CAPITULO XII
Barry Morley se arrastró hasta el centinela.
Saltó en el momento oportuno cuando pasaba por su lado y logró atraparlo por el cuello. Los dos cayeron en el polvo.
Barry tenía bien sujeto al centinela.
—Si te resistes, te parto el cuello, muchacho.
El centinela dijo con los ojos que se estaría quieto.
—¿Dónde está Clyde Stuart?
—En el pozo.
—¿Qué pozo?
—El de castigo.
—¿Cuántos hombres hay allí vigilando?
—Sólo uno.
—¿Cuál es la dirección?
—La izquierda.
Barry le pegó con el revólver en la cabeza dejándolo sin conocimiento.
Estaba oscureciendo. Durante un buen rato Barry había estado allí en las cercanías de la mina de plomo, viendo cómo los penados trabajaban bajo la vigilancia de los bandidos al servicio de James Robinson.
Ató y amordazó al centinela. No podía atacar todavía.
Tendría que esperar una media hora. Entonces estaría más oscuro y podría acercarse al pozo para sacar a Clyde.
* * *
Robinson estaba pálido. Un hombre le acababa de dar la noticia más desagradable de su vida.
—Así que está vivo.
—Sí, señor Robinson... Barry Morley logró librarse de todos los muchachos. Aún no comprendo cómo lo hizo. Es increíble.
—¿Cómo pudo un hombre acabar con tantos de los nuestros?
—Con habilidad.
—¡Ha de tener algo más! ¡Una pata de conejo!
—Bueno, la verdad es que Jeff se lo pudo cargar. Le tiró desde el tejado con el riñe, pero en ese momento surgió el amor.
—¿Qué quieres decir?
—Una mujer, jefe. Avisó a Barry Morley y por eso se pudo librar de la bala que le mandaba Jeff.
—Una girl del saloon. Y apuesto a que fue Olivia.
—No, no fue Olivia.
—¿Qué otra girl?
—Ninguna. Lo salvó una mujer que usted conoce, jefe. Sandra Kiber.
Los ojos de Robinson relampaguearon.
—¿Sandra Kiber?
—Sí, jefe, pero lo más bueno es que luego tuvieron un rato de efusión. Él la besó. Ese muchacho corre aprisa. Nos está poniendo las cosas difíciles, y encima enamoró a la chica más bonita de Laketon.
—Gracias por decirme eso, Alex.
—¿Me da las gracias?
—Sí.
—Oiga, jefe, Barry Morley no se da por vencido y con eso quiero decir que vendrá aquí.
—Yo tampoco tengo ninguna duda de que vendrá. Pero nosotros le vamos a dar una sorpresa, Alex.
—¿Cuál?
—Ahora la sabrás.
* * *
—Sandra, no has dejado de hablarme de Barry Morley en las últimas horas —dijo Robert Kiber.
—Es que lo odio.
Robert se echó a reír.
—¿Estás segura de que lo odias?
—Te aseguro que nunca he odiado a nadie como a él.
—Lo quieres, Sandra.
—¡Qué voy a quererlo!
—Te has enamorado de Barry Morley.
—Papá, ¿tú qué sabes de eso?
—Bastante, hija mía. Nunca te vi preocupada por nadie hasta ahora. Ni siquiera por Leo Scott.
—Leo es un amigo.
—Pero estabas a punto de comprometerte con él cuando apareció Barry Morley. Y apuesto a que entonces te diste cuenta de que sólo podías querer a Leo como a un amigo. Es inútil que lo niegues, Sandra. Quieres a Barry Morley.
La joven se mordió el labio inferior y al fin explotó.
—Está bien, padre. Quiero a Barry pero no me sirve de nada.
—¿No te corresponde?
—Creo que sí.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Son dos. Primero, que es un cabezota y que quiere acabar con el marshal.
—Me parece una decisión justa.
—Y segundo, aunque lograse vencer al marshal, tampoco se casaría conmigo porque dice que es un pillo.
—¿Un pillo?
—Ya sabes, uno de esos granujas que están hoy con una mujer y mañana con otra.
—¿Eso te ha dicho?
—Con todas las palabras, papá. Se citó con tres en una misma tarde.
Robert se echó a reír y Sandra lo miró asombrada.
—¿Lo encuentras divertido, padre?
—Sí, mucho.
—Pues yo no veo el chiste por ninguna parte.
—Te voy a hacer una confesión, Sandra. Cuando era joven, yo pensaba lo mismo que Barry, y la mayoría de los hombres piensan igual. Cuando somos jóvenes nos gustan todas y, sin embargo, nos casamos con una sola mujer.
—La que queréis.
—No, la que nos caza.
—¿Qué?
—Lo que oyes, Sandra. El matrimonio es una cacería.
—Pues no me gusta eso.
—La mujer debe hacer comprender al hombre que únicamente con ella podrá ser feliz.
—¿En eso consiste todo?
—Sí, Sandra. No hay más.
La joven se quedó pensativa unos instantes. De pronto, se levantó de la silla en que estaba sentada, se inclinó sobre su padre, que se hallaba en la mecedora, y lo besó en la mejilla.
—Me voy, papá.
—¿Adónde?
—A demostrarle a Barry que sólo conmigo será feliz.
—Está oscureciendo, Sandra.
—Por eso debo darme prisa. Barry estará esperando en el pueblo a que sea de noche para dejarse caer por las minas de plomo.
—No quiero que vayas.
—Es necesario, padre. Quiero a Barry Morley. No podría vivir sin él.
—Que Dios te bendiga.
Poco después Sandra se alejaba de la granja montada en su caballo.
A un par de millas, vio venir a dos jinetes y tiró de las bridas.
Los dos jinetes avanzaron rápidamente. No los pudo identificar hasta tenerlos cerca. Eran Hobar Bennet y Richard Granger, dos hombres que estaban al servicio del marshal Robinson.
—Hola, guapa —dijo Hobar Bennet—, en tu busca íbamos.
—¿Para qué?
—Para invitarte a dar un paseíto.
—Yo no quiero dar ningún paseíto con ustedes.
—No es una invitación nuestra, sino del jefe.
Sandra sintió un escalofrío por la espalda.
No, no iría con aquellos hombres y tampoco se dejaría atrapar. Ella iba en busca de Barry.
Espoleó su cabalgadura y ésta saltó hacia delante, por entre los dos hombres de Robinson, y salió disparada.
—No corras tanto, muñeca.
—Te vamos a pillar de todas formas.
Sandra hizo correr su caballo como nunca lo había hecho.
Pero sus perseguidores tenían mejores monturas y en pocos instantes le dieron alcance.
Uno de los hombres cogió por las bridas el caballo de Sandra.
La joven trató de pegarle con la fusta pero el otro hombre le dio un manotazo haciéndola caer de la silla.
Sandra se golpeó la cadera y dio un chillido.
Los dos hombres saltaron de la montura para lanzarse sobre la muchacha.
Ésta los recibió con puñetazos, patadas, y mordiscos, pero de nada le sirvió porque fue reducida y atada.
* * *
Sandra entró en el barracón andando a trompicones. El marshal Robinson se puso en pie.
—Hola, Sandra.
Los ojos de la joven lo miraron con rabia.
—¿Por qué me ha traído aquí a la fuerza?
—Porque te necesito.
—¿Para qué?
—Como cebo para pescar.
—Usted serviría mejor para eso porque es un gusano.
—No voy a pescar a un pez sino a un hombre, a un tipo que está por ti.
—No sé de quién me habla.
—De Barry Morley.
—Oh, sí, lo conocí. Pero se equivoca al decir que está por mí. Soy indiferente a ese hombre lo mismo que él lo es para mí. Sólo se trata de un forastero.
—Un forastero que logró enamorarte.
—¿Quién le ha dicho eso? Le voy a demostrar que se equivoca. Barry se marchó.
—¿Adónde se marchó?
—Dijo que se iba al Oeste. Estuvo en mi casa. Nos marchamos juntos del pueblo después del tiroteo.
—¿Y qué te dijo?
—Que ya estaba harto. Que comprendía que nunca podría salvar a Clyde Suart. Y también dijo que pensaba denunciarlo a usted en cuanto llegase a la capital.
Robinson se quedó pensativo.
—Conque al fin se fue.
—Sí, señor Robinson. Y ahora, por favor, ¿quiere ordenar que me quiten estas cuerdas?
—Dejadla libre.
Uno de los hombres que había traído a Sandra prisionera, Richard Granger, la libró de sus ataduras.
La joven se frotó los brazos para restablecer la circulación de la sangre.
—Debes estar muy triste, nena —dijo el marshal.
—¿Por qué he de estarlo?
—Por la marcha de Barry Morley.
—Ya le he dicho que me era indiferente.
—¿Esperabas que te creyese?
—¿Y por qué no habría de creerme? —se estremeció Sandra.
—Porque tú estás loquita por ese hombre. Porque Barry Morley no pertenece a esa clase de tipos que renuncia a salvar a un amigo por muchas dificultades que se interpongan en su camino —el marshal rió a carcajadas —. No, muñeca, no me la has pegado. Yo sé que Barry Morley vendrá y hasta es posible que esté muy cerca de aquí. Pero él no sabe la sorpresa que le espera. Una maravillosa sorpresa, porque tú eres la que me vas a dar todos los triunfos. Tú, la chica de la que él se enamoró.