–Todo.
–Incomprensible. Todo en esta casa gira solamente en torno a usted.
–¿Cree usted que es una meta en la vida holgazanear, nadar y concurrir a parties por la noche y mirar cómo pasa el tiempo.
–Hay un considerable grupo de personas que no hace otra cosa que cultivar la holgazanería -el doctor Soriano negó con un gesto, cuando Volkmar quiso decir algo-. Lo entiendo muy bien, dottore. Yo tampoco me cuento entre los hombres que han reducido el contenido de la vida a una sonrisa encantadora y una conversación más o menos chispeante. Trabajo como un caballo en mi bufete y en los otros… ámbitos de mi interés. Sería desdichado si tuviera que pasar un día sin trabajar.
–¡Pero lo exige de mí!
–¿Exigir? Pero Enrico… ¡usted no quiere! Todo está a su disposición, salas de operaciones, laboratorios, equipos de médicos, animales de experimentación, cadáveres -con un amplio gesto de su brazo, Soriano dio a entender que para él no había límites de ninguna especie-. Puede seguir adelante con sus investigaciones hasta que sus sesos echen humo. Pero usted no quiere.
–No en estas condiciones.
–¿No son ideales? ¿Puede ofrecerle la clínica de una Universidad lo que yo le ofrezco?
–En lo material, no.
–Siempre he creído que todo investigador estaría feliz de ser materialmente independiente, para poder llevar a cabo sus investigaciones libre de preocupaciones económicas. ¿Me he equivocado?
–Don Eugenio, ¿por qué estamos representando aquí una commedia dell' arte? ¿Somos arlequines con máscaras en la cara? Yo estoy oficialmente muerto, he sido hallado en la costa de Cerdeña, identificado por mi dentista, enterrado en Munich. Para mí ya no hay retorno a la vida libre. Soy su criatura. Un tal doctor Ettore Monteleone, envidiado porque se le permite bailar con la bella Loretta.
–¡Olvidemos de una vez a mi hija! – dijo el doctor Soriano-. Ella vive fuera de nuestros problemas.
–Eso cree usted…
–Si fuera de otro modo, alejaría a Loretta de Palermo.
–¿Es una advertencia?
–Sólo una apreciación, dottore. Así que le ruego piense en la posibilidad de un futuro sin Loretta…
–¡Vivo aquí como prisionero suyo!
–¡Como apreciado huésped!
–Usted me quiere obligar a trasplantar corazones, pero no para beneficio de la ciencia médica y con ello de toda la humanidad -todo tendrá lugar en el anonimato-, sino para hacer un secreto negocio con el trasplante de corazones. ¡Millones para la caja de la «Honorable Sociedad»! ¡Por un comercio con corazones! ¡Esa es su meta, don Eugenio!
–¿No es legítimo hacer un negocio cada vez que se presenta la oportunidad? Sólo que usted lo exagera todo, dottore. Si usted logra el perfecto trasplante cardiaco -y no tengo la menor duda de que lo logrará-, habrá hecho adelantar un siglo a la medicina.
–¿Pero quién lo sabrá? – gritó Volkmar-. ¿A quién servirá eso? ¡Sólo a usted!
–Y al enfermo que estará bajo su bisturí.
–Corazones cargados de millones…
–Efectivamente.
–¡Mis investigaciones y mis trabajos no son para un club de millonarios, sino para todos los enfermos! ¡Pero me será imposible, porque estoy muerto! ¡Dios mío! ¿Qué ocurrirá en su cerebro para que pueda imaginar esas cosas? ¡Usted quiere hacer de mí una máquina de operar que sólo trabaje para usted!
–¿Por qué siempre lo aumenta todo, Enrico? – el doctor Soriano señaló la mesa del desayuno-. ¿Tomamos algo?
–No.
–Como quiera, dottore -el doctor Soriano fue a situarse bajo el toldo, se sentó en el sillón de mimbre con almohadones y tomó el obligatorio vaso de leche como todas las mañanas-. Tengo hambre, y soy tan descortés como para comer a pesar de su negativa. Enrico, sé que sólo usted puede llevar adelante nuestros planes, y si aceptara entraría a tomar parte en las ganancias. Sólo tiene que decir una palabra: hay un coche a su disposición y en media hora usted estará al frente de una clínica quirúrgica. Usted sabe cuan completas son nuestras instalaciones. No, no lo sabe. En las últimas dos semanas hemos adquirido todo lo que nos faltaba. Técnicamente, ahora somos invencibles. Sólo falta el genio que pueda ejercer la magia con esta técnica. Usted mismo se mortifica y sabe perfectamente que es una protesta en el vacío.
–¿Dónde está Loretta? – preguntó el doctor Volkmar con voz ronca.
–Hoy ha salido temprano hacia Palermo. Creo que quiere sorprenderle con un regalo. Le ruego que no demuestre que conoce el secreto, pero si no se lo revelo, usted no me hubiese creído. Enrico, no me dirija miradas asesinas. Usted es médico ¡tiene que mantener la vida!
–Su cinismo es insuperable, doctor Soriano -dijo sordamente Volkmar.
–Debiera leer los informes de las investigaciones del doctor Nardo, dottore. ¡Una catástrofe! A pesar de su idea del teflón. Pero desde hace tres días también estamos en posesión de máquina de unir vasos como la de Demichow.
–¿Cómo han podido dar con ella? – preguntó Vólkmar perplejo.
El doctor Soriano sonrió suavemente. El muro que rodeaba a su huésped comenzaba a desmoronarse.
–¿Por qué no quiere creer que para mí nada es imposible? Venga, Enrico. Desayune. Worthlow ha conseguido miel de jazmín, una delicia. Un aroma… -Soriano golpeó con la cuchara un pequeño vaso que había sobre la mesa-. Desde hace dos días el doctor Nardo practica con la máquina de sujetar vasos en cadáveres, perros y gatos. En la cámara frigorífica hay en este momento diez cadáveres a disposición…
Volkmar sintió como si un trozo de hielo le recorriera la espalda. Tragó antes de seguir hablando. – ¿Tiene cadáveres? ¿Dónde los obtuvo?
–Los he comprado -respondió Soriano a la ligera.
–¿Qué ha hecho?
–Enrico, trate de pensar a la siciliana. Sicilia es una región maravillosa, pero también pobre. Cuanto más se interna usted, sobre todo en los pueblos diminutos, tanto más alto es el clamor de la miseria que sale a su encuentro. Nacimiento y muerte son acontecimientos naturales para todos, y las dos cosas cuestan dinero. He aquí que ha muerto un hombre o una mujer y alguien te acerca a los deudos y les dice: «Si mañana entierran al querido finado en la tierra, se ha ido y ustedes no tendrán nada. En cambio, si me lo llevo yo, también se habrá ido, pero ustedes tendrán doscientas cincuenta mil liras sobre la mesa. Además se les pagará el ataúd y una buena comida en la taberna.» ¿Qué cree que harán los pobres campesinos? Hacen que el cura bendiga al muerto, pero antes de cerrar la tapa cambian el cadáver por piedras. ¡Ahora no hable de piedad, Enrico! Si compramos un muerto o si, como es habitual entre ustedes en las clínicas de la Universidad, se entregan vagabundos, desconocidos, personas sin parientes u otros muertos superfluos, ¿dónde está la diferencia? ¡Al contrario, si hasta alegramos a los deudos! Abrazan a mis enviados como al tío rico que viene de América -Soriano hizo correr sobre su pan tostado una delgada línea de miel dorada y violácea. Las aletas de su nariz se dilataron-. Con esto sólo he querido decirle, Enrico, que nunca careceremos de cadáveres como ustedes en Alemania.
–Eso es muy tranquilizante -dijo Volkmar roncamente-. Insisto: no operaré.
–¿Y se declara desde ahora en huelga de hambre?
–Sí.
–Usted es un hombre feliz. A sus cuarenta y dos años conserva aún gran parte de su puerilidad.
–¡Su sarcasmo no sirve para nada! – exclamó Volkmar apartándose de la columna-. ¡Para nada! Usted invierte millones en mí, ¡es dinero perdido! Desde ahora me negaré en general. Este curioso por saber cómo me obligará.
Se volvió y corrió por la columnata hacia la casa de huéspedes.
El doctor Soriano le miró y movió la cabeza. Vino Worthlow y sirvió a don Eugenio el humeante café, extraordinariamente fuerte.
–Anule todas las invitaciones, Worthlow -dijo Soriano pensativo-. Suspenda todos los parties. Hasta fines de septiembre.
–Muy bien, sir -Worthlow le dio a Soriano una servilleta humedecida y caliente para que se limpiara la miel de comisuras de los labios-. ¿También la fiesta de cumpleaños para miss Loretta?
–También eso.
–Habrá una gran discusión, sir.
–Remita a mi hija al doctor Volkmar. Desde ahora entra en huelga de hambre.
Soriano se apoyó en el respaldo. La luz del sol atravesaba la tela naranja del toldo y cubría todos los objetos que se encontraban debajo con un suave resplandor rojizo. «Realmente no puedo obligarle -pensaba Soriano-. No se pueden tomar medidas contra su cuerpo, pues cada uno de sus nervios es valioso. El sabe muy bien y en eso su posición es mejor que la mía. Puede hacerme bailar durante semanas, durante meses, y no habrá otro camino que el de la bondad para llevarle a la sala de operaciones. Sorprenderle, como en el caso de Melata, sólo da resultado una vez, y aun cuando se encontrara dispuesto a operar y a trabajar para la clínica, puede desbaratar todos los planes si sus operaciones fracasan. Dos, tres muertes, eso en seguida se divulga en los círculos que nos interesan. Entonces nos encontraremos con camas vacías y la "Sociedad" me pedirá cuentas. Así de simple. Teóricamente. El que domina la vida y la muerte con su mano siempre el más fuerte. ¿Quién lo sabe mejor que yo? Y sí, junto a la mesa de operaciones, el doctor Volkmar es indiscutiblemente el más fuerte.»
–¿Qué opina, Worthlow? – preguntó Soriano-. ¿Se atrevería Enrico a operar incorrectamente para hacerme daño?
–No, sir. ¡Jamás! – Worthlow lo dijo casi con enfado-. ¡El doctor Volkmar es médico!
–¿Y eso qué significa? Hay bastantes médicos perversos. ¿Por qué no habría médicos que utilizan a sus pacientes como armas?
–¿Cree que el doctor Volkmar es capaz de algo así, sir?
–No. Pero si uno considera lo que podría hacer…
–Cuando el doctor Volkmar tiene ante sí un enfermo, éste es para él una persona que necesita ayuda, nada más. Una persona que quiere ser salvada. Todo lo demás pasa a segundo plano.
–Esa es mi gran esperanza, Worthlow -Soriano cerró los ojos. De repente parecía mayor de cincuenta años. La luz filtrada por el toldo arrojaba sombras sobre las arrugas de su piel-. No escapará del dolor de una enfermedad si le presentamos ese dolor correctamente. Pero nadie, Worthlow, nadie puede obligarle a trasplantar corazones si él sostiene que médicamente no tiene sustento. Puede liquidarnos con su ética.
–Sir, usted lo sabía ya de antemano -dijo Worthlow rígidamente. No se esperaban opiniones de él. En su calidad de mayordomo era algo así como el muro de los lamentos de su patrón. Se podía rugir contra él, que aceptaba todo, lo tragaba y jamás contestaba. Pero al escuchar proporcionaba alivio-. Pero con la fiesta de cumpleaños de miss Loretta…
–Suspenderla, Worthlow. Eso queda así. Sólo me resta el ataque con pequeñas indirectas.
El doctor Soriano se levantó y entró en la casa. Worthlow levantó la mesa y dejó para los criados subalternos la tarea de retirar la vajilla. El se dirigió con paso mesurado hacia la casa de huéspedes II; en el gran vestíbulo central se cercioró de que los micrófonos estaban desconectados y salió a la terraza. El doctor Volkmar estaba bajo el toldo, tendido en una mecedora de jardín; leía el diario alemán que Soriano hacía traer todas las mañanas del Aeropuerto de Palermo. Claro que era del día anterior, pero el tiempo ya no tenía gran importancia para Volkmar. Para él ahora era algo secundario recibir noticias de última hora sobre política o sobre personas. Antes se instalaba ante el televisor y esperaba las noticias. Por la mañana, al tomar el café, la primera mirada era para los diarios. ¿Qué ha pasado en el mundo? Los chismes mundiales eran como una droga que había que tomar por la mañana para poder andar contento y fuerte sobre las dos piernas.
¡Qué trivial, qué poco importante se había vuelto todo eso! Uno lo leía como si fueran las noticias de otro planeta.
–¿Ahora tiene que alimentarme por la fuerza, Worthlow? – preguntó el doctor Volkmar cuando el mayordomo se presentó ante él con su uniforme blanco.
–No se ha hablado de eso, sir. Además le vendría bien dieta. Tiene cuatro kilos por encima del peso ideal – Worthlow fue hacia el bar del jardín y sacó agua mineral y hielo-. ¿Esto tampoco, sir?
–¡No! – Wolkmar se irguió en su mecedora-. Worthlow, me volveré loco si me quedo sentado aquí sin hacer nada. No ahora ¡pero sí en dos, tres meses! Nunca volveré a salir de aquí.
–No de esta manera, sir -dijo Worthlow con frío tono británico.
–¿Qué quiere decir eso?
–Sus posibilidades serán mayores si trabaja como médico.
–¿Para la «Honorable Sociedad»? ¿Como médico de la Mafia? ¡Worthlow!
–No estaba enterado, sir, de que la pertenencia a la Mafia garantizara una amplia protección de la salud. Yo me preocuparía por esos enfermos, sir. El hogar de ancianos pone siempre a los médicos en problemas, según dice el doctor Nardo, treinta y nueve casos de cáncer…
–¿Todos se tratan allí?
–No. Para la operación se los llevan a Nápoles. Los inoperables o de cuidado se trasladan a otra ala de la casa, llama abiertamente el sector de la muerte. Allí se cuida a los ancianos con verdadera abnegación. El hogar tiene también su cura y una capilla y un cementerio para los que no tienen parientes. Si un cirujano como usted, sir…
–Basta, Worthlow -el doctor Volkmar se levantó de la mecedora y se acercó a la balaustrada de la terraza. El mar así oscuro parecía al alcance de la mano, había sobre él un brillo resplandeciente. El sol absorbía agua hacia el infinito-. Usted toma forma bíblica: la tentación en el desierto…
–Sir, usted olvida que yo no soy Satanás, ni usted es Jesús. Usted es médico.
Detrás de Volkmar el hielo tintineaba en el vaso. Worthlow había traído un refresco. Pero Volkmar no se volvió.
–Sería una capitulación -dijo en voz baja.
–Pero una bendición para los enfermos, sir. ¿No le es indiferente el lugar en que atiende a los enfermos?
–La conciencia de trabajar para un hombre que…
–¡Sir, usted está muerto! – dijo Worthlow rígidamente-. Un muerto ya no puede tener sentimientos.
Un viernes por la mañana, Anna vio al hombre que había apuñalado a Luigi.
Paolo Gallezzo había venido del continente, habiendo cumplido sus misiones para contentar al jefe. Por medio de una oficina importadora de instalaciones médicas recientemente establecida había tomado contacto con todos los proveedores y fábricas competentes de este ramo; había reclutado además a un joven comerciante de la manera más simple en un comercio especializado. Le ofreció el doble de su sueldo y le puso una secretaria que era una muñequita maquillada y que parecía creer en el trabajo horizontal.
–Para que no te aburras, querido -había dicho Gallezzo-. No nos haremos oír mucho. ¡Pero cuando oigas algo de nosotros, tendrás que ser más rápido que el sonido! ¿Está claro?
En los días siguientes vigiló la clasificación y archivo de los prospectos y ofertas que ingresaban, y regresó después a Sicilia con un grueso portafolios lleno de catálogos. En Roma quedaban dos jóvenes azorados, que recibían un magnífico sueldo para custodiar prospectos, presentar a las firmas informantes y meterse juntos en la cama por lo menos una vez al día.
–Muy bien – dijo el doctor Soriano cuando Gallezzo vació su portafolios.
No miró los prospectos; eran juguetes para el doctor Volkmar. Los arquitectos que en turnos diurnos y nocturnos dirigían la construcción del gran hogar infantil en las montañas de Camporeale habían tomado contacto desde hacía tiempo con los mejores técnicos en equipamientos de clínicas; el sector quirúrgico subterráneo del gran edificio había sido reorganizado siguiendo los consejos de expertos, sobre todo las puertas estériles entre la sala de operaciones y las habitaciones de los enfermos, el servicio de radiología y las instalaciones de desinfección. En suma: se logró la esterilidad total que el doctor Volkmar había postulado en sus publicaciones médicas. Lo que Gallezzo había montado en Roma era sólo de naturaleza óptica, por así decir, un anzuelo psicológico que Volkmar debía morder. Si comenzaba a trabaja debía tener la sensación de que la clínica era solamente obra suya. Y esto fortalecía la posición de Soriano: un deseo expresado por Volkmar se cumplía en el acto, aunque en otros casos hubiera que calcular demoras de semanas. Eso era una demostración de la fuerza de Soriano; nadie tenía que saber que todo estaba depositado en los sótanos desde hacía tiempo para el momento en que se necesitara. Tampoco necesitaba saberlo el doctor Nardo.
Era un viernes cuando Anna limpiaba el cuarto de Loretta y salió a uno de los pequeños balcones que daban al parque. A sus pies estaba la parte de la gran propiedad en que Soriano había instalado un campo de golf de nueve hoyos. Lo usaba poco, pero se cuidaba como debe hacerse con un campo de golf. Una alfombra de césped de color verde intenso se extendía hasta un pequeño lago artificial y sobre esta alfombra de césped caminaba contento, arrastrando tras sí una bolsa de golf, Paolo Gallezzo. Llevaba una gorra blanca con una larga visera de plástico; se detuvo al principio del campo de juego, observó los obstáculos y las banderas de los hoyos y después, una vez situada la pelota sacó de la bolsa el driver más adecuado en su opinión.
Anna se asió con fuerza a la reja artísticamente forjada del balcón y fijó la mirada en el parque. En seguida reconoció al hombre que había apuñalado a Luigi. Un hombre así no se olvida.
–Todo está listo -dijo en voz baja-. ¡María, ayúdame!
Volvió a entrar en la casa, entró en el gran salón de Loretta y miró a su alrededor. Tres Madonnas, óleos de Tintoretto y otros famosos pintores, colgaban de las paredes. Eligió la Madonna que parecía más bondadosa, más maternal, más dispuesta a perdonar, se persignó y se puso de rodillas. Rezó en silencio, inclinó profundamente la cabeza y confesó, también en silencio, todo lo que en opinión del cura de Sorgono era digno de confesión. Allí se contaban sus pensamientos pecaminosos referentes a Enrico: su deseo de que la abrazara; la almohada que a veces por la noche se colocaba entre los muslos cuando su deseo era demasiado fuerte; el puesto de espía en que pasaba sus horas libres, sólo para poder echar una mirada al doctor Volkmar… Se descargó de todo esto y después se vio tan limpia y al mismo tiempo tan extraña ante sí misma que se miró a un espejo para ver si aún era Anna Talana.
Fue a su cuarto, que se encontraba bajo el caliente techo de la casa, buscó bajo el colchón de su cama el cuchillo de doble filo y lo guardó en su blusa. El frío acero se apoyó sobre sus pechos y Anna sintió una presión sensual que se propagó por todo su cuerpo, sus pezones se endurecieron, la parte interior de los muslos vibró, unos tirones sacudieron su bajo vientre; se apoyó en la pared y respiró profundamente, como si saliera de los brazos de Enrico, sensualmente atormentada por su virilidad.
Paolo Gallezzo se detuvo desconcertado y miró fijamente ese obstáculo que no tenía nada que ver con un campo de golf. Luego resopló y se preguntó si debía seguir jugando o adaptarse a la nueva situación: ante él, a la entrada de un vallado de cipreses que rodeaba un jardín de rosas, se extendía al sol el blanco trasero de una muchacha. Piernas delgadas, fuertes muslos, nalgas redondas que, aunque estaban muy juntas, revelaban un mechón de rizos negros. La muchacha no pareció notar que la observaban: permaneció inclinada profundamente hacia adelante cortando las flores silvestres que crecían en ese lugar.
Gallezzo sintió un escozor en la piel de la cabeza, arrojó su driver, se relamió y se apartó del campo de golf en dirección a la rosaleda. En el mismo momento la muchacha se irguió y cruzó la entrada del vallado moviendo las caderas. Aquél estaba cortado a una altura de dos metros y sólo el cielo y el sol veían lo que ocurría detrás.
–¡Detente! – exclamó Gallezzo, y echó a correr. La sangre latía en sus sienes y, como sucedía siempre que pensaba en determinadas cosas, se molestó por la estrechez de los pantalones-. Un momento…
La muchacha no se volvió, pero movió la cabeza y desapareció detrás del vallado, «Esa pequeña puta… -pensó Gallezzo, y dio una patada sobre el césped-. ¡Sabía perfectamente que no estaba sola! Y me ha tendido su trasero como una tarjeta de invitación ¡Acepto el reto, mi gatita negra! Te saciarás hasta reventar.»
Arrojó al suelo la gorra que le cubría la cabeza y, mientras corría, se desabrochó la camisa. Cuando llegó al vallado oyó la risa reprimida de la muchacha al otro lado. Esto aumentó sus expectativas hasta una embriaguez que le nublaba la razón, se precipitó al otro lado del vallado, vio a la muchacha ante sí con la blusa rasgada, con los pechos henchidos y desnudos, pero también vio en sus ojos negros, fríos, fieros, y la reconoció…
En ese preciso momento le alcanzó el golpe del cuchillo, la larga hoja se introdujo en su cuello debajo de la laringe, cortó todo sonido, mató toda reacción, aniquiló su voluntad. Permanecio un momento en pie, cuando Anna volvió a sacar el cuchillo de su garganta; luego dobló las rodillas y cayó hacia atrás en la franja de césped entre el vallado y el camino de la rosaleda. Un chorro de sangre le inundó, el cuerpo entero empezó a sacudirse pero no murió en seguida. Con ojos muy abiertos veía como Anna se inclinaba sobre él y le observaba como si fuera un insecto gigantesco a medias pisoteado.
–¿Qué ocurrió con Luigi? – dijo ella con toda tranquilidad. Nosotros le lavamos y contamos las heridas. ¡Diecinueve puñaladas! ¡Diecinueve! ¡Me quedan todavía dieciocho! Pero que tú ya no puedes llevar la cuenta -se arrodilló junto a Gallezzo y se abotonó la blusa-. Mueres lentamente. Luigi murió más lentamente aún. ¡Diecinueve puñaladas! ¡No te puedes quejar!
Asió el cuchillo con ambas manos y lo clavó con todas fuerzas, puso todo su peso en el golpe. El corte partió el corazón de Gallezzo. Murió sin llegar a percibir el ardor en su pecho.
Ya en la casa, Anna se metió bajo la ducha e hizo correr el agua sobre su cuerpo, primero caliente, luego helada. Se cambió, se puso su uniforme de criada y volvió una vez más al salón para arrodillarse ante la pintura de la Madonna y santiguarse. Después continuó con su trabajo y limpió el cuarto de Loretta.
Ese día el doctor Volkmar experimentó lo que significaba accionar la alarma en casa de Soriano.
Sólo una vez resonó una aguda sirena, pero en seguida la casa se convirtió en una fortaleza. Desde su terraza, Volkmar vio, perplejo, a hombres con metralletas sin seguro que rastreaban el parque; del otro lado del muro aparecieron hombres armados que sujetaban sabuesos con largas traíllas y cercaron todo el terreno.
Volkmar regresó corriendo a su apartamento y trató de comunicarse con Worthlow por el teléfono interior, pero nadie contestó. Mas cuando quiso abandonar ese lugar, encontró que la puerta de salida estaba atrancada. La sacudió, dio puntapiés contra la gruesa madera tallada y después volvió a la terraza.
El doctor Volkmar permaneció encerrado más de una hora, hasta que apareció el doctor Soriano en persona y se dejó caer en uno de los profundos sillones de la sala.
–Se sorprenderá -dijo.
–¡Por cierto!
–En primer lugar como dueño de la casa debo rogarle que disculpe que se le haya molestado con el ruido y que se haya cerrado su puerta. Era sólo una medida de seguridad -Soriano se miró sus hermosas manos delgadas-. Han asesinado a Gallezzo.
–¿Le han asesinado? – Volkmar miró a Soriano estupefacto-. ¿Aquí, en la casa?
–En la rosaleda. Detrás del cerco. De dos terribles puñaladas; una en el cuello, otra directa en el corazón. En seguida podrá examinarle y decirme cuál debe ser la complexión de un asesino que pueda apuñalar con semejante fuerza a un toro como Gallezzo. En la casa no hay nadie que hubiera podido hacerlo, ni entre el personal ni entre mi gente que está apostada aquí. ¡Nadie! ¿Adivina lo que eso significa?
–¿Alguien de afuera? ¡Imposible! Con esta seguridad…
–Tiene que haber una brecha. Examine a Gallezzo y deberá darme la razón. En seguida hice sacar de aquí a Loretta y a su doncella; las hice llevar a un lugar que sólo conocemos yo y mi chofer -juntó las manos y apoyó el mentón sobre ellas-. Sigue siendo un enigma para mí, Enrico. Usted es el único que me ve tan desconcertado. Uno de mis jardineros encontró a Gallezzo; debió morir hace por lo menos dos o tres horas. ¿Usted puede comprobarla, Enrico? Cualquier médico forense puede hacerlo.
–Justamente pensaba proponerle que llamara a ese colega.
–No estoy para bromas, dottore, en serio -el doctor Soriano se apoyó en el respaldo y puso sobre su pecho las manos juntas-. Estoy preocupado. ¿Quién quiso advertirme con este asesinato?
–Sus enemigos.
–No tengo enemigos. Se me quiere, se me respeta o se me teme. Pero enemigos no tengo. Eso es lo que no entiendo. Asesinan a Gallezzo ¡y se refieren a mí!
–Eso es lo que supone usted.
–¿Tiene usted otra explicación?
–En el caso de Gallezzo se me ocurren muchas cosas. Si había una persona sin piedad ni escrúpulos, era él.
–Era su oficio.
–De modo que los enemigos son innumerables.
–Fuera, quizá. ¡Pero no dentro de mi casa! Gallezzo estaba jugando al golf cuando fue asesinado.
–Creo que estaba en la rosaleda, ¿no es así?
–La rosaleda limita uno de los lados del campo de golf.
–¿Qué hace un jugador de golf en una rosaleda cuando está en medio del juego? ¿O era Gallezzo tan mal jugador que la pelota salía disparada sin control y tenía que buscarla entre las rosas?
–¡Enrico! ¡Es una idea brillante! ¡Por supuesto! ¿Cómo llega a los rosales un buen jugador de golf como Gallezzo? – el doctor Soriano se levantó de un salto-. ¡Deben haberle llevado hasta allí!
–¡Pero entonces alguien que ha venido de fuera! – Volkmar cogió su camisa, que estaba sobre el respaldo de un sillón, y se la puso-. Examinaré a Gallezzo.
–Le estoy muy agradecido.
–Yo sólo me preocupo por Loretta. Usted tiene enemigos, don Eugenio – Volkmar buscó sobre la mecedora de jardín sus pantalones blancos y se los puso. Cuando salió del dormitorio el doctor Soriano, inquieto, caminaba de aquí para allá en el gran vestíbulo-. Usted lo ve, nada es tan seguro. A todo esto le falta mucho para llegar a ser Fort Knox. ¿Dónde está Loretta?
–En un lugar secreto, ya se lo he dicho. Tampoco usted debe saberlo. Su doncella, una buena campesina fiel y sumisa, está con ella. Loretta aprecia mucho a su Anna.
El doctor Volkmar escuchó el nombre sin establecer ninguna asociación de ideas. Era tan absurdo relacionar ese nombre usado en todas partes con la Anna de las montañas sardas de Gennargentu que ni podía pensarse en ello.
El cadáver de Paolo Gallezzo estaba en el sótano. Yacía sobre una mesa de billar vieja y gastada. Le habían lavado y su aspecto ya no era tan espantoso como una hora antes, cuando el jardinero le había encontrado junto al vallado. Las dos heridas podían reconocerse de una ojeada sobre la piel trigueña aún en la muerte, pero pálida…, dos hendiduras con costras de sangre, dos cortes limpios. El doctor Soriano se acercó al muerto y le cubrió la cabeza con un pañuelo. El blanco de los ojos bajo los párpados a medias cerrados le molestaba. Soriano era un esteta.
–Un cuchillo de doble corte bien afilado -dijo a Volkmar, que se inclinaba sobre las heridas-. Llamémosle por su nombre profano: un cuchillo de profesional. Con una hoja de seis centímetros de anchura.
Volkmar cogió un brazo de Gallezzo. La rigidez de la muerte se había presentado hacía ya tiempo.
–Está muerto desde hace por lo menos cuatro horas -dijo Volkmar-. Para mayor exactitud, tendría que hacer la autopsia.
Observó la herida del cuello y la que estaba justamente sobre el corazón y movió la cabeza. El doctor Soriano le miró con expresión interrogativa.
–¿Qué le llama la atención, Enrico?
–La puñalada en el corazón debió matarle en seguida; la autopsia lo demostrará. ¿Para qué agregar la del cuello?
–¿Y si fuera a la inversa?
–Si la puñalada del cuello fue la primera, que, según una apreciación general, hubiera llevado a una muerte por hemorragia, y sólo después la puñalada mortal al corazón, entonces, don Eugenio, tiene cerca de usted a un enemigo de una sangre fría poco común, inclemente. Un profesional, como usted ha dicho.
El doctor Volkmar se apartó de la mesa de billar. Uno de los criados extendió una sábana sobre el cuerpo desnudo. Desde fuera, del gigantesco parque, llegaba el ladrido de los sabuesos a través de la ventana enrejada del sótano. Habían descubierto una pista, pero terminaba en la pequeña piscina que había junto al campo de golf. Allí el asesino había hecho algo sagaz: había atravesado el agua y con ello había anulado su olor. Los perros corrían alrededor de la piscina aullando y ya no captaban rastros.
–Vamos -dijo el doctor Soriano-. Haré llevar a Gallezzo al hogar de ancianos. Nosotros iremos en seguida.
Subieron al gran vestíbulo central de las columnas y paredes moriscas y encontraron allí a Worthlow, que les esperaba llevando una bandeja de copas de coñac en la mano. Soriano y Volkmar bebieron y respiraron después profundamente.
–Los muertos me impresionan siempre -dijo el doctor Soriano-. ¿No es curioso? Nunca puedo acostumbrarme a verles, no importa quién sea. Yo quise mucho a mi mujer -ya se lo conté-, pero cuando estaba sentado junto a su ataúd temblaba como si tuviera escalofríos -se detuvo y tendió otra vez la mano hacia la bandeja, con la que Worthlow les había seguido. Tras el segundo coñac, Soriano pareció tranquilizarse-. ¿No es curioso, Enrico, que sólo consiga llevarle a la mesa de operaciones cuando ya todo está perdido?
–¿Empieza otra vez con eso? – salieron a la terraza bajo la columnata; Volkmar se quitó la camisa y la colgó de su brazo. El calor era casi insoportable. Hasta la brisa, que siempre soplaba desde el mar, estaba completamente calmada. Sicilia se asaba al sol-. ¿Usted no quiere mezclar a la Policía?
–No.
–¿Y Gallezzo?
–Le enterrarán en un rincón del parque. Se atenderá a su familia.
–¿Tiene familia?
–Mujer y tres hijos. No tendrán que preocuparse.
–¿Y si hablan?
Soriano sonrió con cansancio.
–Dottore, hay leyes no escritas que se observan con mayor exactitud que las escritas, Gallezzo ya no está. ¿Por qué habrían de hablar entonces?
Dos horas más tarde, Volkmar se encontraba en el sótano del hogar de ancianos ante la mesa de disección y abría el cuerpo de Gallezzo. Habían puesto al muerto sobre la mesa que en otras ocasiones ocupaban los perros y monos en los que experimentaba el doctor Nardo. Una última etapa que Gallezzo no se hubiera permitido soñar.
En el viaje de regreso, Volkmar observó sólo después de un rato que no iban hacia Palermo, sino que se dirigían hacia el interior. Caminaban por pistas sinuosas, en parte de piedra, siempre subiendo. El polvo les envolvía, el campo parecía quemado, los pueblos que atravesaban estaban como muertos. La temperatura era agradable en el gran automóvil norteamericano de Soriano; el aire acondicionado funcionaba a la perfección.
–¿Qué planes tiene? – preguntó Volkmar-. ¿Hacia dónde vamos?
–Déjese sorprender, dottore.
–¿Vamos a donde está Loretta?
–No ciertamente. Quiero mostrarle algo.
–¿Aquí? ¿En este desierto?
–Pronto llegaremos a una zona civilizada. Esto es sólo un atajo -bajó una bandeja situada en el respaldo del asiento del chofer; detrás había dos vasos y una botella de vino tinto-. ¿Un trago, Enrico?
–Gracias, don Eugenio.
–¿Le he dicho algo sobre el hogar de recreo para niños que fundé y que está en construcción?
–Sí. Incidentalmente. Un cardenal lo bendecirá y traerá al mismo tiempo la bendición del Papa.
–Eso es -Soriano sonrió ampliamente-. Y le conté que allí estoy construyendo para usted la clínica cardiológica más moderna de mundo.
–Lo tomé por una de sus cínicas bromas.
–El hogar infantil es sólo la fachada, la justificación. Naturalmente, allí podrán descansar trescientos niños durante todo el año, cuatro semanas cada uno. Será un paraíso infantil con piscinas y gimnasio, campos de deporte, centros de juego y solanos cubiertos de vidrio para el invierno. Se aprovechan aquí los conocimientos más modernos sobre el descanso activo. Pero…
–Estaba esperando ese pero -dijo Volkmar con la voz velada.
–Paralelamente a eso surge una clínica quirúrgica, tan moderna como el resto, que es completamente anónima. En subsuelos se distribuye un centro cardiológico como el mundo jamás ha visto. Al inaugurar el hogar de niños no se bajará hasta allí porque las entradas todavía están tapiadas. Pero inmediatamente después de los festejos comenzará el trabajo también en esa parte desconocida del edificio. Para los pacientes que ya están fuera de peligro tenemos en otro sector diez habitaciones soleadas con el servicio de un hotel de lujo.
–¿La clínica de la Mafia?
–No debiera usar esas palabras, dottore.
Soriano sirvió vino en los vasos. El pesado coche había dejado los caminos accidentados y ahora rodaba silenciosamente por uno asfaltado. Se encontraba en una meseta con olivares y bosques de pinos. Aquí parecía haber agua suficiente. Sobre una colina, delante de ellos, se levantaba un edificio de siete pisos, ya revocado de un blanco resplandeciente; estaba dividido en varias alas que salían de una parte central redonda como rayos de una estrella. Gigantescas grúas alzaban su esqueleto de acero hacia el cálido cielo, aplanadoras y un pequeño ejército de camiones trabajaban en una modificación de paisaje.
Soriano tocó el hombro del chofer. El coche se detuvo.
–¡Su clínica, dottore! – dijo, haciendo un gesto abarcador con la mano-. ¿No es magnífica?
–El conjunto me recuerda un presidio -dijo Volkmar sordamente-. Una parte central redonda, de donde parten los sectores de celdas. ¿No ha colaborado su trauma en la construcción, don Eugenio?
–Usted sí que tiene fantasía -el doctor Soriano rió un poco forzadamente. Sólo ahora, cuando lo dijo el doctor Volkmar, notó la semejanza con la arquitectura tradicional de los presidios. Hasta el momento siempre lo había visto de otro modo: como una estrella, un símbolo de que aquí se estaba en otro mundo, en un mundo más bello. Había pensado pronunciar un discurso de inauguración también en este sentido. De pronto le pareció muy estúpido-. Lo modificaré con el correr del tiempo -dijo.
–Pero no puede trasladar el edificio de aquí para allá.
–Lo uniré y ablandaré por medio de terrazas de vidrio. Jardines colgantes como los de Semíramis en Babilonia.
–Pero la forma fundamental queda: ¡un presidio de lujo! Su subconsciente ha trabajado estupendamente al seleccionar los proyectos, don Eugenio.
Llegaron a la ancha calle de acceso y se detuvieron ante la entrada principal del hogar infantil. El edificio ya tenía cristales y habían comenzado los trabajos interiores. Uno de los capataces se precipitó hacia el coche de Soriano y abrió la puerta.
Soriano dijo que no con un gesto, esperó hasta que también Volkmar hubiera bajado del coche y luego dio la vuelta hasta llegar junto a él.
–¿No le emociona visitar su clínica? – preguntó.
–¡Jamás trabajaré aquí!
Volkmar abarcó el edificio con su mirada. Estimó los costos y comenzó a sospechar cuál sería el precio de un nuevo corazón aquí y quién podría permitírselo. A pesar de ello, era una cuenta que jamás saldría bien: nunca se reintegrarían ni siquiera los costos de la construcción.
Soriano pareció adivinar los pensamientos de Volkmar.
–El hogar infantil es una fundación -dijo-. Pero por cada reserva recibimos un subsidio estatal. Además, se abrirá un fondo de suscripción: Protectores del hogar infantil Camporeale. Son pagos que pueden descontarse de los impuestos. Según los primeros cálculos, la empresa entera se mantendrá a sí misma con esto. Si hubiera superávit se invertirá nuevamente en el hogar.
–Y los ingresos de la clínica cardiológica secreta pertenecerán por completo a la «Honorable Sociedad».
–Usted lo dice, Enrico. Reconózcalo: es un modelo único.
–¡Si funciona!
–Funcionará. Con usted como médico jefe.
–¿Por qué está tan seguro?
–Porque usted no trabaja para mí, sino para los enfermos, dottore. Se presentarán ante usted condenados a muerte que le suplicarán que les ayude. ¡Me gustaría ver al médico que diga en esta ocasión un frío no! ¡Usted jamás podría hacerlo!
–Sé que es usted un demonio -dijo Volkmar sordamente.
–Piense sólo como médico. Piense en los enfermos. Todo lo demás no es su mundo. ¿Cuánto tiempo dura su huelga de hambre?
–Es el tercer día.
–Interrúmpala, Enrico. ¡Abra la puerta de su razón! ¿Quiere usted condenar a muerte a enfermos graves sólo porque el dueño de la clínica es un «Consejo administrativo de Palermo» y no una orden de monjas «de la sangre celestial de María», o una oficinal de la administración municipal o nacional? Su conciencia no lo permitirá. Lo sé.
Volkmar no respondió, pero dio el primer paso hacia la entrada. El doctor Soriano soltó el aire por la nariz de manera audible. «Vencido -pensó-.Entra al edificio. Examinará todo. He vencido… he vencido…»
Cuando volvió a entrar a su prisión de oro, Volkmar encontró sobre el escritorio de su biblioteca el montón de prospectos de firmas que se ocupaban de montar clínicas.
Worthlow ya le esperaba con una gran fuente de ensalada. Una verdadera delicia, aderezada con salsa de hierbas. Una vez y otra intentaba inducir a Volkmar a comer; éste era el tercer día.
–Gracias -dijo Volkmar, y echó una mirada a los prospectos-. ¿Qué significa esto, Worthlow?
–¿No es un edificio imponente la nueva clínica, sir? Usted la organizará a su voluntad…
–¡Dios mío, pero si no tengo idea acerca de eso! – Volkmar salió a la terraza. Worthlow le seguía con la fuente de ensalada.– Soy cirujano. Nunca me preocupé por la técnica, sólo la he empleado. Sé lo que necesito en la sala de operaciones, sé lo que tiene que haber en el laboratorio. ¿Pero montar una clínica? Para eso hay firmas especializadas.
–Las ofertas de esas firmas están sobre su escritorio, sir. Esperamos aún algunos envíos de los Estados Unidos. Una serie de representantes de empresas han anunciado su llegada. Los contratos millonarios despiertan a todos. ¿Ensalada, sir?
–¡No!
–¿Responde la clínica a sus concepciones, sir?
–El doctor Soriano ha construido en el interior todo lo que hasta el momento, de manera puramente teórica, se necesita para un trasplante cardiaco. ¿Quién le ha proporcionado la idea de las habitaciones estériles?
–Usted, sir. Hace cinco meses escribió sobre eso en la revista Cardiocirugía hoy. Cada una de las ideas que usted ha registrado en cualquier parte es llevada a la práctica por el doctor Soriano. ¿Qué más puede desear un médico?
Por la noche dejaron solo a Volkmar. Hasta Worthlow se retiró, rogándole que le llamara si necesitaba algo. Volkmar estaba sentado en su biblioteca detrás del escritorio y tenía la mirada fija en el montón de prospectos. «Es una locura», pensaba. Así se imagina el pequeño Mauricio la instalación de un hospital. El bueno, el gran tío doctor sabe todo, hace todo, puede todo. ¡Dios de delantal blanco! Incluso decepcionó un poco a Volkmar que un hombre tan sagaz como Soriano mostrara una manera de pensar tan simple.
Hojeó los prospectos, observó la ilustración de la nueva construcción de un oscilógrafo y volvió a arrojar los prospectos sobre el escritorio.
Hacia las once le visitó el doctor Soriano. Llevaba un traje con una chaqueta amplia. Se le abrió un poco cuando él se sentó en los profundos sillones de jardín. Volkmar vio claramente los tirantes de cuero y la funda en el hombro con la pistola de cañón largo, Soriano no se esforzó por ocultarlo.
–Vengo de donde está Loretta. Está bien -dijo-. También le manda saludos. Y un beso. ¿Besa a mi hija?
–Hasta el momento solamente en las mejillas, don Eugenio.
–¿Por qué miente, Enrico? Todos, hasta el más corto de vista, se dan cuenta de lo que le pasa cuando está con mi hija. Hace una hora Loretta misma me ha dicho: «Le quiero.» Quería volver a casa a toda costa. A su lado.
–¿Y usted qué respondió?
–En principio, no, en lo que concierne al regreso. Y después: «Si amas realmente a Enrico, tienes que amar a un doctor Ettore Monteleone. Y si eso es posible, habrá que preguntárselo al doctor Monteleone.» De modo que le pregunto: Enrico, ¿quiere ser para siempre Monteleone?
–¿Quiere? Usted tiene un humor amargo, don Eugenio. ¡Tengo que serlo!
–Piense lo que está diciendo, dottore -el doctor Soriano estaba muy serio. Su voz tampoco tenía ya el tono paternal. Ahora hablaba con el tono del abogado que pronuncia la defensa-. ¡Se trata de mi hija! ¡Y usted sabe muy bien lo que significa mi hija! Una vez dijo: «Le destruiré por medio de su hija.» Y yo contesté: «¡Nunca lo logrará! Le sacrificaría a usted y a toda mi fortuna para hacer feliz a Loretta.» ¿Recuerda esa conversación?
–Perfectamente, doctor Soriano.
–¿Y ahora? Ha conseguido abrir el corazón de Loretta. Ella le ama. ¿Es realmente tan cerdo como para usar ese amor como venganza contra mí?
–Es una situación curiosa -el doctor Volkmar se apoyó contra la delgada columna que sostenía el baldaquín de la terraza. Miró la funda de Soriano y se sintió agobiado por lo absurdo de su destino-. Allí está usted, el padre de la muchacha a la que quiero sinceramente, lleva una pistola bajo el hombro izquierdo, es el máximo y más peligroso gángster de toda Europa, según debo suponer; me llama cerdo, me tiene prisionero, ha hecho de mí un muerto que está enterrado en el cementerio del bosque de Munich, quiere obligarme a trasplantar corazones en su clínica secreta -un millón de dólares por corazón, ¿me equivoco?-; usted es el mayor monstruo que uno pueda imaginar y el padre de la mujer más hermosa que jamás he visto. ¡Y yo quiero a esa mujer! ¿Cómo decírselo a ese padre y cómo he de tomar a ese padre? ¿No es un problema sin solución?
–Ha dicho todo lo necesario, Enrico. Ahora le diré algo: si, como padre, accedo a que mi hija se una con usted, ¿puedo esperar que usted opere en mi clínica?
–¡Loretta como objeto de trueque! Habría que decírselo.
–¡Puede hacerlo usted! Ella espera en el vestíbulo.
El doctor Volkmar quiso correr hacia la casa, pero Soriano fue más rápido y le detuvo agarrándole por los hombros antes de que hubiera alcanzado la puerta.
–Enrico -dijo en voz baja-. Hago fracasar todo, incluyéndome a mí, si usted hace infeliz a Loretta. ¿Comprende lo que significa?
–Si usted me considera tan animal, ¿por qué me hace jefe de su maldita clínica?
Soriano asintió con la cabeza y dejó libre el camino. Volkmar atravesó su apartamento corriendo y se precipitó hacia el gran vestíbulo central. Allí estaba Loretta con un simple vestido de viaje; había puesto la mesa en un rincón. La gran fuente de ensalada de Worthlow, más una bandeja con carne fría y ave. En los vasos brillaba un vino rojo oscuro.
–¡Loretta! – dijo Volkmar con voz ronca.
La abrazó, la atrajo hacia sí y cuando ella, apretó la cabeza contra su hombro y besó su cuello, cuando sintió la presión de sus pechos y el cuerpo de ella junto al suyo, supo que le habían vencido.
Cuando Soriano se deslizó en silencio junto a ellos y abandonó la sala de huéspedes, no le oyeron. Se habían estrechado tan fuertemente como si el calor de sus cuerpos les hubiera soldado.
Esa noche Loretta se quedó con él. Ninguno de los dos se lo pidió al otro; era como natural que fueran juntos al dormitorio. Ella le ofreció su virginidad y él la aceptó con una ternura cuidadosa, hasta que más tarde ella descubrió en sí misma el volcán y le hizo feliz con su pasión.
Después ella lloró un poco, se deslizó como un niño a su lado y se estrechó contra él. Su sexo ardía, pero era un dolor dichoso, y cuando acariciaba el cuerpo de él, sus uñas se hundían en la carne de Volkmar sin hacerle daño.
–¿Estamos todavía en la tierra? – preguntó ella en voz baja-. ¿O ya en el paraíso, Enrico?
–Ettore -dijo Volkmar. Sintió un nudo en la garganta-. Tenemos que acostumbrarnos a que soy Ettore Monteleone…
El doctor Ettore Monteleone… ¡El jefe de la clínica de la Mafia!
Atrajo a Loretta hacia sí, la besó y después la tomó tal como un hombre fuerte tiene que tomar a una mujer apasionada.
Dos días después el doctor Volkmar reanudó nuevamente sus investigaciones acerca del trasplante de corazón.
La clínica del hogar de ancianos, que había dirigido hasta el momento el doctor Nardo, estaba mejor organizada que los centros de investigación en Munich. Sobre todo no había un jefe como el profesor Hatzport, que dos veces por semana decía a Volkmar: «Querido mío, usted choca contra muros de varios metros de espesor. Por supuesto que teóricamente trasplantar un corazón no es ningún problema. ¡Pero tampoco superará la barrera inmunológica! Aquí la naturaleza ya no le sigue el juego, y nunca lo hará: Eso es lo trágico en la medicina. ¡Tenemos que capitular ante un obstáculo simple! ¡En este caso es la albúmina! ¡Es ridículo, pero cierto!»
El laboratorio inmunológico era perfecto. Un serólogo y un bioquímico con diez asistentes estaban en medio de una serie de experimentos de bloqueadores inmunológicos. Sus investigaciones se centraban sobre todo en los corticosteroides, que prometían detener la reacción inmunológica del cuerpo contra el trasplante. También se habían empleado en monos irradiaciones de todo el cuerpo, pero en este caso apareció a los tres días la primera reacción de rechazo, que ya no pudo controlarse.
En los días que siguieron, el doctor Volkmar se ocupó en perfeccionar las técnicas operatorias. Ya en Munich había abandonado, tras muchos experimentos, la opinión que se iba afianzando en el mundo quirúrgico: que en determinadas circunstancias sería posible un trasplante parcial de corazón. Para él el objetivo era el trasplante total. Un corazón nuevo por uno viejo, no sólo una parte de ellos.
El doctor Nardo y su equipo de médicos por primera vez supieron lo que es un hombre poseído por su idea. Ya no hubo más tiempo de trabajo fijo, ni horas, ni reloj… Se operaban monos, perros, gatos, cerdos y ovejas; Volkmar probó por primera vez el aparato para sujetar vasos inventado por Demichow en uno de los cadáveres conservados en la cámara frigorífica y que, como Soriano dijo, había sido comprado a los deudos. El nuevo proyecto demostró que era audaz y bueno, pero todavía imperfecto. Exactamente lo que Volkmar ya había predicho y lo que le llevó a la decisión de construir su propia máquina de suturar vasos.
–¿Qué le hace falta? – preguntó el doctor Soriano cuando Volkmar se dirigió a él seis días más tarde.
–Necesito un ingeniero en mecánica de precisión. Sé cómo tiene que funcionar la máquina y cómo puede hacerlo, pero no soy un técnico, no puedo construir una cosa así.
–Hallaré el mejor mecánico de precisión que Italia pueda ofrecer -dijo el doctor Soriano.
Los tres, don Eugenio, Volkmar y Loretta, estaban sentados en la terraza de Volkmar. Y no sospechaban lo que ocurría en Palermo en ese preciso momento.
Anna había cogido su día libre, su primer día libre desde que era la doncella de Loretta. Y nunca lo hubiera cogido si en la noche decisiva Loretta no se hubiera quedado con Volkmar.
Esa noche Anna se acurrucó llorando en su cama, golpeó las almohadas, desgarró la sábana, se levantó de un salto y corrió de aquí para allá en el pequeño cuarto, de la puerta a la ventana, de pared a pared; se mesó los cabellos y luego corrió abajo, al apartamento de Loretta, suplicó a las Madonnas del salón, estuvo sentada por ahí hasta el amanecer esperando y en su interior imaginó la consumación del acontecimiento que siempre había soñado, la magnífica unión de dos cuerpos. Y ahora Loretta le había robado ese sueño.
A la mañana siguiente nadie notó cuánto había sufrido por la noche. Pero la felicidad que irradiaba Loretta consumió su deseo transformándolo en odio. Enrico estaba perdido para ella, ahora lo sabía. Pero también sabía que el doctor Enrico Volkmar no vivía en esta casa voluntariamente, aunque muchas cosas hubieran cambiado después de esa noche. Había llegado allí como prisionero; para el mundo exterior a los muros de Solunto estaba muerto, y seguiría estándolo aunque Loretta se acostara en su cama.
Esa tarde Anna se compró en Palermo una pequeña grabadora y tres cintas magnetofónicas. No sabía escribir bien, su letra era torpe e infantil y hubiera podido traicionarla. Pero sabía hablar. Se hizo explicar cómo funcionaba el grabador, después deambuló por el Orto Botánico y se sentó apartada de los caminos en una espesa mata de bambúes. Allí grabó las tres cintas: se puso el pañuelo ante la boca y habló con la voz más grave que pudo, para imitar a un hombre.
Escuchó una cinta para controlar, quedó satisfecha del resultado y volvió corriendo a la ciudad. Allí echó una cinta en el buzón de cada uno de los tres diarios de Palermo; después comió contenta una porción de lasaña y bebió un cuarto de litro de vino en un pequeño restaurante.
Un hombre joven, que la observaba todo el tiempo, le sonrió y ella contestó con otra sonrisa. El corazón le dolía cuando el joven se acercó a la mesa y se sentó a su lado.
–¡Eres una muchacha fascinante! – le dijo directamente-. ¿Dormimos juntos? Soy pintor. Artista. ¡Entiendo algo de cuerpos! Tú serías un modelo estupendo. ¿Vamos? Tengo una pequeña buhardilla. Estoy empezando, ¿sabes? Pero adivino que puedes traerme suerte. ¿Quieres dormir conmigo?
Ella asintió con la cabeza y se fue con él. Y mientras caminaban del brazo por las calles nocturnas de Palermo, ella pensaba en el doctor Volkmar y se despedía de él y de su amor secreto. Lo que hizo entonces fue prostituir su cuerpo, y lo hizo a sabiendas, para matar todo lo que ella todavía pensaba en el doctor Volkmar o sentía algo por él.
En las redacciones de los diarios los redactores de la noche estaban trastornados. Escuchaban y volvían a escuchar las cintas y vieron claramente que podía compararse a una bomba.
Una voz de hombre disfrazada, como era fácil descubrir, decía:
«El doctor Heinz Volkmar, que supuestamente se ahogó en Cerdeña, vive. Fue secuestrado. Si quieren saber todo, pregunten al doctor Eugenio Soriano. El muerto que se ha enterrado en Alemania es un extraño, un desconocido. Pregunten al doctor Soriano…»
A veces es útil escuchar escondido detrás de las puertas y en los rincones, sobre todo cuando uno sólo puede leer los periódicos con esfuerzo, como Anna Talana…
La conexión de los nombres del doctor Volkmar y el doctor Soriano era un asunto tan ardiente que alarmó a los jefes de redacción de los tres diarios. Sólo uno se encontró dispuesto a llamar por teléfono a Soriano. Era un amigo del procurador general doctor Brocea que, como todos sabían, era a su vez amigo del doctor Soriano.
Don Eugenio recibió la llamada con semblante inalterable. Solamente las comisuras de sus labios se estremecieron un poco.
–¡Tonterías! – dijo, una vez que el jefe de redacción hubo leído el texto de la cinta-. ¡Un loco! ¿Usted lo cree? Fue un loco el que le mandó la cinta.
Colgó y se quedó mirando la pared, revestida de seda.
«Primero, Gallezzo; ahora, esta porquería. ¿Dónde está el enemigo? ¿Quién quiere destruirme? ¿Las otras familias de Sicilia? ¿Y por qué? ¿Por qué? ¡Se han enriquecido gracias a mí! ¡Si sólo viven gracias a mí!
«¿Quiénes son mis enemigos?»
Fue a la casa de huéspedes II y llamó a la puerta de Volkmar. Este tardó bastante en abrir. Parecía un poco confundido. El doctor Soriano se sentó en uno de los sillones del vestíbulo.
–Sé que mi hija está con usted -dijo-. No se sonroje. No vengo a buscarla ni a promover un escándalo. Sólo tengo que decirle que debe abandonar la casa esta misma noche. Se trasladará a mi hogar de ancianos… – Soriano se pasó las manos por la cara. De repente se le veía muy agotado-. Han informado a la prensa que le tengo prisionero. Ahora tengo que abrir mi casa para probar lo contrario. ¿Lo entiende? Alguien ha enviado cintas. ¿Quién sabe que usted está aquí y vive todavía? – se puso en pie y miró hacia la puerta cerrada del dormitorio-. Worthlow le ayudará a recoger sus cosas. Y diga a Loretta que no tenga miedo de su padre. A pesar de eso quiero echarle en cara, dottore, que usted ha llevado a mi hija al punto de acostarse secretamente con un hombre.
Una hora más tarde, un pequeño coche sport con Loretta al volante salía a toda velocidad en dirección al hogar de ancianos. El doctor Volkmar, a su lado, miró un poco a su alrededor y luego observó las luces del coche que les acompañaba. En él iban seis hombres con ametralladoras: la custodia del doctor Soriano.
Esa misma noche comenzaron a confeccionarse listas de las personas que se consideraban inseguras, lábiles, venales o vengativas. Personas que vivían al alcance del doctor Soriano y que habían estado en contacto con determinados secretos.
Una de las personas inseguras que estaban en esta lista era el doctor Pietro Nardo.
El día siguiente fue rico en acontecimientos para Palermo. Tanto para los habitantes como para los extranjeros y turistas que disfrutaban sin preocupaciones del sol del verano, viajaban en autobús por la espléndida ciudad o se tendían en las playas, lo que los diarios escribieron, lo que anunció la radio y lo que corría de boca en boca era una prueba de que vivían en una tierra llena de aventuras. Para los iniciados, sin embargo, este día fue una advertencia y una confirmación de que don Eugenio era algo más que un abogado respetado y presidente de la «Honorable Sociedad». A intervalos de una hora murieron diecinueve hombres más o menos notables debido a accidentes de tráfico, suicidios, disparos, fueron colgados, se ahogaron o se precipitaron al mar desde un acantilado. Como nadie sabía si estaba en la lista, era difícil protegerse. Huir no tenía el menor sentido. Ahora pesaba el que Sicilia fuera una isla, aunque el continente estuviera a la vista. Antes de que uno pudiera llegar al aeropuerto o a un puerto, el doctor Soriano ya le tenía controlado por su gente. Esconderse en el interior también resultaba inútil, pues nadie puede desaparecer sin ser visto: siempre hay ojos que ven, y don Eugenio los compraba con sumas que un pobre campesino no podía ganar en toda su vida.
El primero que llamó a Soriano alrededor de las siete de la mañana, cuando se anunció el primer muerto fue, naturalmente, el fiscal doctor Brocea. La dimensión de la «acción» que había comenzado todavía no podía adivinarse ni abarcarse, pero el modo en que había muerto ese hombre, un rico exportador, era tan típico que Brocea en seguida llamó al lugar correcto: Vincente Lamotta, el exportador, fue estrangulado en su cama con un alambre. Como no dormía solo, liquidaron también, para simplificar, a su amante, una joven modelo fotográfica. La habían asfixiado bajo la almohada.
–¿Qué ocurre? – preguntó roncamente el fiscal doctor Brocea-. Me podrías haber indicado algo antes, Eugenio…
–Un buen consejo: vete de vacaciones. Durante dos semanas -y el doctor Soriano tosió ligeramente.
Del hogar de ancianos había llegado el aviso de que todo estaba en orden. El doctor Volkmar ocupaba tres habitaciones del «sector cerrado», la parte del hogar de ancianos donde se alojaba a los enfermos psíquicos, a los escleróticos cerebrales, a los dementes seniles. Las paredes eran gruesas, las ventanas enrejadas, las puertas no tenían picaportes por dentro. Una jaula para las últimas semanas.
–Es mejor que no estés por aquí -siguió diciendo.
–¿Ahora? ¡Imposible! ¿Qué más va a pasar?
–Muchas cosas. Declárate enfermo.
–Entonces el primer fiscal se encargará de la investigación. Tú conoces a Casarte. Ambiciona llegar a ser fiscal general. Es mejor que yo no caiga enfermo.
–Como quieras -respondió Soriano fríamente-. Tendrás trabajo que no te procurará fama…
Y así fue. Después de la novena muerte -sólo tres fueron consideradas asesinatos, las demás pasaron por accidentes, sin duda en circunstancias muy dudosas-, el doctor Brocea suspiró y se rindió a su destino. Formó una comisión especial, convocó una conferencia de prensa y dio la siguiente declaración, con autorización de Soriano, naturalmente: «Señoras y señores, los acontecimientos de las últimas horas indican que dos grupos rivales libran una guerra de exterminio. La Policía hallará a los implicados. Tenemos grandes esperanzas a este respecto. En atención a la pesquisa no puedo decirles más por el momento.»
Quedó en eso. Tampoco se había esperado otra cosa. La caza de los «ejecutores» quedó cortada en exámenes de rutina. Hubo mayor preocupación por las tres cintas que las redacciones de los periódicos entregaron a la fiscalía. El doctor Brocea las hizo pasar una y otra vez. Algunos expertos y el doctor Soriano, como inmediato interesado, estaban sentados alrededor de la grabadora y escuchaban la voz con atención.
El mismo texto, la misma entonación, evidentemente quien hablaba tenía un pañuelo ante la boca. El doctor Brocea se secó el rostro cubierto de sudor.
–¿Tiene alguna idea de quién podría esconderse detrás de eso, doctor Soriano? – preguntó.
–¡No! Sólo sé que yo no tengo nada que ocultar. – Soriano se levantó abruptamente. La voz de las cintas le irritaba más de lo que quería demostrar. – Invito á la fiscalía y a la prensa a recorrer mi casa desde si sótano hasta la buhardilla. Pueden interrogar sin testigos a cada uno de mis empleados. Tienen libertad. Hagan lo que consideren necesario.
–¡Pero doctor Soriano! – el doctor Brocea sonrió de soslayo-. Está claro que sólo un loco puede haber enviado esas cintas. ¿Conoce usted a ese doctor Volkmar alemán?
–¡No! Sólo recuerdo vagamente haber leído algo acerca de él en los periódicos. ¿Qué tendría que ver yo con un médico? Soy jurista…
–¿No es la declaración de un hombre de honor? – dijo rápidamente el doctor Brocea-. Señores, olvidemos esas cintas. Serán guardadas bajo llave por la fiscalía.
Pero más tarde, cuando Brocea y Soriano quedaron solos, el procurador general no reprimió su preocupación.
–¿Quién quiere darte una paliza? – preguntó-. Primero, Gallezzo: ahora, tú en persona. ¿Cómo son tus contactos con los Estados Unidos?
–Normales. El gran estanque está entre nosotros. El mercado está distribuido con precisión. No hay dificultades.
–¿Y si uno de los grandes tiene que retirarse y quiere instalar su nuevo hogar en Sicilia? ¡Entonces sólo tú te interpones en su camino!
–Es una idea que ya he tenido en cuenta -Soriano miró pensativamente hacia la pared revestida de madera del suntuoso despacho-. Consideremos los acontecimientos del día de hoy también en este aspecto. ¡Hay que poder advertir! Y esto es una advertencia a todos los que quizá se hacen ilusiones sobre Sicilia.
Por la tarde -pese a todas las protestas de amistad, Soriano había insistido- todos los hombres representativos de Palermo visitaron la villa de Solunto. Worthlow había dispuesto un gigantesco buffet frío, un gran bar en el jardín y también un gran grill. Un lechón entero giraba en el asador sobre el fuego de la leña.
Previamente se había dado doble ración a los leones y a los cocodrilos. Los felinos yacían en sus jaulas, indolentes y soñolientos; los reptiles tomaban el sol en su isla de barro en medio del lago artificial. La imagen pacífica de un pequeño zoológico privado, diversión de un rico a quien le gustan los animales y que ya no sabe cómo gastar su dinero.
Algunos de estos señores veían por primera vez detrás de los muros de la villa y estaban como cegados por la belleza de esa posesión. Recorrieron las habitaciones orientales, admiraron el parque, hostigaron a los leones, hartos, con silbidos y gritos; se hicieron explicar las costumbres de los cocodrilos y comprobaron tras la visita que las cintas eran una broma, una broma de mal gusto, sin duda. Luego comieron y bebieron y regresaron a Palermo con la certeza de haber pasado una tarde extraordinariamente agradable.
El doctor Soriano ganó en prestigio. Sólo uno de los jefes de redacción dijo al fiscal doctor Brocea:
–¿Rinde tanto un bufete?
–Con dinero se pueden hacer muchas cosas -contestó el doctor Brocea fríamente-. Especulaciones con acciones, inversiones redituables, negocios de Bolsa… ¡Usted sabe! El doctor Soriano tiene buena mano.
Claro que la tenía, por cierto. Más tarde, cuando los últimos invitados dejaban la villa de Solunto, el hombre que ocupaba el decimonoveno lugar en la lista de Soriano «tuvo un accidente». El rápido Palermo-Messina le separó la cabeza del tronco. Nadie preguntó cómo había llegado el hombre a las vías, en especial el doctor Brocea evitó averiguarlo. En Sicilia hay que convivir con cosas curiosas y entre ellas se cuenta que un fabricante como Fabricio Frosolone se acueste a dormir sobre las vías del ferrocarril.
Cuando el último invitado hubo partido, Worthlow, con su uniforme de lujo, comenzó a retirar el buffet. Seis criados en dinnesjackett le ayudaban. Soriano, pensativo, estaba en pie junto a la gran piscina y no cesaba de preguntarse cómo se había turbado tan repentinamente la paz de Sicilia. Para el mediodía había recibido las llamadas de las otras familias: Messina o Catania, Siracusa o Ragusa, Trapani o Caltanisetta, todos los jefes de familia afirmaban su lealtad, aseguraban que no habían oído nada acerca de infiltraciones americanas, prometían estar atentos y desconfiar de todo. No podía hacerse más. El clan entero de Sicilia estaba alerta.
Esa noche Worthlow tuvo una breve entrevista con Anna, la bonita doncella de Loretta.
Después de su día libre había vuelto a Solunto, cansada, con la mirada turbia, de algún modo alterada. Otra vez se duchó con agua caliente y fría, pero ya no podía lavar lo que había ocurrido. Todavía sentía las manos del extraño en su cuerpo, sus labios, que habían recorrido su cuerpo desnudo hasta los lugares más íntimos, y el fuego entre sus muslos ardía como si fuera inextinguible. Había gritado, había clavado la mirada en el techo de la habitación pensando sólo «¡Enrico, Enrico!», mientras el joven pintor, desvariando y besando sus pechos, penetraba en ella.
Más tarde se sentó desnuda en la pequeña buhardilla, bebió vino tinto barato y mordisqueó un par de bizcochos. «Ahora deben haber encontrado las cintas», pensó, y sonrió débilmente, mientras el joven pintor jugaba con sus pechos llenos. El interpretó su sonrisa como disposición, se arrodilló ante ella; y apoyó su cara en el sexo cálido y húmedo de Anna.
«Mañana estarás libre, Enrico -pensaba ella-. Pero yo me habré ido. He llegado demasiado tarde para entregarme a ti. Ahora no valgo nada. Nunca podré colgar en la ventana la sábana manchada de sangre para que todos la vean y se alegren de nuestra dicha. Adiós, Enrico…»
Ahora estaba ante Worthlow, todavía con su uniforme de doncella, y le miraba con ojos empañados.
–No puedo decírselo a la signorina, porque se ha ido de repente -dijo con un hilo de voz-. Pero tengo que irme, tengo que volver a mi pueblo. La abuela está muy enferma y me necesita. Quizá morirá pronto, pero debo estar junto a ella. He vivido tan a gusto aquí…; era un bonito trabajo. Pero si la abuela…
Worthlow había estado bastante tiempo en Italia como para saber que para un italiano hay tres seres sagrados: la madre de Dios, la abuela y los bambini. Si uno de ellos está en peligro, no hay manera de detenerles.
–¿Cuándo quieres irte? – preguntó brevemente.
En ese momento él tenía otras preocupaciones que las de la abuela de Anna.
–Si puedo, hoy mismo.
Anna sollozó, pero no era tristeza por la abuela, sino la despedida de Enrico. Se había ido, había partido con Loretta, le habían puesto a cubierto. Todo lo que ella había hecho, todo lo que ella había creído que le ayudaría a recuperar la libertad había salido mal. El doctor Soriano era más fuerte que la pequeña Anna Talana. No se le podía destruir con una cinta. Lo había comprendido al ver a los invitados que durante todo el día recorrieron la enorme casa, mientras los criados de Soriano les mostraban todo. Desde el sótano hasta la azotea, incluida la casa de huéspedes donde había vivido el doctor Volkmar. Los valiosos muebles y sillones habían sido cubiertos con fundas de algodón; la piscina de la terraza estaba vacía, lo mismo que el bar… Una casa huéspedes que no se usaba desde hacía mucho tiempo.
–Se lo comunicaré a la signorina Loretta -dijo Worthlow, y asintió con la cabeza-. ¡La abuela! Claro que es un golpe del destino. Ve al administrador y que te pague los tres meses de sueldo. ¿Volverás si la abuela…?
–No sé, signore.
Anna miraba el resplandeciente piso de mármol. «Viviré en la casa de piedra, en las montañas -pensaba ella-. Y cuando el dinero se termine, Ernesto volverá a robar a los turistas y quizás yo les venda mi cuerpo. Eso produce liras, muchas liras… Aquí he aprendido qué poderoso es uno cuando tiene dinero.»
–Está bien -dijo Worthlow distraídamente-. Buen viaje, Anna.
–Gracias, signore Worthlow -hizo una reverencia y juntó las manos ante el pecho-. Lo siento tanto…
Luego salió corriendo y Worthlow oyó cómo lloraba.
«Trabajar en casa del doctor Soriano es una dicha, si uno piensa con tanta simpleza como una muchacha campesina», pensaba él amargamente.
Al caer la noche, Worthlow se dirigió al hogar de ancianos con el doctor Soriano. El doctor Volkmar les recibió furioso y en la mejor disposición de lucha. Loretta estaba sentada en una silla ante la ventana enrejada y miraba hacia la noche, hacia afuera. No se volvió, no saludó a su padre. Le ignoró. El doctor Nardo ya había dicho abajo al recibirles que la idea de las habitaciones aisladas no había sido buena.
–Sé lo que quiere decir, dottore -exclamó el doctor Soriano ya desde la puerta-. ¡Rejas, sin picaporte, habitaciones aisladas arregladas apenas con lo suficiente! Pero yo tenía que obrar rápidamente y esto era lo mejor y lo más seguro -miró la espalda de su hija y se dirigió lentamente hacia ella-. Loretta…
Ella se volvió de un salto como un gato golpeado y resopló. Sus ojos estaban agrandados por la ira.
–¿Qué pasa aquí, papá? – exclamó-. ¿Por qué tratas a Enrico como a un prisionero?
Soriano miró a Volkmar.
–¿Aún no le ha dicho nada? – preguntó evidentemente sorprendido.
–No.
–Gracias.
–Así no le irá bien con Loretta, don Eugenio. Ella quiere explicaciones. ¡Ahora tendría que dárselas realmente!
–Enrico será jefe de uña nueva clínica en Camporeale.
–Lo sé – resopló Loretta-. ¿O acaso crees que has criado una muñequita sin cerebro?
–¡Esa es su influencia, dottore!
–Lamentablemente no, dottore. A usted le pasa lo que a muchos padres: tienen una imagen completamente falsa de su hija.
–¿Es así en realidad?
–¡Sí! – dijo Loretta en voz alta-. ¡Lo sé todo! ¡El falso muerto en lugar de Enrico, el plan de ganar dinero con los corazones, la verdadera fuente de nuestra riqueza, que no brota en tu bufete! Don Eugenio, la cabeza de la…
–¡Es suficiente! – Soriano la interrumpió duramente.
Se sentó en la blanca cama de hierro y miró a los furiosos ojos de su hija. «Madonna -pensaba-, ¡cómo he temido esto siempre! He rezado para que esto nunca fuera necesario, aunque sabía que no se puede ocultar. ¿Ha llegado la hora de rendir cuentas? Tu madre, hija mía, sabía todo y calló; fue una buena esposa, una madre como debe ser, creyente y humilde, casera y llena de admiración hacia su esposo. Representaba en parties y recepciones, llevaba joyas por valor de millones, pero jamás preguntó cómo se ganaba el dinero. Para ella yo era sólo hombre a quien amaba y para quien te había dado a luz a ti, Loretta. En cuanto al resto, no lo notaba. ¿Por qué tienes que preguntar tú? Pero si un día todo te pertenecerá…»
–Estamos regidos por leyes estrictas -dijo.
Su voz sonaba un poco ronca. Cuando el doctor Volkmar rió sarcásticamente, le dirigió una mirada de reprobación.
–¡Tiene que decirlo uno que no tiene ley! – objetó el doctor Volkmar.
–Las leyes de la familia son duras. Espero que nunca tengas que sentirlo, dottore. Uno puede amar a una mujer, a su padre, a su madre, a su hijo, a su hija, a un amigo. Pero si es necesario, se le exigirá que olvide todo eso. ¿Me he expresado con claridad?
–No.
El doctor Volkmar miró fijamente al doctor Soriano. «No es posible -se le ocurrió como un relámpago-. ¿Este padre, para quien su única hija es sagrada, sería capaz de destruirla si la Mafia lo requiere? Es inconcebible que sea así. ¡Incomprensible!»
–Usted pertenece ahora a la familia, dottore -dijo Soriano-. Ya no es posible huir, aunque alguna vez encontrara la ocasión de hacerlo. Sólo le causaría una pena infinita a Loretta… y a mí. Sé que usted lo celebrará por mí. Pero no podemos excluir a Loretta. Ese es el secreto de nuestra disciplina: saber que todos nosotros somos una gran familia y que debemos soportar todo en común.
–¡En realidad es una amenaza inhumana!
–Usted lo ve así, Enrico.
Soriano se levantó de la cama de hierro y se acercó a Loretta. Ella levantó los hombros como si desde su padre le llegara un aliento helado. Sus ojos se contrajeron un poco.
–¡Le quiero! – dijo en voz alta-. Todo lo que pase con él me lo hacen también a mí.
–¡Así es!
Soriano pasó junto a su hija y miró hacia fuera de la ventana enrejada. A sus pies estaba en la oscuridad el jardín del hogar de ancianos, sólo iluminado débilmente por un par de faroles. Senderos entre arriates, bancos junto a vallados, solarios, un pabellón de música, un pequeño teatro al aire libre. Le habían asegurado a Soriano que era el hogar de ancianos más hermoso de Europa. En ninguna parte se hacía tanto por los ancianos como aquí en Palermo. Lo mismo se diría pronto del nuevo hogar infantil en Camporeale. Un paraíso de descanso. Lo que ocurría en los sótanos era un secreto de la gran familia.
–Mañana regresarán a Solunto -dijo Soriano-. Podrá moverse libremente, dottore.
–¿Para siempre?
–Todo lo que haga será para bien o para mal de Loretta.
–¿Y si yo le ayudo a hacer todo lo que él quiera? – exclamó ella con voz aguda.
–Sería tonto -Soriano se volvió y miró largamente a su enfurecida hija. Había en su mirada algo infinitamente triste, hasta desesperado-. Sería muy tonto. Y terrible…
A la mañana siguiente, Loretta y el doctor Volkmar regresaron a la villa junto al mar. Les acompañaron dos coches con hombres fuertemente armados. Uno marchaba delante, el otro detrás. Una escolta que no se exponía a ninguna sorpresa. El que quisiera vengarse del doctor Soriano en su hija no tenía ninguna posibilidad.
En la casa de huéspedes II todo estaba otra vez como antes. Worthlow les esperaba con un trago refrescante preparado especialmente. El apartamento parecía una floristería, por todos lados había floreros con los ramos más espléndidos. En un pesado marco de plata se veía la ampliación de una foto. Volkmar no podía pasarlo por alto.
–¡Se montará hoy, sir! – dijo Worthlow, con su rígida manera inglesa.
Volkmar miró fijamente la foto.
–¡Jamás he visto una máquina para circulación extracorpórea así!
–Es el modelo más moderno de Estados Unidos, sir. Traída especialmente para usted. También los instrumentos de medición electrónicos y los aparatos de medicina nuclear vienen de allí. Esta mañana volarán seis médicos a Texas para familiarizarse con los nuevos instrumentos y para que los instruyan. El día uno de diciembre, para la inauguración del hogar infantil, estarán de vuelta.
–¿La fecha ha sido fijada definitivamente?
–Ahora sí.
–Nos quedan tres meses -dijo más tarde Volkmar a Loretta-. Es un tiempo relativamente largo para prepararlo todo. Sólo podemos huir una vez. Pero si eso fracasa, nunca más tendremos otra oportunidad.
En ese momento ya no tenían oportunidad alguna.
Todos los días, escoltado por un comando, llevaban al doctor Volkmar al hogar de ancianos y le iban a buscar cuando anunciaba que había terminado su trabajo.
Su trabajo: trasplantes cardiacos en perros y cerdos, series siempre nuevas de experimentos con corticosteroides, adrenocorticotrofina y antihistamínicos para detener la reacción inmunológica. Un equipo de laboratorio había comenzado los experimentos con citostáticos, preparados químicos para combatir el cáncer y destruir tumores. Un tercer grupo trabajaba con antimetabolitos, compuestos químicos que pueden bloquear o modificar el metabolismo.
Los resultados pudieron observarse dos meses más tarde: por primera vez un perro con un nuevo corazón sobrevivió más de tres semanas. Y no murió por la reacción inmunológica, sino por un accidente. El chimpancé Boco, que hasta el momento sólo se había usado para experimentaciones clínicas, visitó por la noche al perro operado, jugó con él y le apretó el tórax con tanta fuerza que las suturas interiores se desgarraron. Se desangró. Fue culpa del cuidador, que había olvidado cerrar la jaula de Boco con un candado y sólo había corrido el cerrojo. Para el inteligente Boco había sido una alegría quitarlo y pasearse a su antojo.
El hogar infantil en Camporeale estaba terminado. También la clínica subterránea estaba instalada hasta los mínimos detalles y lista para funcionar. El doctor Volkmar visitó algunas veces su «lugar del hecho», como él lo llamaba, siempre acompañado por cuatro hombres armados o por el doctor Soriano en persona. Además, siempre estaba presente el doctor Nardo, o le esperaban otros médicos en las tres salas o en las habitaciones de los enfermos que posteriormente serían totalmente estériles.
El doctor Volkmar no tenía nada que objetar. Al contrario. Surgía aquí en el anonimato total la clínica técnicamente más perfecta. Poder trabajar con semejantes posibilidades era el sueño de todos los cirujanos. Deseos irrealizables, sobre todo en Alemania, donde los hospitales estaban repletos y envejecidos, los enfermos eran colocados en los pasillos, los laboratorios trabajaban en rincones del sótano, donde todavía llevaban a los moribundos a los lavabos y los retiraban sólo para que exhalaran su último aliento. Pero aquí se montaba una clínica en la que el dinero no contaba. Para diez camas -el doctor Soriano también veía que era algo irreal-, el gasto de una clínica quirúrgica universitaria. Y más que eso: un sistema perfeccionado, desde la investigación previa hasta la sala de cuidados intensivos para después de la operación, que garantizaba un trasplante cardiaco sin dificultades.
Nuevos corazones en serie, por así decirlo. Una visión de locura que el doctor Soriano elevó hasta la realidad.
El 1 de diciembre de 1967 fue un día agradable y soleado, con un cielo azul, uno de esos cielos sicilianos de los que Soriano decía que eran de terciopelo.
En el pueblo de Camporeale ondeaban banderas en todas las ventanas o, como en la procesión del Corpus, colgaban tapices y telas bordadas en las paredes de las casas. En los alféizares, en las puertas, en la calle, había figuras de la Madonna, crucifijos, santos de semblante grave construidos de yeso pintado. La única calle firme estaba cubierta con una alfombra de flores desde la entrada del pueblo hasta la iglesia. El cura de Camporeale, don Caesare, corría de aquí para allá como un gigantesco pájaro espantado, hacía sonar las campanas como prueba, escuchaba una vez más los cantos del coro de niños y volvía a ensayar con el coro de la iglesia el himno que se entonaría en honor de este día y de la importante visita. Para Camporeale era muy importante la inauguración del nuevo y enorme hogar infantil que, como un supermoderno castillo de un blanco resplandeciente, se elevaba sobre la colina a tres kilómetros del pueblo y estaba rodeado por un bosque de banderas flameantes; pero mucho más importante era la visita del cardenal de Sicilia al pequeño pueblo y la misa que allí celebraría. Algo así sólo sucede una vez en un siglo, y quizá nunca más volvería a ocurrir, pues quien conozca Camporeale puede entender que a los cardenales no les entusiasme visitar esos lugares, aunque los creyentes sean allí más creyentes que en otra parte.
Además del cardenal, que traía el saludo del Papa, se habían anunciado de Roma un secretario de Estado y siete diputados. Naturalmente también acudirían todos los que tenían algún nombre en Sicilia para admirar la nueva maravilla del doctor Soriano. El presidente del comité «Fundación Camporeale» intentaba aprender de memoria desde hacía tres días su gran discurso, pues tendría el placer de entregar al doctor Soriano un cheque con la suma que se había reunido con las colectas y las donaciones para este hogar infantil verdaderamente único: 220 millones de liras. Una cantidad de la que podían estar orgullosos y que, sin embargo, era insignificante si se pensaba en lo que había costado la clínica secreta que, detrás de puertas tapiadas esperaba al doctor Volkmar y a su equipo.
A las diez de la mañana el cardenal atravesó Camporeale en un coche descapotable, bendiciendo hacia todos lados y brindando así alegría. De Palermo habían venido un centenar de policías y habían bloqueado todos los caminos de acceso. Sólo podían pasar las personas que tenían invitación, e incluso éstas eran registradas cuidadosamente. El fiscal doctor Brocea había anunciado que había una amenaza de bomba. Naturalmente, era mentira; pero de ese modo se procuraban el derecho de impedir la entrada al hogar infantil a los visitantes indeseables.
Los festejos de la inauguración duraron hasta las cuatro de la tarde. El cardenal recorrió todas las habitaciones con incensario e hisopo de agua bendita, las bendijo, consagró la imagen de María en la capilla de la casa y en la mesa profusamente adornada del gran comedor del hogar comió una doble porción de faisán con puré de castañas.
–Esta obra le abrirá el cielo, doctor Soriano -dijo el cardenal al despedirse, e hizo la señal de la cruz sobre la cabeza inclinada de Soriano.
–Eso espero, eminencia -contestó Soriano con humildad.
–¿No tiene usted una hija?
–Ciertamente, eminencia.
–¿No está aquí hoy, en este día de fiesta?
–Loretta está prometida desde hace poco, eminencia -Soriano volvió a levantar la vista. Una mentira en la cara de un cardenal debe ir acompañada por lo menos por una mirada creyente, sobre todo si, como Soriano, uno es un buen cristiano. Ese era su lado humano; el comercial no tenía nada que ver con eso-. Está en Roma en este momento.
–¿Entonces habrá boda pronto?
–Espero…, si Dios lo quiere.
–¡Lo querrá! – el cardenal sonrió con suavidad-. Sería para mí una alegría casar a su hija.
El doctor Soriano asintió con la cabeza, se inclinó sobre la mano del cardenal y le besó el anillo. Estaba auténticamente conmovido, aunque sabía que el deseo del cardenal jamás se cumpliría.
El cardenal no participó del banquete que Soriano dio por la noche en el gran comedor. Después de la misa celebrada en la pequeña iglesia de Camporeale se retiró, impresionado por la conciencia social del doctor Soriano. En la sala, adornada con flores y guirnaldas, cantó un coro de niños; muchos representantes oficiales de la ciudad, de la nación y de la ciencia pronunciaron discursos elogiosos y finalmente se bailó hasta bien entrada la noche. El saludo del Papa, en un pesado marco de oro donado por Soriano, resplandecía en el gran vestíbulo de entrada, visible para todos los que entraran al hogar infantil.
Cuando todavía los invitados estaban bailando y devastando el gigantesco buffet frío, abajo, en el subsuelo II, volvían a abrirse las puertas tapiadas que comunicaban con la clínica cardiológica. Era un trabajo fácil: simplemente habían disimulado las entradas con placas de cartón prensado y las habían pintado. Se quitaron las placas y de este modo se inauguró secretamente la clínica de la Mafia. El doctor Soriano bajó al sótano durante media hora y llevó una botella de champán. El doctor Volkmar y Loretta estaban sentados en la gran habitación del médico jefe, lujosamente amueblada, que servía -y custodiaba- el fiel Worthlow.
Aquí abajo reinaba un silencio sepulcral. El ruido de arriba, las risas y el baile, la música y la presencia de más de trescientas personas, nada de esto penetraba en este mundo subterráneo estéril y brillante de limpieza.
El doctor Soriano llenó los vasos de champán y miró a su hija y al doctor Volkmar con una sonrisa sincera y feliz.
–¿Cómo comenzaré? – dijo-. El día de hoy significa un cambio en la vida de todos nosotros. La clínica está lista, mi hija ha encontrado al hombre de su vida y con ello yo he ganado un hijo, que además es el jefe de esta clínica. ¡Cuánta dicha! ¿Puedo llamarte mi hijo, Enrico?
–¡No! – respondió Volkmar duramente-. Dejemos a Loretta fuera del espantoso juego que va a comenzar ahora.
–¿Cómo es posible? – el doctor Soriano se sentó-.Una cosa se enlaza con la otra. Bien. De modo que no puedo considerarle hijo mío. Permítame ahora una pregunta: ¿Usted quiere casarse con Loretta?
–Sí.
–¿Y en adelante seguirá considerando a su suegro un adversario?
–Usted mismo ha provocado esa situación.
–¿En estas circunstancias cuenta usted con mi consentimiento?
–No lo necesito, papá -dijo de pronto Loretta. Su voz sonaba extrañamente dura-. Tengo veintitrés años. Puedo decidir sola.
–¡Qué mundo! – Soriano probó su champán. – Uno ha educado a su única hija en los mejores colegios e internados, ¿y qué ha salido de ello? ¡Rebeldía contra el viejo orden! Desprecio de todos los principios morales.
–¡Dios mío! ¿Usted habla de moral? – le interrumpió el doctor Volkmar.
–Separemos lo profesional de lo privado. Eso proviene de usted, Enríco, ¿no es cierto? ¡Usted mismo lo dijo! La misma regla para todos, amigo. Ahora soy sólo padre, nada más que padre.
–Le quiero -dijo Loretta, rodeando los hombros de Volkmar con su brazo-. ¡Le quiero! ¡Le quiero! Sólo eso es importante para mí. ¿Qué es tu «viejo orden» frente a eso? ¿Qué me importa? ¡El honor siciliano! ¡Oh, María! ¿Somos personajes de una ópera de Verdi? Yo pertenezco a Enrico, es lo único que importa. Lo que él dice, lo que él hace, eso también es correcto para mí. Tú eres mi padre y te querré y respetaré como tal; pero de ahora en adelante Enrico gobierna mi vida.
–Muy impresionante -Soriano miraba su copa de champán-. No pierdo las esperanzas de que usted comprenda, Enrico, cuánto puede hacer avanzar la investigación médica con los medios que yo pongo a su disposición. Lamentablemente nunca podrá recibir el premio Nobel, pero recibirá a mi hija. Vale más que cien premios Nobel…
–Su cinismo no tiene par -dijo el doctor Volkmar-. ¿Cuándo me conseguirá el primer paciente?
–Por lo pronto mañana se trasladará todo el jardín zoológico desde el hogar de ancianos. Calculo que a fines de la semana que viene usted llevará a cabo el primer trasplante de un corazón entero.
–¡Usted está loco! – dijo sordamente el doctor Volkmar.
–Necesito un trasplante cardiaco con éxito para poder utilizarlo como propaganda.
–¿Qué quiere hacer? – preguntó Volkmar estremecido.
–¡Publicidad! No puedo enviar simplemente mis representantes al enfermo cardiaco diciendo «Si quiere un nuevo corazón, un corazón joven, venga a Camporeale. ¡Por un millón de dólares le dejamos saltando de contento!» Nos tomarían por idiotas. Pero si presentamos pruebas: he aquí a este hombre que ya no tenía ninguna oportunidad y ahora está haciendo gimnasia en la barra nuevamente. Así podemos convencer.
–¿Cuándo acabará de comprender -gritó el doctor Volkmar fuera de sí- que un trasplante cardiaco no es una operación de apéndice? Las perspectivas de supervivencia son en este momento de uno a noventa y nueve por ciento. ¡Un uno por ciento de probabilidades! Y el futuro no está en un homotrasplante, es decir, en un intercambio de hombre a hombre con donantes semejantes, pero genéticamente extraños, sino en el corazón artificial. ¡Pero para llegar a eso faltan años o tal vez siglos!
–¡Fuera! – Soriano amenazó con un movimiento del brazo-. En mi casa no, Enrico. En silencio podremos trabajar con mayor rapidez. Todos sabemos que usted trabaja en un corazón artificial por la simple convicción de que el corazón sólo es una bomba impulsora. Si esa construcción resulta, y resultará, si se reproducen todos los datos anatómicos del auténtico corazón en el artificial y se lo mantiene en movimiento por medio de un motor, podrá salvar mil vidas -Soriano dirigió una sonrisa a su hija. Ella miraba con actitud reservada, casi hostil-. ¿No se admira de mis conocimientos?
–Aunque con un corazón artificial el hombre ya no es una criatura perfecta. Su vida será únicamente una lucha contra la reacción inmunológica; esto significa que ingiere medicamentos que bloquean todo, pero el peligro de infección aumenta, puesto que se suprime la defensa del cuerpo: una lucha continúa contra las bacterias y los virus. ¡Y es sabido que nuestro ambiente está plagado de ellos!
–¡Pero vivirá! ¡Pero vivirá! Su vida se prolongará dos, tres, cuatro años. ¡Muchos pagarán por eso un millón de dólares! Y si fueran diez años más de vida, usted estaría cerca de Dios, Enrico, ¡Para un médico esa visión de futuro debe ser algo inmenso! Un objetivo soñado. Yo se lo ofrezco.
–Me estremezco al pensar que pronto habrá aquí pacientes que pagarán una fortuna por un experimento. Don Eugenio, se lo diré a cada uno en su propia cara.
–Puede hacerlo. Los pacientes en esa situación viven con una inquebrantable confianza hacia su médico.
El doctor Volkmar calló. «Tiene razón -pensaba-. Siempre lo hemos visto, sobre todo en los desesperados enfermos de cáncer: su fe en los milagros de la medicina es a veces incomprensible. Es conmovedor ver brillar sus ojos cuando alguien les dice: "Pero ya te encuentras mucho mejor. Mira, en un par de semanas andarás otra vez por allí." Y nosotros sabemos con certeza que en un par de semanas estarán bajo tierra…»
El doctor Soriano quería sacar millones de esta fe.
–Sólo operaré.
–Por supuesto -el doctor Soriano alzó su copa de champán brindando-. ¡Sólo encontrará casos que permitan alentar esperanzas!
La evolución de los acontecimientos se adelantó al doctor Volkmar y a todos los planes de Soriano.
El 4 de diciembre de 1967 el mundo entero sólo hablaba de un acontecimiento que anulaba todos los demás: política mundial, crisis económica, cotización de acciones, plusmarcas deportivas, focos de crisis en cualquier lugar del globo. Por un día todo eso pasó a segundo plano. Letras gigantescas lo proclamaban en la primera página de los diarios; radio y televisión se sucedían con informaciones originales y entrevistas. Un hombre desconocido para el mundo hasta ese día y que tampoco llamaba la atención entre sus colegas, un médico de Sudáfrica, cirujano del hospital Groote-Schuur, en Ciudad del Cabo, había dado un gran paso hacia el futuro.
Por la mañana temprano el doctor Soriano se precipitó en el apartamento de Volkmar con un montón de periódicos. Los arrojó sobre la mesa y golpeó a la puerta del dormitorio.
–¡Sepárese de mi hija! – gritó, agitado-. ¡Por Dios! ¿Cómo puede dormir mientras el mundo se transforma? ¡Salga!
El doctor Volkmar abrió la puerta. La dejó abierta de par en par a modo de provocación, para que Soriano viera su cama francesa. Estaba vacía. Esa noche Loretta no había dormido con él.
–¡Los diarios! – dijo Soriano con voz ronca-. ¡Aquí! – mostró los titulares-. ¡El mundo está trastornado!
El doctor Volkmar cogió un diario y lo abrió. Las gruesas letras subrayadas en rojo le gritaban: «¡Se ha logrado el primer trasplante de corazón!»
«El profesor Christian Barnard, de Ciudad del Cabo, implantado un nuevo corazón en el almacenero Luis Waskansky de cincuenta y cinco años.»
En medio de todo eso, la primera y borrosa radiofoto de Luis Waskansky mientras le llevaban a la sala de operaciones en una camilla. Se mostraba sonriente y lleno de esperanzas.
El doctor Volkmar leyó el artículo con toda atención, miró después los otros periódicos y los apartó a un lado. El doctor Soriano, que estaba esperando una reacción, se pasó las manos por la cara.
–¿Es todo lo que tiene que decir? – exclamó-, ¿Nada?
–He oído algo sobre las investigaciones de Barnard -dije Volkmar-. El pequeño grupo de médicos que trabaja en este problema se conoce más o menos entre sí. Ciertamente no sabía que Barnard hubiera llegado tan lejos. Me alegro por él. ¡Por fin uno se ha atrevido! ¡Y en el extremo sur de África! Felicitaciones a Christian Barnard…
Soriano salió corriendo a la terraza y se arrojó en la mecedora. Volkmar, que le había seguido, se acurrucó en una silla junto al bar del jardín.
–¿Sabe lo que eso significa para nosotros? – preguntó Soriano.
–Lo intuyo.
–El mundo entero está entusiasmado. Por primera vez todos se hacen conscientes de que es posible trasplantar un corazón. Lo sé, lo sé, ustedes los médicos lo saben desde hace tiempo. ¡Pero aún nadie se había atrevido! Sólo en animales. Pero ahora al fin anda por ahí un hombre con un corazón ajeno.
–Míster Waskansky todavía no ha vuelto a andar.
–¡Lo hará!
–¡Espere!
–Y aun cuando sólo viva una semana, el mundo, todos los hombres viven desde hoy con la certeza de que es posible cambiar el corazón. Cientos de pacientes cardiacos importunarán a Barnard. Otros cirujanos le imitarán. ¡Una vez se haya derribado la barrera, todos se precipitan a la nueva tierra! Eso significa para nosotros que en breve tendremos la clínica llena, pues ciertamente el profesor Barnard no trasplantará corazones en serie.
–¡Jamás lo hará!
–Mire, ¡pero nosotros lo haremos! – Soriano comenzó a mecerse nerviosamente. Juntaba las manos, las volvía a separar y tamborileaba con las puntas de los dedos. – Ya he encargado que reúnan y transmitan todo lo que se relacione con el hospital Groote-Schuur. Barnard concede extensas entrevistas; naturalmente disfruta de su éxito. A más tardar, mañana sabremos cómo ha operado Barnard, cómo ha adaptado su cirugía, qué ha hecho para superar la barrera inmunológica. Se lo garantizo: nuestra organización es mejor, más moderna y más acabada. ¡Y tenemos a un doctor Volkmar!
–Barnard sólo ha trasplantado una parte del corazón -dijo Volkmar tranquilamente-. En su primera entrevista dice que ha dejado un trozo de corazón y sobre eso ha cosido el nuevo corazón, también sólo una parte. Hace uno de dos…, es el método que todos hemos experimentado. El lo ha solucionado de manera brillante en cuanto a la técnica. Pero con ello el peligro de la reacción inmunológica se ha vuelto enormemente grande. Eso es lo que yo quiero evitar trasplantando un corazón entero e implantando piezas de unión de teflón en todos los vasos que llevan al corazón; esas uniones de tubos de plástico obrarán como un freno, como una compuerta. Lo sé: la sangre. La reacción de la albúmina. Pero el peligro del rechazo rápido no es tan grande cuando ya no cosemos músculos extraños entre sí, sino que trasplantamos un órgano entero sin unión inmediata con otras partes del cuerpo dispuestas a rechazarlo.
–Y eso hará usted en breve, Enrico -la cara de Soriano se enrojeció de excitación-. ¡Dios mío, si eso sale bien!
–¡Deje a Dios a un lado!
–Como quiera. Sin saberlo, el profesor Barnard ha dado el empujón inicial a nuestra clínica. Mientras la euforia por este milagro de la medicina no se detenga…
–No durará mucho. A nada reaccionan los médicos más alérgicamente que al éxito espectacular de un colega. Espere los comentarios de los próximos días. ¡Habrá para Barnard más puntos negativos que positivos! Se pondrá en duda la necesidad de esas intervenciones, se hablará de precipitación, de manía de operar, de afán de notoriedad, de vanidad personal, de desprecio de la ética profesional… La paleta de las injurias revestidas de academicismo es inagotable precisamente entre nosotros los médicos. Y si Waskansky muere… ¡huy!
–La acción revolucionaria de Barnard es nuestra propaganda -dijo Soriano respirando profundamente-. Examinaremos a todo paciente que se presente ahora a Barnard y que él tenga que rechazar; si su capital es suficiente, le expondremos nuestra propuesta. Cuento con el primer paciente a más tardar en una semana.
–¿Y de dónde sacaremos el donante adecuado?
–Esa es mi tarea, Enrico. Le prometí que conseguiría todo lo que usted necesitara. Un corazón se cuenta también entre esas cosas. No necesita preocuparse por eso.
Y nuevamente el doctor Volkmar sintió cómo, a pesar del cálido sol de la mañana, sentía frío por la espalda. Estaba como paralizado cuando Worthlow llegó con el desayuno.
El primer paciente llegó seis días después del trasplante de Barnard. Aterrizó en Palermo con su propio avión. Un comerciante mayorista de Beirut, que primeramente había estado en Ciudad del Cabo y había sido rechazado por el profesor Barnard, porque la lista de postulantes era ya tan larga que un cheque por un millón no surtía efecto alguno. El contacto de Soriano en la Ciudad del Cabo había ido a ver al enfermo a su hotel y le había presentado la oferta una vez que hubieron convenido guardar, completo silencio acerca de esta conversación.
El estado de Luis Waskansky contribuyó mucho a la decisión de confiar en la clínica de Camporeale. Todos los diarios y emisoras de televisión decían que Waskansky ya estaba sentado en su cama, comía con buen apetito, había dado los primeros pasos en su habitación, concedía entrevistas y relataba al mundo asombrado que se sentía estupendamente con el nuevo corazón, como recién nacido, directamente rejuvenecido; con una amplia sonrisa levantaba los dedos índice y medio a la manera de Churchill: Victory! ¡Victoria sobre la muerte! Una imagen que hizo historia.
El profesor Barnard mostraba sólo un optimismo moderado. Conocía los datos de laboratorio que se le presentaban cuatro veces por día y que hasta el momento sólo evidenciaban débiles reacciones de rechazo. Esperaba. Como todo médico, en especial el cirujano, dependía de la naturaleza del enfermo. Los medicamentos con los que se atiborraba a Waskansky detenían la reacción inmunológica hasta un mínimo, pero precisamente ese mínimo podía ser peligroso a la larga. Ya sea que el cuerpo rechace a un órgano extraño inmediata y masivamente, o de manera lenta y furtiva, el efecto final es el mismo.
Nada de esta lucha silenciosa llegaba al mundo. Este sólo veía el éxito de la operación. ¡El comienzo de una nueva era de la medicina! Sin haberlo querido, Barnard se convirtió en un ídolo, en un ejemplo, rápidamente comercializado por hábiles managers. ¡Barnard, la nueva época! El primer avance logrado hacia el fantástico porvenir.
El doctor Soriano en persona estaba en el aeropuerto cuado aterrizó con su avión privado Ahmed ibn Thaleb, el mayorista de Beirut, peregrino a La Meca y autorizado por eso a llamarse hadschi. Apoyado en dos guardaespaldas descendió del avión paso a paso, con esfuerzo, escalón por escalón, la pequeña escalerilla.
El doctor Soriano se asustó. Lo que venía a su encuentro, vacilante, era una ruina humana. Un cuerpo delgado dentro de un traje que se había vuelto demasiado amplio. Sólo podía avanzar jadeando. Para Soriano era un enigma cómo ese corazón estropeado seguía latiendo. «En este caso tampoco lo logrará el doctor Volkmar», pensó mientras saludaba a Ahmed ibn Thaleb tan cordialmente como si fuera su hermano. «Todos los millones ya no sirven para nada. Al verle, uno sabe que ni siquiera sobrevivirá a la anestesia, por no hablar de la intervención. ¿Pero por qué pensar en eso? Thaleb había ofrecido dos millones de dólares por un corazón sano. Lo tendría aunque no sobreviviera.»
Se instaló a Ibn Thaleb en la mejor habitación: un cuarto grande al que sólo se podía llegar atravesando una puerta estéril y luego otra habitación también estéril. Era el aislamiento más completo que es posible en sentido médico. Quien quisiera llegar a Thaleb posteriormente, después de la operación, estaría realmente esterilizado. Además, para eliminar todas las bacterias, todo visitante debía pasar por una arcada de acero, donde se le irradiaba por todas partes.
–Esto no lo tiene Barnard! – dijo Soriano una vez que hubo estudiado los informes de Ciudad del Cabo-. Una sala de operaciones común, sin sensación técnica. Para nuestra concepción hasta primitivamente montada. ¡En comparación con ese quirófano, querido Enrico, usted aquí ya trabaja en el siglo veintiuno!
El doctor Volkmar observó a Ahmed ibn Thaled muy cuidadosamente cuando se encontró frente a él para el primer examen. Hablaban francés entre sí. A diferencia del doctor Soriano, no le asustó el estado de Thaleb. La revisión fue de rutina: radiografías, datos de laboratorio, pruebas genéticas, determinaciones de albúmina, análisis de sangre, pruebas de funcionamiento. Eso duró tres días, que Soriano pasó lleno de impaciencia.
–¿Qué hay? – preguntó al tercer día-. ¿Hay alguna esperanza aún? ¡Qué aspecto tiene!
–Es un enfermo apto para el trasplante -dijo el doctor Volkmar-. Ahora me falta el corazón del donante.
–¿Cuándo quiere operar? – preguntó Soriano tranquilamente.
–En cuatro días. Necesito ese tiempo para preparar a Thaleb para la intervención. Está muy débil.
–¡Y cómo! Enrico, tiene que conseguir que viva por lo menos tres días después de la operación…
–¡Maldita sea, yo quiero que viva un par de años! – exclamó Volkmar-. ¿Usted cree que de otro modo cogería el bisturí? ¿Cuánto le ha ofrecido?
–Dos millones de dólares -respondió sinceramente.
–Rece por ello, don Eugenio. El doctor Nardo puede decirle qué condiciones debe tener el corazón del donante. El tiene la lista de los controles. No creo que lo consigamos en cuatro días. Sano y fuerte. No hay tantos accidentes en Palermo…
Se equivocaría.
En los tres días siguientes ocurrieron cosas extrañas en Sicilia.
En las tierras altas, en Mussomeli y Casteltermini, en Leonforte y Sperlinga, y también en la costa, en Pizzolato y Bonagia, desaparecieron sin motivo fuertes campesinos y pescadores curtidos por el viento. Ninguno era mayor de veinticinco años; ninguno de ellos había manifestado nunca el deseo de abandonar Sicilia y emigrar a un país donde pudiera ganarse más, por ejemplo, Alemania.
Por la mañana habían ido a su trabajo -unos a los campos, otros al mercado con la pesca nocturna-. Pero ninguno llegó a destino, todos parecían haberse evaporado en el aire.
Allí estaba Domenico Barnazzi, veinticuatro años, rebosante de salud, un perfecto hombre, siempre alegre, a quien le gustaba cantar y amar, como podían afirmar algunas muchachas de Leonforte. En verano, en la temporada turística, iba a menudo con su viejo «Fiat» a la playa de Cefalo, no sólo para nadar en el mar, sino por las turistas que admiraban su cabello ensortijado y su cuerpo entrenado. La mayoría de las veces eran alemanas, suecas o inglesas las mujeres con las que hacía el amor más tarde detrás de arbustos y dunas, a veces también en habitaciones de hotel, tiendas de campaña o en roulottes. A este respecto era infatigable; siempre cumplía lo que su cuerpo prometía y sólo se admiraba de las mujeres, que parecían muertas de hambre. ¿Eran tan flojos los hombres alemanes? En todo caso durante tres meses, en la temporada alta, Domenico disfrutaba al satisfacer cada día a una mujer extranjera con el temperamento meridional.
¡Prueba de la fortaleza de su corazón!
Pero toda la fortaleza no sirve para nada si tres hombres con medias llenas de arena le golpean y le atontan a uno, sin herirle, pero de forma constante. Cuando Domenico volvió en sí estaba maniatado en el maletero de un coche que circulaba muy rápido, con una gruesa tela adhesiva sobre la boca. Un par de veces levantó las piernas y dio puntapiés al maletero con toda su fuerza, pero también éste estaba bien cerrado. El coche frenó, se abrió la tapa, del maletero y otra vez retumbó sobre su cráneo la media llena de arena que le devolvió a la inconsciencia.
Eso sucedió otras cuatro veces. Cuando Domenico despertó por quinta vez estaba en una hermosa cama blanca, las paredes revestidas de azulejos verde claro; sobre la puerta, que no tenía picaporte, colgaba un precioso crucifijo de madera, a lo largo del techo corría una banda luminosa que difundía una luz clara pero suave, apagada por un vidrio opalino. La habitación no tenía ventanas, pero una instalación de aire acondicionado proporcionaba una temperatura agradable.
Domenico se levantó, corrió hacia la puerta y la golpeó con los puños. No podía explicarse dónde se encontraba. Los jirones de recuerdos no le ayudaban: iba camino al maizal cuando tres hombres le derribaron. Después había estado en un coche y le habían hecho perder el sentido algunas veces más. Y ahora estaba en un hospital… ¿Pero dónde? ¿Quién le había traído aquí? ¿Por qué no había picaportes? ¿Hay habitaciones para enfermos sin ventanas? Hasta el momento sólo una vez había estado en un hospital, en el pequeño de Enna, cuando se rompió el pie. Allí estaba en una habitación con nueve hombres; les cuidaban unas monjas severas, y por la noche, antes de dormir, todos tenían que mojar los dedos en la pila del agua bendita que había junto a la puerta y santiguarse. Pero aquí no había nadie. Reinaba completo silencio. Una limpieza casi oprímeme. Una soledad que envolvía su corazón como un anillo estrecho.
Volvió a golpear contra la puerta, dio fuertes puntapiés a la gruesa madera cubierta de plástico, gritó y gritó y luego, como nadie contestaba, comenzó a destruir la cama y a dar contra la pared con los trozos de hierro. Los azulejos se desprendieron, trituró todo lo que podía destrozarse, pero nadie vino. Finalmente también Domenico quedó agotado, se acurrucó sobre las ruinas de su cama y esperó.
No encontraba explicación para nada.
Otros jóvenes no vivieron su despertar de manera muy distinta. También ellos golpearon y rugieron, pero las paredes parecían silenciar todos los ruidos.
En otra parte de la clínica, en un sótano situado encima del «sector HS», como se llamaba sobriamente a las habitaciones individuales subterráneas, se encontraban el doctor Nardo y Banjamino Tartazzi, un tipo atlético, jefe de la «tropa de ataque», ante una mesa redonda.
–¡Hemos reunido ocho muchachos! – dijo Tartazzi alegremente-. Robustos y sanos, al menos por lo que puede verse por fuera. Todos serían buenos como toros reproductores. ¿Necesita más, dottore?
–Eso se verá después de la revisión -contestó el doctor Nardo-. Necesitamos un tipo especial de albúmina.
–¿Qué es lo que necesitan? – preguntó a su vez Tartazzi desconcertado.
–Está bien. ¿Tuvisteis dificultades?
–Para nada. ¿Por qué? ¡Trabajamos muy rápido! De este modo no es ningún problema conseguir más…
Mientras comenzaban a llegar a las comisarías las denuncias de las desapariciones y los parientes de los desaparecidos se lamentaban, en la clínica subterránea de Camporeale se iniciaban los primeros exámenes de los candidatos, como el doctor Nardo llamaba a los muchachos, que aún no sospechaban nada. Con gas inofensivo, insuflado a través de los pozos de ventilación del aire acondicionado, les dejaron inertes y les llevaron al departamento de radiografías, les sacaron sangre, líquido cefalorraquídeo y carne de los músculos, y luego les pusieron una opulenta comida sobre la mesa. Cuando despertaron no faltaba nada, desde el vino hasta el queso, desde el minestrón en un plato térmico hasta el guiso de cordero con fideos verdes.
El laboratorio trabajó durante toda la noche. Al día siguiente el doctor Nardo avisó a Solunto que en su opinión se había hallado el donante de corazón adecuado para Ahmed ibn Thaleb. Un pescador de Pizzollato. Sus moléculas de albúmina eran las que más apaciblemente reaccionaban ante los tejidos de Thaled, en la medida en que eso puede probarse en el laboratorio.
El doctor Soriano visitó al doctor Volkmar antes del desayuno. Esta vez Loretta había estado en la cama con Volkmar. Vino al vestíbulo con él, enfundada en una bata de ensueño que dejaba traslucir su espléndida figura. El doctor Soriano se mordió el labio inferior. Para un padre no es una escena especialmente agradable. El descaro de Loretta le hacía palpitar la sangre en las sienes.
–Tenemos el corazón adecuado -dijo, sin saludar-. Puede operar.
–¿Quién es?
–Un joven de veinticuatro años que tuvo un accidente con la moto. El doctor Nardo puede darle todos los detalles. También la declaración de conformidad de los padres. El joven -yo no entiendo nada de eso, confío en lo que dicen los médicos- está clínicamente muerto; la actividad de su cerebro se ha extinguido. Sólo su corazón se mantiene latiendo por artimañas médicas. No sé durante cuánto tiempo podrá mantenerse. ¿Puede operar en seguida?
El doctor Volkmar miró su reloj de pulsera.
–Dentro de dos horas.
–¿Solamente?
–Tengo que partir hacia Camporeale.
–¡Un helicóptero le llevará! – Soriano señaló el teléfono-. Si llama al doctor Nardo y le da indicaciones, él ya podrá prepararlo todo. Está al pie del cañón.
–¿Y el donante?
–Ya lo han llevado y está en medio de una maraña de tubos, como dice el doctor Nardo.
En la clínica todo estaba, efectivamente, dispuesto para la operación. Cuando Volkmar habló con Nardo, tuvo la impresión de que Ahmed ibn Thaleb ya estaba preparado para la anestesia en la antesala del quirófano I. Los datos de laboratorio que el doctor Nardo transmitió rápidamente eran ideales. No era posible imaginarse mejor donante.
–Tiene una suerte desvergonzada, don Eugenio -dijo el doctor Volkmar, deteniéndose.
–Más que el profesor Barnard. Su Luis Waskansky se viene abajo. Tiene una infección, neumonía… Esas son las últimas noticias de la radio.
–¡Oh, Dios! Puedo comprender cómo se siente Barnard.
–Lucha por su paciente hasta desplomarse -Soriano se levantó del sillón-. Tenemos mejores posiciones de salida. Entre nosotros no hay infecciones. Pero ante todo su propio método de operación, Enrico.
Media hora más tarde el doctor Volkmar entraba en las salas de operaciones subterráneas. Ya le esperaban dos médicos con las radiografías del donante.
Ahmed ibn Thaleb había invocado una vez más a Alá antes de que le acostaran en la camilla y le llevaran a la sala de preparación. Se controlaron una vez más los tres cuartos aislados y estériles que debería ocupar después de la operación. Estaban allí todos los aparatos para los cuidados intensivos. En torno a la cama había soportes cromados para los cuentagotas, pantallas para los medidores electrónicos. Se habían levantado las vías de plástico para la tienda de oxígeno.
El doctor Volkmar miró las dos pantallas que había ante su gran escritorio. Cámaras de televisión transmitían lo que sucedía en las dos salas de operaciones que estaban junto a su cuarto. Vio que los dos equipos de médicos estaban listos: en el quirófano I había catorce médicos con la bomba para circulación extracorpórea; en el quirófano II, donde sólo había que sacar el corazón, cuatro médicos. El doctor Soriano había prescindido de las enfermeras; eran también médicos los que se ocupaban del instrumental.
–Las mujeres tienen demasiada necesidad de comunicación -había afirmado Soriano-. Por más que se esfuercen en guardar silencio, en algún momento en la cama hablan.
Dieciocho médicos, pensaba el doctor Volkmar al observar la actividad que se desarrollaba en los quirófanos. ¿Realmente cree Soriano que son dieciocho bocas cerradas? ¡Con qué gran apuesta juega este hombre!
Vio cómo llevaban a Ahmed ibn Thaleb al quirófano I, ya preanestesiado, con el tubo en la tráquea. A través de la puerta automática del quirófano II introducían ahora al donante. El doctor Nardo había preparado al joven pescador especialmente para el doctor Volkmar. La cabeza estaba cubierta, cuatro goteros estaban unidos a las venas. Un marcapasos portátil rodaba junto a la cama y hacía latir normalmente el corazón, presuntamente el único órgano aún capaz de funcionar en ese cuerpo muerto. Ya no podía verse que ahí yacía un hombre completamente sano. ¡A quién se le ocurriría, además, una idea tan terrible!
Volkmar se levantó, apagó las pantallas de televisión y se dirigió al lavabo.
Ibn Thaleb estaba sobre la mesa de operaciones, un cuerpo huesudo, delgado, desnudo y cubierto por sábanas salvo en el campo de operación.
El doctor Nardo miró hacia Volkmar a través de la pared de vidrio. Su mirada preguntaba si podían empezar. Abrir un tórax, «eso lo hemos practicado mucho».
Volkmar asintió con la cabeza. Respiró hondo. El segundo decisivo. La máxima aventura de la medicina había dado comienzo.
En el quirófano II los cuatro médicos estaban sentados alrededor del joven anestesiado y esperaban. Sería algo rápido abrir este tórax. En este caso no había que conservar ninguna vida; sólo había que separar el músculo sano, latiendo hasta el último momento: el corazón.
La suerte había asignado a los cuatro médicos esta tarea. El «banco de corazones» viviente de Soriano entregaba el primer hombre para la más terrible operación de nuestro tiempo.
Pero el doctor Volkmar no sospechaba nada cuando llegó a la sala de operaciones y se situó bajo la resplandeciente luz del reflector del quirófano.
El doctor Nardo ya había comenzado con la toracotomía.
Se atuvo estrictamente a las indicaciones que le había dado Volkmar y al método que habían practicado juntos en cerdos, monos, corderos y por último en dos terneros. En oposición a todas las modificaciones de intersección y apertura del tórax, el doctor Volkmar se quedaba con la antigua y probada técnica del profesor Von Mikulicz, maestro de oxigenoterapia: entrada a la cavidad torácica separando las costillas. La toracotomía intercostal, en la cual se corta justo en medio de dos costillas y luego se las separa, no ofrecía suficiente espacio para que Volkmar cambiara un corazón entero.
En la primera media hora de trabajo casi no intercambiaron palabra. Sólo se oía el soplido de los aspiradores, el rítmico palmoteo del saco de respiración, el crujido electrónico del oscilógrafo y el bombeo suave de la bomba bypass cuando el doctor Nardo derivó la circulación fuera del cuerpo de Thaleb. De cuando en cuando se oían algunas palabras: los informes de los anestesistas sobre presión sanguínea, pulso, respiración, frecuencia cardiaca, el okay de los internistas junto a la pantalla del reograma, las indicaciones dirigidas en voz baja hacia la mesa de instrumentos y el tranquilizante «todo en orden» desde la bomba de circulación extracorpórea.
El corazón de Ahmed ibn Thaleb se encontraba en un estado catastrófico. Una vez abierto el tórax y el amplio acceso, el músculo se presentaba ante el doctor Volkmar como una masa roja. Se reconocían claramente los graves daños producidos por la oclusión parcial de la artería coronaría: un motor que sólo funcionaba con un tercio de su potencia.
El doctor Nardo clavó la mirada en Volkmar por encima de la mascarilla. Sudaba intensamente; un joven asistente le secaba las perlas de sudor de la frente y de las cuencas de los ojos.
–¿Cómo podía seguir viviendo el hombre con un corazón así? – preguntó, señalando con una larga pinza las partes dañadas-. ¿Usted lo entiende?
–Uno siempre se sorprende de lo que puede resistir un cuerpo humano. Ya sea el corazón, los pulmones, el hígado, la vesícula biliar o los riñones, hay reservas de fuerzas para las que no tenemos explicación. A menudo he dicho después de una operación: «Es cierto que nos ha salido bien, pero no sobrevivirá.» Y luego veíamos cómo el órgano dañado se regeneraba lentamente. La naturaleza no capitula tan fácilmente, aunque se registre una cuota de muertes diarias. La mayoría olvida que por un muerto hay más de cien curados.
El doctor Volkmar miró hacia arriba, a la pantalla que colgaba del techo junto a la lámpara del quirófano y reproducía lo que pasaba en el quirófano II. La escena mostraba el tórax del donante y las manos de los médicos con los guantes de goma: esperaban, listos para extraer en seguida el corazón sano. Se oyó una voz serena desde el micrófono:
–Ya no hay actividad cerebral de ninguna clase.
–Gracias.
El doctor Volkmar estaba satisfecho. Para un médico, el joven de la sala de al lado estaba muerto. No vio la mirada acechante del doctor Nardo, no percibió la extrema tensión: «¿Adivina el truco? ¿Se da cuenta de que aquí yace un hombre completamente sano al que vamos a extraer el corazón y sólo entonces le mataremos?»
Volkmar echó una nueva ojeada a la mesa de instrumentos y a las prótesis de teflón para los grandes vasos que estaban listas en cajas estériles.
–Comienzo de la extirpación -dijo en voz alta-. Empiecen con la toracotomía. ¿Es clara la imagen allí?
Volkmar vio que dos manos se levantaban y hacían una señal. Después, nuevamente la voz en el micrófono:
–Su imagen en televisión es perfectamente clara, jefe.
¡Jefe! El doctor Volkmar se inclinó sobre la cavidad torácica abierta de Ibn Thaleb. Por primera vez se había oído esa palabra en la sala de operaciones. Ciertamente la había oído a menudo del doctor Soriano, pero jamás había causado un efecto semejante al de este momento.
Jefe de la clínica de la Mafia… Con su próximo movimiento firmaría su aceptación.
La anastomosis era correcta, la circulación funcionaba correctamente gracias al bypass. Si ahora extraía el corazón y cosía los grandes vasos en primer lugar de un solo lado con las partes intermedias de teflón, no era más que trabajar en un preparado. El viejo y arruinado corazón de Thaleb estaba muerto. Su vida latía todavía sólo maquinalmente, por medio de una complicada bomba que no sólo transportaba su sangre, sino que al mismo tiempo la preparaba con oxígeno, la purificaba y compensaba la cantidad por medio de módulo volumétrico.
En la pantalla que había encima de él, Volkmar veía cómo el equipo del quirófano II abría el pecho del «accidentado». El corte era burdo; puesto que ya no se necesitaba el cuerpo…
Con un rápido golpe de tijera, Volkmar separó la gran vena pulmonar y el cayado de la aorta debajo de las ramificaciones. El doctor Nardo resopló. Lo habían practicado mucho, pero ahora que el cambio de corazones por Volkmar se realizaba de nuevo en un ser humano, le asaltó una agitación casi incontenible. Vivir un momento crucial de la medicina era conmovedor aun para una naturaleza insensible como Nardo.
El doctor Volkmar le miró brevemente.
–¿Qué pasa, Pietro? – preguntó.
–Nada, jefe -el doctor Nardo deslizó ambas manos debajo del corazón muerto-. Sólo una jaculatoria por la nueva era de la cirugía…
Pocos minutos después Thaleb estaba sin corazón. El doctor Nardo entregó el músculo cardiaco a otro, lo pusieron en una vasija de cristal y lo apartaron de la mesa. Un documento: el primer corazón extirpado por completo. Podía empezar la costura de las uniones de teflón: el fundamento para la anastomosis de los grandes órganos huecos que tendría lugar más tarde.
El doctor Volkmar miró nuevamente hacia la pantalla situada al frente. El corazón del donante estaba preparado, el tórax permanecía abierto. No se habían molestado en suturar las venas separadas: simplemente las habían unido con el coagulador eléctrico. No había sangre que impidiera ver y que hubiera que aspirar. La electrocoagulación proporcionaba un campo de operación limpio.
El corazón del joven latía vigorosamente, con un magnífico ritmo sano. Volkmar lo observaba en la pantalla: unas pulsaciones que daban alegría.
–¿Frecuencia? – preguntó.
La voz del micrófono contestó inmediatamente:
–¡Setenta!
–¡Magnífico! En media hora estaremos listos. Descubran.
–Entendido, jefe.
En el quirófano II se cubrió la gran abertura del pecho con paños calientes. Después los cuatro médicos volvieron a fijar la vista en la pantalla y presenciaron cómo el doctor Volkmar suturaba los extremos de los grandes vasos con las venas de teflón. Los cabellos se les erizaron tanto a ellos como a los otros médicos que rodeaban la mesa de Volkmar cuando éste, después de haber cosido la primera pieza de unión a la vena pulmonar, tiró del trozo implantado.
La sutura resistió. En los días siguientes se demostraría que también podían sostener el corazón entero. Un corazón que ahora era solamente un motor, colgado de venas plásticas que impedían un contacto inmediato entre los dos tejidos extraños. Con ello, por supuesto, no se anulaba la reacción inmunológica, pero el rechazo y la necrosis de los tejidos -si se presentaban- ya no serían una manifestación inmediata de intolerancia.
El doctor Volkmar se apartó un paso de la mesa, se hizo cambiar los guantes y lavar la cara con una solución estéril. También el doctor Nardo y los dos asistentes se cambiaron los guantes de goma. Cuando volvieron a situarse bajo la luz de la lámpara quirúrgica parecía que el doctor Nardo había perdido el color de su rostro.
«Ahora -pensaba-. ¡Ahora! En seguida llegará la orden: cambio de corazón.»
Igual que el doctor Volkmar, miró hacia la pantalla, médicos del quirófano II habían vuelto a cubrir el cuerpo, el joven corazón latía vigorosamente. Ante éste había seis manos con tijeras y pinzas para vasos dispuestas…
–Cambio -dijo el doctor Volkmar en voz alta y clara-. Dejen largos los extremos de los vasos. Prefiero seguir amputando aquí…
–Entendido, jefe.
Las pinzas agarraron, interrumpieron la circulación, las tijeras separaron venas y arterías. El joven y sano corazón se contrajo convulsivamente, como si pudiera gritar.
En ese momento murió el joven pescador Rinaldi Sampieri, de veintidós años. Asesinado en la mesa de operaciones porque se necesitaba su corazón. Rindió dos millones de dólares.
Fue el segundo más espantoso en la historia de la medicina moderna.
La operación duró dos horas.
El doctor Volkmar permaneció junto a la mesa de operaciones hasta que la circulación volvió a desviarse de la bomba extracorpórea al nuevo corazón. Una carga eléctrica con el desfibrilador le obligó a bombear, y entonces se levantaron las ondas del oscilógrafo, tímidamente al principio y después cada vez más rápidas, más altas y más uniformes; el joven corazón latía con toda su potencia e impulsaba la sangre oxigenada a través del cuerpo de Ahmed ibn Thaleb.
Volkmar miró una vez más el tórax abierto. Las suturas resistían, no escapaba sangre por ningún punto. En breve las paredes interiores de las prótesis de teflón se recubrirían de sangre, una capa protectora lisa que favorecía el torrente sanguíneo. «Las venas se engrasan», así lo llamaba Volkmar.
Este asintió, se apartó de la mesa y estiró los brazos. Un joven médico le quitó los guantes y desató la mascarilla. Volkmar retrocedió aún algunos pasos, observó el oscilógrafo y respiro hondo.
–Hemos terminado -dijo lentamente-. Sobrevivirá. ¡Si tenemos suerte!
Cuando se volvió para salir, todos comenzaron a aplaudir en la sala de operaciones. Fue algo espontáneo, la liberación de una tensión que al final era casi insostenible. Dieciocho médicos golpeaban las manos una contra otra y el suelo con sus zapatos blancos.
En la puerta, el doctor Volkmar se volvió una vez más.
–Gracias -dijo con fatiga.
Ahora se le notaba el agotamiento. Su semblante decaía, parecía muy envejecido.
Inclinado hacia adelante, con grandes deseos de una cama y completa tranquilidad, con ansias de un coñac de tres cepas, y, sin embargo, tan excitado interiormente que sus manos comenzaron a temblar, atravesó las tres salas estériles y abrió de golpe la puerta de su habitación.
También aquí le recibieron con aplausos. El doctor Soriano y un señor desconocido estaban en pie delante del sofá de cuero y aplaudían con entusiasmo.
–¡Ha sido genial! – exclamó Soriano-. Enrico, no hay palabras para eso. ¡Dios mío, qué gracia hay en tus dedos!
Se precipitó sobre Volkmar, con la cara pálida -no todos pueden ver cuerpos abiertos en una pantalla, sobre todo si se trata de un cambio de corazón-, sirvió coñac en tres vasos, como si hubiera adivinado el deseo de Volkmar.
Soriano guió a Volkmar como a un ciego hacia el sofá y le empujó hacia el almohadón. Le alcanzó el vaso, desbordante de entusiasmo le besó una vez más en la frente y luego se dejó caer a su lado. El extraño miraba la pantalla de soslayo y contrajo los labios, que habían quedado pálidos. El doctor Nardo había comenzado a cerrar el tórax de Thaleb.
–¿Tenemos que ver eso también? – preguntó.
Al hacerlo, brindó por Volkmar y bebió su coñac de un trago.
–Este es el doctor Ludovici Daniele -fue la presentación del doctor Soriano.
–¿Un colega? – preguntó, cansado, el doctor Volkmar.
–No, jurista.
El doctor Daniele se sirvió otro coñac. Soriano apagó la televisión y ofreció a Volkmar una pitillera de oro. Este cogió uno de los aromáticos cigarrillos orientales que Soriano prefería y dio las primeras chupadas con los ojos cerrados. El coñac y el cigarrillo devolvieron algo de color a su cara, grisácea. Pero el agotamiento físico permaneció, hasta se hizo más intenso. «Desplomarse y dormir -pensaba Volkmar-. ¡Qué hermoso sería! O estar ahora en los brazos de Loretta, la cabeza entre su pechos y no pensar en nada, absolutamente en nada… solo tranquilidad…, tranquilidad…, tranquilidad…»
Tenía la sensación de flotar, se recostó y cerró los ojos.
–El doctor Daniele es el jurista de nuestra asociación -dijo el doctor Soriano. A Volkmar le sonaba como si el doctor Soriano tuviera algodón delante de la boca-; Me pareció bien que presenciara tu gran éxito y que lo cuente a todos nuestros amigos. Por lo demás, el cheque de Thaleb está en orden. Pagado en un banco suizo.
–¡Qué bien! – dijo Volkmar a media voz-. ¿Algo más?
–El paciente de Barnard, Luis Waskansky, agoniza. No consiguen dominar la neumonía -Soriano acarició el rostro de Volkmar casi con ternura-. ¿Otro coñac, Enrico?
–No.
–¿Algún otro deseo?
–Sí. Déjenme solo. Váyanse. No quiero oír nada más ahora.
Se acostó en el sofá, estiró las piernas, se volvió con la cara hacia la pared y cerró los puños. «¿Por qué no golpeo? – pensaba-. ¿Por qué no les pataleo el bajo vientre? El cheque está en Suiza… El jurista de la Mafia observa mi operación por televisión… ¡Oh Dios, en qué me he convertido! En una máquina de operar que extrae corazones y rinde millones de dólares. ¡Un cómplice sangriento! Y no hay manera de huir, pues cada uno de los que me traerán está realmente enfermo y desafía mi conciencia de médico. ¡Eso es lo más terrible! ¡Tengo que hacerlo para ayudar!»
Soriano indicó en silencio la puerta al doctor Daniele. Abandonaron la habitación sin hacer ruido y cerraron la puerta. Sólo volvieron a hablar en el ascensor que les llevaba desde el sótano hasta el suntuoso hogar infantil de Camporeale.
–Es realmente un genio -dijo el doctor Daniele. También a él le había hecho bien el coñac; el color pálido había desaparecido de su cara-. Ahora esperemos que a este Thaleb no le vaya como a Waskansky. Los éxitos se divulgan. ¡Pero las derrotas aún más!
–Hasta hoy tenemos ya doce inscripciones para trasplantes cardiacos. Todos rechazados en Ciudad del Cabo. Mis agentes en Sudáfrica trabajan a la perfección.
–¿Doce enfermos cardiacos? – el doctor Daniele clavó en Soriano una mirada perpleja-. Don Eugenio, ¿de dónde piensa sacar los corazones?
–Esa cuestión ya está resuelta.
El ascensor se detuvo en el espléndido vestíbulo revestido de mármol, en una de cuyas paredes colgaba la carta del Papa, rodeada de flores que se cambiaban todos los días. Soriano se detuvo debajo del documento mientras el doctor Daniele leía el texto moviendo la cabeza. «Gran muchacho este don Eugenio. ¡El mejor jefe en cien años! Nadie puede negárselo.»
–Ante todo debo dar las gracias a los franceses -dijo Soriano con tono amable.
–¿A los franceses?
–Más exactamente a una de sus instituciones más destacadas: la Legión Extranjera.
El doctor Daniele miró a Soriano con expresión perpleja.
–No lo entiendo -dijo, encogiéndose de hombros.
–Aunque su gran época de gloria -desde su punto de vista- ha pasado, la Legión Extranjera sigue ejerciendo una atracción extraña, fascinante, sobre los jóvenes. También en Italia. También en Sicilia. La vida es una aventura. ¿Quién lo sabe mejor que nosotros? Desde hace cuatro días trabajan tres oficinas ilegales de enganche de la Legión Extranjera en Catania, Messina y en el continente, en Nápoles.
El doctor Daniele se secó la frente.
–Sigo sin entender, don Eugenio.
–Rápidamente se divulga que existen oficinas de enganche y se presentan jóvenes que sueñan con aventuras y hermosas mujeres. Les estudiamos con cuidado, les examinamos, sobre todo su corazón, ya que la Legión sólo acoge muchachos completamente sanos y fuertes. Y si satisfacen nuestras normas, reciben su enganche, como es habitual, y se les trae aquí en pequeños transportes colectivos, siempre cinco hombres y dos acompañantes. Actualmente ya viven diecinueve tipos fuertes como toros en un piso aislado acústicamente de la casa III.
–¿Aquí? ¿En el hogar infantil? – el doctor Daniele experimentó un horror secreto-. A prueba de ruidos…
–Cuando se dan cuenta de que aquí no es el punto de concentración de la Legión Extranjera comienzan a alborotar.
El doctor Soriano abrió la marcha hacia el gran despacho que se había hecho instalar en el hogar infantil. Una pequeña sala llena de macetas y con asientos de cuero blanco. Por las ventanas altas hasta el techo se veían las cuatro grandes piscinas rodeadas de azulejos. Una gran cantidad de niños alegres y jubilosos alborotaban en ellas, se deslizaban al agua o jugaban al waterpolo. Dos jóvenes y guapas maestras de guardería infantil, en traje de baño, vigilaban al alegre grupo de niños.
El doctor Daniele volvió a sentir que le asaltaba el horror. Allí los niños, la imagen bendecida por el Papa, y dos alas más allá diecinueve hombres jóvenes que no sabían que un día les matarían para trasplantar su corazón sano.
El banco viviente de corazones del doctor Soriano. Un lugar de cría para las víctimas. Nada más.
El doctor Daniele comprendió de pronto y enmudeció. Cualquier palabra le hubiera asfixiado en este momento. Ni en la Mafia había habido nunca algo así. Quizás ocurría algo semejante en la antigua Roma: en los sótanos de las arenas, donde los gladiadores tenían que luchar contra leones, tigres, toros o entre sí y donde sólo había un vencedor y un vencido, pero no misericordia. Sin embargo, incluso a estos desdichados les quedaba la esperanza de que el emperador no bajara el pulgar, sino que lo alzara y dejara vivir también al vencido.
Pero con Soriano no habrá misericordia. Si se necesita un corazón es sólo como echar mano del depósito de repuestos. El hombre, sólo objeto de intercambio.
–¿Y… y eso no llama la atención? – preguntó el doctor Daniele cuando pudo volver a encontrar palabras.
–El que se hace enrolar en la Legión Extranjera la mayoría de las veces derriba los puentes detrás de sí. Eso lo sabe todo el mundo. ¿Quién pregunta entonces? ¿Dónde hay que preguntar? ¿En París? ¿En la central de Córcega? ¡Si no hay respuesta! Quien está en la Legión y quiere que le olviden, es olvidado -el doctor Soriano se reclinó contento en su sillón y miró contento a los niños que jugaban y se bañaban-. ¿Entiende ahora cuando digo que estoy muy agradecido a Francia?
–Don Eugenio, ésa idea ha surgido de la genialidad de Satanás. Usted junta corazones sanos como otros recolectan hongos…
–Algo así. El doctor Volkmar no carecerá de repuesto para trasplantar.
–¿Lo sabe él?
–Nunca lo averiguará. Siempre creerá que gracias a mis buenas relaciones en todos los círculos entro en contacto con accidentados y compro sus corazones. Naturalmente con un contrato hecho con los deudos.
–¿Y si se da cuenta? Las casualidades son un juguete del destino. ¿Y entonces qué?
–Eso queda completamente excluido. El sólo ve al donante cuando está ya preparado para la operación. El doctor Nardo se encarga de todo lo que hay que hacer antes. Con víctimas de accidentes no se puede preguntar mucho, hay que actuar con rapidez. Y además…
–¿Además qué?
–Enrico se casará con Loretta el año próximo; a mí me gustaría que fuera en mayo.
–¿Y usted cree que se tragará todo lo que usted le ponga por delante?
–Eso no -el doctor Soriano rió alegremente. Ante su gigantesca ventana dos niños se salpicaban con agua y chillaban de contento-. Pero no tendrá tiempo de ocuparse de otra cosa que de sus pacientes y de su joven mujer. Mi hija es una maravilla de temperamento y diecinueve años más joven que el doctor Volkmar. ¡Estará sobrecargado durante las veinticuatro horas del día!
–¿Y cuánto tiempo piensa mantener eso?
–¡Qué pregunta! – Soriano cruzó las piernas. Sonó el teléfono que estaba en la mesa de vidrio, a su lado; Soriano levantó el receptor, escuchó en silencio y volvió a colgar sin comentarios. – Worthlow… Acaba de venir a buscar al doctor Volkmar y le lleva a casa. En este momento se controla en cuidados intensivos. Han conectado a Thaleb a los aparatos. El último acto de la operación. ¡Ah, sí, su pregunta! ¿Cuánto tiempo? Mientras haya corazones que deban ser cambiados. El doctor Volkmar tiene ahora cuarenta y dos años, es sano, deportista. Permanecerá así. Le gusta nadar, juega al tenis, golf, incluso ha obtenido la licencia para navegar. Cuando se case con Loretta le regalaré un gran yate. En estas circunstancias podrá estar otros buenos veinticinco años en la sala de operaciones y formar a sus discípulos. ¿No es verdad, doctor Daniele?
–No es posible encerrar el destino en una fórmula matemática, don Eugenio…
–Pero sí en algo parecido -el doctor Soriano juntó sus largas y delgadas manos y miró hacia los alegres niños-. Un día yo también tendré nietos -dijo lentamente-. Ese es un fundamento sobre el cual es posible construir un porvenir: la familia Volkmar… o, como se llamará oficialmente, la familia Monteleone. ¿Por qué habría que hacer preguntas entonces?
Ni con el mayor optimismo se hubiera creído posible que acudieran tantas personas como las que en realidad se presentaban a las oficinas ilegales de enganche de la Legión Extranjera en Messina, Catania y Nápoles. Por lo visto había muchos jóvenes que esperaban encontrar un mundo lleno de aventura en una existencia como mercenario, aunque precisamente en los últimos tiempos se habían escrito muchas cosas que desenmascaraban a la Legión Extranjera, e Indochina, Argelia y Somalia se habían convertido en ejemplo de sucia explotación y de muerte miserable.
Las «oficinas» estaban disfrazadas de verdulerías. Una buena idea, pues allí entra y sale gente y a nadie le llama la atención que junto a muchas amas de casa haya también muchachos que se interesan por las naranjas, manzanas o melones. Y mientras en el verdadero negocio dos amables vendedoras atendían a los clientes y también muchos turistas y ocupantes de casas de vacaciones elegían verdura fresca, en la trastienda algunos muchachos llenaban cuestionarios, se hacían auscultar el tórax -como primera revisión-. Tomar la presión, tenían que pedalear en bicicletas de entrenamiento y se les conectaba a aparatos que medían la frecuencia cardiaca y la respiración.
–Sólo podemos emplear tipos muy fuertes -decía el verdulero mirando a los ojos llenos de expectativas de los candidatos-. Tanto en Córcega como en Chibuti el servicio es duro y las mujeres calientes. ¡Hay que poder resistirlo!
Los jóvenes reían, se sometían a todas las pruebas y eran felices cuando el verdulero, después de todas las revisiones, decía:
–Creo que a ti podremos emplearte. Pero eso se decide en la central.
Los elegidos recibían su enganche, doscientas mil liras, y una esquela donde decía: «Pasado mañana, a las cinco de la mañana, en la plaza Garibaldi.»
Realmente no podía llamar la atención: a las cinco de la mañana había en la plaza un pequeño autocar detrás de la parada de los autobuses de la ciudad; un amable chofer saludaba a los cinco o seis muchachos y aplacaba un poco el dolor de la despedida diciendo:
–¡Animo, camaradas! La Legión será vuestro nuevo hogar. Si todo va bien, la semana que viene ya lograréis vuestra primera salida a un burdel.
Los muchachos reían, subían al autocar y se sentían desde entonces orgullosos y fuertes.
Los viajes desde Messina y Catania a través de Sicilia no duraban mucho. El que venía de Nápoles tenía además un bonito viaje en barco y a menudo, ya embarcado, pasaba algún momento idílico. Eso es lo notable en los viajes por mar: las mujeres despliegan un deseo de amor como si se tratara de recuperar o de adelantar años. Los sexólogos afirman que lo que lleva a ello es el contenido de yodo del aire de mar.
Era la última experiencia de los candidatos. Y su entusiasmo crecía cuando ascendían a la colina por el nuevo camino de Camporeale y veían el enorme edificio blanco del hogar infantil.
–¿Ese es el cuartel? – era siempre la pregunta.
–¡Claro que no! – se contestaba entonces-. Es el lugar secreto de concentración, camaradas. Aquí se les revisará una vez más a fondo y, si todo está en orden, serán miembros definitivos de la famosa Legión.
El ala III del hogar infantil estaba en el último piso, construida a prueba de ruidos. Un ascensor, que sólo iba desde allí hasta el sótano y al que de otro modo no podía subirse ni verse, unía el sector quirúrgico con el terrible «banco de corazones» de Soriano. Había cuatro habitaciones bajo tierra donde había estado Domenico Bernazzi de Leonforte, furioso, gritando, golpeando a su alrededor, hasta que tres hombres atléticos le agarraron, le derribaron y en los cinco días siguientes le tranquilizaron con inyecciones; la porquería que le inyectaron le modificó tan esencialmente que después sólo estaba abstraído estúpidamente; comía, hacía sus necesidades y dormía. Pero pronto esas cuatro habitaciones habían resultado demasiado pequeñas. El lugar era escaso aun poniendo dos hombres en cada habitación, pues los reclutadores acarreaban cada semana, desde los puntos de concentración, por los menos un autocar a Camporeale.
Entonces el ala II, en el séptimo piso, se transformó, trabajando día y noche, en una prisión a prueba de huidas y de ruidos. Se tapiaron las ventanas, pero sólo por dentro. El que levantaba la mirada hacia el blanco edificio veía también en el séptimo piso una resplandeciente franja de ventanas. Cortinas color naranja protegían del sol; nadie notaba que siempre estaban corridas y que jamás se abría una ventana para ventilar.
En el plano básico este piso estaba destinado a confortables habitaciones para enfermos: allí se colocaría a los pacientes cuando hubieran pasado las dos primeras semanas críticas y las reacciones inmunológicas espontáneas pudieran ser controladas. Aparatos especiales de aire acondicionado esterilizaban también aquí completamente el aire para evitar desde el principio la causa del fracaso del primer trasplante de Barnard: una infección externa.
Más tarde, una vez que los muchachos de Nápoles, Catania y Messina estaban de a cuatro en una habitación, después de las radiografías, análisis de sangre y minuciosas pruebas de laboratorio con respecto a su tipo de albúmina, vislumbraban que algo no andaba bien allí. Las habitaciones no tenían ventanas, no había picaportes en las puertas, no podían salir al aire libre, se les llevaba su comida y sus preguntas, cada vez más insistentes, sólo recibían una respuesta:
–Esperad. Todo lleva su tiempo.
El lujo era perfecto, sin duda. Podían bañarse en grandes bañeras, había duchas y hasta algo de lo que jamás habían oído, menos aún visto: ¡un solario! ¡Un sol artificial! Cada dos días se les tendía debajo de él desnudos, sobre un banco revestido de blanco; después iban a una especie de gimnasio donde había accesorios de entrenamiento de todas clases, también pesas, fortalecedores, aparatos para remar en seco, escaleras suecas, trapecios y barras paralelas, punchingballs y sacos de arena.
Allí se desfogaban los «aspirantes a la fama de mañana», como un médico les había llamado una vez, en presencia de tres vigilantes. Lo único molesto eran las ametralladoras que colgaban ante el pecho de los «camaradas» y que seguramente estaban listas para disparar.
–Ya son treinta y tres hombres, don Eugenio -dijo tres semanas más tarde el doctor Nardo en una entrevista con el doctor Soriano-. Tenemos que parar y durante un tiempo vender sólo verduras. ¿O quiere reunir una compañía entera?
–¿Cuántos necesita? – preguntó a su vez Soriano.
–Con estos treinta y tres tengo bastante por el momento -en verdad era como si hablaran del almacenamiento de repuestos-. Hemos tenido suerte. Puedo disponer de una selección de diversos tipos de albúmina. Los corazones están sin excepción en condiciones óptimas. Los muchachos han soportado con valentía todos los exámenes. Aun las cargas más extremas.
Soriano asintió con la cabeza. Cogió el teléfono y llamó a Catania, a Messina y a Ñapóles. Se detuvo la campaña de enganche en la «Legión Extranjera». El doctor Nardo esperó a que Soriano terminara y después le presentó una lista.
–Hay cuatro pacientes para los que el doctor Volkmar ha previsto trasplantes – dijo-. Comparando los datos de laboratorio tenemos también los corazones para ellos.
–¿Cuatro? – Soriano alzó las cejas-. Aquí tenemos once enfermos.
–En siete casos el doctor Volkmar no considera necesario cambiar el corazón.
–¡Yo lo aclararé! – Soriano se levantó-. Hable con los enfermos, Pietro, y prométales que se les ayudará.
«Imposible -pensaba al sentarse en el coche para volver a Solunto-. ¡Hay que aclararle esto a Enrico! Uno no puede enviar simplemente a casa catorce millones de dólares. ¿Cómo se justificaría eso ante la "Sociedad"?»
Ahmed ibn Thaleb había superado bien el trasplante total. El nuevo corazón del joven pescador desconocido latía vigorosamente en su pecho; la presión sanguínea era casi normal; el ritmo satisfactorio, según lo mostraba el registrador del aparato de medición. Thaleb todavía dependía de varios frascos goteros y tenía el pecho cubierto de cables a los que se habían conectado una serie de instrumentos. Quien quisiera llegar hasta él tenía que atravesar dos habitaciones estériles, se le irradiaba y se cambiaba de ropa, y, si entraba a la propia habitación del enfermo en la sala de cuidados intensivos, estaba libre de gérmenes y bacterias, según las mediciones humanas. En los primeros días todos llevaban también mascarillas para no transmitir infecciones con la respiración.
Luis Waskansky había muerto en Ciudad del Cabo. A los dieciocho días el profesor Barnard tuvo que capitular ante la neumonía. Había entrado en un círculo vicioso: por una parte había que llenar a Waskansky de remedios que detuvieran la reacción inmunológica del corazón; por otra, se quitaba con ello al cuerpo toda capacidad de autodefensa para las infecciones más simples. Había terminado una lucha sin ningún tipo de perspectivas.
El doctor Soriano estaba muy preocupado cuando apareció en televisión el profesor Barnard, abatido, con profundas ojeras; totalmente extenuado y visiblemente perturbado. Al abandonar el hospital Groote-Schuur confesó a los reporteros:
–Hemos agotado todas las posibilidades. Ya ningún ser humano podía hacer nada.
Pero a la pregunta: «¿A pesar de esto piensa seguir trasplantando corazones?», Barnard había respondido con toda claridad: «¡Sí!»
Volkmar vio esta transmisión en su casa de huéspedes. Loretta, estaba otra vez con él, con una bata increíble de seda amarilla, tan fina que su estupendo cuerpo parecía envuelto por un velo. Estaba acostada en el sofá, con la cabeza sobre los muslos de Volkmar, acariciando su pecho velludo, mientras en la pantalla el profesor Barnard rechazaba a otros reporteros y se dirigía a su coche.
–Dentro de dos días es Navidad -dijo ella, y besó las manos de Volkmar, que se deslizaban sobre sus ojos.
–No me lo recuerdes.
–Sé lo que papá va a regalarte.
–Diez enfermos cardiacos. Ya están en la clínica.
–Un gran yate de vela. Mañana llega directamente del astillero.
–¡Un yate de vela! ¡Para mí! ¡Eso es una burla!
–Con una tripulación de cuatro hombres.
–¡Ah! Son cuatro guardaespaldas que han de impedir que naveguemos viento en popa hacia la libertad.
Se apartó de Loretta, fue hacia el televisor, lo apagó y permaneció en pie junto a la gran puerta de vidrio que daba a la terraza. Era una noche fría para Sicilia; una ola de frío venía del Este por encima del Mediterráneo y hasta había hecho nevar en las montañas de Monti Erei. Desde hacía tres días camiones militares suministraban agua y víveres a la población de las montañas. Las calles estaban cubiertas de hielo; las tuberías, congeladas.
–Tenemos que irnos, Loretta -dijo en voz baja-. Sólo tú puedes ayudarme. Mi custodia es perfecta. Una vida de una sola vía: de aquí a la clínica y luego de vuelta, y siempre hay dos «buenos amigos» a mi alrededor.
–¿A dónde quieres ir? – preguntó ella-. ¿De vuelta a Alemania? Allí estás muerto.
–Pronto comprenderán que estoy vivo.
–¿Y entonces? – se había colocado detrás de él y le había abrazado. El sintió en su espalda la presión de los pechos de Loretta y supo que jamás podría separarse de esta mujer-. No es tan sencillo para un muerto volver a convertirse en vivo. Ante todo la Policía te hará preguntas.
–Por supuesto. Y yo tengo mucho que contar.
–¿Pretendes que aniquile a mi padre?
–Es el jefe de la Mafia, Loretta.
–Sigue siendo mi padre. No puedes pretender eso, Enrico.
–¿Pero puedes conformarte con que trasplante secretamente corazones para la Mafia? Dos millones de dólares por corazón como mínimo. ¿Puedes vivir así? – se volvió y la estrechó contra él. Loretta engarzó sus brazos alrededor del cuello de él y se entregó por completo. Su cuerpo se apretó contra el de Enrico-. Te quiero -dijo él con voz ronca-. ¡Dios mío! ¿Qué haremos ahora? Así no podemos seguir.
–Pero tampoco podemos traicionar a papá, Enrico. ¿No es indiferente dónde operas? ¿Sea Munich o Nueva York, Londres o París? Son enfermos que vienen a ti, personas en busca de ayuda. Y sólo tú puedes ayudarles.
–Para tu padre son una mercancía nada más. Comercia con ellos. Corazón por corazón, del mismo modo que se compra y se vuelve a vender una caja de naranjas. Es terrible. Uno podría enloquecer al pensar en eso -la estrechó contra él y apoyó la cara sobre el largo cuello negro de Loretta-. Tengo que salir de aquí, Loretta -dijo. Sonó como un gemido-. También yo tengo nervios. ¡Si el mundo es bastante grande para nosotros! Debe haber algún lugar en donde podamos vivir en paz.
–Papá nos encontrará en todas partes. Podríamos huir, claro. Pero sería una huida sin fin. En ninguna parte tendríamos paz. ¡Nunca!
–Me estableceré como médico rural. Me hundiré en el anonimato.
–¿Y eso te basta? ¿Esa es la meta de tu vida? Tú, el cirujano bendecido por Dios. El primer médico que puede cambiar un corazón.
–Siento ansias de paz, Loretta. ¡Sólo paz! ¡Paz! Y además tu amor. Sólo eso vale toda una yida.
–Podemos intentarlo, Enrico.
Le condujo como si fuera un niño al dormitorio, le atrajo a su lado sobre la cama y besó sus ojos, sus labios, su frente. Era una ternura en la que uno podía meterse como un animal moribundo en una cueva.
Bajo las caricias de Loretta él se tranquilizó.
Se estiró, cerró los ojos y respiró profundamente.
Loretta se inclinó sobre él. Los párpados de Volkmar vibraban; de cuando en cuando sus comisuras se contraían.
–Lo intentaré todo -dijo ella en voz baja-. Todo. Tú no sabes cómo te quiero…
–Gracias… -contestó él.
Su voz sonaba muy alejada, pero él había oído sus palabras y estaba feliz.
Al día siguiente todo era distinto. El doctor Nardo llamó desde la clínica. También los pacientes habían seguido por televisión el informe de Ciudad del Cabo y se habían inquietado. Waskansky estaba muerto. El primer trasplante de corazón dado a conocer había terminado con una derrota de los médicos. ¿Se repetía aquí todo eso en silencio? ¿O podían más que los de Ciudad del Cabo? ¿Había aquí cirujanos mejores que el profesor Barnard? ¿Se había pronunciado ya la sentencia de muerte cuando a uno le llevaban al quirófano? Habían pagado dos millones de dólares por un nuevo corazón. Pago anticipado. En eso el doctor Soriano era férreo y cuidadoso. ¿No se compraba más que una muerte demorada por dos millones de dólares?
El doctor Nardo iba de una habitación a otra y trataba de tranquilizar a los enfermos. Les mostraba fotos de Ahmed ibn Thaleb, que estaba sentado en la cama y comía. Es verdad que era sólo alimentación líquida, pero estaba erguido en la cama y sonreía a la cámara rodeado de cables y tubos de todas clases. Había a su lado algunos médicos que sonreían con él, seguros de la victoria. ¡Fotos! ¿Qué significaban? Cinco minutos después Thaleb ya podía haberse desvanecido y estar en agonía. Eso no se fotografiaba. No podía verse al operado por el peligro de infección, pero habían hecho grabar una cinta a Thaleb y el doctor Nardo la hacía escuchar en todas las habitaciones:
Thaleb decía con voz muy animada:
–Me va bien. ¡El nuevo corazón es maravilloso! ¡Me siento treinta años más joven! Antes sólo podía decir una frase y me asfixiaba. Ahora… ustedes lo oyen. Me han hecho volver atrás en el tiempo. Soy tan feliz que podría llorar de felicidad. Sigo viviendo y mi corazón late, late, late… ¡Un sentimiento indescriptible!
También esta cinta sólo convenció a medias. Los que han pagado dos millones de dólares son desconfiados. ¿Quién garantizaba que no era un médico el que había grabado la cinta? También encontró sólo un eco parcial el atrevido relato del doctor Nardo, que aseguraba que Thaleb había vuelto a interesarse por las mujeres y había preguntado cuándo, después de tanto, tanto tiempo, los placeres… El informe desde Ciudad del Cabo era más concreto y más creíble. Había un Waskansky que estaba muerto… Nadie había visto aún a Thaleb, que se había salvado.
–Usted en persona tiene que convencerles, jefe -dijo doctor Nardo por teléfono-. La mejor verdad es la concreta. Si usted ahora emprendiera nuevos trasplantes! La ocasión es muy favorable. En Palermo hay una víctima de un accidente automovilístico que podría armonizar con los tejidos de Basil Hodscha.
Este era el paciente número seis en la lista. Un comerciante de Lyon inmensamente rico, con una insuficiencia valvular irreparable que sólo permitía al voluminoso hombre moverse a cámara lenta. Los agentes de Soriano habían hablado con él en Ciudad del Cabo y le habían llevado en seguida a Camporeale, después de que el profesor Barnard hubiera rechazado la operación. Lo singular en el caso de Basil Hodscha, armenio de nacimiento, era que, en vez de dos millones, había ofrecido tres millones de dólares por un nuevo corazón. Soriano sólo había cobrado dos: el otro millón se pagaría en caso de éxito.
–Te pertenece a ti, Enrico -le había dicho al doctor Volk-mar-. Un millón en cuenta suiza.
–¡Se enmohecerá ahí! – había respondido Volkmar-. ¿O alguna vez volveré a Suiza?
–¿Por qué no? Cuando os hayáis casado… cuando finalmente te hayas acostumbrado a mí…
–¡Que se enmohezca entonces!
El tema acabó con eso.
Pero Basil Hodscha estaba en la habitación seis, se le ponían inyecciones fortificadoras y un tratamiento que apuntalaba su corazón. Y él esperaba el nuevo. Volkmar le examinó a fondo y decidió que no podía ser operado. No sólo el corazón estaba seriamente dañado, sino que todo el sistema arterial estaba cubierto por una capa de colesterol. Un nuevo corazón sólo solucionaría la mitad de los problemas.
–No existe todavía un purificador de arterias que pueda limpiarlas como se echa un disolvente de cal en las tuberías -dijo a Soriano y al doctor Nardo-. Me niego a operar a Basil Hodscha.
A partir de ese momento no se habló más del asunto. No tenía sentido discutir con el doctor Volkmar. Pero el doctor Nardo siguió trabajando. Puso a Basil como próximo candidato en la lista y, basándose en los minuciosos informes de los exámenes de los treinta y tres hombres que estaban en el séptimo piso del ala III del «hogar infantil», seleccionó a los más convenientes. Entraban en consideración dos: un campesino de Mascalucia, en Catania, y un electricista de Caserta, cerca de Ñapóles. Ambos tenían veintidós años, eran altos y fornidos, con corazones perfectos, rebosantes de salud.
–No operaré más antes de Navidad -dijo Volkmar por teléfono-. ¡Ante todo no a Basil Hodscha! Luego iré. Hablaré con los pacientes. ¿Sabe Thaleb que Waskansky ha muerto?
–No. ¿Se lo decimos?
–Todavía no. No ha salido aún del estado crítico.
En la clínica, Volkmar tuvo trabajo durante todo el día: fue de habitación en habitación para tranquilizar a los atemorizados pacientes. La mayor parte de las conversaciones se desarrollaron en inglés; únicamente Basil Hodscha hablaba sólo armenio y francés. Sin duda, la tranquilidad tuvo un aspecto distinto al que había imaginado el doctor Nardo. Volkmar no disipó las dudas, sino que dijo:
–Si usted cree que el riesgo es demasiado elevado, yo soy el último que le impediría marchar de vuelta a casa. Recuerde mis palabras cuando le recibí: un trasplante de corazón de la manera que yo lo llevo a cabo implica siempre el mayor riesgo imaginable médicamente. Y usted respondió: «De uno u otro modo, no arriesgo nada. Con mi viejo corazón es seguro que moriré.» Eso no puede rebatirse. Se lo digo una vez más: no hay ninguna garantía. Sólo la fe en que puede salir bien…
–¿A eso le llama usted tranquilizar? – dijo más tarde el doctor Nardo con semblante agridulce.
–¡No puedo mentir! – el doctor Volkmar le dejó en pie, una ofensa deliberada-. ¡Por millones tampoco! Un enfermo en esta condición tiene derecho a la verdad.
Ahmed ibn Thaleb estaba bien. En los monitores, a través de los cuales se vigilaban todas las funciones de su cuerpo, se mostraba una imagen clara. Al principio hubo fiebre, que señalaba la reacción de defensa del cuerpo; en seguida se la combatió con inyecciones de corticosteroides y la naturaleza de Thaleb pareció acostumbrarse al hecho de que un corazón nuevo bombeara vigorosamente la sangre a través de las arterias. Su estado general mejoraba visiblemente. Cuando Volkmar se acercaba a su cama, le cogía la mano entre las suyas y la retenía mientras Volkmar hablaba con él. A veces uno tenía lá impresión de que hasta quería besar esas benditas manos que le habían regalado una nueva vida.
–Todavía no hemos ganado, míster Thaleb -decía Volkmar-. Sólo ahora vendrá la gran prueba: cuando le deje salir del mundo completamente estéril en que ahora vive a la libertad contaminada de bacterias. ¿Qué pasará entonces? No lo sé. Sólo sabemos que su corazón se ha arraigado y late y que durante toda su vida tendrá que tragar medicamentos. Pero sólo ahora se pondrá en evidencia si puede sobrevivir, por ejemplo, a unas anginas purulentas. Esa es la situación, míster Thaleb.
–Me cuidaré, doctor.
–¿Cómo? ¿Piensa andar continuamente en un traje de plástico? ¿Como una momia? ¿Piensa respirar sólo a través de filtros?
–¿Tan grave es? – preguntó Thaleb en voz baja. Miró a Volkmar con sus pardos ojos suplicantes.
–A pesar de todo, trataremos de que su cuerpo conserve una cierta capacidad de defensa, que ciertamente no puede dañar el trasplante. Ahora sólo podemos esperar, míster Thaleb, y seguir teniendo coraje.
–¡Eso tengo, doctor! – Thaleb miró a Volkmar con agradecimiento-. ¡Que Alá le proteja!
En el ala III del hogar infantil, en el séptimo piso, detrás de las ventanas tapiadas por dentro, había estallado la rebelión. Los «candidatos para la Legión Extranjera» se sublevaban contra el trato que se les daba. Cantaron a todo volumen, después vociferaron y golpearon contra las puertas. Como nadie se ocupó de ellos, arrancaron todos los lavabos de las paredes, los destrozaron, abrieron todos los grifos e inundaron sus habitaciones.
Hubo gran alarma entre la guardia. Se acercaron siete hombres con gruesos tubos y apalearon a los enfurecidos prisioneros habitación por habitación. Luego arrastraron a los que estaban desvanecidos al «gimnasio», quitaron de allí todos los accesorios y les dejaron solos. Aquí ya no había nada que destruir. Las paredes estaban desnudas con excepción de las escaleras suecas. No servía de nada arrancar los palos; con ellos no se rompen paredes de cemento.
–Lo veía venir, don Eugenio -dijo el doctor Nardo. Estaba detrás de Soriano que había inspeccionado las habitaciones devastadas: le informaron que en ese momento los treinta y tres hombres estaban golpeando contra las paredes con los peldaños que a pesar de todo habían arrancado. Era un ruido infernal, pero sólo llegaba a oírse a un par de metros de distancia. La aislación acústica era excelente-. Estos hombres jamás se resignarán ni se entregarán a su destino desconocido. Tenemos que ofrecerles algo. Vino, entretenimiento, quizá cine. El aburrimiento les lleva a un desborde de agresividad.
–Mañana es Navidad. – Soriano regresó al corredor. Obreros de la casa reparaban las tuberías e instalaban nuevos lavabos.– Veré cómo puedo sorprenderles.
Fue una fiesta de Navidad memorable.
Aunque Thaleb era musulmán, se secó las lágrimas de la cara al oír por el micrófono al coro de niños del hogar que cantaban villancicos. Las claras voces se transmitían a todas las habitaciones, ardían velas en todas las mesas de noche, menos en la de Thaleb, por las posibles infecciones. Para él brillaba en la pantalla una gruesa vela, una obra de arte de cera, pintada con ángeles de todos los colores. Fuera o no cristiano, el poder volver a ver algo así, verlo y oírlo todavía, conmovía a Thaleb hasta lo más profundo de su nuevo corazón. Lloró de alegría y decidió donar otros cien mil dólares para el hogar infantil.
En casa de Soriano el gran reparto de regalos se llevó a cabo según el ritual acostumbrado: en primer lugar se entregaron los regalos al personal, con Reginald Worthlow a la cabeza. Este recibió un reloj de oro automático. Desde fuera no se veía que era un pequeño transmisor, un «curioso», como se lo llama en la jerga de los gángsters. Como siempre que Volkmar tenía algo especial que decir anulaba los transmisores ocultos en su casa poniendo música de radio o de discos a todo volumen, ahora Worthlow estaría siempre cerca con su hermoso reloj de oro. Un presente práctico, pues ahora se le había hecho imposible también a Worthlow hablar con Volkmar como hasta entonces.
El yate de vela había llegado. Ancló en el mar, a unos cien metros de la costa; en la Nochebuena lo empavesaron con todas las banderas y lo iluminaron con cadenas de luces. Soriano llevaba un smoking de seda negro y tenía el brazo lleno de rosas rojas: había un regalo unido al tallo de cada una, paquetitos con joyas fabulosas. Subió hasta donde estaba Volkmar; un anfitrión y futuro suegro lleno de sincera alegría festiva.
Worthlow había puesto la mesa. Loretta estaba con Volkmar desde hacía tres horas, con un largo vestido de noche color rojo oscuro profundamente escotado y una piel de chinchilla larga hasta las caderas sobre los hombros. La peinadora, que todos los días iba a la casa, había entrelazado pequeñas flores doradas en su negro cabello suelto.
–Eres de otra galaxia -había dicho Volkmar en voz baja cuando ella entró en la habitación-.No me atrevo a tocarte.
–Bésame -había respondido ella tendiendo la cabeza-. Bésame en seguida. Tienes que sentir qué terrenal soy…
Entonces Worthlow se había dirigido rápidamente al vestíbulo. No era necesario que su reloj de pulsera transmitiera todo…
–¡Nuestra primera Navidad en común! – dijo Soriano con voz emocionada.
«Y la última», pensaba Volkmar. Sintió que la mano de Loretta buscaba la suya. Cogió la mano de ella y la atrajo hacia sí. Soriano lo vio y sonrió como un padre feliz.
–Creo que es hora de darte las gracias, Enrico -prosiguió-. Olvidemos el hecho de que todo pareciera un negocio, de que todo fuera una idea productiva. Se han desarrollado muchas más cosas de las que yo había imaginado. El huésped se ha convertido en mi hijo.
–Un momento, don Eugenio -le interrumpió Volkmar.
Sintió cómo los dedos de Loretta se aferraban a su mano. Sus largas uñas se clavaban en su piel. «No, por favor, no, ahora no», quería decir esa presión dolorosa. «¡Trágatelo, Enrico! ¡Hazlo por mí! Es Navidad, la fiesta del amor. Déjale hablar. Deja que resbale sobre ti como agua de lluvia. Te lo ruego.»
–Sé lo que quieres decir. – Soriano movió lentamente la cabeza.– Siempre nos enfrentaremos. ¿Pero qué ha de hacerse? Loretta te quiere, pronto os casaréis; tú serás para mí como um hijo. ¿Quién puede impedirme pensar así? Pero no es sólo eso lo que quiero decirte hoy. Has llevado a cabo una hazaña de la medicina, lo que ningún médico ha hecho antes que tú. ¡Y sólo ha sido posible por mí! Nosotros dos hemos transformado un mundo. Más allá de todos los intereses comerciales, eso es algo maravilloso, incluso para mí casi incomprensible: ¡Es posible sustituir corazones! ¡Estamos fundidos por esa gran experiencia que siempre se repetirá!
–¿Tengo que escuchar realmente eso? – dijo Volkmar con dureza. Le era imposible soportar más ese discurso.
–No -Soriano negó con un gesto-. Ya ha terminado. Sólo tenías que saber que también para mí sigue habiendo cosas que me conmueven -pasó junto a Volkmar y Loretta en dirección a la terraza y extendió los brazos como si quisiera decir: ¡Todo el mundo me pertenece!-. Salid. Mirad eso. Mi regalo para ti y para Loretta.
Volkmar permaneció mudo por un momento junto a la balaustrada de la terraza y miró hacia el yate blanco iluminado sobre el cielo nocturno. Era para él una visión irreal. «Mi yate -pensaba-. El humilde médico jefe y profesor de cirugía de Munich posee un yate que ha costado un buen millón. O si calculamos de otra manera, medio corazón. ¿Y por qué posee este yate? ¿Se ha matado trabajando, lo ha heredado? ¡No! Ama a la hija de un jefe de la Mafia y es el jefe médico de una clínica de la Mafia en la cual se cambian corazones como motores.»
–Jamás lo pisaré -dijo. Tenía un nudo en la garganta-. Se lo agradezco de todos modos, don Eugenio. ¿Qué tripulación tiene?
–Seis hombres.
–Excelente. Son suficientes para contrariar a un solo hombre en su deseo de libertad.
Se rió groseramente, se volvió y regresó a la casa.
Loretta retuvo a su padre por la manga del smoking de seda cuando él quiso seguir a Volkmar.
–Le quiero -dijo en voz baja, pero con un matiz amenazante que él nunca había oído-. Lo que le hagas a él me toca también a mí…
–¡Querida mía!
Soriano puso las rosas en los brazos de su hija y quiso besarla. Ella echó la cabeza hacia atrás y retrocedió un paso. El la miró, sorprendido.
–Ángel… -dijo en voz baja.
–¡ Quisiera poder odiarte! – arrojó las rosas con los paquetitos en un sillón del jardín como si fueran desperdicios-. Pero eres mi padre. No sé cómo podré soportarlo.
–¡Loretta! – dijo Soriano, consternado-. ¡Dios mío, cómo puedes pensar algo así! ¿Quieres odiar a tu padre?
Calló bruscamente. Worthlow salió e hizo una pequeña reverencia.
–Está servido, sir.
–En seguida vamos. ¿Dónde está el dottore?
–Está bebiendo en el bar. Vodka puro… No puedo impedírselo.
Worthlow volvió a inclinarse y regresó a la casa. Soriano ofreció el brazo a su hija, pero ésta pasó por alto ese gesto.
–Si tienes algún otro deseo… -dijo él ásperamente-. Sabes que haré todos tus gustos, ángel.
–Deja que Enrico y yo nos vayamos a Estados Unidos o a Londres o a Australia…, lejos. ¡Pero déjale libre!
–Es el único de tus deseos que no puedo cumplir -Soriano bajó la mirada. De pronto parecía un viejo que sólo puede seguir andando si controla sus pasos.– Aunque quisiera… ya no es posible. No depende de mí sólo.
Cuatro días después de Navidad, el 29 de diciembre, el doctor Volkmar tuvo que operar nuevamente. Nadie le obligaba, pero el estado de Basil Hodscha no le dejó otra opción. Si podía salvarse era sólo ahora, mientras el cuerpo todavía fuera capaz de resistir la operación. En la clínica el doctor Nardo había preparado otra vez todo con la perfección acostumbrada. Se había esterilizado el segundo sector de habitaciones estériles. También el nuevo corazón ya estaba dispuesto. El doctor Nardo se había decidido por el electricista de Casera. Sus valores de albúmina eran los más próximos en la prueba de compatibilidad.
Los treinta y tres «legionarios» se habían apaciguado. El primer día de Navidad les habían sorprendido con un regalo. En tres habitaciones les esperaban sendas muchachas, traídas de un burdel de Palermo. Benjamino Tartazzi, que había ocupado el lugar del difunto Gallezzo, no había sido mezquino al contratarlas.
–Son treinta y tres muchachos -dijo-. Fuertes como toros. Hasta ustedes lo pasarán bien. Y veinticinco mil liras para cada una. ¿Qué les parece el precio? Once hombres para cada una, ustedes lo harán jugando.
Fue un regalo espléndido.
Cuando regresaron los tres primeros, mientras el siguiente grupo se acercaba a la puerta, chasquearon la lengua.
–¡Esas son mujeres! – dijo uno, poniendo los ojos en blanco.
También el electricista de Caserta había tenido su experiencia: veinte minutos con la pequeña y sensual Julia y todo lo anterior quedó olvidado. ¡Incluso él fue el primero a quien fueron a buscar para la Legión!
Se despidió de todos y estrechó las manos que se le tendían.
–¡Hasta que nos volvamos a ver en Córcega! – decía alegremente-. ¡Seguro que vendréis pronto! Es que todo lleva su tiempo. ¡Alguno tiene que ser el primero! ¡Hasta luego, camaradas! ¡Hasta la vista!
En el ascensor que descendía al sótano le recibió un médico.
–¿Otra revisión? – preguntó el electricista de Caserta.
–Solamente una inyección contra la viruela -el joven médico sonreía con amabilidad-, Y después…
–¡Después partir a lo lejos!
–Eso es. Partir a lo lejos.
Los dos rieron en voz alta mientras el ascensor descendía hacia el sótano desde el que sólo había una manera de regresar para un joven corazón: en otro cuerpo.
Poco antes de comenzar la operación hubo otra demora desagradable: repentinamente el doctor Volkmar quiso ver la declaración de conformidad de los parientes del accidentado.
No había nada que hubiera podido intranquilizar más al doctor Soriano o que él, acostumbrado a pensar lógicamente, no hubiera presentido. También estaba calculado que Volkmar examinara la declaración de los deudos. Desde que existía el terrible «banco de corazones» había siempre algunos certificados en blanco, en los que sólo faltaba incluir los nombres. Imitar las firmas temblorosas de padres y madres agobiados por el dolor era una pequenez de la que en parte se ocupaba Soriano en persona.
–Hay algo más, doctor Soriano -dijo el doctor Nardo por teléfono. Basil Hodscha ya estaba dispuesto para la operación, se había puesto la inyección al electricista de Caserta, éste se había desplomado y ahora le preparaban para quitarle el corazón-. El doctor Volkmar quiere hablar con los padres en persona.
–¿Hablar? ¿No le basta con el documento?
–No. Y la situación será muy crítica si quiere examinar al donante mismo. Entonces estaremos obligados a causar un accidente.
–¿Ya ha insinuado ese deseo el doctor Volkmar?
–¡Gracias a Dios todavía no! Confía en el equipo de revisión II. Pero podría llegar el caso.
–¡Le enviaré a los padres! – dijo el doctor Soriano con frialdad-. ¿Cuándo quiere verles?
–Dentro de una hora.
–¿Ha dicho eso expresamente?
–No. «Antes de la operación», ésas fueron sus palabras. Pero comenzaremos más o menos dentro de una hora.
–Habrá que hacerlo.
Soriano colgó. El doctor Nardo se quedó mirando al receptor antes de colgarlo de nuevo en la horquilla. Habrá que hacerlo… Para don Eugenio todo era posible: un nuevo corazón, una pareja de padres que vendía el corazón de su hijo, un documento que cubría también en lo legal la atrocidad que sucedía en este sótano.
El doctor Nardo se sentó -las rodillas se le aflojaron de pronto- y con el dorso de la mano se secó el sudor frío de la frente. En los años de trabajo común con Soriano había perdido la costumbre de tener escrúpulos. Si uno los tiene y al mismo tiempo es una pequeña rueda en el gran engranaje de la Mafia, corre la suerte de un material demasiado blando que al poco tiempo manifiesta desgaste. Algunos pocos consiguen ganar dinero, mucho dinero, teniendo escrúpulos, y sólo a costa de ellos. «El moralista siempre se orinará en su propia bolsa para no ensuciar a otros», había dicho una vez Soriano.
En esa hora el campesino Pier-Luigi Alvio vivió algo muy curioso, que él no pudo explicarse porque era algo demasiado fuera dé lo común: un gran coche muy caro se detuvo ante su casa de piedra, miserable y apartada al borde de las montañas. Un hombre vestido con un largo abrigo de piel y una gorra también de piel bajó de él y se dirigió a la casa. Hacía frío ese día de enero, un viento helado silbaba desde las montañas y todos se alegraban de poder acurrucarse junto al fuego y mirar los leños crepitantes. La mujer de Pier-Luigi, la piadosa Emma, estaba sentada junto a la ventana y había visto primero el coche.
–¡Visita! – exclamó.
Pier-Luigi se tocó la frente con la punta de los dedos. «La vieja está cada vez más extravagante -pensó; arrastró los pies por toda la habitación y miró hacia fuera-. ¡Visita! ¡En casa!» Pero luego vio que efectivamente se había detenido un coche entre el cobertizo y la casa.
El hombre del abrigo de piel llamó a la puerta y sonrió amablemente cuando Pier-Luigi la abrió. Benjamino Tartazzi sonreía siempre, era su artimaña; siempre se presentaba franco y amable, a diferencia de su predecesor Gallezzo, que se mostraba reservado y hasta un poco presumido. Si a Gallezzo le recibían con un cierto respeto, a Tartazzi se le brindaba plena confianza, pues no es una mala persona la que muestra una sonrisa que desarma así.
Pero el visitante conquistó en seguida a Pier-Luigi y a su fiel esposa Emma cuando les dijo con una sonrisa radiante:
–Supongo que éste será un año duro para la agricultura. ¡Qué tiempo! ¡Nieve hasta en los valles, hielo en los caminos, y esto en Sicilia! Muchos árboles se helarán, por no hablar de la gente. No estaría mal poder ganar accesoriamente doscientas cincuenta mil liras…
Tartazzi se sentó, sacó del abrigo de piel un simple sobre y arrojó sobre la mesa un montón de billetes. Pier-Luigi Alvio contempló el dinero con sumo respeto. Emma habló diplomáticamente:
–Signore, somos pobres campesinos, pero tenemos todavía un tonel de buen vino. ¿Puedo traerle un vaso?
Tartazzi no dijo que no; sonrió cordialmente a los buenos viejos y agitó los billetes con sus dedos. Volaron encima de la mesa como plumas.
Pier-Luigi asintió varias veces con la cabeza.
–¿Qué puedo hacer por usted? – preguntó con voz emocionada-. Signore, no tengo nada para vender.
–¿Sabe escribir? – Tartazzi se frotó las manos con alegría cuando Emma llegó con el vino. Tomó un trago; la bebida era agria e irritaba la garganta, pero él puso los ojos en blanco y dijo con entusiasmo:- ¡Oh!
Esto aumentó aún más la confianza de los Alvio hacia sú huésped.
–¿Escribir? – Pier-Luigi se rascó la nariz.– Regular.
Hace mucho tiempo, pensaba: «¿Cuándo escribe la gente de nuestra condición? ¿Y para qué?» Sus olivos nunca habían preguntado: «¿Puedes escribir "soy un olivo" o "eres un pobre tipo, Pier-Luigi?"» Por supuesto que en la escuela habían aprendido a escribir, también a hacer cuentas y sobre todo religión, pero con todo eso no se podía hacer nada aquí arriba, en las montañas, en los miserables campos. Aquí había que luchar con el sol, con el viento, con las piedras, con el polvo, la sequía y como ahora, con un frío inusitado. Los cantos sagrados y los salmos no servían de nada; tampoco los lápices.
Tartazzi tomó otro trago del terrible vino y chasqueó la lengua.
–¡Oh, Madonna! – exclamó- ¡Esto es vino! ¿Y cómo ánda la lectura?
–Regular ambas -contestó Pier-Luigi con reserva-. ¿Por qué?
–Las doscientas cincuenta mil liras se quedan aquí sobre la mesa si vienen conmigo y firman que su hijo Giulmielmo ha tenido un accidente.
–Pero no tenemos ningún hijo -le interrumpió Emma-. Es una lástima, signore…
–Por doscientas cincuenta mil liras les presento a un hijo -Tartazzi miró a los dos viejos con una sonrisa radiante-. Este pobre Giulmielmo fue atropellado. ¡No hay esperanzas! Pero aún puede hacer algo grande: puede salvar la vida a otras personas en un hospital.
–¿ Giulmielmo?
–Sí.
–¿Aunque esté muerto?
–Sí.
–No entiendo.
–Es un poco complicado. Pero por doscientas cincuenta mil liras no hay que pensar demasiado. – Tartazzi amontonó los billetes: un montoncito muy tentador sobre una tambaleante mesa de madera.– El asunto es muy sencillo si se lo mira sencillamente: ustedes vienen conmigo a un hospital, conocen allí a un famoso médico, se ponen a llorar y a lamentarse: «¡ Nuestro pobre, pobre Giulmielmo! ¡Nuestro único hijo! ¡Esos malditos coches! ¡Que el infierno se los trague! Pero estamos de acuerdo en que Giulmielmo haga algo bueno, aun muerto; siempre obró bien, ¡el pobre!» Así, ¿entienden? Y después los dos firman un trozo de papel donde dice que ahora Giulmielmo pertenece al hospital.
–¡Nuestro hijo! – dijo Emma respetuosamente.
–Sí.
–¿Por doscientas cincuenta mil liras?
–¡Aquí están!
–¡Pero mi hijo vale más que eso! – dijo la fiel Emma.
En ese momento Pier-Luigi admiró a su vieja. Había entendido la situación.
Tartazzi conservaba su sonrisa amable. ¿Qué significaba el dinero?
–¡Trescientas cincuenta mil liras!
–¡Esas cifras impares! ¡Cuatrocientas mil!
–Hecho. Mi última palabra o me voy -Tartazzi se levantó-. ¿Podemos partir en seguida?
–¿En seguida?
–Sí.
–¿Así, como estamos? ¿Sin ropa de luto? Giulmielmo merece que se haga duelo por él, si era tan buen muchacho -Pier-Luigi miró a su Emma. Ella asintió y hasta juntó las manos-. En seguida nos cambiamos. Estaremos listos en un momento.
Tartazzi asintió con la cabeza, volvió a guardar los billetes en su abrigo de piel y salió de la casa. Pier-Luigi soltó el cinturón de sus pantalones y los dejó deslizarse sobre sus zapatos. La buena Emma se desabrochó el vestido y se dirigió a un viejo ropero.
–Ahora tienes un hijo -dijo Alvio, mientras se quitaba los pantalones.
–¡Pero muerto!
–¡Y cuatrocientas mil liras!
–Todavía no lo creo.
Sacó del ropero el traje de luto y lo arrojó sobre un banco de madera. Pier-Luigi contemplaba a su Emma, que se había quitado el vestido y andaba en ropa interior. «Se ha puesto vieja y gorda -pensaba-. Hace años era una muchacha joven y delgada, con largos rizos negros y piernas finas; chillaba como un ratón cuando lo hacía con ella, a veces tres veces por día: ¡un tipo así era! Pero nunca llegaron los niños, el cielo sabrá por qué. Se había hecho lo posible.»
«Antes. Ahora tiene sesenta y siete años la buena Emma -pensaba Luigi-. Baja, gorda, un poco temblorosa, con pechos como peras.»