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Cual vil delincuente, elegí al viejo señor Tucker porque era la víctima propiciatoria por excelencia. En Fairmont, donde la rareza demanda castigo, Tucker era raro sin posible redención. Iba a los supermercados en zapatillas caseras. Jamás hacía ejercicio en público. Conducía un coche antiguo, no muy limpio. Gritaba a los niños cuando le pisoteaban las flores (que estaban llenas de malas hierbas). En más de una ocasión le habían detenido por anotar ecuaciones con tiza en la acera. Tenía la barba de color verde.
Fui a verle la noche del mismo día que falleció Geraldine Singer. Estaba combatiendo la fiebre sudando en una destartalada cama dispuesta en el salón.
—¿Quién es? ¿Qué pasa? —murmuró una y otra vez.
—Hola, señor Tucker, la puerta no estaba cerrada —dije—. Le traigo unos menudos.
—¿Unos embudos?… ¿Embudos? ¿Quién es?
—Para que se haga una sopa. Le ayudará a combatir esa fiebre. —Volqué la bolsa de plástico sobre él—. Aquí tiene… ¡Ooop! Qué desastre. Le ayudaré a limpiar la cama. —En lugar de eso me senté y vi cómo sacudía los brazos un momento, esparciendo sangre y trozos de carne por la cama—. Dios míos, está bastante enfermo, señor Tucker. ¿Es la enfermedad de Darnaway?
Se apoyó en un codo y trató de concentrar sus vidriosos ojos en mí.
—Sí, sí tú, tú, sí, Darnaway. ¿La conoces?
—En tiempos trabajé para un veterano de guerra que padecía los mismos síntomas. Barba verde, impulsos de escribir ecuaciones al aire libre, fiebre… —Le pasé la lata de cerveza que estaba buscando—. Se cayó de un depósito de agua donde estaba escribiendo m = m0 / (1-(v/c)². Creo conocer perfectamente la enfermedad de Darnaway.
Su cabeza cayó hacia atrás.
—Nadie más la conoce.
¿Por qué tenían que conocerla?, pensé. ¿Por qué alguien debía recordar el nombre de una oscura enfermedad tropical contraída hacía veinte años, durante una oscura guerra en la jungla? En especial porque la guerra había terminado en derrota, y porque el gobierno ansiaba no tener que pagar compensación alguna por la enfermedad.
—Usted no es el único que tiene problemas —dije—. Alguien ha matado hoy a la niña de los Singer. Alguien la mató y la despedazó. ¿Ha venido a verle la policía?
—No lo sé —dijo él, con aspecto culpable.
Le expliqué cómo iba vestida la pequeña, teoricé un momento sobre la posibilidad de que la fiebre forzara a un hombre a cometer actos terribles sin darse cuenta, y después me despedí. Tucker estaba deslizándose de nuevo hacia el delirio, no había visto las salpicaduras de sangre en su ropa y en la cama, ni las gafas oscuras aplastadas bajo su codo. Así me proponía yo que lo encontrara la policía.
Pero la policía falló. Tardaron una semana en presentarse para hablar con el viejo, formularon todas las preguntas que no debían formular y no prestaron atención a las respuestas de Tucker. Estuvieron moviéndose en círculos durante algunos días, hasta que yo les hice una llamada anónima. Un fiasco evitado.
Llegué a ser un experto en fiascos, o fiasci, en los primeros años de mi vida, mientras trabajaba para los Culpepper. La fortuna familiar se basaba (lo averigüé en una historia de la familia que encontré en la biblioteca) en un fiasco. Su gran plantación, Tenoaks, su vida de ocio antes de la guerra civil entre robots esclavos, sus ostentosas fiestas, todo ello había sido pagado por un solo fiasco, fraguado por un solo antepasado, Doddly Culpepper.
Los Culpepper tenían profundas raíces en el Viejo Sur, pero raíces no nutridas por el dinero o el intelecto. En el siglo diecinueve fueron tratantes de caballos, y ladrones. En el siglo veinte se convirtieron en tratantes de coches usados y temerarias motos; pero extrañamente, en la década de 1990, Doddly Culpepper logró establecerse como respetado arquitecto naval, proyectista y contratista. Fue él el inventor del Leviathan, el primer (y último) portaaviones terrestre impulsado por energía atómica de los Estados Unidos. El Leviathan fue el más extraordinario proyecto comercial de defensa de la historia. Acabó costando más de veinte billetes de los grandes a todos los hombres, mujeres y niños de la nación.
La idea de una nave terrestre de ese tamaño puede parecer ridícula ahora, pero entonces fue el proyecto preciso en el momento oportuno. Dos importantes fábricas de aviones se entusiasmaron con el proyecto (portaaviones implicaba aviones), igual que una gran empresa constructora de motores nucleares para barcos. Las principales compañías de construcciones navales y del acero apoyaban el proyecto, igual que los sindicatos de mayor importancia, y los senadores y congresistas de todos los Estados a los que podía corresponder una contrata secundaria.
El USS Leviathan no iba a guardar parecido alguno con un portaaviones convencional. Sería una monstruosa plataforma de ochenta kilómetros de anchura e idéntica superficie que el estado de Delaware. Lanzaría misiles y aviones de todos tipos, y podría desplazarse rápidamente por el campo.
En el primer proyecto, el Leviathan debía moverse sobre ruedas, para favorecer los intereses de una importante empresa del sector del caucho. Pero el número de neumáticos requeridos era de 135 millones, más los repuestos (sería preciso cambiar un neumático cada cien metros). A menos que una fábrica de caucho estuviera a bordo (una de las opciones sugeridas) el barco entero tendría que flotar en el aire. De mala gana, la empresa del sector del caucho se conformó con un contrato para suministrar la base requerida por el gigantesco hovercraft.
Ambas cámaras del Congreso aprobaron con más o menos resistencias las leyes precisas. Se objetó que el Leviathan costaría demasiado, que sería un blanco muy fácil, que asolaría cualquier territorio sobre el que se posara. Pero el ejército anhelaba ya el proyecto tanto como cualquiera de las decenas de Estados, millares de empresas y millones de trabajadores. La fuerza conjunta de argumentos industriales, políticos, militares y comerciales hacían rodar el proyecto sobre cualquier oposición del mismo modo que un día el mismo Leviathan aplastaría cualquier cosa a su paso. Un joven senador que seguía oponiéndose a la idea fue enviado a la Antártida con una misión indagatoria mientras se aprobaba precipitadamente el presupuesto.
Desde el primer momento hubo problemas denominados de «dentición». Las hélices que debían elevar el buque fueron en principio demasiado débiles, y tan potentes (una vez modificadas) que se llevaron por los aires kilómetros de mantillo, crearon tormentas de arena y enterraron pueblos enteros. Una empresa de ordenadores propuso usar un costoso equipo verificador para regular las hélices, pero la sugerencia jamás resolvió el problema. Inmediatamente una compañía química inició la elaboración de un agente trabador para que la capa de tierra superior no se moviera; el Leviathan esparciría el producto antes de desplazarse. Al cabo de meses de experimentación con costosísimos agentes, la empresa descubrió que la mejor solución era el agua corriente. El diseño del Leviathan fue modificado para añadir enormes depósitos capaces de contener verdaderos lagos de agua. Aun así, el buque no podría alejarse más de ochenta kilómetros de una fuente de agua importante (a pesar de que se pensó en tuberías flexibles de dos mil kilómetros).
El Congreso empezó a comprender hasta qué punto era caro el Leviathan. Los costes se habían duplicado cada seis meses: cinco años más como los dos primeros y todo el Producto Nacional Bruto de los Estados Unidos se habría invertido en el barco terrestre. Naturalmente el proyecto había adquirido tanto impulso que era imposible anularlo, pero si no había resultados visibles, el recorte del presupuesto sería inevitable. Doddly compareció ante un comité del Congreso para defender elocuentemente a su monstruo. Señaló algún inesperado beneficio: el Ministerio de Agricultura había mejorado enormemente sus conocimientos para fijar la capa de mantillo. Pero en su interior el arquitecto estaba preocupado, tal como muestra su diario:
Ahora se trata de los malditos engastes de los motores; son perfectos para las tensiones del mar pero no para saltar en un terreno lleno de baches como Illinois, cosa que destrozaría al condenado motor en teoría. Idem para las tensiones de la plataforma. ¡Sería preferible llevar al mar el maldito artefacto!
Y eso hicieron. El Leviathan se convirtió en un proyecto conjunto del Ejército y la Armada, un proyecto supuestamente anfibio. El 2 de diciembre de 1999, penetró en las aguas del Golfo de México, preparado para los próximos mil años.
En secreto, los militares admitían que el artefacto no era fiable en tierra y poco fiable en el mar; que, en caso de guerra, su defensa era imposible, y que no servía para nada. Tenía una tripulación de treinta mil hombres que, según se rumoreaba, vivían bajo cubierta en una fastuosa ciudad en la que no faltaban supermercados, autocines, estadio de béisbol y un parque donde moría asesinada gente por la noche. En realidad la tripulación no tenía tiempo para disfrutar de tales lujos. Pasaban todas las horas del día limpiando, pintando y tapando vías de agua. Pese a todo, el Leviathan navegaba por ahí gastando cinco mil millones de litros de agua diarios. Perdió el tiempo junto a las costas americanas durante un año, sin atreverse jamás a volver a tierra o adentrarse en alta mar. Finalmente fue desguazado en secreto.
Doddly Culpepper adquirió una decrépita plantación con su recién obtenida fortuna. Seguramente pretendía retirarse en silencio y con elegancia, pero la manía familiar por las motocicletas pudo más que él. Doddly y un primo suyo acabaron tomando parte en una alocada expedición cuyo objetivo era subir al Everest sobre potentes motos. Les sorprendió la Rebelión de los Sherpas de 2003 y murieron.
El hijo de Doddly, Mansour, fue evidentemente una persona retraída que dedicó su vida entera a restaurar Tenoaks para devolverle la gloria anterior a la guerra civil. Todos sus actos fueron contribuciones a este único sueño, desde la cría de caballos de carrera hasta su matrimonio con Lavinia Warrender (de los Warrender de Tennessee). Falleció a causa de un ataque apoplético, inmediatamente después de castigar a un criado por vestir uniforme con modernos botones de plástico.
Cinco Culpepper sobrevivieron a Mansour, y ellos fueron mis patrones:
Lavinia, su viuda, era inválida, una mártir de las úlceras por la permanencia en la cama y las hemorroides que al parecer pasaba la vida releyendo Lo que el viento se llevó y Las zorras de Harrow. Siempre estaba atormentada por extraños síntomas: durante cierta época no pudo comer nada aparte de bocadillos de pasta de arenque ahumado procedente de Inglaterra, cortados en forma de ecuaciones cuadráticas. Más tarde contrajo alergia al oxígeno, detalle que causó notables dificultades a sus numerosos médicos. Durante algún tiempo fue preciso mantener a la enferma en un congelador lleno de xenón. Eso fue menos problemático, no obstante, que su acceso de fiebre del heno invertida, una alergia al aire sin polen.
Fueron precisas habitaciones repletas de remolinos de polvo doméstico y polen de rosas.
Posteriormente supe que Lavinia, pese a sus numerosos y anormales síntomas y a pesar de la pobreza de su material de lectura, era una administradora notablemente capacitada e inteligente de la fortuna familiar. Pero al principio lo único que vi en ella fue una mujer de aspecto fatigado con sombras violetas bajo los ojos. Siempre estaba acostada, quejándose de sus dolores y sorbiendo cócteles especiales (en lugar de alcohol contenían tetraetil como ingrediente principal). Sorprendente mujer, decían todos.
Berenice, su hija mayor, dividía su tiempo entre lo que ella llamaba hacer aguja (con morfina) y su afición a matar insectos. Atrapaba y aplastaba moscas en el porche, aporreaba abejas en el jardín, pisoteaba cucarachas en el granero. Recorría el bosque en busca de troncos podridos a los que daba la vuelta alegremente para rociar con insecticida a sus habitantes. En su cuarto había instalado un hormiguero y un termitero, simplemente para tener al alcance más bichitos que matar. En el prado quemaba mariposas. Creo que Berenice, si le hubieran negado estos placeres, habría criado pulgas en su largo y brillante cabello negro.
Orlando Culpepper, el hijo mayor, vivía de un modo más apropiado para un joven caballero campesino. Pasaba mucho tiempo cambiándose de ropa y yendo de caza con su jauría. Por las noches solía beber oporto hasta casi emborracharse, y acto seguido jugaba partidas de billar él solo. La partida acostumbraba terminar con un ataque de vómitos que caían sobre el tapete verde. Después, naturalmente, era la hora de las relaciones sexuales, a menudo con algún robot equipado para ello, macho o hembra. Orlando se agarraba a la criatura, y concentraba todos sus esfuerzos en destrozar al robot antes de llegar el orgasmo. Por fortuna, era un hombre muy rápido.
En más de una ocasión encontramos a Orlando en el establo, sin ninguna justificación. Al parecer estos episodios le causaban cierta vergüenza, y siempre murmuraba pobres excusas, como que pretendía comprobar si era capaz de engendrar un potrillo de centauro o averiguar qué había visto en ellos Gulliver.
El hermano menor, Clayton, no perdía el tiempo en cópulas de ningún tipo, durante meses enteros. Los consumía ante el vídeo, repasando ciertos textos esotéricos que, mediante precisas medidas de la Gran Pirámide, demostraban que las Tribus Perdidas de Israel eran los indios Chickasaw y Choctaw, que emigraron a América tras la construcción de Stonehenge… o algo por el estilo. Los detalles exactos de su obsesión variaban normalmente de día en día, pero con frecuencia se referían al Dorado Amanecer, la dinastía Ching y Aleister Crowley. Mes sí y mes no se sumía en tal frenesí con sus cálculos que debía salir corriendo hacia la ciudad para encontrar una ramera con el preciso signo zodiacal.
El miembro más joven de la familia Culpepper, Carlotta, no pensaba en nada aparte de galanes, vestidos y bailes. Era una cosita inofensiva y deliciosa, por desgracia con una estatura de menos de medio metro. Aunque le proporcionaban robots en miniatura como parejas de baile, Carlotta ansiaba un galán vivo y humano de la misma altura que ella, capaz de bailar hasta el alba.
Se pensara lo que se pensase de la excéntrica familia, los Culpepper eran los caciques sociales de cinco condados, y Tenoaks era el eje de toda la vida suntuosa. Las mejores familias enviaban sus hijos a las fiestas, bailes, cenas, refrigerios, tés, conciertos, y reuniones que se organizaban después de una partida de caza o una carrera de obstáculos. Esa anual sucesión de espléndidas reuniones se caracterizaba por los suculentos manjares que se servían, los espumosos vinos y, siempre, acompañados de bailes. Todos los adultos y jóvenes bajitos querían bailar con Carlotta. El resto buscaba a Berenice, la del cabello de cuervo (por no hablar de los famosos ojos verdes Culpepper). A nadie parecía importarle que la forma de bailar de Berenice fuera ligeramente extravagante (ella se detenía y ofrecía un zapateado para matar insectos reales e imaginarios). Con frecuencia Lavinia se arreglaba y aparecía detrás de los vidrios, para saludar por gestos y sonreír a los invitados (excepto durante su acceso de alergia al vidrio). El joven y apuesto Clayton solía salir airoso de su baile con cualquier bella deseosa de oír su teoría sobre la Gran Pirámide. Orlando, con su cara de caballo, galopaba con una mujer por la pista de baile antes de llevársela para uno de sus coitos relámpago, en posición horizontal en la sala de billar o vertical en el porche. Él prefería el porche donde, si miraba los dos grandes pilares blancos mientras embestía y se zambullía, podía imaginar que estaba cubriendo a una gigante yegua blanca. Completaba la faena con un rebelde alarido que superaba el ruido del salón de baile, flotaba sobre los oscuros céspedes y llegaba a las cabañas de los bracerosrobot, de las que brotaba el suave canturreo que imitaba las canciones de Stephen Foster y el tenue retintín de los banjos.
Oí el canto de lo robó,
felise como un día de fiesta.
Oí su palmada.
¡Oh Bendita Tierra!
¡La hente de lata ríe y huega!
Había una enorme diferencia entre la programada felicidad de los robots de la plantación y mi gozo real cuando leí las palabras de Hornby Weatherfield:
Han dicho tantas veces que venía el lobo, que nos estamos quedando sordos. Los robots (u otras máquinas supuestamente sensibles) constantemente crean obras de arte «genuino» que en realidad son simplemente genuinas falsedades realizadas mediante programas. Desde 1812, cuando la familia Maillardet exhibió su muchacho mecánico capaz de dibujar paisajes marinos, pasando por el lastimoso «arte computerizado» del pasado siglo, y la falseada aversión interpretada en forma de crispamientos galvanicos en buhardillas neoyorquinas y transmitida por satélite todos los días como si fuera pan tierno, existe un continuo discurrir de falsas alarmas. He topado con demasiadas manchas preprogramadas (de bordado o arena, de marquetería o pensamiento laminado) para confundir una máquina de hacer ojales (loopiness) con un auténtico lupinus. Tengo un blindaje de cautela.
Pero ahora incluso yo grito que viene el lobo, mientras contemplo un mural realizado por un sencillo robot doméstico llamado Tik-Tok. Ninguna trama o programación humana se oculta tras su obra. Nada excepto la pulcra, modesta y primitiva obra de una simple mente de máquina: Tres ratones ciegos revela una capacidad natural completamente distinta a cualquier producto urdido por los hombres. Evidencia la autoridad de un cerebro sin sangre. Tik-Tok parece conocer sus dos naturalezas. Por una parte, es una simple máquina doméstica que se afana en la aletargada vivienda suburbana de Duane y Barbie Studebaker (quienes, benditos sean, no tienen un pelo de artistas en sus cabezas) en la fútil guerra contra el polvo y la entropía. Por otra parte, Tik-Tok sabe perfectamente que él no forma parte de esto, sino que es parte del eterno mundo de lo inorgánico. Está unido al color del cielo, a las pirámides, a la cara oculta de la luna y a todo lo que perdura.
A los tres ratones de juguete les falta ya la cola, pero sonríen. La que parece haber perdido la partida es la malhumorada y rolliza mujer del granjero que blande su Sabatier.
Si Tik-Tok no pinta más, mucho más, todos seremos perdedores.