CAPITULO PRIMERO
NOBODY Island no es tan importante como Abraham Lincoln, el General Grant o quizá Billy el Niño.
Salvo algunos pescadores de la costa de Matamoros, son muy pocos los que están enterados de su existencia.
Geográficamente, la costa de Matamoros apenas tiene quince millas de largo por unas diez de ancho, y si se la ve desde cierta distancia puede muy bien pasar por un erizo de mar.
Lo cierto es que a ninguna persona normal se le ocurriría habitarla ni tenerla por lugar de descanso. Entre las rocas se crían unos lagartos de tipo parecido a los dragones del río Gila, abundan las arañas de enorme tamaño y otra diversidad de bichos incomestibles y desagradables.
La vegetación es tan pobre como un pionero después de pasar una semana en un garito de la frontera. Cactus. Y, entre ellos, unas pitas endemoniadas que si se tocan descuidado se cierran sobre sí con la fuerza con que junta sus mandíbulas un lobo.
Pues, a pesar de ello, hubo una época en que estuvo habitada. Era el tiempo en que Estados Unidos peleaba con Méjico, y las fronteras subían o bajaban como la fiebre de un palúdico.
Aunque parezca increíble, esa isla no tenía dueño entonces. Ninguno de los dos países se había cuidado de reclamarla. De ahí le proviene el extraño nombre: Nobody Island, Isla de Nadie.
Luego se demostró que unos soldados norteamericanos pusieron pie en ella y edificaron un fuerte. Pero aquellos soldados, con un oficial a la cabeza, fueron pasados a cuchillo por un grupo más numeroso de mejicanos.
Y su hazaña se perdió en el anónimo, hasta que mucho tiempo después se efectuó un reconocimiento en la isla y se hallaron los restos del fuerte.
Y se encontraron a la vez las huellas de una especial ciudad que debió desarrollarse posteriormente. Las autoridades jamás han sabido quiénes fueron los hombres que moraron entre aquellas rocas.
Indudablemente, norteamericanos, a juzgar por las escasas muestras de periódicos y diarios que existían. En esos diarios y en algunas cartas se mencionaban nombres que en ningún registro se ha podido dar con ellos.
Porque lo extraño fue que ninguno de tales misteriosos seres saliera con vida de aquella isla. Y tampoco fueron enterrados cristianamente, ya que sus esqueletos, siniestros esqueletos, ceñidos por un biricú, con los dedos engarfiados a las culatas de negros revólveres, estaban esparcidos en distintos puntos, en posturas raras y muy significativas.
La verdad de lo que ocurrió allí, la relató Tom Eureka una tarde en que se emborrachó. Tom fue uno de los hombres que habitaron la isla. Llegó a ella con ánimo decidido de darse de narices con alguna mina de oro.
Tom era un hombre arriesgado. La isla de Nadie dista unas sesenta millas desde la desembocadura del Bravo. Pero hizo el viaje, sin preocuparse de más, acompañado de una botella de whisky.
Si hubiera soplado un poco de viento es casi seguro que no la hubiera alcanzado nunca, pero el Golfo estaba tranquilo, apenas sin oleaje, brillaba una luna esplendorosa y, al llevar recorridas unas treinta millas, Tom había apurado las dos botellas de whisky y se tendió en el fondo de la barca, olvidándose de todo.
Es muy posible que sólo una casualidad le hiciera arribar a la estrecha franja de playa que poseía la isla; tal vez el que por encontrarse en la dirección de la corriente del río, las aguas de éste lo empujaron hacia allí.
Lo primero que le llamó la atención, al despertar, fue la quilla de su barca que yacía entre dos enormes rocas completamente destrozada. No recordaba de qué forma pudo tenderse fuera del agua, dejando únicamente que le lamiera la punta de las botas.
Sea como fuera, se puso en pie sintiéndose un Robinson, y decidió tomar posesión de su dominio. Aquel insólito lugar le parecía tan deshabitado que ni por un momento imaginó fuera a tropezar con seres como él.
Traspasó un circo de rocas, que recortaban la playa aislándola del interior de la isla, y dejó escapar el más rotundo taco que hayan podido oír alcatraces y gaviotas.
En el angosto espacio libre que se ofrecía ante su vista distinguió varias casas de madera. Escapaba humo de algunas de ellas. Las casas, de por sí, tenían un mensaje claro y terminante.
Pero lo que confirmó a Tom en que era un Cristóbal Colón algo retrasado fue la presencia de dos hombres que serraban un madero apoyado en un barril,
Tom era un hombre que se dejaba arrastrar por el instinto, pareciéndose mucho en ello a los animales. Su audacia consistía en no razonar ninguno de sus actos, pero si le llegaba aquella sensación indefinible, mezcla de presentimiento y captación de lo anormal, daba media vuelta y se largaba.
Quiso hacerlo en aquella ocasión, pero la casualidad había determinado que las circunstancias no le fueran favorables.
La barca que le sirvió para llegar a la isla estaba completamente inservible. Y Tom no era capaz de subsistir en otro medio líquido que no fuera el alcohol.
Pese a ello, trató de resignarse y no entrar en contacto con aquella colonia de seres extraños. Porque ese especial sentido, a que he aludido y que poseía Tom, le hizo adivinar que no eran hombres corrientes, y que la relación que estableciera con ellos no le iba a resultar agradable.
Claudicó, debido a que un somero reconocimiento del lugar en que había caído le hizo comprender que cualquier ser humano, por muy siniestro que fuera, era preferible a la torturante, angustiosa topografía de la isla.
Al introducirse entre aquel caos de rocas, experimentó la alucinante impresión de que era el último hombre vivo en la Tierra, tras haber chocado ésta con un planeta mayor.
Y a la vista de los lagartos colosales, horribles monstruos que suponía habrían brotado de la entraña de la isla al desgajarse el suelo, le confirmaron en tal opinión. Decididamente, regresó al sitio en que había columbrado las chozas.
Habían desaparecido los hombres que aserraban el madero. En su lugar descubrió a una mujer que cruzaba el claro en aquel momento, llevando un balde con agua.
Se interpuso en su camino y encendió en su rostro la sonrisa que le hacía aparecer como un rapaz travieso o un fauno juguetón, de pelo rojo, que hubiera desteñido algo de su color llenándole de manchas irregulares la cara.
—Oiga, puede decirme...
Estudiaba a la mujer, y la fría desazón que tuvo en un principio se acentuaba. Era joven, de pelo y ojos negros, y en cualquier otro momento se hubiera admirado de su belleza.
Pero los rasgos de la cara estaban tirantes, rígidos, los labios se curvaban en una mueca agria, revulsiva, y los ojos tenían el brillo que, en una habitación de paredes cubiertas por tules negros, proporcionaría una vela.
Siguió andando sin, al parecer, haber oído a Tom. Con un escalofrío, le cortó de nuevo el paso.
—Le preguntaba si...
—Vea a Gordon Crow.
La voz sonó como un chasquido, como si odiara al intruso que le estorbaba al andar.
—¿Es el alcalde? —tuvo valor para seguir preguntando.
—¿El alcalde? —de una forma poco oportuna la joven comenzó a reír, mejor dicho, a estremecerse y a proferir sonidos que participaban de todas las voces conocidas del reino animal—: Gordon Crow es el amo. ¿Entiende? Alcalde, sheriff, juez... todo en una pieza —añadió con la misma falta de amabilidad—. Vaya a verlo.
Y se separó de él definitivamente. Tom estuvo tentado de escapar por segunda vez, pero recordó el horrible conglomerado rocoso y se abstuvo. Buscaría al tal Gordon Crow. ¿Dónde?
Se encomendó al azar y se llegó a una de las casas. Levantó el brazo para golpear la puerta, pero detuvo su ademán porque se abrió bruscamente, y, en ella, se situó un hombre que le miraba como si hubiera ido a cobrarle el alquiler.
—La casa de Gordon Crow está a una media milla de aquí. Siga esa dirección.
Tom iba a preguntarle más, pero los rasgos faciales del hombre le recordaron de repente algo. No tenía seguridad de qué, pero se previno contra él. Aún sin aquel aviso, su aspecto no era recomendable.
Alto, grueso, un verdadero gigante, el pelo negro, encrespado, los ojos estallándole fuera de la cara abotagada, las orejas pequeñas y pegadas a la cabeza, y los labios adelantados como si soplara a causa de tener los dientes tendidos hacia el exterior.
Tom siguió la dirección indicada, pasó a la playa, donde la contemplación de la barca hecha pedazos le hizo suspirar, y corrió por ella hasta doblar un promontorio rocoso que hacía esquina de la isla. A su vista se descubrió una costa feroz, sombría.
Los bloques de piedra se hundían en el agua y existían como una ensenada o pequeña rada, pero con el fondo lleno de enormes rocas.
Rodeando aquel techo en el que el mar se adentraba, se distinguía un camino en zig-zag, o, más claramente, paso entre las rocas que se encaramaban desquiciadamente unas sobre otras.
Y contra una mayor de ellas, dominando la inservible bahía, estaba la casa que Tom iba buscando.
Volviendo la cabeza para no contemplar el espantoso espectáculo que se ofrecía a sus pies, ascendió hasta ella. A unos treinta pasos se paró, sintiendo un miedo que le hacía envidiar las alas de las gaviotas. Un hombre había salido de la casa. Empuñaba un revólver.
Para siempre quedaría grabada en la mente de Tom la imagen de Gordon Crow. Era un hombre alto, delgado, pero que, no por tener el pecho sumido y tubular, se le juzgaría poco fuerte.
Los brazos se ensanchaban a partir del codo, terminando en unas manos enormes, en que las junturas de las falanges de los dedos formaban unos anillos musculosos que les daban apariencias de garras. El estrecho tórax se abombaba como la pechuga de una ave, y de entre los hombros puntiagudos, levantados, arrancaba un cuello fino, roto por una colosal nuez.
Visto de perfil era el trasplante humano de un cóndor, porque la cabeza, de cráneo reducido y comprimida frente, presentaba una nariz ganchuda, extremadamente larga, la boca grande, de labios delgados que señalaban como una línea y la barbilla recogida, ausente.
El pelo negro, agrisándose en las sienes, y los ojos de un castaño tenue, huero, que impresionaban por la frialdad, por la falta de vida que había en ellos.
Vestía de negro la blusa y el pantalón de montar, y enfundaba las piernas en unas botas altas. Como los brazos, era de mayor envergadura la pantorrilla que el muslo, mostrando así que un ser canijo podía desarrollar enormemente la musculatura de las extremidades, aunque siguiera con el cuerpo de un gusano.
A Tom le parecía una mezcla de ave rapaz, de araña y persona..., aunque de esto último tuviera la menor parte.
—Acércate —oyó Tom que le decía, con una voz gutural, profunda.
Lo hizo temblándole las piernas. Estaba dispuesto a jurar que estaba entre las almas en pena. Pero tuvo fuerzas para inquirir:
—¿Es Gordon Crow?
—Yo soy Gordon Crow. Ven; no te estés ahí. Si has tenido valor para llegar a este sitio, has de sostenerlo hasta el final.
Alcanzó Tom por fin la altura del extraño personaje. Propiamente no la alcanzó, ya que su cabeza se quedó al nivel de los hombros del otro y Tom no era muy bajo.
—Yo no he venido... —quiso explicarse.
—Lo sé. Tarde o temprano, todos vendrán, hijo mío. Es el único refugio que os queda.
Tras esas palabras que congelaron la atmósfera alrededor de Tom, se volvió y echó a caminar delante de su visitante. Maquinalmente, Tom le fue siguiendo hasta que entraron a la cabaña.
Pudo distinguir en ella, a la luz que llegaba de fuera, un camastro que no parecía tener colchón, sino una delgada manta tan sólo, una mesa y un escabel.
Sobre la mesa una botella, un vaso, un plato y un libro de grueso tamaño; Gordon se sentó en el camastro e invitó a que Tom lo efectuara en el taburete, dándole la cara.
—Voy a ponerte al corriente de las reglas y normas que has de seguir para poder vivir en este sitio —comenzó con igual tono grave, helado.
Tom le interrumpió, despertando de su pasmo.
—Aguarde. Creo que existe una confusión. Yo no quiero vivir aquí.
Hasta entonces Gordon Crow había pronunciado las palabras sin apenas mover los labios. Al oír la exclamación de Tom Eureka, abrió la boca, que le alcanzó de oreja a oreja, y dio escape a una risa áspera, tenebrosa.
—Infeliz —terminó de reír—. ¿A qué otro sitio pretendes ir? Ya he dicho que éste es tu único refugio.
—¿Por qué? Yo no sabía que esto estaba habitado. Vine con la esperanza de hallar algún filón de oro. Soy minero. Si hubiera conocido...
Gordon se echó hacia adelante y sus mortecinos ojos brillaron como si levantara de sobre ellos un velo.
—¿Es cierto eso?
—¿Qué gano con mentir?
Gordon recobró su posición anterior. Y habló lentamente.
—Es peor aún tu caso, hijo mío. ¿Sabes quiénes son esos hombres con los que te has encontrado? ¿No has reconocido a ninguno de ellos?
—No sé. La memoria me ha escarabajeado, pero no he logrado acordarme. Tropecé con una joven morena...
—Ya no puedes salir de aquí. Y te diré por qué. Los hombres y mujeres que moran en este sitio, no pueden abandonarlo. A todos los reclama la justicia. Esa mujer con la que te has tropezado está acusada de haber dado muerte a su marido. El hombre alto y fuerte que te señaló este camino, es Brigham Chester, y a su cuello se tienden más de diez cuerdas para ahorcarlo en otros tantos Estados. Y así todos, incluso yo. Maté a un hombre en una discusión y huí durante cinco años, sin poder permanecer en lugar alguno.
Hizo una pausa en la que Tom tuvo tiempo de sentirse el ser más desdichado de la Tierra.
Había oído hablar de aquella famosa colonia de fueras de la Ley, que nadie sabía dónde estaba situada y sobre la que se corrían los rumores más fantásticos.
Y he aquí que, entre todos los buscadores del Oeste que recorrían los inmensos territorios de un extremo a otro, le tocaba a él topársela.
—Me enteré de que esta isla no pertenecía a ningún país —prosiguió Gordon—, porque a ninguno le había interesado reclamarla. Un lugar en donde ninguna Ley podía actuar, fuera de la que impusiéramos nosotros mismos. Me reuní con Chester y varios más y decidimos venirnos. Un año llevamos aquí
—Pero cuando se enteren...
—No pueden hacer nada. Aunque supieran nuestro paradero, las autoridades son impotentes para detenernos en este sitio. Pero no conviene que lo sepan para que así no decidan el tomar posesión de la isla. Mientras no se acuerden de ella, podremos vivir tranquilos. —Se descorrió el velo de sus ojos por segunda vez para mirar a Tom.— Ahora comprenderás por qué no puedes salir de aquí Sólo acuden a este sitio los que están acosados, los perseguidos por la justicia. Tu confusión te hace igual a nosotros...
—Pero, oiga...
—Es inútil, hijo mío. Tu caso tiene dos soluciones. Una, la de que te quedes con nosotros aceptando nuestra manera de vivir; otra, eliminarte. Puedes escoger.
Y causaba la impresión de que le estaba dando a elegir entre dos platos de viandas. A Tom se le erizó el vello. Lo curioso era que en ningún momento pensó en rebelarse y luchar contra aquel hombre. Estaba seguro de que nada podía contra él.
—No es tan malo vivir aquí —continuo Gordon hablando, y ahora no parecía hacer caso de la presencia de Tom—. Cada uno trabaja en lo que más le gusta, se construye su casa y distribuye su tiempo de la mejor manera. Eso sí: es necesario respetar mi Ley.
Restalló su voz al pronunciar aquello.
—¿Has oído? Respetar mi Ley. Una Ley de expiación de los crímenes cometidos. No se puede escapar de ellos.
Se volvió a Tom. El brillo de los ojos había aumentado, una luz que llenaba el iris por completo como si estuvieran encendidos dos focos en su cara afilada, pálida. Tom no había visto nunca a un fanático, a un iluminado, pero aquella expresión era, sin duda, la de uno de ellos.
—No, éste no es perdón de las culpas. Aquí se paga todo. Los criminales saben que su vida no peligra, pero han de someterse a una dura disciplina. Ningún vicio se permite. Trabajan y se purifican. Y han de obedecerme, porque cuando alguno de desmanda se enfrenta con el castigo. El castigo soy yo.
Tom no tuvo que objetarle nada a la última declaración. Estaba sintiéndose mal.
—Márchate ahora —le ordenó Gordon Crow—. Pregunta por Leslie Denton y dile que te envío yo. El te señalará el sitio que has de ocupar y el trabajo a que se te destina. Después bajaré...
Como un murmullo dijo las últimas palabras. Se había acercado a la mesa y cogido el libro. Para mayor asombro de Tom Eureka, se arrodilló en el centro de la habitación y se puso en trance de orar. Así lo dejó.
Tom repasó en su mente cuántas posibilidades tenía de escapar y se sintió descorazonado. Optó por seguir la aventura. Tiempo habría de buscar la salida.
Llegó al lugar donde estaban situadas las casas, fijándose ahora con mayor interés. La sensación de algo siniestro, de una atmósfera más pesada que flotaba entre aquellas cabañas, le hizo estremecerse.
Y como si el enrarecimiento, la electricidad que creaba aquella opresión, se conmoviera ante su presencia, un estridente grito atravesó el espacio acotado y tuvo la virtud de elevar el corazón del pelirrojo a la garganta.
Continuó un estruendo de latas vacías, voces humanas y relinchos de caballos, y por último se presentó el causante de tal alboroto.
No era un borracho corriente. En su desesperada alegría, en los berridos con que provocaba a las fuerzas de la naturaleza, se manifestaba su desafío a un ser que le estaba oprimiendo.
Llevaba revuelto el rubio pelo, los ojos desencajados, la camisa sacada fuera del pantalón y un pie descalzo.
Pero el detalle que transformaba su embriaguez en algo repelente era el cadáver de un gato que blandía, en su mano izquierda sosteniéndole por el rabo. A la cabeza del pobre animal iban sujetas unas ristras de latas de conservas, que a cada movimiento sonaban como una parodia de repique de campanas.
Y en la derecha empuñaba un revólver del 45, con el que hizo unos disparos al aire. Se fijó en Tom y lanzó una carcajada.
¡Bienvenido, bienvenido, forastero! —clamó entusiásticamente—. Llegas al lugar más maravilloso de la Tierra. El estado perfecto para el hombre. No existen leyes, no existen tribunales, no hay policías... ¡Solamente Gordon Crow! ¿Quieres saber quién es?
Agitó el gato. Tom le escrutaba con fijeza, porque aquellos rasgos infantiles encanallados, aquella expresión de maldad en un rostro angelical, la recordaba.
¡Ah, sí! John Horwitt, «el Peque», que asesinó a sus padres, después de robarles, y prendió fuego al rancho en que vivían. Los avisos de los sheriffs ofreciendo premios por su captura habían llegado a los más apartados rincones.
—Míralo —Horwitt mostró el cadáver del gato—, Aquí tienes a Gordon Crow. Hace una hora que lo ahorqué del dintel de su casa, y nada más echar la lengua fuera comenzó a transformarse y pasó a su verdadera condición. ¡Maldito hijo de gata sarnosa!
Arrojó el cadáver al suelo y lo pisoteó. De repente se detuvo y quedó mirando al frente con la cara contraída. Tom se volvió y pudo ver a Gordon Crow, que avanzaba hacia ellos. Le extrañó que nadie hubiera salido de las casas, atraídos por el escándalo.
Gordon hizo alto a unas treinta yardas de donde estaban. Horwitt se recobraba y por su faz se extendían, en rápidas pasadas, la estulticia y la compresión.
—Horwitt —comenzó a decir Gordon—, te avisé que no lo hicieras. No está permitido emborracharse y, menos, disparar armas de fuego.
Horwitt se sacudió, con el fútil propósito de escapar de la modorra de los vapores del alcohol. Estuvo a punto de caerse.
—¡Al diablo tus sermones, Gordon! No estoy dispuesto a aguantarlos. Y no creas que podrás conmigo ... No me castigarás como otras veces... Yo.. Yo...
Apuntó el revólver. Gordon tenía la quietud de un buitre en el pico de una montaña.
Y con un movimiento súbito, imposible de seguir con la vista, extrajo el revólver que llevaba pendiente de la cadera. Sólo un disparo.
Horwitt mantuvo la boca abierta, pero no dijo lo que iba a decir. Se desplomó junto al cuerpo destrozado de la inocente víctima de su odio.
Y como quiera que estaba tan borracho, la sangre que manaba del orificio que había aparecido en su frente daba la impresión de ser el vino que se derramaba.