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EL DESFILE TRIUNFAL DE CÉSAR POR MANTEGNA[257]
(1823)
Primera parte
El arte del maestro en general
EN EL CONJUNTO de las obras de este extraordinario artista, al igual que especialmente en el Desfile triunfal de César, esta gran obra que vamos a analizar, sentimos la presencia de una contradicción que a primera vista parece irresoluble.
En primer lugar vemos cómo él intenta obtener lo que denomina estilo siguiendo una norma general de proporciones de las formas. Aunque algunas de estas proporciones son demasiado grandes y algunas formas muy enjutas, se puede percibir una fuerte e intrépida armonía entre los hombres y los animales y no menos entre los objetos secundarios como vestimentas, armas y otros instrumentos imaginables. Aquí quedamos convencidos de sus conocimientos sobre la antigüedad y reconocemos que estaba familiarizado con lo antiguo e iniciado en ello.
Sin embargo también tuvo éxito en la consecución de la más inmediata e individual de las naturalidades en la representación de las diversas formas y caracteres. Sabía cómo reflejar a los hombres tal como eran, con todos sus méritos y limitaciones, tal y como andurreaban por la plaza del mercado, se unían a procesiones o se agolpaban en multitudes. Sabía presentar las características de toda edad y todo temperamento de tal manera, que si primero somos conscientes de la búsqueda de una idea general, pronto vemos que también se ha captado lo más particular, lo más natural y lo más común, no de forma subsidiaria, sino encarnado en lo más noble.
Biografía
Este logro que parece casi imposible sólo puede ser explicado teniendo en cuenta los sucesos de su vida. El joven Mantegna, se ganó entre otros muchos discípulos la condición de preferido de Francesco Squarcione, uno de los principales pintores de la época. Éste no sólo le proporcionó la más depurada y rigurosa instrucción sino que lo adoptó como hijo y declaró que quería trabajar con él, para él y por medio de él[258].
Pero, cuando este aprendiz, que había sido tan afortunado en su instrucción, conoció a la familia Bellini, ésta reconoció y valoró inmediatamente al hombre tanto como al artista. Y lo hizo de tal manera que rápidamente se comprometió con la hija de Jacopo, la hermana de Giovanni y Gentile. Entonces el celoso afecto de su paternal maestro se transformó en un odio desmedido, su apoyo en persecución, sus alabanzas en insultos.
Pero Squarzione pertenecía a ese grupo de artistas del siglo XV que reconocía las importantes cualidades del arte antiguo; él siempre trabajó siguiendo estas directrices y se las inculcó sin ninguna reserva a sus pupilos. Según su opinión era una estupidez, buscar con los propios ojos y en la naturaleza, lo bello, lo noble y la magnificencia y querer alcanzarlos con las propias fuerzas cuando nuestros antepasados griegos estaban ya en posesión de lo supremamente noble y de lo digno de representación y bastaba ir a su crisol para encontrar oro puro. En caso contrario lo obtendríamos como penosa ganancia de una vida gastada en la búsqueda entre los escombros y la chatarra.
La noble mente del supremamente dotado y joven Mantegna perseveró en su doctrina para su propio honor y el deleite de su maestro. Pero cuando el maestro y su pupilo se hicieron enemigos, Squarzione olvidó su liderazgo y sus aspiraciones, su doctrina y su instrucción; se contradijo a sí mismo censurando lo que el joven había llevado y llevaba a cabo con ayuda de su consejo y su mandato; se unió a la multitud que intenta rebajar a un artista al propio nivel para poder juzgarlo. La multitud exige naturalidad y verosimilitud para tener un punto de referencia, no el elevado que descansa en el espíritu, sino el vulgar y externo que siempre quiere contrastar y comparar el original y la copia. Había que desprestigiar a Mantegna. Se decía de él que no podía dar lugar a nada vivo, sus magníficos trabajos eran criticados como si fueran de madera y de piedra, rígidos y secos. El noble artista, todavía en plenitud de facultades, se amargó, pues sabía que, siguiendo el punto de vista de la antigüedad, la naturaleza se había hecho para él más natural y su visión del arte más apropiada. Se sintió adecuado a ésta y se aventuró a nadar llevado por su corriente. Desde aquel momento decoró sus pinturas con los retratos de muchos de sus conciudadanos, inmortalizó la madurez en un amigo, la bella juventud en su amada y así ofreció el mejor de todos los recuerdos de las personas más nobles y dignas, pero tampoco renunció a representar lo extraordinario, lo notorio, lo extrañamente formado, incluso, como último contraste, lo deforme.
Estos elementos no los sentimos separados en sus pinturas, sino entreverados. Lo elevado y lo ideal se pone de manifiesto en toda composición, en el valor y la dignidad del todo; aquí se demuestran su gran sentido, su intención, su fundamento y su dominio. Por otra parte la naturaleza condiciona su camino con primitiva violencia y le ocurrió lo mismo que al torrente de la montaña que encuentra su camino entre las rocas, y, con la misma fuerza con que ha brotado, cae con estrépito por la cascada. El estudio de la naturaleza proporciona la forma, pero la naturaleza nos ofrece la habilidad y, en última instancia, la vida.
Pero como incluso el mejor de los talentos, que sufre una tensión en su formación al encontrar dos oportunidades y estímulos contradictorios, es rara vez capaz de equilibrarlos y de reconciliar estos opuestos, este sentimiento que nos sobrecoge al ver las obras de Mantegna y del que ya hemos hablado es tal vez provocado porque la contradicción no está plenamente resuelta. Éste fue tal vez el conflicto más grande que tuvo que afrontar el artista, pues él estaba llamado a emprender una aven tura en una época en la que un arte de calidad que estaba en formación no estaba todavía capacitado para dar cuenta de sus propósitos y sus capacidades.
Esta doble vida que caracterizó tan notoriamente la obra de Mantegna y acerca de la cual se podría decir mucho más, se manifiesta especialmente en su Desfile triunfal de César donde todas sus grandes habilidades son plenamente desplegadas.
Una idea general de esta obra nos la da Andrea Andreani hacia finales del siglo XVI con su reproducción en madera de los nueve lienzos de Mantegna, en nueve láminas que difundieron el conocimiento y el disfrute generales de las mismas. Las tenemos ante nosotros y las describiremos por orden[259].
1. Las trompetas y los cuernos anuncian guerra; los músicos delante, sus carrillos redondos como manzanas. Detrás de ellos, prietas filas de soldados que portan estandartes, emblemas bélicos y amuletos. El busto de Roma al frente, Juno, la diosa patrona con el pavo que es atributo de ella. Abundancias con cestos de frutas y flores. Éstos van tambaleando a una altura superior a la de los banderines y los emblemas que ondean al viento. Entre éstos hay antorchas que arden y humean en honor de los elementos y para estímulo de todos los sentidos.
Otros soldados a los que no se les permite avanzar están parados conteniendo la presión de la multitud que se encuentra detrás de ellos. Cada pareja porta largas estacas que mantiene erectas y separadas entre sí y de las que cuelgan largas y estrechas pinturas. Estas pinturas, divididas en secciones, son relativas a los sucesos que han motivado que se celebre el desfile.
Las plazas fuertes sitiadas, asaltadas con máquinas de guerra, tomadas, quemadas, destruidas, los prisioneros que son llevados de la derrota a la muerte. Es la perfecta introducción sinfónica, la obertura de una gran ópera.
2. Aquí vemos la más grande y la más inmediata consecuencia de una victoria absoluta. Dioses capturados que salieron de un templo que ya no pudo ser defendido. Estatuas de Júpiter y Juno de tamaño natural en carros de dos caballos, un busto colosal de Cibeles en un carro de uno, después una divinidad más pequeña y manejable portada por los brazos de un esclavo. El fondo está lleno de equipamiento de carruajes, modelos de templos, espléndidos fragmentos arquitectónicos, máquinas de guerra, arietes y catapultas. Pero inmediatamente detrás hay una interminable variedad de armas de todo tipo, colocadas y colgadas unas junto a otras y unas encima de otras con gran gusto y pulcritud. Sólo que, en la siguiente lámina…
3. la gran cantidad acumulada es recogida. Vemos todo tipo de tesoros portados por fuertes jóvenes: urnas orondas rellenas de oro hasta los topes y vasijas y jarras llevadas en las mismas literas. Soportan sobre sus hombros un peso suficiente, pero además cada uno lleva en la mano algún recipiente u objeto importante. También hay grupos de este tipo en la siguiente lámina.
4. Hay muchas variedades de recipientes, pero su principal función es guardar monedas de plata. Sobre esta gran cantidad de personas se ven unas trompetas extraordinariamente largas, de éstas cuelgan inscripciones en honor del semidiós Julio César [figura 22.1], Animales adornados para el sacrificio, delicadas camelias y sacerdotes que parecen carniceros.

FIGURA 22.1. Andrea Andreani sg. Andrea Mantegna, El triunfo de César, Grabado 4.
5. Cuatro elefantes, el más cercano totalmente visible, los otros tres vistos en perspectiva. Portan sobre su cabeza cestos de flores y frutos, como si fueran guirnaldas. Sobre sus lomos hay altos candelabros encendidos. Unos bellos muchachos con movimientos gráciles hacen arder maderas aromáticas, otros guían a los elefantes o se ocupan de algo diferente [figura 22.2].

FIGURA 22.2. Andrea Andreani sg. Mantegna, El triunfo de César, Grabado 5.
6. A la monolítica masa de estos enormes animales le sucede un variado movimiento, ahora se expone el botín más precioso. Los porteadores toman una dirección diferente entrando en la pintura por detrás de los elefantes. Pero, ¿qué llevan? Probablemente oro puro, monedas de oro en pequeños platos, vasijas y recipientes. Detrás de éstas va un botín de aun mayor valor: el botín de los botines, que encierra en sí todo lo anterior. Se trata de las armas de los reyes y los héroes vencidos, cada persona está representada por un trofeo. La fuerza y el valor de los príncipes vencidos queda de manifiesto porque los porteadores apenas pueden levantar el peso de las literas, las llevan a rastras o sencillamente las dejan en el suelo para poder restablecerse.
7. Éstos no van muy amontonados y detrás vienen los prisioneros. No llevan ningún distintivo. Primero aparecen las nobles matronas junto a sus hijas ya crecidas. En primer plano cerca del espectador se ve a una mujercita de ocho o diez años junto a su madre y tan bien vestida como si estuviera en la más solemne de las fiestas. Van seguidas de algunos hombres venerables y dignos con largas túnicas, van serios pero no humillados, un destino superior es el que los conduce. Así en el grupo posterior un hombre alto, apuesto y con vestimentas respetables mira al frente con una expresión iracunda, casi grotesca y que apenas comprendemos. Dejémoslo, pues va seguido de un grupo de atractivas mujeres. Se ve el rostro de una novia en su plenitud juvenil decimos que es una novia pues, aunque no lleva guirnalda alguna en su pelo, merece ser llamada así, está muy detrás, en parle tapada para el espectador por una mujer abrumada por los niños. Sostiene con su brazo derecho a uno y lleva de su mano izquierda a otro que levanta una pierna y llora porque también quiere ir en brazos de la madre. Otra mujer mayor, tal vez su abuela, se inclina tratando en vano de consolarlo.
El artista merece el mayor de los encomios por no haber presentado entre los prisioneros a ningún héroe de guerra o jefe de los ejércitos. Ellos ya no existen, las armaduras se exponen vacías, pero los prisioneros importantes, las viejas y nobles familias, los capaces consejeros, los ciudadanos acaudalados y productivos sí que participan en el desfile del triunfo, y así todo está dicho: unos han muerto y otros sufren por ello.
Entre ésta y la siguiente pintura vemos por qué aquel distinguido prisioneros miraba con tanta ira hacia atrás. Unos locos deformes y unos bufones se han metido entre los nobles infortunados y hacen mofa de ellos; esto es demasiado para la dignidad de este hombre, no puede pasarlo por alto, aun cuando no pueda prorrumpir insultos, sí que puede hacer una mueca de fastidio.
8. Pero el noble es herido de forma todavía más ofensiva. Detrás viene una banda de músicos callejeros compuesta de los más variados tipos: un joven apuesto y guapo con una vestimenta larga casi femenina canta acompañado de la lira y parece a la vez saltar y hacer gestos. Un desfile triunfal nunca es completo sin alguien así: su función es hacer gestos extraños, cantar canciones cómicas y mofarse ofensivamente de los prisioneros. Los bufones lo señalan y parecen comentar sus palabras con sus estúpidos gestos, los cuales bien podrían irritar a cualquier persona digna.
Puede averiguarse que no se trata de una música seria cuando se mira la siguiente figura, pues inmediatamente después viene un gaitero larguirucho, vestido con una piel de cordero y con un sombrero alto, además unos niños con panderetas parecen aumentar el alboroto. Pero algunos soldados que miran hacia atrás nos hacen ver que el momento principal del desfile está al llegar.
9. Y ahora, en un carro enorme pero decorado de forma adecuada y con gusto, aparece el propio Julio César, al que un joven de buena planta le sostiene un estandarte con las palabras “Veni. Vidi. Vici”. Esta lámina está tan superpoblada que nos da cierto miedo ver entre tantos caballos y ruedas a los niños desnudos con las palmas de la victoria en las manos, pues en la realidad hacía ya tiempo que debían haber sido aplastados. Sin embargo hubiera sido más acertado no haber representado tal tumulto, inasible para el ojo y confuso para el entendimiento [figura 22.3].
FIGURA 22.3. Andrea Andreani sg. Mantegna, El triunfo de César (César sobre el carro), Grabado 9.
10. Por el contrario, la décima pintura [figura 22.4] es de suprema importancia, pues el sentimiento de que el desfile no ha acabado se produce en aquel que ha seguido por orden los otros nueve grabados. El ojo necesita cierto eco de la figura principal o al menos algunas cercanas a ésta que le cubran su espalda[260].
FIGURA 22.4. Taller de Mantegna, Procesión (grabado).
Para nuestros propósitos contamos con un grabado autógrafo que ha sido trabajado con el mayor de los cuidados y que se encuentra entre las principales obras del maestro[261]. Éste representa a un grupo de hombres, de mayor y menor edad, y de rasgos muy característicos. No se puede decir que éste sea el senado. El senado hubiera recibido el desfile en un lugar más adecuado y por medio de una delegación, pero incluso esta delegación no se habría aproximado más que lo necesario para volverse, ponerse delante de aquél y presentar a los recién llegados a los padres de la patria reunidos en asamblea.
Pero, dejemos esta investigación al estudio de la antigüedad. Nosotros, a nuestra manera, sólo podemos contemplar con atención el grabado, pues, como toda excelente obra de arte, habla por sí mismo. Por ello diremos que se trata de una comitiva de profesores que quieren rendirle homenaje al ejército victorioso pues de éste sólo cabe esperar seguridad y protección. A los proveedores Mantegna los divide en los que portan, los que llevan, los que celebran, los que alaban y los espectadores de los alrededores. Pero ahora es el profesorado el que acompaña al vencedor porque gracias a él el Estado y la cultura han sido salvaguardados.
Desde el punto de vista de la variedad de las características la lámina descrita es una de las más valiosas que conocemos y Mantegna había estudiado este aspecto en la Escuela de Padua.
Delante, en primera línea, con túnicas largas y con pliegues, vemos a tres hombres de mediana edad, con caras en parte serias y en parte despreocupadas, como es propio de los profesores y de los eruditos. En segunda fila destaca un hombre viejo, de altura colosal, corpulento y fuerte aparece majestuosamente detrás de todo el tumulto del desfile. Al no tener barba, deja ver su papada, lleva el pelo corto; apaciblemente posa sus manos sobre su pecho y su vientre y sobresale de todos sus importantes predecesores. Nunca he visto a nadie igual en vida que se pueda comparar a él salvo a Gottsched[262], el cual en una situación y con un vestido similares hubiera andado de la misma manera: él representa a la perfección el pilar del estamento dogmático-docente.
Sus colegas están como él, también pulcramente afeitados y calvos, y los que tienen pelo tampoco llevan barba. El de delante, algo más serio y melancólico, parece tener el aire de un maestro de dialéctica. Son seis profesores que parecen llevarlo todo en sus cabezas. Por su parte los estudiantes no sólo se caracterizan por sus figuras más juveniles y esbeltas, sino también por llevar libros en sus manos, mostrando que tanto oyendo como leyendo están dispuestos a aprender. Entre los más viejos y los más jóvenes hay un niño de unos ocho años, un representante del primer año de escuela en el que el niño tiene deseos de participar, lleva un instrumento para escribir en uno de sus costados para mostrar que está al comienzo de su periplo escolar en el que le esperan muchos acontecimientos desagradables. Es imposible pensar en algo más natural y agradable que esta pequeña figura en dicha situación.
Los profesores avanzan sin más, los estudiantes van charlando al caminar.
Entonces el ejército da la adecuada conclusión a todo, pues de éste depende en primera y última instancia el esplendor del imperio obtenido haciendo conquistas externas y manteniendo la paz interior. Mantegna satisface esta gran exigencia con sólo dos figuras: un joven oficial que lleva una rama de olivo y mira hacia delante nos hace dudar de si se alegra de la victoria o se apena por el fin de la guerra; por el contrario un viejo y agotado soldado, con armas pesadas, representando una guerra larga, muestra sólo muy claramente que este triunfo es tedioso para él y que se sentiría feliz pudiendo descansar en algún lugar esta noche.
En el fondo de esta lámina los libres horizontes que se nos han mostrado hasta ahora se cierran al igual que la multitud. A la derecha vemos el palacio, a la izquierda la torre y las murallas. La proximidad de la puerta de la ciudad es sugerida por el hecho de que hemos llegado realmente al fin y de que, habiendo entrado todo el cortejo en la ciudad, ha quedado encerrado en ésta.
Si estas sugerencias parecen contradecir los fondos de las láminas anteriores en las que se veían vistas de paisajes, el cielo, y, sobre las colinas, templos, palacios y ruinas, esto nos permite suponer que el artista estaba pensando en las diversas colinas de Roma y las representó con los edificios y las ruinas que allí se encontraban en su época. Esta interpretación se confirma pues aparecen un palacio, una prisión, un puente que también podía servir de acueducto y un alto obelisco que bien se podría suponer que estarían en la ciudad.
Y aquí acabamos, pues en caso contrario nos perderíamos en la inmensidad y, a pesar de la gran cantidad de palabras que utilizásemos, no conseguiríamos expresar el valor de las láminas descritas.
Segunda parte[263]
Grabados de Mantegna relacionados con el Desfile triunfal
Los grabados de Mantegna son valorados por su carácter y su magistral ejecución, pero no en el sentido del moderno arte del grabado. Bartsch[264] cataloga veintisiete diferentes incluyendo copias. En Inglaterra, según Noehden[265], hay siete, entre éstas sólo cuatro relativos al Desfile triunfal, los números 5, 6 y 7; el sexto es doble pero invertido y en él se añade una pilastra.
Un entendido que todavía vive en Inglaterra está convencido de que no existen más que las cuatro láminas encontradas. Nosotros también pensamos que Mantegna nunca hizo los nueve grabados. No nos importa mucho que J. Strutt en A Biographical Dictionary of Engravers, vol. II, 1786, pág. 121 afirme: “El desfile triunfal de César grabado según sus propias pinturas en nueve planchas de tamaño medio y forma casi cuadrada. Una serie completa de estos grabados es muy difícil de encontrar. Fueron copiados por Andrea Andreani”.
Y si Baldinucci en su historia del grabado[266] dice que Mantegna hizo en cobre su Desfile triunfal de César cuando estaba en Roma, esto no debe hacer que titubeemos, más bien podemos pensar que el extraordinario artista hizo en cobre los estudios preparatorios y probablemente también en dibujos que se han perdido o no han sido conocidos y que a su vuelta a Mantua los llevó a cabo de forma magistral.
Y ahora debemos presentar los argumentos basados en las características internas del mismo arte que nos permiten refutar audazmente estos datos. Gracias a un favor de un amigo, tenemos ante nosotros los números 5 y 6 (12 y 13 en Bartsch) de Mantegna junto a los de Andreani. Sin que intentemos expresar la diferencia en detalle y con palabras, podemos decir en general que de los grabados surge algo original y primario. Se ve en éstos la gran concepción de un maestro que inmediatamente sabía lo que quería e, inmediatamente, en el primer esbozo, representaba todo lo que era necesario, lo que permitía completar el resto. Pero él tenía que pensar en una representación a gran escala y es algo maravilloso observar y comparar cómo procedía entonces.
Estos comienzos son totalmente inocentes, ingenuos aunque ricos. Las figuras son decorativas y de alguna manera casuales y cada una de éstas plenamente expresiva. Sin embargo las otras, hechas según pinturas, están muy desarrolladas, son muy vigorosas, las figuras son fuertes, su acción y su expresión artísticas, y a veces artificial. Nos fascina, teniendo en cuenta su perseverancia, la flexibilidad del maestro; todo es lo mismo y todo es diferente. La idea se mantiene inconmovible, la composición no se altera, las modificaciones no son chapuzas ni fruto de dudas, sino que se adoptan para conseguir un fin mejor.
Por ello los primeros grabados muestran una soltura incomparable, pues proceden directamente del alma del gran maestro sin que aparentemente haya fines artísticos visibles. Podemos compararlos con una muchacha agradable y sencilla a la que todo muchacho querría pretender. En los otros diseños ya acabados vemos a la misma muchacha, pero madura y ya casada. Y si al principio iba sencillamente vestida y estaba ocupada en sus labores domésticas, ahora la encontramos con todo el refinamiento que le gusta al pretendiente ver en su amada. La vemos entrar en el gran mundo de las fiestas y los bailes. Echamos de menos su antigua personalidad, pero admiramos esta nueva. Y ahora no echamos de menos la inocencia si se sacrifica en pos de un fin más elevado.
Esperamos que todos los auténticos amigos del arte encuentren placer en ello y queden convencidos por nuestro argumento.
Sentimos éste confirmado por lo que dice el dr. Noehden del tercer grabado de Mantegna, que Bartsch no registra, en comparación con la séptima lámina de Andrea Andreani: “Si se pueden percibir diferencias en los números 5 y 6 entre las pinturas y las láminas, éstas son más marcadas en este número. Se muestra a los nobles cautivos, pero el delicioso grupo de la madre con los hijos y la mujer anciana no aparece, aunque más tarde fue incluido por el artista. Además en el grabado hay una ventana normal a la que están asomadas tres personas, mientras que en la pintura hay una amplia ventana enrejada, como si fuera propia de una prisión. Detrás de ésta hay varias personas a las que se podría tomar por prisioneros. Consideramos esto referencia de los cambios que también se han producido en la comitiva”.
Por nuestra parte nosotros vemos aquí una importante intensificación de la representación artística y estamos convencidos de que este grabado, al igual que los dos anteriores, precedió a los cuadros.
Testimonio de Vasari con notas al respecto
Vasari habla con grandes alabanzas de esta obra y lo hace de la siguiente manera:
Para el marqués de Mantua, Luis Gonzaga, protector y admirador de la destreza de Andrea, pintó, en San Sebastiano de Mantua, el Desfile triunfal de César, lo mejor que hizo en su vida. Aquí se ven en un orden muy bien concebido: el carro excelentemente adornado (*) [un hombre que insulta al Víctor][267], los parientes, los perfumes, el incienso, los sacrificios, los sacerdotes, los toros coronados para el sacrificio, los prisioneros y los botines de los soldados, el ordenado desfile del ejército, elefantes, más botín, victorias, ciudades y fortalezas representadas en varios carros, y al mismo tiempo trofeos en las lanzas, también armas protectoras para la cabeza y el tronco, peinados, ornamentos e innumerables vasijas. Entre la multitud se ve una madre que lleva de la mano un niño que llorando le muestra con toda gracia y naturalidad una espina que se ha clavado en el pie (**).
En esta obra también se comprueban sus grandes conocimientos del arte de la perspectiva, pues tenía la idea de situar el plano donde estaban las figuras por encima del punto de fuga y mostrando el pie de éstas en primer plano hacía que los otros miembros del cuerpo aparecieran en perspectiva, de tal manera que los pies y las piernas se vieran en perspectiva conforme a las leyes del punto de fuga.
Lo mismo se aplica al botín, a los recipientes, instrumentos y adornos. Sólo dejaba ver la superficie inferior, la superior se iba alejando de la vista según las mismas reglas. Por ello era especialmente diestro en la representación de figuras reducidas[268].
Mediante un asterisco hemos señalado un hueco que queremos rellenar. Vasari cree que el joven situado frente al carro triunfal es un soldado tratando de humillar al Víctor situado en el centro de este magnífico desfile con insultos y palabras despectivas. Ésta sería una especie de bravata muy propia de la antigüedad. Nosotros le daríamos al incidente otra interpretación. El joven situado frente al carro está apoyado en una estaca, que es también un emblema guerrero que lleva una guirnalda con una inscripción en la que se lee: “Veni, vidi, vici”; él puede estar muy bien ahí para coronar a César al final. Pues si anteriormente César ha sido nombrado en muchas bandas y banderolas, por medio de cuernos y trompetas y en todo tipo de pinturas y por lo tanto estas fiestas estaban dedicadas a él, aquí al final de éstas se proclama por medio de un partidario su admirable rapidez. Si lo contemplamos con más detalle, no nos queda ninguna duda.
El doble asterisco también denota una diferencia de opinión con respecto a Vasari. Como no había ninguna espina en el grabado de n.º 7 de Andreani le preguntamos al dr. Noehden de Londres en qué medida el cartón nos daba información al respecto. Muy diligentemente éste fue a Hampton Court con ésta y otras preguntas y, después de una detenida observación de los cartones nos dijo lo siguiente:
A la izquierda de la madre hay un niño (quizás de tres años) que quiere encaramarse a ella. Él está apoyado sobre los dedos del pie izquierdo, con su mano derecha se agarra a la túnica de la madre la cual extiende su mano izquierda hacia él y lo ha tomado de su brazo izquierdo para ayudarlo a subir. El pie izquierdo del niño ha sido elevado del suelo aparentemente como consecuencia del estiramiento del cuerpo. Nunca hubiera pensado que una espina se hubiera clavado en ese pie o que ese pie hubiera sido herido de cualquier otro modo, pues la pintura, a menos que mis ojos me engañen plenamente, no muestra nada similar. Es cierto que la pierna es elevada de forma rígida, como podría ocurrir en el caso de que el pie estuviera herido, pero esto también puede estar provocado por el cuerpo que se estira. La expresión de la cara, que no muestra dolor en absoluto, que es despreocupada y alegre, aunque exigente, y la tranquila cara de la madre que mira hacia abajo me parece que contradicen, plenamente la suposición de la herida. En el mismo pie debería haber un rastro de la herida, por ejemplo una gota de sangre que cayera, pero no se ve nada similar. Es imposible que el artista, habiendo querido impresionar al espectador, haya dejado lugar a tantas dudas y misterios. Para no tener ningún prejuicio, le pregunté al guía que durante varios años había mostrado las pinturas del palacio de Hampton Court, un hombre normal e ignorante, si había visto algo así como un pie herido o una espina clavada. Quería ver qué efecto tenía esta idea en la visión y el entendimiento vulgares. “No”, fue la respuesta, “no se puede ver nada así; no puede ser porque el niño tiene un aspecto demasiado despreocupado y alegre como para estar herido”. Sobre el brazo izquierdo de la madre al igual que sobre el derecho hay un velo o chal rojo y el pecho izquierdo está totalmente descubierto.
Detrás del niño a la izquierda de la madre, hay una mujer mayor inclinada, con un pañuelo rojo en la cabeza. En su cara no hay nada de compasión. Probablemente habría huella de ésta si su nietecito tuviera en su pie una herida de espina. Con la mano derecha parece sostener el tocado del niño (un sombrerito o una capuchita) y con la izquierda acaricia su cabeza.
Visión general y crítica del erróneo método de describir a partir de un fin erróneo
Si examinamos con detalle todo el pasaje en el que Vasari cree ofrecernos información acerca del Desfile, podemos darnos cuenta inmediatamente de los defectos de su modo de proceder. No provoca nada más que vacía confusión y apenas podemos sospechar que todos esos detalles son ofrecidos en una sucesión perfectamente ordenada. Esto ya se puede ver en Vasari desde el principio, cuando empieza a centrar la atención en la bella decoración del carro triunfal, de esta manera demuestra su incapacidad para poder seguir los agolpados pero separados grupos de forma ordenada, más bien escoge de manera arbitraria un objeto llamativo y así da lugar a un lío irresoluble.
No queremos criticarlo aquí, pues él hablaba de pinturas que tenía ante los ojos, y que creía que cualquier persona podría ver. Desde este punto de vista, su intención no podría ser recrearlas para aquel que no estuviera presente, o incluso para la posteridad, en el caso de las que se perdieron.
Lo mismo ocurre con los antiguos, que a menudo nos sumen en la desesperación. ¡Cómo habría actuado Pausanias si hubiera sabido que su función iba a ser consolarnos con sus palabras de la pérdida de magníficas obras de arte![269] Los antiguos hablaban como lo hace un testigo con otro, y para ello no necesitaban muchas palabras. Debemos a los recursos retóricos de Filóstrato habernos podido hacer una idea de magníficas pinturas que han sido perdidas[270].
Corrección de las descripciones de Bartsch
Bartsch en su Peintre-grave, tomo XII, pág. 234 dice del número 11 de los grabados de Andrea Mantegna: “El senado romano va en procesión acompañando el desfile. Los senadores se dirigen hacia la derecha, son seguidos de muchos soldados que se ven a la izquierda, entre ellos hay uno que llama la atención. Con la mano derecha sostiene una alabarda y con la derecha porta un inmenso escudo. En el fondo a la derecha hay un edificio y a la izquierda una torre de planta redonda. Mantegna hizo este grabado según un dibujo que probablemente quería utilizar para su Desfile triunfal de César pero que sin embargo no utilizó”.
Nuestra idea de esta lámina la presentamos en la primera parte de este artículo sobre Mantegna del número anterior. Por ello no queremos repetir aquello de lo que estamos convencidos, sino aprovechar esta oportunidad para expresar nuestra eterna gratitud a Bartsch.
Este hombre excelente hizo posible que adquiriéramos la más importante y variada información sin mucho esfuerzo. Además podemos verlo, desde otro punto de vista, como nuestro predecesor, al que debemos completar aquí y allá, especialmente en relación con los motivos utilizados, pues es uno de los más grandes méritos del arte del grabado darnos a conocer el pensamiento de muchos artistas y aunque nos enseña prescindiendo del color, nos muestra claramente el mérito intelectual de la invención.
El dibujo de Schiverdgeburth
Ahora para permitirnos tanto a nosotros como a otros entendidos interesados el disfrute de la serie completa, hemos encargado a nuestro diestro y experto grabador Schwerdgeburth que haga ésta con el mismo tamaño de las planchas de Andreani y que imite su estilo tanto en el dibujo como en el sombreado y lo haga en imagen invertida para que parezca que las figuras avancen hacia la izquierda. Dejemos esta lámina detrás del carro de César, para que ver las diez láminas en orden suponga una agradable experiencia para los entendidos y aficionados inteligentes, de tal manera que se vea por primera vez lo que proyectó un hombre extraordinario hace más de trescientos años.