CAPÍTULO SEXTO

1

TODAS las noches permanece allí hasta horas muy avanzadas, sentado frente a esos legajos polvorientos, con sabor a polvo; hace resúmenes, anota, compara, examina. Es un verdadero trabajo de excavación y terraplenamiento. A la vez que se defiende contra él con insuperable disgusto, vese de más en más profundamente condenado a hacerlo.

Nadie le ordena la tarea, se niega a admitir que su trabajo tenga un objeto y, sin embargo, continúa atado al mismo y se le hace un enigma. Tiene que hallar pretextos para que lo inexplicable le parezca algo plausible, y se sugestiona bastante para admirar la labor magistral que representa el proceso a los ojos de quien se ha abierto un camino semejante al de un topo entre la árida maraña de los términos jurídicos y de la ceniza de los hechos. Con lógica férrea los detalles se combinan en un conjunto cuyo coronamiento final será el veredicto. Hay allí perlas de arte jurídico; el alejamiento en el tiempo permite, sólo ahora, abrazar de una mirada el imponente edificio, la solidez de sus bases, el sutil mecanismo de los engranajes internos; el hombre de oficio encuentra en ello un placer estético, y esta obra, la suya, se le aparece como arrastrada por un vuelo del que, con toda lealtad, debe reconocer que hoy ya no sería capaz. ¿No nos sucede a menudo, en efecto, que al lanzar una mirada retrospectiva sobre nuestras obras juveniles, en las cuales hemos vertido con prodigalidad toda nuestra pasión y todo nuestro ingenio, experimentamos entonces una especie de trágica envidia, de la cual somos objeto nosotros mismos?

2

HECHO indudable, sin embargo algo faltaba en absoluto a la perfección del proceso: la confesión. En ningún momento de la instrucción del sumario, ni en los autos preliminares, ni en los principales debates, ni más tarde en el establecimiento penitenciario, Maurizius había confesado. Por el contrario, cada vez que se le preguntó si era culpable, contestó con el mismo «no» obstinado y definitivo. Pero con respecto a aquel o aquella que él habría podido considerar culpable, había guardado el mismo silencio obstinado y definitivo. Esto, naturalmente, no podía evitar que fuera condenado, pues las pruebas formaban en torno suyo una cadena demasiado sólida para que pudiera escapar. Incluso el defensor más genial no habría podido hacer saltar el anillo y, con mayor motivo, ese mediocre abogado Volland (muerto hacía tiempo) que Maurizius eligió como defensor. El señor de Andergast todavía recordaba muy bien al personaje, charlatán, provinciano, con un bigote de foca y unos lentes con montura negra, colocados casi perpendiculares en su nariz pronunciada.

No creía en absoluto en la inocencia de su cliente y se asió a los expertos psiquiatras, refugiándose en objeciones de forma. El acusado no hubiera podido tener un peor asistente. Tampoco se preocupaba Maurizius por él, tratando sus interrupciones y preguntas con su desprecio impaciente; incluso le ordenó en una oportunidad, en plena causa, que se callara. Pudo procurarse un abogado mejor. ¿Por qué no lo había hecho? Entre las piezas del proceso se encontraba una carta del viejo Maurizius, dirigida a la Corte, en la que afirmaba que Ana Jahn había insistido en que Leonardo se hiciera asistir por Volland, el único abogado en quien ella tenía confianza; ya había secundado a su padre de una manera satisfactoria, habría dicho; era serio y podía confiar en él. En aquel momento no se tuvo en cuenta la carta, no se hicieron averiguaciones en ese sentido; en suma, el tribunal no tenía por qué preocuparse de la calidad del defensor; pero hoy, en la soledad del gabinete, ese detalle ínfimo daba que pensar. Era al principio como un agujero minúsculo en un recipiente enorme, por el cual se escurre el líquido cuidadosa y largamente conservado, sin que se tema, claro está, que se amplíe; por el momento, al menos, parecía de una solidez a toda prueba. El señor de Andergast no experimentaba dudas ni inquietud. Apagó su lámpara del escritorio y permaneció un rato en la oscuridad, no sabiendo si iría a su dormitorio o al de Etzel. No se atrevía a tomar este último partido. Tenía la impresión de regresar por un sendero estrecho y oscuro, desde el teatro del proceso hasta la actualidad. Primero se preguntó dónde estaba. Esos hechos tenían como mínimo dieciocho años.

Se puso a escudriñar el contenido de esos dieciocho años. Representaban la parte más rica, la más colmada de su existencia, una cadena de días que se perdían en lontananza. Un curso sólido, completamente uniforme. Dieciocho años de la existencia de un hombre: la cabeza se ha puesto gris, pero nada se tiene entre las manos. Claro está que a los ojos del mundo está la profesión, la carrera, la posición social; pero ¿qué queda entre las manos? Viendo con exactitud las cosas, esos dieciocho años representan una duración sin fin. Una especie de aburrimiento se insinúa a través de la vida de los hombres de la clase burguesa cuando envejecen; aburrimiento tan devastador como la voraz hormiga: el objeto que ataca permanece absolutamente intacto en su superficie; en su interior no es más que polvo y podredumbre. Un golpe, un choque y el polvo, y luego el edificio entero se hunde en un montón informe.

Pero a lo largo de esa duración interminable, algo habría podido quitar a esos años su monotonía de estepa, si le hubiese prestado atención. Ese algo ha desaparecido, olvidó mirarlo, y ese algo se fue. Durante todos esos innumerables días ese algo creció al lado de uno, y cuando se escudriña el pasado por hallarlo, ya no se sabe del mismo más que lo que se podría decir del portero, el alguacil del tribunal o el cartero. ¿Era ese divertido hombrecito (de esto hace muchísimo tiempo en efecto, aún estaba Sofía; pronto, un cambio de pensamientos para evitar el encuentro con este hecho) quien corría con loca alegría por el cuarto de los niños? La imagen surgió como de una charca, mientras que en la superficie del agua se formaban irisados círculos. ¡Qué raro ese automatismo del cerebro! ¿Por qué crea precisamente esa imagen entre tantas otras posibles? El pequeño no tiene más de tres años, está desnudo, poco antes del baño de la noche, y corre lanzando gritos de alegría detrás de una pelota azul. ¡Qué carne rosada!, ¡qué torpeza cómica en el golpeteo de los pies minúsculos que se afirman completamente rectos como los de un osito!, ¡qué indecible brillo en los ojos, como si el hombrecito, tan alto como una bota, estuviese embriagado de la alegría de vivir!: «Juega conmigo, papá, yo te buscaré; ¿por qué no quieres, ya te vas?, quédate aún, oye, tú serás el ferrocarril y yo el conductor», y de repente silba, jadea y grita: «Al coche», y se transforma frenética e íntegramente, dándose a lo que se representa: locomotora, vagones, viajeros, todo a la vez. El padre sólo tiene una mirada distraída para esa miniatura de un mundo encantador y la radiosa criatura que se halla a sus pies; cierra detrás suyo la puerta y vuelve a entrar en el dominio de las tareas austeras.

Los cuadros y los rostros que hacía reaparecer la revisión de las piezas del proceso se mezclaban a tal punto con las imágenes de la infancia de Etzel, que el señor de Andergast sentíase importunado, excedido. Era como si hubiese tomado una de esas drogas a base de opio que aniquilan la voluntad y sumergen el espíritu en evocaciones indecentes. A pesar de esto, hallábase en perfectas condiciones para entregarse a reflexiones lógicas, aunque sentía continuamente que su reflexión se quebraba contra un muro invisible, detrás del cual sucedía algo impenetrable. Cierta noche que se encontraba en cama y miraba fijamente en el vacío, las manos bajo la nuca (cuando se trata de hombres de la especie del señor de Andergast el hecho de estar acostado en una cama tiene algo de intrínsecamente absurdo: hay cuerpos, los de las estatuas de piedra o de bronce, por ejemplo, a los cuales no es posible imaginar, ni con la mejor buena voluntad del mundo, más que parados: verlos en posición horizontal evocaría de inmediato la idea de algún desorden o de una destrucción), experimentó una sensación desagradable: sentía los dedos de sus pies y su espalda, estaba de repente como encerrado por un dolor físico. He aquí cuál era su pensamiento: «algo no marcha en este proceso, ¿pero qué es? Existe un punto en el cual el engranaje resulta defectuoso, ¿pero cuál es ese punto?».

Mentalmente recorre el curso del proceso. Comienza por el principio; el matrimonio de Leonardo y Elli se le aparece de pronto con la mayor claridad. Era para él un hecho nuevo, y perturbador hasta cierto punto. Siempre había sostenido la opinión de que una representación demasiado viva perturba al juicio objetivo. Cualquier clase de participación de la imaginación era considerada por él como despreciable; cuando observaba en los otros la más leve tendencia imaginativa sentía surgir su desconfianza. Jamás, desde el primer instante en que ejerció su profesión, le había acontecido «ver» las cosas y las personas. ¿No era ese estado, semejante al que provoca el opio, el que le obligaba a «ver» la vida pasada de su hijo en lugar de «conocerla» solamente, como había sucedido siempre? ¿Dátase aquí y allá, detrás de la realidad, como otra realidad más misteriosa y a la vez más verdadera? En todo caso era bastante interesante seguir el curso de los hechos de manera tan insólita. Mientras miraba, inmóvil, el cielo raso de su dormitorio, tales hechos pasaban por delante de sus ojos como en un «film».

3

ELLI no había aceptado con alegría el hecho de convertirse en esposa del joven Maurizius. Tres veces había rechazado su pedido, antes de decidirse. Ella decía: «Soy una mujer madura, mañana seré una vieja. Usted es joven y lo será aún durante veinte años, ¿y dónde nos llevará esto?». ¿Qué lo atrae en ella? ¿Es precisamente esa madurez? ¿El sosiego que emana de ella? ¿Esa firmeza de carácter que la gente elogia y que aparece en todos sus actos? ¿Está cansado de sus aventuras mujeriegas? ¿Prefiere ahora ser conducido en lugar de seducido? ¿Aspira más a la regularidad que a las efímeras pasiones? ¿Es acaso ya, a los veinticuatro años, un retiro en el interior burgués? Junto a todo esto, la circunstancia de que Elli Hensolt es una viuda rica no deja, claro está, de intervenir, aun cuando él exagere considerablemente su fortuna, como se sabrá más tarde; él cree que Elli posee, por lo menos, doscientos mil marcos; pero Hensolt no le ha dejado al morir más que la mitad de sus bienes; la otra mitad ha ido a una entidad de beneficencia; el total no superaba ciento setenta mil marcos. Leonardo sabe esto pocos días antes de su casamiento. ¿Experimentó o demostró alguna decepción? Nadie lo sabe; en todo caso, no puede retroceder. Además Elli no es una mujer a quien se toma o se deja a voluntad. Tiene su dignidad, aún está bien; cuando se la ve en la calle, en un salón, a lo sumo se le dan treinta años; sabe vestirse, tiene maneras distinguidas y si no es una belleza, posee en cambio algo cautivador y fácilmente se comprende que no deje indiferente a un hombre como Leonardo Maurizius.

Elli mismo comprende desde un principio lo que Leonardo espera de ella y lo que necesita. Casi carece de recursos; siente cansancio de haber gozado con demasiada rapidez y demasiado ardor. Se ha asido a todas las manos que se le tendían y todas se apoderaron de su persona y lo arrastraron sin que fuera capaz de resistir. Le falta un punto de apoyo. El mismo ve el peligro que corre y busca alrededor suyo un sostén. Hombres como él sucumben inevitablemente si una mano vigorosa no los protege en el momento decisivo. Está sobreexcitado por un exceso de vida mundana, estragado por un exceso de aplausos, paralizado por un excesivo número de esperanzas que teme no poder realizar. Digámoslo sin adornos: su salvación está en juego. Elli lo comprende, medita, pesa el pro y el contra, lo que puede perder, y finalmente se decide a realizar el salvamento. Se cree capaz. Apenas se ha fijado esta tarea y ya ocupa y ocupará toda su existencia, y lo sabe. No exige más que una condición: confianza.

Si no se le acuerda una confianza total, sin reservas, ilimitada, no puede correr el riesgo de la aventura. Quiere saberlo todo; en todos los casos, en todas las circunstancias, no debe haber entre ellos secretos, simulaciones, tanto para el pasado como en el presente. Ella quiere lograr la confianza de Leonardo, y entonces podrá darle la suya, total, sin reservas, ilimitada. No sólo halla justa esta exigencia, sino también natural; él mismo no ha imaginado de otro modo sus relaciones; son exactamente las que ha tenido en cuenta. Con calor hace esa promesa, su compromiso moral en esa unión. Está convencido de que nunca lo violará; ella cree, pues duda aún menos de su corazón que de su honor. Su propio amor se basa en cierto modo en un acto de creación. Tiene el sentimiento de haberlo recreado a su manera.

4

CUANDO un año y medio después del casamiento, y en plena armonía de su vida en común, una carta anónima hizo saber a Elli las relaciones de Leonardo con la bailarina Gertrudis Koerner y la existencia de la pequeña Hildegarda, creyó que se trataba de una calumnia. Destruyó la carta y procuró no pensar más en ella. Pero pronto percibió en la agitación de Leonardo que las cosas no marchaban como debían marchar. Poco a poco había confesado todas sus calaveradas y su humor comunicativo en esta materia incluso a veces la divirtió, por lo que tenía de fanfarrón y juvenil. Supo la historia de la hija del farmacéutico que, aturdidamente, se había arrojado al cuello de Leonardo y de la cual éste se cansó en un verano; de la mujer de aquel industrial de Crefeld que le hacía escenas de celos en un paseo público; la de la pequeña pianista de Viena que casi lo decidió a partir con ella para América; Leonardo le ha contado caprichos menos comprometedores, que terminaron en una noche; le habló de las que merodeaba en todas partes, al azar; siempre se daba algo nuevo, otro corazón robado, otra pretendiente decepcionada, otra feliz irrupción en la paz conyugal, pero nunca había pronunciado una palabra acerca de Gertrudis Koerner. Sin embargo no se tomaba el trabajo por disimular algo, y a menudo le dijo: «Alabado sea Dios, todo eso es pasado, el caos ese ha concluido; desde que lo sabes todo, realmente estoy libre». ¡Qué alegría había sentido entonces, cómo se le aparecía ahora más viril, más serió, cuanto más legítimo se hacía su propio sentimiento y más abrigada su existencia junto a él! Ella no puede explicárselo.

Hay allí un nombre, y un nombre no se inventa; ¿quién imaginaría semejante cosa, por malvado o envidioso que fuera? Esta idea no la abandona, es necesario que la diga; cierto día, en la mesa, bajando los ojos, ella le habla de la carta; por un instante Leonardo permanece en silencio, y luego confiesa. Confiesa que él mismo ha escrito la carta. En la máquina de escribir. Habla de ella como de una broma, pero los ojos de Elli, dilatados por el asombro, le hacen comprender que no entiende semejante clase de bromas. Bien, sí, quería que estuviese preparada para cuando le contara el asunto. ¿Por qué? «¿Siempre se encuentra, pues un niño grande en este encargado titular de cursos, en resumidas cuentas incapaz de respetar un compromiso? Creí que ya habíamos superado este período». Es, ¡ay!, una recaída. ¡Escribir una carta anónima a su propia mujer! Olvidemos esto, pasemos la esponja, continuemos, continuemos. Leonardo confesó en seguida que tuvo relaciones con la bailarina, que pasó con ella sus vacaciones en Müren, que la estimaba y que acaso es posible que ella hubiese representado para él algo más que sus anteriores amantes; pero, ya no lo sabía: se separaron como buenos amigos. Al siguiente invierno ella dio a luz una niña. Lo confesaba, también éste, con una reticencia que no ponía en sus demás confesiones, con embarazo, con rodeos. Elli quiere saber por qué ha ocultado o tardado en confesar precisamente esa vinculación. Responde tímidamente que a causa de la hija. Elli no comprende al principio, luego empalidece y se calla. Ha permanecido estéril, su constitución la condena irremediablemente a ello. En un relámpago entrevé la situación y sus peligros.

Su condición de mujer y de esposa exige en todos los segundos de su vida la vigilancia más perspicaz, la presencia de espíritu más lúcida. En la unión de un hombre de veinticinco años con una mujer de cuarenta, no sólo incumbe a la mujer la satisfacción de los deseos más íntimos, sino también la obligación existente más difícil y que consiste en aceptar como agradable y deseable lo que repugna a su naturaleza. Y así, en ese instante funesto, tiene el pensamiento de adoptar a la niña; se lo habría comunicado a Leonardo si éste, con una infortunada palabra, que al parecer sólo le dictó su confusión, no la hubiese detenido. (En los autos del interrogatorio, artículo 14 de la prueba judicial, lo mismo que en una carta de Elli a su amiga, la mujer del profesor de Geldern, documento incluido en el legajo, se menciona esa conversación; el proyecto de adopción no figuraba más que en el segundo documento, como puede suponerse). Ahora bien, he aquí lo que dice Leonardo: «Ana lo sabe, yo no tenía otro medio de librarme de las complicaciones que confiándome a ella». Elli lo mira asombrada. Y de repente no experimenta más que un sentimiento de defensa y de hostilidad para con la hija. Sin decir una palabra, se levanta y sale. ¿Cómo es posible que Ana haya sido puesta al corriente del asunto antes que ella? ¿Qué pasó entre ellos? ¿Qué palabras cambiaron? Es necesario que ella profundice en el asunto. Intuye que Leonardo siente por la niña una ternura que quizás aún no se confiesa a sí mismo, pero que a ella le parece, por esa misma razón, tanto más amenazadora. ¿También lo sabe Ana? ¿Lo ha aprobado y animado en ese sentimiento? ¿Ha desempeñado el papel de ángel custodio? Sin duda alguna; la prueba no se hace esperar; Ana llevó la pequeña a Inglaterra, Ana se encargó de ella, Ana mantiene una correspondencia, Ana administra esa propiedad moral, surgida inopinadamente. ¿En nombre de qué se dirigió a ella, en nombre de qué desempeñó el papel de ángel custodio? ¿Pero acaso ella misma, Elli, no ofrecería un recurso en ese desastre? ¿Temióse su oposición o sólo se pretendió evitarle disgustos? La figura de Ana tomó a sus ojos una nueva fisonomía. Amaba a su hermana. Admiraba su belleza. Comprende que mirarla ya es una felicidad. Dios no crea, sino en sus raros caprichos de artista, un ser semejante. Ella cree que Ana es pura, altiva; espera mucho de sus cualidades naturales, de su tacto, gracias al cual se encuentra en su puesto en todas las situaciones, sin perder para nada su aspecto de mujer de mundo. Por esto Elli no cree que Ana haya fallado; en una ciudad de provincia donde todo el mundo, desde el almacenero hasta la esposa del coronel, se entrega a la murmuración, una está comprometida desde el momento que sonríe a un hombre en público, aun cuando no haya vicio o vergüenza que no se practiquen cómodamente detrás de una cortina recubierta de imágenes edificantes.

Ana se cuidará perfectamente, pues, si su joven cuñado le gusta más de lo debido, piensa Elli; y que él le guste, lo comprende, es fatal; ¿qué mujer permanecería indiferente junto a Leonardo? Pero la historia de la pequeña Hildegarda anudó entre ellos un lazo más sólido de lo que pudo hacerlo una coquetería pasajera (aun cuando Ana sea todo menos una coqueta; pero cualquier mujer tiene sus artificios, y la que no es coqueta es de las más peligrosas cuando se dedica a ello) o una vecindad accidental —un vínculo más irreprochable también, puesto que puede invocar un deber humanitario, un servicio amistoso; cualquier cosa podría pasar detrás de esos exteriores inocentes; están protegidos contra las sospechas de Elli.

Pero Elli no se atreve a entregarse del todo a las sospechas. No se atreve a hacerlo frente a sí misma. Es necesario que no considere caduca a la primera ocasión incluso rota la más sagrada de las promesas que Leonardo haya formulado. En el fondo lo que hay es que lo ama.

Hasta la edad de treinta y nueve años Elli ignoró el amor. La felicidad que le hizo sentir ese sentimiento exclusivo, que transformó su existencia carente de alegría en un milagro renovado diariamente, jamás la había conocido antes. ¿Cómo no temer lo que aún no ven sus ojos y lo que teme dejar insinuarse en su espíritu, incluso en sus pesadillas? No obstante, la angustia es su consejera e impregna todas las virtudes que despliega en su matrimonio. ¿No es ésta la unión con un hombre que inicia su carrera, en tanto que ella se aproxima a la decadencia? ¿Con un favorito de la fortuna colmado de todo lo que los demás sólo obtienen por astucia y lucha; con alguien que ha encontrado bondad, indulgencia y apoyo allí donde las puertas se cierran, despreciativas, delante de otros de sus camaradas de edad y estudios, tan merecedores como él; con alguien que no tiene más que tomar, allí donde otros mendigan en vano, que hablar para recoger aprobaciones, que trabajar para que su mérito sea reconocido, que ejercer sus seducciones para crearse partidarios? En este caso, todas las horas de la vida son otras tantas pruebas y cada instante pasado en común implica una obligación particular. Claro está que él no debe adivinar nada de esto; es necesario que todo le parezca fácil y que no observe en ella ningún cansancio; si tiene jaqueca, si sus nervios están tensos, ella lo disimulaba con heroicidad. ¿No tiene tiempo para cuidarse y reposar cuando está ausente? En su compañía, ella se muestra ágil, alerta, interesada, alegre; habla con él de sus proyectos, disipa su mal humor.

Leonardo sufre crisis de desfallecimiento, aun cuando la suerte lo haya favorecido hasta ahora de todas las maneras; como todos los caracteres sin firmeza, se cree desconocido por todos; entonces ella despliega la persuasión más refinada, una ternura espiritual e ingeniosa para reconciliarlo con las cosas y consigo mismo. Sus conversaciones, en tales circunstancias, duran hasta muy avanzada la noche, y cuando Elli, al fin, ha logrado hacerlo reír, sabe que ha vencido. Todo lo es permitido, salvo ser aburrida, y realmente Leonardo se entretiene en su compañía de tal modo que en los primeros dieciocho meses de su matrimonio permaneció en casa todas las noches, de charla con ella. Con gran sorpresa de sus viejos amigos, ya no se lo veía ni en el café ni en las tertulias habituales. Tampoco Elli expresa el menor deseo de ir al teatro o efectuar visitas; tres o cuatro veces, en el curso del invierno, recibieron a algunos íntimos, y tres o cuatro veces acudieron a las invitaciones de éstos. Y eso es todo. Durante un tiempo, parece que la imagen de líneas flotantes del «genial Maurizius», como a menudo lo llamaban sus admiradores; del «romántico sin escrúpulos», como decían los bromistas escépticos, adquiere bajo la influencia de Elli contornos más puros.

5

LAS piezas prueban en demasía que la desgracia comenzó poco después de la explicación acerca de la pequeña Hildegarda. En esa época, Ana Jahn venía ya casi todos los días a casa de su hermana. En efecto, es una casa agradable, arreglada con buen gusto, bien cuidada, una hermosa villa en el arbolado suburbio. Uno se siente bien en ella.

Ana vive en una pensión colmada; se queja de la mala alimentación y de la chatura de la compañía. Es una Mesa Redonda a la cual se sientan estudiantes de escaso interés, solteronas que recogen todos los chismes de la ciudad, viejos solterones que la bombardean con insípidas galanterías: todo esto le causa un gran enervamiento. Además, no está decidida en cuanto a la elección de su futura tarea, el estado de su fortuna es lamentable y en los últimos meses ya comenzó a gastar parte del pequeño capital que heredara. Vacila entre estudiar un arte industrial y prepararse para un examen de francés e inglés. Pide consejos a su hermana y a su cuñado, y ambos se esfuerzan por ayudarla, pero ella no puede fijar su elección, no tiene gusto por nada, siente que no está hecha para ganarse la vida, tal don le falta; no es capaz de subordinarse, de servir, de renunciar a lo que antaño se llamaba «la vida», cuando uno se limitaba a pasearse en torno a la vida. Leonardo, que en un comienzo adoptó una actitud más bien reprobadora, comprende su vacilación y la anima a mantenerse en ella. Ve en su desprecio por la ganancia una cierta forma de espíritu aristocrático, que siempre le ha seducido. Elli, por el contrario, la pone en guardia contra el peligro de vivir como criatura de lujo: cuando se carece de medios necesarios, uno no puede asegurarse una existencia de ese género sino al precio de un envilecimiento más real que el de las mujeres que trabajan, pues entonces se envilece a la propia persona. Ana, por lo demás, no quiere entrar en un convento, y se puede esperar que pronto hallará un marido capaz de ofrecerle la existencia que desea. Ana alza los hombros y su bello rostro se ensombrece extrañamente. En el diario que Elli escribía por aquella época, este gesto está registrado con tono de sorpresa. Más tarde, Ana pronuncia ante Leonardo opiniones hirientes: ¿su hermana teme que le pida dinero? Pues bien, puede decirle a su mujer que no tenga miedo; antes se hará cortar una mano que aceptar algo de Elli; por abominable que le parezca un hombre avaro, una mujer avara le resulta más monstruosa todavía. Esas envenenadas palabras hacen su efecto. Leonardo no puede dejar de formularle a Elli una observación desagradable: una de sus mejores cualidades es la generosidad; no puede sufrir ese temor que ciertas personas experimentan cuando tienen que abrir la bolsa. Con calma, Elli refuta esa insinuación, según la cual se esforzaría en prevenir los eventuales pedidos de su hermana.

«¿Tú mismo —replica— no has desaprobado más enérgicamente que yo la inclinación de Ana por hacerse la señora de mundo? ¿No te has burlado de ella porque su tren no estaba en relación con su situación? ¿No has hallado exageradas sus pretensiones?».

Es cierto. Leonardo se calla.

En efecto, no ha dejado pasar ninguna ocasión de divertirse a expensas de la «Señorita sin un cobre» que presumía de princesa y no consideraba digna de ella a ninguna sociedad.

Conforme al aspecto que las cosas tomaron posteriormente, está permitido suponer que entonces sólo quería vengarse de la altanera actitud o de la indiferencia de Ana a su respecto. Al comienzo, ella estaba convencida de que Leonardo se había casado con Elli por el dinero, especulando al principio sobre la fortuna del fabricante difunto. ¿Debía un aprecio particular a ese joven porque se había inclinado desvergonzadamente ante el yugo dorado de una mujer vieja? Poco tiempo después habíase dirigido a Ana por el asunto de la pequeña Hildegarda, y tuvo con ella una rara explicación. (Parece que su resolución de hacer un llamado a su compasión femenina y de convertirla en su confidente, la tomó de súbito, sin preámbulo, sin saber si lo escucharía, si desde las primeras palabras que pronunciara no le señalaría la puerta; es probable que quisiera hacerse el astuto con Ana, intimidado secretamente, desde hacía tiempo, por su frialdad; haciéndolo, carecía en absoluto de conciencia acerca de lo que arriesgaba, pues siendo un impulsivo sólo estaba sometido a sus impulsos). Ahora bien, en esa época ya se habían encontrado dos o tres veces para decidir la suerte de la niña, y también se explicaron sobre el casamiento. La malévola suposición de Ana, cuya confesión le arrancó Leonardo, llenó a éste de una violenta irritación. Para justificarse tuvo un tono de sinceridad al que era imposible permanecer sordo. ¿Con qué medios va a defenderse un hombre agobiado por el peso de semejante reproche?

Destacará la amistad desinteresada que su mujer le ha ofrecido, y dirá: comprender a un hombre —nota tiene, un hombre que aún no se ha encontrado a sí mismo— es una tarea de la que sólo es capaz una mujer madura, una mujer de carácter firme, de espíritu incapaz de engañarse con fáciles espejismos; celebrará la paz íntima que le ha dado esa unión, el sentimiento de seguridad, semejante al de un capitán de un barco en peligro, cuando sabe que el timón está en buenas manos. Pero es necesario ir más allá de estos lugares comunes, pues nada dicen de la fuerte personalidad de Elli, de su corazón sensible, del incorruptible juicio que formula acerca de los hombres, de su abnegación, de la riqueza de su alma. Leonardo se exalta. Ana escucha, con la cabeza baja; tantas cualidades en otras son casi una humillación para aquella que las oye elogiar, y esto es realmente cierto cuando se trata de una hermana. Leonardo explica lo que quiso decir con «barco averiado» (hecho característico de su parte es que aprovecha conscientemente la ocasión para hablar del peligro que corrió su personalidad, mostrándose generalmente, es verdad, en la forma más favorable posible, deseando hacerse pasar por una naturaleza problemática); antes de conocer a Elli era un juguete en manos del primer llegado, a cada momento podía creerse perdido, pues estaba enloquecido por sus ilusiones y desanimado hasta el disgusto; fue un puro azar que no se perdiera íntegramente, que la audaz confianza en su estrella lo haya mantenido a veces en la superficie; sí, hasta el momento no ha conocido el gran amor y en este sentido su unión con Elli significa un renunciamiento consciente; pero, en cambio, ha obtenido quizás algo más noble y, en todo caso, algo más durable. Ella no puede evitar una sonrisa irónica; no haber conocido el amor (el «grande», como si hubiese uno grande y otro pequeño), ¿qué quiere decir? Es una florecilla retórica, pero también tiene aires de ser una carnada, aun cuando el cebo sea demasiado basto. Así se pesca las cabezas irrazonables que sólo escuchan al deseo, a las que únicamente quieren hincar la uña en lugar de recoger a manos llenas y a las cuales se arroja la resignación como alimento. Sea como fuere, la aparente veracidad de una confesión de tono dolorido y cuyo núcleo es una mentira, es una receta que raramente resulta eficaz.

Pero Ana no cae tan fácilmente en la trampa; sin duda observa a su cuñado con mirada algo diferente, pero no tiene gran confianza en él. Leonardo es tan elocuente, tan hábil para argumentar y, además, no se da tregua para quitarle un prejuicio del que ella ya no se desprende; le cree cuando dice que no se ha casado con Elli por codicia; no es tan tonta como para empecinarse en una idea preconcebida después que uno le aclara su religión. ¿Por qué entonces esas discusiones constantes, ese esfuerzo para captarla, esas interminables cuestiones, esos paréntesis de duda? Por último, Ana obró de acuerdo con sus deseos; fue a buscar la niña a Suiza y con una nurse la condujo a casa de su amiga Paulina Caspot. Esa señora Caspot es hija de un médico de Düsseldorf; se ha casado con un pequeño comerciante británico que murió poco después y la dejó casi sin recursos; luego instaló en Hertfort, a pocas millas al norte de Londres, una pensión para gobernantas sin empleo y saca de ella una renta pasable. Ana mantenía con su amiga una correspondencia regular acerca de la niña, daba instrucciones precisas para su educación (esa mujer, sola en el mundo, había aceptado con alegría la tarea de ocuparse de la niña abandonada) y todos los meses le remitía de parte de Leonardo el precio de la pensión que él le entregaba al efecto. Todo esto requiere, naturalmente, acuerdos y ciertas alianzas, y tanto más cuando la brusquedad con que Elli se recusó le imponía de cierto modo el deber de ayudar a un hombre tan torpe en cuestiones prácticas. Pero él no se cansa de hablar del asunto; todas las semanas está obligada a ir a la ciudad con Leonardo para comprar algún regalo, un vestidito, un juguete para la niña; él le ruega que le consiga fotografías de su hija; quiere convencer a un pintor inglés de que haga el retrato de Hildegarda; pide a Ana que le jure que nunca dejará de interesarse por la criatura y le dice: «Tú eres, ahora, su verdadera madre», y otras cosas por el estilo.

Es difícil negarle algo. Su amabilidad es extraordinariamente cautivadora; se aproximan, sus relaciones se hacen más fáciles, cosa natural. Elli se comporta como alguien que, teniendo una soga al cuello, se esforzara en poner buena cara. «¿Adónde van?», pregunta. «¿De dónde vienen?», y sonríe. Ana se siente espiada. Un deseo bravucón despierta en ella una observación irónica; una expresión de contrariedad basta para que Leonardo replique irritado a su mujer: «¿Estamos en un jardín de infantes? ¿Está prohibido salir juntos?». Elli sonríe. Hace enmienda honorable, ya no encuentra las palabras necesarias. Es como si un velo estuviese tendido entre ella y Leonardo; sus relaciones ya no pueden ser espontáneas. En todas sus conversaciones hay alguna dureza oculta, una trampa disimulada; la soledad, la soledad de dos en compañía a la que se han retirado, se hace insoportable. Si contradice una opinión emitida por él, Leonardo se calla de pronto y se recluye durante horas en el silencio; cuando lo mira entonces, ve en su rostro lo que piensa, y siente miedo, un miedo… Cierto día, él le pide un anticipo de dinero. Está en apuros; el viaje de Ana, la instalación de la criatura, todo le ha costado sumas considerables, no puede arreglárselas, necesita seiscientos marcos. Ella firma un cheque contra su banco; Leonardo mira el cheque, la mira a ella: el cheque es por cuatrocientos marcos. «Te he pedido seiscientos», observa fríamente; ella replica que la suma de los intereses vencidos no sobrepasa los cuatrocientos marcos. El alza desdeñosamente los hombros. «¿Los intereses? ¿Quieres limitarme a los intereses? ¿Me tratas como a un estudiante que ha gastado demasiado rápido su pensión mensual?». «Sé lo que hago —replica Elli desviando los ojos, y sus dedos se juntan—. Si comenzamos a comernos el capital, en diez años estaremos en la indigencia». Él se le ríe en las narices: «Espero que dentro de diez años habré progresado lo suficiente para poder pasármelas sin tu generosidad, ¿o tienes la intención de mantenerme bajo tutela hasta el fin de mi vida?». Elli se sobresalta. Una expresión huraña y concentrada que él no le conocía aparece en su rostro; ella dice poniéndole la mano en el hombro: «Esta tutela tú mismo la has querido, te protege contra ti. Si es necesario, te protegeré contra ti mismo, a pesar tuyo». Leonardo se calla y se dilatan sus ojos de asombro. Jamás le había hablado de esa manera. Diríase que se trata de un programa amenazador. De súbito tiene el presentimiento de lo que le espera.

Entonces comienza a pasar las noches fuera de casa. Ella no tiene una queja, un reproche. Se dedica a evitar que el desacuerdo se declare abiertamente. Ve que cada uno de sus pasos le hace avanzar sobre un terreno minado. No le pregunta a casa de quién va; no se informa de dónde viene cuando regresa tarde, pero al escuchar sus explicaciones embrolladas, los relatos evidentemente fraguados que le hace sobre conferencias, reuniones, compromisos profesionales, que le pesan enormemente, según pretende afirmarlo, ella sufre y se inquieta. Cierta vez lo sorprende en flagrante delito de mentira. Los propietarios de la casa que dice haber visitado, han partido el día anterior, y él no se dio cuenta de que era fácil que Elli lo supiese. Leonardo no lo dice —pero ella lo sabe— que casi todos los días va al Casino y juega al póker. Como antes de su casamiento, ha vuelto a fumar y beber inmoderamente; ya no se trata de un trabajo metódico, y sólo bajo la influencia activa de Waremme comienza a hablar (pero sólo a hablar y siempre se queda en las intenciones) de una actividad disciplinada, lo que no le evita pasarse las noches bebiendo, jugando y discutiendo en compañía de ese hombre fatal.

6

EN el diario íntimo al cual ya nos hemos referido, Elli menciona en diversas oportunidades a ese personaje Waremme, tanto en una nota breve como en reflexiones de mayor aliento, así como en una carta a la señora Gerdern. Claro está que no veía más claramente en él que la mayoría de las gentes.

Todo lo que podía decirse del personaje no era ni más ni menos verdadero que lo contrario. Nadie podía afirmar un conocimiento cabal del mismo. Durante un cierto tiempo, toda la ciudad habló sólo de él, sobre todo al comienzo, en el invierno de 1904 a 1905; habríase dicho que un lobo, penetrando en el redil, lo hubiera puesto en efervescencia. Jugador, petimetre, donjuán; y bien, uno conoce al tipo, nada tiene de impresionante; pero a la vez filólogo, filósofo, poeta, político, ¡y de qué calibre! No es un diletante cualquiera, no es un Inaudi[1], sino un espíritu productivo, algo como un aliado del diablo, un genio universal.

Trabaja en una nueva y, dícese, grandiosa traducción de Platón, de la cual lee a veces pasajes a sus amigos; da conferencias privadas sobre Hegel y el hegelismo, que precisamente goza de una nueva popularidad. Publica una colección de odas alemanas a lo Hoelderlin y dirige en una revista de ciencias antiguas los trabajos de exégesis tendientes a probar que la leyenda de Parsifal no es de origen puramente francés, sino que tiene sus raíces en un viejo mito germano. Descúbrese que es persona grata para el príncipe-obispo de Breslau y que éste lo ha recomendado con calor al alto clero renano. Católico convencido, va a misa, pero vive separado de su mujer. No tiene fortuna ni recursos regulares, pero rechaza un puesto de profesor o cualquier otra situación retribuida. ¿Lo hace porque quiere guardar su independencia (cuando lo afirma se le cree sin, reserva) o bien el dinero le llega desde alguna fuente oscura?

También podría creérselo. Consagra lo mejor de su actividad a la filosofía política. Con toda la pasión de que está lleno, proclama la misión mundial de Alemania y declara que el país se ahogará fatalmente dentro de sus estrechos límites y perecerá bajo la acción de los elementos destructores que mantiene en su propio hogar, si no se rehace mediante una guerra. Esta guerra es para él cuestión de religión y la llama sagrada y se siente nacido para ser su Pedro el Ermitaño. Apoyándose en la tradición histórica, que fue interrumpida al finalizar un medioevo próspero por la irrupción de la marea latino-celta, erige en el pensamiento un «imperium» romano-alemán que se extiende desde Sicilia hasta Livonia y desde Rotterdam al Bósforo. En esta construcción hace entrar todo el arte y la poesía, el gótico y el barroco, el Renacimiento y la Antigüedad, a Cristo y los Padres de la Iglesia. De dos cosas una: o esta idea hace de él un fanático (en el caso de que lo fuera) o bien el fanatismo (si lo siente) es uno de los elementos de su personalidad y hace brotar de él la idea, terminada y madura, porque han llegado los anunciados tiempos. No carece de adeptos; con su adhesión dócil lo rodean admiradores, aun cuando no satisfagan su vanidad hambrienta de homenajes; y acaso no es puramente imaginaria esta suposición emitida por algunos observadores de sangre fría: lo dicen cubierto por personajes más poderosos que los profesores imperialistas, generales en retiro y estudiantes exaltados, quienes lo apoyan serían gentes que saben con exactitud lo que quieren y que con facilidad renunciarían al esplendor imperial de medioevo si, a la vez que persiguiendo ese sueño embriagador, no sirviera a sus propios intereses. Así un coloso de la inteligencia como Waremme, era, indudablemente, de una utilidad superior, estuviese o no convencido él mismo hasta lo más íntimo de su ser; por tal razón juzgábanse con indulgencia sus historias de mujeres, sus perpetuas catástrofes pecuniarias, la escasa garantía que ofrecía su persona y el misterio de su origen, respecto al cual, olvidadizo como quien miente torpemente porque miente demasiado, se extendía en relatos siempre contradictorios.

La gente se entera de que es amigo de Ana o, por lo menos, que se conocen bien. La ha conocido en Colonia, el año anterior; en Carnaval le enseñó en una representación de aficionados a encarnar con tanta perfección el papel de Pierrot, que ella recogió aplausos unánimes. He aquí lo que se dice, pero es difícil saber lo que hay de verdad en ello; Ana misma no habla nunca de tal cosa. Ana no habla generalmente de lo que le pasa. Lo único sorprendente, es que desde entonces no va al teatro y abomina de todo lo que a él se refiere. También se mantiene muda acerca de la personalidad de Waremme, al menos con Elli; no fue ella quien le presentó a Leonardo.

Parece que el primer impulso partió de Waremme, como si desde lejos hubiese olfateado en el joven la presa que le estaba destinada; y pronto se hicieron inseparables; por la mañana Leonardo visita a Waremme; por la tarde salen juntos a caballo y no es raro que Ana sea de la partida; claro está que el trío hace regular sensación por las calles; por último, Leonardo lo introduce en su hogar. Un resto de instinto le hace vacilar largo tiempo; en efecto, el primer encuentro con Elli es más bien penoso. La aversión de ésta por ese hombre tiene algo de instintivo, se siente incómoda cuando ve ese rostro pálido con su mandíbula inferior de boxeador negro, esos ojos incoloros de mirada lúbrica, ese cuello grueso, esas manos anchas cargadas de anillos; todo él le inspira un horror indescriptible, así como su cortesía irónicamente acentuada —cuando tiene que tratar a una mujer— y también la soberana facilidad de su conversación.

Es cierto: a su lado, Leonardo parece un lacayo en la antesala de un príncipe, pero esto no lo disminuye a sus ojos, pues no son los hombres sino Dios quien establece jerarquías.

Ella sólo tiene que inquietarse por lo que hace. Le suplica que rompa con ese hombre.

Se conduce entonces como si ella le exigiese un acto deshonroso. «No tienes la menor idea acerca de quién es Gregorio Waremme». ¡Oh, sí!, ella se ha formado una idea; cuando ese hombre se le acerca, siente que su corazón se contrae por el presentimiento de un destino inevitable, pero se cuida de decírselo. «Y además —continúa Leonardo—, es el único, entre nuestras relaciones, que parece preocuparse realmente por Ana». ¿Qué contestar?

Ella está allí, parada, dominada por el vértigo.

Estaba sobrentendido que irían juntos esa tarde a un té en casa del consejero privado Eichhorn. Leonardo prometió venir a buscarla; no viene. Las nueve, las diez, las once de la noche, ella ya no espera. Al día siguiente, por la mañana, Leonardo trata de explicarse; no ha ido al té porque Waremme le leyó un tratado que acababa de terminar. Dos horas después, la mujer del consejero privado la llamó por teléfono: «¿Por qué no vino usted, Elli? ¡Fue una reunión tan encantadora!… Incluso se bailó, y la mejor pareja, sin duda alguna, la formaron el doctor Maurizius y Ana». Elli balbuceó algo, cohibida, en el receptor; siente que su corazón se llena de hiel.

Así, ya cuenta tan poco para él que ni la juzga digna de una mentira bien inventada y que pueda ilusionarla por mayor tiempo. No tiene deseos de pedirle explicaciones, las cosas ya han avanzado demasiado; es como un incendio que se burlara del chorro de agua; ligada, lo ve hundirse ante sus ojos agrandados por el espanto; no puede creer aún que todo esté perdido; espera todavía, espera y piensa que sólo se trata de una nube pasajera; Leonardo no puede haber olvidado lo que le prometió y sobre lo cual ella ha edificado su vida. Pero mientras ella se abandona aún a semejantes ilusiones, ya se amasan en su interior las fuerzas demoníacas que la tendrán de pie en esa lucha que librará para conservarlo a cualquier precio y que los aniquilará a ambos.

7

UNA tarde, al caer el crepúsculo, regresando de unas diligencias en la ciudad, Elli abre la puerta del saloncito; súbitamente. Leonardo y Ana se separan con brusquedad, espantados; cohibidos, miran fijamente a Elli, parada en el umbral. Ana da algunos pasos hacia la ventana y arregla sus cabellos que caen en desorden sobre su frente y mejillas, y oculta el rostro arrebolado; Leonardo permanece como clavado al piso, junto al diván, y se vuelve hacia Elli con un gesto de súplica.

Silencio de muerte. Cuando Ana se repone un poco, toma su tapado y su sombrero, abandonados sobre el sillón, se dirige como un huracán hacia la puerta y le clava a Leonardo, pasando rápidamente junto a él, una mirada de tan ardiente desprecio, que éste, pálido como un muerto, le dirige ahora a ella ese gesto suplicante que un instante antes destinara a su mujer. Pero sus ojos fulgurando de indecible orgullo parecen decir que es infamante para ella estar en el mismo cuarto que él y que por esto se apresura a abandonarlo.

«¡Déjame pasar!», grita, imperiosa, a su hermana. Elli se hace a un lado sin decir palabra y Ana desaparece. Aún no se ha silenciado el eco de sus ligeros pasos, cuando Leonardo avanza hacia su mujer y le dice, conjurándola:

«Por el eterno Dios, Elli, ella no es culpable».

Como Elli sigue callándose —todo el cuarto con los muebles gira delante suyo—, él se prosterna, abraza sus rodillas y dice:

«Créeme, Elli, Ana es irreprochable; es tan pura como la luz del día».

Su actitud es teatral. Elli lo siente y, no obstante, hay en su voz un acento de sinceridad y en su fisonomía una expresión de franqueza. Nada podría turbarla más profundamente.

Acerca de este incidente diéronse dos versiones que concordaban en substancia; una del mismo Leonardo y la otra de la criada Frida, que había escuchado junto a la puerta. Al parecer, fue este incidente el que fijó de manera decisiva la posición de los tres personajes entre sí: Leonardo, ese débil, enloquecido de sensualidad, fascinado por su linda cuñada y no aspirando sino a seducirla; ésta, en una dependencia indirecta, insegura de su porvenir, defendiéndose como podía de sus apasionadas persecuciones, tratando también de llamarlo a la razón con todos los medios, y cediendo a veces también —ella no es, en efecto, sino una joven de diecinueve años, sin experiencia— al encanto que indudablemente emana de ese hombre, de manera que, a pesar de su reserva, es fatal que aparezca ante su hermana como persona dudosa. Ella no quiere engañar a Elli; incluso si amara a Leonardo no podría arrancarle el esposo a su hermana; aun si se divorciara, no podría soportar el pensamiento de haber quebrado la existencia de Elli. Además, ¿tiene Leonardo la intención de abandonar a Elli? Absolutamente no. En primer término, depende de ella, como Ana, y más inmediatamente todavía; está demasiado habituado a las comodidades de una existencia lujosa para allanarse a volver a la precariedad de su vida de soltero y recaer bajo el yugo caprichoso y despótico de su padre. Y luego, arriesga su prestigio a los ojos de una sociedad a cuya consideración confiere la mayor importancia; arriesga su carrera científica; en los ambientes en los cuales se aclimató con tanta facilidad, se perdona toda falta secreta, pero nunca el escándalo público.

Por lo tanto, se ve obligado a andar con cuidado, pues no es capaz de renunciar a una u otra cosa. Para renunciar, hay que tener un conocimiento certero de las cosas. Pero los caracteres amorfos como éste, raramente tienen una visión clara de su situación y de sus movimientos secretos, y prefieren navegar en lo incierto. Y ahora cuando se anudan los enigmas en este trío, tan poco interesante por lo demás.

A pesar de su pasión creciente e irrefrenable por Ana, que ya no dejaba en él lugar para otra cosa y que, finalmente, no queda oculta a nadie, continúa viviendo con Elli como con una esposa. Por parte de él, uno puede comprenderlo. Acaso busca el olvido en sus brazos; pero en cuanto a Elli, es difícil creer que pueda dárselo, puesto que ella misma se halla en la mayor confusión y tormento. Quizás él quiere ilusionarla sobre su estado; pero, en este caso, sería preciso admitir que una mujer como Elli fuese capaz de ilusionarse hasta ese punto. Acaso ella no se le niegue; es posible que aún espere, que crea que el poder mágico de su sangre pueda ayudarla a reconquistarlo; quizás hay en efecto algo de eso en ella y no sólo piedad femenina, esa piedad que la arrastra hacia un abismo cuyo horror la hará temblar alternativamente de fiebre y frío; no solamente la piedad de la amante maternal, que hace dar sus supremas reservas, puesto que son sus supremas reservas las que se piden. Que él las exija y las tome mientras tiene ante los ojos la imagen idolatrada de la joven hermana y en tal grado visible y sensible que lo que para él es un sueño bienhechor es horrible para Elli, todo esto presenta a Leonardo con rasgos casi repugnantes. El voluptuoso marcha por el más tenebroso de los senderos. No obstante, diríase, además, que no puede desprenderse de ella. Ejerce sobre él cierto incomprensible poder que lo retiene. Es verosímil que ni él mismo pueda explicarlo. Es posible que sea algo de lo cual se avergüenza. A menudo una mujer —y no es necesario para esto que sea una mujer de «élite»— penetra al hombre hasta lo más hondo, de tal modo que ella se lo ata más que por la sensualidad o el interés. Hay hombres cuyo impulso vital se siente paralizado cuando se adivinan sus pensamientos antes de que los hayan transformado en actos: están hechos de tal suerte, que sólo ocultando su ser íntimo llegan a una verdad completamente externa. Si esa misma mujer posee, junto a esa penetración de la inteligencia, un cierto temperamento, es para el hombre doblemente temible, tres veces, diez veces más, de acuerdo con el poder de ese temperamento. Es lo que produce las más profundas dependencias conocidas. Él se le siente entregado, prometiéndole su confianza. Como todos los débiles, es, con respecto a lo que afecta el honor, de una susceptibilidad enfermiza, en el sentido de que, en ciertos casos, trata de salvar el honor incluso al precio de la más grosera ilusión. Se defenderá con la mayor obstinación de haber cometido una falta, aun cuando los cargos sean aplastantes. En realidad, no quiere caer a los ojos de su mujer. La admiración de Elli, su comprensión fina y sutil, lo han elevado poco a poco hasta una zona en la cual está de acuerdo consigo mismo; el aire que allí respira es necesario a su vida y por esto aún conserva los gestos, la mirada e incluso los giros con los cuales se expresaba la vieja confianza, mientras que desde hace mucho tiempo no se atreve a hacerle confesiones. Es una rueda de máquina que gira sin correa de transmisión. Tiene miedo. Prefiere que todo dependa de lo que ella sabrá por vías indirectas, poco a poco y sin su intervención. Teme un cambio en los sentimientos de Elli, teme lo que ella sabe, la decisión inevitable, y, sobre todo, teme lo que él llama sus «celos». Sólo imaginando una escena, no alienta más que un deseo: huir. La pasión que hay en Elli lo amenaza en sus propios fundamentos y ataca sus nervios sensibles con el furor de una fuerza primitiva desencadenada.

«Celos» es una palabra que aquí no dice gran cosa. Se trata de una enfermedad desesperada, de un cáncer del alma para el cual no existe remedio ni médico, ni suavizador, ni incluso los calmantes que resultan del agotamiento. Ella acoge ávidamente todos los chismes, y los delatores no faltan. Se ha visto a Ana con él aquí y allá. El domingo han estado dos horas en el Grupo Artístico; anteayer, por la tarde, Leonardo fue a buscarla a la pensión e hicieron un paseo a la orilla del Rin.

Leonardo le ha enviado de la biblioteca de la Universidad un libro dentro del cual había una carta. El miércoles Ana asistió a su conferencia; ubicada en segunda fila, no quitó los ojos de él. Durante una noche nevosa, él anduvo caminando frente a su alojamiento, desde las once hasta la una y media de la madrugada.

Otra cosa todavía: ella vino al jardín de la villa mientras Elli anduvo por la ciudad y Leonardo bajó, y, a la vez que marchaban en torno a los canteros de césped, tuvieron una violenta discusión: ella inclinaba la cabeza y su voz no era más que un murmullo, pero él gesticulaba, sobreexcitado, y por momentos se retorcía las manos. Waremme vino ayer por la tarde en coche para llevarlo al Casino y Ana se unió a ellos detrás de la iglesia parroquial. Frida, la criada, cuenta burlonamente que la señorita Ana ya llamó por teléfono esa mañana, a las ocho y media, y que le contestó que sus amos aún no se habían levantado.

Elli ya no es capaz de sobreponerse, para entregarse a cualquier ocupación. En su casa las cosas marchan como pueden; ya no se preocupa de las comidas, los proveedores esperan semanas para arreglar sus cuentas. Pasa la mañana en la cama, con las cortinas de la ventana bajas; cuando al fin resuelve levantarse, se presenta —ella antes tan coqueta, tan cuidadosa— con el rostro de alguien que no ha dormido, sin peinarse, con un viejo echarpe alrededor de los hombros, como si estuviese helada hasta los tuétanos. Permanece sentada a la ventana, delante de la estufa, con la mirada fija en el vacío. En su rostro se han marcado arrugas profundas, su tez adquiere un color terroso; cuando percibe su imagen en un espejo, tiene un movimiento de espanto. Si Leonardo no llega a la hora del almuerzo, acude al teléfono, llama a sus conocidos y amigos para saber si está en casa de alguno de ellos o si saben dónde está; envía a Frida a casa de aquellos que no tienen teléfono, a diferentes restaurantes, al Casino; claro está que él se entera; se ríen a sus expensas. Waremme inventa una frase mordaz: «Leonardo es el valiente desertor a quien una cinta de mujer hace trastabillar». Furioso, exige explicaciones a su mujer; Elli pretende que estaba inquieta, que había creído que estaba enfermo. A menudo, por la noche, ella ya no puede soportar la soledad y sale precipitadamente de la casa; apenas se ha dado tiempo para tomar un tapado, corre por la ciudad, vaga como una loca por las calles, mira de manera insólita a personas que no conoce, sigue a una joven pareja en la cual cree reconocer a Leonardo y Ana, de tal suerte que los paseantes sacuden la cabeza con aire inquieto. Luego regresa corriendo como si el diablo le pisara los talones y espera, espera, espera.

Al fin, él llega (es medianoche, a menudo mucho más tarde aún), cansado, lacónico, temeroso. No se atreve a retirarse. La cobardía lo domina al oír el tono imperioso con que ella exige que se le aproxime. ¿Ha perdido Elli la razón para humillarse a mendigar su mirada, a mendigar una pobre caricia? ¡Que ponga su mano en la suya, nada más que esto, sólo durante un minuto! ¡Qué miseria!, ¡qué caída!

Postrada ante él, solloza, la cara contra el suelo; de pronto se produce lo que él temía; es la crisis de la locura furiosa: «Me has arrastrado por el lodo, por la abyección, ¿y dónde están tus promesas, qué me disimulas, qué tienes en la cabeza?»; y ella maldice a su hermana y amenaza con suicidarse; pero antes matará a la pérfida, luego a él y después se matará ella misma.

«No creas que podrás hacer conmigo como con las otras; no soy de aquellas con quienes se puede pactar: en mí todo está en juego: mi vida, mi eternidad, bien lo sabes».

Leonardo, cobarde como un perro, consuela, atempera, niega, jura, simula ternura, amistad, emoción, incapaz de liberarse, de terminar con esa situación; desearía acostarse y dormir, todo eso lo irrita, lo descorazona a tal punto que se esfuerza en hacer una caricia mentirosa, para que la locura no estalle —se dice él mismo para excusarse—, mientras ella prosigue:

«Mátame, al menos tendré paz».

¿No parecería que esa admonición: «Mátame», se hubiese arraigado en él en una de esas horas siniestras; que ella haya leído en sus ojos el deseo que ya germinaba en Leonardo, ante esa súplica desesperada, y que de allí hayan surgido los espantosos presentimientos de que Elli será víctima en adelante, cada vez que su corazón agitado se recoja un instante?

Todas las noches, las mismas escenas, cada vez más vanas, más violentas, más infernales. Su propia casa le produce miedo, miedo la escalera, miedo la luz. Cierta vez, regresando a su casa, arroja al Rin la llave de la puerta del jardín, después de lo cual se ve obligado a saltar la empalizada. Ya lo sabe todo de memoria: las palabras, las manos que se retuercen, las lágrimas, las explicaciones, y para terminar, el lamentable ruego de no dejarla sola en la pieza (ahora tienen cuartos separados); luego sus idas y venidas sin tregua a través de las habitaciones, cuando al fin él se ha desprendido de ella, ha tomado su veronal y procura dormirse, torturado por ese temor incesante. A veces sucede que ella golpea a su puerta como para asegurarse de que realmente está allí. A menudo se vieron encendidas las lámparas y se oyeron sus voces aun a las cuatro de la mañana, en el saloncito; una noche, Elli lanzó tal grito que el agente que hacía la ronda llamó en la villa para saber si había sucedido algo.

8

ELLI sale una tarde, pasa por casa de su modista, luego toma el té en una confitería, bebe encima dos vasos de coñac y se dirige a casa de Ana. Ésta ha cambiado de alojamiento quince días antes, ha alquilado un elegante departamento en casa de la viuda de un comandante. ¿De dónde sacó el dinero? He aquí algo que nunca fue examinado ni explicado. Es cierto que Gregorio Waremme, desde hace algunas semanas, la utiliza como secretaria; ella trabaja todas las mañanas tres horas con él, pero esto no basta, teniendo en cuenta lo que gasta sólo en medias y zapatos; además, tal empleo será de corta duración. En efecto, para fines de mes se reunirá una especie de Dieta alemana, a la cual han sido invitados los nacionalistas más notables. Waremme es el alma de la asamblea, que tendrá carácter de una demostración; los preparativos, la correspondencia, la colecta de los fondos necesarios, le dan mucho quehacer. Dirige todo con un celo tanto mayor cuanto que en los últimos tiempos ha circulado por su cuenta una nueva historia escandalosa, un asunto de pederastia, en el cual se hallan complicados algunos jóvenes de la nobleza, miembros de una asociación estudiantil muy cerrada y que sus protectores se esfuerzan en silenciar, cosas que, sin embargo, no lograrán por completo, pues un diario socialista publica al principio, sin indicar nombres, un artículo asaz alarmante, y, como medida de precaución, resolvióse postergar la Dieta para el otoño. (A causa de los acontecimientos que se produjeron en el ínterin, no se realizó nunca).

Pronto llegará la noche; en la habitación donde muere el día, Elli espera a su hermana. Anda con nerviosidad, a ratos se detiene, escucha junto a la puerta, permanece parada al pie de la ventana, husmea en los papeles del escritorio y recomienza a ir y venir. Luego abre un cajón del escritorio: lo primero que se presenta a su vista es una fotografía de Leonardo, que ella no conoce, y al margen de la cual se leen estas palabras: «18 de mayo de 1905, a las 7 de la tarde; a partir de esta hora sé que tengo un alma inmortal. —Leonardo». Elli mira fijamente la foto. Estalla de risa. En una de sus últimas cartas a la amiga ya mencionada, ella escribe acerca de esto: «Me pareció que en lugar de mis senos, tenía dos agujeros profundos y dolorosos». Todo su cuerpo es sacudido por la risa. Entonces llega Ana.

«¿Qué haces aquí, Elli?».

¡Oh, esa voz detestada, ronca, triste! Elli desgarra la foto en cuatro trozos y los arroja a los pies de Ana.

«¿Hasta cuándo piensas representar esta innoble comedia? —le grita a la cara—. Tú o yo; es necesario que una de las dos se vaya, y si es preciso que sea yo, sabrás adónde iré y al menos habrás terminado con tus precauciones; sólo habrá que felicitarte por haber obrado con la conciencia de una maritornes».

Ana se apoya en la pared, tiende el brazo como si quisiera sostenerse de ella, empalidece y se cae. Sin preocuparse de su hermana, que permanece tendida presa de convulsiones epilépticas, Elli desea alejarse. Pero aún no alcanza la puerta cuando Leonardo y Waremme están delante suyo, ambos en smoking.

Vienen a buscar a Ana, pues un señor Bussh los ha invitado con otros amigos a una cena en un hotel. Waremme se aproxima a Ana, ve la fotografía hecha trozos y se dirige a Leonardo en estos términos:

«Ya ve usted, mi querido Maurizius, que no había que dejar que las cosas llegaran a este extremo».

Al mismo tiempo le indica que se ocupe de Ana; él mismo, cosa extraña, se aproxima a Elli, que, muda, temblorosa, ha permanecido de pie frente a su marido, y le ofrece el brazo: ella, cosa aún más extraña; toma ese brazo y se deja conducir a través del corredor, por el cual la viuda del comandante, que naturalmente lo ha oído y comprendido todo, se aleja con ruido de murciélago. Abajo espera un coche: hace subir a Elli, se sienta a su lado, entra con ella en su casa, la conduce a su habitación y le habla casi un cuarto de hora.

Elli tiene la impresión de que un gran médico se ocupa de ella, algún sacerdote que conoce a fondo el corazón humano. Su antipatía se desvanece, ella misma es incapaz de decir nada, pero se abandona, llorando en silencio, al sortilegio de su presencia. Es tan suave, tan bondadoso, tan prudente, y su mirada abarca toda su desventura: «¿Cómo es posible —piensa Elli— que un hombre semejante exista y que haya creído poder odiarlo?». Acepta todo lo que él propone: Leonardo se irá lejos por algunos días y se alojará durante ese tiempo en casa de Waremme; tampoco verá a Ana, y lo mejor será que ésta se instale en casa de Elli; Waremme insistirá sobre esto ante ella, pues le da gran importancia para que callen las malas lenguas. Afirma que Ana es inocente y dice: «Dentro de poco, señora, le traeré la prueba más evidente». Nadie puede dudar de sus intenciones. No pudiendo resistir a su emoción, Elli toma su mano y quiere besarla.

«¡Por amor de Dios!», exclama, y apoya los labios en su frente. Esa noche, Elli duerme trece horas con sueño profundo y sin pesadillas; el gran médico la ha calmado. Leonardo pasa toda la semana en casa de Waremme.

Una mañana, a comienzos de octubre, viene, pero sólo penetra en el jardín, corta rosas y le envía con Frida el ramo. Ella está tan trastornada por la alegría, que se arroja al cuello de la sirvienta y la abraza.

«¡Todo puede arreglarse todavía! —exclama ante su amiga, en su incomprensible ceguera—. La única desgracia está en que en estos diez últimos meses he envejecido diez años ahora soy ya una vieja».

Entre tanto las cosas para Leonardo llegaron al paroxismo: Ana, en su propia casa, es más inaccesible que si estuviera separada de él por diez horas de ferrocarril; y detrás de él, guardián de todos sus pasos, Waremme, a quien prometió evitar un encuentro con Ana; ésta deberá irse, en noviembre, a pasar un año en Inglaterra y él no debe tratar de verla hasta entonces. Pero no es lo peor; debe a Waremme dos mil ochocientos marcos, una deuda que debe pagar a breve plazo, suceda lo que suceda; para hacerle ese servicio y porque confía en su palabra de honor, Waremme ha tomado la suma de los fondos destinados a la Dieta alemana. Es éste, en todo caso, un servicio de amistad incomparable y no se le puede reprochar a Waremme que reclame el pago, puesto que él mismo corre el riesgo de ser acusado de desfalco. (La suma fue, por lo demás, reembolsada dos días antes del asesinato, y no por Leonardo, es cierto, que ni lo supo, ignorándose quién y cómo se hizo. Nadie procuró averiguarlo nunca).

Quizás es exacto, como lo aseguró más tarde en su declaración, que Waremme se lo ofreció espontáneamente, sin que él se lo pidiese. En las cuestiones de dinero, Waremme es de una generosidad real; y acerca de este punto Leonardo debía parecerle algo así como un hermano un poco degenerado, que se hacía una montaña con un grano de arena; además, sabía en qué cruel situación se hallaba su amigo. En casa de su sastre tenía una cuenta que se elevaba a setecientos marcos; al portero le debía cien, y al pequeño prestamista, cuatrocientos; y una deuda de juego, cuyo pago no podía postergarse, se elevaba a mil doscientos marcos. En tiempo de sus discusiones cotidianas con Elli, que eran tan desastrosas para su sistema nervioso, no se atrevía a dirigirse a ella, y ahora mucho menos. Acaso lo retiene un poco de orgullo; quizás se dice que en ese preciso momento no debe caer frente a ella en una dependencia material más pesada; es posible que también obre en Leonardo el antiguo temor, ese miedo místico al juez que su esposa es para él. Es verdad que le envía rosas, pero no se atreve a hacer un llamamiento a su alma tranquilizada, no quiere aparecer como haciendo ese gesto por interés; se envilecería de ese modo, se desenmascararía a sus ojos. Entonces proyecta ir a Francfort; tiene allí algunos amigos de fortuna; no piensa en su padre sino cuando éstos lo apartan con la amabilidad que se gasta en semejantes casos. La misma tarde va todavía en auto a casa de su padre. El hijo del joyero a quien se dirigió en vano en último término, ha puesto a su disposición el coche para suavizar el rigor de la negativa paternal.

En el curso de estas últimas horas fue cuando todo se embrolló en su cabeza. No puede soportar la existencia sin Ana, no vive ya si no puede verla. Desde Francfort le ha enviado un telegrama y ella no ha respondido. Ahora, en cambio, telegrafía a Elli y anuncia su arribo para la noche siguiente. Quiere volver a su casa; Ana está en ella y todo lo demás le resulta indiferente, incluso la catástrofe que le espera si retorna sin dinero. Para enternecer a su padre, le cuenta media docena de mentiras y trata de imponérselas con fanfarronadas; está a punto, dice, de hacer un viaje a Italia para terminar un trabajo que le conferirá el título de profesor, y antes de partir ha querido decirle adiós, etc. Pero a pesar de su limitada perspicacia y de su gran suficiencia, comprende a la tercera frase que no obtendrá nada del viejo, que los ruegos y las lágrimas serán vanos y que le será más fácil lograr indulgencia de la mesa que se encuentra entre ambos. Delante suyo los caminos se cierran uno después de otro. ¿Qué le queda por hacer? Nada más que ese horrible e insensato acto cuyo proyecto quizás, cobarde y ávido, acarició en la mente. Se aloja en un hotel de Boegswinter, despide el auto y duerme hasta el mediodía. Cuando se levanta, se afeita el bigote, compra un largo sobretodo inglés amarillo con un cuello que se puede levantar y telegrafía una vez más a Elli, desmintiendo su telegrama de la víspera. ¿Es posible obrar más claramente y salir de la indecisión y el caos con conciencia más lúcida? Es cierto que más tarde afirmó que sólo quiso hablar con Ana, que tenía la intención de hacerla bajar al jardín, y que si se había desfigurado de ese modo, era para que ella no le negara la entrevista, favoreciéndole lo avanzado de la hora, y que entonces le hubiera propuesto que huyera esa misma noche con él. Estaba obligado a comprar el sobretodo porque no había llevado más que el de verano y el tiempo se había hecho bruscamente invernal. Lamentables explicaciones. La trabazón de los hechos, cadena de anillos bien soldados, apareció a plena luz.

9

Y TODO esto no evita que en el señor de Andergast la duda se eleve, crezca y desborde como una marea que disgrega la materia misma de su convicción. Ese edificio cuya solidez, como le apareciera antaño, había desafiado todos los ataques, presenta ahora por todos lados, a la mirada aguda, fisuras y goteras. La experiencia y el tiempo han agudizado la mirada que se dirige hacia atrás; ¿es la objetividad, a la que ya no molestan el papel de substituto, la necesidad de tomar partido? ¿No sería más bien la intervención de cierta pequeña linterna sorda de Amorbach, de ningún modo simbólica, sino totalmente real, concreta y tangible, por lejana e invisible que esté la mano que la dirige? Ella hace caer su luz brutal sobre las personas y los hechos, para perseguirlos hasta el fin en las tinieblas aún insondables. Y es también la acción de dos ojos audaces, de un par de ojos de dieciséis años, nuevos y sin miedo, reflejando una voluntad capaz de comunicarse a los demás y cuyo poder irresistible está en relación inversa con el alejamiento de aquel que lo recela.

También hace más clara la aparición el alejamiento; un alejamiento en el espacio y en el tiempo, sobre el cual nada puede la voluntad y que transforma en obsesiones toda evocación del recuerdo. Helo aquí una vez más aún, entre las sombras que ondean, a ese muchachito de cinco años y de bucles castaños, en traje de marinero, con las manos en los bolsillos del pantalón, la boca en punta, impertinente, pronta a silbar; está parado en lo alto de la escalera y medita sobre los medios de llegar abajo sin utilizar los escalones. En su rostro se lee que los desprecia, pues últimamente anunció que estaba convencido de que podría volar, pero que para eso necesitaba de una fórmula mágica complicada, y de que uno no puede agenciarse sino después de haber mirado al sol de frente, sin pestañear, durante cinco minutos. Todos los días ensayaba una vez, se impacientaba por lograrlo y sentíase vejado cuando afirmaba que lo había conseguido y alguien le probaba que hacía trampa.

El señor de Andergast tiene ahora delante suyo otra imagen. Es un domingo por la mañana; ha llevado a Etzel al museo Liebig. El pequeño está parado ante una Venus antigua y la mira fijamente con ojos llenos de curiosa angustia y de profundo asombro. Una joven se aproxima al señor de Andergast para saludarlo. Etzel dirige hacia ella sus ojos soñadores, luego observa la estatua, de nuevo contempla a la joven y al fin dice. (El señor de Andergast aún cree oír esas palabras pronunciadas en voz baja y con vacilación): «¿Todas son así, papá, tan maravillosamente bellas?».

Hay en la pregunta una secreta angustia que no pueden ocultar los luminosos ojos; es quizá la angustia de los ángeles cuando el brazo de Dios señala los crímenes acumulados en sus criaturas y el camino cubierto de sangre y de penas que conduce, por la muerte, del amor terrestre al amor celeste. Pero reconocer, presentir esas cosas procede del don de segunda vista precisamente, y en el señor de Andergast esa actitud data de hoy solamente; antaño se tenían cerrados los ojos para tales cosas, como sobre todas las demás, en último caso. Manifestar su existencia es en sí algo natural cuando alguien existe; y bien, existe. La infancia es un estado imperfecto, y hacerlo lo más perfecto posible es tarea de padres y maestros. Aquí el padre tiene preeminencia sobre todos los otros, él es quien se ocupa de los asuntos del mundo y el ser que ha engendrado no tiene otra cosa que hacer que tomarlo por modelo y marchar dócilmente detrás de sus huellas. Cada día, tomado separadamente, no se distingue en nada de los demás; la hora no merece que uno se detenga en ella; hay que sumar las horas, y la suma de esas columnas de cifras representa una promoción de clase, la primera comunión, un boletín semestral, el certificado de fin de año, los exámenes; el total último representa la manifestación y el valor de la vida; valorizarla es un simple ejercicio de cálculo.

El señor de Andergast recuerda una grave enfermedad que aquejó a Etzel cuando contaba ocho años. Una noche, bastante tarde, entra a la habitación y se aproxima a la cama del pequeño. Hace ya mucho tiempo que la madre ya no está allí. El rostro del niño está púrpura, sus ojos afiebrados y sus cabellos húmedos de sudor se le pegan a la frente; cuarenta grados de fiebre. Cuando Etzel nota la presencia de su padre, un sorprendente espanto se refleja en sus facciones, da vuelta la cabeza y murmura cosas incomprensibles.

La enfermera trata de calmarlo, le pasa la mano por la cabeza y le dice dulcemente:

«Mira, pequeño, es tu padre», pero el niño se contorsiona como si fueran a castigarlo y sus labios resecos balbucean:

«Quiero que venga Rie. —Se busca a Rie; ésta se arrodilla junto a la cama y toma sus manitas; entonces Etzel se calma y dice en un murmullo—: No quiero morir, ¿comprendes Rie?; díselo a mamá, no quiero morir».

En ese «no quiero» hay una decisión huraña, al tal punto que Rie, abandonando su lloriqueo habitual, le responde con gravedad:

«Está bien, pequeño Etzel, si no lo quieres no te morirás; sin duda sabes que te necesitamos».

«¡Ridícula loca!», piensa el señor de Andergast. Aun cuando estuviese emocionado y seriamente inquieto, esa frase de Rie le pareció entonces tan disparatada como fuera de lugar. Se puede amar a un niño, incluso ocultándoselo cuidadosamente (¿«alguien» no ha llevado la disimulación de esa ternura hasta que por último resta de ella muy poca cosa?). Pero, en verdad, no es posible decirle que uno necesita de él. Y tampoco es cierto que se lo necesite; se necesitan reyes, generales, oficiales, jueces, substitutos, soldados, obreros, sirvientes, pero a los niños hay que educarlos antes de hacerlos utilizables.

No, después de todo, él no había sentido verdadera ternura y a lo sumo experimentó una de las numerosas variedades degeneradas de ese sentimiento. Frente al giro que ahora han tomado las cosas, frente al total hundimiento de lo que se llama su vida privada, ya no tiene ninguna razón para continuar engañándose todavía.

Medita y medita, y sigue buscando.

Enfermedades tales como la escarlatina son a menudo etapas de maduración que cuentan en el desarrollo de un niño. El señor de Andergast recuerda, cosa sorprendente, que poco tiempo después dejó de seguir al pequeño, es decir que, por una parte, esa conciencia de ejercer un poder soberano y casi divino sobre un ser humano comenzó a vacilar, y, por otra, que en el niño el movimiento ordenado se transformó poco a poco en otro independiente, siendo la modificación ofensiva para el amor propio del educador. Para penetrar en el alma del niño hay que tomarse mucho trabajo. Uno presiente en él una rebelión sumamente extraña a inexpresada. No sería posible señalar en su conducta la menor infracción, la menor desobediencia, pero su actitud es ya la rebelión en sí. Recuerda haber ido al campo, cierto año, para Pentecostés, con el niño, por entonces de diez años. Helo aquí en un compartimiento de primera clase.

Etzel se inclina por la ventanilla y el señor de Andergast le invita a que deje de hacerlo y se mantenga quieto. A decir verdad, nada justifica esa orden, pero quiere leer en paz su diario y considera que no es conveniente que el niño se agite y saque continuamente la cabeza por la ventanilla. Entonces Etzel, sentado frente a su padre, erguido como un cirio, acentuando su actitud de prudencia, mira al señor de Andergast sin desviar los ojos. Y en ese examen (aun cuando el padre tenga aire de no parar mientes en ello) hay algo de provocativo, un asombro que lo analiza, una secreta y llamativa curiosidad acerca de lo que realmente puede ser ese hombre que es su padre e incluso una disimulada chispa de ironía en los ojos claros, entrecerrados a la manera de los miopes; durante un segundo el señor de Andergast se siente agitado y ardiendo en cólera, y está casi a punto de levantar la mano para golpear al muchachito.

Todo el día permanece lacónico y ensimismado, y de tiempo en tiempo siente que nuevamente se dirige a él, midiéndolo, la clara mirada misteriosa del niño. ¡Cuánto misterio, por otra parte, en un niño semejante! Siempre parecería que Etzel se aburre en el camino recto y aprovecha todas las oportunidades para salirse de él, tomar por un atajo y entregarse en el otro lado a una empresa clandestina. Cuando reaparece, tiene aire de haber cometido algún latrocinio y de desear poner en lugar seguro y con toda rapidez su botín. ¿No es todo un hurto: las experiencias que va a buscar y que no pueden ser controladas, las palabras e ideas que recoge, los cuadros con que llena su imaginación insaciable? Encuentra cómplices en todas partes, todas las puertas se abren sobre el mundo y toda nueva experiencia del mundo es suciedad para un alma inocente. Aprender exalta o agobia. El saber es temeridad o duda audaz. Cierto día el señor de Andergast sostuvo una conversación con el pastor, y el digno hombre le dijo: «Ese chico tiene un espíritu difícil, en verdad; no cree más que en aquello que se le puede demostrar con la luz meridiana, y la única cosa que lo entretiene es buscar una aguja en un depósito de heno; el mismo buen Dios no lograría dominarlo fácilmente».

Pero al mismo tiempo el sacerdote sonreía, como sonreían todos aquellos que le hablaban de él o que, simplemente, lo veían. Incluso el empleado del registro, desecado por su oficio de chupatintas, tenía una sonrisa sobre los marchitos labios cuando lo vislumbraba. Hasta ese áspero doctor Malapert sonreía cada vez que tropezaba con el niño en la casa. Y siempre era una sonrisa amable, animadora, amplia, la que le dirigían las gentes. ¿De dónde provenía esto? De sus maneras, sin duda alguna. Existen enanos que gesticulan como gigantes, y el hecho es de una gran comicidad. Tenía indudablemente algo de gnomo travieso que mira cándidamente a las personas en los ojos y les hace una burla cuando ya ha cruzado la puerta. Hace algunos años, una anciana tía abuela jorobada visitaba la casa; tenía por costumbre abrazarlo e incluso de abrazarlo de una manera un poco glotona, gimiendo de ternura; cuando al fin terminaba, Etzel frotábase cuidadosamente la cara, se inclinaba delante de ella con cómica gravedad y muy serio decía: «Muchas gracias, tía Rosalía». ¿Acaso lo que tenía de chusco y su actitud cortés y digna encubrían tantas farsas ejecutadas o proyectadas que ellas le ganaban simpatía? Claro está que poseía una gracia natural, una audacia espontánea y amable; esas dos características le venían de su madre, que, siendo muchacha, también era graciosa, impertinente y sumamente difícil de comprender. ¿Residía la seducción en aquello que el doctor Raff había llamado en el curso de su estimable análisis psicológico «la medida»? ¿Las gentes intuían con claridad que el doctor Raff usaba para con ellas la verdadera medida, que no les exigía más de lo que podía esperar de ellas y las tomaba sólo por lo que eran realmente?

Fuese como fuere, el señor de Andergast no había notado gran cosa de lo que su hijo tenía de particular y que todos se apresuraban a reconocer. Si por azar tal hecho se imponía a su pensamiento, no lo admitía, juzgando de su deber no darle la menor importancia. Habría sido irreconciliable con sus principios. Tal circunstancia habría desviado la línea de conducta a seguir. Esto habría perjudicado el orden, contrariado la regla y equivaldría a abandonar el timón.

Sólo ahora, cuando volvía a pensar en ello, parecíale que al tomar tal actitud había renunciado también a otra cosa, por ejemplo, a una cierta complacencia permitida quizás, a algo que podría denominarse un firme propósito de amar.

Desde ese momento pensó que así designaba de manera suficientemente exacta y completa esa actitud que se había hecho suya y que consistía en abstenerse de toda manifestación sentimental, para esterilizar al sentimiento mismo. También le pareció… sí… pero qué pues, qué… pero puesto que era demasiado tarde… absoluta y de cualquier modo, era demasiado tarde…