ALGO EXTRAÑO

Algo extraño sucedía cada día. Podía suceder por la mañana, mientras los dos hombres hacían sus lecturas y observaciones y las dos mujeres se ocupaban de los quehaceres domésticos: las caras grandes habían llegado por la mañana. O, como en el caso de las caras pequeñas y los fuegos de colores, lo extraño podía suceder por la tarde, en mitad del programa de mantenimiento de Bruno y la transmisión de Clovis a la Base, las rondas de Lia en el jardín o, incluso, mientras Myri trabajaba en su historia. Lo habitual era que la velada transcurriera de forma tranquila. La noche, con menos frecuencia.

Todos comprendían que las expresiones temporales corrientes no tenían sentido para las personas confinadas indefinidamente, como era su caso, en una esfera de acero detenida y suspendida en una región del espacio tan vacía que la luz de la estrella más cercana tardaba unos cientos de años en llegar hasta ellas. El Reglamento de la Base, sin embargo, recomendaba que adoptasen una unidad temporal de veinticuatro horas, la habitual en esa Tierra que no habían visto desde hacía ya tantos meses. Aquella sugerencia resultó de lo más adecuada: su trabajo, tiempo de recreo y descanso parecían adaptarse de manera natural a los períodos establecidos. Tan solo la perspectiva de la misma rutina año tras año, prolongándose en el futuro más allá de lo que pudieran siquiera imaginar, era fuente de tensión.

Bruno le comentó esto a Clovis después de haber pasado la mañana reparando un error en el analizador de espectro que utilizaba para investigar y clasificar las estrellas más cercanas. Estaban sentados junto a la portilla de observación principal de la sala, bebiendo su cóctel de mediodía y esperando a que las mujeres llegasen.

—Yo diría que lo estamos llevando muy bien —dijo Clovis en respuesta a Bruno—. Puede que demasiado bien.

La gruesa y encorvada figura de Bruno se incorporó:

—¿A qué te refieres?

—Puede que hasta estemos dificultando nuestras posibilidades de ser relevados.

—La Base nunca ha dicho una palabra acerca de relevarnos.

—Exactamente. Con medio millón de estaciones a las que dotar de personal, pasará mucho tiempo antes de que encuentren el momento de ocuparse de una como esta, en la que todo va sobre ruedas. Tú y yo formamos un equipo perfecto. Tú tienes a Lia, y yo, a Myri, y ellas se llevan bien: no existe la menor sombra de conflicto. Por lo tanto, no hay razón para un relevo.

Myri había escuchado toda esta conversación mientras ponía la mesa en el rincón. Se preguntaba cómo era posible que Clovis ignorara que Bruno quería estar con ella, en lugar de con Lia, o quizá además de con Lia. Pero si Clovis lo sabía, y le estaba tomando el pelo a Bruno, entonces se estaba equivocando, porque Bruno no era un hombre precisamente agradable. Con su cuello gordo y su gruesa cara pálida, tampoco sería muy agradable tenerlo encima, todo lo contrario que a Clovis, que, pese a ser algo más bajo, tenía un cuerpo bien formado y una piel suave que siempre eran bienvenidos. No era capaz de pensar tan bien como Bruno, pero, por otra parte, muchas de las cosas que Bruno pensaba no eran muy agradables. Se sirvió una copa y se acercó a ellos.

Bruno había comentado algo sobre que era una lástima no poder falsificar su informe de personal añadiendo unas pocas peleas falsas, y Clovis se había mostrado inmediatamente de acuerdo en que eso era imposible. Myri lo besó y se sentó a su lado.

—¿Qué opinas de la idea de ser relevados? —le preguntó él.

—Nunca pienso en ello —respondió ella.

—Haces bien —dijo Bruno, sonriendo—. Aquí lo estás haciendo de maravilla. Lo suficientemente bien, en cualquier caso.

—¿Qué insinúas? —le preguntó Clovis con una sonrisa falsa.

—No es lo que yo llamo una vida plena, ¿no crees? Para ninguno de nosotros. A mí, por lo menos, no me vendría mal un cambio, en cualquier caso. Un tipo de trabajo distinto, por ejemplo, algo que no se limite a hacer pruebas y a utilizar y reparar equipos. Parece que últimamente se averían demasiadas cosas, ¿no? Tengo que reparar el analizador casi cada día y, sin embargo…

Su voz se apagó y miró fuera de la portilla, como para asegurarse de que todo lo que había más allá era el paisaje estelar de puntos y manchas de luz de siempre.

—Y, sin embargo, ¿qué? —preguntó Clovis, ya de un evidente mal humor.

—Estaba pensando que deberíamos sentirnos agradecidos por tener tantas cosas con las que pasar el tiempo: el trabajo rutinario, el cultivo de las frutas y las verduras, y el relato de Myri… ¿Cómo va, por cierto? ¿No nos vas a leer un fragmento? ¿Esta noche, quizá?

—No hasta que lo termine, si no te importa.

—Ah, pero sí que me importa. Es parte de nuestro deber entretenernos los unos a los otros. Y a mí, personalmente, me interesa mucho ese relato.

—¿Por qué?

—Porque tú eres una chica interesante. Ojos marrones brillantes y una piel radiante y sana. ¿Cómo lo consigues, después de todo este tiempo en el espacio? Y con más energía que ninguno de nosotros…

Myri permaneció en silencio. A Bruno se le daba muy bien hacer ese tipo de comentarios ante los que no había nada que replicar.

—¿De qué trata? —prosiguió—. Al menos, podrías contarnos eso.

—Ya te lo he dicho. Es sobre la vida cotidiana. La vida en la Tierra antes de que hubiera estaciones espaciales, mucha gente distinta haciendo cosas distintas, no esta…

—Eso es la vida cotidiana, ¿no? Gente distinta haciendo cosas distintas… Me muero de curiosidad por escuchar cuáles son esas cosas. ¿Quién es el héroe, Myri? ¿Nuestro querido Clovis?

Myri colocó su mano sobre el hombro de Clovis.

—Ya basta, Bruno, por favor. Volvamos a tu comentario sobre nuestra rutina. No he entendido por qué has omitido precisamente la parte más importante, la parte que nos mantiene a todos más ocupados.

—¡Ah, los extraños sucesos! —Bruno agachó la cabeza con un gesto típico suyo: mitad risa, mitad temblor nervioso—. Y las horas que pasamos hablando de ellos. ¡Oh, sí! ¿Cómo he podido olvidar mencionarlos?

—Si tienes un poco de sentido común, seguirás sin mencionarlos —le espetó Clovis—. Ya estamos todos hartos de ese asunto.

—Puede que tú lo estés, pero yo no. Quiero hablar de ello. Y parece que Myri también, ¿no, Myri?

—Creo que tal vez haya llegado la hora de hacer otro intento de encontrar un patrón —dijo Myri. Esta era una de esas situaciones en las que Bruno no se mostraba precisamente agradable, pero había que reconocer que llevaba razón.

—¡Oh, otra vez no! —Clovis se puso en pie de un salto y se acercó a la mesa de las bebidas—. Ah, hola, Lia —dijo a la mujer rubia, alta y delgada que acababa de entrar con una bandeja de platos fríos—. Deja que te sirva una copa. Bruno y Myri se están poniendo filosóficos: buscan patrones. ¿Qué opinas? Te diré lo que opino yo. Opino que ya nos estamos excediendo en nuestras atribuciones. Creo que los patrones son trabajo de la Base.

—También podemos hacer que sea nuestro —dijo Bruno—. ¿Estás de acuerdo, Lia?

—Por supuesto —dijo Lia con esa voz profunda que a Myri siempre le había parecido mucho más firme e independiente que su propia dueña.

—Muy bien. Puedes permanecer al margen de esto si quieres, Clovis. Partimos del hecho de que lo que vemos y oímos no son necesariamente espejismos, aunque puede que lo sean.

—Por lo menos sabemos, gracias a los informes que nos envía la Base de otras estaciones, que son ilusiones que cualquier ser humano puede tener, no solo nosotros.

—Correcto, Myri. En cualquier caso, ilusiones o no, algún tipo de inteligencia las dirige hacia nosotros con un propósito.

—Eso no lo sabemos —objetó Myri—. Puede que se trate de fenómenos naturales, o del resultado de alguna actividad inteligente que no se dirija a nosotros.

—Correcto de nuevo, pero, de momento, reservémonos las hipótesis menos probables para más tarde. Ahora, como punto de partida, consideremos los extraños sucesos de la semana pasada. Iré a buscar el diario para que no haya disputas.

—Me gustaría que lo dejaras —dijo Clovis a Myri cuando Bruno salió hacia la sala de equipamiento—. Es una pérdida de tiempo.

—Tiempo es lo único de lo que no andamos faltos aquí.

—Yo no estoy falto de nada —dijo, tocando el muslo de ella—. Vente conmigo un ratito.

—Más tarde.

—Lia siempre se va con Bruno cuando él se lo pide.

—Sí, pero porque yo así lo decido —dijo Lia—. A ella ahora no le apetece. Espera a que le apetezca.

—No me gusta esperar.

—Esperar puede ser un aliciente.

—Allá vamos —dijo Bruno enérgicamente nada más regresar—. Muy bien… Lunes. «En pocos segundos la esfera quedó recubierta por una sustancia húmeda, densa y parduzca que las pruebas revelaron impermeable así como infinitamente densa. El personal no realizó acción alguna. Después de tres horas y quince minutos la sustancia desapareció». Lo interesante es lo de «infinitamente densa». Eso debe de haber sido un espejismo, o algo les habría ocurrido al resto de estaciones al mismo tiempo, por no hablar de las estrellas y los planetas. Un espejismo total o parcial, entonces. ¿Estamos de acuerdo?

—Continúa.

—Martes. «Objeto metálico de tamaño comparable al de nuestra esfera acercándose con trayectoria de colisión a 500 km/s. No tomamos medidas defensivas. El objeto apareció instantáneamente a una distancia de 35 millones de kilómetros y desapareció instantáneamente a 1500 km». ¿Qué hay de eso?

—Ya hemos tenido de esos antes —interrumpió Lia—. Solo que este es el que ha tardado más en acercarse y el que más se ha aproximado a nosotros antes de desaparecer.

—Incomprensible o espejismo —sugirió Myri.

—Sí, creo que por el momento no podemos deducir nada más. Miércoles: algo muy trivial, no vale la pena comentarlo. «Un ser en apariencia construido íntegramente de hueso se aproximó a la portilla principal y nos hizo señas». Quienquiera que sea el responsable de esto se está quedando sin ideas. Jueves. «Todos los cuerpos externos a la esfera se desvanecieron simultáneamente con todo el instrumental, reapareciendo simultáneamente con todo el instrumental dos horas más tarde». Esto tampoco es nuevo, si no recuerdo mal. ¿Espejismo? Bien. Viernes. «Seres parecidos a los reptiles terrestres cubrieron la esfera, luchando encarnizadamente y devorándose los unos a los otros. Fuertes ruidos de deslizamientos y crujidos». Al menos los ruidos deben de haber sido una ilusión, considerando que ahí fuera no hay aire, y nunca he oído de un reptil que no respire. Lo mismo puede aplicarse al espectáculo de ayer. «Gritos humanos de dolor y sumo asombro que se aproximan y se alejan. Sin acompañamiento visual o de otra clase». —Hizo una pausa y los miró—. ¿Y bien? ¿Se puede inferir algún patrón homogéneo?

—No —dijo Clovis, sirviéndose ensalada, puesto que para ese momento estaban ya sentados a la mesa del almuerzo—. Y desafío a cualquier cerebro humano a que conciba alguno. Todo el asunto es completamente arbitrario.

—Al contrario, puede que justo el próximo incidente, hoy mismo, cuando suceda, revele una pauta inequívoca.

—Debemos concentrarnos —dijo Myri— en el objeto que se aproximaba a nosotros. ¿Por qué se desvaneció justo antes de colisionar con la esfera?

Bruno la miró fijamente.

—Tenía que hacerlo, si era un espejismo.

—En absoluto. ¿Por qué no podíamos tener la ilusión de que un objeto colisiona con la esfera? ¿Y si suponemos que no fue un espejismo?

—Quizá la próxima vez que aparezca un objeto colisione contra nosotros —dijo Lia.

Clovis rio.

—Esa sí que es buena. ¿Y qué ocurriría si así fuera? ¿Y si no fuera un espejismo?

Todos miraron a Bruno buscando una respuesta. Después de uno o dos segundos, este dijo:

—Supongo que la esfera se haría añicos y todos saldríamos disparados al espacio. En realidad, soy incapaz de imaginar qué pasaría exactamente. Estaríamos… Nunca volveríamos a vernos, ni a nadie ni nada más, no seríamos más que una masa sin sentido flotando en el espacio para siempre. Las probabilidades de…

—Valdría la pena solo por librarnos de tu conversación —dijo Clovis con amabilidad ahora que era Bruno el que parecía incómodo—. Centrémonos en asuntos prácticos, para variar. ¿Cuánto tiempo te llevará hacer tus análisis esta tarde? Hay mucho material para enviar a la Base y yo no podré echarte una mano.

—Una hora, quizá, una vez que haya hecho las últimas pruebas.

—¿Y qué necesidad hay de hacer esas pruebas? Estaba perfectamente alineada cuando terminamos esta mañana.

—Afortunadamente.

—Y tan afortunadamente. Una variable más y nos habría resultado imposible.

—Sí —dijo Bruno, sin prestar atención. Después se puso en pie de una forma tan brusca que los otros tres se sobresaltaron—. Pero no fue así, ¿verdad? No había ninguna variable más, ¿o sí? No sucedió eso que no hubiéramos podido gestionar.

Nadie habló.

—Perdonadme, necesito estar solo.

—Si Bruno sigue con esto —dijo Clovis a las dos mujeres—, la Base enviará un relevo antes de lo que pensamos.

Cuando, media hora más tarde, Myri se sentó a trabajar en su relato, intentó apartar de su mente el pensamiento del extraño comportamiento de Bruno. No era capaz de describir la expresión de la cara de Bruno cuando este abandonó la mesa. ¿Emoción? ¿Disgusto? ¿Sorpresa? Eso era lo más cercano: una especie de sorpresa persistente. Bueno, era inevitable, tratándose de Bruno, que se hubiera puesto a analizarlo todo durante la cena. Ojalá fuera más agradable, porque era un hombre al que se le daba bien pensar.

Cuando finalmente consiguió expulsar la imagen del rostro de Bruno, empezó a leer la página del manuscrito en la que había estado trabajando la tarde anterior hasta que los gritos la interrumpieron. Formaba parte de una escena difícil, una en la que una mujer se encontraba con un tipo con el que había mantenido una relación diez años antes, con el agravante de que en ese momento se encontraba acompañada del hombre con el que había empezado a salir después de romper con él. La escena transcurría en un comedor de una gran ciudad.

—Vete —dijo Volsci—, o te pegaré.

Norbu sonrió de un modo desagradable.

—¿Y qué conseguirías con eso? A Irma le gusto más que tú. Tú eres más agradable, de eso no hay duda, pero yo le gusto más. Recuerda con más claridad el sexo conmigo hace diez años de lo que recuerda el sexo que tuvisteis anoche. Soy bueno pensando, lo cual es mejor que ser agradable, por muy agradable que seas.

—Va a cenar conmigo —dijo Volsci, señalando la cena fría y las bebidas que tenía enfrente—. ¿A que sí, Irmy?

—Sí, Irmy —dijo Norbu—. Debes elegir. Si no quieres estar con los dos a la vez, entonces debes decidir quién te gusta más.

Irmy miró a un hombre y luego al otro. Había tanta diferencia entre ellos que apenas sabía por dónde empezar: uno más agradable, el otro más inteligente; uno delgado, el otro regordete. Decidió que ser agradable era lo mejor. Era más importante y más significativo, mejor en todos los sentidos. Dijo:

—Me quedo con Volsci.

—Creo que te equivocas. —Norbu pareció sorprendido y apenado.

—Es mejor que te vayas —dijo Volsci—. Ila te estará esperando.

—Sí —dijo Norbu. Ahora parecía extremadamente apenado.

Irmy también se sintió bastante apenada.

—Adiós, Norbu —dijo.

Myri sonrió para sus adentros. Era bueno, incluso mejor de lo que recordaba —no tenía sentido ser modesto ante uno mismo—. Si era capaz de inventar todos esos personajes, totalmente distintos a cualquier persona que conociese, y ponerlos en una situación tan ajena a su experiencia, debía de ser una buena escritora, a pesar de las burlas de Bruno. De lo único de lo que no estaba segura era de si no habría exagerado la parte sentimental o si se habría extendido demasiado en ella. Puede que extremadamente apenado fuera demasiado intenso; lo sustituyó por más apenado que antes. Excelente: ahora había conseguido el toque perfecto de control para todos esos sentimientos. Decidió que podía terminar la escena con unas pocas líneas más.

«Ya nos veremos en algún cóctel, dijo Volsci», escribió. La interrumpió el sonido del timbre de la puerta, que le hizo fruncir el ceño. Cruzó su pequeña habitación en forma de cuña —su pared posterior formaba parte de la pared exterior de la esfera, pero no tenía portilla—, descorrió el cerrojo y se encontró a Bruno en el umbral. Respiraba agitadamente, como si hubiera estado corriendo o levantando peso, y vio con desagrado que había gotas de sudor en su gruesa piel. La empujó a un lado para pasar y se sentó sobre su cama, con la boca abierta.

—¿Qué te pasa? —preguntó, con disgusto. Las tardes eran libres, a menos que se acordaran otros planes a la hora de comer.

—No sé lo que me pasa. Creo que me estoy poniendo enfermo.

—¿Enfermo? Pero eso es imposible. Solo la gente de la Tierra enferma. Nadie se pone enfermo en las estaciones: eso nos dijo la Base. La enfermedad la causa…

—No me creo todo lo que nos cuenta la Base.

—Pero ¿si no confiamos en la Base, en quién podemos confiar?

Obviamente, Bruno no escuchó la pregunta. Dijo:

—He tenido que recurrir a ti. Lia no es buena para estas cosas. Por favor, deja que me quede contigo. Tengo tantas cosas que contarte…

—No servirá de nada, Bruno. Pertenezco a Clovis. Pensé que habías comprendido que yo no…

—No me refiero a eso —repuso con impaciencia—. Te necesito para pensar. Aunque una cosa está conectada con la otra, con tenerte. Aunque no espero que lo entiendas. Yo mismo acabo de empezar a entenderlo.

Myri no comprendió nada de esta última parte.

—¿Pensar? ¿Pensar en qué?

Él se mordió el labio y cerró los ojos un momento.

—Escucha —dijo—. El analizador es lo que me dio la idea. Prácticamente todos los días se avería. Y el ordenador, los contadores, los repeledores, los escáneres y todo lo demás; también se averían constantemente, así como sus fuentes de alimentación. Pero no el purificador o el reconstituidor de fluidos, o los productores de fruta o de verdura, o los calefactores o la fuente principal de energía. ¿Por qué no?

—Bueno, son menos complejos. ¿Cómo puede estropearse un productor de fruta? Solo consta de dos elementos: un tanque químico y un tanque de agua. Pregúntale a Lia.

—Está bien. Entonces intenta responder a esto. Los extraños sucesos: si son espejismos, ¿por qué ocurren siempre fuera de la esfera? ¿Por qué no suceden nunca dentro?

—Quizá sí lo hagan —dijo Myri.

—No. Me niego a que sea así. No me gustaría. Quiero que todo lo que ocurra aquí sea real. ¿Eres real? Necesito creer que eres real.

—Por supuesto que soy real. —Ahora estaba completamente desconcertada.

—Y eso supone una diferencia, ¿no? Es muy importante que tú y todo lo demás sea real, todo lo que hay dentro de la esfera. Pero dime: lo que sea que esté detrás de estos sucesos debe de ser bastante poderoso si es capaz de engañar a nuestros instrumentos y a nuestros sentidos tanto y de manera tan consistente… Y, sin embargo, no puede hacer nada, nada que reconozcamos como extraño, quiero decir, dentro de esta diminuta piel de acero. ¿Por qué no?

—Probablemente tiene sus limitaciones. Deberíamos alegrarnos.

—Sí, vale. Siguiente punto. ¿Recuerdas aquella vez en que intenté permanecer despierto para hacer guardia en la sala después de medianoche?

—Eso fue una tontería. Nadie debe permanecer despierto después de medianoche. El Reglamento era muy claro al respecto.

—Sí, lo era, ¿verdad? —Parecía que Bruno estuviera intentando sonreír—. ¿Recuerdas que te conté era incapaz de explicar cómo había llegado a mi propia cama, en la que me encontraba, como de costumbre, cuando la música nos despertó? Y, aquí es donde quiero ir a parar, ¿recuerdas cómo todos coincidimos durante el desayuno en que la vida en el espacio debía de habernos condicionado de tal modo que dormirnos a una hora determinada se había convertido en un mecanismo automático? ¿Recuerdas eso?

—Por supuesto que lo recuerdo.

—Bien. Entonces, dos preguntas: ¿te parece una explicación plausible, esa especie de autocondicionamiento absoluto en el caso de los cuatro tras… solo unos meses?

—No cuando lo cuentas así.

—Pero todos estuvimos de acuerdo en aquel momento, ¿verdad? Sin dudarlo.

Myri, apoyándose en una pared, se movió con nerviosismo. Esta vez su manera de ser desagradable era distinta, había algo que hacía que tuviera ganas de que se callara, incluso aunque estaba pensando mejor que nunca.

—¿Cuál es tu otra pregunta, Bruno? —Su propia voz le sonó diferente.

—Vaya, tú también lo sientes, ¿verdad?

—No sé a qué te refieres.

—Lo sabrás en un minuto. Prueba con mi otra pregunta. Aunque la noche de la música fue hace mucho tiempo, poco después de llegar aquí, la recuerdas con claridad. Yo también. Y, sin embargo, cuando trato de acordarme de lo que estaba haciendo solo un par de meses antes, en la Tierra, ultimando mi vida allí, preparándome para esto, no consigo recordar más que un vago borrón. Nada destaca sobre el resto.

—Todo queda ya muy lejos.

—Puede ser. Pero el viaje lo recuerdo con claridad, ¿tú no?

Myri aguantó la respiración. «Estoy sorprendida —se dijo a sí misma—. O algo parecido. Me siento como parecía que se sentía Bruno cuando abandonó la mesa del almuerzo». No dijo nada.

—Ahora lo sientes, ¿verdad? —La estaba observando atentamente con ojos escrutadores—. Deja que intente describirlo. Una sorpresa que sigue y sigue. Desconcierto. Síntomas de esfuerzo físico o tensión. Y, sobre todo, una especie de incomodidad… Como si tuvieras un objeto afilado presionando contra una parte tierna de tu cuerpo, excepto que ese objeto está solo en tu mente.

—¿De qué estás hablando?

—Falta vocabulario.

El altavoz que había encima de la puerta se activó con un clic y la voz de Clovis dijo: «Atención. Suceso extraño. Reunión en la sala inmediatamente. Suceso extraño».

Myri y Bruno dejaron de mirarse el uno al otro y salieron corriendo por el estrecho pasillo. Clovis y Lia ya estaban en la sala, mirando por la portilla.

A escasos metros del vidrio duro como el acero, dos figuras, iluminadas por alguna fuente invisible, flotaban. El nivel de detalle era excelente, de manera que los cuatro habitantes de la esfera podían distinguir sin dificultad cada pliegue en la piel desnuda de las dos caricaturas de humanidad que al parecer se habían presentado para someterse a una concienzuda inspección; una presunción que pareció confirmarse por la lenta rotación de la pareja, que posibilitaba que se escudriñase cada porción de ella. Excepto por unos brotes de maleza en la base del cráneo, carecían de pelo. Las extremidades eran reducidas, y no se estrechaban en las articulaciones como es habitual; además, sus vientres eran protuberantes. Una tenía características masculinas y la otra femeninas, pero en ninguno de los dos casos estaban completas. Cada una de las bocas abiertas, húmedas, temblorosas y desdentadas, emitía un grito fuerte, claramente audible, de un tono más alto que ninguno de los de la esfera hubiera podido emitir, y de un alcance emocional desconocido.

—Bueno, me pregunto cuánto durará esto —dijo Clovis.

—¿Vale la pena probar con los repeledores? —preguntó Lia—. ¿Qué indica el radar? ¿Los detecta?

—Iré a echar un vistazo.

Bruno se puso de espaldas a la portilla.

—No me gustan.

—¿Por qué no? —Myri vio que volvía a sudar.

—Me recuerdan a algo.

—¿A qué?

—Estoy intentando pensar.

Pero aunque Bruno siguió intentando llegar a alguna conclusión durante el resto del día, con una solemnidad tan obvia que hasta Clovis hizo lo que pudo para ayudar con sugerencias, cuando se separaron cinco minutos antes de la medianoche, como era su costumbre, no se hallaba más cerca de la solución. Y cuando, varias veces en los dos días posteriores, Myri le mencionó la tarde de las caricaturas, mostró poco interés.

—Bruno, eres increíble —dijo una noche—. ¿Qué ha pasado con esas extrañas sensaciones tuyas que tantas ganas tenías de describirme justo antes de que Clovis nos llamara a la sala?

Se encogió de hombros de esa forma suya casi femenina.

—Ah, no sé lo que me dio —dijo—. Supongo que simplemente estaba enfadado con el maldito analizador porque no deja de averiarse. Últimamente funciona mucho mejor.

—Y todo ese tiempo que solías dedicar a pensar…

—Una absoluta pérdida de tiempo.

—No lo era.

—Sí, estoy de acuerdo con Clovis: dejemos que la Base se encargue de pensar.

Myri se sentía bastante decepcionada. Oír a Bruno renunciar a la tarea de pensar parecía el fin de algo. Esta sensación se intensificó poderosamente cuando, poco después, el anuncio llegó a través del altavoz de la sala. Sin más preámbulos, aparte del habitual clic de encendido, una voz desconocida dijo: «Atención, por favor. Aquí la Base llamando a su interfono».

Todos miraron hacia arriba sorprendidos, especialmente Clovis, que le dijo a Bruno rápidamente: «¿Es eso posible?».

—¡Oh, sí! Han estado haciendo pruebas —replicó Bruno con la misma rapidez.

—Puede que sea irónico —continuó la voz— que la primera transmisión que somos capaces de hacer con ustedes a través de este medio sea también la última que vayan a recibir por cualquier medio. Desde hace algún tiempo, el mantenimiento de las estaciones espaciales no ha sido rentable, por lo que se acaba de tomar la decisión de suspenderlo por completo. Por consiguiente, no elaborarán más informes de ningún tipo o, mejor dicho, pueden continuar haciéndolo si lo desean, pero nadie les estará escuchando. En muchos casos afortunadamente ha sido posible organizaría recogida del personal de la estación y su regreso a la Tierra; en otros, aquellos que implican un viaje a las partes más remotas de la galaxia, eso conllevaría una pérdida de tiempo y un esfuerzo exorbitantes. Lamento comunicarles que su estación es uno de esos últimos casos. En consecuencia, nunca serán relevados. Estamos convencidos de que dispondrán de los recursos y la dignidad suficientes para responder a esta nueva situación.

»Antes de cortar esta última comunicación, he de hacer una observación final. Se trata de una revelación que podría resultarles tan poco grata que solo con la mayor reticencia me atrevo a expresarla. Mis colegas, sin embargo, han insistido en que los que se encuentran en su difícil situación merecen, en su propio interés, escuchar toda la verdad al respecto. Debo informarles, entonces, de que, al contrario de lo que les dijimos anteriormente, no hemos recibido partes de ninguna otra estación cuyo contenido se asemeje en lo más mínimo a los extraños sucesos que afirman haber presenciado. Estimamos necesario engañarlos para mantener su moral alta, pero la hora de los engaños ha terminado. Son ustedes únicos, y en la diversidad de la humanidad eso no es poco. Siéntanse orgullosos por ello. Adiós para siempre.

Permanecieron sin hablar hasta las doce menos cinco de la noche. Por mucho que lo intentó, Myri no logró concebir su futuro, y a la mañana siguiente no tuvo más éxito. Ese fue todo el tiempo del que dispusieron para asumir su aislamiento permanente, puesto que para el mediodía había comenzado una fase totalmente nueva de los extraños sucesos. Myri y Lia estaban en la cocina, preparando la comida, cuando Myri, al abrir el armario donde guardaban los platos, se encontró frente a una criatura de aspecto plano y rojizo con muchas patas y un par de pinzas de distinto tamaño. Dio un suspiro, casi un chillido, de asombro.

—¿Qué es eso? —dijo Lia, aproximándose a toda velocidad. Después añadió en voz muy alta—: ¿Está vivo?

—Se mueve. Llama a los hombres.

Myri se quedó allí mirando hasta que llegaron los otros. El labio inferior le temblaba de un modo curioso. Ahora dentro, siguió pensando. No solo fuera. Dentro.

—Echemos un vistazo —dijo Clovis—. Ya veo. Pásame un cuchillo o algo. —Golpeó a la criatura, que sonó seca y huesuda—. Bueno, en cualquier caso, funciona lo táctil y lo auditivo, y también lo visual. Un espejismo elaborado. Si es que se trata de un espejismo.

—Tiene que serlo —dijo Bruno—. ¿No lo reconoces?

—Supongo que me resulta familiar.

—¿Supones? ¿Quieres decir que no reconoces un cangrejo cuando lo ves?

—¡Ah, por supuesto! —Clovis parecía ligeramente avergonzado—. Ahora lo recuerdo. Un animal de la Tierra, ¿no? Vive en el agua. Y, por lo tanto, no cabe duda de que se trata de un espejismo. Los cangrejos no cruzan el espacio, por lo que yo sé, y aunque lo hubieran hecho les habría costado muchísimo abrirse camino a través del revestimiento de la esfera.

La sensatez de su actitud y de su tono ayudó a Myri a superar su estupefacción, y fue ella quien sugirió que echaran al cangrejo por el conducto residual. A la hora del almuerzo, dijo:

—Ha sido un espejismo increíblemente real, ¿no creéis? Me pregunto cómo habrá sido proyectado.

—No tiene sentido preguntarse eso —le dijo Bruno—. ¿Cómo vamos a averiguarlo? Y, aunque lo averiguáramos, ¿de qué nos serviría?

—Conocer la verdad tiene su propio valor.

—No te comprendo.

Lia entró con el café justo en ese momento.

—El cangrejo ha vuelto —dijo—. O hay otro, no sabría decirlo.

Más cangrejos, o simulacros de ellos, fueron apareciendo durante el resto del día: once en total. Parecía, como dijo Clovis, que la técnica de producción de espejismos tenía sus limitaciones, ya que ninguno de ellos vio cómo se materializaban exactamente aquellos cangrejos: el recién llegado era «descubierto» bajo una cama o detrás de un conjunto de aparatos. Por otra parte, la calidad del espejismo era enorme, punto en el que todos se mostraron de acuerdo cuando Myri, al tirar el octavo cangrejo por el conducto residual, sintió un dolor y vio que el cangrejo le había pellizcado haciéndole una pequeña herida de la que manaban unas pocas gotas de sangre.

—Otro que se va —dijo Clovis—. Un proceso físico ilusorio que proviene de uno de nosotros. Están mejorando.

A la mañana siguiente había insectos. La sala de equipamiento principal resultó estar infestada con lo que, de nuevo gracias a Bruno, reconocieron como cucarachas. Para la hora del almuerzo, las polillas y los escarabajos volaban por todas las salas principales y, al llegar la noche, hicieron su aparición las moscardas. Toda su atención se concentró en evitar a esas criaturas lo más posible. El día pasó sin que Clovis le pidiera a Myri que se fuera con él. Algo inaudito.

La tarde siguiente se planteó un nuevo problema cuando Lia anunció que en el jardín ya no había ni frutas ni verduras; ninguna, por lo menos, que ella pudiera identificar mediante sus sentidos. En este punto coincidieron los otros tres. Clovis expresó el sentir de todos cuando dijo:

—Si esto es un espejismo, es tan preocupante como la realidad, puesto que no ser capaz de encontrar frutas ni verduras es igual que no tenerlas.

Se comieron todos los víveres que tenían en la cena. Poco después de las dos de la mañana, Myri se despertó con la voz de Clovis, que decía a través del altavoz: «Atención todos. Suceso extraño. Reunión en la sala inmediatamente».

Aún no había llegado a la sala cuando percibió una nueva cualidad en el fondo del silencio al que estaba tan acostumbrada. Era un silencio más profundo, como si algún sonido en el umbral mismo de la audibilidad hubiera cesado. Sentía vibraciones desconocidas bajo sus pies.

Clovis se encontraba junto a la portilla, contemplando a través de ella con interés.

—Mira esto, Myri —dijo.

A una distancia imposible de calibrar, había aparecido un rectángulo de luz de aproximadamente un palmo de ancho y puede que de más del doble de alto. La calidad de la luz que emitía era tal que podía compararse con la que iluminaba el interior de la esfera. Parpadeaba intermitentemente.

—¿Qué es eso? —preguntó Myri.

—No lo sé, acaba de aparecer. —El suelo bajo sus pies tembló con violencia—. Eso fue lo que me despertó, una de esas sacudidas. ¡Ah, aquí estás, Bruno! ¿Qué crees que es?

Los grandes ojos de Bruno se abrieron aún más, pero no dijo nada. Lia llegó un momento después, y se unió al silencioso grupo junto a la portilla. Una nueva vibración sacudió la esfera. Algún recipiente se cayó al suelo en la cocina y se hizo añicos. Entonces, Myri dijo:

—Distingo algo que parece un tramo de escalera que baja desde el borde inferior de la luz. Tres o cuatro escalones, quizá más.

Apenas había terminado de hablar cuando una sombra apareció ante ellos, una sombra formada por el rectángulo de luz sobre una superficie que ninguno de los ocupantes de la esfera pudo identificar. La sombra les pareció inmensa, pero pertenecía sin ninguna duda a una persona. Un momento más tarde, enmarcado por la luz, apareció el hombre y bajó las escaleras. Tras un segundo o dos, ya estaba claramente a pocos metros de la portilla, mirando hacia ellos, y las luces de la esfera iluminaban su mitad superior. Era un hombre de constitución fuerte que llevaba una chaqueta de uniforme gris y un casco de metal. Un objeto que parecía algún tipo de arma colgaba de su hombro. Mientras los observaba, dos figuras más, equipadas de modo similar, bajaron las escaleras y se unieron a él. Después de un breve intervalo, se desplazó hacia la derecha simulando caminar sobre una superficie plana, desapareciendo de su vista.

Ninguno de los cuatro habitantes habló o se movió, ni siquiera al escuchar cómo se descorrían pesados cerrojos en la sección de la pared exterior que estaba justo ante ellos, ni siquiera cuando esa sección entera giró hacia fuera como una puerta que se abre y los tres hombres entraron caminando en la esfera. Dos de ellos habían descolgado las armas de sus hombros.

Myri recordó una ocasión, hacía semanas, en que se había levantado después de inclinarse en la cocina y se había golpeado la cabeza violentamente con el pico inferior de la puerta de un armario que Lia había dejado abierta por un descuido. La sensación que ahora experimentaba era similar, excepto por el hecho de que no tenía ninguna sensación física en particular. Otro recuerdo, uno mucho más débil, atravesó lo más profundo de su mente: alguien había intentado explicarle en una ocasión la semejanza entre un determinado estado mental y la sensación corporal de incomodidad, y ella no lo había comprendido. El recuerdo se desvaneció rápidamente.

El hombre que habían visto primero dijo:

—Subíos las mangas.

Clovis lo miró con menos curiosidad de la que había demostrado cuando Myri se había unido a él en la portilla, pocos minutos antes.

—Eres un espejismo —dijo.

—No, no lo soy. Subíos las mangas: todos.

Los observó detenidamente mientras lo hacían, impacientándose por la lentitud con la que se movían. El otro hombre, que no llevaba el arma colgada, un hombre más joven, dijo:

—No seas duro con ellos, Allen. No sabemos lo que han sufrido.

—No pienso correr ningún riesgo —dijo Allen—. No después de lo de aquella muchedumbre en los árboles. Esto es por vuestro bien —continuó, dirigiéndose a los cuatro—. No os mováis. Está bien, Douglas.

El tercer hombre avanzó, sosteniendo lo que Myri identificó como una jeringuilla. La agarró con fuerza por el brazo desnudo y le puso una inyección. Inmediatamente, sus sensaciones cambiaron, en el sentido de que, aunque seguía sintiéndose incómoda, ni eso ni nada parecía importar.

Después de un rato, oyó que el hombre joven decía:

—Ya podéis bajaros las mangas. Os aseguro que no os pasará nada malo.

—Venid con nosotros —dijo Allen.

Myri y los demás siguieron a los tres hombres al exterior de la esfera, a través de un suelo áspero que podría haber sido de hormigón, y subieron las escaleras, recorriendo una distancia de diez metros aproximadamente. Entraron en un pasillo con luz artificial y después en una habitación iluminada por el sol. Había veinte o treinta personas en la sala, y algunos llevaban el uniforme gris. A intervalos, las paredes temblaban tal y como lo había hecho la esfera, pero al compás de explosiones lejanas. También se oía un débil grito de vez en cuando.

La voz de Allen se oyó bien alto:

—Vamos a intentar poner un poco de orden. Douglas, querrán que te encargues de la gente del tanque. Han sido condicionados para creer que son congénitamente acuáticos, así que lo mejor será que les pongas una inyección que los deje sin sentido. Holmes está drenando el tanque ahora mismo. Vete ya. James, tú vigila a este grupo hasta que averigüe algo más sobre ellos. Ojalá esos psicópatas aparecieran, estamos trabajando a ciegas. —Su voz sonó más lejana—. Sargento, saque a estos cinco de aquí.

—¿Adónde los llevo, señor?

—Me da igual adónde, pero fuera de aquí. Y vigílelos.

—A todos les han puesto inyecciones, señor.

—Lo sé, pero mírelos, ya no son humanos. Y no sirve de nada hablar con ellos, los han privado del lenguaje. Por eso han acabado así. Ahora sáquelos de aquí inmediatamente.

Myri miró lentamente al hombre joven que estaba de pie a su lado: James.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

James dudó.

—Me han ordenado que no les diga nada —dijo—. Se supone que tienen que esperar al equipo psicológico para que se los lleve y los trate.

—Por favor.

—Está bien. Supongo que esto no puede hacerles daño. Ustedes cuatro y varios grupos más han sido el objeto de varios experimentos. Este edificio es parte de la Estación de Investigación de Bienestar Especial n.º 4. O, más bien, lo era. El gobierno que la creó ya no existe. Ha sido derrocado por el ejército revolucionario del que soy miembro. Hemos tenido que abrirnos camino hasta aquí a tiros, y la lucha continúa.

—Entonces… nunca estuvimos en el espacio.

—No.

—¿Por qué nos hicieron creer que lo estábamos?

—Todavía no lo sabemos.

—¿Y cómo lo hicieron?

—Una nueva forma de hipnosis a nivel profundo, parece, probablemente renovada a intervalos regulares. Además de varios equipos para producir espejismos. Todavía estamos trabajando en ello. Bueno, creo que por ahora son demasiadas preguntas. Lo mejor que puede hacer es sentarse y descansar.

—Gracias. ¿Qué es la hipnosis?

—Ah, por supuesto…, han eliminado ese conocimiento. Se lo explicarán más tarde.

—James, ven aquí y echa un vistazo, ¿quieres? —dijo la voz de Allen—. No le encuentro mucho sentido.

Myri siguió a James un trecho. Entre el clamor de las voces, algunas que hablaban lenguas que le resultaban desconocidas, otras que no hablaban ninguna lengua, oyó a James preguntar:

—¿Es este el expediente correcto? ¿Supresión del miedo?

—Debe de serlo —respondió Allen—. Esta es la última entrada: «Supresión de Bruno V y sustitución por Bruno VI realizada, junto con ajuste de la memoria de otros tres sujetos. Memo para el Centro de Preparación: evitar la repetición del tipo de personalidad de Bruno V, con un fuerte instinto de curiosidad». Había empezado a sospechar, ¿eh? Me pregunto qué hicieron con él.

—Están investigando el manicomio de enfrente. Puede que esté en ese lugar.

—Los Brunos I a IV, sin duda. Por ahora da igual. Sigamos. «Procedimientos: penúltima fase. Supresión de la confianza en uno mismo: ruptura de la comunicación, negación completa de un cambio futuro, inculcación del síndrome de “naturaleza única”, entorno que demuestra ser quebrantable, crisis incognoscible en perspectiva (privación de la comida).» Puedo comprender la última parte. Aunque no parece que estén muertos de hambre.

—Puede que acabaran de empezar con eso.

—Les daremos de comer enseguida. Bueno, todo esto me sigue dejando alucinado, James. «Reacciones. Cambios mínimos. Pobre respuesta. Empobrecimiento acelerado de la vida emocional y de su vocabulario: comparar la porción de la novela escrita por Myri VII con las contribuciones de las predecesoras. Prognosis: mayor deterioro afectivo y apatía catatonica. Fracaso del experimento». Al menos eso es un consuelo. Pero ¿qué tiene esto que ver con la supresión del miedo?

De repente dejaron de hablar y Myri siguió la dirección de sus miradas. Una puerta se había abierto y el hombre llamado Douglas estaba supervisando la entrada de varias personas, cada una cargando o transportando una forma humana envuelta en una manta.

—Este debe de ser el grupo de tanque —dijo Allen, o James.

Myri observó mientras colocaban a los de las mantas lo más delicadamente posible sobre bancos o en el suelo. Uno de ellos, sin embargo, permaneció completamente envuelto en su manta y nadie le prestó atención.

—¿Muerto?

Shock, me temo. —La voz de Douglas temblaba—. No hemos podido hacer nada. Quizá no deberíamos haber…

Myri se inclinó y levantó el extremo de la manta. Lo que vio era más extraño que nada que hubiera experimentado en la esfera.

—¿Qué le ha pasado? —le preguntó a James.

—¿Que qué le ha pasado? Se puede morir de un shock, ya sabe.

—¿Se puede qué?

Myri, al mirar a James, se percató de que su rostro se había distorsionado por una mezcla de expresiones. Una de ellas era la comprensión: todas las demás dolía verlas. Eran representaciones de lo que ella misma estaba sintiendo. Su visión se oscureció y salió corriendo de la sala, volvió sobre sus pasos, bajó las escaleras y caminó hasta la esfera.

James no estaba familiarizado con la disposición de las habitaciones y no la encontró hasta que ella ya había cogido el manuscrito de la novela, lo había abrazado contra su pecho y se había derrumbado sobre la cama, con los brazos cruzados abrazándose las rodillas con fuerza y la cabeza baja, como había estado antes de su nacimiento, un suceso del que ella no sabía nada.

Seguía en la misma posición cuando, unos días más tarde, alguien se sentó pesadamente a su lado.

—Myri. Seguro que conoces a esta persona. Abre los ojos, Myri. Sal de ahí.

Después de haber escuchado esto, con el mismo tono amable, unos cientos de veces, Myri abrió los ojos un poco. Estaba en una sala larga de techos altos, y cerca de ella había un hombre gordo de piel pálida.

Le recordó a algo que tenía que ver con el espacio y con pensar. Apretó los ojos con fuerza.

—Myri. Sé que me recuerdas. Vuelve a abrir los ojos.

Los mantuvo cerrados mientras él continuó hablando.

—Abre los ojos. Ponte derecha.

Ella no se movió.

—Ponte derecha, Myri. Te quiero.

Lentamente, bajó los pies de la cama y levantó la cabeza.