Capítulo III

MEDIA hora más tarde me encontraba en el Villespie Boulevard.

Judy vivía en un hotelito que debía de haber costado un buen puñado de billetes.

La casa estaba rodeada de un gran jardín. Me detuve ante la puerta de ésta y pulsé el timbre. Era de noche y se veían unas cuantas luces en el interior. Al poco rato la puerta se abrió. No había acudido nadie a abrir. El que me había allanado la entrada lo hizo apretando un botón eléctrico. Subí al porche donde había un criado que sostenía la puerta.

—Soy James Rodes —le dije.

—La señorita Betes le está esperando. ¿Quiere hacer el favor de seguirme?

Emití un gruñido de asentimiento. Me introdujo en la biblioteca y sólo llegué a dar dos pasos hacia el centro.

Contuve el aliento al ver a Judy Betes cerca de una chimenea. El vestido de noche con que se cubría —lo de que se cubría es un decir— carecía de tirantes y sus hombros desnudos eran redondos y perfectos, y su garganta una verdadera maravilla.

Quedaba explicado que hubiese revolucionado a América y ahora empezase a revolucionarme a mí.

Se dio cuenta del efecto que me producía y se me acercó llevando un vaso en la mano.

—¿Un whisky, Jimmy?

Cogí el vaso de su mano y bebí un largo trago. Luego fue a un diván y se sentó arreglando bien los pliegues del vestido para que no se arrugase.

—¿Se sienta conmigo, Jimmy? —me invitó.

Me acerqué al diván y tomé asiento junto a ella.

Metí la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y saqué el fajo de billetes. Ella enarcó las cejas y borró de sus labios la sonrisa.

—¿Quiere decir que el hombre no ha aceptado el dinero a cambio del paquete?

—Es algo peor que eso. Fui a la calle del Encinar y entré en la casa que usted me indicó. No había nadie abajo y subí al primer piso. En un dormitorio encontré un tipo que no pude identificar porque le limpiaron los bolsillos. Lo habían estrangulado.

—¡Oh! —Exclamó abriendo unos ojos como platos.

—Entonces me fui a un bar cercano y desde allí telefoneé a la policía.

—¡Santo cielo! ¿Por qué hizo eso?

—Usted no me quiso dar informes sobre la misión que me llevaba allí y yo no quise pillarme los dedos. Pero de todas formas no tiene que preocuparse. Cuando volví con los de la Brigada de Homicidios el cadáver había desaparecido.

—¿Es posible?

Se levantó sujetándose la cabeza con las manos y dijo:

—Creo que ahora soy yo quien necesita un trago.

Fue al bar que había en un rincón y se preparó un whisky doble. Yo rae quedé sentado esperando y al cabo de un rato vino hacia mí y me preguntó:

—¿Tiene un cigarrillo?

Encendí dos simultáneamente y le ofrecí uno.

Se quedó pensativa un rato y de pronto preguntó:

—¿Qué pensó la policía de su llamada?

—No lo tuvieron en cuenta. Pensaron que les había tomado el pelo.

—Eso es estupendo.

—Yo no lo creo así. El hombre estaba bien muerto.

—¿Y si se equivocase?

—¿Qué quiere decir?

—El hombre pudo tropezar con algo y caerse. Perdió el conocimiento, usted lo encontró en esa forma y pensó que lo habían matado. Mientras usted salía para llamar a la policía él se recobró y se marchó por su propio pie —soltó una risita—. Con tanto relacionarse con gente del cine es posible que usted haya adquirido también una imaginación fantástica.

—El fulano fue estrangulado con su propia corbata. Me cercioré bien. Su corazón había dejado de latir bastante antes. No pudo marcharse por su propio pie.

En aquel momento se abrió la puerta y entró en la biblioteca John Davis, el cual al darse cuenta de que había interrumpido un diálogo, pidió perdón y se dispuso a salir, pero Judy vio la oportunidad de terminar aquella embarazosa conversación conmigo y corrió hacia él.

—Oh, Johnny, no te marches, el señor Rodes y yo; ya hemos terminado —enlazó su brazo y volvió la cabeza hacia mí diciendo—: ¿Viene con nosotros, señor Rodes?

De buena gana la habría mandado al diablo y salido de aquella casa, pero el asunto había empezado a interesarme y asentí.

Me presentó a Davis. El actor no demostró reconocerme a pesar de lo que me había zumbado. Luego nos fuimos juntos a un salón donde había mucha gente. Vi a Roxanne Plata rodeada por tres jóvenes y deseé estar entre ellos. La muchacha era un verdadero prodigio. Su vestido de noche era un poco más discreto que el de Judy, pero también había sido confeccionado para convencer al más escéptico.

—Este es Samuel Hampdex, Jimmy, el director de Filmogramas.

Aparté la mirada de Roxanne y la fijé en el hombre que me presentaba Judy. Tendría unos cuarenta años y era robusto, de ojos verdosos y porte elegante. Le habrían dado el mayor susto de su vida diciéndole que llevaba una manchita en el cuello de su camisa.

—Jimmy Rodes es una firme esperanza del cine, señor Hampdex —siguió diciendo Judy, mientras yo cambiaba un apretón con el director—. Haga que uno de sus críticos se ocupe de él.

Hampdex me miró con interés.

—¿En qué películas ha trabajado, Jimmy?

—En Rumbo a California.

Hampdex miró al techo con el ceño fruncido como si tratase de recordar.

—¿Rumbo a California? No recuerdo.

—Eso es fácil. Yo era uno de los doscientos indios que asaltaban la diligencia en que iba el protagonista.

Alguien soltó una carcajada cerca. Era un hombrecillo de unos treinta y cinco años de edad, bajito y con cara de zorro.

—Ese es un buen chiste. ¿Por qué no lo publica en su periódico, señor Hampdex?

Hampdex lo fulminó con una mirada.

Judy nos presentó. El personaje era su agente Jack Plumber. Había oído hablar de él. Se decía que era un verdadero taumaturgo. Si se lo proponía sacaba una actriz de una vulgar leñadora.

Fue acercándose más gente y los fui conociendo a todos. Habían acudido actores y actrices de primera categoría, directores y productores. Yo había asistido a varias fiestas, pero en ninguna encontré a tantas personalidades. Por algo era la casa de Judy Betes.

Alguien puso a rodar un disco y la orquesta de Harry James empezó a dejar oír su ritmo.

Fui a volverme para sacar a bailar a Judy. Sólo quería hablar con ella para continuar en el punto en que habíamos interrumpido nuestro diálogo. Pero ella me huía como el demonio y ya estaba bailando con Davis. Solté una imprecación para mis adentros en el instante en que oí una voz femenina a mis espaldas.

—Hola.

Me volví y vi a Roxanne Plata delante de mí.

Tenía los brazos levantados ofreciéndome su cintura y yo la enlacé. Nos deslizamos por la pista.

—¿La va a abandonar? —inquirió.

Su pregunta fue súbita y yo me separé un poco para mirarla a la cara.

—¿A quién? —pregunté a mi vez aunque sabía que se refería a Judy.

—No le ha mentido si le ha dicho que se encuentra en un apuro.

—¿Qué sabe de ello?

—¿No se ha confiado a usted?

—No.

Hizo un gesto de decepción.

—Es una extraña mujer, pero le puedo asegurar que se trata de la persona más cariñosa que he encontrado en mi vida. Quizá sea porque ella también’ procede de una capa social en la que es frecuente el hambre de muchas cosas.

Yo no estaba para filosofías y la atajé:

—Escuche, ricura. Ella me ha contado una historia de chantaje. Yo debía ir a por unas cartas. Tenía que entregar mil dólares a un tipo vivo. Y sólo encontré un cadáver.

—¿Un cadáver?

Estaba ya un poco cansado de contar aquella historia, pero la repetí una vez más.

—¿Se da cuenta? —terminé—. No puedo ayudarla sin conocer el terreno que piso. Reflexionó un rato y finalmente advirtió:

—No puedo añadir gran cosa a lo que usted ya conoce.

—Inténtelo. ¿Qué tal es Judy?

—Entré a trabajar con ella hace año y medio. Me conoció en las oficinas de la Monumental y me llevó con ella con un buen sueldo. Era una chica alegre y optimista. Empezó a tener suerte y todo se deslizó sobre ruedas. Ya sabe qué ocurre cuando una nueva luminaria aparece y acapara la atención de millones de espectadores. Los productores se habían gastado mucho dinero en publicidad y querían recuperarlo y cobrar los beneficios. Judy no tenía tiempo ni de salir de los estudios. El trabajo era intenso y podía enfermar. Se lo dije, pero no me hizo caso. Estaba embriagada por el éxito. Empecé a notarle cierta depresión que se fue acentuando poco a poco. Pero lo más curioso del caso es que tan pronto estaba con el ánimo completamente decaído como pasaba a un estado de completo optimismo.

Alguien interrumpió la pieza del tocadiscos.

Roxanne y yo quedamos de pie en el centro del salón.

—¿Cuándo empezó a notar esas irregularidades? —le pregunté.

—Yo diría que fue hace cosa de un año.

—¿No tiene sospecha del origen?

—No, en absoluto.

—¿Qué me dice de la vida anterior de Judy?

—Hay poco que contar. Perdió a sus padres siendo niña y estovo en un orfelinato. A los dieciséis años se colocó como camarera. Empezaba a tener buen tipo y era bonita. Me contó que tuvo tres pretendientes con los que salió hasta que se cansó de ellos, pero ninguno dejó huella alguna en su vida. Por eso es absurdo lo de las cartas.

—Me lo suponía.

—Luego Jack Plumber la conoció en un restaurante de las afueras de la ciudad donde ella trabajaba y le ofreció una prueba. Resultó fotogénica y le dieron un papel en la película Mujer hasta el fin. Eso fue hace cosa de dos años. Usted sabe que a partir de entonces sus fotografías no han dejado de aparecer en todas las revistas de cine.

—Realmente no hay nada en qué hincar el diente.

Echamos a andar hacia la terraza y nos acodamos en la baranda.

—Resulta curioso —murmuré como si hablase conmigo mismo.

—¿El qué?

—Era detective privado antes de meterme en este nido de grillos y tuve que lanzar la esponja por falta de clientes. Ahora se me presenta un caso por el que hace tiempo habría dado media vida.

—Estupendo, Jimmy. Yo le contrataré para que siga trabajando. Tengo algún dinero ahorrado.

—Olvídelo.

—Oh, sí. Usted tiene derecho a cobrar por su trabajo.

—Mire, haremos un trato. Usted será mi cliente honorario. Asintió sonriendo.

—¿Tiene algún plan?

—Esperaré hasta mañana. Tengo el presentimiento de que ese cadáver ha de aparecer en algún sitio. Entonces volveré a la escena.

Me apretó la mano.

—No sabe lo que me reconforta el pensar que usted estará con ella. Sacudí la cabeza y dije:

—Me voy ya. Necesito descansar un rato. Estas fiestas no se han hecho para mí. ¿Me querrá despedir de Judy?

—Desde luego que sí. Llámeme en cuanto sepa algo.

—Cuente con ello. Hasta mañana.

Me iba a separar cuando me asió del brazo y antes de que pudiese darme cuenta se pegó a mí y me dio un beso en los labios.

—Mi lápiz es «Tropikane» —explicó con una sonrisa—. No deja. Se alejó de mí sin decir nada más y yo quedé mirándola.

Minutos más tarde, mientras me dirigía a la parada del autobús, un pensamiento me bullía en la cabeza.

Durante el día me había ganado dos besos, como un «boy-scout» que realizase las buenas acciones a pares.

Aquella noche soñé con dos vestidos de noche y puedo asegurar que ambos tenían un buen relleno.