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LA VICTORIA DE LOS SENTIDOS

Recuerdo estar en la cama los dos después de un espléndido día de entrenamiento, todavía con los ojos brillantes del recuerdo de lo que había vivido. Bajo la colcha, me ponía a hablar, a explicarle lo que había hecho y visto durante el entrenamiento, viviéndolo, susurrando cuando quería mostrar mi miedo o gritando de alegría y levantándome de la cama para mostrar mi excitación:

—Al llegar a lo alto del puerto, el cuadro era precioso. Delante de mí, el sol despuntaba desde la espalda de las agujas y empezaba a calentarme la cara, alumbrando al mismo tiempo las escarpas de nieve que acababa de ascender. Entonces, como me encontraba bien, me he dicho: ¿por qué no subo los canales situados a la derecha de la aguja negra? He empezado a subir y me encontraba muy bien, iba corriendo durante todo el ascenso. Hoy debería haber habido una carrera: ¡me hubiera encontrado muy bien! Pues he empezado a subir y me he quitado los esquís para poder seguir, porque la parte final era muy inclinada. Total, ¡que las vistas eran increíbles! Se ven incluso los lagos; se ve la casa abajo, muy pequeña… Y la bajada, ¡qué bajada! ¡Qué nieve!

Ella me escuchaba en silencio, impregnándose de la historia que le estaba contando con pelos y señales y cobijada bajo la colcha me mirada con una gran sonrisa. Hasta que terminaba mi extensa explicación y le pedía por su excursión.

—Bien —me decía simplemente.

—¿Cómo que bien? —le preguntaba, asombrado—. Es imposible que no tengas nada que explicar con el espectacular día que ha hecho. ¿Cómo te has encontrado? ¿Qué has visto? —insistía, y ella me contestaba, segura:

—Lo podrás explicar, y la gente podrá ver lo que han visto tus ojos. Podrás hacer fotografías y podrán escuchar cómo silban los pájaros o cómo la nieve mece las ramas de los árboles. Podrás escribirlo y podrán incluso sentir el viento en la cara o el olor a tierra mojada. Pero nunca podrás lograr que sientan la emoción que tú has sentido al estar presente. No podrás conseguir que sus ojos lloren como han hecho los tuyos o que su corazón palpite como ha hecho el tuyo.

Y sonriendo, se daba la vuelta y se ponía a dormir, dejándome con un palmo de narices.

Alba en eso era muy fuerte. Demasiado fuerte para mí. Yo necesitaba encontrar un valor a todo lo que hacía y no podía encontrarlo y consensuarlo solo en mi interior. Necesitaba que alguien más valorara lo que había hecho. Necesitaba que me dijeran que la excursión que acaba de realizar era increíble. Que me felicitaran por la carrera que acababa de ganar. Solamente necesitaba un gesto, una mirada de aprobación, para satisfacerme a mí mismo y poder seguir entrenándome motivado el día siguiente. Necesitaba que la gente que me quería se sintiera orgullosa y partícipe de mis buenos resultados, que los amigos y conocidos supieran y recordaran lo que hacía para poder sentirme seguro de mí mismo, para crear un yo sólido donde situarme. Necesitaba, en definitiva, crear un pasado para saber de dónde venía y poder seguir mis pasos hacia delante.

Alba no necesitaba eso. Era capaz de sentirse segura y completa únicamente con la emoción que vivía en el momento, y olvidarla cuando su cuerpo ya no la sentía y, entonces, buscar otra. Y con esto no quiero decir que fuera desordenada y llevara una vida sin rumbo. Al contrario, era capaz de trazar su rumbo sin tener que crear un pasado para ella y para los demás. Y si por un lado la admiraba, admiraba su fortaleza interior, por el otro me hacía sentir inferior. Yo no era capaz de hacerlo, por más que lo intentara, yo sentía la necesidad de comunicar lo que había hecho, visto o sentido. Por eso, para enfadarla, le decía que era egoísta, que ella era capaz de ver y sentir cosas increíbles y que no se lo podía guardar para ella misma, que tenía que compartirlo con las demás personas.

—¿Por qué? —me preguntaba—. ¿Qué finalidad tiene explicar cosas que los demás no han podido ver, que posiblemente nunca verán, sentir cosas que los demás no han sentido? ¿Para sentirte superior a ellos? ¿Para saber que tienes algo más? ¿Que tu experiencia es mejor?

Yo le decía que era exactamente lo contrario, que así las personas seguían buscando para verlo ellas y sentirlo en su piel. Pero la discusión era el cuento de nunca acabar.

Ahora hace tiempo que no la veo. A veces, la memoria juega malas pasadas para que te sientas mejor y elimina los recuerdos dolorosos y conserva solo los eufóricos. Ocurre lo mismo con los entrenamientos: de un año al otro solamente recuerdas el día que lograste acabar unas impresionantes series con buenas sensaciones, o la semana que fuiste capaz de hacer seis horas cada día a altísimos ritmos. Nunca recuerdas los días que has sufrido y que deseabas llegar a casa para meterte en la cama y olvidarte del entrenamiento. Y así parece que cada vez vayas peor. Parece siempre que el año pasado estabas mucho mejor y que esta temporada te estás arrastrando fatigado, quizás debido a los esfuerzos de los días anteriores o a una mala planificación. La cuestión es que te vas inquietando al pensar en por qué no te sientes como el año anterior. Me ocurrió lo mismo cuando fuimos espaciando los encuentros con Alba. Sin embargo, recuerdo su último comentario antes de cerrar la puerta: «¿Dónde están los pósters de Dahelie y Brosse? ¿Dónde has dejado aquellos mitos? ¿Cuándo has cambiado tus ídolos?».

Ahora, en su lugar, fotos de mis victorias y trofeos de todos los tamaños y formas llenan paredes y armarios. En el momento que superas a los que idolatrabas y tú te conviertes en tu propio ídolo, termina la magia del deporte. Los referentes sirven para marcar un camino, para saber que debes luchar y trabajar para poder conseguir lo que han conseguido ellos. Y cuando ya lo has logrado, cuando solo existe una persona a quien superar y en quien reflejarte, y esa persona eres tú, significa que no has entendido nada. La partida de Alba me hizo pensar mucho en lo que significaba yo para mí mismo. Si la persona a imitar era yo mismo, no tenía margen de progreso, estaba estancado y no podía mirar con humildad a todos aquellos a quienes mi ídolo superaba.

Cuando pierdes el camino, cuando el tren en el que viajas se detiene porque ya ha traspasado todas las puertas que quería superar, te das cuenta de que en realidad no has cruzado ninguna puerta, que ninguna meta es real, que ninguna victoria es válida en otro sitio que en tu interior.

Alba desapareció de mi vida, pero al irse comprendí que las victorias están donde las pone cada uno y que, por muchas victorias que consigas, solo serán válidas para ti y, fuera de este dominio, seguramente serás un perdedor. Todo el mundo puede ser rey en su casa, pero en el extranjero será vulnerable e irá perdido. Y esto no me desmotivó en absoluto, como un Forrest Gump corriendo, corriendo mucho, pero sin saber hacer nada más, sino que me dio fuerzas para encontrar nuevos ídolos: los que están dentro de cada persona. Y me motivó para buscar la fuerza de los que me rodeaban, porque no es más fuerte quien llega primero, sino quien disfruta más de lo que hace.

Conseguí alcanzar el estado de placer que tanto admiraba de Alba, pero contradictoriamente no llegué a él exprimiendo los momentos que pasamos el uno con el otro, sino profundizando en la forma de ser de las personas que conocía y que me descubrían nuevos caminos que explorar.

La montaña nos permite disponer del tiempo y el espacio para reencontrarnos solos con nosotros mismos, pero, paradojas de la vida, también la usamos para compartirlo todo y unirnos con lazos de acero con los demás. Nunca he sabido decir si lo que practicamos es un deporte solitario o de equipo. Y no solo por los avituallamientos, los entrenadores, las carreras por equipos o todo lo que se puede ver desde fuera, sino que, con independencia de todo eso, la pregunta que me acompaña al correr es: «¿Para quién corro?». Cuando, en el transcurso de la Ultra-Trail du Mont Blanc, estoy ascendiendo el Grand Col Ferret y llevo más de siete horas sin ver a nadie y no veo a ningún corredor detrás de mí, ¿por qué sigo corriendo? ¿Para quién sigo corriendo? ¿Corro para mí mismo? Si fuera así, cuando estuviera cansado me pararía a descansar, a dormir y a contemplar el paisaje, que es lo que me apetece y me pide el cuerpo. ¿O es que en realidad corro para los demás? Ahora no corro solo para mí mismo, no, ahora corro para no decepcionar a la pareja, a los amigos que tanto me han alentado antes de venir a Chamonix. Corro para la familia y las personas que han venido a ayudarme durante la carrera y que tantas esperanzas han depositado en que lo lograría. ¿O esta es la excusa que me pongo y en el fondo pienso que corro para ellos para no descargar todo el peso de mis decisiones en mí mismo, pero no me detengo y sigo corriendo porque quiero demostrarme a mí mismo que soy capaz de lograrlo, y no son los demás sino yo quien me obligo a continuar?

A las seis de la tarde, la plaza Balmat de Chamonix es un hervidero de gente. Es imposible andar por las calles y la gente se asoma a las ventanas y las puertas de los bares y sale al balcón. Yo intento esconderme entre la multitud y pasar desapercibido entre fotógrafos y aficionados que han venido a ver la más mítica y prestigiosa ultra-trail del planeta. Algunos aprovechan para pedirme un autógrafo o hacerse una foto conmigo, y otros me felicitan y me desean toda la suerte del mundo para las siguientes veinte horas. «Pero si ni tan siquiera hemos empezado a correr, ¿por qué me felicitan?», pienso. Como decía, en la salida todos somos iguales. No es posible diferenciar entre una persona y otra por lo que han conseguido anteriormente, sino por lo que serán capaces de demostrar. Y aún no hemos empezado. Poco a poco, escurriéndome y saltando las vallas llego a la zona de salida. Miro a mi alrededor. Todos son grandes corredores que me inspiran respeto solo con escuchar sus nombres, porque han escrito renglones de oro en la historia de este deporte. Seguramente me espera una larga y dura batalla con estas caras conocidas por las revistas cuyos nombres van de boca en boca para lograr formar parte también de estas páginas. Pero miro atrás, donde miles de corredores están esperando también el pistoletazo de salida con los brazos levantados. Ellos están aquí también para dar mucha guerra, pero una guerra que no consiste en tratar de eliminar a rivales, sino una guerra de compadreo donde la batalla es interna y los rivales son las motivaciones para seguir adelante. Estoy en la primera fila y no me gusta: me coloco en la quinta. Prefiero salir tapado y pensando que la carrera ya va a poner a cada uno en su sitio.

Mientras hablo animosamente con los demás corredores, dan el pistoletazo de salida con la música de Vangelis cada vez más fuerte, hasta enmudecer el griterío de la gente en los pentagramas de «la conquista del paraíso». En los rostros de los corredores se refleja su emoción. Llantos, sonrisas, caras serias… Cada uno dirime en su interior la emoción de vivir una de las aventuras más increíbles de su vida y al mismo tiempo el miedo a saber si seremos capaces de llevarla hasta el final. Si el cuerpo y la mente resistirán.

La gente sale a toda velocidad, quizá para recortar los kilómetros lo más rápidamente posible o para intentar evadirse de estos pensamientos y dejarse llevar por los gritos de aliento de la muchedumbre que los empuja con todas sus fuerzas. Voy avanzando posiciones y, al salir de Chamonix, ya estoy a la cabeza de la carrera. Me gusta controlar las carreras desde esta posición; así parece que el control sea tuyo, que no se te puede escapar ningún movimiento y que puedes conocer el estado de todos los corredores.

En seguida nos quedamos en cabeza un grupo de seis corredores, todos ellos favoritos. Vamos hablando de cómo ha ido la preparación, felicitándonos por las respectivas carreras y planteándonos nuevos retos para el futuro. Aunque los temas de conversación serían interminables, a medida que se acelera el ritmo y aumenta la pendiente van saliendo menos palabras por la boca.

Llegamos a Saint Gervais, donde nos esperan miles de espectadores gritando apostados tras las vallas, y después del avituallamiento me escapo con Dawa Sherpa, como el año anterior en el mismo punto. En esta ocasión, sin embargo, noto que los otros corredores me miran de un modo distinto, me hablan de un modo distinto. ¿Será porque tienen que considerarme un rival, ahora que ya he demostrado mi valía, y no por el solo hecho de estar corriendo con ellos? Lo que es capaz de hacer una persona en una carrera no lo dicen las clasificaciones de las carreras anteriores, sino lo que está demostrando en los pasos de la carrera actual. El año pasado era un desconocido, y mucha gente creía que era un sparring que salía dándolo todo pero que más adelante estallaría, y este año me ven ya como un corredor con experiencia, cuando entre un momento y otro solo media una ultra-trail. ¿Cuál es la diferencia? ¿Qué es lo que ha cambiado?

Al cabo de unas horas estoy solo. Las luces a mis espaldas ya han desaparecido y delante de mí solo están la noche, el viento y el camino. Escucho mi respiración e intento que concuerde con mis pasos para encontrar un ritmo y buscar una referencia para seguir. Voy pensando en lo que tengo por delante: en diez minutos llegaré al puerto, en una hora al lago… Intento marcarme objetivos para dar un motivo a mis pasos y seguir avanzando. Pero las horas van pasando y, rodeado de negro, el tiempo se pierde en el círculo blanco reflejado en el suelo por el foco de mi frontal. Entro en una espiral de la que es difícil escapar, donde mis referencias externas se pierden y lo único que me une con la realidad es la fuente de luz que ilumina el siguiente metro de camino. Estoy en mi interior y las historias empiezan a aparecer como si mi mente buscara sentido a lo que estoy haciendo. Me convierto en un fugitivo que huye de la policía por el monte, en un caballero medieval que se escapa del ejército que va tras él, o persiguiendo a unos bandidos que han prendido fuego a mi casa. Y al llegar el alba, he caído tan al fondo de la espiral que ya no soy capaz de salir de ella, y solo en breves momentos de lucidez mi cabeza vuelve a la realidad.

Son las doce pasadas cuando, descendiendo en dirección a Chamonix, algo me tira hacia arriba, me devuelve al mundo que está más allá de las paredes de mi cerebro. Es un momento que estaba deseando con anhelo, desde que empecé a caerme, porque significa el final, volver a la normalidad. Empiezo a sentir ya el calor del sol sobre mi piel, mi respiración ruidosa y el sudor resbalando por mi cara. Siento cómo gritan mi nombre por megafonía y cómo miles de personas lo corean al unísono. Siento cómo llegan las emociones, tengo ganas de llorar y de reír, de gritar de alegría, pero todavía no controlo mi cuerpo, todavía hay una parte de mí que busca la salida de la espiral. Me mareo, hay tanta luz que no veo las caras, hay tanto ruido que no oigo nada, hay tantas manos tocándome que no controlo mis movimientos. Ha sido demasiado brusco, en pocos minutos he querido pasar de la soledad de mi interior, de la calma y el control de uno mismo, a la explosión del mundo exterior.

Yo siempre me he considerado más alpinista que corredor y, en la montaña, solo debes subir hasta la cima si eres capaz de descender después. Y para bajar de la cima de la competición, tienes que olvidarte de ti mismo, pero también debes olvidar lo que te rodea para volver a ordenar las emociones después de una victoria, volver a trabajar para dejar atrás el pasado. Y hasta que no has vuelto a bajar no puedes prepararte para una nueva ascensión.

Hoy no es un día D; hoy no hay miles de personas coreando mi nombre ni cámaras grabando cada uno de mis pasos y palabras. Hoy mi rendimiento no debe ser excepcional, hoy nadie sabe dónde estoy y nadie va a saber cómo me he encontrado. Estoy subiendo con los esquís en dirección a una afilada cumbre cuyo nombre desconozco. He salido de casa hace tres horas con los esquís y después de cruzar un par de puertos me he encontrado frente a una magnífica aguja. No conozco su nombre, ni su altura, ni su dificultad. Quién fue el primero en subirla o si alguien la ha coronado. Pero no puedo desviar la vista de esta magnífica aguja y evitar que mis pasos me lleven a sus pies, mientras mi mirada busca el camino más sencillo para subir hasta la cumbre. Veo un canal con un pasaje de roca en medio que conduce hasta casi la cumbre y que parece bastante practicable.

Seguramente, subir solo por aquel canal no es lo más razonable, sin que nadie sepa adónde he ido y desconociendo la dificultad y los peligros que entraña, pero no puedo evitar seguir el magnetismo que me impele a iniciar su ascenso. ¿Por qué? Porque toca. No es que nadie me obligue a ello, al contrario, ni seguramente es lo mejor para mi entrenamiento. Pero, al igual que las semanas que me planteo hacer 25.000 metros de desnivel, el único motivo que puedo dar es porque toca. No hay ninguna razón. Solo seguir el magnetismo que me atrae hacia él, como si fuera una bella muchacha que me ha hechizado con su encanto. Lo debo hacer por mí, porque tengo que probarlo y saber si soy capaz de lograrlo.

El canal es fácil y empiezo a subir rápidamente con las botas hundiéndose en la nieve y dibujando un trazo perfecto. A medida que voy ascendiendo, el canal se empina y la nieve se endurece. Cada vez cuesta más trabajo clavar las botas en la nieve y mascullo improperios por haberme dejado los crampones en casa. Sin embargo, no puedo dar media vuelta, la atracción es tan fuerte que no puedo recular. Se acaba la nieve y empiezo a trepar por la roca. Los pasos son delicados y debo asegurarme de tener los pies y las manos bien colocados y de que la roca no se quebrará para poder seguir subiendo. Tardo más de una hora en superar unos veinte metros de desnivel. Pero ¿por qué no reculo? ¿Por qué no vuelvo a casa y a la seguridad? Nadie va a saber si he tardado veinte o veintiún minutos en hollar el puerto, si he llegado hasta la cumbre o me he quedado en el puerto. Hoy llegaré a casa, prepararé algo de cenar y me acostaré. Y mañana seguramente habré olvidado lo que he hecho hoy y nadie, ni siquiera yo, sabrá si terminé el canal. Pero no puedo dar media vuelta. Es egoísta. Es egoísta poner mi vida en peligro, no por mí, que en el fondo sería el más perjudicado, sino por toda la gente que me quiere, por mi familia, por mis amigos y por todos los que han apostado por mí y han trabajado conmigo. Se trata de un antojo de mi mente que puede echarlo todo por tierra. ¿Por qué ellos ahora no están aquí? ¿Por qué ahora no aparece la fuerza que me ha permitido seguir adelante durante la Ultra-Trail du Mont Blanc, la Diagonale des Fous y tantas otras carreras? ¿Por qué allí seguí por ellos y ahora esta fuerza no me permite dar media vuelta? ¿Es quizás mayor la fuerza que, cual lobo solitario, me impulsa a seguir las atracciones más banales sin pensar en nada más? Quizás sea necesario encontrar el equilibrio entre dos fuerzas para poder seguir corriendo por ti y por los demás, pero ¿dónde está ese equilibro? ¿Cuál es el límite entre querer ir más allá para contentar a los demás y perder tu personalidad y tu motivación? ¿Cuál es el límite entre obedecer a esta personalidad y no ponerte en el peligro pensando en los demás?