielo, salpicadas por diminutas formas nubosas perdidas. El latido de la gran Ezebel palpitaba con visos de energía siempre constante. Hal Yakzuby percibió el calor de la mujer que caminaba a su lado, un calor que irradiaba quedos sentimientos.
—¿Dónde ha dejado a sus hijos?
—Se los ha llevado a casa una amiga.
—Quiere saber qué ocurrirá mañana, ¿verdad? —preguntó él de pronto.
Flavia Ehr no respondió. Sobre la pálida tez de su rostro, los ojos eran dos mares aislados, profundos y al mismo tiempo transparentes.
—Señora Ehr, no quiero engañarla —dijo Hal Yakzuby—. No tenemos demasiadas posibilidades.
—Lo sé —reconoció ella—; pero quería oírselo decir, para convencerme.
—Sé… —la voz del hombre se quebró un instante—. Sé que su marido es inocente, y pienso que ellos…, al menos Balhissay 2–15, también lo saben. Sin embargo, no consigo romper su hermetismo ni adivinar qué o a quién protegen callando.
—¿Quiere decir que van a condenar a un inocente, sabiendo que lo es?
—No Orion, ni Kisseian. El fiscal general ha hecho bien su papel, y el juez dictaminará sobre la base de las pruebas presentadas y las declaraciones de los testigos. Pero sí Balhissay. Pienso que, además de la inocencia de su marido, él conoce la naturaleza de los hechos, y lo que sucedió en la Doble Delta.
—Atáquelo, oblíguele a confesar…
No era una mujer histérica. Ni siquiera una mujer destrozada por unos hechos incomprensibles. Hal Yakzuby reconoció una vez más su valor, su entereza a pesar de las circunstancias. En sus súplicas había amor, pero tenía las manos tan vacías como las suyas.
—No puedo. No tengo pruebas, y Balhissay es…, bueno, ya lo sabe. Pertenece al Cuerpo de Mandos, una máquina de Clase 2 que en realidad es ya un Dirigente. Yo lo conozco bien, o creía conocerlo. Si está protegiendo a alguien o encubriendo algo, y si ello afecta al Sistema, al futuro…, a la Unidad, no retrocederá ante nada, y menos si el precio es la vida de un simple ser humano.
—¡Pero esto es un crimen! —gritó la mujer.
—Lo es —aceptó él—; pero imagino que para Balhissay 2–15 estará justificado.
—Nada justifica el precio de una vida.
Se habían detenido. Flavia Ehr respiraba con agitación el suave aire de mediodía. Personas y máquinas daban un rodeo para no chocar con ellos. Hal Yakzuby sintió en su brazo la presión de la mano de ella.
—No tenía que haberme llamado, señora Ehr, ni yo tenía que haber aceptado un cometido tan difícil…
—Usted lo ha hecho bien, señor Yakzuby. Ha luchado contra algo superior, que no conocíamos.
—Yo sí lo conocía —se sinceró él—, y por egoísmo o vanagloria esperaba ganar, demostrar algo a las máquinas, y a mí mismo. Ahora veo que estaba equivocado.
—Como usted sabe, está en juego la vida de mi marido —dijo ella—. No obstante, volvería a llamarlo de nuevo. Ahora lo único que me preocupa es saber si ha tirado la toalla.
—No, eso nunca. Queda una sesión. Me queda el alegato final. En él puedo hablar libremente, decir lo que me parezca y lo que crea…, y atacaré con todo lo que tengo, que no es mucho. Y aunque el veredicto sea de culpabilidad no cejaré en mi empeño de buscar la verdad.
—Necesita tiempo, ¿verdad? ¿Qué está persiguiendo?
Hal Yakzuby miró al cielo.
—Todavía no lo sé, pero alguien está trabajando en ello… y sólo espero que no tengamos que pagar aquí también un precio demasiado elevado por una quimera.
—No le entiendo…
Hal Yakzuby reanudó el paso, arrastrando consigo a Flavia Ehr.
—No se preocupe, y déjeme esto a mí, ¿de acuerdo?
—Sabe que confío en usted.
—Gracias —suspiró él.
Ella se distendió ligeramente. Hal Yakzuby la admiró, como había admirado a Ena años atrás. El valor, en un mundo fácil que sólo exigía continuidad y acomodamiento, era un don preciado que pocos seres humanos poseían.
Como si hubiera leído sus pensamientos, Flavia Ehr le preguntó:
—¿Cómo era su compañera?
—Como usted —respondió el hombre—. Tenía esa especie de fuerza interior, y carácter. Era una rebelde y no se doblegaba por nada ni ante nada. Se llamaba Ena.
—¿Cómo superó usted su falta?
—No lo hice, señora Ehr. Sigo echándola mucho de menos.
—La soledad… —vaciló—, debe de ser muy cruel.
Iba a decirle que tenía dos hijos, pero pensó en Gidd y recordó que su compañía no aminoraba la sensación de aislamiento que lo afligía desde la muerte de Ena. Tampoco habría sido justo. Djub Ehr seguía vivo, y todavía no estaba condenado.
—Piense en su marido —dijo Hal Yakzuby—. Mañana lo llamaré para que declare. Es una temeridad, pero hay que arriesgarse.
—¿Cree en lo que ha dicho Marzho Obenzey? —inquirió ella repentinamente.
—Sí —reconoció él—. Creo en todo…, en su predicción del futuro, en ese nuevo orden…, en todo. O nos matamos unos a otros una vez más, o nos unimos con más fuerza que nunca. Seres humanos y máquinas, especialmente después de este juicio.
—¿Y en su explicación del suicidio del capitán Ludoz?
—También, Flavia, también. Lo ha dicho con las palabras precisas y puede que se haya adelantado a las propias máquinas en varios años, siglos o generaciones. Pero algún día será así, como Obenzey lo ha expuesto.
—Yo he llegado a pensar que el teniente Xeia desconectó a Ludoz por órdenes de Balhissay 2–15 al entrar en la nave —dijo la mujer.
—No tuvo tiempo de hacerlo, ni creo que una máquina pudiera matar a otra conscientemente. Todavía no han alcanzado ese grado de asimilación… o de humanidad, como tampoco aceptan renunciar a su lógica y creer en la posibilidad del suicidio de Ludoz.
—Esa parada en el espacio… es la clave, ¿no es cierto?
—Lo es, Flavia —afirmó Hal Yakzuby—; pero sin Ludoz, sin la memoria de la nave, con su marido dormido…, puede que nunca sepamos la verdad.
Flavia Ehr elevó los ojos al cielo.
—¿Qué… qué pudo ver allá arriba esa máquina, señor Yakzuby? ¿Qué extraña cosa, o en qué mundo aterrizaría la Doble Delta, para impulsar a una máquina a quitarse la vida y borrar todo rastro, todo vestigio, anulando la memoria de la nave?
Fuese lo que fuese, tuvo que ser muy importante. ¿Para quién? Hal Yakzuby se dijo que no sólo para Ludoz, sino también para el mundo. Balhissay debía de saberlo.
—El capitán Ludoz 7–521 hizo algo más, señora Ehr —dijo él—. Le salvó la vida a su marido.
—¿Cómo…?
Se apoyó en el hombre, vacilante.
—Si el capitán Ludoz quería matarse, le bastaba volar la Doble Delta, o perderse en el Espacio Exterior…, con lo cual ni siquiera habría tenido que suicidarse. Habría vivido eternamente, o casi. Pero en la Doble Delta iba su marido, y Ludoz prefirió matarse, borrar la memoria de la nave y situarla en posición de vuelta a Ezebel 2. Lo único que no pudo pensar fue que, al llegar aquí, Djub Ehr se encontraría con una acusación de asesinato. Y no lo pensó porque alguien tenía que saber ya lo sucedido.
—Balhissay… —balbuceó ella.
—Balhissay —repitió él.
—Y ahora… hemos de mancillar el nombre del ser que salvó la vida de Djub, precisamente para tratar de salvarlo.
—Eso hemos hecho hasta ahora, y eso tendremos que hacer mañana para luchar hasta el fin.
El apoyo se hizo presión. Hal Yakzuby tuvo que sostener a la mujer para evitar que sus piernas se doblaran.
—Prefirió matarse él… —la voz de Flavia Ehr era ahora un monólogo herido de muerte—, pudo seguir viviendo, pero no quiso condenar ni arrastrar a Djub… Lo condujo a casa y… y murió ahí arriba, solo…, actuando contra su lógica y tal vez intentando pensar si era justo…, si…
Hal Yakzuby la abrazó. Ahora ella lloraba en silencio, protegida por él, mientras seres humanos y máquinas pasaban a su lado sin mirarlos.
—Pero… ¿qué vio el capitán Ludoz en el espacio, Hal?… ¿Qué pudo ver para cometer esa locura?… ¡Dígamelo, por favor…, dígamelo! —gritó Flavia Ehr—. ¿Qué vio en ese maldito planeta al que descendieron?
Hal Yakzuby siguió abrazándola, permitiendo que se desahogara. Mientras, la tarde flotó sobre ellos.
Sólo el peso de su soledad los aisló del mundo.